La flecha de oro - Joseph Conrad - E-Book

La flecha de oro E-Book

Joseph Conrad

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Beschreibung

Publicada en 1919 y una de las últimas obras de Joseph Conrad, "La flecha de oro" fue definida por su autor como la historia de una iniciación a «la vida de la pasión»

Partiendo del recuerdo de sus inicios como marino y sobre el telón de fondo de la tercera guerra carlista, Conrad narra el encuentro en Marsella de un joven, aún ignorante, con una dama vasca, doña Rita, rica y bella viuda de un pintor parisino, por quien los hombres confabulan, enloquecen y se baten. Uno de esos hombres ha sido el mismo pretendiente don Carlos de Borbón; otro será el héroe sin nombre de la novela, que se embarca, por una causa en la que no cree en una peligrosa aventura de contrabando de armas. 
El entorno fanático y conspirador de doña Rita depara grotescas revelaciones al joven marino, que de la vida apenas conoce, y que se ve abocado a un mundo donde de poco le sirve su breve experiencia vital. 

"La flecha de oro" es una sutil, alambicada, sardónica novela de aprendizaje, construida, como tantas de Conrad, sobre el umbral de una nueva existencia más informada, pero también más amarga.

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Tabla de contenidos

LA FLECHA DE ORO

Nota del autor

PRIMERA NOTA

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Quinta parte

SEGUNDA NOTA

Notas a pie de página

LA FLECHA DE ORO

Joseph Conrad

A Richard Curle

Celui qui n’a connu que des hommes

polis et raisonnables, ou ne connait pas

l’homme, ou né le connait qu’á demi [1].

Caractères

Nota del autor

Habiendo llamado «Nota del Autor» a todos los breves prefacios escritos para mis libros, éste ha de tener ese mismo encabezamiento en aras de la uniformidad y aun a riesgo de sembrar cierta confusión. Como su subtítulo indica, La flecha de oro es un relato entre dos notas. Pero esas notas forman parte de su estructura, de su textura, y su papel consiste en preparar y en cerrar la historia. Son material pertinente para la comprensión de las experiencias que aparecen en la narración y tienen por objeto concretar su tiempo y su lugar, además de precisar ciertas circunstancias históricas que condicionan la existencia de las personas a las que conciernen los acontecimientos de los doce meses que abarca el relato. Era el modo más breve de dar cuenta de los preliminares de una obra que no podía adquirir naturaleza de crónica.

La flecha de oro es mi primera publicación de posguerra. Comencé su redacción en el otoño de 1917 y la concluí en el verano de 1918. Su recuerdo está asociado a los momentos más oscuros de la guerra, que, de acuerdo con el conocido proverbio, precedieron al alba, al alba de la paz.

Cuando ahora pienso en ellas, creo que estas páginas, escritas en días de tensión y pavor, tienen un aire de extraña serenidad. Fueron redactadas con calma, pero no a sangre fría, y son, quizá, las únicas que podría haber escrito en aquel tiempo lleno de amenazas pero también de fe.

Al tema de este libro llevaba dándole vueltas muchos años, no tanto porque fuera propiedad de mi memoria, como porque era una parte inherente de mí. Siempre estuvo presente en mi cabeza y listo en mi mano, pero me resistía a tratarlo desde una sensación de lo que imaginaba como mera timidez pero que, en realidad, no era más que un muy comprensible recelo.

Al arrancar el fruto del recuerdo uno corre el riesgo de arruinar su lozanía, especialmente si ha de acabar en el mercado. Como éste es un producto de mi jardín privado, mis resistencias se pueden comprender muy fácilmente, y aunque algunos críticos han manifestado que es una pena que yo no escribiera este libro quince años antes, lo cierto es que no comparto su opinión. Si lo abordé tan tarde fue porque hasta entonces no había llegado el momento oportuno. Me refiero a la sensación positiva que deja traslucir, la cual queda fuera de toda discusión. Tampoco pienso discutir aquí las lamentaciones de esos críticos, que son, a mi parecer, lo más irrelevante que podía decirse en relación con la crítica literaria.

