La dama de la reina - Shannon Drake - E-Book
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La dama de la reina E-Book

Shannon Drake

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Beschreibung

Lady Gwenyth Macleod había puesto en juego su fortuna y su reputación para ayudar a que María de Escocia ocupara su lugar legítimo en el trono; sin embargo, su esfuerzo por guiar a la desafiante y osada reina la enfrentó con Rowan Graham, un terrateniente peligrosamente diestro tanto en asuntos de pasión como de estado, y cuanto más lo desafiaba ella, más se rendía él ante el deseo que ardía entre los dos. Su país estaba inmerso en el caos y la deslealtad la seguía a todas partes, así que correr un último y audaz riesgo quizás la llevara a una traición demoledora... o a un destino más grandioso de lo que jamás habría podido imaginar. Shannon Drake "subyuga a los lectores de una manera magistral a través de interesantes argumentos y embriagadoras escenas de amor" Publishers Weekly

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2007 Heather Graham Pozzessere. Todos los derechos reservados.

LA DAMA DE LA REINA, Nº 51 - junio 2011

Título original: The Queen’s Lady

Publicada originalmente por HQN™ Books

Publicado en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-398-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Para Joan Hammond, Judy DeWitt, y Kristi y Brian Ahlers, con amor y agradecimiento por brindarme siempre su apoyo

Inhalt

Prólogo

Primera parte

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Segunda parte

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Tercera parte

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Títulos publicados

Promoción

Prólogo

Antes del fuego

Al oír el sonido de pasos y el golpeteo de algo metálico, Gwenyth supo que los guardias se aproximaban a su celda. Le había llegado la hora.

A pesar de que había sabido desde el principio que estaba condenada, a pesar de que estaba decidida a morir desafiante, sintió que se le helaba la sangre en las venas. Era fácil ser valiente a priori, pero estaba aterrada ante la hora de la verdad.

Cerró los ojos, e intentó hacer acopio de todas sus fuerzas.

Al menos podía mantenerse en pie. No tendrían que arrastrarla a la hoguera, como a tantas pobres almas a las que habían «animado» a confesar. Los que se habían dado cuenta del error de sus acciones gracias a empulgueras, al potro de tortura, o a cualquiera de los variados métodos que se empleaban para conseguir que un prisionero confesara, casi nunca podían mantenerse en pie. Ella les había dicho a sus enemigos lo que habían querido desde el principio, se había mantenido erguida y orgullosa mientras se burlaba de sus jueces con su irónica confesión. Le había ahorrado una buena suma de dinero a la Corona, ya que los monstruos que torturaban a los prisioneros para sacarles la verdad recibían dinero por su detestable labor.

Y se había ahorrado a sí misma la ignominia de tener que ser arrastrada hasta la hoguera sangrando, deshecha y desfigurada.

Se oyó otro golpeteo metálico, y los pasos fueron acercándose cada vez más.

Se dijo que tenía que respirar. Podía morir con dignidad, y eso era lo que iba a hacer. Estaba de una pieza, y después de haber visto de lo que eran capaces, sabía que tenía que sentirse agradecida por poder ir caminando hacia su ejecución. Pero el terror...

Permaneció completamente erguida, pero no gracias al orgullo, sino porque estaba tan helada como el hielo y se sentía incapaz de inclinarse siquiera. Aunque eso no duraría demasiado, ya que las llamas la envolverían pronto en un abrazo profundo y mortal. El fuego servía para que los condenados quedaran completamente destruidos... cenizas a las cenizas, polvo al polvo... pero no se usaba para incrementar la agonía del castigo ni para torturar aún más a las almas destrozadas, ya que antes de que se encendiera la hoguera se solía estrangular a los condenados... por regla general.

Sin embargo, cuando los jueces estaban enfadados era posible que el fuego se encendiera con demasiada rapidez, para que los verdugos no tuvieran tiempo de acelerar la muerte y disminuir en algo la agonía. Ella tenía enemigos, había hablado alto y claro por otras personas y había luchado por sí misma, así que era dudoso que su muerte fuera rápida.

Se había granjeado demasiados enemigos, y por eso la habían condenado y estaba a punto de morir. Le había resultado fácil ordenar las piezas del rompecabezas... después de que la arrestaran.

Mucha gente, incluyendo a la reina a la que había servido con tanta lealtad, creía en el diablo, en que la brujería era la fuente de toda la maldad del mundo. Muchos creían que la humanidad era débil, que Satán aparecía por la noche, que se firmaban pactos con sangre, y que se maldecía y se hechizaba a los inocentes. Creían que la confesión podía salvar el alma eterna, que la tortura y la muerte eran el único modo de regresar a los brazos del Todopoderoso; de hecho, de momento la mayoría compartía aquellas creencias, y tanto en Escocia como en la mayor parte de Europa la brujería era un pecado capital.

Ella no era culpable de brujería, y sus jueces lo sabían. Su crimen era la lealtad, el amor a una reina que los había condenado a todos por culpa de su imprudencia.

Aunque lo cierto era que no importaban ni la causa ni la farsa de juicio al que la habían sometido. Lo único que tenía importancia en ese momento era que estaba a punto de morir.

Se preguntó si acabaría flaqueando... ¿qué pasaría cuando sintiera el contacto abrasador de las primeras llamas?, ¿acaso gritaría? Claro que sí, estaría sufriendo una verdadera agonía.

Se había comportado con rectitud, sabía que tenía razón, pero nada de eso le servía en ese momento.

Y más allá del miedo a la muerte y al dolor, sentía una profunda tristeza. No se había dado cuenta de todo lo que había puesto en juego por mantenerse fiel a sus ideales. El dolor de todo lo que iba a dejar atrás se había convertido en una herida que le hacía sangrar el corazón, que la atormentaba como si le hubieran cubierto de sal la carne viva. Nada de lo que estaban a punto de hacerle a su cuerpo podía ser tan terrible como la agonía que le desgarraba el alma, porque cuando ella ya no estuviera... ¿qué sería de Daniel?

Nada, seguro que no le pasaría nada, Dios no podía ser tan cruel. El juicio y la ejecución tenían el objetivo de silenciarla a ella, pero Daniel estaba a salvo junto a personas que lo querían. Estaba convencida de que el padre de su hijo no permitiría que le pasara nada, a pesar de lo que ella había hecho y de lo mucho que lo había desafiado.

Los pasos fueron acercándose hasta detenerse al otro lado de la puerta. La luz de una antorcha la cegó por un instante al iluminar la oscuridad de la celda, y sólo alcanzó a darse cuenta de que había tres personas. Cuando se le aclaró la visión, sintió que le daba un vuelco el corazón al ver quién estaba allí.

No pudo creer que él quisiera que muriera así. A pesar de lo mucho que se había enfadado con ella, a pesar de todas las veces que la había advertido y amenazado, era imposible que le deseara aquello. Le había dicho en incontables ocasiones y con cierta razón que se parecía demasiado a la reina a la que había servido, que era demasiado franca con sus opiniones sin pensar en lo peligrosa que podía resultar tanta honestidad, pero no podía creer que él formara parte de aquella farsa, de aquel espectáculo de injusticia política y oscuras maquinaciones. Aquel hombre la había tenido en sus brazos, había hecho que se diera cuenta de forma efímera de como el corazón podía mandar sobre la mente, como la pasión podía destruir la razón, como el amor podía eliminar cualquier vestigio de cordura.

