Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Diego, un joven de dieciocho años, vive en un pequeño pueblo de la sierra riojana con su abuela, el único familiar que ha conocido. Su madre murió al nacer él y nunca supo quién fue su padre. A la hora de decidir ir a la universidad, debe mudarse a Madrid, la gran ciudad, donde le espera una nueva vida en un ambiente desconocido y apasionante para él. Deberá enfrentarse solo a un mundo que, sospecha, se le hará demasiado grande sin el apoyo de su abuela. Allí, de pronto, empieza a ser confundido con otro chico, cosa que al principio no da demasiada importancia, pero pronto se dará cuenta de que no es una casualidad. Ese chico, Iván, parece ser idéntico a él y no parará, ayudado de sus nuevos amigos, Sergio y Sara, hasta encontrarlo. Ese encuentro le demostrará a Diego que su vida no era lo que siempre creyó y que no es quien creía ser. Necesita que alguien le diga todo lo que nunca le dijeron y entender quién es de verdad. Ambientada a principios de la década de los noventa, Todo lo que quise decirte y no pude es una historia sobre soñar despierto, luchar por ser fuerte, descubrir secretos prohibidos y sobre niños robados.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 340
Veröffentlichungsjahr: 2020
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
.nou.
EDITORIAL
Título:Todo lo que quise decirte y no pude.
© 2019 Javier Herce.
© Imagen de cubierta: Javier Herce.
Modelo de portada: Juan José Grupeli.
© Diseño gráfico: nouTy.
Colección: Iris.
Director de colección: JJ Weber.
Primera edición noviembre 2020.
Derechos exclusivos de la edición.
© noueditorial 2020.
ISBN: 978-84-17268-47-3
Edición digital noviembre 202020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
conlicencia.com - 91 702 19 70 / 93 272 04 45.
Más información:
noueditorial.com / Web
[email protected] / Correo
@noueditorial / Twitter
noueditorial / Instagram
noueditorial / Facebook
CAPÍTULO 1
Adiós a la orilla del río.
1991
Sentado en la hierba, apoyado en un árbol que le daba sombra, Diego miraba el agua del río correr delante de él. En su walkman sonaba música tranquila para acompañarlo es esa íntima despedida. Le gustaba ponerse MCMXC aD, el álbum de un grupo nuevo que había descubierto llamado Enigma, que mezclaba los cánticos gregorianos con elementos electrónicos ambientales. Esa música lo relajaba y lo ayudaba a pensar. No quería llorar, porque sabía que ese adiós era por algo bueno, pero saber que no podría ver ese paisaje a diario, como llevaba haciendo casi toda su vida, le producía un dolor inmenso.
Siempre había sabido que algún día tendría que dejar el pueblo, en medio de la sierra riojana. Allí no había mucha esperanza para alguien joven y, con dieciocho años, había llegado el momento de emprender el vuelo y estudiar una carrera universitaria lejos de aquel lugar. Nada menos que Madrid, la gran ciudad.
No conocía otra forma de vida y sabía que se enfrentaba a una nueva etapa llena de incertidumbre que lo aterraba. Él se habría quedado para siempre en el pueblo, pero era muy consciente de que labrando la tierra no conseguiría un buen porvenir como le ofrecía la universidad.
Más allá de las montañas que lo rodeaban había todo un mundo desconocido para él. En los últimos años estuvo yendo al instituto en una localidad cercana, pero eso no era nada comparado con vivir en una ciudad. Además, hasta ese momento no había tenido que dejar la casa de su abuela, ya que durante el curso se levantaba temprano, cogía el autobús que lo llevaba al instituto y por la tarde estaba de vuelta en el pueblo. Lo que le tocaba vivir después del verano era algo muy diferente.
Quería ir y estudiar la carrera de veterinaria. Los animales eran su gran pasión, pero la idea de dejar a su abuela, que tanto había luchado para sacarlo adelante, le parecía una crueldad.
Siempre había vivido con ella. Su madre, soltera, murió al darlo a luz y jamás supo quién fue su padre. Era algo que ni siquiera sabía su abuela, a la cual su hija no se lo quiso contar nada. La única familia que tenía era esa mujer con la que se había criado, que además ya era viuda cuando él nació, así que no conocía a más gente cercana que a ella. Sabía que tenía un padre, pero nunca sintió la necesidad de buscarlo, porque no lo había necesitado. Su abuela siempre se encargó de que no tuviera ninguna carencia y fue para él una madre, un padre, una hermana y una amiga. Ella había vivido siempre volcada en su nieto y el momento de devolverle todo lo que había hecho por él llegó. Tenía la responsabilidad de hacerla sentir orgullosa de él y para eso se convertiría en el mejor estudiante de la universidad.