Nunca he intentado ocultar los orígenes del tema de este libro, que durante tanto tiempo dudé en escribir, pero algunas reseñas se regodean con una sensación de triunfo cuando descubren en sus páginas al Dominic de El espejo del mar con su propio nombre (maravilloso descubrimiento) y al reconocer en la Tremolino el barco innombrado en el que monsieur George lleva a cabo sus fantásticas transacciones y busca alivio al dolor de su incurable herida. No me desconcierta lo más mínimo esa exhibición de perspicacia. Es el mismo hombre y la misma balancelle. Pero para el propósito de un libro como El espejo del mar, todo cuanto podía aprovechar era la historia personal de la pequeña Tremolino. La presente obra no es, en modo alguno, un intento por desarrollar un tema que toqué ligeramente en años anteriores y en relación con un tipo de amor muy distinto. Lo que, en su carácter anecdótico, la historia de la Tremolino tiene en común con la historia de La flecha de oro es que ambas son relatos de iniciación (a través de una difícil prueba que exige una gran determinación) en la vida de las pasiones. En unas cuantas páginas al final de El espejo del mar y en todo el conjunto de La flecha de oro, ése y no otro es el tema que se ofrece al lector. Esas páginas y este libro forman, unidos, una crónica completa; y lo único que con toda seguridad puedo garantizar a mis lectores es que, tal y como aquí aparece, con todas sus imperfecciones, se la entrego sin omisiones.

Aventuro esta declaración explícita porque, junto a la comprensión y el aprecio de la mayoría, aquí y allá he detectado, por así decirlo, una ligera sospecha. Sospecha de ocultación de algunos hechos, sospecha de que hay explicaciones que no se dan, sospecha de que haya motivos poco apropiados. Pero los hechos que no menciono son los que desconozco y lo que no explico es lo que no comprendí, y si algo parece poco apropiado la culpa es de mi imperfecta sagacidad. Nada que pudiera remediar. En el caso de este libro, no pude suplir esas deficiencias con el ejercicio de mi capacidad de invención. Nunca fue demasiado aguda y, en esta ocasión, su empleo se me antojaba excepcionalmente poco honrado. Es por este motivo ético y por timidez por lo que opté por mantenerme estrictamente dentro de los límites de una sinceridad sin ornato y por procurar ganarme las simpatías de mis lectores sin adoptar una elevada omnisciencia ni descender al subterfugio de las emociones exageradas.

J. C.

1920

PRIMERA NOTA

Las páginas que siguen han sido extraídas de un grueso manuscrito que, según parece, debía tener un único destinatario, una mujer. Da la impresión de que se trata de una amiga de infancia del autor. Se separaron siendo niños, o poco más que niños. Pasaron los años. Y entonces, algo recordó a esa mujer al compañero de sus días de juventud, y le escribió: «Últimamente he oído hablar de ti. Sé adonde te ha llevado la vida. Desde luego, escogiste tu propio camino. Pero a nosotros, a los que nos quedamos, siempre nos pareció que habías partido hacia un confín remoto. Todos consideramos que había que darte por perdido. Ahora apareces de nuevo, y aunque es posible que no volvamos a vemos, mi memoria te da la bienvenida y te confieso que me gustaría conocer los incidentes de ese camino que te ha conducido al lugar donde te encuentras en estos momentos».

Y él responde: «Creo que eres la única persona viva que recuerda cómo era yo de niño. He tenido noticias de ti de vez en cuando, pero me pregunto qué clase de persona eres ahora. Quizá, si lo supiera, no me atrevería a aplicar la pluma al papel. Pero no sé. Tan sólo recuerdo que fuimos grandes amigos. En realidad, congeniaba mejor contigo que con tus hermanos. Pero soy como la paloma que sale volando de la fábula de las Dos Palomas [2]. Si alguna vez comienzo a contarte, me gustaría que tuvieras la impresión de que estuviste en persona allí donde yo estuve. Es posible que ponga a prueba tu paciencia con el relato de mi vida, tan distinta a la tuya, y no sólo por los hechos, sino también por el espíritu. Tal vez no comprendas, acaso te escandalices. Me digo todo esto, pero sé que sucumbiré. Recuerdo con nitidez que, en los viejos tiempos, cuando tenías unos quince años, siempre conseguías que hiciera lo que querías que hiciera».

