Piensa en mañana - Javier Herce - E-Book

Piensa en mañana E-Book

Javier Herce

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Beschreibung

En la habitación prohibida hay algo que ella jamás habría esperado encontrar: un cuaderno en el que Bruno escribió a mano cómo, día a día, intentaba luchar contra lo que le tocó vivir. Desde que nació tuvo que aprender a aceptar una vida que él no había elegido, teniendo un padre alcohólico que lo maltrataba tanto a él como a su madre. Criado en un pequeño pueblo de la sierra, no conoció más vida que la suya y hasta que no vio con sus propios ojos cómo era la relación de sus compañeros de clase con sus padres, no se dio cuenta de que no tenía por qué soportar aquello. Este es el viaje por la vida de Bruno, por su formación como persona y cómo le afecta haber tenido un padre así. Contada por él mismo en primera persona, aprenderá a escapar y a luchar por tener su propia vida pensando siempre en mañana con una sonrisa, porque mañana será otro día y las cosas siempre pueden ir mejor. Escrita de una forma directa y sencilla y ambientada en escenarios naturales, el lector se adentrará en una historia que habla de sentimientos, de ser uno mismo, de no lamentarse por las cosas malas y de aprender a sonreír, pese a todo. Javier Herce te enseñará a pensar en mañana. Siempre en mañana.

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Índice de Piensa en mañana
Portada
Entradilla
Créditos
Dedicatoria
Si tan solo pudiera despertar
Prólogo
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
Todo vuelve a empezar
Agradecimientos
Más libros de nowevolution

 

 

 

 

 

 

 

.nowevolution.

EDITORIAL

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título: Piensa en mañana.

 

© 2016 Javier Herce

© Diseño Gráfico: Nouty

© Fotografía de portada: Javier Herce

Colección:Volution.

Director de colección: JJ Weber

Editora: Mónica Berciano

 

Primera Edición Abril 2017

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2017

 

ISBN: 978-84-16936-60-1

Edición digital noviembre 2020

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. conlicencia.com - 91 702 19 70 / 93 272 04 45.

 

Más información:

www.nowevolution.net/ Web

[email protected] / Correo

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Esta novela está dedicada a la memoria de mi padre,

Jesús Herce Preciado, fallecido en un accidente de tráfico

el 14 de noviembre de 2016.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SI TAN SOLO PUDIERA DESPERTAR

 

Un grito ahogado

Un dolor eterno

Una herida dentro

Esto es lo que siento

 

Un niño que llora

Que tiene miedo

No quiere estar solo

Y llora en silencio

 

Trato de llenar todo este vacío

Y no sentirme herido

Pero este dolor que siento

Sigue en mí

 

Ojalá quisieras verme de verdad

 

Este niño ya ha crecido sin ti

En soledad

Y sigue llorando por dentro

Porque no estás

 

Si tan solo pudiera despertar

 

Aunque parezca que no necesito un abrazo tuyo

Lo quiero igual que lo quise ayer

 

Acércate y mírame

¿Qué ves?

 

Aquel niño que vive con miedo de ti

Que nunca quiso ser tu error, quiso tu amor

Y ahora solo quiere despertar y aceptar la realidad

Que nunca me querrás

 

Ese niño sigue dentro de mí, aquí

Se pregunta por qué y no sé qué decir, no sé

Prefiero soñar que vivir la realidad

No estás

 

Javier Herce

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RECORDÁNDOTE…

 

 

La publicación de esta novela está muy marcada por un acontecimiento que tuvo lugar la noche del 14 de noviembre de 2016, cuando recibí una llamada de teléfono de la que no sé si alguna vez me repondré. Mi padre había muerto en un accidente de tráfico.

Piensa en mañana iba a haberse publicado por esas fechas, pero circunstancias editoriales hicieron que se retrasara hasta principios de 2017, como si todo estuviera preparado para que no coincidiese con su muerte, ya que no sé si habría sido capaz de poder estar a la altura de la publicación teniendo tan reciente ese acontecimiento.

Ha sido como si la novela hubiera tenido que esperar un poco para poder dedicársela a él. No veo una forma mejor de rendirle homenaje que dándole algo que es solo mío: mi obra. Él ha sido crucial en mi vida, con todo lo bueno y lo malo, porque de todo aprendemos y no solo las cosas buenas nos hacen ser lo que somos. Cada uno es un conjunto de todo, no solo de alguna cosa, y mi padre era un conjunto del que no podías ignorar ningún aspecto, porque entonces no habría sido él.

Sin darse cuenta me enseñó tantas cosas, que soy lo que soy en gran parte por él y eso es algo que siempre le agradeceré. Por eso esta novela se la dedico para que, esté donde esté (él no crecía en muchas cosas, pero seguro que en alguna parte le tienen reservado un hueco especial), pueda sonreír sabiendo que sigo luchando por ser algo en esta vida.

No sé si volveré a ser el mismo después de esto. Vaya manera de abrir el nuevo ciclo literario. Tantas cosas a la vez… Mi reencuentro personal conmigo mismo, el cierre de una etapa literaria, la apertura de otra y la muerte de mi padre de forma tan trágica y tan gráfica. Demasiado en tan poco tiempo como para asimilarlo.

Piensa en mañana va para ti, porque ahora de verdad veo el sentido a todo y porque, de alguna forma, tú me ayudaste a escribir esta historia.

Hasta siempre, papá.

Javier Herce.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1

 

LA HABITACIÓN PROHIBIDA

 

 

 

Se puso delante de la puerta. Después de decidir que había pasado el tiempo suficiente para enfrentarse a lo que guardaba al otro lado, fue poner la mano en el pomo y algo le dijo que aún no estaba preparada. Puede que fuera por el escalofrío que le transmitió el metal al tocarlo, o las imágenes como flashes que le asaltaban la mente. Recuerdos que seguían pesando y doliendo como el primer día.

Apartó la mano como si hubiera sentido un calambre y la frotó contra su estómago. Mordiéndose el labio inferior se dio media vuelta para no seguir mirando esa puerta que daba a la habitación prohibida, esa parte de la casa en la que solo había entrado una vez para encerrar una parte de su vida que jamás iba a volver. Se trataba de un habitáculo pequeño donde guardaba varias cajas de cartón que contenían todo lo que le quedaba de él. Bueno, casi todo en realidad.

Como dicen que nada es para siempre, esa mañana se había levantado pensando que ya había llegado el momento de enfrentarse a sus miedos y recordarlo como lo que fue, y no como algo doloroso que aún la hacía llorar.

—No debería darle tanta importancia —se dijo en voz baja—. Ahí solo hay cosas. Él no está dentro de esas cajas y abrirlas no debería hacerme ningún daño.

Giró de nuevo hacia esa puerta. Debía ser fuerte y aprender a dejar atrás las cosas que nunca iban a volver. Puede que si se decidiera a entrar, acabaría de una vez con esa losa que tenía encima desde hacía años y que le pesaba tanto. Aún era muy joven y se merecía seguir adelante con su vida y ser feliz. Al menos tenía sus recuerdos, y eso no se lo quitaba nadie. Debería aprovecharlos para disfrutar en vez de para atormentarse.

Muy decidida, puso la mano otra vez en el pomo de la puerta, giró y la abrió.

Un olor a cerrado la golpeó haciendo que pusiera una mueca de desagrado. Eso era lo que pasaba cuando mantenías cerrada una habitación durante varios años. Se sintió un poco estúpida por haberse prohibido la entrada allí todo ese tiempo. ¿Qué daño podían hacerle unas cuántas cajas llenas de cosas pertenecientes a una etapa de su vida que le había dado tantas cosas buenas?

