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No hace falta ser muy mayor para recordar viajes en coche que terminaban con el parabrisas emborronado por las huellas de los insectos voladores que se estrellaban contra él, las luces cubiertas por un bullicio de mosquitos y polillas en las noches de verano o jardines animados por un sinfín de laboriosas y a veces amenazantes abejas. Sin embargo, todas estas escenas cotidianas resultan cada vez más extraordinarias a medida que pasan los años: quizá para alivio de algunos, los insectos han desaparecido de nuestras vidas. Sin embargo, los insectos son un actor fundamental en el mantenimiento de nuestros ecosistemas y la biodiversidad que los sustenta, e incluso en el correcto funcionamiento de la industria agroalimentaria que pone la comida en nuestros platos (y que también supone, paradójicamente, una de las principales amenazas para la existencia de estos animales). Aunque no gocen de la popularidad de mamíferos entrañables como los osos panda, el reino de los insectos constituye una pieza clave para la sostenibilidad de nuestro planeta y de las condiciones que garantizan la existencia de nuestra propia especie. En "La crisis de los insectos", Oliver Milman lanza un grito de advertencia sobre esta terrible situación al tiempo que celebra la sorprendente diversidad que define a este bullicioso y gigantesco pequeño mundo.
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Seitenzahl: 491
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Oliver Milman
LA CRISIS DE LOS INSECTOS
LA CAÍDA DE LOS PEQUEÑOS IMPERIOSQUE GOBIERNAN EL MUNDO
Traducción de Iosune de Goñi García
Alianza Editorial
Prólogo
1. Una danza compleja
2. Ganadores y perdedores
3. «Días sin insectos»
4. El auge de los pesticidas
5. Ante la emergencia climática
6. El trabajo de las abejas
7. La travesía de una monarca
8. El plan de la inacción
9. Una emergencia humana
Agradecimientos
Créditos
El primer indicio de la catástrofe fue un silencio sepulcral. El campo, los jardines y los parques de las ciudades, cuyas bandas sonoras se habían atenuado, se convirtieron en imitaciones apagadas de sí mismos. Ya no se escuchaba el zumbido de las abejas, ni el chirrido metronómico de los grillos o el molesto quejido de un mosquito hambriento.
De pronto los paisajes parecían tan superficiales y vacíos como las pinturas al óleo que habían inspirado; quizá incluso tuvieran menos vida debido a la sustracción de los colores que habían sido arrancados de la paleta ecológica cuando las mariposas iridiscentes y los vistosos escarabajos dejaron de existir.
Los insectos del mundo habían desaparecido, pero la demora de la inercia humana significó que el primer aullido de terror, curiosamente, no lo proferimos nosotros, sino los pájaros. Los cielos y los bosques se llenaron de azulejos, chotacabras, pájaros carpinteros y gorriones que buscaban, cada vez más desesperados, pulgones, polillas y otros alimentos que ya no existían. La escasez era terrible: para que una sola cría de golondrina consiguiera alcanzar la edad adulta eran necesarios alrededor de 200.000 insectos. Pero ya no había ninguno. Como consecuencia, la mitad de las 10.000 especies de aves que habitaban la Tierra se extinguieron, dejando sus pálidos cuerpos esparcidos por el suelo y los nidos desabastecidos.
Toda una variedad de cadáveres (pájaros, ardillas, erizos, humanos o, en realidad, cualquier criatura mortal que pusiera un pie sobre la tierra) comenzó a extenderse por los valles, las colinas, los parques y los apartamentos abandonados de las ciudades. Los moscardones, cuyas larvas eran capaces de consumir el 60 % de un cadáver humano en una semana, habían desaparecido, al igual que las polillas, los escarabajos derméstidos y el resto de insectos que en el pasado se encargaban de descomponer a los difuntos. Las bacterias y los hongos todavía seguían haciendo su trabajo, pero a un ritmo mucho más lento e insuficiente. Los cadáveres en descomposición y el olor a podrido provocaban repugnancia, hasta que eso también terminó convirtiéndose en algo normal.
Como si el mundo que nos rodeaba estuviera conspirando para revolvernos el estómago, los restos de carne y huesos se vieron agravados por una avalancha de heces que lo cubrió todo. Los agricultores australianos ya habían aprendido la dolorosa lección sobre la importancia del escarabajo pelotero cuando los colonos europeos introdujeron el ganado en su país por primera vez. Ahora, el continente estaba repleto de vastas zonas de tierra estéril cubiertas de excrementos de ganado que los escarabajos nativos, acostumbrados al estiércol de los marsupiales, eran incapaces de descomponer. Con 8.000 especies de escarabajos peloteros aniquiladas en todo el mundo, tras haberse dedicado a la limpieza del planeta durante al menos 65 millones de años sin ningún tipo de reconocimiento, el desastre se repetía ahora a una escala mucho mayor, a medida que las heces de los animales salvajes y el ganado dejaban su marca en el planeta sin control, como una plaga inmunda. Millones de hectáreas de tierra fueron devastadas. Los árboles y las hojas caídas también comenzaron a acumularse, negándose con obstinación a desintegrarse nuevamente bajo la tierra.
La repugnancia y el sobresalto comenzaron a extenderse por todo el mundo. Los colectivos ecologistas se movilizaron y llevaron a cabo concentraciones con personas disfrazadas de abejas, mientras los políticos organizaban reuniones de emergencia y prometían, de forma precipitada, que tomarían cartas en el asunto. Todavía parecía que era posible cambiar las cosas.
Pero entonces se agotó el suministro de alimentos. Más de un tercio de la producción mundial de cultivos alimenticios dependía de la polinización llevada a cabo por miles de especies de abejas y otras criaturas como mariposas, moscas, polillas, avispas y escarabajos. Tras la desaparición de los polinizadores, la cadena global de producción de alimentos se detuvo, y los extensos campos llenos de frutas y verduras terminaron marchitándose. Los agricultores ya no necesitaban hacer uso de los pesticidas para acabar con las plagas, pero les entristecía pensar que, de todos modos, los invasores no tendrían mucho que destruir.
Algunos productos, como las manzanas, la miel y el café, desaparecieron de los supermercados y se convirtieron en costosos bienes de lujo. La desaparición de los cecidómidos y ceratopogónidos, los polinizadores del cacao, cortó el suministro de chocolate. La gente lloraba abiertamente en las calles por esta pérdida y las tasas de ansiedad y depresión se dispararon.
La ausencia de abejas despojó al mundo de artículos de fácil acceso, como las fresas, las ciruelas, los melocotones, los melones y el brócoli, mientras que las frutas y verduras restantes tenían formas extrañas y estaban secas y arrugadas. Afortunadamente, conseguimos evitar una hambruna apocalíptica basando nuestra alimentación en cereales como el trigo, el arroz y el maíz, que son polinizados por el viento.
Sin embargo, las comidas se volvieron más insípidas y menos nutritivas, incluso en los países adinerados. Sin acceso a frutas, verduras, frutos secos o semillas, millones de personas sobrevivieron a duras penas llevando una dieta basada en avena y arroz. La idea de comerse un mango o una almendra se convirtió en una fantasía decadente, hasta que el propio recuerdo desapareció por completo de la memoria colectiva. Sin chile, cardamomo, cilantro o comino, el curri se convirtió en un plato histórico. Los restaurantes, a los que les costaba conseguir incluso tomates o cebollas, cerraron en masa. El número de vacas, a las que anteriormente se alimentaba con una dieta de alfalfa, ahora escasa, se redujo. Esta disminución tuvo como consecuencia la falta de leche y productos lácteos, lo que a su vez significaba que no había queso, yogures o helados.