Y sucumbió. La historia comienza con la minuciosa narración de una aventura que se desarrolló a lo largo de apenas doce meses. En la forma en que aquí la ofrecemos ha sido expurgada de toda alusión al pasado que el autor compartió con la amiga de su infancia, de todos los apartes, disquisiciones y explicaciones dirigidos directamente a esa mujer. Pero incluso tal como el lector lo recibe, el conjunto conserva una extensión considerable. Da la impresión de que el autor no sólo tiene buena memoria, sino que sabe recordar. Claro que, en cuanto a eso, las opiniones pueden diferir.

Su aventura, o, como él afirma, su primera gran aventura, comienza en Marsella y en Marsella concluye, pero podría haber sucedido en cualquier parte. Esto no significa que sus protagonistas podrían haberse reunido en mitad del espacio infinito. El lugar tiene una importancia definitiva. En cuanto a la época, por los acontecimientos resulta fácil deducir que se trata de mediados de la década de 1870, cuando don Carlos de Borbón, animado por la general reacción de Europa entera ante los excesos del republicanismo filocomunista, quiso ganar por las armas el trono de España en los montes y barrancos de Guipúzcoa. Quizá se trate de la última aventura de un pretendiente a una corona que la Historia haya de registrar con la habitual y grave censura moral teñida de bochorno y pesar por el romanticismo que nos deja. Los historiadores se parecen demasiado al resto de la gente.

Pero la Historia nada tiene que ver con este relato. Tampoco aspira a la condena o justificación morales de una conducta. Si acaso, lo que el autor quizá espere sea un poco de simpatía por su juventud perdida, que ahora revive al término de su insignificante viaje por esta tierra. Extraño personaje, y, sin embargo, tal vez no muy distinto a nosotros.

Pero, como quiero referirme a ciertos hechos, debo añadir unas palabras.

Podría parecer que el autor se zambulló bruscamente en su larga aventura, pero a juzgar por ciertos pasajes (suprimidos aquí porque aparecen mezclados con material irrelevante), se tiene la clara impresión de que, en el momento de la reunión en el café, Mills tiene ya, a raíz del material recogido en diversos círculos, una opinión formada del impaciente joven que ya le habían presentado en un salón ultralegitimista. A consecuencia de lo que Mills había averiguado da la sensación de que el joven era un caballero que había llegado provisto de las debidas credenciales y de que, al parecer, se esforzaba cuanto podía por echar a perder su vida de un modo excéntrico, por un lado con una pandilla de bohemios (de la cual algo más tarde saldría al menos un poeta) y por otro entablando amistad con las gentes de la Ciudad Vieja, esto es, pilotos, marinos de cabotaje, marinos de altura y trabajadores de todas clases. El joven pretendía, de forma bastante absurda, convertirse él mismo en marino y ya se le atribuía una confusa y con toda probabilidad ilegal aventura en el Golfo de México. De inmediato se le ocurrió a Mills que aquel joven excéntrico era la persona idónea para lo que, por aquel entonces, los simpatizantes legitimistas se traían entre manos: llevar un cargamento de armas y munición destinado a los destacamentos carlistas del sur. Fue precisamente para consultar aquel asunto con doña [3] Rita para lo que el cuartel general había enviado al capitán Blunt.

Mills se puso en contacto con Blunt sin tardanza y le planteó la propuesta. Al capitán, la idea le pareció bien. En realidad, los dos, Mills y Blunt, se pasaron la noche de carnaval buscando a nuestro hombre por todas partes. Habían decidido involucrarle en el asunto, pero, naturalmente, antes de nada, Blunt quería conocerlo. Debió de parecerle prometedor, si bien, desde otro punto de vista, nada peligroso. Y así, tan a la ligera, fue como el célebre (y al mismo tiempo misterioso) monsieur George se introdujo en aquel mundo, a raíz del contacto de dos mentes que no habían dedicado un solo pensamiento ni a su carne ni a sus huesos.

El objetivo común de Mills y Blunt explica el tono íntimo de la primera conversación y la brusca introducción de la historia de doña Rita. Por supuesto, Mills quería saberlo todo. En lo que respecta al capitán Blunt, sospecho que en aquel tiempo no pensaba en otra cosa. Además, doña Rita debía encargarse de persuadir al joven. Al fin y al cabo, la empresa, arriesgada, fea y acaso desesperada, no era precisamente una nadería. No se lo habría parecido a ningún hombre, por joven que fuese.

