La fiebre del heno - Stanislav Lem - E-Book

La fiebre del heno E-Book

Станислав Лем

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Beschreibung

Obra maestra indiscutible de la ciencia ficción, aderezada con los ingredientes de la novela clásica de suspense, La fiebre del heno es un auténtico tesoro recuperado del genio Stanisław Lem y una de las historias más míticas de un autor irrepetible. Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario de Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello. Otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Estarán sujetos los asesinatos al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?

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La fiebre del heno

Stanisław Lem

Traducción del polaco a cargo de

 

 

 

 

 

La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanislaw Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris».

 

 

 

 

 

"Lem es el Jorge Luis Borges de la era espacial, lanzándonos constantemente conceptos para que juguemos con ellos, desde la filosofía a la física, desde el libre albedrío a la teoría de la probabilidad."

New York Times Books Review

INTRODUCCIÓN

Según cuenta Stanisław Lem en su autobiografía, en el año 1946 su familia se vio obligada a abandonar Lvov y a mudarse a Cracovia. A fin de realizar tal viaje, malvendieron sus muebles y empaquetaron en cajas lo que quedaba de sus pertenencias. El joven escribió en las suyas «LEM», y su padre le recomendó que añadiera su nombre, a lo que él respondió que se trataba de un apellido muy poco usual y que nadie más se apellidaba así en Lvov. Así pues, al llegar al tren metieron todos sus bártulos en el vagón de mercancías, donde, ironías de la vida, descubrieron que había ya una pirámide de cajas de otro propietario, que venían marcadas con letras bien grandes con el nombre de Wladyslaw Lem.

¿Cuáles eran las probabilidades de que dos familias de apellido Lem viajaran al mismo destino el mismo día? ¿Cuáles eran las probabilidades de que guardaran sus cajas en el mismo tren, en el mismo vagón?

En aquella ciudad convulsionada por la Segunda Guerra Mundial, la casualidad salió vencedora, situándose por encima de cualquier cálculo o pronóstico humano. Y quizá fueran acontecimientos como este los que sembraran en Lem esa fascinación por la futurología, a la que le dedicaría numerosos escritos, así como sus hondas reflexiones sobre la casualidad.

Es, precisamente, este elemento el que se corona como protagonista de La fiebre del heno. Publicada en 1976 por un Lem ya consagrado como escritor de ciencia ficción, esta peculiar novela fue ganadora del Grand Prix de Littérature Policière, si bien resulta complicado adscribirla a un solo género. En ella, un astronauta retirado se embarca en la misión de resolver el misterio de una serie de muertes inexplicables. Podría ser una historia de detectives, más bien una novela negra, pero tampoco puede obviarse su parentesco con la ciencia ficción. Y todo esto, sin olvidar la reflexión metafísica que impregna la narración de principio a fin.

Así, nos encontramos con una obra que trasciende cualquier etiqueta, cuya naturaleza es difícil de clasificar. Y es precisamente eso lo que busca La fiebre del heno: tanto en el fondo como en la forma, desmantela las estructuras que los seres humanos hemos generado para entender el mundo, demostrando de esta forma que la realidad trasciende nuestras elucubraciones, que los géneros no entienden de límites, que la probabilidad es solo una herramienta con la que nos procuramos cierta sensación de control ante un mundo que, irremediablemente, se nos escapa entre los dedos. Lem conjuga las leyes de la probabilidad y la teoría del caos en un palpitante relato detectivesco y, guiado por la sensación de insignificancia que quizá asolara a su astronauta cuando contempló la Tierra desde la inmensidad del espacio, desenmascara la impotencia del ser humano, reivindicando la existencia de lo improbable.

Ahora recuperamos esta joya de la literatura a partir de la edición que la editorial Bruguera publicara en 1979, incluyendo la espléndida traducción llevada a cabo por Pilar Giralt y Jadwiga Maurizio, la clásica traductora de Lem. Un texto irrepetible que permite a los lectores volver a sumergirse en el fascinante mundo de Lem y que resucita la batalla entre el individuo y la casualidad, demostrando que el azar se esconde en las entrañas de cualquier situación, ya sea en una investigación criminal o en un pequeño tren con destino a Cracovia.

LOS EDITORES

LA FIEBRE DEL HENO

NÁPOLES-ROMA

El último día me pareció más largo que ninguno. No por inquietud; no sentía ningún temor, y no existía motivo para sentirlo. Tenía continuamente la impresión de estar solo en medio de un tumulto de voces. Nadie se fijaba en mí. No advertí a mis guardaespaldas; además, no los conocía en absoluto. Y como no creía que pudiera recaer sobre mí una maldición por dormir con el pijama de Adams, afeitarme con su maquinilla y pasear por la bahía en pos de sus huellas, simplemente tendría que haber sentido alivio al pensar que al día siguiente podría despojarme de mi falsa piel. Tampoco esperaba ninguna emboscada por el camino, ya que a él no le habían tocado un pelo en la autopista. Y la única noche que iba a pasar en Roma estaría bajo vigilancia especial. Me dije a mí mismo que ahora solo deseaba ver terminada cuanto antes esta misión, ya que había resultado infructuosa. Me dije muchas cosas sensatas, y pese a ello no dejaba de apartarme del orden del día.

