La distracción perfecta - Javier Herce - E-Book
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La distracción perfecta E-Book

Javier Herce

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Beschreibung

Fue en busca de un verano aburrido y encontró lo que menos esperaba. Carlos ha suspendido y no puede presentarse a la selectividad. Como castigo, sus padres lo envían a pasar el verano con su abuela al pueblo, donde hace años que no va y donde podrá estudiar sin distracciones. Nada más lejos de la realidad, porque al llegar encuentra su perfecta distracción: Gonzalo. Carlos lo descubre por accidente bañándose desnudo en el río y el reencuentro entre los dos, después de años sin verse, se convierte en romance. Pero Gonzalo no ha sido sincero, y Carlos tiene que luchar contra su propio corazón y descubrir si los sentimientos de Gonzalo son auténticos… o no. Tiene que darse prisa, ya que el verano es corto y a su fin tiene que volver a Madrid.

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Seitenzahl: 217

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Javier Herce

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La distracción perfecta, n.º 13 - mayo 2022

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Elit y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta Javier Herce.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-759-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Mientras Carlos volvía a casa en metro, en vez de leer un libro como de costumbre, miraba una y otra vez un papel que sujetaba en las manos, con tanta preocupación que se pasó de parada y tuvo que cambiar de andén para llegar hasta su destino. Lo que contenía ese papel eran sus notas de fin de curso. Había ido al instituto y le confirmaron lo que sospechaba: eran un desastre. ¿Cómo le iba a contar a sus padres que no podía presentarse a la selectividad? Ellos estaban convencidos de que se había esforzado para poder elegir una buena universidad, pero Carlos sabía muy bien que no había sido así. Con esas calificaciones, lo primero que tenía que hacer era recuperar el curso. ¿Qué iba a hacer ahora?

Saliendo del metro se imaginaba la cara de decepción de sus padres al enterarse de la noticia. Estaba a tiempo de no subir a casa, de huir para no enfrentarse a la realidad, pero sabía que eso habría sido una estupidez. A pesar de contar con dieciocho años recién cumplidos, tenía la mentalidad suficiente como para saber que debía ser valiente y aceptar las consecuencias de haberse pasado el año pensando solo en los fines de semana. Bueno, la primera parte del curso sí que estudió y sacó buenas notas, pero en el último trimestre la cosa cambió por completo. ¿La culpa? Como no podía ser de otra forma, la tenía un chico. Bueno, en realidad ese chico no era el culpable, sino él mismo por haberse enamorado de alguien que no le hacía demasiado caso y al que solo podía ver los sábados.

No consiguió hacer que aquel chico se fijara en él, por mucho que siempre saliera donde sabía que iba, intentando estar guapo para que lo viera, pero nada. Nunca hablaron y todo el esfuerzo inútil había echado a perder su selectividad, su futuro, su vida… Sus amigos le habían advertido que no tenía nada que hacer, que aquel muchacho, cinco años mayor, jamás se fijaría en él. Carlos era un joven guapo y atractivo, pero aquel otro chico estaba en otro nivel, como los deportistas populares de las películas de instituto americanas que solía ver. ¿Qué culpa tenía de haberse enamorado por primera vez en su vida de la persona equivocada? Carlos había tenido novio un par de veces, algo sin importancia y que no había durado demasiado. Esto era distinto. Era amor.

Ya poco importaba. Cuando empezaba a hacerse a la idea de que jamás estarían juntos, llegaba el resultado de esa obsesión y tenía que afrontarlo sin saber muy bien cómo. Estaba claro que a sus padres no podía ocultarles algo así. Lo estaban esperando para ver esas notas y empezar a hacer planes para elegir universidad antes de presentarse a la selectividad y decidir el resto de su vida. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo importante que era haberse esforzado. Había tenido la cabeza en el sitio equivocado y no supo centrarse en lo que era importante. Ojalá pudiera arreglarlo… Bueno, tenía una oportunidad, en septiembre, pero para eso debía esforzarse muchísimo durante el verano y perder una época del año en la que podía disfrutar, pero se había ganado ese castigo.

