La desaparición de los rituales - Byung-Chul Han - E-Book

La desaparición de los rituales E-Book

Byung-Chul Han

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Los rituales, como acciones simbólicas, crean una comunidad sin comunicación, pues se asientan como significantes que, sin transmitir nada, permiten que una colectividad reconozca en ellos sus señas de identidad. Sin embargo, lo que predomina hoy es una comunicación sin comunidad, pues se ha producido una pérdida de los rituales sociales. En el mundo contemporáneo, donde la fluidez de la comunicación es un imperativo, los ritos se perciben como una obsolescencia y un estorbo prescindible. Byung-Chul Han se pregunta: ¿por qué las formas simbólicas cohesionan la sociedad y qué nos depara esta cuando deja de cultivarlas? Para Han, su progresiva desaparición acarrea el desgaste de la comunidad y la desorientación del individuo. En este libro, los rituales constituyen un fondo de contraste que sirve para perfilar los contornos de nuestras sociedades. Se esboza, así, una genealogía de su desaparición mientras se da cuenta de las patologías del presente y, sobre todo, de la erosión que ello comporta. Este nuevo ensayo de Byung-Chul reflexiona sobre estilos de vida alternativos que serían capaces de liberar la sociedad de su narcisismo colectivo.

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Byung-Chul Han

La desapariciónde los rituales

Una topología del presente

Traducción deAlberto Ciria

Herder

Título original: Vom Verschwinden der Rituale. Eine Topologie der Gegenwart

Traducción: Alberto Ciria

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2019, Byung-Chul Han

© 2020, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-4401-2

1.ª edición digital, 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

PREFACIO

PRESIÓN PARA PRODUCIR

PRESIÓN PARA SER AUTÉNTICO

RITOS DE CIERRE

FIESTA Y RELIGIÓN

JUEGO A VIDA O MUERTE

FINAL DE LA HISTORIA

IMPERIO DE LOS SIGNOS

DEL DUELO A LA GUERRA DE DRONES

DEL MITO AL DATAÍSMO

DE LA SEDUCCIÓN A LA PORNOGRAFÍA

BIBLIOGRAFÍA

PREFACIO

En este ensayo los rituales no definen un lugar añorado. Más bien constituyen un fondo de contraste que servirá para trazar más nítidamente los contornos de nuestra sociedad. Se esbozará sin nostalgia una genealogía de su desaparición. Pero esa genealogía no se interpretará como la historia de una emancipación. A lo largo de ella se irán perfilando las patologías del presente, y sobre todo la erosión de la comunidad. Al mismo tiempo se reflexionará sobre otros estilos de vida que serían capaces de liberar a la sociedad de su narcisismo colectivo.

PRESIÓN PARA PRODUCIR

Los ritos son acciones simbólicas. Transmiten y representan aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionada una comunidad. Generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que predomina hoy es una comunicación sin comunidad. De los rituales es constitutiva la percepción simbólica. El símbolo, palabra que viene del griego symbolon, significaba originalmente un signo de reconocimiento o una «contraseña» entre gente hospitalaria (tessera hospitalis). Uno de los huéspedes rompe una tablilla de arcilla, se queda con una mitad y entrega la otra mitad al otro en señal de hospitalidad. De este modo, el símbolo sirve para reconocerse. Esta es una forma peculiar de repetición:

Re‐conocer no es: volver a ver una cosa. Una serie de encuentros no son un re‐conocimiento, sino que re-conocer significa: reconocer algo como lo que ya se conoce. Lo que constituye propiamente el proceso de «instalación en un hogar» —utilizo aquí una expresión de Hegel— es que todo re‐conocimiento se ha desprendido de la contingencia de la primera presentación y se ha elevado al ideal. Esto lo sabemos todos. En el re‐conocimiento ocurre siempre que se conoce más propiamente de lo que fue posible en el momentáneo desconcierto del primer encuentro. El re‐conocer capta la permanencia en lo fugitivo.1

Al ser una forma de reconocimiento, la percepción simbólica percibe lo duradero. De este modo el mundo es liberado de su contingencia y se le otorga una permanencia. El mundo sufre hoy una fuerte carestía de lo simbólico. Los datos y las informaciones carecen de toda fuerza simbólica, y por eso no permiten ningún reconocimiento. En el vacío simbólico se pierden aquellas imágenes y metáforas generadoras de sentido y fundadoras de comunidad que dan estabilidad a la vida. Disminuye la experiencia de la duración. Y aumenta radicalmente la contingencia.