Después del baño debía regresar al Vesubio alrededor de las tres, pero a las dos y veinte ya me encontraba en las cercanías del hotel, como si algo me empujara con fuerza hacia allí. En mi habitación no podía ocurrir nada, así que enfilé lentamente la calle. Conocía de memoria este barrio. En la esquina había una barbería, y después un estanco y una agencia de viajes, y detrás estaba el aparcamiento del hotel, metido en el interior de la manzana. Cuando uno salía del hotel y se dirigía calle arriba, pasaba por delante de un guarnicionero en cuya tienda Adams se había hecho coser el asa de la maleta, y un poco más allá había un pequeño cine de sesión continua. La primera noche estuve a punto de entrar porque los globos rosados del cartel se me antojaron planetas. No me percaté de mi error hasta que llegué a la taquilla: se trataba de un gigantesco trasero. Ahora, bajo el calor asfixiante, corrí hasta la tienda de la esquina, donde vendían almendras garrapiñadas, y enseguida volví sobre mis pasos. Ya no quedaban castañas del año anterior. Después de contemplar las pipas, entré en un estanco y compré un paquete de Kool, a pesar de que no suelo fumar cigarrillos mentolados. Los altavoces del cine emitían gemidos y estertores semejantes a los de un matadero. El dependiente de almendras empujó su carretilla bajo la sombra de la marquesina del hotel Vesubio. Tal vez fuera un hotel elegante en su día, pero la vecindad era testigo de su creciente decadencia. El vestíbulo estaba casi vacío. El ascensor me pareció más fresco que mi habitación. Hacer el equipaje con este calor significaba sudar por todos los poros, y entonces los sensores no se adherirían al cuerpo, por lo que hice la maleta en el cuarto de baño, que en este hotel antiguo era casi tan grande como el dormitorio. En el baño hacía el mismo bochorno, pero tenía el suelo de mármol. Me duché en la bañera, que descansaba sobre unas zarpas de león, me sequé apenas superficialmente y empecé a llenar la maleta, descalzo, para sentir al menos un poco de frescor. En el neceser toqué un bulto duro y pesado. El revólver. Ya no me acordaba de él, y me habría gustado ocultarlo debajo de la bañera. Lo puse en el fondo de la maleta, bajo unas camisas, me froté cuidadosamente el pecho con una toalla seca y me situé ante el espejo para colocarme los sensores. Antes siempre solía tener las marcas de la presión, pero ya habían desaparecido. Para el primer electrodo, busqué entre las costillas el lugar donde latía el corazón. El segundo, encima de la clavícula, no quería adherirse. Me froté una vez más y apreté bien el parche por ambos lados, con objeto de que el sensor no sobresaliera de la clavícula. Carecía de práctica en ello, ya que anteriormente no había tenido que hacerlo solo. Camisa, pantalones, tirantes. Usaba tirantes desde mi regreso a la Tierra; resultaban muy cómodos. Así no hay que tirar continuamente de la cintura por temor de que resbalen los pantalones. En el espacio la ropa no pesa nada, y cuando uno vuelve, tiene siempre este «reflejo de pantalones caídos».

Estaba dispuesto. Tenía todo el plan en la cabeza. Tres cuartos de hora para comer, pagar y devolver la llave, media hora hasta la autopista a causa del tráfico de la hora punta, diez minutos de reserva. Miré en los armarios, puse las maletas junto a la puerta, me lavé la cara para refrescarme, comprobé ante el espejo si se veían los sensores y bajé en el ascensor. En el restaurante había muchísima gente. El sudoroso camarero me sirvió un vaso de Chianti y yo le pedí un plato de pasta verde y café para el termo. Casi había terminado de comer y ya consultaba el reloj cuando el altavoz retumbó: «¡Llaman por teléfono al señor Adams!». Sentí que se me erizaban los pelos de la mano. ¿Qué hacer, ir o no ir? Un hombre gordo con una camisa chillona se levantó de una mesa junto a la ventana y se dirigió a la cabina. Otro Adams. ¡Como si Adams fuese un nombre poco corriente! Tenía la certeza de que no ocurriría nada, pero estaba furioso conmigo mismo. Mi tranquilidad era fingida. Me sequé la grasa de la boca, tragué una de las amargas píldoras verdes con el resto del vino y fui a la recepción. El hotel alardeaba todavía de sus tapizados, estucos y terciopelos, pero del patio interior venía un tufo a cocina. Como un aristócrata que oliera a col.