Habían compartido tantas cosas... demasiadas, pero aun así... las personas podían traicionarse las unas a las otras en un abrir y cerrar de ojos por salvar su propia vida, por ganar riquezas y poder, tierras y prosperidad. ¿Era realmente posible que él formara parte de aquella trama?

Rowan irradiaba toda su grandeza. Su pelo trigueño tenía un tono dorado bajo la luz de la antorcha, y era la personificación de la nobleza de pies a cabeza... vestía sus colores, y una capa ribeteada de piel enfatizaba la anchura de sus hombros. Estaba flanqueado por el juez y el verdugo, su rostro cincelado mostraba una expresión severa y condenatoria, y sus ojos la observaban con frialdad y desdén.

Sintió que una mano helada le oprimía el corazón, al darse cuenta de lo tonta que había sido al creer que había ido a rescatarla. No, no estaba allí para salvarla, sino para rubricar su condena. Rowan no era inmune a las maquinaciones políticas, y como en el caso de tantos otros nobles, durante los años de derramamiento de sangre había aprendido a permanecer con un pie en ambos lados para poder decantarse por el bando ganador, tanto en el campo de batalla como en los salones del gobierno.

Lo miró sin moverse ni prestar ninguna atención a los otros dos hombres. Se obligó a olvidarse de lo sucia que estaba, de que tenía la ropa desgarrada, húmeda y llena de la mugre y el moho de la mazmorra. Se forzó a mantenerse firme bajo su mirada penetrante y permaneció erguida y orgullosa a pesar de los harapos que la cubrían, ya que estaba decidida a que su vida tuviera un final digno. Él la contempló en silencio, y sus ojos azules estaban tan oscurecidos de desaprobación, que se le antojaron fosos estigios en los que podía vislumbrar el infierno en el que se hundiría cuando la agonía del fuego la llevara a exhalar su último aliento.

Ella le devolvió la mirada con desdén, apenas consciente de que el juez estaba leyendo la acusación y la sentencia y le decía que había llegado la hora.

–Quemada en la hoguera hasta morir... cenizas al viento...

Permaneció inmóvil, sin pestañear siquiera. Se limitó a quedarse allí de pie, con la cabeza erguida. Se dio cuenta de que el reverendo Martin estaba tras los otros tres hombres, y le hizo bastante gracia que le hubieran enviado a aquel perro faldero para que intentara aterrorizarla, para que reafirmara su confesión de culpabilidad justo antes de enfrentarse a la hoguera; al fin y al cabo, si admitía ante la multitud que era un engendro del demonio culpable de toda clase de maldades, los rumores que afirmaban que era inocente y víctima de una trama política no se alzarían hasta convertirse en gritos que pudieran extenderse por todo el país.

–Lady Gwenyth MacLeod, confesad ante la multitud para tener una muerte rápida –le dijo el reverendo–. Confesad y rezad ahora, ya que si mostráis vuestro más profundo arrepentimiento, es posible que nuestro gran Padre que reside en los Cielos os salve de pasar una eternidad en las entrañas del infierno.

Ella no pudo apartar la mirada de Rowan, que se cernía sobre los demás con una fuerza indómita y seguía mirándola con repugnancia. Rogó para que su propia repulsión fuera visible en sus ojos, por encima del miedo que la atenazaba.

–Tened cuidado, reverendo –le dijo con suavidad–. Me han condenado, pero afirmaré que soy inocente si hablo ahora ante la multitud. No voy a confesar una mentira ante la gente, ya que en ese caso es posible que el Todopoderoso decida abandonarme. Voy hacia mi muerte y camino del Cielo, ya que Nuestro Señor sabe que soy inocente y que estáis usando su nombre para libraros de una enemiga política. Me temo que seréis vos quien se pudra en el infierno.

–¡Blasfema!

Gwenyth se quedó sin palabras, ya que había sido Rowan quien había hablado. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió de golpe con una fuerza terrible y él la agarró del pelo con brusquedad para obligarla a mirarlo a los ojos. La mantuvo inmóvil, de modo que no pudo impedir que posara la otra mano en su mejilla.

–No se le puede permitir que hable ante la gente. Ella sabe que su alma está condenada a ir al infierno, y seguro que intentará arrastrar a otros hasta los pútridos dominios de Satán. Creedme, conozco demasiado bien la brujería de su hechizo.

¿Cómo era posible que él pronunciara aquellas palabras con tanto odio y convicción? En otro tiempo, había jurado amarla para siempre. Le había prometido su amor ante Dios.

Gwenyth sintió que se le rompía el corazón ante la certeza de que no sólo había ido a contemplar su agonía, sino a incrementarla.

Rowan tenía una mano grande y sus dedos eran largos y sorprendentemente tiernos, a pesar de que estaba acostumbrado a empuñar una espada. Recordó con dolor como la había acariciado en el pasado con una ternura infinita, y sus ojos... aquellos ojos la habían mirado con tanto entusiasmo, con tanta diversión, incluso con furia a veces, pero sobre todo con una pasión profunda que le había llegado al alma. En ese momento, sólo la miraban con una brutalidad carente de piedad.

Cuando él se movió ligeramente sin soltarla, Gwenyth se dio cuenta de que tenía algo en la mano... un pequeño frasco de cristal, que acercó a sus labios mientras se inclinaba ligeramente hacia ella.

–Bébetelo. Ya –le susurró al oído.

Ella se quedó mirándolo sin entender nada, consciente de que no tenía más opción que obedecer, y estuvo a punto de sonreír al ver un destello de... de algo en aquellos ojos de un tono azul que desafiaba tanto al cielo como al mar. Vio desesperación y algo más, y de repente se dio cuenta de lo que pasaba. Rowan estaba actuando, no la había olvidado.

–Por el amor de Dios, bébetelo ya –insistió él.

Gwenyth cerró los ojos, y obedeció.

La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor al cabo de un instante, y entonces se dio cuenta de que se trataba de un mero gesto piadoso por parte de Rowan. Quizás el recuerdo de la pasión avasalladora que habían compartido lo había impulsado a darle veneno, para que no tuviera que sufrir la agonía de sentir que el fuego le devoraba la carne y la consumía hasta convertirla en ceniza.

–¡Es la zorra de Satán!, ¡quiere burlarse de nosotros! –dijo él con aspereza, mientras la agarraba del cuello con ambas manos.

Estaba claro que quería que pensaran que la había estrangulado para que no pudiera hablar ante la multitud.

La oscuridad empezó a envolverla, y las extremidades se le fueron entumeciendo. Se desplomó contra él cuando fue incapaz de permanecer de pie, y aunque se sintió agradecida por no tener que sentir como la consumía el fuego, en aquellos últimos momentos la destrozó el dolor de saber que el hombre en el que había confiado y al que había amado más que a la vida, el hombre con el que había compartido el éxtasis y que la había llevado al paraíso, era quien iba a arrebatarle la vida.

Sus miradas se encontraron de nuevo, y se preguntó si aquellos ojos azules como las llamas la seguirían hasta la muerte.

–Malnacido –le dijo.

–Nos encontraremos en el infierno, mi señora.