Como si se tratara del esfuerzo más grande que tuviera que hacer en toda su vida, puso un pie dentro y, tomando aire, entró. Ya estaba hecho. Había conseguido dar el paso más grande de los últimos seis años. Ese pequeño acto para ella supuso algo tan importante, que notó una lágrima caer por su rostro. Ahí dentro estaba él, esperándola en forma de libros, discos, ropa… cosas que nunca necesitaría para ella, pero que se negaba a tirar, regalar o vender.

Se acercó a una de las cajas, arrodillándose frente a ella sin pensar en el polvo que se pegaría en sus pantalones al hacerlo. Quitó la cinta adhesiva que mantenía su contenido cerrado y levantó las solapas.

—¿Qué haces, mamá? —Oyó a su espalda.

Se volvió sorprendida. Por un momento había olvidado que no se encontraba sola en casa y estaba sumergida por completo en la habitación prohibida, como si el resto del mundo no existiera.

El niño la miraba como si estuviera haciendo algo horrible. Era la reacción de alguien de cinco años al que le has enseñado que algo no se puede hacer y después ve que lo haces delante de sus ojos. Desde que tuvo uso de razón, le dijo a su hijo que esa habitación era la única parte de la casa en la que no se podía entrar, bajo ningún concepto, y esa era la primera vez que la veía por dentro.

El pequeño siempre había imaginado que allí se escondían seres horribles que lo atacarían si abría la puerta, y ver que solo contenía unas cuántas cajas llenas de polvo le sorprendió tanto, que una parte de él no pudo evitar sentirse defraudado por no tener en su casa escondidos los monstruos que asaltaban sus pesadillas.

Al ver a su hijo delante de ella entre las cosas que contenían esas cajas, se recordó a sí misma que aún era muy joven, tan solo veintiocho años, y que le quedaba mucho por vivir, aunque estaba convencida de que jamás lograría experimentar cosas tan intensas como las que guardaba en su memoria y que la acompañarían siempre.

—Ven —le dijo haciéndole señas con una mano—. Acércate.

El niño vaciló al principio, mirando alrededor como si estuviera a punto de hacer la cosa más terrible del mundo, y dio un paso hacia adelante. Al ver que no pasaba nada por estar allí, pareció relajarse y fue hacia donde su madre lo esperaba arrodillada.

—¿Qué hay en esas cajas? —preguntó, pasando un brazo por los hombros de su madre.

—Recuerdos —suspiró ella con un aire de melancolía—. Solo eso.

—¿Por qué no podíamos entrar aquí?

Ella miró hacia las cajas haciéndose la misma pregunta.

—No lo sé —respondió la mujer. El niño, mucho más confiado dentro, se soltó de su madre, fue hacia una de las cajas y la abrió—. ¿Qué hay dentro? —preguntó expectante, sin atreverse a mirar.

—Ropa —contestó el niño, asomándose al interior de la caja y sacando una camiseta—. ¿Por qué guardas esto? ¿De quién es?

La mujer se quedó mirando la prenda y recordando con exactitud la última vez que lo vio con ella puesta. Lejos de ponerse triste, la hizo sonreír con ternura.

—Si quieres —dijo—, cuando te valga, que va a ser dentro de muchos años, podrás ponértela.

—¿De verdad? —preguntó él, emocionado con su regalo.

—Claro. Todo esto va a ser para ti.

Mientras el pequeño revolvía la ropa en busca de algo que ya pudiera valerle, ella se volvió hacia la caja que había abierto antes de que él entrase. Dentro había unos cuántos libros desordenados y desgastados. Ella misma había leído alguno de ellos tiempo atrás. Empezó a sacar varios para ver sus títulos, hasta que se dio cuenta de que entre ellos había algo diferente. No era un libro, sino un cuaderno grueso, de tapas negras y maltratadas por el uso. Lo cogió y lo miró intrigada. Recordaba ese cuaderno, pero lo que no sabía era lo que podía contener. Alguna vez lo había visto escribiendo en él, aunque nunca se atrevió a preguntar por lo que allí plasmaba, y cuando lo guardó en esa caja no tuvo fuerzas para abrirlo. Ahora estaba en sus manos y podía comprobarlo ella misma, aunque por otro lado pensó que así violaría una parte de él que, si nunca se lo contó él, puede que tampoco debería saber tiempo después.

Cerró los ojos tomando aire y, sin mirar, abrió la tapa. El corazón empezó a latirle con fuerza mientras abría los párpados y bajaba su mirada hasta ver que en la primera página solo ponía, en letras grandes: «BRUNO». Se tapó la boca exhalando un grito enmudecido y dejando que el cuaderno cayese al suelo. Leer su nombre, con su letra, fue algo demasiado impactante para ella y, nada más hacerlo, comprendió qué era lo que contenían el resto de páginas manuscritas. Recordó que alguna vez él comentó que quería hacer algo así.

—¡Mira, mamá! —gritó el niño.

La mujer se volvió como si la hubieran despertado de una especia de estado letárgico. Vio que el niño había abierto otra caja y de ahí sacó una botella transparente con un barco dentro.

—Ten cuidado —dijo ella recobrando la respiración—, no lo vayas a romper.

No le hizo mucho caso a su hijo. Lo que de verdad le llamaba la atención era ese cuaderno que descansaba en el suelo frente a sus rodillas. Lo cogió y abrió al azar sus páginas, viendo la caligrafía escrita a pluma con tinta negra, como le gustaba a él.

Lo cerró de inmediato para no derrumbarse delante del niño. No quería que la viera llorar. Quiso decirle algo para que salieran de allí, pero vio que había sacado el contenido de otra caja y por el suelo estaban esparcidos varios vinilos y compact-discs. En otras circunstancias le habría reñido, pero aquello solo eran cosas. Lo que de verdad importaba de toda la habitación lo tenía entre sus manos.

Aferró el cuaderno contra su pecho sintiéndolo más cerca y, al levantarse para salir de allí, sonó el timbre del portero automático.

Por un momento había olvidado que iba a comer con Iván. Miró el reloj y comprobó que, como de costumbre, se había adelantado a su cita. Aún faltaban dos horas y ni siquiera estaba arreglada, aunque eso ya no era importante.

Fue hacia la entrada y abrió.

—Ya sé que aún no hemos quedado —dijo él entrando por la puerta—, pero he salido antes del trabajo y no sabía qué hacer para pasar el tiempo hasta la hora de la comida.

Ella lo miró ausente. Tenía suerte de contar con él, un chico de su misma edad, rubio, de ojos claros y una paciencia que había ayudado a que siguieran juntos dos años después de conocerse.

—No tiene importancia —dijo ella apretando el cuaderno.

—¿He venido en mal momento? —preguntó Iván notándola rara.

—No, no —contestó ella apartándose de la puerta para que entrase—, qué va. Anda pasa.

Al oír la voz de Iván, el niño salió de la habitación y fue corriendo hacia ellos, abrazando al hombre por las piernas. Eso era lo que más le gustaba de él. Su hijo lo adoraba y sabía que aquello era mucho más de lo que cualquier hombre podría ofrecer.

Iván lo cogió en brazos para recibirlo con un beso.

—Este hombrecito se está haciendo mayor día a día —dijo soltándolo y dejándolo en el suelo—. Como sigas así, dentro de poco vas a ser más alto que yo.

