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El conjuro de una bruja frente a un nicho cambiará el destino de un cementerio para siempre. Es aún inexperta haciendo hechizos y pagará muy caro las consecuencias de un terrible error. Roberto, un joven como otro cualquiera, es retado a pasar una noche dentro de un camposanto, sabiendo que siente verdadera aversión hacia esos lugares. Para hacerse el valiente, acepta y al entrar se esconde en un panteón para que no lo encuentren y donde se queda encerrado. Allí se encuentra a Jon, un gótico cuya afición es dormir entre tumbas. Roberto dejará ver sus prejuicios con los siniestros y juntos descubrirán algo que ninguno imaginaba accediendo al alcantarillado en busca de una salida. Miguel, el vigilante que vive dentro del cementerio, ha descubierto un secreto inimaginable contra el que deberá luchar y aprenderá a aceptar la existencia de zombis, seres que hasta entonces solo habían existido en el cine y los libros. Los tres formarán un triángulo de confusión durante una noche en la que harán lo posible por salvar sus vidas y que el secreto del cementerio no salga al exterior una vez llegue la luz del día. Veinticuatro horas trepidantes en las que la lucha sin descanso dará pie a una historia de terror gótico con tintes gore que el lector disfrutará como si estuviera viendo una película de terror, siendo golpeado a cada escena sin descanso hasta la última página. Javier Herce vuelve a adentrarse en un género literario que conoce bien dando pie a una historia trepidante que ocurre en su totalidad dentro de un cementerio, lugar que siempre ha sentido muy cercano a él y al que homenajea con esta novela que no es la típica narración de zombis al que el lector puede estar acostumbrado.
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Seitenzahl: 289
Veröffentlichungsjahr: 2015
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Título:Zementerio.
© 2015 - Javier Herce
© Fotografía de portada:Javier Herce.
© Diseño Gráfico:Nouty.
Colección:Volution.
Primera Edición Abril 2015.
Derechos exclusivos de la edición.
©nowevolution2015
ISBN: 9788494435737
Edición digital Octubre 2015
Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor.
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Esta novela está dedicada a todos los cementerios
ESA CASA DENTRO DEL CEMENTERIO
Me quedo mirando
A esa casa dentro del cementerio
Y me pregunto
¿Cómo se vivirá allí?
¿Qué vida se lleva dentro del cementerio?
Viviendo la muerte
Sintiendo sus almas
Viviendo allí
Cada vez que miro
Esa casa dentro del cementerio
Sigo preguntándome
1
LA BRUJA
La cripta estaba oscura y olía a humedad. El lugar perfecto. Después de dar una vuelta entre tumbas y mausoleos buscando alguno que tuviera la entrada abierta o una lápida movida, encontró un panteón que parecía no tener la puerta muy segura. Estaba decidida a llevar a cabo su cometido y no se iba a marchar sin conseguirlo. Iba bien preparada. Había cogido lo que necesitaba y lo llevaba dentro de una mochila en forma de ataúd.
Había estado muchas veces en ese lugar. Su alma siniestra se sentía segura dentro de un cementerio, donde siempre encontraba un ambiente agradable, por mucho que a los demás les pareciera escabroso o raro. Ella era la oveja negra de la familia, y nunca mejor dicho eso de negra, porque se trataba del color que siempre la acompañaba a todas partes. La ropa, el pelo, el maquillaje, el alma… Todo.
Se acercó a la puerta del panteón y miró a ambos lados. A esa hora del mediodía no solía haber gente en el cementerio, pero tenía que estar segura de que no la veía nadie. Necesitaba tranquilidad y que la dejaran terminar su trabajo.
Vía libre. Puso una mano en los barrotes de la puerta y empujó. Como sospechaba, estaba abierta. Parecía que no había pasado demasiado tiempo desde la última vez que alguien estuvo allí. Las otras veces que había conseguido entrar en un panteón, a las puertas les había costado ceder por estar agarrotadas debido al tiempo que llevaban sin abrirse.
Delante tenía unas escaleras que descendían a la oscuridad. No podía haber encontrado un sitio mejor, así que bajó.
No le daba miedo estar sola, ni temía encontrarse con algo inesperado. Es más, casi le apetecía que así fuera. Eso le habría dado más emoción si cabía. Claro que creía en fantasmas, si no, no habría ido a hacer lo que iba a hacer.
Ya estaba dentro preparada para llevar a cabo su ritual. Lo siguiente era encontrar una lápida que le conviniese. Por la puerta entraba algo de luz y era la suficiente para no tener que encender una linterna. El ambiente lúgubre le daba aún más emoción.