Los gobiernos comenzaron a reunir ejércitos de trabajadores para polinizar a mano los cultivos, aunque esto resultó ser mucho más costoso y menos eficiente que la codependencia que los insectos polinizadores y las plantas habían desarrollado entre ellos durante 100 millones de años. También surgieron nuevas empresas que crearon enjambres de drones y abejas robóticas con el objetivo de replicar la realidad, pero sus esfuerzos no fueron suficientes.
Como ocurre con la mayoría de las calamidades, las personas pobres y vulnerables fueron las más afectadas. Antes de que los insectos desaparecieran, había más de 800 millones de personas desnutridas en todo el mundo y, una vez que los nutrientes de los cultivos polinizados se redujeron, muchas de ellas terminaron al borde de la inanición. Los casos de ceguera infantil se dispararon cuando la vitamina A, derivada en gran parte de las frutas y verduras procedentes de los países en vías de desarrollo, fue eliminada de las dietas. La malaria y el virus del Nilo Occidental desaparecieron del planeta junto con los odiados mosquitos, aunque la falta de cítricos trajo de vuelta el escorbuto. A medida que el hambre asesinaba lentamente a los humanos, también fueron apareciendo otras enfermedades.
En varias partes del mundo, como India, Brasil, China y algunos lugares de África, los insectos constituían la base de la medicina alternativa: la miel se utilizaba como sustancia antioxidante y antimicrobiana en el tratamiento de las enfermedades del corazón, se descubrió que el veneno de avispa podía eliminar las células cancerosas y, frente al aumento de la resistencia a los antibióticos, los investigadores llegaron a considerar a los insectos una fuente esencial para el desarrollo de nuevos medicamentos. Quizá incluso podrían ser de ayuda para combatir la próxima pandemia; después de todo, la vacuna de Novavax contra la COVID-19 se desarrolló utilizando células alteradas de la polilla del gusano cogollero. Pero la catástrofe puso fin a esas esperanzas.
En poco tiempo, los pilares que sostenían la mayor parte de la vida en la Tierra se derrumbaron. Casi el 90 % de las plantas silvestres dependían de la polinización para prosperar. Privadas de este servicio y sin los nutrientes que los insectos reciclaban devolviéndolos a la tierra, las plantas murieron. Los jardines se convirtieron en desiertos. Las praderas desaparecieron, como también lo hicieron los árboles de la selva tropical. La mayor parte de la dieta que los humanos consumían provenía directamente de esas plantas, lo que multiplicó la inanición. El cambio climático también se aceleró debido al colapso de los ecosistemas, al mismo tiempo que las extinciones avanzaban por todo el planeta. Para quienes habían logrado sobrevivir, la desolación era total.
La pregunta acerca de cuánto tiempo resistiría la civilización humana la pérdida de los insectos es al mismo tiempo horrible e insondable. Horrible porque el colapso de la agricultura y los ecosistemas podría acabar con nosotros en tan solo unos pocos meses, como ha anticipado el biólogo E. O. Wilson. La mayoría de los peces, mamíferos, aves y anfibios caerían en el olvido ante nosotros, junto con las plantas florales. Los hongos, tras un auge inicial debido a la muerte y la podredumbre, también morirían. En palabras de Wilson, «en unas pocas décadas, el mundo volvería al estado en el que se encontraba hace un billón de años, compuesto principalmente de bacterias, algas y unas pocas plantas multicelulares muy simples»1.
Y, sin embargo, insondable. Es difícil imaginar un escenario tan terrible si tenemos en cuenta que los insectos han sobrevivido obstinadamente a las cinco extinciones masivas que han sacudido la Tierra en los últimos 400 millones de años. Los humanos nunca han existido sin ellos, por lo que nunca han tenido que plantearse la posibilidad de su ausencia o disminución.
Pero una serie de hallazgos recientes ha dado cuenta de una reducción significativa en la abundancia y la diversidad de los insectos en distintas partes del mundo. Sin causa aparente, su número se está reduciendo a un ritmo asombroso: en algunos lugares ha desaparecido la mitad de los insectos; en otros, tres cuartas partes, y en un caso concreto, en el medio rural aparentemente benigno de Dinamarca, la catástrofe alcanza el 97%. La creciente evidencia del desplome de las poblaciones de insectos nos obliga, por primera vez en la historia, a tratar de comprender las terribles consecuencias de su declive. El objetivo de este libro es analizar la crisis que se desarrolla en el mundo de los insectos, así como preguntarse qué es lo que la está causando y qué podemos hacer para detener la pérdida de los imperios en miniatura que sostienen la vida en este planeta hermoso, estridente y cubierto de plástico.
Frente a la rápida y desconcertante transformación de nuestro mundo, lo que una vez fue infinito ahora parece terriblemente frágil. Si los insectos desaparecieran, puede que las personas adineradas hicieran uso de los recursos necesarios para mantener su situación, al menos en apariencia. Pero para la mayoría de la humanidad, la pérdida de los insectos sería una experiencia aterradora que eclipsaría cualquier guerra e incluso rivalizaría con los estragos que se avecinan debido al cambio climático. «La mayor parte de la vida en la Tierra desaparecería si no existieran los insectos, y si algún humano sobreviviera, no lo pasaría muy bien —afirma Dave Goulson, profesor de biología en la Universidad de Sussex—. Creo que es un poco exagerado suponer que todos los humanos estarían muertos en unos pocos meses, pero no hay duda de que millones de nosotros moriríamos de hambre.»
Durante millones de años, los insectos han participado en una danza compleja que se relaciona con casi todos los aspectos del entorno terrestre y forma la base de la propia civilización humana, aunque este hecho haya pasado inadvertido. Estas criaturas multiplican nuestra comida, alimentan a otros seres vivos, nos libran de los desechos más repugnantes, eliminan las plagas no deseadas y, lo que es más importante, nutren la tierra, la fina capa de 15 centímetros que envuelve nuestro planeta y que sostiene a toda la humanidad. Rachel Warren, profesora de biología ambiental en la Universidad de East Anglia, compara nuestra profunda dependencia de los insectos con internet: «En un ecosistema todo está conectado por esta red de interacciones. Cada vez que perdemos una especie, estamos cortando alguno de los vínculos la constituyen. Cuantos más vínculos cortemos, más frágil será la conexión a internet, hasta que finalmente deje de funcionar».
Sin polinizadores, las plantas morirían y no habría nada que las reemplazara. Los pájaros que se deleitaban con los frutos de esas plantas o los ciervos que ramoneaban sus brotes comenzarían a menguar, junto con los animales que se alimentan de ellos. «Toda la cadena alimenticia se desintegraría —afirma Warren—. No creo que los humanos puedan sobrevivir en un mundo así.»
El peso de esta dependencia no ha despertado mucha devoción por los insectos. Tres de cada cuatro especies de animales conocidas en la Tierra son insectos2, y, sin embargo, teniendo en cuenta su diversidad, solo mostramos algún tipo de afecto por las mariposas. Las avispas son una funesta amenaza veraniega; las hormigas, un ejército invasor contra el que luchamos con aerosoles tóxicos en la cocina, y los mosquitos pueden ser cualquier cosa desde una molestia irritante hasta una amenaza letal. Muchas personas consideran que la mayoría de las otras especies identificadas son seres extraños o carentes de sentido.