Los rituales se pueden definir como técnicas simbólicas de instalación en un hogar. Transforman el «estar en el mundo» en un «estar en casa». Hacen del mundo un lugar fiable. Son en el tiempo lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo. Es más, hacen que se pueda celebrar el tiempo igual que se festeja la instalación en una casa. Ordenan el tiempo, lo acondicionan. En su novela Ciudadela, Antoine de Saint-Exupéry describe los rituales como técnicas temporales de instalación en un hogar:

Y los ritos son en el tiempo lo que la morada es en el espacio. Pues bueno es que el tiempo que transcurre no nos dé la sensación de gastarnos y perdernos, como al puñado de arena, sino de realizarnos. Bueno es que el tiempo sea una construcción. Así voy de fiesta en fiesta, y de aniversario en aniversario, de vendimia en vendimia, como cuando iba de niño de la sala del consejo a la sala del reposo en la anchura del palacio de mi padre, donde todos los pasos tenían un sentido.2

Al tiempo le falta hoy un armazón firme. No es una casa, sino un flujo inconsistente. Se desintegra en la mera sucesión de un presente puntual. Se precipita sin interrupción. Nada le ofrece asidero. El tiempo que se precipita sin interrupción no es habitable.

Los rituales dan estabilidad a la vida. Parafraseando las palabras de Antoine de Saint-Exupéry, se puede decir que los rituales son en la vida lo que en el espacio son las cosas. Para Hannah Arendt es la durabilidad de las cosas lo que las hace «independientes de la existencia del hombre». Las cosas tienen «la misión de estabilizar la vida humana». Su objetividad consiste en que

brindan a la desgarradora mutación de la vida natural […] una mismidad humana, una identidad estabilizante que se deduce de que día a día, mientras el hombre va cambiando, tiene delante con inalterada familiaridad la misma silla y la misma mesa.3

Las cosas son polos estáticos estabilizadores de la vida. Esa misma función cumplen los rituales. Estabilizan la vida gracias a su mismidad, a su repetición. Hacen que la vida sea duradera. La actual presión para producir priva a las cosas de su durabilidad. Destruye intencionadamente la duración para producir más y para obligar a consumir más. Demorarse en algo, sin embargo, presupone cosas que duran. No es posible demorarse en algo si nos limitamos a gastar y a consumir las cosas. Y esa misma presión para producir desestabiliza la vida eliminando lo duradero que hay en ella. De este modo destruye la durabilidad de la vida, por mucho que la vida se prolongue.

El smartphone no es una cosa en la acepción que Hannah Arendt da al término. Carece justamente de esa mismidad que da estabilidad a la vida. Y tampoco es especialmente duradero. Se distingue de cosas tales como una mesa, que yo tengo ante mí en su mismidad. Sus contenidos mediáticos, que acaparan continuamente nuestra atención, son cualquier cosa menos idénticos a sí mismos. Su trepidante alternancia no permite demorarse en ellos. El desasosiego inherente al aparato lo convierte en un trasto. Además nos hace adictos y nos obliga a echar mano de él, mientras que de una cosa no deberíamos sentir que nos mete presión.

Son las formas rituales las que, como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre personas, sino también un pulcro y respetuoso manejo de las cosas. En el marco ritual las cosas no se consumen ni se gastan, sino que se usan. Por eso pueden llegar a hacerse antiguas. Por el contrario, bajo la presión para producir nosotros nos comportamos con las cosas, es más, con el mundo, consumiendo en lugar de usando. En contrapartida, ellas nos desgastan. Un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida. Las prácticas rituales se encargan de que tengamos un trato pulcro y sintonicemos bien no solo con las otras personas, sino también con las cosas:

Con ayuda de la misa los sacerdotes aprenden a manejar pulcramente las cosas: sostener con cuidado el cáliz y la hostia, limpiar pausadamente los recipientes, pasar las hojas del libro. Y el resultado del manejo pulcro de las cosas es una jovialidad que da alas al corazón.4

Hoy consumimos no solo las cosas, sino también las emociones de las que ellas se revisten. No se puede consumir indefinidamente las cosas, pero sí las emociones. Así es como nos abren un nuevo e infinito campo de consumo. Revestir de emociones la mercancía y —lo que guarda relación con ello— su estetización están sometidos a la presión para producir. Su función es incrementar el consumo y la producción. Así es como lo económico coloniza lo estético.