En ese lugar se notaban algunos grados menos que en la calle. No era muy grande. Solo nueve nichos colocados en tres filas de tres en una de las paredes. El resto estaba vacío, a excepción de un pequeño altar con flores artificiales y un crucifijo enorme, permanecía todo bastante limpio. Allí iba gente a menudo, eso estaba claro. Pensó que podía ser el motivo por el que la puerta estaba abierta. También era buena señal. Significaba que los muertos de ese mausoleo no habían sido olvidados y que tampoco hacía mucho tiempo que habían fallecido. El ritual iba a ser más efectivo si el difunto estaba más fresco.
Miró las lápidas de los nueve nichos y enseguida supo cuál iba a usar porque su mármol era bastante reciente. Según la fecha grabada, la chica que allí descansaba había muerto un mes antes y era muy joven. Solo veinticinco años. ¿Qué le había ocurrido para dejar el mundo a esa edad, la misma que tenía ella? Se la imaginó suicidándose. Se habría tirado por la ventana por no poder soportar la pérdida del amor. Qué romántico… A lo mejor su cabeza estaba reventada dentro del ataúd.
Se arrodilló frente a la lápida y sacó lo que necesitaba. Puso delante de ella tres velas y las encendió. Con la llama quemó incienso y dejó que se consumiera. Después puso sus manos sobre el mármol, que sintió muy frío. Cerró los ojos y respiró el olor del humo del incienso. Muy concentrada, comenzó.
Todo a su alrededor dejó de existir. Solo estaban allí esa chica muerta y ella. Podía sentirla. Incluso podía ver cómo murió, experimentando todo su dolor. Se le cayó una lágrima. Había sido todo tan injusto…
El acto, demasiado íntimo, fue interrumpido con mucha crueldad. A su espalda el vigilante del cementerio, que había entrado y bajado las escaleras, le dijo:
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
2
JON
—¿Vienes al cementerio? —preguntó Jon.
Estaba con Sara en la cama, después de haberse acostado juntos, los dos desnudos y destapados por el calor que hacía aquel verano. El único momento del día en el que podían aprovechar para tener un poco de sexo era durante la tarde, ya que en casa de Sara nunca había nadie a esas horas.
Ella lo miró a los ojos.
—Mejor no —respondió.
—¿Por qué?
—Hoy no me apetece —dijo, levantándose para vestirse.
—Qué raro. ¿Te pasa algo?
—No —contestó Sara subiéndose unas bragas negras—. Es solo que hoy no me apetece. Hace mucho calor.
—Justo por eso. Ni el mejor aire acondicionado da una temperatura como la que hay en una cripta por la noche.
—Ve tú —añadió ella dándole poca importancia—. Tengo a mi padre un poco mosqueado. Dice que no paro en casa.
Jon se incorporó y buscó sus slips para ponérselos.
—No veo el momento en que nos vayamos a vivir juntos y no tengamos que dar explicaciones a nadie —suspiró.
—Antes de eso deberíamos preocuparnos por encontrar trabajo, ¿no crees?
Terminaron de ponerse la ropa en silencio.
Los dos siempre vestían de negro. Incluso su pelo era negro. Él lo llevaba largo, por debajo de los hombros, y también se pintaba los ojos de ese color. Un piercing en la nariz, otro en el labio inferior y también en ambos pezones eran los adornos de su cuerpo.
Ella tenía una belleza casi siniestra y, como Jon, su maquillaje era también negro y llevaba un piercing en la nariz. Su pelo, casi hasta la cintura, solía llevarlo siempre en una coleta.
Eran tal para cual. Llevaban lo siniestro y la oscuridad en la sangre y les daba igual lo que pensaran los demás.
Adoraban cualquier cosa que la gente pudiera considerar terrorífica, incluidos los cementerios por la noche. Solían esconderse allí, a la espera de que cerraran, y pasar la noche entre tumbas, contando historias de terror, hablando de la vida y, por qué no, teniendo un poco más de sexo. Lo consideraban tan divertido, que a veces a ellos mismos les asustaba saber que eran de esa forma.
—Bueno —dijo Jon, una vez vestido—, ¿vienes?
Sara suspiró. En realidad le apetecía mucho.
—No —respondió.
—Iré solo entonces.
—Vale, pero ten cuidado.
Jon también iba a veces solo a pasar la noche al cementerio, no era algo extraño en él. Encontraba en hacerlo algo casi poético, como un retiro espiritual. Sabía que no podía ir contando por ahí esa afición, pero era algo que le apasionaba.
Se despidieron y Sara se quedó en su casa.