Existen alrededor de 7.530 tipos de moscas asesinas, una criatura que pasa su corta vida atravesando a otros insectos con su trompa para paralizarlos y licuar sus órganos internos. Este grupo por sí solo comprende más especies que las que constituyen el mundo de los mamíferos (simios, elefantes, perros, gatos, ganado doméstico, ballenas, el lote completo). Un éstrido llamado Cephalopina titillator crece en las fosas nasales de los camellos infestados, y esta es solo una de las 150 especies de éstridos, mientras que hay al menos medio millón de especies de avispas parasitoides, a las que Charles Darwin odiaba tanto que llegó a escribir en una carta: «No puedo convencerme a mí mismo de que un Dios omnipotente y caritativo hubiera sido capaz de crearlas. ¿Qué perderíamos realmente si estas horribles avispas y moscas, tal vez todas las moscas en general, desaparecieran?».
«Si acabas con las moscas, acabas con el chocolate», afirma Erica McAlister, la conservadora principal del Museo de Historia Natural de Londres y una declarada defensora de las moscas que una vez participó en una carrera de karts disfrazada de este insecto3. Como era de esperar, se pasó la carrera persiguiendo a un compañero que iba disfrazado de heces. «Las moscas son polinizadores muy importantes a la hora de cultivar zanahorias, pimientos, cebollas, mangos y muchos árboles frutales. Y chocolate. Trabajan más horas que las abejas y no les afecta tanto el frío. Por fin estamos empezando a darnos cuenta de todo esto.» Existen aproximadamente 160.000 especies de dípteros, un orden más conocido como «moscas verdaderas» o «moscas de dos alas», en el que se incluyen las moscas comunes, los tábanos, los mosquitos y las moscas de la fruta. El número de especies de moscas es al menos cuatro veces mayor que todos los tipos de peces que se encuentran en los océanos del mundo. Tal vez deberíamos entender este grupo tan diverso como una colección de ingenieros ambientales afinados con elegancia, en lugar de verlos como plagas molestas que vuelan en círculos sobre nosotros o que se posan sobre los plátanos maduros de los fruteros.
En África y Sudamérica, pequeños mosquitos del tamaño de la cabeza de un alfiler se cuelan entre las minúsculas flores de las plantas de cacao y evitan el colapso de la industria mundial del chocolate, que genera 100.000 millones de dólares. Miles de moscas, moscardas y moscardones se deshacen de los animales muertos, las hojas podridas y las heces sin pedir nada a cambio. Los científicos han utilizado gusanos para tratar las heridas gangrenosas sin antibióticos4, e incluso se ha extraído aceite de las larvas de las moscas soldado negras, para convertirlo en una forma de biodiésel para los automóviles y los camiones5. «Están haciendo trabajos maravillosos, todo tipo de cosas de las que no somos conscientes —afirma McAlister—. ¿Qué pasaría de no ser así? Estaríamos nadando en una ciénaga de heces con el tío Jeremy flotando a nuestro lado.»
Las moscas no son muy conocidas por su papel como polinizadoras, pero hacen un gran trabajo. Según McAlister, la Volucella zonaria, una mosca robusta de la familia de los sírfidos que se parece a los abejorros por las franjas negras y amarillas que tiene en el abdomen, es «básicamente un tanque volador». Esta mosca de las flores lleva a cabo la polinización por zumbido, lo que significa que puede adherirse a los pétalos y vibrar con violencia, liberando el polen que seguidamente irrumpirá en las anteras de la planta. No hay muchas abejas que sean capaces de hacer esto, por lo que, si no fuera por las moscas, no tendríamos tomates y arándanos con los que deleitarnos.
Algunas plantas dependen completamente de ciertas moscas. En la costa oeste de Sudáfrica podemos encontrar una criatura extraordinaria, la Moegistorhynchus longirostris, que cuenta con una probóscide no retráctil de hasta 7 centímetros de largo, varias veces la longitud de su propio cuerpo, lo que la convierte en un extraño apéndice que se agita cuando vuela. Esta mosca revolotea alrededor de las plantas que han desarrollado flores tubulares, pues se ajustan perfectamente a su larga sonda, lo que podría confirmar una de las teorías evolutivas planteadas por Darwin6. En 1862, después de recibir unas orquídeas de Madagascar que almacenaban néctar en sus largos cuellos, Darwin sugirió que tenía que existir una polilla con una lengua tan larga como los cuellos de las orquídeas y que ambas debían de haber evolucionado al mismo tiempo. Unas décadas después de la muerte de Darwin, esa especie fue descubierta. Como dice McAlister, «si esa mosca de Sudáfrica desapareciera, ocho especies de plantas morirían de inmediato. Las moscas tienen una larga historia relacionada con la polinización que ha sido ignorada por completo».
Incluso en sus propios términos, las moscas pueden ser fascinantes: algunas especies les entregan obsequios comestibles a sus posibles parejas, mientras otras llevan a cabo danzas complejas. Ciertas personas incluso las consideran hermosas. Michelle Trautwein vivió una experiencia decisiva como estudiante de arte cuando, en el contexto de una revisión de obras, mostró ante sus compañeros una ilustración biológica enorme de una plecóptera, un orden de insectos con cuerpos alargados, largas antenas y dos pares de alas membranosas. «El profesor de arte la odió», recuerda Trautwein. Le gustó más la obra de un estudiante que había untado comida húmeda para gatos en un lienzo en blanco. «Recuerdo que pensé: “Ya está. Estoy fuera”». Pero Trautwein «se enamoró de las moscas» y ahora es una de las principales entomólogas en la Academia de Ciencias de California.
Aunque las plecópteras no suelen recibir cumplidos por su belleza, hay algunas moscas que sí podrían reclamar tal adulación. La mosca soldado Lecomyia notha de Queensland, Australia, tiene un exoesqueleto iridiscente, similar a un ópalo, de color púrpura y azul brillante. Otra mosca con un abdomen dorado y resplandeciente ha recibido el nombre Plinthina beyonceae, en honor a la cantante Beyoncé7. Como dice Trautwein, «la entomología es un campo muy bello y estéticamente agradable». La artista y entomóloga se sintió atraída por las moscas, y por los insectos en general, debido a su parecido con los alienígenas.
«Hay millones y millones y millones de ellos, ni siquiera sabemos cuántos —afirma Trautwein—. Cada uno es como una forma de vida alienígena con una historia que a menudo es tan extraña que no podrías imaginártela aunque quisieras.» A pesar de la increíble diversidad de los insectos, todos ellos comparten un diseño corporal uniforme que consta de tres segmentos (cabeza, tórax y abdomen), tres pares de patas articuladas, ojos compuestos, antenas y un esqueleto externo.
Esta estructura les permite llevar a cabo ciertas hazañas que causarían un gran asombro si fueran realizadas por animales más grandes. La hormiga drácula puede abrir y cerrar la mandíbula a una velocidad de 322 kilómetros por hora, el movimiento animal más rápido de la Tierra. También se ha visto a sus primas, las hormigas matabele africanas, llevando a compañeras heridas de vuelta al nido para atender sus lesiones como si fueran paramédicos de seis patas8. Algunas orugas producen su propio anticongelante para protegerse del frío. Por último, las abejas entienden el concepto de cero y pueden sumar y restar números9. Pero ahora estas criaturas, tan numerosas que resultan desconocidas y molestas al mismo tiempo, de aspecto tan extraño que constituyen la fuente de inspiración de algunos seres malignos en las películas de terror y tan necesarias que moriríamos sin ellas, parecen estar sufriendo una crisis existencial.