No puede negarse que, según parece, Mills actuó más bien sin escrúpulos. Da la impresión de que, en cierto momento, cuando se dirigían al Prado, incluso él tuvo algunas dudas. Pero es posible que, con su agudeza, comprendiera muy bien la naturaleza de lo que tenían entre manos. Tal vez sintiera cierta envidia. Pero no me corresponde a mí excusarle. En cuanto al joven a quien podemos considerar su víctima, es evidente que jamás albergó ningún reproche. Para él, Mills no merecía crítica alguna, lo cual constituye un ejemplo notable del gran poder que sobre los jóvenes tiene la mera singularidad.

Primera parte

I

Ciertas calles poseen una atmósfera propia, una suerte de fama universal y el aprecio particular de sus ciudadanos. Una de esas calles es la Cannebière. El dicho «Si París tuviera una Cannebière, sería una pequeña Marsella» constituye la expresión jocosa del orgullo de esta ciudad. También yo fui víctima de su hechizo. En mi caso fue la calle que condujo a lo desconocido.

Tenía un tramo en el que uno podía ver hasta cinco grandes cafés en una hilera resplandeciente. Aquella tarde entré en uno de ellos. No estaba lleno, ni mucho menos. En realidad, parecía desierto, festivo y exageradamente iluminado, pero alegre. En aquella calle maravillosa el frío era singular (era noche de carnaval), yo no tenía nada que hacer y me sentía un poco solo. De modo que entré y me senté.

Los carnavales llegaban a su fin. Todo el mundo, de todas las clases, estaba impaciente por apurar los últimos tragos. Grupos de personas enmascaradas, cogidas del brazo y aullando como pieles rojas, recorrían las calles en locas oleadas mientras las rachas del frío mistral sacudían las farolas de gas hasta donde alcanzaba la vista. Había en todo aquello un matiz de locura.

Tal vez fuese esta circunstancia la que me hacía sentirme solo, puesto que yo no llevaba máscara ni disfraz y tampoco gritaba, ni estaba en cualquier otro aspecto en armonía con ese tinte de locura que tiene la vida. Pero no estaba triste. Estaba, simplemente, sobrio. Acababa de regresar de mi segundo viaje a las Indias Occidentales. Mis ojos todavía estaban llenos de esplendor tropical, del recuerdo de mis experiencias, lícitas e ilícitas, que tuvieron su encanto y su emoción. Me sorprendieron un poco y me divirtieron considerablemente, pero me dejaron intacto. En realidad, habían sido las aventuras de otros hombres, no las mías. Salvo por el pequeño hábito de responsabilidad que había adquirido, no consiguieron hacerme madurar. Seguía tan joven como antes. Inconcebiblemente joven, pero hermosamente irreflexivo, infinitamente receptivo.

Creerán ustedes que yo no pensaba en don Carlos ni en su lucha por un reino. ¿Por qué iba a hacerlo? No queremos pensar en las cosas que todos los días encontramos en los periódicos y en las conversaciones. Había hecho algunas visitas desde mi regreso y la mayoría de mis amistades era legitimista y estaba profundamente interesadas en los acontecimientos de la frontera española por razones políticas o religiosas o por romanticismo. Pero yo no tenía ningún interés. Al parecer, no era lo bastante romántico. ¿O acaso era incluso más romántico que todas aquellas buenas gentes? El asunto me parecía algo vulgar. Aquel hombre se limitaba a atender sus asuntos, los de un pretendiente.

En la primera página del periódico con ilustraciones que vi sobre una mesa cercana aparecía con una pinta bastante pintoresca, sentado sobre una roca y rodeado de un paisaje de montañas salvajes, un hombre fuerte, de barba cuadrada, con las manos apoyadas en la empuñadura de un sable de caballería. Aquel grabado de tan espiritual composición me llamó la atención. (En aquellos días no existían aún esas inanes reproducciones fotográficas). Era, evidentemente, la imagen romántica para uso de realistas, pero consiguió interesarme.

En ese preciso instante, unos enmascarados invadieron el café, bailando cogidos de la mano y formando una sola fila encabezada por un hombre fornido con una nariz de cartón. Irrumpió en el lugar dando saltos y tras él entraron quizá otras veinte personas, Pierrots y Pierrettes en su mayoría, cogidas de la mano y dando vueltas entre las sillas y las mesas, con los ojos brillantes bajo sus máscaras de cartón y el torso jadeante, aunque todos respetaban un misterioso silencio.