Así fue la despedida. Salí detrás del portero, que llevaba mis maletas, al calor sofocante del exterior. El coche de Hertz esperaba con dos ruedas sobre la acera. Un Hornet negro como un coche fúnebre. No permití que el portero colocase el equipaje en el maletero porque allí podía estar oculto el transmisor, por lo que lo despedí con una propina y subí al coche, que parecía un horno. En un instante quedé bañado en sudor. Busqué los guantes en el bolsillo, pero no me hacían falta, ya que el volante estaba forrado de piel. No había nada en el maletero; ¿dónde habrían metido el amplificador? Estaba en el suelo, bajo el asiento delantero, tapado con una revista abierta desde la que me sacaba su lengua brillante de saliva una rubia desnuda, de mirada fría. No emití ningún sonido, pero algo gimió en mi interior cuando maniobré para introducirme en el denso tráfico. Era una columna interminable de luces traseras pegadas unas a otras. Aunque estaba descansado, me sentía débil, un poco malhumorado y propenso a una risita tonta, quizá porque había comido un gran plato de macarrones, cosa que no puedo soportar. Lo único malo de mi situación era que había ganado peso. En el cruce siguiente puse en marcha el ventilador; el ardiente hedor de los gases de los tubos de escape me llenó la nariz. Apagué el ventilador. Según la costumbre italiana, los coches se empujaban unos a otros. Un desvío. En el espejo retrovisor, solo radiadores y techos de coche. La potente benzina italiana emanaba a chorros dióxido de carbono. Yo iba detrás de un autobús y de sus gases malolientes. Unos niños tocados con idénticas gorras verdes me miraban boquiabiertos a través de la ventanilla posterior. Tenía el estómago revuelto, la cabeza me hervía y, sobre el corazón, el emisor me apretaba a cada giro del volante, rozándome el tirante izquierdo. Abrí un paquete de Kleenex y extendí los pañuelos sobre la caja del cambio de marchas, porque la nariz me hormigueaba como antes de una tormenta. Estornudé una vez, dos veces, y estaba tan ocupado con los estornudos que no me di cuenta de que Nápoles se había quedado atrás y había desaparecido en el azul de la costa.

Ahora conducía ya por la Autostrada del Sole. Aunque era todavía hora punta, había muy poco tráfico. Me picaban los ojos, la nariz me goteaba, y encima tenía la boca reseca. Igual que si no hubiera tomado Plimasin. Ahora lo que me convenía era un café, pese a que en el hotel había bebido dos capuchinos, pero por lo menos hasta Maddalena no podía permitirme ningún descanso. El Herald Tribune no estaba tampoco esta vez en el quiosco, a causa de una huelga. Entre un Mercedes y pequeños Fiat que despedían humo, conecté la radio. Las últimas noticias. Solo entendía palabras sueltas: «manifestantes… incendios… Un portavoz de la policía ha explicado que… El movimiento clandestino feminista anuncia nuevas acciones…». La locutora leyó con voz profunda la declaración de las terroristas, la condena del Papa, todo sin puntos ni comas, y también las voces de la prensa. Movimiento clandestino de las mujeres… ¿A quién puede asombrarle ya? Nos han arrebatado la capacidad de asombro. ¿Qué quieren en realidad? ¿Hablan de la tiranía masculina? Yo no me sentía un tirano. Nadie se siente tirano. ¡Pobres playboys! ¿Qué les harán a ellos? ¿Acabarán también con el clero? Apagué la radio como si tapara un camión de basura.

Estar en Nápoles y no ver el Vesubio… Yo no lo había visto, a pesar de que tenía muy buenas relaciones con los volcanes. Mi padre siempre me contaba cosas sobre ellos antes de que me durmiera, hace casi medio siglo. «Ahora ya no, tú también eres un viejo», pensé, y me asombré tanto como si de pronto se me hubiera ocurrido que iba a convertirme en una vaca. Los volcanes eran algo sólido, que inspiraba confianza. La tierra se abre, brota un río de lava, las casas se derrumban…, todo esto se antoja evidente y maravilloso cuando se tienen cinco años. Estaba convencido de que por el cráter se podía bajar al interior de la Tierra. Mi padre lo discutía. Fue una lástima que no siguiera viviendo; se habría alegrado por mí. Ah, la imponente quietud de los espacios infinitos, cuando se percibe el maravilloso sonido de los garfios que sujetan el vehículo espacial al módulo. En todo caso, mi carrera no fue larga. No resulté digno de Marte. Es probable que esto le hubiera afectado a él más que a mí. Pero, entonces, ¿tendría que haber muerto después de mi primer vuelo? Planear su muerte de modo que cerrase los ojos creyendo todavía en mí… ¿Era esto cinismo o solo una insensatez?