La alarma que nos advierte sobre el declive de los insectos ha estado sonando de manera intermitente durante algún tiempo, aunque no con tanta fuerza como ahora. Ya en 1936, Edith Patch, la primera mujer presidenta de la Sociedad Americana de Entomología, pronunció un discurso en el que denunciaba la expansión del uso de los insecticidas en los cultivos de frutas y verduras. «Es evidente que no hemos sabido reconocer el servicio que los insectos han prestado a la humanidad», proclamó Patch, a lo que añadió que «muy pocas personas se dan cuenta de que dependemos de ellos para conseguir la mayoría de nuestra ropa y alimentos, así como buena parte de la industria y mucho de nuestro placer». También afirmó, de manera más profética, que «si el objetivo [de la humanidad] es la destrucción total de los insectos peligrosos, nuestras mentes nos proporcionarán las herramientas necesarias para tal campaña con el transcurso del tiempo»10.
En las décadas posteriores, la humanidad no ha tratado de acabar con todo tipo de insectos de forma consciente, como tampoco ha decidido inundar deliberadamente las ciudades costeras y avivar los incendios forestales causados por el cambio climático. Sin embargo, ese ha sido el resultado. Mediante la destrucción de sus hábitats, la pulverización de productos químicos tóxicos y, de forma cada vez más alarmante, el calentamiento del planeta, hemos creado una especie de paisaje infernal para muchos insectos, poniendo en peligro todo lo que nos proporcionan. «Estamos creando un mundo que no solo es un problema para los insectos, sino también para nosotros, para los humanos», afirma Pedro Cardoso, biólogo del Museo de Historia Natural de Finlandia.
Debido a una serie de imposibilidades logísticas, resulta imposible conocer las dimensiones exactas de esta crisis. Hay un millón de especies catalogadas de insectos, pero como se trata de criaturas pequeñas, crípticas y no se las rastrea extensivamente, esa cifra es tan solo una parte de todo aquello que no ha sido descubierto ni nombrado: las estimaciones varían desde la asombrosa cantidad de 30 millones de especies hasta la cifra más realista de 5,5 millones11. «¿Quién sabe lo que hay ahí fuera? —se pregunta Goulson—. Probablemente todo tipo de bestias extrañas y maravillosas.»
Los taxonomistas, los biólogos que dan nombre a las especies y deciden cuál es su lugar en la clasificación general de los seres vivos, tienen que hacer un gran trabajo para diferenciar entre sí especies aparentemente idénticas. Para la mayoría de nosotros, unas hormigas son negras y otras de color canela, unas moscas son grandes y otras pequeñas, pero ahí terminan las distinciones. Los especialistas tienen que dedicar gran parte de su tiempo a observar los órganos reproductivos de los insectos para llevar a cabo las clasificaciones. «Somos manipuladores de genitales —afirma McAlister, la experta en moscas—. Nada nos gusta más que diseccionar una mosca y mirarle los huevos.»
Este trabajo tan meticuloso, sumado al hecho de que los estudiantes, que se sienten más atraídos por la biología molecular, desestiman cada vez más la taxonomía por considerarla una versión anticuada de la filatelia dentro del campo de la historia natural, significa que la tarea de describir a todos los insectos de la Tierra nunca llegará a su fin. Como señala McAlister, «tenemos a 50.000 personas estudiando un tipo de mono y a una sola estudiando 50.000 tipos de moscas». Por cada mosca identificada con éxito mediante la observación de sus genitales, la ciencia arroja muchos más candidatos potenciales sobre la mesa de trabajo de los taxonomistas. En 2016, unos científicos canadienses completaron un análisis de ADN de más de un millón de especímenes de insectos y se sorprendieron al descubrir que el país probablemente contaba con unas 94.000 especies, casi el doble de lo que apuntaba la estimación anterior12. Como concluyeron los investigadores, si los insectos de Canadá constituyen solo un 1% de los que pueblan el mundo, en todo el planeta debe de haber 10 millones de especies de insectos.
Incluso si nos limitamos a lo que ya ha sido descrito, es evidente que vivimos en un mundo invertebrado. Solo el 5 % de todas las especies animales conocidas cuenta con columna vertebral. El planeta no está lleno de personas ni de ovejas, ni siquiera de ratas, sino de escarabajos: hasta ahora se han identificado 350.000 especies y seguimos sumando cada vez más. Lo que sabemos sobre las poblaciones generales de insectos tampoco nos lleva a pensar en la escasez. El Instituto Smithsoniano calcula que existen alrededor de 10 trillones (es decir, un 10 seguido de dieciocho ceros) de insectos en el mundo13. Un enjambre de langostas puede estar compuesto por mil millones de ejemplares. Solo el sur de Inglaterra acoge a 3,5 billones de insectos voladores migratorios al año, una masa de cuerpos que pesa lo mismo que 20.000 renos voladores14.
Si cogiéramos todas las termitas del mundo y las aplastáramos para formar una bola gigante, esa mezcla agitada, una medida conocida como biomasa, pesaría más que todas las aves del planeta15. Asimismo, antes de que tanto la población como el peso de las personas comenzaran a aumentar en nuestra era de modernidad industrializada, todas las hormigas del mundo probablemente pesaban más que todos los humanos. Como unos científicos de la Universidad Estatal de Iowa escribieron en 2009, «la población humana actual se encuentra perdida en un mar de insectos. Basándonos únicamente en los números y la biomasa, los insectos son los animales más exitosos de la Tierra»16.
Los insectos también son sorprendentemente resistentes y adaptables. La hormiga del desierto del Sáhara puede sobrevivir a temperaturas de hasta 70 ºC, y, en el otro extremo, las larvas del mosquito antártico pueden hacer frente a temperaturas de −15 °C y aguantar hasta un mes sin oxígeno. Las pequeñas moscas efídridas pueden vivir y reproducirse en las aguas termales del Parque Nacional de Yellowstone, que freirían a un humano. Se han encontrado abejorros a 5.500 metros sobre el nivel del mar, una altura casi tan elevada como la cumbre del monte Kilimanjaro17. Las libélulas pueden volar sin interrupciones en medio de fuertes vientos que derribarían incluso al helicóptero más avanzado. Por último, un escarabajo pelotero es tan fuerte que, si tuviera el tamaño de una persona, podría sostener en alto seis autobuses de dos pisos.
Se podría decir que la familia de los insectos abraza lo extraño. Sus miembros respiran a través de unos agujeros llamados espiráculos que forman parte de su exoesqueleto y ven a través de intrincados ojos compuestos, lo que hace posible que algunas criaturas, como es el caso de las libélulas, tengan un campo de visión de 360 grados. Las abejas sin aguijón se alimentan del sudor y las lágrimas de los humanos, una especie de mariposa tiene un ojo en el pene18 y algunos áfidos pueden engendrar crías que llevan dentro a sus propios bebés (es decir, dan a luz a sus propios nietos). Asimismo, las poblaciones de insectos suelen ser bastante flexibles, capaces de adaptarse a todo tipo de vaivenes cuando se enfrentan a condiciones cambiantes. Pero que los insectos constituyan una legión no significa que sean completamente desechables: todos ellos desempeñan algún tipo de papel en la polinización, la descomposición o la cadena alimenticia.
Si empezáramos a sustraer grandes cantidades de insectos del medio ambiente, toda la red de la vida, incluida la humanidad, perdería su equilibrio. Pero el colapso también podría retroalimentarse: alrededor de un 10% de los insectos son parásitos que a menudo viven de otros insectos. Si ciertas avispas no pueden encontrar orugas que actúen como sus títeres y se ocupen de sus huevos, o si determinadas moscas no pueden apropiarse del cerebro de una hormiga y decapitarla después, ellas también están bajo amenaza. Este peligroso escenario está cobrando cada vez más relevancia a medida que los científicos comienzan a descifrar el enigma de la vida de los insectos. En 2014 se lanzó una advertencia con un compendio de investigaciones según el cual un tercio de las especies invertebradas documentadas por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) se estaba viendo reducido19. A nivel mundial, esas disminuciones ascienden al 45 % si tenemos en cuenta las últimas cuatro décadas. Las pérdidas casi duplicaron las de los animales vertebrados.