Las emociones son más efímeras que las cosas. Por eso no dan estabilidad a la vida. Además, cuando se consumen emociones uno no está referido a las cosas, sino a sí mismo. Se busca la autenticidad emocional. Así es como el consumo de la emoción intensifica la referencia narcisista a sí mismo. A causa de ello cada vez se pierde más la referencia al mundo, que las cosas tendrían que proporcionar.

También los valores sirven hoy como objeto del consumo individual. Se convierten en mercancías. Valores como la justicia, la humanidad o la sostenibilidad son desguazados económicamente para aprovecharlos: «Salvar el mundo bebiendo té», dice el eslogan de una empresa de comercio justo. Cambiar el mundo consumiendo: eso sería el final de la revolución. También los zapatos o la ropa deberían ser veganos. A este paso pronto habrá smartphones veganos. El neoliberalismo explota la moral de muchas maneras. Los valores morales se consumen como signos de distinción. Son apuntados a la cuenta del ego, lo cual hace que aumente la autovaloración. Incrementan la autoestima narcisista. A través de los valores uno no entra en relación con la comunidad, sino que solo se refiere a su propio ego.

Con el símbolo, la tessera hospitalis, los hospitalarios sellan su alianza. La palabra symbolon pertenece al mismo campo semántico que «relación», «totalidad» y «salvación». Según el mito que Aristófanes relata en el diálogo platónico El banquete, el hombre era originalmente un ser esférico con dos rostros y cuatro piernas. Como era demasiado arrogante, Zeus lo partió en dos mitades para debilitarlo. Desde entonces el hombre es un symbolon que añora su otra mitad, una totalidad que lo sane y lo salve. «Juntar» se dice en griego symbállein. Los rituales son también una praxis simbólica, una praxis de symbállein, en la medida en que juntan a los hombres y engendran una alianza, una totalidad, una comunidad.

Lo simbólico como un medio en el que se genera y por el que se transmite la comunidad está hoy, con todo claridad, desapareciendo. La pérdida de lo simbólico y la pérdida de lo ritual se fomentan mutuamente. La antropóloga sociocultural Mary Douglas constata con asombro:

Uno de los problemas más serios de nuestro tiempo es la mengua de esa compenetración que crean los símbolos comunes. […] Si solo se tratara de que la sociedad se fragmenta en pequeños grupos, cada uno de los cuales desarrolla sus propias formas de compenetración simbólica, eso no sería un proceso especialmente difícil de comprender. Muchísimo menos comprensibles son la aversión y la repugnancia generalizadas hacia el ritual en general. «Ritual» se ha convertido en una palabra escandalosa, en expresión de un conformismo vacío. Somos testigos de una revolución general contra todo tipo de formalismo, es más, contra la «forma» en general.5

La desaparición de los símbolos remite a la progresiva atomización de la sociedad. Al mismo tiempo la sociedad se vuelve narcisista. El proceso narcisista de interiorización desarrolla una animadversión hacia la forma. Las formas objetivas se rechazan a favor de los estados subjetivos. Los rituales son inasequibles a la interioridad narcisista. La libido del yo no puede acoplarse con ellos. Quien se entrega a los rituales tiene que olvidarse de sí mismo. Los rituales generan una distancia hacia sí mismo, hacen que uno se trascienda a sí mismo. Vacían de psicología y de interioridad a sus actores.

Hoy la percepción simbólica desaparece cada vez más a favor de la percepción serial, que no es capaz de experimentar la duración. La percepción serial como captación sucesiva de lo nuevo no se demora en ello. Más bien se apresura de una información a la siguiente, de una vivencia a la siguiente, de una sensación a la siguiente, sin finalizar jamás nada. Las series gustan tanto hoy porque responden al hábito de la percepción serial. En el nivel del consumo mediático la percepción visual conduce al binge watching, el atracón de televisión o el visionado bulímico. La percepción serial es extensiva, mientras que la percepción simbólica es intensiva. A causa de su carácter extensivo la percepción serial presta una atención plana. Hoy la intensidad deja paso en todas partes a la extensión. La comunicación digital es una comunicación extensiva. En lugar de crear relaciones se limita a establecer conexiones.