—¡Ven conmigo! —pidió el niño emocionado, cogiéndolo de una mano y tirando de él—. Verás lo que hemos encontrado.

Ella intentó detenerlos, pero no pudo. La euforia de su hijo había hecho que casi salieran corriendo hacia la habitación prohibida, donde Iván se detuvo en el marco de la puerta mirando su interior sorprendido y después volviéndose hacia ella, mientras el niño le enseñaba todas las cosas que había sacado de las cajas.

—Pensaba que no querías entrar aquí —dijo Iván mirándola, sin prestarle atención al pequeño.

—Yo también —añadió ella soltando un suspiro—, pero algún día tenía que hacerlo, ¿no?

—Y supongo que ese cuaderno que sujetas con tanta fuerza, lo habrás sacado de aquí.

Ella miró hacia abajo, sintiendo cada palabra que estaba allí escrita, casi con dolor.

—Sí —admitió despegándolo de su pecho y tendiéndolo hacia él.

Iván lo miró con detenimiento pero, cuando fue a abrirlo, ella se lo arrebató.

—Es de Bruno —dijo él—, ¿verdad?

La chica volvió a pegar el cuaderno contra su pecho.

—Escucha, Iván. Será mejor que te vayas.

—¿Cómo? —preguntó él sorprendido, sin entender nada.

Ella volvió a mirar el cuaderno.

—Ha surgido un imprevisto —se excusó avergonzada— y no podré comer hoy contigo.

Se acercó a él y le besó en los labios para hacerle comprender que todo estaba bien entre ellos.

—La reserva está ya hecha —dijo él.

—Por favor —le suplicó la chica—, déjame el día para mí sola. Sabes que si no lo necesitase, no te lo pediría.

Iván señaló hacia el pecho de ella y dijo:

—¿Tiene esto algo que ver con ese cuaderno y con que hayas entrado ahí dentro?

—Sí —contestó ella mordiéndose un labio—, claro. Tiene todo que ver con eso.

Iván se volvió hacia el interior de la habitación, viendo cómo el niño se entretenía revolviendo cajas.

—Está bien —cedió sin mirarla—. Lo comprendo.

La mujer respiró aliviada.

—Te lo agradezco —dijo acercándose y besándolo de nuevo, casi al borde de las lágrimas—, de verdad.

Iván se marchó dejándola el tiempo que necesitaba. Se sintió afortunada por tener a su lado a alguien tan comprensivo. Sabía que no le ponía las cosas fáciles y que siempre había demostrado tener una paciencia enorme con ella. No sabía cómo podría pagarle todo lo que hacía día tras día.

Dejó que el niño se entretuviera con las cajas. Así podría estar tranquila el tiempo suficiente para adentrarse en esas páginas manuscritas. Lo que hubiese entre el resto de cosas ya le daba igual. Sabía que lo que de verdad importaba, lo más valioso, lo tenía entre sus manos y no podía esperar ni un minuto más para empezar a leerlo. Lo que allí había escrito le despejaría muchas de las dudas que seguía teniendo y la haría comprender mejor ciertas cosas. Puede que después pudiera, por fin, dormir tranquila por las noches.

Fue hacia su cuarto, se sentó en la cama cerca de una ventana por la que entraba bastante luz, abrió la tapa negra del cuaderno y comenzó a leer esperando que las lágrimas no le nublaran la vista.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2

 

BRUNO

 

 

 

Supongo que casi todo el mundo guarda los primeros recuerdos de su vida como momentos especiales. Yo pertenezco al pequeño grupo de personas que no lo hace. Mis recuerdos de niñez están muy ligados a una figura paterna que me ha marcado de tal manera, que me hizo ser como soy. Intento ablandarme, pensar de otra forma, pero por más que busco dentro de mi mente, los únicos sentimientos que encuentro hacia él son de desprecio. Odio no, porque la verdad es que no creo que sirviera para nada, puede que porque en el fondo siempre me ha dado lástima, pero lo repudiaba por todo lo que nos hizo pasar a mi madre y a mí. Sobre todo a ella, que se llevó la peor parte.

Recuerdo que siempre me decía, incluso cuando era demasiado pequeño como para comprender sus palabras, que por mi culpa se había convertido en un desgraciado y había echado su vida a perder desde el momento en que vine al mundo. Solía gritarme una y otra vez que no me quería y que yo mismo comprobaría que cualquier día me iba a matar con sus propias manos para librarse de una vez de la carga que yo suponía para él. Es evidente que no llegó a hacerlo, porque si no, no estaría escribiendo esto aquí, pero el miedo que eso creó en mi interior me ha perseguido toda la vida.

Muchas noches las pasaba despierto, en vela con los ojos abiertos, tumbado en la cama y tapado hasta la nariz, alerta por si decidía que había llegado el momento de acabar conmigo. Había trazado un plan y, en cuanto oyese que se abría la puerta, correría para meterme debajo de la cama y, aprovechando su desconcierto al no encontrarme, lograría huir. A medida que iba creciendo, conseguí dormir algo mejor, del propio cansancio, aunque no de forma plena, siempre con un ojo medio abierto y sin saber si lograría ver la luz del día. Así pasé mi niñez. Ahora que soy adulto sé que nunca habría llegado a matarme, pero un niño pequeño ve las cosas de otra forma y en aquellos años yo estaba convencido de que terminaría haciéndolo.

Mis padres se casaron en mil novecientos sesenta y ocho de penalti, como solía decirse en esa época, como muchos matrimonios que se formaron igual que el de ellos. Mi madre se había quedado embarazada de mí y se vieron obligados a pasar por el altar, porque por aquel entonces era impensable que un bebé naciera del vientre de una soltera, y el deber del culpable de que eso hubiera sucedido, el padre, tenía que asumir su responsabilidad y casarse con ella. Ese era el motivo por el que él decía que yo le había arruinado la vida, pero no solo me culpaba a mí de eso, sino que también le echaba la culpa a mi madre, como si ella hubiera sido la única responsable de quedarse embarazada y él no hubiese hecho nada para contribuir al error que terminé siendo yo.

Cuando ocurrió aquello solo tenían dieciocho años y, algo que puedo comprender, se les vino el mundo encima y muchas cosas acabaron de repente para los dos. No solo para él, sino también para mi madre. Aun así, no creo que sea un motivo para que mi padre reaccionase de esa forma. Mi madre se encontraba en la misma situación que él y su forma de llevarlo fue muy diferente a la suya. Yo creo que mi padre era una mala persona y ya está.

Como él no me quería, y no lo escondía, ella fue la que me quiso por los dos y me crió como si fuera a la vez mi madre y mi padre puesto que yo, lo que se dice tener padre con todo lo que esa gran palabra conlleva, nunca lo tuve. Estaba cerca de mí, pero no existía de la forma que tenía que haberlo hecho. Veía a ese hombre como alguien que en su día hizo lo que tenía que hacer, aunque por su propio placer, y por quien yo estaba en este mundo, así que una parte de mí siempre ha estado agradecida por haberme dado la vida, pero nada más.

De todas formas, a mí nadie me preguntó y yo no pedí vivir, por lo que no creo que haya tenido la culpa de arruinarle la vida ni creo que me haya merecido que me tratara como lo hizo siempre. Si en todo eso había un responsable, ese era él, pero claro, es más fácil echarle la culpa al más vulnerable, en este caso a mi madre, y a mí, solo un niño que no sabía defenderse.