Casi todos los ortópteros, un orden de insectos entre los que se encuentran las langostas, los saltamontes y los grillos, están disminuyendo, al igual que la mayoría de las especies que componen el vasto orden de los coleópteros o los escarabajos. «La reducción del número de animales tendrá consecuencias en el funcionamiento de los ecosistemas y el bienestar de los humanos», advierte el estudio de la UICN, que enmarca esta calamidad dentro de lo que se conoce como la sexta extinción masiva del planeta: la aniquilación en curso de la naturaleza, sin precedentes desde la desaparición de los dinosaurios, a manos de las chimeneas y las excavadoras de la humanidad.
Esta extinción turbulenta cuenta con algunos tótems formidables: tigres, rinocerontes, elefantes, osos polares. La situación crítica de estos animales, a los que a menudo se hace referencia con el desafortunado término «megafauna carismática», domina el discurso de los medios y permite financiar la conservación. El éxito o el fracaso del esfuerzo por detener el saqueo de la biodiversidad de la Tierra suele depender del destino de un puñado de grandes bestias que aparecen sin cesar en las películas, la publicidad, los peluches y los logotipos de los equipos deportivos.
Este «vertebradismo institucional», como lo ha denominado el entomólogo Simon Leather, nos recuerda, en un ámbito más literario, a la novela Rebelión en la granja de George Orwell, donde «todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros». Nos sentimos atraídos, con los ojos llenos de lágrimas, por algunas especies, al mismo tiempo que nos alejamos de otras encogiendo los hombros. Los insectos, en general, forman parte de la última categoría.
El mundo de la ciencia y la atención de los medios han ignorado a los insectos, así como a los moluscos, los gusanos y otras criaturas sin columna vertebral que comprenden la gran mayoría de las especies del planeta. Los entomólogos han tratado de crear conexiones con el mundo del espectáculo para cambiar esta situación: una especie recién descubierta de saltamontes recibió el nombre de Lady Gaga debido al «estilo de moda extravagante» de sus antenas20, a un escarabajo lo llamaron Arnold Schwarzenegger, y a una avispa, Pink Floyd. Sin embargo, para muchas personas no es nada fácil sentir algún tipo de afecto o interés por los insectos.
Según Scott Hoffman Black, director ejecutivo de la organización conservacionista estadounidense Xerces Society, que realiza regularmente actividades de divulgación en las escuelas, a los niños pequeños les fascinan los insectos y quieren interactuar con ellos. Pero esta actitud cambia cuando llegan a secundaria. «Muchos de ellos sienten miedo, desagrado o asco por los insectos —afirma el director—. Creo que es algo que les enseñan los padres, los compañeros o incluso los profesores.» La forma en que los medios de comunicación tratan a los insectos también tiene su influencia. En 2020, el Liverpool Echo dio la bienvenida a los enjambres de hormigas voladoras que llegan cada año a Reino Unido en busca de pareja con el siguiente titular: «Los enjambres de hormigas voladoras asolan Merseyside “como si fuera una película de terror”»21. Según la noticia, los niños gritaban aterrorizados, mientras un hombre comparaba la situación con una película de Hitchcock. Nos han enseñado a temer la abundancia de la naturaleza, cuando debería ser al revés.
No sabíamos lo que estábamos perdiendo porque no nos importaba, o tal vez porque no éramos conscientes de lo que estaba en juego. La negligencia y la ignorancia se mezclaron de forma confusa hace algún tiempo.
Entonces, como de la nada, todo cambió. La conciencia del público frente a la crisis de los insectos se ha ido desarrollando por oleadas, y está muy lejos de ser completa, pero podemos rastrear sus inicios hasta dar con una fecha exacta: el 18 de octubre de 2017.
Ese día, PLOS One, una revista científica de libre acceso afincada en San Francisco, publicó un artículo escrito por una docena de científicos holandeses, británicos y alemanes. Su título era eficiente y directo: «La biomasa total de los insectos voladores en espacios protegidos decae más del 75% en los últimos veintisiete años»22. El propio artículo desarrollaba el argumento. Un raro estudio a largo plazo de las poblaciones de insectos en sesenta y tres espacios naturales protegidos de Alemania revelaba una catástrofe: desde 1989, el peso medio de los insectos voladores hallados en trampas se redujo en un 76%. En pleno verano, cuando el número de insectos alcanza su punto máximo, la situación era aún peor, con una disminución del 82%.
Según el artículo, los cambios en el clima y el uso de la tierra no eran suficientes para justificar esa reducción. A pesar de encontrarse en espacios de conservación protegidos, y a menudo gestionados de forma activa, parece que los insectos fueron dañados por las actividades de las tierras de cultivo circundantes, como el uso de pesticidas y la pérdida de las flores que crecen al borde de los campos, aunque esta teoría de una especie de «trampa ecológica» no es conclusiva. Sin embargo, había una cuestión más apremiante: si, como parecía, los insectos estaban desapareciendo en los espacios protegidos de un país como Alemania, ¿dónde demonios podrían estar a salvo? El tono de los investigadores era sombrío. Hans de Kroon, un ecólogo holandés vinculado a este estudio, comentó lo siguiente: «Apenas podemos imaginar lo que podría pasar si esta tendencia descendente sigue adelante». A pesar de ello, el investigador Goulson intentó hacerlo: «Parece que estamos convirtiendo la Tierra en un lugar inhóspito para la mayoría de los seres vivos», dijo, y añadió que las generaciones futuras heredarán un «mundo profundamente empobrecido».
Estos hallazgos encontraron eco en todo el mundo, lo que despertó no solo un interés sin precedentes por las dificultades de las moscas, polillas, abejas y mariposas, sino también un uso generalizado del lenguaje bíblico. «Alerta de “Armagedón ecológico” tras la dramática disminución del número de insectos», decía un titular del periódico The Guardian. A su vez, The Hindu optó por «El Apocalipsis de los insectos: los entomólogos alemanes hacen sonar la alarma». El New York Times también mencionó el «Armagedón de los insectos» antes de declarar, en un artículo publicado un año después, que «el apocalipsis de los insectos ya está aquí». Del mismo modo, una portada de la revista National Geographic, llena de imágenes de escarabajos y polillas, anunciaba con tristeza: «Los echarás de menos cuando ya no estén»23.
El acrónimo «insectagedón» no tardó en apoderarse de los medios de comunicación, y el público también comenzó a utilizarlo. La reacción creció hasta alcanzar un clímax desesperado: en un artículo para el periódico Le Monde titulado «¡Compasión por el gorgojo!», el filósofo Thierry Hoquet afirmó que, «al atacar químicamente a los insectos, estamos atacando la vida»24.
Una gran parte de esta atención se centró en la modesta membresía de la Sociedad Entomológica de Krefeld, compuesta principalmente por científicos activos en varios campos (el adjetivo «aficionados» suele resultar molesto, por mucho que tenga un uso extendido) que recopilaron los datos para el estudio del grupo de científicos holandeses, británicos y alemanes. Cuando apareció otro equipo de televisión, esta vez de la Australian Broadcasting Corporation, el conservador de insectos de la sociedad, Martin Sorg, les dijo que el escándalo había sido «problemático». Como Sorg admitió, «nunca habíamos esperado recibir tantos correos electrónicos y tantas preguntas de todas partes del mundo»25.