No era algo imposible y sabía que podía hacerlo, pero se sentía el chico más estúpido del mundo por haber permitido que ocurriera aquello y, sobre todo, se avergonzaba de sí mismo.

A medida que entraba en el portal y esperaba al ascensor, esa sensación de agobio empezó a crecer hasta el punto de casi no dejarlo respirar. Le daba verdadero pánico contárselo a sus padres. Ellos esperaban muchísimo más y se iban a defraudar incluso más que él mismo. Peor fue al introducir la llave en la cerradura de la puerta principal de su casa. La cara del chico por el que había perdido la cabeza se dibujó en su cabeza y estuvo a punto de darle un puñetazo a la puerta, justo donde lo había visto. Él tenía la culpa de todo. Aunque no hubiera hecho nada, lo responsabilizaba de su fracaso. Sus padres estarían dentro esperándolo para saber los resultados de su curso y seguro que habían preparado una buena comida para celebrar el éxito de su hijo. Qué sorpresa se iban a llevar.

Los encontró en la cocina sin disimular su impaciencia al oírlo entrar. Estaban sentados a la mesa, con los platos puestos y la comida caliente en el horno. Cordero asado, una de las comidas preferidas de Carlos y que había olido nada más abrir la puerta del piso, sintiéndose culpable por ir a comer algo que no se merecía.

Nada más verlo, y a modo de saludo, su padre extendió una mano como pidiéndole en silencio que le diera las notas, con ese aire de padre orgulloso que le hizo sentir aún más culpable. Carlos, temblando, se las dio y esperó que la cara del hombre cambiara por completo al leerlas, como así fue.

—¿Qué ocurre? —preguntó la madre al ver la reacción de su marido.

Sin decir nada, le tendió el papel y la mujer, al leerlo, miró a Carlos sin entenderlo.

—Sé que no son buenas —dijo el chico, mirando hacia el suelo.

—¿Qué no son buenas? —añadió el padre, saliendo de su asombro—. Es difícil que pudieran ser peores. ¿Qué te ha pasado?

Carlos, a punto de romper a llorar, se sentó a la mesa frente a ellos, dejando su mochila en el suelo.

—Puede que no haya estado del todo centrado en los últimos meses —reconoció.

—Eso está claro —añadió la madre—, pero ¿por qué?

Como respuesta, Carlos se encogió de hombros. Si reconocía el verdadero motivo, estaba convencido de que defraudaría aún más a sus padres, así que prefirió no decir nada.

—Con estas notas —intervino el padre—, no puedes optar a la selectividad y te puedes quedar sin entrar en ninguna universidad.

—Lo sé —admitió Carlos con una lágrima en la mejilla.

—¿Y ahora qué? —quiso saber la madre, cruzándose de brazos.

Carlos los miró por primera vez a la cara intentando buscar algo de compasión, aun sabiendo que no lo merecía.

—Puedo recuperarlas en septiembre —propuso.

—¿Vas a hacer durante el verano todo lo que no has hecho en el curso? —preguntó el hombre, dejando el papel sobre la mesa.

—Sí —contestó Carlos, convencido—. Lo voy a hacer.

—Es mucho trabajo para poco más de dos meses —recordó la mujer.

—Puedo hacerlo —insistió Carlos—. Si estudio todos los días y no salgo los fines de semana, lo recuperaré todo.

—Claro que lo vas a recuperar —dijo el padre poniéndose en pie, muy decidido—. De eso que no te quepa duda. Y también ten claro que no vas a salir, porque te vas al pueblo.

—¿Cómo? —preguntó Carlos, confundido.

—Esa va a ser la única forma de que te centres en estudiar y nada más que en eso. Voy a llamar a tu abuela y mañana mismo te vas para allí solo con ropa y libros de estudio. Sin móvil. No volverás hasta los exámenes. No hace falta que me digas que estas notas son el resultado de una cabeza que solo piensa en el fin de semana. No creas que somos tontos. No verás a tus amigos hasta que hayas aprobado y esa es mi última palabra.

El hombre salió de la cocina dejando a Carlos y a su madre mirándose sin saber qué decir.