«¿Sería tan amable de atender un poco al tráfico?» Me introduje en un hueco, detrás de un Lancia psicodélico, y eché una ojeada al retrovisor. No había rastro del Chrysler de Hertz. En Marianella había visto brillar algo muy atrás, pero no pude reconocer el coche, que enseguida volvió a desaparecer. Este tramo monótono, atestado de ruedas en movimiento, me concedía a mí y solo a mí el privilegio de conocer un secreto que me acechaba de forma incomprensible para cualquier policía del Viejo y del Nuevo Mundo. Yo era el único que llevaba en el coche un bote neumático, flotadores y raquetas de tenis, no para irme de vacaciones, sino para atraer hacia mí un ataque de procedencia desconocida. De este modo trataba de distraerme artificialmente, pero en vano… hacía tiempo que la escapada había perdido todo atractivo para mí. Ya no cavilaba sobre el enigma de la mortal conspiración, solo pensaba en si debía tomar otra tableta de Plimasin, pues la nariz me goteaba sin cesar. Daba igual dónde se ocultara el Chrysler. Mi transmisor tenía un radio de acción de ciento setenta kilómetros… Mi abuela solía colgar en el tendedero bragas del mismo color que este Lancia…

A las cinco y veinte pisé con más fuerza el acelerador. Durante un rato conduje detrás de un Volkswagen en cuya parte trasera había pintados dos grandes ojos de cordero, que me miraban con ternura y reproche. El automóvil como revalorización del yo… Después me metí detrás del coche de un compatriota de Arizona que llevaba en el guardabarros una pegatina con la inscripción: «Have a nice day». Detrás y delante de mí se amontonaban sobre los coches canoas, esquíes acuáticos, cestas, cañas de pescar, tablas de acuaplano, fardos de color naranja y frambuesa… Europa se disponía en serio a pasar a nice day. Las cinco y veinticinco minutos. Levanté por centésima vez la mano derecha y luego la izquierda, y contemplé mis dedos extendidos. No temblaban. El mínimo temblor habría sido la primera señal de un peligro. Pero ¿podía fiarme de esto? Nadie sabía nada. Si, por ejemplo, contenía un minuto la respiración, daría a Randy un susto mayúsculo. Qué ocurrencia tan estúpida.

Un viaducto. Los guardacantones de cemento se estremecieron al paso del coche. Miré de reojo, como si quisiera robar el paisaje. Era maravillosa esta verde llanura, rodeada de montañas hasta el horizonte. Un Ferrari, plano como una chinche, me adelantó por el carril izquierdo. De nuevo estallé en una salva de estornudos, como si lanzara maldiciones en serie. El cristal estaba cuajado de restos de mosquitos, los pantalones se me pegaban a las pantorrillas, el cromado de los limpiaparabrisas me dañaba los ojos. Me soné; el paquete de Kleenex se deslizó entre los asientos mientras las hojas crujían al viento que entraba por la ventanilla. ¿Quién puede describir una naturaleza muerta en el espacio? Cuando uno piensa que todo está bien sujeto, inmovilizado por imanes, pegado con esparadrapo, se organiza un verdadero maremágnum: flotan por doquier grandes cantidades de utensilios para escribir, las gafas circulan por el aire, extremos sueltos de los cables serpentean como lagartos, pero lo peor son las migajas. Cazar las galletas con el aspirador… ¿Y la caspa del cabello? Hay algo en estos afanosos paseos humanos por el cosmos sobre lo que se guarda silencio. Fueron los niños los que primero preguntaron cómo se mea en la Luna…

Las montañas eran más altas, parecían marrones, serenas y graves, y, en cierto modo, familiares. Una de las mejores partes de la Tierra. La carretera cambió de dirección, el sol se metió en el coche como un cuadrado, y también esto recordaba a los mudos y majestuosos círculos de luces de la cabina. El día en plena noche, juntos los dos, como antes de la creación del mundo, y el sueño de volar convertido en realidad, y la confusión, la perplejidad del cuerpo, transformado en algo que no puede ser. Había oído conferencias sobre la enfermedad del aparato locomotor, pero yo tenía mis propias ideas al respecto. No se trataba de un malestar corriente, sino de una sublevación de los intestinos y el bazo; las visceras ignoraban qué les ocurría, y en lugar de portarse con normalidad, se rebelaban. Su confusión me causaba auténtico dolor. Mientras nuestra mente se deleitaba en el cosmos, nuestro cuerpo se sentía mal en él, y enseguida se cansaba. Lo habíamos llevado hasta allí, pero él estaba en contra… Es cierto que el entrenamiento hacía lo suyo. Se puede enseñar a un oso a montar en bicicleta, pero ¿ha sido el oso creado para ello? Solo consigue hacer reír a la gente… Pero nosotros no nos dábamos por vencidos, con el tiempo la sangre no se agolpaba en la cabeza, los intestinos no se agarrotaban; aunque solo se trataba de un interludio, ya que finalmente hay que volver a la Tierra. Esta nos recibía como una prensa mortífera; enderezar las rodillas y los riñones era un desesperado acto de heroísmo, la cabeza se deslizaba de un lado a otro como una bola de plomo. Yo sabía que ocurriría esto, había visto a hombres atléticos que se avergonzaban porque no podían dar ni un solo paso, y yo mismo los había metido en la bañera para que el agua los librara momentáneamente del peso del cuerpo; pero, el diablo sabrá por qué, me imaginaba que a mí no me ocurriría.