Mi madre, más que frágil, era una mujer débil, sí. Nunca fue capaz de plantarle cara ni de quejarse por las palizas que recibíamos. La pobre pensaba que él era su marido, por lo que tenía que aceptarlo y, lo que es peor, aguantarse. Yo creo que en el fondo se sentía culpable por haberse quedado embarazada y pensaba que se merecía el castigo. Mi padre se encargó de que se creyera todo eso y mucho más.

Cuando las palizas dejaban marcas en la cara de mi madre, las ocultaba bajo varias capas de maquillaje, aunque cosas como un labio roto o un ojo hinchado eran difíciles de ocultar, por mucho que se pasara horas en el baño frente al espejo con la brocha de polvos. Otra cosa muy distinta era cuando le ocasionaba lesiones como un brazo roto. Entonces ella le decía al médico que se había caído por las escaleras. Incluso recuerdo la vez que tuvieron que ingresarla en el hospital para hacerle unas pruebas, porque los médicos llegaron a pensar que no era normal que alguien perdiese el equilibrio con tanta facilidad y regularidad. Todos los resultados fueron normales, así que terminaron por pensar que estaba mal de la cabeza, cosa que en parte era cierta, porque si no, no habría aguantado una y otra vez semejante situación.

Mi caso era muy distinto al de ella. Cuando un niño ha vivido siempre en un ambiente como ese, termina por creer que todo lo que ve y padece es normal, que les ocurre a todos y que lo lógico es que un padre pegue a sus hijos y a su esposa. Incluso llegué a creer que al hacerme mayor tendría que hacer lo mismo, por mucho que me pareciera horrible y no quisiera hacerlo. Me casaría, tendría hijos, bebería a diario y les pegaría a todos hasta ver sangre. Eso contradecía a lo que sentía por dentro, ya que sabía que yo no era así en realidad.

Sí, mi padre también bebía, y mucho, cosa que agravaba la situación, porque rara vez estaba sobrio y el alcohol lo volvía más violento de lo normal, si es que era normal ser violento.

Solía esconder las botellas vacías de vino, ginebra y ron por todas las partes de la casa, como si al hacerlo nadie se fuera a enterar, pero mi madre las encontraba e, incluso, a veces también lo hacía yo. Ninguno de los dos decíamos nada. Nos limitábamos a tirarlas a la basura y a no pensar demasiado en ello. También pasaba horas al día sentado en la barra del bar. Yo lo prefería así, porque todo el tiempo que estuviera fuera de casa, lo ganábamos en tranquilidad, aunque esa práctica costara al bolsillo de la familia mucho más dinero.

Yo me negaba a convertirme en un monstruo cuando fuera mayor. Sabía lo que era experimentar ese dolor y esa tristeza. No quería hacerle a mi futuro hijo lo mismo. Ni a él ni a nadie más.

En cambio, cuando las palizas eran a mí a quien dejaban la cara morada, me quedaba en casa sin ir al colegio ni salir a la calle el tiempo necesario, hasta que los morados desaparecieran. Debido a eso, los profesores siempre me trataron de una forma especial, como si fuera un niño demasiado frágil y enfermizo. Era raro el mes que no faltaba al menos un día, por lo que llegué incluso a repetir algún curso. Los demás niños del colegio casi no me hablaban. Evitaban acercarse a mí, por si les contagiaba alguna enfermedad, cosa que yo no entendía, puesto que estaba convencido de que, igual que yo, ellos también tenían que quedarse alguna vez en casa curando sus moratones, aunque es verdad que rara vez que yo iba a clase había alguno enfermo, pero claro, de pequeño uno no cuestiona esas cosas ni ata cabos de la misma forma que un adulto, y no me daba cuenta de que a los demás no les pasaba como a mí. Esto provocó que mi infancia fuera solitaria y me formara como un niño cerrado e introvertido. La única amiga que tuve durante todos esos años fue mi propia madre.

No se podía decir que mi padre fuese un hombre atractivo. Se trataba de un hombre muy corpulento y con una enorme barriga resultado de su afición al alcohol y a las comilonas. Se llamaba Pedro, aunque muchos en el pueblo se referían a él como Pedo, por lo mal que olía siempre. Ese era otro de sus defectos. Como si fuera alérgico al agua, ni la bebía, ni la usaba para lavarse, pese a que mi madre le pedía a diario que se diera un baño. Solo lo conseguía cuando, harto de oírla, se bañaba, aunque eso ocurría menos de una vez al mes, y de verdad que no exagero. Sobre todo en verano, esto era algo brutal. Muchas veces, cuando ella le decía que olía mal, recibía una bofetada, así que poco a poco dejó de decírselo, por lo que la higiene de mi padre pasó a ser menor todavía.

El hombre trabajaba de albañil y a día de hoy sigo sin explicarme cómo es que nunca tuvo un accidente laboral, ya que muchas veces iba a trabajar afectado por el alcohol, o borracho del todo. Su trabajo era el único sustento con el que contaba nuestra pequeña familia, que quedaba en poco dinero si descontábamos la cantidad que se gastaba en beber y en otras mujeres. Sí, de esas que cobran. Esto hizo que siempre fuéramos más bien humildes y nunca pudiéramos optar a tener grandes cosas ni gastos fuera de lo necesario.

El nombre de mi madre era Paula, y era todo lo contrario a mi padre. Cuidaba mucho de su aspecto y era una mujer muy guapa y menuda. También se diferenciaba de él en que casi no salía de casa. Siempre estaba allí encerrada, limpiando o sin hacer nada importante. Cualquier cosa con tal de no relacionarse con los demás, algo que le costaba un gran esfuerzo, ya que con el tiempo mi padre había hecho que ella también se convirtiera en una persona muy introvertida, igual que yo. Había veces que solo salía de casa para hacer la compra o para llevarme al colegio. Siempre he estado convencido de que el único defecto real que tenía era haber conocido a mi padre. Todo lo demás que pudiera decirse de ella era consecuencia de él. Ojalá ese encuentro entre ellos nunca se hubiera cometido, aunque ello hubiera conllevado que yo no hubiese nacido.

Por mi parte yo era un niño delgado. Mi madre siempre me tenía que obligar a comer, aunque a mí me costaba mucho, no porque no tuviera hambre, sino porque siempre comíamos los tres juntos en la mesa y tener a mi padre en frente a mí me amedrentaba tanto, que se me cerraba el estómago. Por suerte eso no afectó a mi desarrollo físico y crecí con normalidad. Nací el veinte de junio de mil novecientos sesenta y nueve. Vivíamos en un pequeño pueblo de la sierra riojana llamado Villavelayo, cosa que a mí me gustaba mucho. Era una localidad muy pequeña, de apenas un par de cientos de habitantes, y mi padre viajaba a menudo a causa de su trabajo. Siempre salían obras en la empresa fuera del pueblo, puesto que allí en esa época se construía muy poco.

Vivíamos en una pequeña casa de piedra de una sola planta muy humilde, pero confortable. En Villavelayo la mayoría de las familias se mantenían con la ganadería y se vivía muy bien, por lo que yo quería ser pastor. Al tener muy poco dinero, yo pensaba que la albañilería era cosa de pobres, aunque al ir creciendo me fui dando cuenta de que eso no era así, ni mucho menos.