Su voz apenas fue un susurro, pero ella supo que su sonido también la seguiría hasta la eternidad. Creyó ver que él esbozaba una sonrisa casi imperceptible, y se preguntó si estaba burlándose de ella en el momento de su muerte. Lo miró a los ojos para confirmarlo, pero vio en ellos dolor y algo más... era como si estuviera intentando decirle algo en silencio, como si estuviera intentando transmitirle un mensaje que los demás no podían ver.

Ella continuó manteniéndole la mirada todo lo que pudo, intentó descifrar lo que él quería decirle y mandarle su propio mensaje.

«Daniel...».

Pero a pesar de que quería pronunciar aquel nombre, no se atrevió. Sabía que Rowan querría a su hijo, no tenía ni la más mínima duda. Sabía que él se aseguraría de que a Daniel no le faltara de nada, y que al contrario que ella, jamás sería víctima de las vicisitudes del poder. Rowan siempre había sido un hombre de estado, y sus enemigos nunca subestimaban ni su poder ni su popularidad.

La oscuridad fue envolviéndola, pero no sintió ningún dolor. Deseó haber aprendido a batallar mejor con los asuntos de estado, que la reina también hubiera aprendido aquella lección. Se preguntó si, al igual que María, se había dejado arrastrar demasiado a menudo por la pasión de sus propias convicciones, por su propia noción de lo que estaba bien y lo que estaba mal. ¿Acaso había habido un modo mejor de mantenerse firme y de ayudar a la mujer que sabía que estaba en peligro? Era posible que la reina también muriera, ya se había visto obligada a abandonar todo lo que le importaba en la vida.

Nadie habría podido anticipar aquel desenlace, todo había empezado con tanto poder y tanta grandiosidad... había sido como un sueño hermoso y glorioso. Mientras la luz se desvanecía, recordó el brillo con el que había resplandecido tanto tiempo atrás.

Primera parte

EL REGRESO A CASA

Uno

19 de agosto, año 1561 de Nuestro Señor

–¿Quién es ése? –susurró una de las damas que iban tras la reina María, cuando llegaron a Leith antes de lo esperado.

Gwenyth no supo quién había hablado. María, la reina de los escoceses, había abandonado de niña su patria natal junto a cuatro damas de compañía que compartían su nombre: María Seton, María Fleming, María Livingstone, y María Beaton. Todas ellas le caían muy bien, ya que eran dulces y encantadoras. Aunque cada una tenía su propia personalidad, se las conocía como «las cuatro Marías» o «las Marías de la reina», y a veces daba la impresión de que se habían convertido en una persona colectiva, como en ese momento.

Todas, incluyendo a la reina, estaban mirando hacia la orilla, y tenían la mirada fija en el contingente que las esperaba. A Gwenyth le pareció que los preciosos ojos oscuros de la soberana estaban tan húmedos como el día, y pensó que no había oído la pregunta hasta que comentó:

–Es Rowan. Rowan Graham, el señor de Lochraven. Vino a Francia hace unos meses con mi medio hermano, lord Jacobo.

Gwenyth ya había oído aquel nombre, porque Rowan Graham era uno de los nobles más poderosos de toda Escocia. Le pareció recordar que había alguna extraña tragedia asociada a él, pero no pudo recordar de qué se trataba. También sabía que tenía fama de hablar sin tapujos, que se decía que tenía tanto el poder personal como la fuerza política necesarios para lograr que sus opiniones se tuvieran en cuenta.

En ese momento, intuyó que aquel hombre iba a marcar su vida. Estaba junto al medio hermano de la reina, el regente lord Jacobo Estuardo, y habría resultado imposible pasarlo por alto. La reina era más alta que la mayoría de los hombres que estaban a su servicio; de hecho, el mismo Jacobo era más bajo que ella, pero aunque hubiera tenido mayor estatura que la soberana, el hombre que tenía a su lado seguiría cerniéndose sobre él. La luz era tenue, pero iluminaba el pelo rubio como el trigo de Rowan Graham y lo convertía en un guerrero dorado que recordaba a los vikingos de antaño. Vestía los colores azules y verdes de su clan, y a pesar de las fastuosas ropas del grupo que había ido a recibir a la reina, todos los ojos se volvían a mirarlo a él.

Lochraven estaba en las Tierras Altas. Dentro de la misma Escocia, los habitantes de aquellos lugares se consideraban una estirpe por derecho propio. Gwenyth conocía Escocia mejor que la reina, y sabía que un señor de las Tierras Altas podía ser un hombre peligroso. Ella misma había nacido en aquella zona, y era más que consciente del poder que tenían los distintos clanes. Sería mejor no perder de vista a Rowan Graham.

Aunque la reina no tenía por qué temer a ningún escocés y le habían pedido que regresara a casa, ella sabía cosas que la soberana ignoraba. Hacía un año que el protestantismo se había convertido en la religión oficial de Escocia, y como había fanáticos de lo más persuasivo predicando en Edimburgo, como por ejemplo John Knox, la devoción de la reina por la fe católica podía ponerla en peligro. Parecía muy injusto, porque María tenía intención de permitir que cada cual eligiera sus propias creencias. Como mínimo habría que otorgársele la misma cortesía.

–Mi hogar. Escocia –María murmuró aquellas palabras, como si estuviera intentando emparejar ambos conceptos en su mente.

Gwenyth se volvió a mirarla con preocupación. Estaba encantada de regresar a casa, ya que a diferencia de muchas de las damas de la reina, ella sólo llevaba un año fuera de allí. María se había ido antes de los seis años, así que era más francesa que escocesa. Al partir de Francia, la soberana había permanecido en la cubierta del barco durante largo rato, repitiendo «Adieu, Francia» con lágrimas en los ojos.

Gwenyth sintió una efímera punzada de resentimiento en nombre de Escocia, porque ella adoraba su tierra natal. No había nada tan hermoso como la costa rocosa, que en primavera y verano estaba teñida de gris, verde y malva, y en invierno se convertía en una fantasía blanca. Le encantaban los castillos de su país, que encajaban a la perfección en aquel terreno escarpado.

Entonces se dio cuenta de que quizá no estaba siendo justa con la reina, ya que ésta llevaba mucho tiempo lejos de allí; además, los franceses pensaban que Escocia era una tierra llena de bárbaros, y que no tenía nada que pudiera compararse con la sofisticación de su país.

María apenas tenía diecinueve años, era viuda, y había dejado de ser la reina de Francia para ser la soberana de su país de origen, al que apenas conocía.

–Hemos llegado –comentó la reina con alegría forzada.

–Sí, a pesar de las amenazas de Isabel –le dijo María Seton.

Había habido cierto nerviosismo al embarcar, ya que la reina Isabel no había respondido a la petición que se le había mandado para que les asegurara un viaje seguro. Había muchos en Francia y en Escocia que habían temido que la reina inglesa intentara capturar a su prima, y aunque había habido un incidente aterrador en el que los habían detenido unas naves inglesas, se habían limitado a buscar piratas en todos los barcos menos en el de la reina. Habían interrogado a lord Eglington, pero finalmente lo habían liberado. Tanto los caballos como las mulas de la reina habían sido confiscados en Tynemouth, pero les habían asegurado que se los devolverían en cuanto obtuvieran los documentos necesarios.

–Qué excitante –comentó María Seton, con la mirada fija en el alto escocés. La reina volvió a mirar hacia la orilla, miró al hombre en cuestión, y se limitó a decir:

–No es para ti.

–A lo mejor hay más como él –bromeó María Livingstone.