La abuela seguía viviendo en la misma casa de toda la vida en un pequeño pueblo de la sierra riojana de muy pocos habitantes, casi todos ya jubilados. Sí que era verdad que en verano se llenaba de gente joven que iban a pasar allí las vacaciones con sus abuelos, aprovechando que no había clase, pero, aun así, no le apetecía nada ir allí durante dos meses en los que se iba a aburrir, por mucho que el cometido fuera el de estudiar. Tampoco iba a estar las veinticuatro horas del día con los libros. En los últimos cinco años no había ido y, al no tener ningún contacto con los chicos de allí, podía decirse que ya no conocía a nadie. Además, en ese tiempo había salido del armario y eso había hecho que cambiara mucho. No sabía si ya se sentiría a gusto con los que eran sus amigos, o si lo aceptarían. El caso es que lo último que le apetecía en este mundo era pasar allí un verano aburrido, pero su padre se había impuesto y sabía que no podía hacer nada para librarse.

Era un castigo y se lo merecía. De todas formas, podría haber sido mucho peor. Pagar su error con el aburrimiento tampoco era tan grave. Bien pensado, era una buena idea. Si no tenía otra cosa que hacer más que aburrirse, podía asegurarse sacar buenas notas en las recuperaciones.

Solo un día para irse era demasiado poco tiempo para hacerse a la idea, pero tampoco tenía que hacer demasiado equipaje, si su padre le había dejado claro que lo único que se podía llevar era ropa y libros. Nada de juegos, Internet, móvil, ni distracciones fuera de las asignaturas, aunque sí necesitaba el portátil para estudiar.

Le costó poco hacer la maleta y, mientras la llenaba, volvió a pensar en ese chico por el que había perdido el curso. Cuanto más lo hacía, más estúpido se sentía. Su futuro dependía de las notas que sacase ese año y podía echarlo todo al traste.

—¿Cómo estás? —preguntó la madre entrando en la habitación mientras Carlos cerraba la maleta.

El chico se sentó sobre la cama.

—Bueno —contestó.

—La idea de tu padre no es tan descabellada.

—Lo sé —admitió Carlos—. Es que no sé cómo he podido hacerlo tan mal.

—Tú ahora lo que tienes que hacer es pensar en arreglarlo. Por lo menos tienes una oportunidad para recuperarlo.

Carlos miró a su madre y sonrió. Esa mujer siempre le transmitía paz y era la calma que compensaba el temperamento de su padre. Tenía suerte de contar con los dos, que además lo habían aceptado desde el día que les dijo que era gay. Tenía amigos que al contarlo en casa les había traído problemas, pero en su caso estaba agradecido. Por eso acataba el castigo sin rechistar. Sabía que su padre solo pensaba en lo mejor para él, no en el mero hecho de castigarlo.

—Os lo compensaré —prometió el chico.

—Lo sé, Carlos —asintió ella saliendo de la habitación.

El chico se quedó allí sentado, en silencio, mirando al vacío e intentando no llorar. Por mucho que supiera que aquello no era tan malo, no podía evitar sentirse mal por esa situación que él mismo había provocado.

Se dejó caer sobre la cama con los brazos en cruz. Iba a ser una noche muy larga. ¿Quién podía dormir después de ver la cara de decepción de sus padres y de saber que iba a vivir el verano más aburrido de toda su vida? Por más que lo pensaba, no lograba encontrarle el lado bueno. Él sabía que también podría estudiar en Madrid sin tener que estar incomunicado del mundo y de las redes. Aquel era su castigo y no tenía opción ni opinión. Lo único que podía hacer era resignarse y dejar que pasara el tiempo. Un tiempo que iba a ser muy muy lento.

 

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Cuando Carlos sacó su equipaje del maletero del autobús y vio cómo este se alejaba por la carretera entre las montañas de la sierra riojana, pudo dar por inaugurado su castigo. Además, se dio cuenta de que había sido el único pasajero en bajarse allí. Era normal. ¿Quién quería detenerse en mitad de la nada? Si no llega a ser por esa carretera, cualquiera habría dicho que aquella parte del mundo no había sido pisada jamás por el pie del hombre. Un halo de tristeza lo cubrió al darse la vuelta y ver el pueblo extendiéndose ladera abajo. Era tan pequeño, que en Madrid ni siquiera se habría considerado un barrio. Poco más que una comunidad de vecinos.