Nosotros intentábamos pasar por una familia normal, pero en un pueblo tan pequeño todos se conocían y era difícil ocultar la realidad, corrían rumores y cotilleos. No sé qué decían con exactitud, pero estoy convencido de que, por mucho que creyeran exagerar con los comentarios, no se acercaban a la realidad de lo que ocurría dentro de mi casa.

Recuerdo una vez, cuando yo tenía unos seis años y acababa de empezar el colegio, en que llegué a casa solo diez minutos más tarde de lo habitual. Me había entretenido de camino con un pajarito que me encontré, que no podía volar y devolví a su nido. Al entrar por la puerta mi padre me estaba esperando. Era como si buscase siempre una excusa para reñirme. No estaba preocupado ni nada por el estilo. Solo quería un poco de bronca.

—¿Dónde te habías metido, mierdecilla? —dijo al verme entrar en la cocina, a donde se accedía desde el recibidor para entrar al resto de la casa. Estaba sentado a la mesa con los brazos cruzados y cara de pocos amigos, o de borracho, que era más o menos lo mismo.

Él siempre me llamaba mierdecilla. Jamás lo hacía por mi nombre, a no ser que estuviéramos en presencia de alguien más que no fuésemos nosotros tres.

Yo sabía que no podría hacer nada para librarme de él, pero aun así intenté defenderme como pude:

—Me entretuve con un pájaro que se había caído de su nido —dije señalando hacia la calle, como si ese nido estuviera justo ahí—. Solo han sido unos minutos.

Mi padre dio un manotazo sobre la mesa y se puso en pie.

—¡No me contestes! —gritó enfurecido.

Yo eché un paso hacia atrás asustado por el golpe y mi madre, alertada por el grito, salió por la puerta que daba al resto de la casa.

—Pedro, no le grites al niño —le rogó.

—¡Tú a limpiar —rugió él volviéndose hacia ella—, que es tu trabajo!

Fue a por ella, la agarró del pelo y la lanzó contra la pared. Allí se golpeó en la sien y cayó al suelo semiinconsciente.

—¡Mamá! —grité corriendo hacia ella, pero mi padre lo impidió cogiendo un cuadro de la pared y estrellándomelo en la cabeza.

Yo caí al suelo conmocionado. Por un momento no supe qué había pasado, hasta que sentí una gota de sangre corriendo por mi frente y reaccioné todo lo rápido que pude, ya que sabía que la cosa no quedaría así. Giré la cabeza y vi que mi padre cogía impulso con una pierna para darme una patada. Lo último que recuerdo fue notar un golpe en la nuca y al volver a abrir los ojos, me encontraba tumbado en mi cama, con un dolor terrible de cabeza. Con las manos comprobé que la tenía vendada. Mi madre, una vez que se hubo recuperado del golpe, me curó las heridas que el cristal del marco me había hecho en el cuero cabelludo. Por suerte fueron poco más que rasguños y no necesitaron atención médica ni dejarían cicatriz. Vi que estaba sentada a mi lado, mirándome con resignación y aceptando que ese era nuestro destino.

No fue muy grave. Solo estuve un día sin ir al colegio. Ese incidente quedó grabado en mi memoria para siempre, igual que muchos otros más.

Una vez, estando los tres sentados a la mesa comiendo, él sujetaba una botella de vino en la mano, de la que daba tragos entre bocado y bocado. No solía usar vaso. Puede que se creyera más hombre bebiendo a morro.

—Escúchame bien, mierdecilla —me dijo soltando su fétido aliento—. Uno no se convierte en hombre hasta que no ha probado el alcohol. ¿Sabes cuándo podrás hacerlo tú?

Se me olvidó su olor y lo miré entusiasmado.

—¿Cuándo? —pregunté intrigado.

—Nunca —respondió con total naturalidad—. Antes te habré matado.

Miré a mi madre, que no dijo ni una palabra, como si no hubiese escuchado nada de esa conversación.

Ella se comportaba así solo delante de mi padre. Cuando estábamos los dos solos cambiaba por completo, como si fuera otra persona. Era mi compañera de juegos, me contaba divertidas historias y nos reíamos sin parar todo el tiempo que estábamos juntos. En realidad mi madre era muy alegre pero, con el paso de los años, se volvió más triste y apagada. Su alegría se fue ensombreciendo y cada vez se reía menos. Pasó a ser una persona gris y, a medida que transcurrían los años, jugaba conmigo en más raras ocasiones. También creía que eso era normal en todas las madres. A la par que sus hijos iban creciendo, estaban obligadas a ir separándose de ellos y dejar de hacerles caso.

Otro de los días que recuerdo muy bien es el de mi primera comunión, que hice con ocho años, allí en el pueblo. Fui testigo de algo muy extraño que no comprendí y que me impactó muchísimo. Entonces empecé a ser consciente de que lo que ocurría en mi casa no era lo normal.

Aquel día fue la primera vez que vi a todos los demás niños acompañados de sus padres. Hasta entonces siempre los había visto con sus madres, cuando los llevaban al colegio. Como no tenía amigos, nunca había ido a casa de ninguno de ellos para ver cómo era su relación con sus padres, así que en mi comunión me di de bruces con la realidad. Allí empecé a pensar que mi padre, el cual no acudió porque no quiso, podía ser diferente al del resto de mis compañeros.

Comprobé cómo los demás padres reían con sus hijos, iban con ellos de la mano y, lo que más me impactó, les daban besos. Mi padre jamás me había dado uno. No vi en todo el día ni una mala cara, ni discusión, ni bofetada. Me sentí como si fuera de otro planeta.

«¿Por qué se comportan así?», pensé. «¿Es que están locos?».

Esa fue mi reacción al ver que los demás niños no recibían palizas de sus padres, mientras me frotaba el pecho, cubierto por una faja que mi madre me puso bajo la camisa. Mi padre me había dado un puñetazo en las costillas esa mañana. Él era ateo y fue una forma de demostrarme que los cristianos eran débiles y solo pensaban en hacer tonterías. Ese fue mi regalo. Me hundió una costilla, pero no por eso quise faltar a mi comunión. Quería demostrarle que no tenía razón, que yo era fuerte, y me tragué mis lágrimas cada vez que tenía que levantarme y sentarme en la iglesia. Aguanté hasta el final, roto de dolor. Eso me sirvió para saber que podía soportar mucho más de lo que pensaba.

Al acabar la ceremonia volví a casa acompañado de mi madre, mientras el resto de niños se iban con sus familias a celebrar por todo lo alto su comunión, recibiendo regalos mientras comían reunidos.

Mis abuelos maternos habían muerto siendo mi madre, hija única, una niña y los paternos renegaban de nosotros por culpa de mi padre, al igual que todos mis tíos y primos, que vivían también en el pueblo. Jamás se relacionaban con nosotros y, si nos veían por la calle, ni nos saludaban. A mí me daba igual. Pensaba que eran tontos por no querer ser amigos míos, que era lo único que les habría pedido.

No envidiaba al resto de niños por tener sus familias perfectas y poder celebrar días como esos. Como nunca lo había tenido, tampoco sabía lo que era y, por lo tanto, lo que me perdía. Eso sí, me lo podía imaginar, sobre todo a partir de ese día, en el que empecé a despertar viendo lo que vi. Hacer la comunión me sirvió sobre todo para eso, y a parte de la costilla dolorida que me tuvo una semana en la cama, fue un día normal, sin una comida especial ni nada por el estilo. Ni siquiera tuve un traje como el resto de los niños. Mi madre me vistió de calle, como se decía a los que no iban de marineros o con la típica ropa de comunión, con cosas que tenía por casa. Eso sí, lo hizo con mucha ilusión y eso a mí me bastó.