–Hay muchos como él –dijo Gwenyth. Cuando todas se volvieron a mirarla, se ruborizó y no pudo evitar ponerse un poco a la defensiva al añadir–: Escocia tiene fama de tener los mejores guerreros de todo el mundo.

–Tendremos paz –dijo la reina, con la mirada fija en la orilla.

Al ver que la soberana se estremecía, Gwenyth supo que no era por frío, sino porque estaba pensando en que Francia era un país mucho más majestuoso que Escocia, que ofrecía mejores acomodos, y que tenía mejor tiempo. La mayoría del mundo conocido consideraba a Francia el centro del arte y del conocimiento, y pensaba que Escocia había tenido una gran suerte al verse ligada a un poder tan enorme gracias al vínculo del matrimonio. María había disfrutado de lo mejor de todo en Francia, y era posible que se sintiera decepcionada por lo que podía ofrecerle su tierra natal.

María sonrió cuando la vitorearon desde la orilla. A pesar de que habían llegado pronto tras cinco días de viaje por mar, se había reunido bastante gente para recibirlos.

–Curiosidad –murmuró la soberana, con cierta sequedad.

–Han venido para honrar a su reina –protestó Gwenyth.

María se limitó a seguir sonriendo mientras saludaba con la mano. Cuando bajó radiante del barco, su hermanastro Jacobo se adelantó para recibirla en primer lugar, y no tardaron en seguirlo el resto de miembros de la corte. El gentío seguía vitoreándola con entusiasmo. Aunque era posible que la gente sólo se hubiera acercado hasta allí por curiosidad, era obvio que todo el mundo estaba impresionado. María hablaba su lengua natal con fluidez, y además de ser una mujer hermosa, alta y esbelta, se movía con una majestuosidad innata.

Gwenyth permaneció tras la soberana y su medio hermano, pero de repente el hombre rubio, lord Rowan, se acercó y le dijo a lord Jacobo al oído:

–Es hora de irnos. Ella lo ha hecho bien, será mejor que no nos arriesguemos a que el gentío cambie de opinión.

Cuando el hombre retrocedió, Gwenyth lo miró con indignación, pero él no se amilanó ante su furia y pareció hacerle gracia. Al ver que esbozaba una sonrisa, ella se indignó aún más, porque María de Escocia era una reina que se preocupaba por sus súbditos. Sí, era joven y se había criado en Francia, pero desde la muerte de su esposo, que no sólo había sido el rey y su marido, sino su querido amigo desde la infancia, había demostrado que sabía manejar los asuntos de estado con firmeza. El hecho de que aquel hombre dudara de ella resultaba indignante, además de traicionero.

No tardaron en montar y en estar listos para partir hacia el palacio de Holyrood, donde estaba previsto que comieran mientras se preparaban los aposentos de la soberana. Gwenyth suspiró con suavidad. Estaba convencida de que aquel regreso sería positivo y de que la gente seguiría apoyando a María, así que se permitió el lujo de disfrutar contemplando aquella tierra que era su verdadero hogar. A pesar de que había una ligera niebla, el cielo gris y malva formaba parte de la belleza salvaje de Escocia, igual que el terreno accidentado.

–Al fin –dijo una de las jóvenes Marías–. Parece que en este sitio todo el mundo adorará y honrará a la reina, aunque no sea Francia.

Gwenyth se inquietó al sentir un extraño escalofrío mientras avanzaban por Leith, pero intentó convencerse de que no pasaba nada. Todo el mundo vitoreaba a la soberana a su paso, así que no había razón alguna para sentir temor.

–¿Por qué estáis tan ceñuda?

Gwenyth se volvió sobresaltada, y se dio cuenta de que Rowan Graham se había colocado a su lado y la miraba con diversión.

–No estoy ceñuda.

–¿En serio? Y yo que creía que erais lo bastante inteligente como para preocuparos por el futuro, a pesar de tanto entusiasmo.

–¿Por qué debería preocuparme?, ¿acaso las preocupaciones del mundo pueden llegar a imponérsele a una reina?

Él miró hacia delante, con una mezcla de diversión y de distanciamiento.

–Una reina católica ha llegado para gobernar una nación que se convirtió al protestantismo el año pasado –se volvió de nuevo hacia ella, y le dijo–: Eso debería causar cierta preocupación, ¿no?

–El medio hermano de la reina, lord Jacobo, le ha asegurado que puede tener las creencias que quiera.

–Por supuesto –le dijo él, con una sonora carcajada.

–¿Acaso le negaríais el derecho de venerar a Dios? Si es así, quizá sería mejor que regresarais a las Tierras Altas, mi señor.

–Vaya, qué lealtad tan firme.

–La misma que vos le debéis a la reina –le espetó Gwenyth.

–¿Cuánto tiempo lleváis lejos de aquí, lady Gwenyth? –le preguntó él con suavidad.

–Un año.

–Entonces, tales opiniones son absurdas o se deben a que por desgracia no sois tan culta e inteligente como suponía. Habláis de lealtad, pero supongo que sabéis que eso es algo que debe ganarse. Quizá sea cierto que vuestra joven reina se merece una defensa tan vehemente, pero después de pasar tanto tiempo lejos de aquí, debe probar su valía ante su gente. ¿Acaso habéis olvidado cómo son las cosas en estas tierras? Hay zonas en las que la monarquía y el gobierno no significan nada, y la lealtad se centra en el clan de cada uno. Cuando no tenemos una guerra en la que luchar, batallamos entre nosotros. Soy un hombre leal, mi señora. Completamente leal a Escocia. La joven María es nuestra reina, y como tal tiene mi lealtad y todas las fuerzas que pueda proporcionarle, así como mi espada y mi vida; sin embargo, si quiere tener un control real como monarca, deberá conocer a su pueblo y conseguir que su gente la ame. Y si lo logra... no habrá batalla en su nombre que sea demasiado grande. A lo largo de la historia hemos demostrado ser temerarios y estar demasiado dispuestos a morir por aquéllos que tienen la pasión necesaria para conducirnos al campo de batalla. El tiempo dirá si María es una de ellos.

Gwenyth lo contempló con incredulidad. Aquel hombre había pronunciado un discurso heroico, pero creyó entrever cierta amenaza velada en sus palabras.

–Tenéis la educación de un deslenguado de las Tierras Altas, mi señor –le dijo, mientras intentaba controlar su genio.

Él se mostró indiferente ante sus palabras, y Gwenyth se irritó aún más al ver que se echaba a reír.

–Pasar un año en Francia ha hecho que tengáis esos aires altivos de superioridad, ¿verdad? ¿Se os ha olvidado que vuestro padre procedía de las Tierras Altas?

¿Acaso estaba haciéndole un reproche velado? Su padre había muerto en el campo de batalla con Jacobo V, aunque no había dejado un legado tan magnífico como el rey. Había sido el señor de los MacLeod, un clan de la isla de Islington, pero la pequeña extensión de terreno situado a escasa distancia de los acantilados apenas proporcionaba recursos suficientes para que sus habitantes subsistieran. No la habían enviado a Francia por el poder económico de su familia, sino por el respeto que la gente sentía por la memoria de su padre.

–Mi padre era un hombre leal y valiente, además de cortés en todo momento.

–Vaya, qué afilada es la daga –murmuró él.

–¿Qué es lo que os pasa, mi señor? Es un día para festejar, ya que una joven reina ha regresado para reclamar lo que le pertenece. Mirad a vuestro alrededor, todo el mundo está encantado.