Eran gente muy pobre (algodón blanco con lunares rojos, disfraces), pero entre ellos había una niña con un vestido negro adornado con medias lunas doradas, el cuello alto y la falda muy corta. La mayoría de los habituales del café ni siquiera apartaron los ojos de sus partidas o de sus diarios. Yo, solo y sin nada que hacer, miré distraídamente. La niña vestida de Noche llevaba un pequeño antifaz de terciopelo negro, eso que en francés llaman un loup. Por qué una criatura tan delicada se unió a una pandilla tan palmariamente tosca soy incapaz de imaginarlo. Su boca y su barbilla, que el antifaz dejaba al descubierto, sugerían una belleza refinada.

Desfilaron por delante de mi mesa. Es posible que la Noche advirtiera que tenía la mirada puesta en ella, porque, echándose hacia delante, sacó el cuerpo de la serpenteante cadena humana y me enseñó su rosada lengua, afilada como un dardo. El gesto me cogió desprevenido, hasta el punto de que ni siquiera pude responder con un apreciativo « Très joli[4]» antes de que la niña retorciera el cuerpo y se alejara dando brincos. No obstante, después de ser objeto de tal distinción, no pude por menos que seguirla con la mirada hasta la puerta, donde la cadena de manos entrelazadas se rompió para que todos los enmascarados intentaran salir a la vez. Dos caballeros que en aquel momento entraban en el local se vieron en mitad del tropel. La Noche también les sacó la lengua (debía de ser una manía). Con gran presencia de ánimo, el más alto de los dos (vestía de etiqueta y llevaba un abrigo ligero y desabrochado) le dio una palmadita en la barbilla, permitiéndome al mismo tiempo la visión de su blanca dentadura, enmarcada por un rostro oscuro y enjuto. El segundo era muy distinto: rubio, de rostro rubicundo y suave, ancho de hombros. Llevaba un traje gris que, evidentemente, no estaba cortado a medida y le quedaba demasiado estrecho. Era de constitución poderosa.

Este hombre no era un desconocido para mí, llevaba más o menos una semana buscándole. Me había acercado a todos los lugares públicos en donde, en una ciudad de provincias, cabe esperar que los hombres se encuentren. Lo vi por vez primera, con el mismo traje estrecho, en un salón legitimista donde, resultaba obvio, suscitaba un enorme interés, especialmente entre las mujeres. Oí su nombre, le llamaban « monsieur Mills». La dama que me lo presentó aprovechó la primera oportunidad para murmurarme al oído:

—Es pariente del señor X — Un proche parent de Lord X[5]; y añadió—: Buen amigo del rey.

Por supuesto, se refería a don Carlos.

Me fijé en el proche parent, no a causa del parentesco, sino maravillado por la comodidad con que movía su excesivo cuerpo y su estrecho traje. Pero no quedó ahí la información que me proporcionó la dama.

—Llegó aquí como un naufragé.

Fue entonces cuando me interesó de verdad. Jamás había visto a un náufrago. Se despertó el niño que hay en mí. Para mí, un naufragio era un acontecimiento inevitable del que, más pronto o más tarde, yo habría de ser protagonista en el futuro.

Entretanto, el hombre así distinguido a mis ojos miraba tranquilamente a su alrededor y no decía palabra a no ser que alguna de las damas presentes se dirigiera directamente a él. En la sala había más de una docena de personas, mujeres en su mayoría, devorando exquisitos dulces y charlando apasionadamente. Podría haberse tratado de la reunión de un comité carlista de carácter particularmente fatuo. Incluso yo, pese a mi juventud e inexperiencia, me percaté de ello. Y eso que yo era, con mucho, la persona más joven del lugar. El discreto monsieur Mills me intimidaba un poco por su edad (supongo que tendría unos treinta y cinco años), su enorme tranquilidad, sus ojos claros y vigilantes. Pero la tentación era demasiado grande, así que le hablé impulsivamente, interesándome por su naufragio.