Puede decirse que así fue como transcurrió mi infancia, con ciertas carencias que yo veía lógicas, y despertando poco a poco de un letargo en el que estuve sumido desde el mismo momento en el que nací, hasta que empecé a ser consciente de las cosas. Eso hizo que en mi interior creciera más deprisa que el resto de los niños y a la vez provocó que me retrajese, lo que era toda una contradicción, pero así viví, en un mundo de contradicciones. A medida que iba creciendo necesitaba ser más independiente como persona, pero a la vez adquiría más inseguridades, lo que creó en mí una lucha interna que a día de hoy aún perdura.

Hasta entonces todo había transcurrido con la violenta monotonía a la que estaba acostumbrado, hasta que algo dentro de mí empezó a cambiar cuando, al cumplir doce años, comencé a lamentarme de no tener amigos, aunque solo fuera uno, alguien que fuera un compañero de juegos y estuviera a mi lado para soplar las velas.

En el colegio solía escuchar cómo mis compañeros se contaban los unos a los otros la forma en que celebraban sus cumpleaños e incluso se invitaban, dejándome siempre al margen y callándose cuando veían que podía acercarme a escuchar, como si tuviera la peste.

Hacía ya tiempo que había empezado a sentir la necesidad de tener algún amigo por lo que, una semana antes de que fuera mi cumpleaños, decidí armarme de valor e invitar a varios compañeros del colegio. Los que tuvieron el detalle de responderme, fue para decirme que no. No entendía por qué no me quería ninguno. ¿Es que me veían como a un monstruo o algo así? Yo era un niño normal, como ellos, pero no lo veían de esa forma. Ninguno de ellos se había tomado la molestia de conocerme para juzgarme, pero lo hacían. Con el tiempo me había convertido en una especie de bicho raro, ese al que nadie se acerca para que los otros no les vieran con él. Yo era el niño débil y enfermizo que no tenía derecho a compartir el aire con los demás. Yo quería explicarles que en mi vida había estado enfermo, pero no podía, ya que ellos no me escuchaban ni me daban la oportunidad de contarles la verdad. Por una parte ahora me alegro de no haberlo hecho, porque no sé cómo se habrían tomado que les contara lo que me pasaba. Habría sido peor el remedio que la enfermedad.

Mi madre, como todos los años, me hizo una tarta para ayudarme a que mi día fuera especial, pero yo ni siquiera quise comer. Me encerré en mi habitación sin parar de llorar, lo que me garantizó una nueva paliza, cosa que no entendí, ya que gracias a mí, mi padre pudo comerse la tarta entera él solo, como buen zampabollos que era.

Querer tener amigos y no conseguirlo hizo que me volviera aún menos sociable, si es que eso era posible, hasta que esa necesidad de compartir cosas con alguien más desapareció y aprendí a ser yo mismo mi propio compañero. Eso hizo que comenzara a tenerle miedo a la gente, hasta el punto de ser incapaz de hablar delante de los demás, por ejemplo, cuando en clase me pedían que leyera en voz alta. Yo solo quería estar con mi madre, que para empeorar las cosas, cada vez me hacía menos caso, sumida en sus problemas psicológicos, que empezaban a ser graves.

 

—¡Hola! —Oí a mi espalda.

Me volví sorprendido para ver quién se había atrevido a hablarme, y fue cuando la vi por primera vez. Era el primer día de un nuevo curso, estábamos en mil novecientos ochenta y dos y yo ya tenía trece años. Era la hora del recreo y me estaba comiendo mi almuerzo, apartado del resto de niños, mirando por la valla del patio hacia el exterior. Di por hecho que, al verme de espaldas, se había confundido de chico. Si no, no entendía por qué me había hablado.

—¿Qué quieres? —le pregunté con brusquedad, para acabar con eso cuanto antes.

—Me llamo Alicia —respondió ella sin dejar de sonreír—, ¿y tú?

Estaba tan acostumbrado a que los demás compañeros no quisieran hablarme, y mucho menos sonreírme, que aquello me pilló por sorpresa. No me lo podía creer.

—Bru… Bruno —dije a punto de sufrir una taquicardia.

Podía sentir que mi cara ardía y que hacía un ridículo espantoso delante de la primera persona que se atrevía a hablarme en mucho tiempo, sin que lo hiciera para burlarse de mí, si no contamos a mi madre, los profesores y Pedro.

—Soy nueva en el pueblo —dijo ella encogiéndose de hombros—, y aún no conozco a nadie.

Entre todos los niños que había ese día en el patio disfrutando de su recreo, me había elegido a mí para darse a conocer. Creo que fue la primera vez en mi vida en que me sentí especial. Puede que, después de todo, yo no fuese tan monstruoso como me creía, o como me hacían creer los demás. La observé con más detenimiento y vi a una niña de un año menos que yo, rubia y muy guapa. Ya había reparado en ella ese día en clase, porque no entraban niños nuevos a diario, pero en ese momento no le había dado importancia. Me seguía mirando con sus ojos azules y sonriendo a la espera de que me abriese a ella, como parecía que quería.

Yo no sabía qué decir. No tenía ninguna experiencia relacionándome con los demás niños así que, sin pensarlo mucho, como en un impulso, alargué mi bocadillo de jamón hacia ella y le dije:

—¿Quieres?

Estaba tan sorprendido, que no podía reaccionar saliendo corriendo, así que ahí me quedé, poniendo el bocata delante de su boca. Ella, como respuesta, le dio un mordisco y masticó sin dejar de sonreír, como si la escena estuviera transcurriendo a cámara lenta, igual que en las películas.

—Gracias —dijo ella después de tragar su bocado—. Estaba muy bueno.

Le había dado un mordisco a mi bocadillo sin que le diera asco. Eso sí que era inaudito para mí. Puede que ella también fuera una repudiada y por eso se acercase a hablar conmigo y no con otro niño de entre todos los que jugaban en el patio. No le encontraba otra explicación.

—¿Cuánto tiempo llevas en el pueblo? —le pregunté obligándome a decir algo.

—Mis padres y yo vinimos hace dos semanas —contestó—. ¿Por qué no juegas al fútbol como el resto de niños? Eres el único que no está con ellos.

Las piernas me empezaron a temblar y mi mirada se perdió en el vacío.

—Es que no quieren jugar conmigo —admití, esperando que ella hiciera lo mismo que los demás y se fuera—. No le gusto a nadie.

Es posible que esta última frase fuera decisiva para que ella se interesara por mí y quisiera ser mi amiga, la primera que tenía en toda mi vida.

—Pues a mí sí que me gustas —dijo, frunciendo el ceño para resultar más convincente.

—Pero —dudé, echándome un paso hacia atrás—, no me conoces de nada.

—Eso me da igual. Me gustas y ya está.

Me salió una sonrisa y así fue como conocí a Alicia. No sé si fue porque sintió un repentino instinto de protección al verme, pero desde ese momento pereció que, si nadie quería hablar conmigo, sería motivo suficiente para que ella no quisiera hablar con nadie que no fuera yo.

Algo que pensaba que nunca iba a tener, lo encontré sin buscarlo. Nos convertimos en los raros de la clase y ya no estuve solo en esto. La tenía a ella.