Al llegar al cementerio, Jon cumplió con el mismo ritual de siempre. Entró y se escondió hasta que cerraron la puerta de entrada y se hizo de noche. Después siempre solía salir a un cementerio oscuro y acogedor, que le esperaba para disfrutarlo durante las horas nocturnas.
3
EL RETO
Allí plantado, delante de la puerta, se arrepentía de haber aceptado el reto. Nunca le habían gustado los cementerios. Solo había estado una vez en su vida dentro de uno, cuando de niño murió su abuela. Contaba por aquel entonces cinco años y fue algo traumático para él. Nada más entrar, de la mano de su madre, y ver todas aquellas lápidas, donde sabía que se escondía gente muerta, rompió a llorar y a gritar para que se fueran de allí lo antes posible. Una parte de su mente infantil le decía que los muertos se iban a levantar y a ir a por él. Tuvo pesadillas durante mucho tiempo con aquel lugar. Soñaba con muertos que caminaban y se comían a los vivos. Eso en su vida había sido todavía peor que haber perdido a la abuela.
Con veintidós años ya no era un niño, pero algo de ese trauma había quedado dentro de él. Tanto era así, que desde que su abuela murió hubo otros dos entierros en su familia y se negó a ir a ninguno de los dos. Las pesadillas con esos lugares llenos de muerte le duraron años.
Sus amigos lo sabían y por eso le habían propuesto el reto. Él, que tenía que ser más hombre que nadie, aceptó sin dudarlo y ahora se maldecía por ello…
Acababa de salir de ver una película de terror en el cine con Raúl y Enrique. En su argumento, el protagonista se quedaba encerrado una noche en un cementerio y, cuando salieron de la sala, Roberto les contó lo horrible que para él sería que algo así le sucediera.
Lo había pasado tan mal viendo esa película, que había salido del cine blanco como el mármol. Entre eso y la anécdota de infancia que contó a sus amigos, Raúl le dijo:
—¿Por nada del mundo pasarías una noche en un cementerio?
Enrique le siguió el juego:
—¿Ni aunque te retásemos a ello?
—Por supuesto que no —respondió tajante Roberto.
—¿Estás diciendo en serio que no te atreves a hacer algo que hasta una nena haría sin pasar miedo? —preguntó Enrique.
Roberto lo miró sin responder. No sabía qué decir a eso. Quería quedar como un valiente delante de sus amigos.
—¿Cómo le puedes tener miedo a algo así? —dijo Raúl.
—No tengo miedo —contestó Roberto, creciéndose.
—Acabas de decir que no lo harías por nada del mundo —añadió Raúl.
—Te voy a hacer una pregunta muy directa —dijo Enrique—. ¿Te atreverías a pasar una noche en un cementerio, solo, aislado y sin móvil?
Roberto, en una subida de adrenalina, asintió:
—Por supuesto.
—Esta noche —propuso Enrique.
—Esta noche —repitió Roberto.
Hacía un mes que Roberto había terminado su carrera de Filología inglesa, y estaba disfrutando de su último verano de libertad antes de ponerse a trabajar, como si fuera su última oportunidad de aprovechar la juventud. Él sentía que, una vez acabados los estudios, empezar a trabajar suponía pasar a la edad adulta, hacerse mayor y dejar de ser un niño para siempre.
Era hijo único y sus padres se habían podido permitir pagarle los estudios. Ellos habían querido que se dedicara al cien por cien a la carrera. Para Roberto, haber aprobado todo a la primera fue una muestra de agradecimiento por lo bien que se habían portado con él.
Así que ahí estaba, presa de su falsa valentía, a punto de entrar en un cementerio, quince minutos antes de su cierre, que tendría lugar a las ocho de la tarde. Raúl y Enrique estaban detrás de él para comprobar que entraba y no salía. El plan era que ellos esperarían hasta que las puertas se cerraran y volverían al día siguiente a primera hora para verlo salir una vez las hubieran abierto. Les había dado tiempo a preparar una coartada con sus padres. Roberto les dijo que iba a pasar la noche en casa de Raúl jugando a videojuegos. No se extrañaron. Ya lo había hecho más veces.
De su casa había cogido una mochila con lo indispensable para pasar la noche, por si surgía algún imprevisto, aunque no llevaba todo lo que le habría gustado. Le habían registrado para comprobar que no llevara móvil, así que estaba incomunicado con el exterior.
Roberto se volvió y les miró. Le estaban sonriendo desafiantes y eso le daba más valor. Se veía capaz de demostrarles que no era un cobarde, se giró de nuevo, vio la puerta del cementerio y su valor se vino abajo. Si no podía entrar en uno por el día, ¿cómo iba a pasar allí dentro toda una noche?