Volvió su enorme y atractivo rostro hacia mí. Me miró con sorpresa, tenía unos ojos penetrantes. A continuación, como si hubiera visto a través de mí por un instante y no encontrado nada objetable, su actitud cambió sutilmente y se transformó en simpatía. Sobre el naufragio no me contó gran cosa. Tan sólo me dijo que no había ocurrido en el Mediterráneo, sino al otro lado de la Francia meridional, en el Golfo de Vizcaya.

—Pero éste no es lugar para relatar una historia de ese tipo —observó, mirando a uno y otro lado con una sonrisa leve y tan atractiva como el resto de su rústica pero distinguida personalidad.

Le expresé mi decepción. Me habría gustado conocer esa historia. A esto, añadió que no era ningún secreto y que tal vez la próxima vez que nos viésemos…

—Pero ¿dónde vamos a vemos? —repliqué—. No vengo muy a menudo a este lugar, ¿sabe?

—¿Dónde? Pues en la Cannebière, sin duda. Todo el mundo se tropieza con todo el mundo al menos una vez al día frente a La Bourse[6], en la acera.

Era completamente cierto. Pero aunque le busqué en días sucesivos, no le vi en ninguno de los lugares habituales. Los compañeros de mis horas ociosas (y por aquel entonces todas mis horas lo eran) advirtieron mi preocupación y se burlaron sin disimulo. Querían saber si la mujer a quien esperaba ver era rubia o morena, si la fascinación que me tenía entre las ascuas de la espera la motivaba una de mis aristócratas o una de mis bellezas marinas, porque sabían que yo tenía un pie en ambos ¿puedo llamarlos «círculos»? En cuanto a ellos, constituían el círculo bohemio, no muy amplio, por cierto: media docena de miembros encabezados por un escultor a quien para abreviar llamábamos «Prax». Mi propio sobrenombre era «Joven Ulises». Me gustaba.

Pero con burlas o sin ellas, la verdad es que se habrían llevado una gran sorpresa si hubieran visto que los abandonaba por el fornido y cordial Mills. Yo estaba dispuesto a prescindir de la compañía de mis iguales por acercarme a aquel hombre tan interesante con la mayor deferencia mental. Y no precisamente a causa del naufragio. Me atraía y me interesaba todavía más porque no se le veía por ninguna parte. El temor de que se hubiera marchado de repente a Inglaterra —o a España— me causó una especie de ridículo abatimiento, como si hubiera perdido una oportunidad única. Y fue una reacción gozosa la que, desde el otro extremo del café, me impulsó a hacerle una seña con el brazo.

Me avergoncé de inmediato cuando vi que se aproximaba a mi mesa con su amigo. Éste hacia gala de una elegancia eminente. Era exactamente como uno de esos personajes que cualquier noche de mayo pueden verse en los alrededores de la Ópera de París. Era muy parisino, en efecto. Y sin embargo, me sorprendió, porque no parecía tan perfectamente francés como debiera, como si la nacionalidad fuera un atributo con diversos grados de excelencia. En cuanto a Mills, era del todo insular. Sobre él no podía haber la menor duda. Ambos me sonrieron ligeramente. El fornido Mills hizo las presentaciones.

—El capitán Blunt.

Nos estrechamos la mano. El nombre no me decía gran cosa. Lo que me sorprendió fue que Mills recordase tan bien el mío. No quisiera pecar de modestia, pero la verdad es que me parecía que dos o tres días eran tiempo más que suficiente para que un hombre como Mills se olvidase de mi existencia. En cuanto al capitán, me asombró al verlo más de cerca la perfecta corrección de su personalidad. Atuendo, figura esbelta, rostro bien marcado, delgado y bronceado, porte, todo esto me pareció muy refinado, tanto, que únicamente lo salvaban de la banalidad unos ojos negros y móviles de una agudeza poco habitual en el sur de Francia y todavía menos en Italia. Por otro lado, vestido de paisano, no tenía un aspecto suficientemente profesional. Una imperfección que también resultaba interesante.

Acaso piense usted que exagero a propósito la sutileza de mis impresiones, pero, tras una vida áspera, en realidad, muy áspera, créame si le digo que son las sutilezas de las personalidades, de las relaciones y de los acontecimientos lo que más peso tiene en nuestros intereses y en nuestros recuerdos: en realidad, quizá no cuente ninguna otra cosa. Aquélla, dese cuenta, fue la última tarde de esa parte de mi vida en la que todavía no conocía a esa mujer. Aquéllas fueron las últimas horas de una existencia anterior. No es culpa mía que en el momento decisivo no estén asociadas a nada mejor que a los esplendores banales de un café lujoso y a la locura y al escándalo del carnaval que animaba las calles.