Si hubiera ido con otra mentalidad, otro entusiasmo, habría jurado que aquello era paradisíaco. Rodeado de árboles y montes verdes, el pueblo compuesto de casas de piedra de una o dos plantas resultaba casi una obra de arte, pero pensar en los dos meses que le quedaban por pasar allí, hacía que lo viera todo con otra perspectiva.

Habían transcurrido cinco años desde la última vez que estuvo allí y lo recordaba de una forma muy diferente, aunque, claro, con los ojos de un niño de trece años todo se ve de otra forma. Ahora, con dieciocho, ya era todo un hombre, o así se creía, y veía las cosas con más realismo.

Tiempo atrás había pasado allí momentos muy divertidos y siempre deseaba volver, pero todo eso quedaba para el recuerdo y el verano que lo esperaba allí esta vez, años después, sería muy diferente. Quién le habría dicho, la última vez que fue al pueblo, que tardaría tanto en volver…

Su abuela no había ido. Supuso que habría pensado que ya era mayor para que tuvieran que ir a buscarlo, como cuando iba al colegio. Mejor así. Prefería adentrarse en el pueblo él solo, para ir a su ritmo y ver si al sentir sus calles otra vez podía atraer algo de añoranza y así tener ganas de pasar allí ese verano… Cosa que no ocurrió.

Al comenzar a andar y ver que no se cruzaba con nadie, que todo era silencio, se deprimió más aún. Puede que ni siquiera hubiera gente de su edad. Normal. ¿A quién se le ocurriría pasar allí el verano una vez que ya no tenía trece años? A nadie. Solo a los que habían castigado por idiotas.

Una vez más, se culpó por haber llegado a esa situación. En ese momento podía estar en Madrid pensando solo en lo bien que se lo iba a pasar hasta que empezara la universidad y abriera una nueva etapa en su vida. Tenía que pagar por su error y las calles del pueblo se lo recordaban a cada paso.

Mirando esas casas le llamó la atención lo poco que había cambiado todo desde la última vez que había estado allí. Era como si el tiempo se hubiera detenido y en ese sitio los años no pasaran. Eso le hizo sentir un poco de nostalgia y pudo olvidar por un momento el motivo que lo había llevado hasta el pueblo. Incluso sonrió un poco recordando todo lo que había vivido en aquel lugar. Había disfrutado mucho en ese pueblo, pero, claro, siendo un niño. No sabía si ahora podría disfrutar de la misma forma. Tenía todo el verano para comprobarlo.

Aún era muy pronto para que el pueblo estuviera lleno de gente veraneando. A finales de junio no solía ir nadie fuera de los fines de semana, por lo que las calles estaban desiertas, como si fuera pleno invierno, pero con el sol calentando. Se le iba a hacer eterno hasta mediados de julio, que era cuando ese lugar se empezaba a llenar y a tener algo de vida. Hasta entonces, solo vería a los poquísimos habitantes que vivían allí, casi todos de más de cincuenta años, por lo que podía ser muy muy largo.

Sí, tenía que estudiar, había ido a ello, pero no iba a estar haciéndolo las veinticuatro horas del día y, sin Internet, poco podía hacer en su tiempo libre. El castigo podía ser incluso peor de lo que había imaginado en un principio.

La maleta en la que llevaba todo lo que iba a necesitar para pasar los siguientes dos meses pesaba como si fuera una penitencia. Al menos no hacía tanto calor como en Madrid. Era todo un alivio sentir el clima de la sierra, tan suave en esa época del año, que puede que fuese a ser la única cosa buena que le esperase por delante.

Se cruzó con un par de personas mayores que lo miraron como si lo conocieran de algo, aunque no supieran de qué. Incluso se pararon a su lado, pero él hizo como si no los hubiera visto para no tener que responder a la típica pregunta: «¿Tú de quién eres?». Le daba tanta pereza que aceleró el paso mirando hacia el suelo. Tenían tiempo de averiguarlo. De momento lo único que quería era que lo dejaran en paz. Estaba tan enfadado por aquel castigo que la emoción que podía haberlo envuelto al volver al pueblo se había convertido casi en repulsión.