Nunca había echado de menos tener una familia convencional, un padre y una madre o incluso un hermano. La vida que tenía era la única que conocía y podía decir que había crecido feliz. Su abuela era una mujer que siempre había subsistido trabajando la tierra y con ese trabajo habían vivido los dos. No es que les sobrara el dinero, ni mucho menos, pero podían salir adelante con las verduras que ella solía vender a algunas de las tiendas de los pueblos cercanos o, incluso, a varios vecinos. Cuando no tenían para comprar carne, comían de su propia huerta. Además, siempre habían tenido gallinas y alguna cabra en la cuadra de su casa, por lo que tampoco les faltaba leche y huevos. Con la pensión de su jubilación tenía que trabajar mucho menos y el huerto era más pequeño, cosa que la mujer agradecía, porque la edad ya empezaba a pasarle factura y se cansaba con facilidad.
Su abuela había pasado todos esos años ahorrando cuanto podía, aunque a veces fuera solo una peseta, para que Diego tuviera un buen futuro y dispusiera de la oportunidad de estudiar y ser un hombre con más opciones en la vida que las que tuvo ella misma o su propia hija.
Vivir en un pueblo, que había ido perdiendo su población más joven, hizo que Diego creciera con pocos amigos, siendo un chico solitario e introvertido. Para él aquello tenía su lado bueno, ya que eso le había ayudado a centrarse en cosas que él consideraba muy importantes, como los estudios o ayudar a su abuela en la huerta. El silencio se había convertido en su mejor amigo y con ello construyó todo un mundo interior en el que aprendió a hablar consigo mismo, a meditar las decisiones y a convertirse en alguien poco impulsivo, que actuaba siempre con las cosas claras.
En el instituto hizo algún amigo, pero la vida en el pueblo era como era y en su tiempo libre tenía a su abuela, las gallinas y la cabra. Los chicos con los que estudiaba volvían a sus localidades al acabar las clases y pocas veces se veían fuera de allí. En alguna ocasión quedaban un fin de semana en uno de los pueblos para charlar o pasar el día en el monte. Incluso llegó a tener novia. Se trataba de una chica de su misma clase, pero la cosa no funcionó, ya que no podían verse a menudo fuera de allí y ella prefirió tener un novio de su mismo pueblo. Eso hizo que Diego perdiera un poco la confianza en sí mismo y que se encerrara más en su propio mundo. Llegó a pensar que jamás querría volver a estar con otra chica, para que no le hicieran daño, pero con el paso del tiempo se convenció de que lo que tenía que hacer era esperar al momento adecuado. Quién sabe, puede que ese momento también hubiera llegado con su entrada a la universidad.
Solo tenía motivos para estar expectante y empezaba a tener la sensación de que la espera haría del verano el más largo de su vida.
Mientras miraba el agua del río pasar, se quitó los cascos de los oídos y paró la cinta de su walkman. Quería escuchar el sonido de ese lugar, el del agua correr, para poder recordarlo bien cuando estuviera lejos. Acordarse de aquel sitio le vendría bien en los momentos de tristeza, que sabía que iban a ser muchos y constantes.
No podía imaginarse tener que pasar día tras día sin poder estar tan cerca de la naturaleza como siempre lo había estado. Eso y no ver a su abuela iba a ser lo que peor llevaría. Estaba convencido de ello.
Podría volver al pueblo cada fin de semana, esa era una opción, pero no lo veía viable, ya que la distancia de casi quinientos kilómetros era demasiada y el coste del viaje, algo que no se podían permitir tan a menudo. No debía consentir que su abuela hiciera un esfuerzo tan grande por él. Suficiente había hecho ya. Debía aguantarse y conformarse con volver en las vacaciones de Navidad. Pensándolo en ese momento le parecía toda una eternidad.
Se levantó, se acercó a la orilla y allí se arrodilló. El agua pasaba tan en calma, que parecía no moverse. Vio su reflejo y se preguntó si sería capaz de enfrentarse a ese cambio tan radical en su vida y, lo que era más difícil, no defraudar con sus estudios. Sentía que tenía en sus manos una responsabilidad demasiado grande y eso lo apretaba por dentro hasta hacerle daño.
Dio un manotazo en el agua y giró la cara para no seguir viéndose. Ojalá las cosas hubieran sido más fáciles, pero tenía que aceptar que iba a hacerse mayor de repente, aunque supiera que aún era solo un niño.
Lo bueno era que podría relacionarse con gente de su edad, cosa que le vendría muy bien, y seguro que eso lo ayudaría a poder con ello.
No quería pensar más. Por el momento había tenido suficiente, así que se levantó y, al girarse para irse, se sorprendió al ver delante de él a su abuela, que se acercaba sonriente.
—Sabía que te encontraría aquí —dijo ella.
Se trataba de una mujer menuda, que llevaba veinte años vistiendo el riguroso luto de la viuda que era. Su cara reflejaba aún la melancolía del marido perdido, que se agrandó al perder también a su hija. Eso sumado a sus setenta años, le daba un aspecto de haber sufrido mucho. Su piel era el reflejo de toda una vida trabajando en el campo y la edad empezaba a pasar factura al esfuerzo de tantos años, aunque se resistía a dejar a un lado la vitalidad. Había perdido a las dos personas más importantes que jamás tuvo y estaba también a punto de perder a su nieto, aunque por motivos muy diferentes. Este hecho no parecía hacerla desgraciada. Al contrario. Estaba demostrando mucho más entusiasmo que el propio Diego.