La temperatura no iba a ser un problema a mediados de julio, pero lo que menos le preocupaba era pasar frío o calor. Estaba a tiempo de decir que no lo hacía, permitir que se rieran de él y le llamaran gallina, nenaza o lo que fuera. Cualquier cosa mejor que pasar allí toda la noche solo.
Un muro alto y blanco de cemento no dejaba ver el interior, pero por la puerta metálica de color verde abierta distinguía el escenario de sus próximas horas y le temblaban las piernas.
—¿No vas a entrar? —preguntó Raúl.
Roberto, como respuesta y con un impulso de decisión, comenzó a caminar y, sin mirar atrás, entró en el cementerio.
Nada más poner un pie dentro, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Volvió a ser el niño que tenía pesadillas con las tumbas y los muertos.
Caminó por un pasillo de setos que llevaba hasta otra puerta al fondo. Al otro lado de los setos distinguía las primeras tumbas. Eso ya era el cementerio, pero prefería ir hasta la puerta del fondo y cruzarla. Allí sus amigos no le verían. Pasó aquella puerta de cristal que llevaba a una especie de habitación vacía donde había una floristería cerrada. Enfrente otra puerta más lo devolvió al exterior. Entonces intuyó que ya no era visible desde la puerta principal, por lo que se detuvo y se giró.
Ya estaba dentro. A su derecha había una casa, donde supuso que vivía el vigilante. Pensó en lo desagradable que debía ser tener un trabajo así y vivir dentro del cementerio. Se le heló la sangre solo con pensar en que le tocase vivir una situación similar. Él no lo soportaría. Prefería picar piedras antes que ser vigilante en un sitio como ese.
A su izquierda un muro de nichos comenzaba y se extendía como un ruedo alrededor del lugar, con una fila de tumbas justo delante, antes del camino que bordeaba a la par el muro donde se encontraba.
De frente, un campo de mausoleos y panteones se extendía hacia donde le alcanzaba la vista. Algunos eran muy altos, por lo que no podía distinguir dónde terminaban. Tenía la sensación de haber retrocedido un siglo en el tiempo. Todas las construcciones y estatuas eran muy antiguas. También estaban viejas y poco cuidadas, lo que le daba al lugar un aspecto decadente y casi aterrador.
El mundo exterior, el real, había desaparecido y en ese momento solo podía pensar en que estaba rodeado de muertos. No se veían, pero sabía que estaban por todas partes. Dentro de esos mausoleos guardados por estatuas de ángeles, bajo tierra, en nichos… En ese momento la vida estaba en desventaja y se sentía indefenso en un ambiente que no era el suyo y que siempre había asociado con pesadillas.
Giró sobre sí mismo. Se acercaba la hora y no sabía qué hacer ni dónde meterse para que el vigilante no lo viera antes de cerrar las puertas. Ni siquiera había un sitio donde sentarse. Miró el reloj y faltaban solo diez minutos para las ocho de la tarde.
Se acercó a una de las puertas de aquellas construcciones que parecía que en cualquier momento se iban a venir abajo. Era de metal con barrotes, por lo que se podía ver el interior. Allí había una especie de altar con flores secas y a los costados nichos, pero puestos en la pared a lo largo en vez de a lo ancho, que era como estaban en los muros de afuera. Agudizó la vista y pudo distinguir algunos de los nombres y fechas de las lápidas. Tenían más de un siglo. No le extrañó entonces que todo tuviera esa apariencia ruinosa.
Se imaginó que habría zonas más nuevas en ese cementerio, aunque no sabía si quería averiguarlo, ni podía verlo desde allí. Le habían dicho que no era muy grande, pero solo estaba en el principio.
Lo que tenía que hacer era esconderse para que, cuando llegara la hora del cierre, no lo vieran ni lo echaran. Iba a ser una de las peores experiencias de su vida, lo tenía claro, pero no dejaría que sus amigos lo tomaran por un cobarde.
Caminando cementerio adentro, en un suelo de tierra entre las callejuelas que dejaban los panteones, se dio cuenta de que una de sus puertas estaba abierta. Podía ver la ranura desde donde se encontraba. Solo con eso le entraron escalofríos.
Le entró curiosidad por saber por qué estaba abierta, así que se acercó. Cuando estuvo justo delante del panteón se dio cuenta de que en realidad era una especie de pasadizo que llevaba hacia abajo. Había esperado encontrarse un montón de tierra, puede que parte de un ataúd asomando, pero no. Lo que vio fueron unas escaleras y otra puerta de barrotes a una profundidad de unos dos metros.