A partir de ese momento pasamos mucho tiempo juntos, tanto dentro, como fuera del colegio. Era la primera vez que hacía cosas normales, como los demás niños. Eso también provocaba que estuviera menos en casa, lo que hacía que desconectara y con frecuencia me olvidara de lo que me esperaba allí, aunque volvía a la cruda realidad cuando cruzaba la puerta y entraba de nuevo en el seno familiar.

Aquellas largas e interminables horas que había pasado encerrado en mi habitación, sin otra cosa mejor que hacer más que dejar que pasara el tiempo, acabaron. La mayoría de las veces dejaba la puerta de mi cuarto cerrada y me iba de puntillas para que mi padre pensara que seguía allí y no me dijera nada por salir tanto. Mi madre se encargaba de mantenerlo ocupado para que no notara que me había ido y el alcohol también ayudaba a que la mayoría de las veces no se diera cuenta de cuándo entraba o salía.

La casa de Alicia no tenía nada que ver con la mía. No es que fuera demasiado lujosa, pero la diferencia con nuestra construcción humilde y sin recursos saltaba a la vista. Sus muebles no estaban anticuados, ni se veían rozaduras o piques por todas partes. Además tenían dos televisores en color y muchas fotos colgando de las paredes. Eso fue lo que más me impresionó la primera vez que fui allí. Hasta entonces no había estado en ninguna casa del pueblo que no fuera la mía y pensaba que todas por dentro serían del mismo estilo a la que vivía con mis padres, con el mobiliario destartalado y escaso, pero lo que más me impactó fue ver el ambiente familiar que se respiraba en la casa de Alicia.

El día que fui por primera vez fue porque ella me había invitado a merendar, prometiéndome que habría chocolate, pastas y toda clase de golosinas en grandes cantidades. Yo acepté porque varias de esas cosas no las había probado en mi vida y estaba expectante por hacerlo. No había transcurrido más de un mes desde que nos conocimos y ya nos teníamos un cariño mutuo, como si hubiéramos estado juntos toda la vida. Éramos los mejores amigos.

Solo me lo dijo con un día de antelación, pero pude avisar a mi madre y prepararlo todo para que mi padre no descubriera nada.

Alicia vino a buscarme y fuimos juntos caminando hasta su casa, que se encontraba a las afueras del pueblo. Ese día de octubre estaba nublado, aunque la temperatura aún no era demasiado fría.

Al llegar me quedé con la boca abierta.

—¿Qué te ocurre, Bruno? —me preguntó al ver que me había detenido de repente.

Recobré el aliento respirando e intentando calmarme un poco.

—¿Vives aquí? —dije señalando hacia la casa.

No frecuentaba mucho esa zona del pueblo, por lo que no me había dado cuenta de que habían reformado esa construcción y ya vivía alguien allí. Hasta entonces mi vida se había basado en caminar de casa al colegio, del colegio a casa y poco más. El resto de Villavelayo era poco menos que un misterio para mí, hasta que conocí a Alicia. En realidad, si no hubiera sido por la tele en blanco y negro que teníamos en la cocina, habría pensado que el mundo se limitaba a cuatro calles del pueblo.

—Sí —respondió ella cogiéndome de la mano y tirando de mí para que continuara caminando—, esta es mi casa. Vamos.

Aquello era lo más cerca que había estado en mi vida de lo que yo entendía como una mansión, aunque en realidad no se trataba más que de una casa unifamiliar de dos plantas rodeado de un cuidado jardín de altos rosales y dos árboles, flanqueado por una valla de madera pintada de blanco.

Al entrar en la parcela, descubrí que tenían un perro pastor alemán que me recibió saltando a mis hombros y chupándome la cara. Me tiró al suelo y mientras que yo estaba convencido de que me iba a matar, Alicia se reía sin parar y acariciaba al animal. Con la vista nublada por las babas del perro, vi la figura de una persona saliendo de la casa y acercándose a nosotros.

—¡Sultán —gritó con voz de mujer—, deja en paz al chico!

Cogió al perro de la correa y lo apartó de mí. Alicia me ayudó a levantarme mientras me secaba la cara con la manga de mi jersey.

—Este es Bruno, mamá —dijo la niña, que aún no había parado de reír—. Es el chico del que te hablé.

—Veo que ya conoces a Sultán —dijo la mujer soltando al perro, que ya se había calmado y no volvió a saltarme—. Yo me llamo Rosa.

No dije nada. Aún me estaba recuperando del susto que llevaba en el cuerpo. Me sacudí los pantalones preocupado por no llegar sucio a casa. Por suerte, el perro me había tirado encima del césped y no tuve que lamentar ninguna mancha ni golpe en la cabeza.

Al entrar en la casa vi a Alicia echarse en los brazos de su padre, que nos esperaba en el salón leyendo el periódico, y le dio un fuerte beso. Mi primera reacción fue la de pensar: «¿Qué hace?», y estuve a punto de decirlo. Entonces recordé el día de mi comunión y me di cuenta de que lo que estaba haciendo era normal. No pude evitar recordar a mi propio padre y los recibimientos que me daba en mi casa. Ni un abrazo, ni una sonrisa… nada. Como mucho una bofetada. Así era como funcionaba el mundo para mí.

Tuve el deseo de marcharme de allí, pero bastó con que Alicia, al soltar a su padre, se volviera hacia mí sonriéndome para que todos mis pensamientos negativos desaparecieran de inmediato.

—Este es mi padre —dijo dándole la mano—. Se llama Esteban.

El hombre, de altura considerable, se acercó a mí y me tendió la mano que tenía libre.

—Tú debes de ser Bruno —dijo con una amabilidad sorprendente.

Mi acto reflejo al ver su mano acercándose a mi cuerpo fue la de dar un salto hacia atrás asustado y esconderme detrás de Rosa.

—¿Qué haces? —preguntó extrañada Alicia.

Rosa se volvió hacia mí y se agachó a mi lado.

—Eres vergonzoso —insinuó—, ¿verdad?

Miré con los ojos abiertos como platos hacia el padre de Alicia y después otra vez a la madre.

—Un… Un poco —fingí, al ver que la intención de Esteban no había sido la de pegarme.

Alicia soltó a su padre y me cogió de un brazo, tirando hacia ella.

—¡Vamos a ver qué nos ha preparado mamá! —gritó entusiasmada, desconcertándome de nuevo.

En mi casa nadie se reía ni mostraba alegría cuando mi padre estaba delante, y eso me cogió desprevenido. Miré a Esteban mientras nos alejábamos, esperando alguna clase de reacción negativa por su parte al ver la insolencia con la que su hija se comportaba delante de él, pero lo que vi fue que nos seguía, sonriendo, acompañado de Rosa.

Mientras caminaba tirado por una entusiasmada Alicia, me preguntaba en silencio qué era lo que iba mal y qué estaba ocurriendo, ya que todo aquello era demasiado diferente a lo que yo estaba acostumbrado a vivir.

Salimos a la parte trasera del jardín y nos encontramos con una mesa y dos sillas a cada lado, frente a uno de los rosales. Corrimos hacia allí, echamos un vistazo a lo que había sobre la mesa y no pude evitar sonreír excitado al ver todo lo que nos había preparado la madre de Alicia: chocolate caliente, churros, pastas, pasteles, zumos, bocadillos… Eso era mucho más de lo que dos niños podían comer solos.

—¿Todo esto es para nosotros? —dije perplejo, sin poder apartar la mirada de la mesa.

Alicia se apresuró a sentarse en una de las sillas.

—¡Claro que sí! —respondió, frotándose las manos y relamiéndose.