Sorg, con su largo cabello gris, sus gafas de John Lennon y su predilección por la ropa arrugada y las sandalias, se ha convertido en el rostro tanto del estudio como de la preocupación emergente por el desplome del número de insectos. A pesar de todo, es un hombre cauteloso que no entiende por qué nadie más se ha molestado en realizar estudios a largo plazo sobre los insectos hasta ahora. «Es como si estuviéramos conduciendo un coche a ciegas —señala—. Puede que tengas suerte al hacerlo o puede que no. Cuanta menos información haya, mayor es el riesgo. No sé por qué hemos sido los únicos.»
Desde la era de los intrépidos coleccionistas de insectos victorianos, los científicos se han esforzado por aclarar cuestiones relacionadas con el comportamiento de los insectos o por descubrir nuevas especies. El arduo trabajo de los entomólogos, que consiste en ir y venir de las trampas, compilar las cifras y sostener de alguna forma ese trabajo durante décadas, más allá de los ciclos de financiación para investigaciones de tres años, parece tan inútil como tedioso. «Hay tantas cosas interesantes que hacer que parece bastante aburrido dedicarse a eso», afirma Vojtech Novotny, un ecologista checo que pasa la mitad del año realizando investigaciones entre enormes insectos palo y mariposas en las selvas tropicales de Papúa Nueva Guinea.
Sin embargo, de pronto Sorg y sus colegas se convirtieron en las únicas personas que consideraron necesario anotar los tantos en un partido de fútbol que todos los demás habían ignorado hasta que descubrieron que se trataba de algo importante. Estos obsesos de los insectos han llevado a cabo su trabajo en el edificio de una vieja escuela en Krefeld, una ciudad del noroeste de Alemania que en el pasado fue conocida por su producción de seda. El Rin atraviesa el paisaje unos kilómetros al este de la ciudad y la frontera holandesa se encuentra al oeste, no muy lejos de allí. Desde 1905, la Sociedad Krefeld se ha dedicado a atrapar, observar y registrar insectos, y durante ese tiempo sus miembros han producido miles de publicaciones sobre la taxonomía y el comportamiento de estos animales.
El segundo piso del edificio en el que el grupo se reúne está lleno de especímenes suspendidos en botellas llenas de alcohol (Sorg calcula que podría haber 100 millones de insectos, tal vez más) etiquetadas y almacenadas en aulas en desuso, con pesadas cortinas que bloquean la luz. En otra parte de la colección también podemos encontrar alrededor de un millón de insectos desecados, atravesados por alfileres y colocados en marcos. Entre ellos hay mariposas, escarabajos, abejas, sírfidos, libélulas y más insectos de la región del Rin y otros lugares. Durante las últimas décadas, los investigadores han colocado trampas idénticas en las mismas condiciones controladas por todo el medio rural para asegurarse de que la comparación sea clara. Los dispositivos llevan el nombre de «trampas Malaise», en honor al entomólogo sueco René Malaise, que desarrolló el diseño básico de estos artefactos en la década de 1930, y se parecen a tiendas de campaña flotantes abiertas por ambos lados. Las estructuras guían a los insectos hasta un punto iluminado, donde quedan atrapados en alcohol formando una pila de cuerpos de unos pocos gramos de peso (media cucharadita aproximadamente) cada día.
Año tras año, el equipo de Krefeld se dedicó a recolectar y anotar la masa de insectos en las mismas reservas naturales. Se trataba de praderas llenas de pájaros, pequeños mamíferos y flores silvestres ubicadas por todas las zonas rurales de Alemania. Pero en 2011, y de nuevo en 2012, se dieron cuenta de que algo iba mal. «Había un lugar en el que debería haber un gran número de insectos, más de 1.000 gramos, y solo había 300 o 350 gramos en todo el año —dice Sorg—. Fue alarmante.» Los registros de la sociedad sobre la abundancia de insectos abarcan distintas eras tecnológicas, pues contienen desde notas escritas a mano hasta documentos mecanografiados en máquinas de escribir y archivos guardados en disquetes. Al revisar estos registros, Sorg y sus compañeros pudieron comprobar que las cifras eran muy bajas en comparación con 1989, uno de los primeros años en los que utilizaron las trampas estandarizadas.
Así que se pusieron a trabajar, con la ayuda de colaboradores externos, en un intento de comprender el declive de los insectos. A pesar de que hasta ese momento se los consideraba unos excéntricos, los miembros del grupo recabaron pruebas de las desapariciones de animales más importantes desde que los mamuts lanudos fueron eliminados del continente hace 10.000 años, tal vez incluso desde la extinción de los dinosaurios. Sin embargo, las grandes pérdidas documentadas en Alemania no fueron lo suficientemente reveladoras para Sorg, quien llevaba un tiempo comentando estas disminuciones con otros científicos. Incluso en los tomos más polvorientos que se conservaban en la antigua escuela, los miembros de la sociedad habían dado cuenta de la disminución de los insectos antes de la Segunda Guerra Mundial. Como admite Sorg, «simplemente no esperábamos que fuera a alcanzar estas dimensiones».
De ese modo, la crisis latente de los insectos se convirtió en otro triste ejemplo del saqueo medioambiental. «Hasta que se realizó el estudio de Alemania, la mayor parte de la sociedad no era consciente de que hubiera ningún problema con los insectos, y también ignoraba que estos pudieran tener algún valor», afirma Goulson, quien comenzó a estudiar en profundidad a los abejorros en los años noventa, después de descubrir con horror que muchas de las especies más comunes del sur de Inglaterra habían desaparecido. «Es agradable ver que quienes se preocupan ya no son solo unos pocos y tristes entomólogos. La gente está empezando a abrir los ojos.»
Uno de los puntos fuertes del trabajo de Krefeld es que mide la biomasa, una forma práctica de rastrear los cambios en la mayor parte de la vida de los insectos, pues es más rápido que el minucioso trabajo de identificar y contar cada insecto capturado. Pero este método también suscita otras preguntas. Si el peso total de los insectos atrapados ha disminuido, ¿se debe a una reducción de los individuos más grandes, como los escarabajos o los abejorros más pesados, mientras que todos los demás se mantienen relativamente constantes? ¿O están desapareciendo todas las especies? ¿Se están perdiendo especies enteras, o solo partes de ellas?
Sorg alega que la atención debería centrarse en la «pérdida irreversible de las especies» y no únicamente en la biomasa, y señala que la región de Krefeld solía contar con alrededor de dos docenas de especies de abejorros, como se documentó hace un siglo. Desde entonces, esta lista se ha reducido a la mitad.
Las extinciones son un golpe cruel a nuestra sensación de bienestar con el medio ambiente. Cortan algunos hilos irreemplazables del tapiz de la vida, privándonos de criaturas que realizan funciones importantes o hacen del mundo un lugar más alegre e interesante. Puede que los insectos perdidos, como el escarabajo de la cueva de Perrin o la mariposa azul de Xerces, no alcancen la misma fama que otros animales extintos, como el dodo, pero eran criaturas únicas y su desaparición es irreversible.
La naturaleza oculta y laberíntica de los artrópodos, un amplio filo que incluye insectos, arañas y ciempiés, hace que sea increíblemente fácil acabar con especies enteras. Cuando miramos un trozo de tierra, nos encontramos con elementos de apariencia rutinaria: un montón de hojas caídas, una piedra, un árbol, pero en realidad se trata de los pequeños hogares de varias especies de insectos. Si alzamos la vista hacia arriba, desde la tierra hasta la corteza de los árboles o la espesura de un bosque, ampliaremos nuestra visión de los hábitats de los insectos, observando estratos adicionales con incontables especies más.