Miró a ambos lados. No había nadie. Ese podía ser un buen sitio para esconderse, pero la sola idea de bajar ahí, le helaba la sangre. No sabía qué iba a encontrarse al fondo de aquellas escaleras, pero tampoco podía quedarse a la vista del vigilante que lo echaría a la hora del cierre. Empujó la puerta y se abrió, para su sorpresa, haciendo que su corazón diera un vuelco.
Volvió a mirar alrededor. Nadie. Cogió aire y uno de sus pies bajó un escalón. Después el otro, otro escalón, otro… y ya estaba abajo.
Sacó una linterna de su mochila, aunque no estaba demasiado a oscuras. Pensó que en los últimos cien años no había entrado mucha gente allí. Había un olor a cerrado muy fuerte.
Encendió la linterna y apuntó hacia dentro a través de los barrotes. A simple vista parecía una habitación vacía, pero estaba tan nervioso que podía haber cualquier cosa allí dentro y no la habría visto.
«Tienes que ser valiente», se dijo.
Lo intentó. Se obligó a empujar la puerta para entrar más adentro, pero fue inútil. Su cuerpo no le respondía. Le empezaron a temblar las manos y subió corriendo las escaleras hasta estar de nuevo en la calle.
No tenía ni idea de que hubiera habitáculos bajo tierra en las tumbas. Eso era todavía más terrorífico de lo que había pensado. Se imaginó cómo podrían ser y en su mente visualizó una película de vampiros en la que el sótano del castillo albergaba los ataúdes que allí se podían ver, esparcidos por el suelo. En el caso de ese lugar, puede que incluso alguna estuviera abierta, rota por el paso del tiempo, y los muertos, o lo que quedase de ellos, permanecieran a la vista.
No, no quería comprobarlo.
Tenía que reconocer que todo estaba construido con una suntuosidad impresionante y que iba descubriendo cosas que en la vida habría sospechado. Aun así seguía pensando que ese lugar era demasiado tétrico y no habían parado de temblarle las manos.
Caminó por el suelo arenoso. Cinco minutos para el cierre. O se daba prisa, o no podría cumplir con su parte del trato.
Se detuvo. Otro de los panteones, aunque más bien parecía una garita militar, estaba abierto. Era como una caseta en la que podrían caber, como mucho, dos personas de pie y a su lado tenía un suelo esculpido en piedra. Supuso que eso sería el techo de la cripta y, la caseta, solo la entrada al habitáculo subterráneo.
Se acercó a mirar. Empujó un poco la puerta entreabierta y sacó de nuevo la linterna. Tenía razón. Unas escaleras conducían a un espacio bajo tierra.
No estaba dispuesto a bajar, pero oyó un ruido. Alguien se acercaba e intuyó que se trataba del vigilante, que estaba asegurándose de que no quedaba nadie allí, así que de un impulso, sin pensarlo, entró y bajó las escaleras quedándose a solo dos de llegar hasta el final.
Ya estaba dentro. El corazón le latía tan rápido, que le dolía el pecho. Tenía que salir de allí. Lo había intentado, pero no podía con eso. Perdería la apuesta, aunque si no se iba, le daría un ataque. No había oscuridad completa, por la puerta abierta, y veía muy bien el interior. Ese habitáculo subterráneo era del tamaño de su habitación. Olía a humedad y lo primero que le llamó la atención fue ver que no era como se lo había imaginado.
No había ataúdes en el suelo ni cadáveres esparcidos como en las películas, pero le resultaba igual de tétrico.
Las escaleras tenían dos tramos. Uno que iba de frente hacia la puerta, y otro que giraba a la derecha. Abajo, las paredes, excepto la de las escaleras, las formaban nichos del suelo al techo. Todos tenían una lápida con su inscripción y desde donde estaba podía ver algún nombre y fecha. Unos eran muy antiguos, pero otros no.
Se estaba empezando a poner demasiado nervioso. Era como si el olor a humedad invadiese todo su cuerpo y las paredes se estuvieran juntando, haciendo la estancia cada vez más pequeña. No podía dejar de pensar en que estaba rodeado de muertos y esa sensación era demasiado para él.
Se dio media vuelta para volver a subir las escaleras, pero oyó un ruido ensordecedor y vio que la puerta se cerraba de un golpe y alguien giraba una llave en su cerradura. Al principio se quedó paralizado sin saber reaccionar, pero sabía que tenía que ser rápido si quería salir de allí. Una cosa era esconderse dentro de esa cripta hasta que diera la hora, pero otra muy diferente era quedarse encerrado hasta que algún día alguien volviera a abrir la puerta que dejaba entrar la luz por sus barrotes metálicos.