–Sí, al menos de momento.

–Andaos con cuidado, vuestras palabras podrían resultarles traicioneras a otros oídos –le dijo Gwenyth con frialdad.

–Lo que quiero decir es que esta Escocia es muy diferente de la tierra de la que ella se marchó hace tanto tiempo; de hecho, difiere incluso de la Escocia que vos misma dejasteis atrás. Pero os equivocáis si pensáis que no me alegro de tener aquí a María, ya que quiero que ella permanezca en el trono. Yo también creo que cada uno tiene el derecho de venerar a Dios como le plazca, sin necesidad de preocuparse por los detalles que han dividido a la Iglesia Católica y a la gente de este país. Los hombres poderosos son los que escriben las normas e interpretan las palabras sobre el papel, pero son los inocentes quienes a menudo mueren por ello. Estoy acostumbrado a hablar claramente y sin tapujos. Siempre protegeré a vuestra María... incluso contra ella misma, si es necesario. Vos sois joven, querida mía, y aún tenéis una percepción idealista de la realidad. Que Dios os guarde también.

–Espero que empiece a hacerlo ayudándome a evitar a los patanes de mi propia tierra –le dijo ella con rigidez.

–Sois tan encantadora y leal, mi querida lady Gwenyth, que no tengo ninguna duda de que Nuestro Creador os concederá vuestros deseos.

Gwenyth hizo que su montura acelerara el paso para poder alejarse un poco de aquel hombre, y se estremeció al oír que él se echaba a reír. Lord Rowan se las había ingeniado para ensombrecer un día en el que sólo tendría que tener cabida el triunfo, y no alcanzó a entender cómo era posible que sus palabras la hubieran afectado tanto.

De repente, hizo que su caballo retrocediera de nuevo. Era muy buena amazona, y no dudó en hacer gala de su habilidad al hacer que su montura diera media vuelta, retrocediera, y volviera junto a aquel hombre insufrible.

–Habláis sin conocimiento de causa, ya que no conocéis a María –le dijo, acalorada–. La mandaron a Francia de niña y le dieron un esposo. El pobre rey fue enfermizo desde el principio, pero ella fue una amiga firme y leal además de su esposa, y permaneció a su lado sin flaquear hasta el final. Se ocupó de él hasta que murió, y después lloró por su pérdida con dignidad. Cuando los diplomáticos y los cortesanos de todo el mundo llegaron para aconsejarla sobre cuál debería ser su siguiente matrimonio, ella sopesó sus opciones y tuvo en cuenta lo que sería mejor para Escocia, fue plenamente consciente de las responsabilidades que le imponían sus circunstancias. ¿Cómo os atrevéis a dudar de ella?

Aquella vez él no se rió, y su mirada se suavizó de forma visible.

–Si es capaz de ganarse una defensa tan acalorada de alguien como vos, entonces debe de tener recursos consistentes bajo su apariencia bella y noble. Espero que siempre estéis tan segura de todo.

–¿Por qué no debería estarlo?

–Porque el viento cambia de dirección con mucha facilidad.

–¿Y lo mismo puede decirse de vos, lord Rowan?

Él la contempló por un instante con cierta calidez, como si se hubiera encontrado con una niña curiosa.

–El viento soplará y doblegará los árboles más fuertes del bosque, lo quiera yo o no. Cuando se fragua una tormenta, es mejor estar prevenido. El árbol que no se dobla acaba por quebrarse.

–Ése es el problema con los escoceses –le dijo ella.

–Vos misma sois escocesa.

–Sí, y he visto en demasiadas ocasiones la facilidad con la que los grandes líderes cambian de punto de vista por medio de sobornos.

Él miró hacia delante. A pesar de lo que opinaba de él, era innegable que su perfil era muy atractivo. Tenía una barbilla fuerte y afeitada, unos pómulos elevados y firmes, unos ojos sagaces, y una frente ancha. A lo mejor era su apariencia lo que le permitía mostrarse tan condescendiente sin temor a represalias.

–Conozco a mi gente, y sé que se trata de personas supersticiosas que creen en el mal, en Dios... y en el diablo.

–¿Y vos no?

Él se volvió a mirarla de nuevo, y le dijo:

–Yo creo en Dios, porque me reconforta hacerlo. Y si existe el bien, entonces también debe de existir el mal. Me pregunto si a un ser superior tan poderoso como Dios le importa en qué interpretación de su Palabra cree una persona, porque me temo que no me susurra su verdadera sabiduría al oído.

–Me resulta sorprendente, porque cualquiera pensaría que sí lo hace a juzgar por vuestra actitud.

–He visto muchas tragedias y miserias... pobres ancianas condenadas a la hoguera por brujería, grandes hombres enfrentados al mismo destino por sus convicciones... creo que hay que transigir para alcanzar puntos medios, y propongo que eso sea lo que haga la reina.

–¿Queréis que transija, o que ceda por completo? –Gwenyth intentó ocultar la indignación que sentía.

–Sólo que transija hasta alcanzar un acuerdo –le dijo él. Sin más, hizo que su caballo acelerara el paso y se alejó.

Gwenyth se preguntó si había decidido que estaba desperdiciando su sabiduría hablando con una mera dama de compañía, si ya no la encontraba entretenida.

–Hablaré a la reina sobre ti –murmuró para sí misma. Sus palabras la habían preocupado más de lo que quería admitir, ya que sabía que los barones eran hombres poderosos cuya lealtad resultaba imprescindible para la reina.

Conforme fue avanzando el día, se convenció de que tenía que mantener vigilado a lord Rowan. No había razón alguna para dudar que todo fuera a desarrollarse de la mejor manera posible, tanto para Escocia como para la reina. Los nobles y el pueblo habían acudido a recibirla con los brazos abiertos, y el ambiente parecía impregnado de esperanza y felicidad. María ofrecía juventud y sabiduría, el deseo de estar en casa, y la alegría al ver a su gente... aunque era posible que por dentro se le estuviera rompiendo el corazón.

A pesar de que Gwenyth no consideraba a su amada tierra natal un territorio bárbaro e ignorante, era cierto que el terreno era agreste, salvaje, y a menudo peligroso. Y lo mismo podía decirse de los nobles escoceses.

No, no era igual que Francia, pero era una tierra que tenía mucho que ofrecerle a su hermosa reina.

Mientras avanzaban por Edimburgo, Rowan se sintió satisfecho al ver que la población le daba la bienvenida a la soberana con cautela. Las calles estaban llenas de gente, y había muchas personas disfrazadas que habían sido contratadas para divertir y contribuir a que el recibimiento estuviera animado. Había hombres con turbantes y pantalones de tafetán amarillo que hacían reverencias al paso de la comitiva, como si estuvieran ofreciendo enormes riquezas. Cuatro doncellas que representaban a las virtudes recibieron a la reina desde un estrado que se había levantado apresuradamente, y un niño se adelantó con timidez para entregarle a la soberana una Biblia y las llaves de la ciudad.