—Estaba aquí escuchando música —se explicó Diego, tratando de que no se notara que se había asustado al verla.
—No, si yo sé muy bien dónde buscarte cuando no estás en casa —añadió la abuela, sin dejar de sonreír, girándose y caminando—. Anda, vamos, que la comida está preparada.
Esa era otra cosa que seguro que echaría de menos. Su abuela era una gran cocinera y estaba convencido de que en la residencia no comería ni la mitad de bien que en casa.
La siguió y a medida que se alejaban, se giró para mirar aquel lugar que tanto le gustaba pidiéndole al agua que le guardara el secreto y no le contara a nadie todos los pensamientos que acababa de revelarle en silencio.
Los veranos en la sierra nunca eran muy calurosos, aunque para los vecinos de allí sí que lo fueran, acostumbrados a tener siempre temperaturas más bajas que en otras zonas. Pese a ello, a medio día el sol apretaba y no era el momento de estar en la huerta, pero a Diego no le quedaba más remedio. Una vecina del pueblo les había hecho un encargo y lo estaba recogiendo.
Ese huerto ya no era lo que fue en su día. Hacía poco que su abuela había vendido más de la mitad del terreno a los hijos de un vecino para que se hicieran una casa de verano. Era verdad que con la parte que se habían quedado tenían más que suficiente, pero le daba lástima mirar al frente y ver un muro de piedra con las obras al otro lado.
La huerta estaba en la parte de atrás de la casa donde vivían y le gustaba mirar por la ventana de su habitación, que daba allí, y quedarse viendo las plantaciones. Las vistas ya no eran las mismas y nunca lo volverían a ser.
En un pueblo tan pequeño, de apenas cien habitantes en invierno, aunque en verano se llenaba de familiares de los vecinos que iban allí de vacaciones, era toda una suerte poder haber vendido ese terreno y el dinero que habían sacado le aseguraba a su abuela una buena vejez y a la vez le permitía a Diego tener esa gran oportunidad de estudiar.Si no llegan a hacer esa venta, no estaba muy seguro de que los ahorros de su abuela hubieran sido suficientes para permitirle ir a la universidad, o al menos no habrían proporcionado una vida digna para la mujer en el pueblo, sin un nieto que la ayudase en lo poco de huerta que le había quedado, aunque la pensión fuera un extra.
Había dos formas de acceder a la huerta: saliendo por la parte trasera de la casa, que tenía dos plantas, a través de la cuadra, por donde se pasaba también al resto de la vivienda, o por un callejón que había entre su casa y la de al lado. Por ahí vio pasar a un hombre, que lo saludó con la mano. Por supuesto, sabía quién era. En el pueblo se conocían todos.
—¡Buenas tardes! —saludó Diego poniéndose una mano en la frente a modo de visera.
—¿Qué tal, muchacho? —dijo el hombre, de avanzada edad, acercándose—. ¿No está Amelia en casa?
—Ha salido, pero no tardará en regresar.
—Entonces, me volveré a pasar luego —añadió el hombre, plantándose delante de él y poniendo los brazos en jarra—. Ya te queda poco para irte a la ciudad, ¿eh?
—Algo menos de un mes —contestó Diego, que intentaba no pensar en ello, aunque no le dejaban.
—Tendrás ganas de dejar este pueblo aburrido.
—No se crea —reconoció Diego, incómodo, mirando alrededor como si en vez de ver el pueblo, lo estuviera recordando.
—Hazme caso y márchate —le aconsejó el vecino—. Aquí no hay futuro para los jóvenes y lo sabes. Venga, luego volveré. Adiós.
—Adiós —se despidió el chico viéndolo irse y pensando en sus palabras, que tantas veces había oído.
Cada vez que veía a alguien, le hacían algún comentario sobre su pronta marcha. Era consciente de que esa situación se volvía inevitable, pero en el fondo lo incomodaba. La expectación del principio había dado paso, a medida que se iba acercando el momento de irse, en un miedo hacia lo desconocido que se estaba apoderando de él. Había noches en las que no conseguía conciliar el sueño pensando en el mundo que lo esperaba a partir de septiembre. Tenía que enfrentarse a eso solo y no estaba seguro de ser capaz de poder con ello.
Siempre había vivido arropado por su abuela y las montañas de la sierra y eso lo había hecho sentirse seguro. ¿Ahora qué? ¿Quién lo iba a proteger? ¿Él mismo?
Una vez le dijeron que si deseaba algo con mucha fuerza, si pensaba todo el tiempo en ello, se terminaba cumpliendo pero claro, lo que de verdad quería era que la universidad estuviera más cerca de su casa y, por mucho que pensara en ello, era algo que jamás ocurriría, así que no le quedaba más remedio que resignarse, aceptarlo y aprovechar el tiempo que le quedaba en el pueblo, sobre todo el que compartía con su abuela. Cosas tan sencillas como cenar juntos a diario dejarían de suceder y era algo que dolía con solo imaginárselo.