Por un momento se quedó bloqueado sin saber reaccionar. Tenía que salir de allí. Era mejor ser descubierto que morir de miedo, así que subió corriendo las escaleras y empujó la puerta, que no se movió. Golpeó y empezó a gritar para que volvieran a abrir, pero la persona que había cerrado ya no estaba cerca para oírle. Se había quedado parado demasiado tiempo. Daba patadas y puñetazos, pero era inútil. Nadie se acercaba. Al final los gritos y los golpes fueron de pura histeria, puesto que sabía que no le oía nadie. No obstante tenía que sacar todo su miedo de alguna manera, y esa era la que tenía en aquel momento. No paró hasta que le dolieron las manos y le empezó a picar la garganta. Entonces se dejó caer y se sentó en un escalón sin saber si echarse a llorar o a reír. «¿De verdad tenía que pasar bajo tierra, dentro de una tumba, mínimo toda la noche?» Antes se volvería loco, estaba convencido.
En ese momento veía dos opciones: quedarse sentado en las escaleras toda la noche, o bajar y ver mejor qué había allí dentro.
Se quedó quieto. Era mejor pensar que al día siguiente volverían a abrir y podría salir pero, ¿y si no lo hacían? Tenía que mantener la calma. Poniéndose más nervioso no iba a solucionar nada.
Se acordó de su madre. Estaría en casa tranquila convencida de que su hijo iba a pasar la noche en casa de un amigo, ajena a la chiquillada que en realidad estaba cometiendo. Con la de veces que discutía con ella, en ese momento habría dado su brazo derecho por estar a su lado en vez de en ese tétrico lugar.
Habían pasado solo cinco minutos, pero le daba la sensación de llevar allí horas y la situación iba a poder con él. Debía hacer algo, o terminaría dándose cabezazos contra el muro de piedra.
Se levantó de un golpe. Ya era hora de ser un hombre y enfrentarse al problema como una persona adulta. ¿No quería demostrar que era valiente? Pues iba a serlo.
Bajó las escaleras y volvió a meterse en el habitáculo. Aunque no entraba demasiada luz, podía ver sin la ayuda de la linterna. Sus ojos también se habían acostumbrado, y veía con más nitidez lo que tenía delante de sus ojos. En el suelo alguien había dejado flores. Puede que después de todo no fuera tan raro que gente bajara allí y era posible que lo hicieran a menudo, aunque todo se veía viejo y descuidado.
Se giró y miró las paredes de los lados. Distinguía mejor los nichos, como el panteón que había visto nada más entrar al cementerio. En realidad la única diferencia que encontraba con aquel era que este otro estaba bajo tierra y parecía un poco más grande. Por lo demás estaban construidos siguiendo un patrón muy parecido.
Bien pensado aquel lugar no era tan terrorífico. Estarían las paredes llenas de muertos, pero todo parecía en calma y nada le hacía pensar que allí fuese a ocurrir algo fuera de lo común. Eso de que los muertos salieran de sus ataúdes y las historias de fantasmas eran invenciones de las películas y las novelas de terror. Los nichos que allí había no daban la sensación de haber sido tocados en muchos años, por lo que sus dueños llevaban allí tumbados desde el día en que los metieron. En cuanto a los fantasmas, prefería no creer tampoco en ellos, al menos no en ese momento.
—¿Ya te has cansado de gritar y patalear como un niño pequeño?
Roberto se giró al oírlo, pero de la impresión tropezó consigo mismo y cayó al suelo notando un dolor muy fuerte en su mano izquierda. ¿Qué había sido esa voz? ¿De dónde procedía?
Había allí alguien más, pero no lo veía. Puede que después de todo, los fantasmas sí que existieran y fuese a morir en cualquier momento.
Solo podía temblar, sin pararse a pensar en el dolor que tenía en el dedo índice de su mano izquierda, que al caer se había golpeado en la uña contra el suelo.
La voz había salido de debajo de las escaleras. No se había fijado que la cripta parecía continuar por allí, o al menos tenía otro pequeño habitáculo en el que podía caber una persona, aunque no se veía, porque el hueco se metía en la pared y allí estaba tan oscuro, que era imposible distinguir si había alguien.
Oyó que algo se movía ahí dentro. «El asesino», pensaba, estaba justo enfrente y no podía ver quién iba a ser el causante de su muerte. Estaba convencido de que esos eran sus últimos momentos de vida. En cambio vio una luz alumbrándole que lo dejó ciego. Después, una mano que salió de ella se posó en uno de sus hombros. De la impresión se apartó y se arrastró por el suelo hasta que su espalda dio contra una pared.