Antes de la llegada de la reina, se habían producido varias discusiones acaloradas. Algunos de los nobles protestantes habían querido mostrarle a María la imagen de un sacerdote en la hoguera, pero muchos se habían negado en redondo. Conforme fueron avanzando, encontraron indicaciones sutiles que recordaban que aquél ya no era un país católico, como quema de imágenes de hijos bíblicos que habían adorado a falsas divinidades. Incluso en el discurso de bienvenida del niño hubo una ligera mención al hecho de que la reina debería convertirse a la religión de su país. Sin embargo, ninguna de todas aquellas indicaciones fue demasiado patente, así que la soberana pudo hacer caso omiso de lo que no le gustó; en todo caso, el ambiente festivo era sincero, y la gente estaba dispuesta a darle la bienvenida.

Rowan se mantuvo vigilante, pero no pudo evitar que sus ojos se desviaran a menudo hacia lady Gwenyth, cuya mirada estaba fija en su soberana y en la gente que la rodeaba. La joven era increíblemente hermosa; de hecho, todas las doncellas de la reina eran atractivas. Probablemente, a María no le importaba estar rodeada de mujeres guapas porque ella misma era encantadora y no se sentía amenazada por el aspecto de las demás, pero era algo que hablaba en su favor.

Se preguntó por qué se sentía tan atraído por lady Gwenyth. Sí, era preciosa, pero lo mismo podía decirse de muchas otras; sin embargo, su forma de hablar y sus ojos tenían algo especial, algo que le resultaba de lo más provocativo. En el interior de aquella mujer ardía un fuego abrasador de un color parecido al de su pelo... era un tono que no acababa de ser ni castaño ni rubio, y que tenía reflejos rojos. Sus ojos contenían una mezcla tempestuosa de verde, marrón y dorado. No era tan alta como la reina, pero teniendo en cuenta que María era más alta que muchos hombres, no era de extrañar que sus doncellas parecieran bajas a su lado; aun así, lady Gwenyth debía de medir un metro setenta más o menos. Era una mujer que entregaba su lealtad sin reservas, y se había mostrado dispuesta a defender sus puntos de vista con lógica y con una forma de expresión certera. Era ingeniosa, y estaba convencido de que si decidía desdeñar a alguien, lo haría con una mordacidad afilada. Si odiara a alguien, lo haría con todas sus fuerzas, y cuando amara, lo haría con una pasión y una profundidad indudables.

Sintió una extraña punzada de dolor en el corazón que no alcanzó a entender, ya que hacía mucho tiempo que había aceptado la tragedia de su propia situación. No podía olvidar y nunca lo superaría por completo, y a pesar de que no podía negar sus necesidades carnales, sólo se permitía satisfacerlas cuando las circunstancias se aliaban para proporcionarle una conjunción aceptable de tiempo, lugar y compañera. Aquella dama de la reina no podía tomarse a la ligera, y por tanto no podía ser suya.

Decidió que tendría que mantener las distancias, pero sonrió al recordar lo mucho que había disfrutado al discutir con ella. Era demasiado divertida, además de tentadora.

De repente, sus ojos se encontraron. Ella no se ruborizó ni apartó la mirada, sino que lo miró desafiante. Su reacción era comprensible, ya que él se había atrevido a dejar patente su cautela ante aquel recibimiento. Aunque debía admitir que las cosas habían ido muy bien, al menos de momento. Se sorprendió al ver que tenía que ser el primero en apartar la mirada, y para ocultar su desconcierto hizo que su montura acelerara el paso para acercarse un poco más a Jacobo Estuardo y a la reina María. La gente seguía vitoreándola con entusiasmo, pero aun así... en Escocia había algunos fanáticos, y se sintió aliviado cuando la soberana llegó por fin al palacio de Holyrood.

Era posible que las apariencias no resultaran engañosas, y que la reina llegara a ser aceptada y amada... quizás incluso reverenciada y adorada. No entendía a qué se debía el profundo temor que llevaba inquietándolo todo el día. A lord Jacobo, el medio hermano ilegítimo de la soberana, que había estado gobernando Escocia, había parecido complacerle el regreso de María. Él lo había acompañado a Francia y había conocido a la soberana, y le había parecido una mujer elegante, ecuánime y diplomática. También era muy hermosa, y su altura contribuía a enfatizar su impresionante apariencia. Pero, a pesar de todo, le preocupaba que hubiera pasado la mayor parte de su vida en Francia.

Él no tenía nada en contra de los franceses, y sus ocasionales insultos hacia los escoceses le resultaban divertidos e incluso halagadores. Sí, su tierra era dura y accidentada, y algunos de los señores de las Tierras Altas tenían una fiereza y un orgullo justificados. No eran un pueblo de petimetres y eran más guerreros que cortesanos, pero sus corazones eran fuertes y leales. Además, cuando su gente creía en algo de corazón, lo hacía sin medias tintas, y la causa protestante era un claro ejemplo de ello.

Pero la reina era católica.

Ella no tenía la culpa; de hecho, admiraba su lealtad. Había pasado toda su vida venerando al Dios de la Iglesia Católica, y era fiel a sus creencias. Pero él había visto como se cometían demasiadas brutalidades en nombre de la religión.

Isabel, una reina protestante, ocupaba el trono de Inglaterra. Pero a pesar de que era una mujer juiciosa que no ordenaba ejecuciones a la ligera, no tenía miedo de hacer lo que fuera necesario. Había creado un reino en el que nadie moría por sus elecciones a la hora de rendir culto a Dios.

En cambio, en Escocia sólo hacía un año que se había extendido la fiebre del protestantismo, y él sabía que cuando su gente aceptaba algo, lo hacía por completo. Por eso temía a lo que pudiera depararles el futuro.

Cuando llegaron al palacio de Holyrood, sintió que su inquietud se desvanecía en parte. Se trataba de una construcción magnífica erigida al pie de la colina de Edimburgo, y estaba rodeado por unas vistas magníficas y unas arboledas fantásticas. Holyrood había sido inicialmente una torre, pero en tiempos del padre de la reina se había ampliado y se había empleado el estilo del Renacimiento escocés. Albañiles franceses habían realizado gran parte del trabajo, y el resultado era un palacio que no tenía nada que envidiar a las edificaciones continentales. Hacía diecisiete años que los ingleses habían quemado tanto el mismo Holyrood como la abadía cercana, pero todo se había restaurado desde entonces.

Cuando llegaron vio el rostro de la reina, y se sintió complacido al comprobar que se mostraba encantada al ver el hogar que le correspondía como soberana de Escocia. Desde su llegada se había mostrado muy diplomática, pero él mismo había participado en el juego de la diplomacia durante bastantes años y sabía que su entusiasmo al ver el palacio era sincero.

Entonces su mirada se posó de nuevo en lady Gwenyth, que estaba observando a su soberana con ansiedad. Aquella dama era un verdadero enigma. Por sus palabras y su comportamiento, era obvio que no se tomaba a la ligera su posición en la corte de la reina, y parecía sentir por María algo que tenía un valor incalculable incluso para los reyes y las reinas: una amistad verdadera. Sin embargo, estaba claro que no era ninguna tonta. No había pasado demasiado tiempo fuera de su país natal, y a pesar de que amaba Escocia, era incluso más consciente que la misma soberana de los peligros que acechaban, a pesar de que quizás ella misma se negara a admitirlo.