—Qué rápido te has hecho mayor —dijo Amelia, casi en un lamento, dejando su cubierto sobre la mesa y mirándolo con nostalgia, como si ya no estuviera a su lado. Se encontraban sentados en la mesa cenando una de las tortillas de patata que tanto le gustaban a Diego—. Parece que fue ayer cuando te traje en brazos a esta casa y, mírate, ya eres todo un hombre que está a punto de emprender el vuelo.
Diego dejó de comer. De repente se le había quitado el hambre.
—Vendré a verte todas las veces que pueda —fue lo único que supo decir.
—Lo que tienes que hacer es vivir tu vida, que para algo es tuya. Ve y estudia todo lo que puedas. De eso va a depender el resto de tus días.
—Lo sé —admitió el chico—, y por eso me voy a esforzar muchísimo. Volveré con la carrera terminada y montaremos aquí una clínica veterinaria para todos los ganaderos de la sierra. Ya está bien de que trabajes tanto la tierra. Lo que tienes que hacer es descansar y yo me voy a encargar de eso.
La mujer arrugó la barbilla y se le humedecieron los ojos.
—No sabes lo orgullosa que estoy de ti —dijo, asintiendo con la cabeza.
—Y más que vas a estarlo. No te vas a arrepentir del esfuerzo que has hecho para que pueda ir a la universidad.
—Estoy segura de ello. Anda, sigue comiendo, que se enfría.
Diego miró su plato y el pedazo de tortilla que le quedaba. No quería hacer sentir mal a su abuela no comiéndosela, así que pinchó un trozo con el tenedor y se lo llevó a la boca.
Se negó a preparar nada para el viaje hasta el mismo día anterior y así evitar ponerse nervioso o, al menos, más histérico de lo que sabía que iba a estar. Total, tampoco tenía que llevarse muchas cosas. Toda su vida cabía dentro de una maleta y al pensarlo fue cuando de verdad se sintió el ser más pequeño del mundo. Estaba convencido de que el resto de chicos de la residencia llegarían allí con mucho más equipaje que él y no quería que lo miraran como a alguien inferior desde el primer día.
En el pueblo nunca necesitó muchas cosas ni demasiada ropa para su día a día. Le iba a costar trabajo llenar esa maleta que su abuela le había comprado para la ocasión. No creyó necesario llevarse muchos libros, puede que su pertenencia más extensa, aunque se iba a resistir a dejar su ejemplar de Romeo y Julieta que tantas veces había disfrutado. Solo se llevaría cuatro o cinco que aún no había leído y un par más para releer. Ya echaría mano de la biblioteca para sus momentos de silencio, que iban a ser muchos.
Hasta entonces había pensado en el día de irse como algo lejano, casi irreal, como si le fuera a ocurrir a otra persona, así que al llegar el momento de hacer el equipaje, un nudo se le formó en el estómago y tuvo que sentarse en la cama para respirar un poco antes de empezar.
Echó un vistazo a su habitación. Al día siguiente sería otra la que noche tras noche albergase sus pensamientos y sus secretos. Aquel cuarto había sido su fiel compañero durante sus dieciocho años y ahora lo iba a traicionar marchándose lejos de allí.
No es que hubiera estado durmiendo en una habitación de lujo. Apenas se conformaba de una cama, una mesilla, el armario empotrado para su ropa, unas estanterías, donde guardaba sus libros, discos y cintas, y un pequeño mueble con tele y vídeo VHS. Aquello era más de lo que necesitaba. La estancia era muy humilde, con la ventana por la que miraba cuando no estaba leyendo y las cuatro paredes que lo protegían del mundo exterior al que ahora se lanzaba él mismo, no sabía si por voluntad propia o por obligación, pero se lanzaba.
A veces pensaba que todo habría sido más fácil si no hubiera seguido estudiando, si se hubiera dedicado a trabajar la tierra, como había hecho siempre su familia, pero algo en su interior le pedía más y le decía que no se conformara, que eso era de cobardes. Tenía que hacer caso a esa vocecita que por las noches le susurraba hasta quedarse dormido aunque, a un día del viaje, odiara con todas sus fuerzas eso que podía llamarse conciencia.
Suspiró y giró la cabeza hacia la ventana, por donde vio la obra en lo que había sido su huerto. Fue como una especie de visión donde lo tuvo claro. Aquella obra le decía que, se quedara o se marchase, algo había cambiado y nada volvería a ser igual, así que se levantó, sacó la maleta de debajo de la cama, la abrió y empezó a seleccionar lo que iba a llevarse del armario. Aún le quedaba una noche más allí y tenía tiempo de despedirse de todos los rincones. Él también estaba de obras y al día siguiente comenzaría a construirse como persona.
CAPÍTULO 2
Hola, Mundo.