Si este terreno se aplana para construir un Starbucks o un campo de cultivo intensivo de soja, muchos insectos comunes perecerán, al igual que los especialistas con hábitats reducidos. Puede que algunos de los insectos más raros existan en otros lugares, pero otros no, por lo que desaparecerán de nuestro mundo. La escala de la vida oculta de los insectos es tan amplia y profunda que no es fácil hacer un seguimiento de las extinciones, y mucho menos de las fluctuaciones demográficas, que se desatan mientras vamos dando tumbos por el planeta como una especie de alce borracho en un campo de orquídeas preciosas.
No cabe duda de que hay innumerables especies de insectos que se han extinguido antes de que supiéramos de su existencia. Estas «extinciones centinela», que llevan el nombre de una cordillera de Ecuador situada a los pies de los Andes, donde una gran cantidad de nuevas especies fueron aniquiladas antes de que pudieran recibir un nombre, han sumido a los investigadores en la oscuridad, desde donde tratan de descubrir a tientas cuál es el verdadero alcance de la crisis de los insectos.
Es posible que nos encontremos dentro del primer o el segundo acto de la extinción de los insectos. Un artículo de veinticinco investigadores titulado «Advertencia de los científicos a la humanidad sobre la extinción de los insectos» señala que solo ha sido registrada alrededor de una quinta parte de las especies de insectos del mundo, en su mayoría a partir de especímenes individuales26. Pero gracias a la aplicación de una fórmula basada en las extinciones de los caracoles terrestres y al trabajo de Claire Régnier, del Museo Nacional de Historia Natural de Francia, el informe afirma que entre el 5 y el 10% de las especies de insectos se ha extinguido a partir de la era de la industrialización masiva. Este dato equivale a entre 250.000 y 500.000 especies extintas de insectos, lo que significa que el pequeño periodo de tiempo transcurrido desde la llegada de la máquina de vapor y la bombilla incandescente ha sido una era de fatalidad para al menos la mitad de las especies que han existido durante este tiempo y han sido identificadas por la ciencia. «Estamos llevando a muchos sistemas a límites que exceden la posibilidad de recuperación, lo que supone la extinción de los insectos —afirma el artículo—. Su declive conduce a la pérdida de servicios esenciales e irreemplazables para los humanos. Es necesario actuar para salvarlos, tanto por los ecosistemas como por la supervivencia de la humanidad.»
Puede que estemos más preparados para cerciorarnos de posibles pérdidas futuras que de las extinciones pasadas, pero esto no es de gran consuelo. En 2019, un hallazgo histórico de las Naciones Unidas dio a conocer que un millón de especies en todo el reino animal se enfrentarán a la extinción durante las próximas décadas27. La mitad de esas especies perdidas serán insectos. En resumen, esto significa que el periodo de tiempo que se extiende desde principios del siglo XIX hasta mediados del siglo XXI podría ser testigo de la desaparición permanente de un millón de distintos tipos de escarabajos, mariposas, abejas y otros insectos. De ser así, se trataría de un gigantesco número de víctimas, una pérdida de especies mayor que todas las variantes de peces, aves y mamíferos existentes.
Pero la reducción del número total de insectos también es importante, tal vez tanto como el número de especies extinguidas. Como señala el artículo de advertencia publicado por esos veinticinco científicos, el declive no se limita a las especies raras y en peligro de extinción. Las filas de los insectos comunes también están siendo diezmadas, lo que tiene profundas consecuencias para el medio ambiente.
Si accionamos distintas palancas, ponemos en marcha toda una serie de consecuencias. Dentro de la extensa familia de los artrópodos, hay criaturas, como los piojos de la madera, los milpiés y los colémbolos, que realizan tareas como masticar materia vegetal muerta, alimentarse de los hongos que crecen en las raíces y liberar nutrientes para el crecimiento de las plantas. Los insectos que se alimentan de desechos, como los escarabajos peloteros, absorben los nutrientes de las heces, las plantas en descomposición y los cadáveres, que de otro modo se estancarían. Otras especies, como las mariquitas y las crisopas, se alimentan de plagas de cultivos como los pulgones. La habilidad de ingeniería de las termitas (sus túneles atraviesan el suelo más duro, permitiéndoles absorber agua y nutrientes) puede ayudar a convertir la tierra yerma en campos fértiles.
Si estas especies desaparecen, algunas funciones vitales de los ecosistemas, como el mantenimiento de la salud de la tierra y las plantas, se verían afectadas. Pero también hay animales que consumen grandes cantidades de insectos: un herrerillo común, por ejemplo, necesita atrapar hasta cien orugas al día para dar de comer a un solo polluelo. La pérdida de unas pocas especies no supondrá una molestia para la mayoría de los pájaros si pueden alimentarse de otros insectos que cuentan con una población fuerte. Sin embargo, una reducción importante en el número total de insectos es algo totalmente distinto. Podemos sentirnos fascinados por las cualidades individuales de los insectos, pero su papel en el ecosistema casi siempre se ejecuta de forma masiva. No se trata solo de la amplitud del universo de los insectos, sino también de su profundidad.
Naturalmente, los insectos no son los únicos que están sufriendo. Un informe de la ONU que identifica un millón de especies en riesgo también afirma que la actividad humana ha afectado a tres cuartas partes del terreno del planeta, que la contaminación por residuos plásticos se ha multiplicado por diez desde 1980 y que la Tierra ha sido despojada de un tercio de sus áreas forestales durante la época industrial. Nuestra presencia supone una carga tan pesada que estamos empezando a darnos cuenta de que también nos afecta a nosotros. En palabras de Josef Settele, que codirigió la evaluación de la ONU, «la red esencial e interconectada de la vida en la Tierra está perdiendo sus hilos y se está haciendo cada vez más pequeña. Esta pérdida es una consecuencia directa de la actividad humana y constituye una amenaza directa para el bienestar de las personas en todas las regiones del mundo»28.
Actualmente, la pérdida de la biodiversidad es una emergencia que se superpone a la crisis climática que la alimenta y tiene tanta importancia como ella, o puede que incluso más. La reciente avalancha de advertencias académicas relacionadas con los insectos guarda ciertas similitudes con la forma en que el cambio climático se convirtió en un problema de primer orden: en ambos casos, las señales de alarma iniciales fueron ignoradas, pero esa ignorancia devino en una oleada de preocupación tardía a medida que nos acercamos al precipicio de la catástrofe. Puede que ahora estemos cerca del punto álgido de la inquietud. El biólogo Pedro Cardoso ha estado obsesionado durante mucho tiempo con las arañas y los insectos, pero lo que más le interesa son las avispas parasitoides: «Su forma de vida, que a menudo consiste en controlar las mentes de sus anfitriones, es demasiado guay». Sin embargo, sus últimos diez años, en los que se ha dedicado a estudiar el declive de los insectos, han sido bastante solitarios. «Puede resultar un poco frustrante que toda la atención se dirija a los mamíferos y las aves —afirma—. En realidad, lo que sucede en los ecosistemas depende de las pequeñas cosas.»