El psicólogo barbudo afirmaba que sucedía lo mismo con todos. Y entonces, cuando uno ha vuelto a acostumbrarse a la fuerza de gravedad de la Tierra, la ausencia de gravedad del espacio es como un sueño por el que siempre se siente nostalgia. No servimos para el cosmos, y precisamente por eso jamás renunciaremos a él.

Un fulgor rojo me traspasó la pierna, anticipándose a mi conciencia. Pasó un segundo antes de que comprendiera que estaba frenando. Los neumáticos chirriaron sobre arroz desparramado. Los granos eran cada vez mayores, como granizo. No, cristal. La columna aminoró la marcha. El carril derecho estaba interceptado por un cordón de conos. Traté de encontrar un hueco entre el hormiguero de coches. ¿Dónde? Sobre el campo se posaba lentamente un helicóptero amarillo; el polvo se amontonaba como harina bajo el fuselaje. Dos coches insertados el uno en el otro, con los radiadores destrozados. ¿Tan lejos de la carretera? ¿Y los ocupantes? De nuevo crujieron los cristales, pasamos como tortugas por delante de unos policías que agitaban los brazos: «¡Más deprisa, más deprisa!». Cascos de policía, ambulancias, camillas, las ruedas de uno de los vehículos girando en el aire mientras el intermitente seguía emitiendo señales luminosas. La calzada despedía humo. ¿El asfalto? No, probablemente la gasolina. La columna volvió al carril derecho; acelerar facilitaba la respiración. Se calculaban cuarenta muertos. Apareció un restaurante en un puente sobre la autopista; junto a él, en una gran gasolinera, los aparatos de soldadura lanzaban multitud de chispas. Eché una ojeada al cuentakilómetros. Cassino estaba cerca. En la curva siguiente mi nariz dejó de gotear repentinamente, como si la tableta de Plimasin no hubiera podido vencer a los macarrones hasta ese momento.

La segunda curva. Me estremecí, porque me sentí objeto de una mirada que —¿cómo era posible?— procedía del suelo, como si alguien estuviera echado en posición supina y me observase fijamente desde debajo del asiento. Era el sol, que brillaba sobre la revista e iluminaba a la rubia que me sacaba la lengua. Sin desviar la vista, me incliné y la puse del revés. «Para ser un astronauta, tiene usted demasiada vida interior», me dio a entender aquel psicólogo después de la prueba Rorschach. Yo le interrogué; quizá él también a mí. Expresó la opinión de que había dos clases de miedo, uno más superficial, que procedía de la fantasía, y otro más profundo, que venía de los intestinos. Es posible que con ello solo pretendiera consolarme y convencerme de que era demasiado bueno para aquel trabajo.

El cielo cortaba y aplastaba las nubes, que se fundían en un blanco lechoso. Apareció la gasolinera y aminoré la marcha. Un anciano juvenil, de largos cabellos grises despeinados por el viento, me adelantó con un ronco sonido de fanfarria, como un Wotan senil. Fui hacia los surtidores y, mientras me llenaban el tanque de gasolina, bebí todo el contenido del termo, endulzado con azúcar moreno. No me habían limpiado los cristales manchados de gasolina y sangre. Llevé el coche hasta la acera, bajé y me desperecé. Allí estaba el gran pabellón acristalado de las tiendas, donde Adams comprara una baraja de cartas, imitación de una baraja italiana de tarot del siglo xviii o xix. Estaban ampliando la gasolinera, y en el lugar donde se levantarían los nuevos surtidores había una gran zanja rodeada de grava blanca sin apisonar. Las puertas de cristal se abrieron ante mí. Entré: un gran espacio vacío. ¿Siesta? No, ya había pasado la hora. Vi montones de policromas cajas de cartón y frutas artificiales. La blanca escalera mecánica que conducía al piso superior se puso en movimiento cuando me acerqué; describí un círculo en torno a ella y se detuvo. Me miré en un televisor próximo a las vitrinas, la imagen en blanco y negro temblaba bajo los reflejos del sol; me contemplé de perfil. ¿Estaba realmente tan pálido? No se veía un solo dependiente por ninguna parte. Sobre los mostradores se amontonaban recuerdos baratos, pilas de barajas, seguramente de la misma clase.