A medida que el autobús se iba alejando del pueblo, su pecho se hacía más pequeño hasta no dejar a su corazón latir. Ese dolor era casi insoportable. Ver a su abuela en la carretera mirando cómo desaparecía entre las curvas era una imagen que jamás podría olvidar. La despedida estuvo llena de lágrimas y nada más poner un pie en el autobús, lo invadió un sentimiento de culpa por dejar a la mujer sola y ese pesar tardaría en desaparecer. Aquello era una traición por su parte y tenía que haberlo pensado antes de decidir marcharse y hacer su carrera universitaria. Su lugar estaba en ese pueblo y ya era tarde para echarse atrás. El autobús se había perdido en medio de los montes de la sierra y con ello él también se había perdido. Más que nunca.
El miedo de enfrentarse solo a un lugar donde nunca había estado, con un tipo de vida y de gente tan diferentes a lo que conocía, no se lo ponía fácil. ¿Qué iba a hacer al llegar allí? ¿Y si se perdía? ¿Si no era capaz de hacer las cosas que tenía que hacer? La suerte estaba echada y tenía que demostrarse a sí mismo que había dejado de ser un niño, pero las lágrimas no le dejaban verlo con claridad.
El viaje fue largo, muy largo. Era como haber vivido toda una vida en el trayecto entre el pueblo y la gran ciudad, para lo que tuvo que coger dos autobuses diferentes. Casi quinientos kilómetros en los que revivió recuerdos de su niñez y adolescencia. Había sido muy feliz y había tenido ni más ni menos que la vida que quiso tener. Otros habrían pensado que su día a día era aburrido, pero a él le gustaba que fuera así. Era posible que fuese porque no conociese otra forma de vivir. Bien pensado podría ser que al llegar a la ciudad y darle la bienvenida al mundo nuevo descubriera algo que lo fuese a fascinar. Eso le daba más miedo que echar de menos el pueblo. Enfrentarse a lo desconocido no significaba que le esperase algo malo. Intentaría que aquello no le gustase, porque lo que él de verdad quería era volver al pueblo. Tenía que mentalizarse a que iba allí solo para estudiar y que esa etapa iba a ser temporal. Después volvería a la normalidad.
Al bajar del autobús y pisar la estación, que nada tenía que ver con la del pueblo, que se limitaba a una caseta en la carretera principal, vio allí mucha más gente de la que había visto junta en toda su vida, y eso que estaba solo en los andenes. Empezaba a tener ansiedad y eso que no había hecho más que llegar. Se había imaginado muchas cosas de la gran ciudad, pero al estar allí entre tantos autobuses juntos fue como si de repente hubiera viajado al futuro y su vida en el pueblo hubiera transcurrido en una época muy anterior.
Al salir a la calle con su maleta en la mano como única compañera y apoyo, pudo respirar un poco y se le pasó esa ansiedad. Ver tantos edificios altos fuera de la pantalla de televisión le pareció apasionante. Allí todo el mundo parecía tener prisa. Veía a la gente salir de la estación con sus equipajes como si aquello fuera una carrera para ver quién se llevaba el taxi, y eso que había un montón parados esperándolos. Él no tenía demasiada prisa por coger el suyo. Acababa de llegar y era un recién nacido en un mundo nuevo.
Con la mirada buscó una cabina para llamar a su abuela. Vio una muy cerca, fuer hacia allí y sacó una moneda de cincuenta pesetas que tenía preparada.
—¿Dígame? —oyó al otro lado.
—Soy yo —contestó él con entusiasmo y pena a la vez al escuchar aquella voz que sabía que estaba muy lejos—. Ya he llegado.
—¿Estás en la residencia?
—No, no. Acabo de salir del autobús. Tendrías que ver todo esto. ¡Es enorme!
—¿Te gusta? —preguntó la mujer.
—Hay demasiada gente, pero sí, me gusta.
—Ya verás como te querrás quedar allí —añadió ella sin ironía ni mala intención.
—No creo —contestó él decidido—. Tengo muy claro que mi estancia aquí va a ser temporal.
—No has hecho más que llegar. Te quedan varios años por delante en los que puedes cambiar de opinión.
—Yo quiero volver al pueblo y lo sabes. Ahora voy a coger un taxi para ir a la residencia, que se acaba el tiempo de la moneda. Ya te contaré cómo es aquello.
—Vale, pero tú haz lo que tengas que hacer sin tener que estar pendiente de buscar una cabina. Ya me llamarás cuando quieras. Te quiero mucho, Diego.
—Y yo a ti, abuela.
Colgaron y un halo de melancolía lo cubrió. Sabía que era porque acababa de llegar y que se acostumbraría a estar lejos del pueblo. Debía tener paciencia y recordar en todo momento a qué había ido allí para que esa distancia doliese menos.