Últimamente, sin embargo, Cardoso ha notado un cambio. Mientras observa a los insectos entre la maleza en Ghana o utiliza su red para capturarlos en Finlandia, los habitantes locales se acercan a él para hablar sobre aquello que ya no pueden ver. Las conversaciones son como pequeños episodios de duelo por las mariquitas que solían reunirse aquí o las mariposas que revoloteaban por allá. «Esto me sucede con personas de las que no lo esperaba —dice Cardoso—. Personas que ni siquiera eran conscientes de que les importaban los insectos.» Asimismo, el biólogo añade que «esta avalancha de artículos que se está publicando es de gran ayuda para nuestra causa porque la gente por fin se está dando cuenta de lo que está pasando». Evidentemente, el alcance del activismo por los insectos todavía no es comparable al del cambio climático. Como sugiere Cardoso, «tal vez podamos conseguir a una niña como Greta Thunberg».
Casi un año después de que se publicara el impactante estudio de Krefeld, apareció otra investigación que un entomólogo describió como «uno de los artículos más preocupantes que he leído». Parecía mostrar que la crisis de los insectos se extendía más allá de Europa, hacia América.
A mediados de los años setenta, Brad Lister, un ecologista que ahora reside en el estado de Nueva York, realizó una expedición de investigación en la selva tropical de Puerto Rico para documentar a los insectos y sus depredadores (pájaros, ranas y lagartos). El bosque El Yunque, ubicado en las laderas de la sierra de Luquillo, cerca del extremo este de la isla, es un exuberante carnaval de biodiversidad que acoge a la cotorra puertorriqueña, en peligro de extinción, los trinos de las ranas coquí y una maraña de distintas serpientes. Lister necesitaba una chaqueta impermeable para el viaje, pues se estima que El Yunque se inunda con 605.000 millones de litros de lluvia al año.
Para atrapar a los insectos, Lister utilizaba trampas adhesivas rudimentarias similares a las que se usaban en la época de Alfred Russel Wallace y Charles Darwin. El investigador untaba unas placas de plástico con Tanglefoot, un compuesto pegajoso, y las distribuía por el suelo del bosque y las copas de los árboles. Al atardecer, los platos se convertían en una masa ennegrecida de insectos, listos para ser recogidos a la luz de las antorchas antes de pesarlos y secarlos. Como recuerda el propio Lister, «en aquel entonces se trataba de un procedimiento muy largo». Cuando, treinta y cinco años después, regresó al bosque para continuar este trabajo con su compañero Andrés García, un ecólogo de la Universidad Nacional Autónoma de México, no tardó en darse cuenta de que algo había cambiado. O, mejor dicho, desaparecido. Los grandes charcos que una vez albergaron bandadas de mariposas ahora estaban desprovistos de vida. Unos pocos pájaros volaban por encima de sus cabezas.
Cuando llegó el momento de repetir las pruebas de las placas adhesivas, las sospechas se acrecentaron. «Después del primer día, Andrés dijo: “¿Dónde están todos los insectos?”, y yo le respondí: “Buena pregunta”, porque no parecía haber nada a nuestro alrededor —dice Lister—. Era evidente que algo no iba bien.»
Mientras que en los años setenta las placas adhesivas acababan cubiertas de insectos, esta vez las traían de vuelta con tan solo un par de tristes especímenes. Sucedió lo mismo día tras día hasta que, una vez que se publicaron los resultados, la pésima comparación con el primer viaje de investigación fue clara: el 98% de la biomasa de insectos hallados en el suelo había desaparecido. Más arriba, en las copas de los árboles, se había desvanecido un 80%29. «Fue sobrecogedor», afirma Lister.
La pareja de ecólogos también atrapó abaniquillos, unos lagartos verdes y delgados con gargantas de color rojo fuego, y descubrió que la masa agregada de los animales capturados se había reducido más de un 30% desde la década de los setenta. Como dice Lister, estos datos sugieren que la selva tropical se encuentra en una situación de colapso debido a una «cascada trófica ascendente». Se trata de una versión diferente de la cascada trófica habitual, en la que la desaparición de un animal dominante, como el lobo o el tigre, altera la cadena alimenticia y el entorno circundante.
A diferencia de esta tendencia descendente, la pérdida de los insectos fue como quitar demasiadas piezas de la base de una torre de Jenga ecológica, haciendo que las piezas de arriba se derrumbaran. Los pájaros, las ranas y los lagartos no tenían nada que comer, por lo que sus poblaciones se redujeron. Como El Yunque ha sido un espacio protegido desde los días de la dominación colonial española, Lister y García descartaron que la intervención humana, como el uso de productos químicos en la agricultura, fuera el desencadenante del declive. En lugar de ello, consideran que la culpa es del calentamiento del planeta.
Cuando el estudio vio la luz, Lister pensó que la difusión estaba siendo demasiado exagerada. Como afirma el científico, «el Washington Post utilizó la expresión “apocalipsis de los insectos” y yo pensé: “Venga ya, han arruinado mi carrera”. Pero ahora creo que estaban en lo cierto. Me he vuelto mucho más radical. Estamos asistiendo al colapso global de los insectos y todavía no somos conscientes de lo que eso significa para nosotros».
El siguiente elemento de esta terrible tríada llegó solo unos meses después de que la investigación de Lister y García viera la luz. Un análisis publicado por dos científicos afincados en Australia, los ecólogos Francisco Sánchez-Bayo y Kris Wyckhuys, lanzaba la afirmación más audaz hasta el momento en relación con la catástrofe mundial de los insectos, que apenas podía compararse con ninguna otra crisis en toda la historia de la vida en la Tierra30. El sorprendente hallazgo del metaestudio afirma que el 40% de las especies de insectos está disminuyendo a nivel mundial, y un tercio de ellas estará en peligro de extinción «en las próximas dos décadas». Según el estudio, la tasa de extinción entre los insectos es ocho veces más rápida que la de los mamíferos y las aves, pues la masa total de los insectos del mundo se está reduciendo a la vertiginosa velocidad de un 2,5% al año.
Según los investigadores, que analizaron setenta y tres informes acerca de la reducción de insectos en todo el mundo, los órdenes de los lepidópteros (que incluyen mariposas y polillas) y los himenópteros (abejas, avispas y hormigas) han sido los más afectados, junto con los escarabajos peloteros. Como dice el artículo, los órdenes de insectos acuáticos como los odonatos (libélulas y caballitos del diablo) y los plecópteros (también conocidos como «moscas de las piedras») «ya han perdido una proporción considerable de especies».
El estudio da cuenta de una situación desesperada a nivel internacional al señalar la pérdida de los abejorros en Estados Unidos, la disminución del número de mariposas en Japón, la desaparición de los escarabajos peloteros en Italia y el exterminio de las libélulas en los arroyos de Finlandia. También utiliza un estilo contundente y apocalíptico que rara vez se suele encontrar en un artículo científico revisado por pares. «A menos que cambiemos nuestra forma de producir alimentos, los insectos en su totalidad seguirán el camino de la extinción en un par de décadas», afirma el texto, que culpa del «lamentable estado» de la biodiversidad de los insectos a la destrucción del hábitat, el uso de pesticidas, las especies invasoras y el cambio climático. «Las repercusiones que esto tendrá para los ecosistemas del planeta son catastróficas, por decirlo suavemente.»
Lo más alarmante, según el artículo, es que la crisis de los insectos no solo se está llevando por delante a las criaturas especializadas que dependen de hábitats restringidos o de ciertas plantas nutricias en particular, sino también a «especies generalistas que alguna vez fueron comunes en muchos países», lo que sugiere que se está ejerciendo una gran presión sobre todos los insectos, no solo en ciertos focos aislados de declive. La precipitada disminución de los insectos descrita en el artículo se ubica dentro del contexto de la extinción masiva en ciernes de muchas otras especies, pero los investigadores afirman que este colapso supera la comparación contemporánea e incluso la extinción que acabó con los dinosaurios hace 66 millones de años.