La servidumbre estaba reunida en el patio cuando llegaron la reina y su séquito, y el bullicio se convirtió en un murmullo expectante mientras los criados esperaban a que la soberana los saludara. María no los defraudó y Rowan se sintió impresionado de nuevo al ver su carisma, ya que mantuvo su porte regio mientras ofrecía cortesía e incluso afecto a los allí congregados. Lord Jacobo se ocupó de asistir a su hermana y dejó que los demás se las ingeniaran para encontrar sus aposentos, con lo que se formó un pequeño caos. Varios de los miembros franceses del séquito murmuraron con alivio que el palacio parecía sorprendentemente acogedor, aunque estaba claro que lamentaban que no hubiera arte, música ni poesía en aquella tierra que para ellos carecía de cultura.

–¿Rowan?

Cuando se volvió al oír que lo llamaban, se dio cuenta de que lord Jacobo estaba mirándolo con expresión interrogante, y se limitó a asentir. La torre noroeste se había designado para acomodar los aposentos reales, y era obvio que el hermano de la reina estaba pidiéndole que ayudara.

–Mis señoras, si me acompañan...

Después de hacerle una indicación a una de las criadas, condujo a las damas de la reina hacia sus habitaciones. Oyó varias risitas y murmullos en francés a sus espaldas, y se sorprendió al darse cuenta de que no sabían que muchos de los nobles escoceses conocían aquel idioma. Era plenamente consciente de que estaban hablando de su atuendo y de su trasero, además de hacer suposiciones sobre lo que había bajo la lana de su falda escocesa.

No le hizo ninguna gracia que le encomendaran aquella tarea, ya que estaba mucho más interesado en ver cómo se las arreglaba María con los criados y los miembros de la corte. Mientras les mostraba a las damas el magnífico palacio y les indicaba dónde estaban sus aposentos y los aposentos de la soberana, las Marías no dejaron de flirtear con él. Eran encantadoras, alegres y llenas de vida, pero tan castas como lo era la misma reina a pesar de ser viuda. Aquellas damas se casarían con la aprobación de sus familias algún día, pero como de momento sólo querían divertirse, se esforzó por ser lo más galante posible.

Sin embargo, una de ellas no reía ni flirteaba, y se limitaba a seguirlos y a escuchar en silencio. Se trataba de lady Gwenyth, por supuesto.

Él sabía que estaba observándolo, y no pudo evitar sonreír para sus adentros ante su desconfianza. Estaba convencido de que a ella le daba igual lo que pudiera haber bajo su falda, porque lo detestaba... o al menos, creía hacerlo.

–¿Os satisfacen los aposentos?, ¿podréis encontrar el camino? –le preguntó al fin, después de mostrarles a todas dónde iban a alojarse. Los pasillos eran largos y la configuración del palacio bastante complicada, aunque sin duda no era nada comparado con los majestuosos palacios de Francia. Aun así, aquellas mujeres estaban en un nuevo hogar, y era posible que se sintieran un poco confundidas.

–Estoy segura de que no tendremos ningún problema –le contestó ella.

Rowan había notado que tendía a mantenerse un poco apartada de las demás, aunque a lo mejor era algo normal. Ella no se había ido de Escocia siendo una niña, como tantos otros niños escoceses. Los lazos con Francia se habían establecido mucho tiempo atrás, y eran muchos los hijos de nobles que estudiaban en Francia mientras el comercio entre ambos países florecía.

Ella lo miró con obvia desconfianza, y Rowan no pudo evitar pensar en lo hermosa que era. Se trataba de una mujer culta y educada, y a pesar de lo que le había dicho, estaba convencido de que también estaba inquieta por la seguridad de la reina. Pero a pesar de su inteligencia y de su agudo ingenio, tenía cierto aire de ingenuidad.

Se apartó un poco de ella, y después de despedirse con una seca reverencia, se alejó por el pasillo. A pesar de que estaba ansioso por regresar junto a Jacobo y a la nueva reina, se detuvo a mirar por una de las ventanas, desde la que podía verse el castillo de Edimburgo. El cielo estaba tan gris como las piedras que formaban la construcción, y las almenas estaban rodeadas de niebla. El gris tenía un ligero toque malva que resultaba maravilloso para aquéllos que tenían por hogar aquella tierra, aquel país que para los acostumbrados a los cielos azules podía resultar inhóspito.

Miró hacia la Milla Real, donde había tiendas que vendían mercancía de todas partes del mundo. Holyrood era un buen palacio y Edimburgo una buena ciudad, así que sin duda la reina encontraría muchas cosas a las que amar tanto en aquella tierra como en su gente, que la había vitoreado a su llegada.

A lo mejor había estado demasiado a la defensiva y se había preocupado sin necesidad, pero... sabía que muchos de los miembros del séquito francés de la reina desdeñaban aquella tierra, que decían que era un territorio frío y duro, como las rocas del castillo de Edimburgo. Para ellos, las tiendas de Francia eran mejores, los palacios más majestuosos... a pesar de que en Holyrood habían trabajado albañiles franceses.

Se obligó a ver la ciudad con los ojos de un recién llegado. El castillo se alzaba como una fortaleza sombría y terrible en el marco de un día gris, y los habitantes eran igual de duros.

La roca contra el mármol, la lana contra la seda.

Se tensó y se dijo que sólo necesitaban tiempo, que los cambios que la reina y sus acompañantes necesitaban irían llegando de forma paulatina. Los lazos que unían a Escocia y Francia eran fuertes y longevos, pero aun así...

Ninguna alianza estaba basada sólo en una simple amistad. Tanto los escoceses como los franceses habían luchado contra los ingleses, y esa enemistad compartida los había aliado, pero la amistad a menudo sólo era superficial y se rompía con facilidad cuando aparecían necesidades menos desinteresadas. Y ahí residía el dilema.

¿Qué había realmente bajo las aguas más profundas de aquella alianza, teniendo en cuenta que la reina criada en Francia había regresado a casa?

Dos

–Estoy exhausta –suspiró la reina, antes de tumbarse en su cama. Se quedó mirando al techo, y cuando se echó a reír con suavidad, por un instante pareció una joven como otra cualquiera–. Lo cierto es que se trata de un lugar muy agradable –comentó, mientras miraba a su alrededor. Se incorporó ligeramente y se volvió hacia Gwenyth, que permanecía de pie cerca de la cama, y susurró–: Lo es, ¿verdad?

–Es magnífico –le aseguró ella, consciente de lo mucho que la soberana echaba de menos Francia.

María volvió a recostarse, y comentó:

–Las coronas pesan muchísimo.

–Mi reina... –empezó a decirle Gwenyth, pero se calló al ver que se sentaba en la cama y negaba con la cabeza.

–Por favor, deja a un lado las formalidades por ahora. Estamos solas, y debo confiar en ti. No has pasado demasiado tiempo lejos de aquí y no ansías ninguna recompensa, no estás poniéndome a prueba ni valorándome. Tutéame como si sólo fuéramos un par de amigas. Eres mi amiga de verdad, y eso es lo que necesito en este momento.

–María, creo que tu llegada ha sido un completo éxito. Tu gente está encantada con el regreso de su joven y hermosa reina.

–Todo el mundo parece tan adusto...

–Son... –Gwenyth se detuvo por un segundo, sin saber qué decir, y finalmente admitió–: Sí, son adustos –tras una pequeña vacilación, añadió–: Se debe a John Knox, y al hecho de que son muy devotos de su nueva iglesia.

–Sí, es cierto. No pueden acatar las órdenes de los ingleses, pero como tampoco quieren creer en la antigua religión, deben tener su propia iglesia –María soltó un suspiro, y dio unas palmaditas en la cama para indicarle que se sentara. Cuando Gwenyth obedeció, la abrazó con fuerza y le dijo–: ¿Te has dado cuenta del frío que hace aquí?