Fue hacia la parada de los taxis sorteando gente y respetando el turno de los que se habían puesto para coger uno y esperó hasta que le tocó el suyo. Le dio la dirección al taxista y durante el trayecto no dejó de mirar por la ventana del coche como si en vez de ser un corto viaje que lo llevaba hasta su nuevo hogar, fuera más bien una ruta turística donde pudo ver mejor cómo era Madrid, adentrarse en el tráfico, ver a la gente moverse por las calles, las tiendas y sus escaparates que lo fascinaron… No quería que aquello lo abrumase, pero tenía que reconocer que le estaba gustando mucho lo que veía. Entonces recordó las palabras que su abuela le había dicho por teléfono e intentó convencerse de que no tenía razón. Él quería volver al pueblo, convertirse en veterinario de ganado y vivir la vida tranquila que siempre tuvo. La ciudad estaba muy bien, pero dudaba que aquello fuera a resultar bueno para él en su día a día.
Cuando el taxi llegó a su destino, en el barrio de Chamberí, se encontró ante un edificio que podría haber pasado por una construcción de viviendas, solo que en la puerta había una placa en la que se leía «Residencia de estudiantes». Según le habían dicho, estaba muy bien comunicado con el campus universitario y, por lo que pudo ver, pasaba bastante desapercibido entre el resto de edificios. No sabía por qué, pero se había imaginado una especie de caserón apartado de todo y, aunque se trataba de un lugar antiguo y sólido, como los edificios que se construían antes, bien podría haber sido el hogar de varias familias, como lo que veía a ambos lados. Ni siquiera un jardín ni algo de terreno, como los lugares que había visto en las películas. Lo prefirió así. Quería llevar una vida de lo más normal allí y, si podía aburrirse, mejor.
La residencia constaba de cuatro plantas, fachada de piedra y una gran entrada con puerta de hierro que vio abierta. Cogió aire y, agarrando bien su maleta buscando algo de seguridad, fue hacia allí para ver qué le deparaba el interior de su nuevo hogar. Era consciente de que al traspasar la entrada de la residencia habría dado comienzo de verdad su nueva vida y que, con ello, pasaba una página de su pequeña historia.
Allí descubrió una especie de recepción. A la derecha vio un mostrador con una chica algo mayor que él que lo saludó al verlo. De frente un ascensor y a la izquierda las escaleras. Todo estaba muy bien cuidado, pero se veía que era antiguo y que en su origen, el edificio no tuvo ascensor. Miró al techo, las paredes… aquel lugar bien podía tener cien años.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó la chica mirando su maleta.
Diego se acercó al mostrador y sacó su DNI, que tenía preparado en el bolsillo.
—Voy a —dijo con un nudo en el estómago, cortándose y mirando una vez más la estancia—, a vivir aquí.
—¿Vienes de una ciudad pequeña? —dijo ella, muy amable, cosa que agradeció.
—De un pueblo, en realidad.
La chica suspiró y se dejó caer de hombros sonriendo mientras arrugaba la barbilla con ternura.
—Escucha —dijo ella cogiendo el carné—. Al principio esto da un poco de miedo. Yo también vine de un pueblo asustadísima por lo que me iba a encontrar, pero dos años después puedo decirte que no es para tanto.
La miró a punto de echarse a llorar, aliviado por escuchar las palabras que necesitaba escuchar. Ella miró en un libro que tenía guardado y buscó su nombre en él. Al encontrarlo le devolvió el carné.
—Gracias —dijo él recogiéndolo.
—Tu habitación está en la planta tercera. Espera un momento aquí.
La chica salió del mostrador y se metió en el ascensor. Al quedarse solo, de repente la estancia se hizo enorme y el miedo a subir a la tercera planta se apoderó de él. Quería volverse al pueblo, donde todo era familiar y se sentía protegido. Por mucho que esa chica le hubiera dicho que no era para tanto, sí que lo era, y mucho. El corazón se le aceleró mientras los pulmones se le iban haciendo pequeños. Un chico entró de la calle y dio un salto al verlo, como si se le estuviera acercando un delincuente a hacerle algo. Vio que lo miraba como a un bicho raro y pensó que sí, que era un bicho raro, que no estaba hecho para aquello y que solo quería irse de allí corriendo.
Cuando estaba a punto de seguir su impulso y marcharse, el ascensor se volvió a abrir y la recepcionista apareció con otro chico, que podía tener dos años más que él. Se acercaron y ese chico le tendió la mano. Diego soltó la maleta maldiciendo que hubieran interrumpido su intento de huida y lo saludó intentando apretar para parecer muy seguro de sí mismo, pero la verdad era que no podía dejar de temblar.
—Yo soy Raúl —dijo el chico. Se trataba de un joven alto y de aspecto intelectual. Al verlo, cualquiera habría dicho que tras esas gafas, se encontraba un empollón.
—Yo Diego —tartamudeó fingiendo una sonrisa.
—Raúl va a ser tu consejero en la residencia —intervino la chica—. Él te guiará y te ayudará no solo a que tu estancia aquí sea positiva, sino a que cumplas las normas.