El régimen neoliberal fuerza a percibir de forma serial e intensifica el hábito serial. Elimina intencionadamente la duración para obligar a consumir más. El constante update o actualización, que entre tanto abarca todos los ámbitos vitales, no permite ninguna duración ni ninguna finalización. La permanente presión para producir conduce a una pérdida del hogar. A causa de ello la vida se vuelve más contingente, más fugaz y más inconstante. Pero morar necesita duración.

El trastorno por déficit de atención resulta de una intensificación patológica de la percepción serial. La percepción nunca descansa. Olvida cómo demorarse en las cosas. La atención profunda como técnica cultural se educa justamente mediante prácticas rituales y religiosas. No es casualidad que la palabra «religión» proceda de relegere, fijar la atención. Toda praxis religiosa es un ejercicio de atención. El templo es un lugar de profunda atención. Según Malebranche, la atención es la oración natural del alma. Hoy el alma no reza: se da tono incesantemente.

Muchas formas de repetición, como por ejemplo aprender de memoria, han dejado hoy de fomentarse con el argumento de que reprimen la creatividad, la innovación, etc. Aprender de memoria se dice en francés apprendre par cœur. Al parecer solo las repeticiones llegan hasta el corazón. No hace mucho, en vista de que cada vez hay más casos de trastorno por déficit de atención, se propuso introducir el «estudio de los ritos» como nueva asignatura escolar, para volver a ejercitar a los alumnos en las repeticiones rituales como técnica cultural.6 Las repeticiones hacen que la atención se estabilice y se haga más profunda.

La repetición es el rasgo esencial de los rituales. Se distingue de la rutina por su capacidad de generar intensidad. ¿De dónde viene la intensidad, por la que se caracteriza la repetición y que impide que algo se acabe convirtiendo en rutina? Según Kierkegaard, la repetición y el recuerdo representan el mismo movimiento, pero en sentido opuesto. Lo que se recuerda es pasado, «se repite en sentido retroactivo», mientras que la auténtica repetición «recuerda hacia delante».7 La repetición como reconocimiento es por tanto una forma de cierre. Pasado y futuro se fusionan en un presente vivo. En cuanto forma de cierre, la repetición genera duración e intensidad. Se encarga de que el tiempo se demore.

Kierkegaard opone la repetición tanto a la esperanza como al recuerdo:

La esperanza es un vestido nuevo, flamante, sin ningún pliegue ni arruga, pero del que no puedes saber, ya que no te lo has puesto nunca, si te sienta bien. El recuerdo es un vestido desechado que, por muy bello que sea o te parezca, no te puede sentar bien, pues ya no corresponde a tu estatura. La repetición es un vestido indestructible que se acomoda perfecta y delicadamente a tu talle, sin presionarte lo más mínimo y sin que, por otra parte, parezca que llevas encima como un saco.8

Como dice Kierkegaard, «solamente se cansa uno de lo nuevo, pero no de las cosas antiguas». Lo antiguo es «el pan de cada día, que sacia de bendición». Nos hace dichosos: «Claro que para ser verdaderamente feliz en este último caso, es necesario no dejarse engañar con la idea fantástica de que la repetición tiene que ofrecer a uno algo nuevo, porque entonces le causará hastío».9

El pan de cada día no excita. Las excitaciones se pasan enseguida. La repetición descubre una intensidad en lo no excitante, en lo discreto, en lo insípido. Por el contrario, quien siempre espera lo nuevo, lo estimulante, pasa por alto lo que ya existe. El sentido, es decir, el camino, es repetible. Uno no se hastía del camino:

Solo puedo repetir aquello que no tiene el menor carácter de acontecimiento, aunque al mismo tiempo algo me ha dado una alegría al entrarme por el rabillo del ojo (la luz del día o el crepúsculo). Incluso una puesta de sol es un acontecimiento y, por tal, irrepetible. Es más, yo no puedo repetir ni siquiera una determinada luz, o un crepúsculo, sino solo un camino