–La chimenea está encendida.

–Sí, la habitación no tardará en caldearse. Pero este lugar es bastante extraño. En Francia, mientras mi marido aún vivía, ser reina hacía que me sintiera maravillosamente segura, pero aquí... es como si estuvieran valorando mi valía.

–No olvides que lord Jacobo ha tenido el poder desde la muerte de tu madre. Las cosas han cambiado conforme ha ido pasando el tiempo, pero ahora, tanto los lores como los clérigos se han unido para darte la bienvenida. No lo olvides. Todo va a ser maravilloso.

–¿De verdad lo crees? –María se levantó, y cuando se acercó a la chimenea para calentarse las manos, por un momento pareció trágicamente frágil–. Ojalá... –de repente, irguió la espalda y se volvió de nuevo hacia Gwenyth–. Acabo de llegar, aún estamos vestidas con los grises y los negros del duelo, pero... ¿sabes en lo que estaban pensando todos esos nobles que nos han dado la bienvenida y nos han conducido hasta aquí?

–¿En qué?

–En mi siguiente matrimonio.

–Mi reina...

–Amigas, aquí somos amigas.

–María, lamento tener que decirte esto porque sé cuánto has sufrido por la muerte de tu marido, pero desde el momento en que falleció el rey de Francia, los nobles y los monarcas de todo el mundo empezaron a hablar de tu siguiente matrimonio. Eres una reina, y tus alianzas personales y políticas pueden cambiar el curso de la historia. Es una realidad difícil de afrontar cuando se sufre, pero así es el mundo.

–Soy un peón –dijo María con suavidad.

–Eres una reina.

María empezó a pasearse de un lado a otro, y le dijo:

–Tienes razón. Apenas tuve tiempo de enterrar a mi marido con los honores debidos antes de darme cuenta de que mi futuro debía decidirse. Hoy, cuando hemos pisado la orilla, me he preguntado si estaba cometiendo un grave error. Recibí ofertas de casas reales católicas, pero me temo que no hay ningún paso claramente correcto. Si concertara un matrimonio con alguna de esas casas, Escocia se pondría en mi contra, pero hoy me ha quedado clara la opinión de los nobles que han ido a recibirme. Quieren que elija a uno de ellos como consorte, a un hombre que honre a Escocia y que tenga sangre puramente escocesa para compensar el hecho de que yo me haya criado en Francia, que para ellos es una desventaja. Gwen, ¿qué es lo que les pasa? ¿Cómo puedo darle la espalda a lo que me han inculcado durante toda mi vida, a lo que he leído, al Dios que conozco?

–Nadie te pide que lo hagas.

María negó con la cabeza, y Gwenyth tuvo que admitir para sus adentros que, por desgracia, lo más probable era que la soberana tuviera razón.

–Lo esperan todo de mí, pero no soy una reina inconstante y pienso venerar a Dios como yo crea que debo hacerlo. Pero... –la reina se volvió, y agachó ligeramente la cabeza.

–¿Pero qué? –Gwenyth esbozó una sonrisa, porque creía haber visto algo en el rostro de María.

–Bueno... –tras inhalar hondo, la reina admitió–: A pesar de lo mucho que le quise, mi difunto marido... nunca estuvo bien.

–No hubo romanticismo –susurró Gwenyth.

María se volvió de golpe, y fue apresuradamente hacia la cama.

–¿Acaso soy una persona horrible?, conozco a alguien que... bueno, acababa de enviudar cuando lo vi por primera vez; de hecho, es un primo lejano mío –le lanzó una mirada pícara, y añadió–: Es muy atractivo.

–¿De quién se trata?

–De Enrique Estuardo, lord Darnley.

–Ah.

Gwenyth apartó la mirada. María se merecía algo de felicidad, porque se había pasado la vida haciendo lo que se esperaba de ella y cumpliendo con su deber. El entusiasmo que irradiaba su voz era de lo más gratificante.

Enrique Estuardo era, al igual que la misma María, uno de los nietos de Margarita Tudor, la hermana del rey Enrique VIII de Inglaterra. Gwenyth no lo conocía demasiado, pero había oído hablar de él. En ese momento estaba viviendo en Inglaterra en calidad de supuesto «invitado» de la reina Isabel, ya que el padre de Enrique era escocés y se había opuesto a aquella soberana; sin embargo, como su madre pertenecía a la nobleza inglesa, su estancia obligada no podía considerarse una encarcelación.

Gwenyth lo había conocido al mismo tiempo que la reina, cuando había ido a ofrecer sus condolencias por la muerte del rey Francisco, y le había parecido un hombre apuesto y encantador. Sin embargo, sabía que otros nobles, sobre todo los escoceses, no le tenían ninguna simpatía, porque era dado al juego, a la bebida, y al libertinaje. Tenía sangre de los Estuardo pero también inglesa, aunque lo último también podía decirse de la mayoría de la nobleza escocesa.

De repente, sintió una profunda inquietud, aunque por fortuna la reina no se dio cuenta de que no aprobaba al hombre que la atraía.

–¡No me mires así! ¿Por qué no puedo aprovechar el hecho de que he encontrado a un hombre que es aceptable para muchos además de atractivo? No te preocupes, no he perdido la razón. Estoy de luto y quise a Francisco de corazón a pesar de todo, aunque lo cierto es que no era un amor apasionado, sino más bien una profunda y tierna amistad. No tomaré decisiones precipitadas, tendré cuidado y prestaré atención a mis consejeros. Aún estoy considerando entrar en negociaciones con don Carlos, de España, o con otros príncipes extranjeros. Mi mayor fuerza reside en poder decidir por quién voy a decantarme, y no voy a olvidarme de que para mí el matrimonio no es una cuestión de amor, sino de alianzas políticas.

–María, sé que harás lo correcto, pero también tienes derecho a soñar con tu propia felicidad.

Aquella reina alta y elegante, ataviada con una suntuosa toga ribeteada en piel, la miró con sus ojos oscuros y susurró:

–Estoy asustada. Me da miedo no poder conseguir que mi gente sea feliz, por mucho que me esfuerce en hacer lo correcto.

–No digas eso, te han dado un maravilloso recibimiento y vas a ser una reina fantástica. Ya lo eres.

–Es que... este sitio es tan diferente...

–Estás con tus súbditos, y te quieren.

–Son tan... –María se detuvo por un instante, y finalmente sonrió–. Tan escoceses.

–Es cierto que esto no es Francia, pero estamos en un país maravilloso lleno de gente excepcional. ¿A quién acuden los extranjeros cuando necesitan asistencia militar? Ofrecen suculentas recompensas para que los escoceses luchen a su lado, porque somos indómitos, fuertes y leales.

–Pero lo que yo ansío es la paz.

–Por supuesto, pero a menudo se obtiene mediante el uso de la fuerza.

–En Escocia, no.

–Eso no es cierto en todos los casos, María. Recuerda el pasado. Somos un país gracias a la determinación y al valor de hombres como William Wallace y Robert de Bruce, tu propio ancestro. También hay escoceses que se dedican a la poesía y a la ciencia, que van a escuelas extranjeras y tienen amplitud de miras. Sólo tienes que querer a los escoceses para que ellos te quieran a ti.