De alguna forma Diego no tomó esas palabras con mucha tranquilidad, pese a que los dos lo miraban con verdadera disposición y amabilidad. Nadie le había comentado nada sobre un consejero y esa bienvenida fue como si le estuvieran advirtiendo de que iba a estar en todo momento vigilado. No tenía mucha intención de salir de su habitación y menos de buscarse problemas, así que no veía la necesidad de tener un consejero.
—También me voy a encargar de que tengas siempre a una persona que te escuche —continuó Raúl—. Al principio te sentirás solo y necesitarás alguien con quien hablar. Yo llevo tres años aquí y ya he pasado por eso, así que te puedo ayudar a que todo sea más llevadero.
Para Diego escuchar esas palabras fue todo un respiro. No esperaba oír algo así, pero, de nuevo, era justo lo que necesitaba y el impulso de salir corriendo desapareció, al menos de momento.
—Gracias —dijo, como si le hubieran quitado un peso de encima.
—Bueno —interrumpió la chica dándole unas llaves a Raúl—. Os dejo. Bienvenido, Diego. Él ya sabe cuál es tu habitación y te acompañará. De paso te pondrá al tanto de las normas de la residencia.
Eso de las normas, aunque lo esperaba, no le dio buena sensación en ese momento. Lo que le faltaba era que, encima de tener que estar solo en un sitio extraño, viviera como en una cárcel. Aquel edificio sombrío y frío bien podía serlo, si lo miraba bien.
—Ven conmigo —le pidió Raúl caminando hacia el ascensor y haciéndole señas para que lo siguiera.
Fue con él arrastrando la maleta como si pesara una tonelada, y es que así era como todo aparecía ante él, como si de pronto las cosas costarán más esfuerzo. No tener ninguna cara amiga cerca, que era lo que había tenido siempre, hacía que todo fuera más difícil y adentrarse en ese edificio fuese lo más complicado que hubiera hecho jamás.
Se introdujeron en el ascensor y, pese a que Raúl en todo momento se mostraba sonriente y dispuesto a conversar, Diego no dejó de juguetear con sus manos mientras miraba al suelo y pensaba que la distancia de esos tres pisos parecía eterna.
Salieron a un pasillo que se extendía a ambos lados y que parecía interminable, aunque ese día a Diego todo le parecía grande. Las paredes estaban pintadas de blanco y a ambos lados se repartían varias puertas de las habitaciones de los estudiantes. Le dio por pensar que cuando construyeron aquello, si no tenían en mente la residencia, al menos debió de ser en su día un hotel.
El olor era algo que le llamó la atención. No era un mal olor, pero le llegaba a los pulmones penetrándolo con intensidad. Habría dicho que se trataba de humedad, pero era algo más, como la piedra de los muros de una iglesia muy antigua. Le resultó curioso y, en parte agradable. Por suerte no se podían escuchar los pensamientos, porque alguien lo habría tomado por loco si se llega a enterar de que por su cabeza rondaba aquello.
Caminaron por el pasillo haciendo crujir la madera del suelo hasta llegar a la puerta que iba a darle la bienvenida.
—¿Es aquí? —preguntó y enseguida se dio cuenta de que había estado de más, porque si esa no hubiera sido su habitación, no se habrían parado allí. Se sintió un estúpido, convencido de que Raúl lo iba a tomar como tal. No sabía qué hacer ni qué decir para que no se notara que estaba muerto de miedo, y ese tipo de comentarios absurdos era lo único que salía por su boca.
—Sí —contestó Raúl. Lejos de parecer creer que Diego era un bicho raro, hablaba con amabilidad sin dejar de sonreír en ningún momento. Al ver que el chico se quedaba mirando el número que había en la puerta, trescientos veintisiete, le habló como si hubiera formulado la pregunta que corría por su cabeza en voz alta—: El primer tres es por la planta y el veintisiete por el número de habitación de este pasillo.
Diego se giró sorprendido hacia las otras puertas.
—¿Tantas habitaciones hay aquí? —preguntó.
—Treinta por planta —contestó el consejero—. Ciento veinte en total.
—Vaya, sí que es grande esto.
—No tanto —bromeó Raúl—. Cuando veas el tamaño de las habitaciones lo comprenderás.
Metió la llave en la cerradura y al abrir la puerta, un pedazo del corazón de Diego se rompió, pero no por ver lo que había dentro, sino por tener la imagen real de lo que iba a ser su hogar durante una buena temporada. Se había imaginado muchas veces cómo sería la habitación que sustituiría a su pequeño mundo en el pueblo, y ya tenía la respuesta a sus preguntas.
Entraron y su mente comenzó a hacer fotografías mentales de la estancia, como si no fuera a verla suficientes veces a partir de ese día. Se había imaginado algo más grande para una habitación compartida pero, una vez dentro, la sensación que le transmitía no era tan mala. Resultaba hasta acogedora. Allí el suelo no era de madera como en el pasillo. La estancia cuadrada se extendía por igual a ambos lados de la puerta, con las camas puestas una a cada costado de la habitación. En frente la ventana daba buena iluminación, con cortinas blancas. A los pies de cada cama vio un armario y un escritorio para que los estudiantes pudieran guardar lo poco que les iba a caber y tuvieran un rincón de estudio. En la parte derecha una puerta pegada al armario daba a un baño.