Busqué monedas sueltas en el bolsillo mientras esperaba a algún dependiente, y de improviso los neumáticos de un coche chirriaron sobre la grava. De un Opel blanco que frenó en seco bajó una joven que llevaba pantalones vaqueros; caminó hasta la acera y entró en el pabellón. Le di la espalda y la observé en el televisor. Se quedó inmóvil a una docena de pasos detrás de mí. Yo cogí del mostrador la imitación de un antiguo grabado en madera: el Vesubio en erupción sobre la bahía. También había postales con fotos de los frescos de Pompeya, que en su día escandalizaron a nuestros antepasados. La muchacha dio dos pasos en mi dirección, como si no estuviera segura de que yo fuese un dependiente. La escalera se puso en movimiento; funcionaba con lentitud, y la muchacha, una delicada figurilla vestida con pantalones, se quedó donde estaba. Me volví para salir de allí. No tenía nada especial: un rostro inexpresivo, casi infantil, y una boca pequeña; pero el hecho de que me mirase sin verme, con los ojos muy abiertos, y de que rascara con la uña el cuello de su blusa blanca, me hizo acortar involuntariamente el paso cuando llegué hasta ella, y en aquel momento se cayó de pronto hacia atrás, sin proferir ningún sonido ni cambiar la expresión del rostro. Yo estaba tan poco preparado para esto que no tuve tiempo de sostenerla antes de que se desplomara; solo conseguí amortiguar el golpe asiéndola por los brazos desnudos, como si quisiera, por deseo suyo, tenderla sobre el suelo.

Yacía como una muñeca. Desde fuera habrían podido pensar que me arrodillaba junto a una muñeca del escaparate, ya que a ambos lados de este había maniquíes vestidos con trajes napolitanos, y yo estaba en cuclillas detrás de ellos, inclinado sobre la joven. Le tanteé el pulso. Era débil, pero regular. Tendida así, se le veían las puntas de los dientes y el blanco de los ojos, como si durmiera con los párpados entreabiertos. A cien metros de allí los coches se detenían frente a los surtidores, se hacían llenar los tanques y se alejaban, levantando nubes de polvo blanco, en dirección al ruidoso tráfico de la Autostrada del Sole. Solo había dos coches ante el pabellón, el mío y el de la muchacha.

Me incorporé lentamente y la contemplé una vez más. El brazo lánguido que acababa de soltar resbaló hacia el lado a un ritmo cansino. Al dejar al descubierto el vello claro de la axila, observé muy cerca de este dos pequeñas marcas, un arañazo o un diminuto tatuaje. Una vez había visto algo similar en miembros de las SS hechos prisioneros, sus runas, pero esto sería seguramente un lunar vulgar y corriente. De improviso empezaron a temblarme las piernas y sentí el impulso de arrodillarme de nuevo, pero me contuve y me dirigí hacia la salida. La escalera mecánica se detuvo, como para subrayar que la escena había terminado. En el umbral me volví a mirar. Una montaña de globos de colores ocultaba a la muchacha, pero yo aún podía verla en la pantalla del televisor. La imagen fluctuó y tuve la impresión de que ella se había movido. Esperé dos o tres segundos. Nada. La puerta de cristal me dejó pasar, solícita. Salté sobre la zanja, subí al Hornet y di marcha atrás para observar la matrícula del Opel. Era alemana. En el interior del coche, entre una gran diversidad de objetos, sobresalían unos palos de golf.