La luz se fue acercando, pero no podía ver quién o qué estaba detrás. Cuando se paró frente a él, se apagó. Estaba demasiado deslumbrado para ver con claridad, así que tuvo que esperar unos segundos para distinguir qué era el bulto que tenía en frente.
—¿Quién eres? —preguntó temblando.
—¿Quién eres tú?
Al dejar poco a poco de tener la vista cegada, vio a la persona que le estaba hablando. Era un chico que podría tener su misma edad, pero no era como él. Su aspecto era diferente, siniestro.
Le volvió a tender la mano y Roberto la cogió para levantarse. Una vez en pie y más cerca de él, lo vio mejor. Lo primero que pensó fue que estaba encerrado en una tumba con un gótico, y lo segundo que no sabía si eso era bueno o malo, aunque se imaginó lo segundo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Roberto tartamudeando.
—¿Qué haces tú aquí?
El tono de voz del joven era aún más siniestro que su apariencia, y eso no le tranquilizaba nada. Casi se le llegó a olvidar el terrible dolor en su dedo.
—¿Vas a matarme? —dijo Roberto.
—¿Eres imbécil?
—No me hagas daño.
—El daño ya te lo haces tú solito. ¿No ves cómo te sangra el dedo? —dijo señalando su mano herida.
Se miró la mano. Tenía la uña levantada. Solo se unía a la carne por unos milímetros y al verlo le volvió el dolor y fue consciente de que estaba sangrando mucho.
—Y ahora —añadió—, ¿qué hago con esto?
—Yo que tú me la arrancaría —le sugirió el otro chico.
—¿Estás loco? ¿Cómo me voy a arrancar una uña?
—Ya casi lo está y, dejándola así, solo conseguirás que se enganche con todo y te duela mucho más.
Comenzó a marearse viendo su uña casi despegada del dedo y pensando en qué hacer con ella.
El otro chico se acercó a él y le cogió la mano.
—¿Vas a chuparme la sangre? —dijo Roberto muerto de miedo.
—¿Por qué no dejas de decir estupideces? Hay que hacer algo con este dedo. Aprieta los dientes y no respires.
—¿Cómo?
El chico, con la punta de dos dedos, le agarró la uña.
—Esto va a doler —advirtió.
—¿No serás capaz de hacer lo que pienso que vas a hacer?
—Solo será un momento.
Antes de que Roberto pudiera decir nada más, el otro empezó a tirar de la uña y el dolor fue tan intenso, que pensó que se desmayaría.
En cuestión de segundos se la había arrancado y, cuando lo soltó, cayó al suelo de rodillas, roto por el dolor, agarrándose la mano herida y conteniendo las lágrimas.
—¡Estás loco! —gritó como un niño pequeño.
—Lo suficiente como para meterme aquí… Igual que tú.
Roberto lo miró en silencio. ¿De dónde había salido? Con ese aspecto no le tranquilizaba nada la idea de estar junto a él las siguientes horas en un lugar tan reducido, rodeados de muertos y casi a oscuras.
Buscó en su mochila algo con lo que taparse el dedo. Le sangraba demasiado y temía que se le fuera a infectar. Como iba preparado para casi cualquier cosa, había metido incluso un pequeño botiquín.
No le iba a doler más de lo que ya le dolía, así que no se lo pensó a la hora de echarse alcohol donde antes había tenido una uña. Después se puso una venda, aunque pensó que de todas formas iba a necesitar que un médico le viera ese dedo.
—¿Me vas a decir ya qué haces aquí? —preguntó, intentando olvidarse de su herida.
—¿Me lo vas a decir tú?
—Por un reto —respondió Roberto, sintiéndose el ser más estúpido del mundo.
—¿Cómo? —dijo el siniestro sorprendido.
—Que estoy aquí por una apuesta.
El chico sacó media sonrisa suspirando.
—Es tan típico —advirtió—. Déjame adivinar. Tus amigos te retaron a quedarte solo en el cementerio.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Roberto cerrando la mano para apretar la venda.
—Porque sois todos iguales. Os pensáis que un cementerio es un sitio para jugar. Venís aquí solo para reíros.
—Pues te aseguro que esto no me hace ninguna gracia.
—Me alegro —dijo el chico arrugando la barbilla—. Eso te pasa por subnormal.
—¿Vas a dejar de insultarme? —pidió Roberto.
—La gente como tú, que le falta el respeto a este lugar y viene aquí por diversión, no merece otra cosa más que insultos.
—Tú también estás aquí y no te he insultado ninguna vez, y mira que tus pintas me sugieren un par de adjetivos no muy agradables.
El chico se acercó de nuevo a él y, cogiéndolo de la ropa por los hombros, lo obligó a levantarse y después lo empujó contra los nichos que tenía detrás.