—Bueno —comentó, ya con una idea más real de cómo iba a ser su nuevo mundo—. No está tan mal.
—Con el tiempo te darás cuenta de que esto puede ser un poco claustrofóbico, pero te llegas a acostumbrar. Parece ser que tu compañero de cuarto no está. Llegó ayer y ya se ha instalado.
—¿También eres tú su consejero?
—Sí. Soy el consejero de todos los nuevos de esta planta. Mi habitación está arriba. Ya te enseñaré el camino para cuando necesites algo.
—¿Hay alguna diferencia entre esta planta y la de arriba? —quiso saber Diego, mucho más relajado una vez estuvo dentro de la habitación.
—Arriba todas las habitaciones son individuales y aquí todas dobles —contestó Raúl—. Allí son más caras. Hasta este curso yo estaba en esta planta, pero a los consejeros nos pagan dejando quedarnos en una individual por el mismo precio. En las dos primeras, las de chicas, es igual.
Diego dio un paso al frente soltando la maleta y contempló un poco mejor su habitación. Podía acostumbrarse a eso, mientras tuviera un buen compañero. A la estancia le faltaba algo cálido, algo personal, pero seguro que eso cambiaba cuando estuviera instalado del todo con el escritorio lleno de sus cuadernos y apuntes.
—Es verdad que no es muy grande —comentó—, pero seguro que llega a gustarme.
—Cuéntamelo dentro de un par de meses —bromeó Raúl riendo—. Si quieres te digo unas normas básicas de convivencia. Te pasaré todo por escrito, pero puedo adelantarte lo importante para que lo tengas ya en cuenta.
—Vale —dijo Diego—. Supongo que mi lado de la habitación es el que no tiene un póster de New Kids On The Block.
Raúl giró la cara y arrugó la barbilla.
—Exacto —contestó.
—¿Te importa que vaya abriendo la maleta mientras me cuentas las normas? —preguntó Diego dejando su mochila sobre la cama y abriendo la maleta en el suelo.
—Estás en tu casa. Te cuento: aquí hay una hora tope para llegar por las noches. A las diez se cierran las puertas. Si no has entrado, te quedas fuera. Si estás dentro, no puedes salir, exceptuando los sábados que, para que podáis alternar un poco, la hora del cierre será la una de la mañana. A la misma hora del cierre el silencio será absoluto. Debemos de ser capaces de caminar por los pasillos sin que oigamos nada, por lo que tampoco se podrá entrar a la sala de ocio, que por cierto está en la planta baja. Los chicos no pueden bajar a las plantas una y dos, a no ser que estén bajando por las escaleras, por lo que las chicas tampoco pueden subir a la tres y cuatro. En la sala de ocio sí que pueden convivir ambos sexos. Por cierto, las relaciones sexuales están prohibidas. Deberás mantener tu habitación siempre en perfectas condiciones. Si algo se rompe, debes de comunicarlo en recepción. Cualquiera de los incumplimientos de las normas acumularan faltas hasta conseguir la expulsión de la residencia.
Diego había estado atendiendo mientras sacaba la ropa y la iba poniendo en su armario intentando quedarse con todo lo que decía sin pensar en que aquello casi le parecía un internado con todas esas normas.
—¿Esas son las normas básicas? —preguntó.
—Más o menos.
—Si te soy sincero, no recuerdo lo primero que has dicho.
—Hay un tope para llegar por las noches.
Diego suspiró.
—Es verdad.
—Venga —dijo Raúl acercándose a él y poniendo una mano en su hombro—. No es para tanto.
—Supongo —fingió Diego.
—Verás como aquí vas a estar muy bien. Me han dicho que en la solicitud pusiste que buscas un trabajo para compaginarlo con los estudios, ¿no?
—Sí. Quiero ayudar a mi abuela a pagarme los gastos aquí.
—¿Qué tipo de trabajo buscas?
Diego se sentó en la cama.
—De lo que salga —respondió.
—¿Hay algo en lo que tengas experiencia?
—En trabajos del campo —suspiró Diego sintiéndose un poco inútil.
—De eso aquí no creo que haya mucho.
—Me lo imagino.
—Mira —dijo Raúl intentando animarlo un poco—, acabas de llegar y es normal que estés un poco decaído. El cambio es muy brusco. Deja que me encargue yo de eso. Tú instálate, conoce un poco la residencia y ya sabes dónde encontrarme.
—Muchas gracias por todo —añadió Diego sin mirarlo. No quería ser maleducado, pero estaba agotado y, una vez allí, empezaba a sentir que de verdad todo empezaba y que estaba solo, sin su abuela, sin su pueblo, sin la orilla del río.
Raúl fue hacia la puerta para marcharse.
—Venga, anímate —dijo abriendo y se marchó.