Cuando me incorporé de nuevo al tráfico, pensé que tenía suficientes motivos de preocupación. La historia se parecía a un silencioso ataque de epilepsia, un petit mal. Había casos así, sin convulsiones. Tal vez la chica sintió los primeros síntomas y por ello se detuvo, y cuando entró en el pabellón ya le fallaban los sentidos. De ahí la mirada ausente, como ciega, y el movimiento de insecto de los dedos que arañaban el cuello. Pero todo esto podía ser fingido. Por la carretera no me había fijado en el Opel, aunque por otra parte tenía la cabeza llena de otras cosas y me había cruzado con muchos coches parecidos, blancos, de línea angulosa. Repasé como a través de una lupa cada uno de los detalles que me habían llamado la atención. En el pabellón tendría que haber habido al menos dos o tres dependientes. ¿Y todos se habían ido a tomar una copa? Extraño. Aunque en la actualidad también esto es posible. Seguro que estaban en un café porque sabían que a esta hora nadie entraba en el pabellón, y la muchacha se había refugiado en él porque prefería pasar lo que fuera sola a dar un espectáculo ante el empleado de los surtidores. Todo parecía muy natural, ¿verdad? ¿O no demasiado natural? Ella estaba sola. ¿Quién viaja solo en semejante situación? Y suponiendo que hubiera vuelto en sí… yo no la habría acompañado hasta su coche. Habría intentado persuadirla de que no continuara el viaje. Le habría aconsejado abandonar el Opel y subir a mi coche. Cualquier persona habría procedido así, y por supuesto que yo también, de haber estado aquí como turista. Sentí una oleada de calor. Tendría que haberme quedado y haber dejado que me implicaran en la cuestión, suponiendo que quisieran implicarme. ¡Para eso me encontraba aquí! ¡Maldición! Traté de convencerme con más fuerza de que ella había perdido realmente el conocimiento, y solo logré estar menos convencido. Y no era únicamente esto. No se deja desatendido un pabellón de tiendas, o mejor dicho, un supermercado. Por lo menos la cajera tendría que haber estado en su puesto. Y sin embargo, el lugar estaba vacío. Es verdad que el interior del pabellón era bien visible desde el pequeño café que había al otro lado de la zanja. Pero ¿quién podía saber que yo pasaría por aquí? Nadie. En todo caso, el asunto no iba dirigido contra mí. ¿Qué era yo entonces? ¿Una víctima anónima? ¿Víctima de quién? Los dependientes, la cajera, la muchacha…, ¿todos implicados en la misma conspiración? Era demasiado fantástico. Así pues, se trataba de un incidente casual, como muchos otros. Adams había llegado a Roma sano y salvo. Y solo. Pero ¿y los otros? De pronto volví a acordarme de los palos de golf del Opel. ¡Dios Todopoderoso! Pero si unos palos como esos…

Decidí sobreponerme, a pesar de la sensación de haber cometido un fallo. Como un actor mediocre, pero obstinado, volví a entregarme a mi maldito papel. En la siguiente gasolinera pedí, sin bajar del coche, un neumático nuevo. Un hombre moreno y apuesto, que vestía un mono, echó una mirada a mis neumáticos. «Lleva usted ruedas sin cámara.» «¡Pero necesito una!» Pagué y miré hacia la autopista a fin de no perder al Chrysler, pero no lo vi por ninguna parte. Quince kilómetros más allá cambié una rueda intacta por la de reserva. Lo hice porque también Adams lo había hecho. Cuando me puse en cuclillas delante del gato, el calor cayó sobre mí con toda su fuerza. El gato chirriaba, no estaba engrasado. Reactores invisibles surcaban el cielo sobre mi cabeza, y el retumbante eco me recordó la artillería de la marina que cubriera la cabeza de puente en Normandía. ¿Por qué se me ocurrió pensar en esto? Después estuve en Europa por segunda vez, pero como objeto de exhibición, y además de segunda clase, como reserva, y ya miembro casi ficticio del proyecto de Marte. Europa me presentó entonces su lado digno; la iba conociendo, si no mejor, al menos sin el oropel; las callejuelas que apestan a orina en Nápoles, sus repulsivas prostitutas, e incluso el hotel, que si bien alardeaba todavía de sus estrellas, se pudría poco a poco, rodeado de traficantes y con un cine porno en las inmediaciones, algo inconcebible poco tiempo antes en semejante lugar. Tal vez se trataba de otra cosa, tal vez tenían razón quienes afirmaban que Europa se descomponía desde arriba, desde la cabeza.

Las herramientas quemaban. Me limpié las manos con crema, las sequé con un Kleenex y subí al coche. Tardé mucho rato en poder abrir la botella de Schweppes que había comprado en la gasolinera; no encontraba el cortaplumas con el abridor, y cuando por fin bebí el amargo líquido me acordé de Randy, que ahora me oía beber desde algún lugar de la autopista. El sol había calentado el cabezal, y la piel de la nuca me ardía. En el horizonte el asfalto tenía un brillo metálico, y daba la impresión de ser un río. ¿Sería un trueno lo que acababa de oír? Sí, estaba tronando. También había podido oír el paso de los reactores, pero cualquier ruido más débil que un trueno cercano era sofocado por el continuo estrépito de la autopista. Ahora el trueno había sonado con más fuerza que el tráfico, traspasando un trozo de cielo que aún tenía nubes doradas; el oro se dirigía hacia las montañas, pero ya con un tono amarillo intenso.

Los indicadores ya anunciaban Frosinone. Por la espalda me resbalaban chorros de sudor, como si alguien me hiciera cosquillas entre los omoplatos con una pluma, y la teatral tormenta amenazaba al estilo italiano: en lugar de descargar en serio, se limitaba a tronar sin una gota de lluvia. Sin embargo, al mismo tiempo se deslizaban sobre el paisaje unas hebras de niebla plateada, y después de una curva prolongada vislumbré incluso un lugar de la autopista sobre el que pendían vapores oblicuos. Saludé con alivio la humedad de las primeras gruesas gotas de lluvia. Inmediatamente empezó a llover a cántaros.