El camino entre la parada de autobús —bueno, lo que podía considerarse parada, ya que te dejaban en mitad de la carretera al principio del pueblo— y la casa de su abuela se le hizo eterno, cosa asombrosa en un pueblo tan pequeño como aquel. Se quedó un momento frente a la construcción que, ahora sí, le trajo la melancolía de los buenos momentos vividos allí. De alguna forma era como estar en casa de nuevo, como volver a la niñez y, por primera vez, se le escapó una sonrisa. Mucho más animado, fue hacia la puerta y entró. Como siempre, allí todas las casas estaban abiertas.

Se trataba de esas casas de piedra de una planta en la que entrabas desde la calle a la cocina, donde se hacía el noventa por ciento de la vida diaria y que estaba apartada del resto de habitáculos, que se limitaban a las habitaciones, de las cuales solo una se usaba, la de su abuela. Las demás a saber el tiempo que hacía que nadie entraba en ellas. Aún no sabía en la que iba a dormir, pero se lo imaginaba, así como se imaginaba que su abuela se habría encargado de dejarla perfecta para su llegada.

Al entrar en la cocina comprobó por qué la mujer no había ido a buscarlo. Estaba ultimando una suculenta comida y vio la mesa preparada para dos, frente a los fuegos de leña en los que la abuela tenía dos cazuelas que removía sin parar.

Oyó a Carlos y se volvió sobresaltada.

—¡Ya estás aquí! —dijo emocionada yendo hacia él y dándole un abrazo.

El chico soltó la maleta y la recibió como se merecía. La mujer, de sesenta y ocho años, se conservaba muy bien y siempre había sido muy ágil y activa. Guardaba un parecido impresionante con la madre de Carlos y vestía siempre de negro desde que enviudó diez años atrás.

—Qué bien huele, abuela.

Ella lo soltó después de darle incontables besos y se giró hacia las cazuelas.

—Una buena comida para mi nieto, aunque no sé si se lo merece, después de tanto tiempo sin venir por aquí.

—He estado ocupado estudiando mucho —se escudó el chico, notando que su mentira quedaba en evidencia.

—Nunca se está demasiado ocupado para visitar a una abuela. Anda, pasa a tu habitación y deja las cosas, que voy a empezar a servir los platos. Te he arreglado la de tu madre.

Era lo que se temía Carlos. Salió de la cocina y fue hacia allí. En realidad, se trataba de la mejor habitación de la casa. Su ventana daba a un jardín trasero y la cama era de matrimonio, así que no se podía quejar. Dejó la maleta y la mochila sobre la cama. Ya tendría tiempo de recogerlo todo. En ese momento solo podía pensar en lo bien que olía en la cocina y el hambre que le había entrado.

La sorpresa se la llevó al salir de la habitación y descubrir algo que no le habían dicho. Al entrar en la cocina oyó que alguien entraba en la casa y se quedó mirando a su abuela extrañado.

—¿Esperas a alguien? —preguntó.

—Claro —contestó la abuela mientras se abría la puerta de la cocina y Carlos se volvía más sorprendido aún—. Tu prima Marta. ¿A quién voy a esperar si no?

—¡Hola, primo! —se alegró la chica al verlo, acercándose a él para darle un abrazo.

Marta era una joven con un año menos que Carlos. Vivía en Logroño y llevaba sin verla desde la última vez que había estado en el pueblo. Había cambiado tanto que casi no la reconocía. Se había hecho toda una mujer guapísima de pelo largo y rubio.

—Mis padres no me dijeron que estabas aquí —informó, recibiendo el abrazo y devolviéndoselo.

—¿Ah, no? —dijo la chica separándose de él.

—¡¿Cómo que no te lo han contado?! —añadió la abuela empezando a servir los platos—. Yo hablé con tu madre y le dije que Marta también pasaría aquí el verano y que estaba encantada de teneros aquí a los dos.

—Se le habrá olvidado —dedujo Carlos.

—Da igual —dijo su prima—. Estás guapísimo. ¿Cuánto ha pasado? ¿Cinco años?

—Más o menos —contestó él.