—Aquí hay comida para un regimiento —añadí—. No podremos con todo.

Rosa se acercó y me puso las manos sobre los hombros, asustándome.

—Anda —dijo—, siéntate y come todo lo que quieras, que cualquiera diría que nunca has comido cosas como estas.

Me volví hacia ella perplejo. No quería admitir que tenía razón y que nunca había comido algo como aquello. Me limité a sentarme y seguir admirando la mesa.

—Que lo paséis bien —dijo Esteban yendo hacia Alicia y dándole un beso en la frente, haciéndome fruncir el ceño—, y feliz cumpleaños de nuevo, hija mía.

Se marchó junto a Rosa y yo me quedé mirando anonadado hacia Alicia, que puso cara de haber sido descubierta.

—¿Es tu cumpleaños? —le pregunté al quedarnos solos.

—Sí —contestó encogiéndose de hombros.

—¿Por qué no me lo dijiste cuando me invitaste a merendar?

—Lo hice para que no te vieras obligado a comprarme ningún regalo. Sé que no tienes dinero y que no puedes hacerlo. Me habría sentido muy mal obligándote a gastar los pocos ahorros que puedas guardar.

Me derrumbé sobre la silla sintiéndome un inútil. Era cierto que no podría haberle comprado ningún regalo, por lo que si me hubiera dicho que era su cumpleaños, habría rechazado la invitación. Volví a erguirme al comprender que ella lo había hecho porque me aceptaba tal y como era y no esperaba de mí otra cosa más que mi compañía.

—Todo esto es increíble —dije sin saber qué coger primero.

—Quería darte algo especial —añadió ella mientras agarraba un churro, lo untaba en su taza de chocolate y después se lo metía en la boca.

—¿Por qué querrías darme nada a mí, si el cumpleaños es tuyo? —pregunté imitando sus movimientos y cogiendo un churro.

Alicia dejó el suyo sobre la mesa y me miró a los ojos.

—Porque eres especial —dijo—. Eres mi regalo. Además, me da igual que no seas pudiente.

Solté el churro y me crucé de brazos indignado y volviendo la cabeza.

—No digas tonterías —me quejé—. No soy especial. Soy raro. Si no, mira cómo se comportan conmigo los demás chicos del colegio. Además, ¿qué demonios significa ser pudiente?

Alicia soltó una risa.

—No eres raro —opinó—. Eres distinto, y eso es lo que te convierte en alguien muy especial, al menos para mí.

—¿Para ti? —dije volviendo a mirarla.

—Por supuesto —contestó sin perder la sonrisa—. Y come, que el chocolate se enfría.

Volví a agarrar mi churro, lo unté en mi taza y, al llevármelo a la boca, sentí uno de los placeres más indescriptibles que había experimentado en mi vida. Era probable que aquello fuera lo más bueno que hubiese probado jamás. Incluso me entraron escalofríos de placer. Miré el resto de la mesa sin poder terminar de creerme que todo aquello fuera para nosotros dos. Demasiado bonito para ser verdad, pero cierto.

—¿Le quieres? —pregunté masticando mi churro.

—¿A quién? —dijo ella cogiendo una rosquilla.

Suspiré y dije:

—A tu padre.

—¡Qué pregunta más estúpida, Bruno! ¡Claro que sí! ¿Es que tú no quieres al tuyo?

No le respondí. Era incapaz de saber qué decir. Hasta ese momento nunca me había preguntado a mí mismo tal cosa. Era muy fácil responder que no le quería, pero la verdad es que no estaba seguro. Después de todo, yo estaba vivo gracias a él, aunque también era cierto que por su culpa mi vida era como era, lo que convertía esa pregunta en algo muy complicado.

—Claro que… sí —respondí, pensando que eso era lo que ella quería oír.

—Ay —suspiró—, qué cosas dices.

Cogiera lo que cogiese de la mesa, todo estaba delicioso, Aquella tarde probé cosas que ni siquiera sabía que existieran. Comí tanto y tan bien, que pensé que no podría levantarme de la silla.

Al terminar empezaba a anochecer.

—Tengo que irme —dije preocupado mirando hacia el cielo—. No quiero llegar tarde.

Alicia se levantó de su silla y, bordeando la mesa, se puso a mi lado.

—Yo no quiero que te vayas aún —suplicó.

—He de hacerlo. Va a anochecer y prometí volver pronto a casa.

—Llama y di a tus padres que estarás aquí más tiempo —dijo—. Si quieres mi padre te llevará en coche después.

Me empecé a poner nervioso.

—No —añadí sin mirarla.

—¿Por qué no? —preguntó indignada.

No pude evitar pensar en mi padre y en cómo se pondría al verme llegar a esas horas.

—Me lo paso muy bien contigo —admití—, pero el precio de quedarme sería muy alto.

Alicia frunció el ceño, extrañada.

—¿Precio? —Se extrañó—. Yo no te voy a cobrar nada.

Me limpié las manos con una servilleta todo lo rápido que pude y me puse en pie.

—No me refiero a ti —dije acalorado, intentando no tener que mirarla a la cara.

—Entonces, ¿qué quieres decir? —preguntó cogiéndome de una mano—. No entiendo nada. Estás un poco raro, Bruno. Hoy es mi cumpleaños y tú eres mi único invitado, la única persona del pueblo, a parte de mis padres, que me importa. Por favor, quédate.

—Ya te advertí que soy muy raro.

Solté mi mano con violencia y, sin darme cuenta, golpeé mi taza vacía, que cayó al suelo embaldosado y se hizo mil pedazos. Miré aterrado a Alicia y me apresuré a recoger los pedazos. Ella se agachó a mi lado para tranquilizarme.

—Tranquilo —dijo, viéndome tan nervioso—. No pasa nada. Solo es una taza.

Su padre salió para ver qué estaba ocurriendo. Yo me quedé petrificado al verlo, esperando sus represalias. Esteban parecía un hombre más fuerte que mi padre, y seguro que sus palizas eran peores. Se acercó a nosotros sonriendo, aunque yo intuía que detrás de esa sonrisa se escondía una bofetada, por lo que me eché hacia atrás.

—Vaya, hombre —dijo él sin dejar de sonreír—. Cuidado, no os vayáis cortar.

No pude más. Debía hacer algo para librarme de una paliza segura. Miré a mi alrededor acelerado, pensando en una solución. La encontré al levantándome, teniendo cuidado de no estropear los rosales, saltando la valla y marchándome de allí dispuesto a no volver por nada del mundo.

No paré hasta llegar a mi casa, donde mi padre me esperaba preparado con el cinturón en la mano.

 

Al día siguiente sentí la necesidad de ver a Alicia, para darle una explicación o pedirle disculpas, no lo sé. Puede que solo quisiera hablar con ella, desahogarme con la única persona que me comprendía y con quien podía contar, aunque ella no supiera la verdad sobre mí. Bueno, sobre mi padre.

Pasé el día en la cama con varias marcas en la espalda, provocadas por el cinturón de Pedo, y un ojo morado. Las heridas de la espalda podía taparlas con la ropa y tener cuidado al apoyarme en la silla del colegio, pero el ojo no lo podía tapar con nada, así que mi madre decidió que me quedara en casa hasta que se curase. En otras ocasiones lo había llevado de otra forma, resignándome y permaneciendo en mi cuarto sin importarme demasiado, pero ese día fue muy distinto. Tenía que ver a Alicia pero, ¿cómo lo hacía?