El parabrisas parecía un campo de batalla, por lo que no puse enseguida en marcha el limpiaparabrisas, que después tardó aún un buen rato en barrer todos los restos de insectos. Un poco más adelante me detuve junto a la cuneta; tenía que esperar aquí durante una hora. La lluvia caía a raudales, tamborileaba sobre la capota, los coches que pasaban levantaban surtidores de agua turbia y hacían remolinear la lluvia. Respiré profundamente. Por la rendija de la ventanilla entraba un chorro fino que me humedecía la rodilla. Encendí un cigarrillo y lo sostuve contra el hueco de la mano para que no se mojara; no tenía ningún sabor, ya que era mentolado. Un Chrysler de color metalizado pasó por mi lado, pero el agua caía con tal fuerza contra los cristales que no pude reconocer si era el de Randy. Oscurecía rápidamente. Relámpagos, un estallido, como si se partiera hojalata; para no aburrirme contaba los segundos entre relámpago y trueno; el tráfico de la autopista seguía zumbando y rugiendo como si nada fuese capaz de detenerlo. Mi reloj indicaba las siete pasadas, hora de ponerme en marcha. Con un suspiro, bajé del coche. Al principio la ducha fría no fue agradable, pero pronto me sentí mejor. Manipulé los limpiaparabrisas, como si quisiera arreglarlos, y mientras tanto vigilaba los coches, pero nadie se fijaba en mí y no había rastro de la policía. Empapado, me senté al volante y reemprendí el viaje.

La tormenta había remitido, pero iba oscureciendo; después de Frosinone dejó de llover, el asfalto se secó poco a poco mientras los charcos de la cuneta emanaban un vapor blanco y ondulante en el que penetraba la luz de los faros, y de pronto el sol salió de detrás de las nubes, como si quisiera mostrar el paisaje bajo una nueva luz justo antes de que anocheciera. Bajo el resplandor rosado y ultraterreno, giré hacia el aparcamiento del restaurante del puente de Pavesi. Tiré de la camisa, que tenía pegada al cuerpo, para que no se vieran los sensores, y subí al restaurante. No había visto el Chrysler en el aparcamiento. En el comedor la gente charlaba en una docena de lenguas y comía sin preocuparse de los coches que más abajo se deslizaban como bolas en una bolera. Un cambio repentino se había operado en mí… me había tranquilizado. Ahora todo me daba igual y pensaba en la muchacha como en una historia ocurrida años atrás; me tomé dos cafés y una Schweppes con limón, y tal vez habría seguido ganduleando un rato más de no habérseme ocurrido que me hallaba en un edificio de hierro y cemento que actuaba como una pantalla, por lo que los demás no sabrían cómo me funcionaba el corazón. Estos problemas no existen entre Houston y la Luna.

En el lavabo me limpié las manos y la cara, me peiné y me observé casi de mala gana en el espejo, y otra vez me puse en marcha.

Ahora tenía que volver a ir despacio. Conducía como si hubiera soltado las riendas y el caballo conociera el camino.

Mis pensamientos no se afanaban en ninguna dirección, no me entregué a ninguna fantasía; me desconecté, simplemente, como si no existiera. Antes llamaba a este estado «de cabeza vacía». Sin embargo, la atención no quedaba del todo anulada, ya que me detuve de acuerdo con el plan. Era un buen lugar. Aparqué al pie de una suave colina, en el punto donde la autopista describía un dibujo geométrico para salir frente a la otra ladera. Como a través de un gran portal, reconocí el horizonte donde la franja de cemento se abría camino con un giro enérgico hacia la próxima y prolongada ladera. Aquí el horizonte, allí el trigo. Froté los cristales, y como tenía que abrir el maletero para procurarme más Kleenex, toqué el fondo blando contra el que noté la presión del arma. Como por un acuerdo secreto, casi todos los coches encendieron simultáneamente los faros. Contemplé el amplio paisaje. En dirección a Nápoles brillaban franjas blancas, en dirección a Roma, franjas rojas, como si rodaran por la autopista carbones encendidos. La columna frenó en el fondo del valle, y al hacerlo se convirtió en un rojo centelleante detenido en un tramo de la autopista: una bella imagen de una ola inmovilizada. Si la carretera hubiera sido tres veces más ancha, podría haberse tratado de Texas o Montana. Aunque me hallaba a pocos pasos de la autopista, estaba tan solo que sentí una alegre serenidad. Las personas necesitan hierba, igual que las cabras, pero no lo saben con tanta claridad. Cuando oí zumbar en el cielo un helicóptero invisible, tiré el cigarrillo y subí de nuevo al coche, que aún conservaba un pequeño resto del calor del día.