—¿Vamos a tener un problema? —preguntó sin dejar de agarrarle.
—Me haces daño. Por favor, suéltame.
Le soltó y dio un paso atrás.
—Estoy harto de que la gente me juzgue solo por mi apariencia —dijo el desconocido apartando la mirada.
—Lo siento. No te quería ofender.
—No me has ofendido. En realidad esa forma de pensar me produce lástima. Demuestras ser una persona muy cerrada de mente.
—Reconocerás que los góticos sois un poco raros —admitió Roberto.
—Yo no me considero raro en absoluto. Raro tú, que te metes aquí solo por una apuesta.
—¿Por qué te has metido tú? —preguntó Roberto, menos intimidado.
El chico miró alrededor.
—Me gusta estar aquí —respondió.
—¿Y eso no es raro? ¡Yo alucino!
—Lo que ocurre es que yo no veo los cementerios como los ves tú.
—Entonces —añadió Roberto—, ¿cómo los ves?
—Estos sitios no solo esconden muerte y tristeza. Son lugares llenos de paz y de una calidad artística que no se ve en cualquier parte. Me gusta venir a meditar, a estar solo y a disfrutar de toda esta maravillosa decadencia…
Roberto se dejó caer de hombros. Jamás se había imaginado que alguien pudiera pensar así sobre los cementerios.
—Vaya —suspiró—. No sé qué decir.
—Haces bien en callarte si no tienes nada interesante que comentar.
—¿Eres siempre así de desagradable? —preguntó Roberto.
—Solo con la gente que no me cae bien.
—No me conoces para decir que no te caigo bien.
—Has venido aquí por un reto… Suficiente.
El chico caminó hacia el otro lado de la estancia y se sentó apoyándose en la pared. Roberto no sabía qué hacer. Le dolía el dedo, seguía teniendo miedo y le daba rabia que lo juzgaran sin conocerle. Fue hacia donde estaba él y también se sentó a su lado.
—¿Cómo te llamas? —dijo.
El otro giró la cabeza y le miró sin ningún sentimiento.
—¿Es eso importante? —preguntó.
—Es para romper el hielo. Yo me llamo Roberto.
—No es el hielo lo que me gustaría romper ahora mismo.
—Me has arrancado una uña. ¿No es suficiente?
El chico no pudo evitar sonreír al oírle.
—Te ha dolido, ¿eh?
—¿Que si me ha dolido? —dijo Roberto sintiendo un escalofrío—. ¡Pensaba que me moría!
—Eso te pasa por torpe.
—¿Cómo no me voy a caer al suelo? —se indignó Roberto—. Ponte en mi situación. Me quedo encerrado en una tumba, rodeado de ataúdes, y de repente oigo que me habla alguien. Lo raro es que siga con vida. A cualquiera mínimo le habría dado un ataque al corazón. Lo de la uña ha sido mala suerte.
—Ha molado mucho —dijo el gótico con un ligero tono psicótico.
—¿Qué?
—Lo de tu uña. Ha sido una pasada.
—Eres satánico, ¿verdad?
—Y tú gilipollas.
—He perdido una uña y me he puesto a sangrar como un cerdo —dijo Roberto cruzándose de brazos—. No me parece divertido.
—A mí sí me lo ha parecido.
—¿Te arranco yo una uña a ti para que veas lo divertido que es?
El chico se llevó una mano cerca de la cara y se miró las uñas pintadas de negro.
—No —respondió—. Creo que no.
—Las desgracias son más divertidas cuando les ocurren a los demás.
—Me llamo Jon.
—¡Vaya! —se sorprendió Roberto—. Eso es que te empiezo a caer bien, ¿eh?
—Digamos que eso es que me caes un poco menos peor.
—¿Qué forma de hablar es esa?
—Y no, no soy satánico —admitió Jon—. Ser gótico no significa ni ser satánico, ni un asesino, ni un caníbal, ni nada de eso, ¿entendido?
—Claro —mintió Roberto—. Entendido.
Se miró el dedo vendado. La sangre empezaba a asomarse. No parecía que la hemorragia fuese a parar por sí sola. Tenía que verlo un médico, pero era demasiado tarde. Aunque hubiera querido, ya no podía salir del cementerio.
—Eso no pinta muy bien, ¿eh? —dijo Jon.
—Bueno, pero es divertidísimo, ¿a que sí? —ironizó Roberto.
Lo único bueno que le veía a todo eso, si es que tenía algo positivo, era que, aunque la compañía no fuera demasiado agradable, al menos no estaba solo. De haber sido así, se habría vuelto loco allí metido.