—Ha pasado todo el tiempo que ha querido el sinvergüenza —puntualizó la mujer terminando de servir el último plato.

—No seas así, abuela —le recriminó Marta—. No es lo mismo vivir en Madrid, tan lejos, que hacerlo en Logroño, como yo, que está tan cerca.

—Además —se defendió Carlos—, la misma distancia hay de Madrid a aquí que de aquí a Madrid. Vosotras tampoco es que hayáis ido a visitarme mucho…

—Ahí te ha dado en toda la boca, abuela —se rio Marta.

La mujer refunfuñó dejando la cazuela y se sentó a la mesa.

—Anda —dijo—, que se enfría.

Los chicos tomaron asiento riéndose. La comida olía como si fuera el mejor manjar que iba a probar en su vida. Eran patatas a la riojana y Carlos estaba seguro de que nadie en el mundo las hacía mejor que su abuela. Eso le recordó a los viejos tiempos en el pueblo, lo bien que se lo había pasado allí y, de alguna forma, ese olor le dijo que podía volver a disfrutar de ese lugar como lo hizo cuando era un niño.

—Hacía tanto tiempo que no comía patatas a la riojana —pensó en voz alta.

—Y como estas, seguro que más aún —puntualizó la abuela.

—Ya lo creo —confirmó Carlos, metiendo su cuchara en el plato para empezar a degustarlo.

—Bueno —añadió Marta, cogiendo también un cubierto—. ¿Qué ha hecho que te decidas a pasar el verano en el pueblo después de tanto tiempo?

—Estudiar —respondió Carlos—. He suspendido el curso y mis padres han pensado que aquí no tendría distracciones hasta septiembre. No me han dejado traerme ni el móvil.

—¿Que no hay distracciones? —se asombró la chica—. ¿Por qué te crees que he venido yo? Ahora mismo el pueblo es más divertido que la ciudad. Hay un montón de gente.

—¿De nuestra edad?

—Claro —asintió la chica dejando la cuchara sobre la mesa, sin comer todavía—. Sobre todo de nuestra edad. Créeme si te digo que sí vas a tener distracciones. Si quieres, claro.

Carlos miró a su abuela frunciendo el ceño como si le dijera con los ojos por qué no le había dicho eso a su madre cuando la llamó para decirle lo que querían que hiciera allí.

—Yo estaba convencido de que vendría a aburrirme tanto que no me quedaría más remedio que ponerme a estudiar para pasar el tiempo.

La abuela tapó una sonrisa con la servilleta, como si estuviera limpiándose restos de caldo. Carlos no pudo evitar sonreír también. La mujer no había dicho nada a su madre para asegurarse de que podría ver a su nieto durante todo el verano.

—Si sabes aprovechar el tiempo —dijo Marta—, podrás estudiar y pasarlo bien. Las dos cosas.

Carlos se volvió hacia ella.

—Estoy seguro de que sí —concluyó.

Después de estar convencido de que iba a pasar el verano rodeado de jubilados, encontrarse allí con su prima y enterarse de que en el pueblo ya había gente joven veraneando, le hizo tener la esperanza de que aquel, después de todo, no fuese a ser un verano tan malo.

Acabaron de comer charlando y poniéndose al día de todo y Carlos fue a su habitación para deshacer su maleta asombrándose de lo distintas que se pueden ver las cosas de un momento a otro.

Dejó cada cosa en su sitio, guardando la ropa en el armario y el calzado debajo de la cama, justo al lado del orinal que, después de décadas, seguían usando en el pueblo como si fuera una herramienta indispensable para pasar las noches, pese a que el baño estuviera justo al fondo del pasillo.

Solo llevaba allí un par de horas y ya echaba de menos el móvil hasta el punto de no saber dónde poner las manos para no hacer el gesto de ir a cogerlo y ver si tenía mensajes o notificaciones. De repente, todo lo bueno que pensaba que le quedaba en el pueblo se había desvanecido. Estar sin móvil iba a ser más difícil de lo que había imaginado.

Antes de agobiarse demasiado, prefirió darse una vuelta por el pueblo, tomar aire fresco, y así intentar imaginarse que en el mundo no existía la tecnología y nadie más usaba ese aparato llamado teléfono móvil.