Sin embargo, en nuestra mesa, los tres (desconocidos casi por completo entre nosotros) adoptamos actitudes de grave afabilidad. Un camarero se aproximó a tomar nota y fue entonces, gracias a que yo pedí un café, cuando tuve conocimiento de lo primero que supe del capitán Blunt: que padecía insomnio. Con aquella impasibilidad tan propia de él, Mills comenzó a cargar su pipa. Me sentí muy violento, cuando no positivamente molesto, cuando vi entrar por la puerta del café a nuestro Prax con una especie de vestimenta medieval muy parecida a la que Fausto luce en el tercer acto. No tuve la menor duda de que, en esta ocasión, estaba confeccionada para un Fausto puramente operístico. De sus hombros flotaba un manto ligero. Se acercó con aire sin duda teatral hasta nuestra mesa y, llamándome «Joven Ulises», me propuso que saliera a los campos de asfalto y le ayudara a reunir unas cuantas margaritas con las que decorar una cena verdaderamente infernal que se estaba organizando al otro lado de la calzada, en la planta superior de la Maison Dorée. Moviendo la cabeza para reconvenirle y con una mirada de indignación, llamé su atención sobre el hecho de que yo no estaba solo. Retrocedió un paso, como si le sorprendiera el descubrimiento, se quitó la toca de terciopelo emplumada con una reverencia tan baja que las plumas barrieron el suelo y abandonó la escena con arrogancia, con la mano izquierda apoyada en la daga de utilería que llevaba colgada del cinturón.

Entretanto, el bien relacionado pero rústico Mills se había ocupado de encender su pipa y el distinguido capitán seguía sentado tranquilamente, sin dejar de sonreír para sí. Me sentí muy irritado y pedí disculpas por la intromisión, afirmando que aquel tipo era un futuro gran escultor y una persona totalmente inofensiva, pero que, al parecer, las toneladas de aire nocturno que debía de haber tragado se le habían subido a la cabeza.

A través de la nube del humo de tabaco en que había envuelto su gran cabeza, Mills fijó en mí sus ojos azules, cordiales y extraordinariamente penetrantes. La fina y oscura sonrisa del capitán se hizo más amable. ¿Podía él saber por qué mi amigo me había llamado «Joven Ulises»?, preguntó, e inmediatamente añadió, con una picardía muy cortés, que Ulises era un personaje muy sagaz. Mills no me permitió responder.

—Ese antiguo griego fue famoso como viajero, el primer marino de la historia —aseguró, señalándome descuidadamente con su pipa.

—¡Ah, vraiment[7]! —El educado capitán parecía incrédulo, y algo cansado—. ¿Es usted hombre de mar? ¿En qué sentido, si me lo permite?

Hablábamos en francés. Empleó el término homme de mer.

Mills volvió a intervenir, con serenidad.

—En el mismo sentido en que usted es un hombre de armas ( homme de guerre).

Fue entonces cuando escuché al capitán Blunt pronunciar una de sus sorprendentes declaraciones. Hizo dos, ésta fue la primera.

—Vivo de mi espada.

Lo dijo con una elegancia extraordinaria, lo cual, unido al fondo de la cuestión, me hizo olvidar que yo tenía lengua. Me limité a mirarlo, no pude hacer más. Acto seguido añadió, con mayor naturalidad:

—Segundo regimiento de caballería de Castilla —y a continuación, en español y con acento muy marcado—: En las filas legítimas[8].

Se oyó la voz de Mills, impasible, como Júpiter desde su nube:

—Está de permiso.

—Por supuesto, no es algo que vaya pregonando a los cuatro vientos —señaló el capitán aludiéndome directamente—, de igual manera que nuestro amigo no habla de su naufragio. No debemos forzar demasiado la tolerancia de las autoridades francesas. No sería muy correcto… ni tampoco muy seguro.

De repente, me sentí profundamente satisfecho de mi compañía. Ante mis ojos, a mi lado, un hombre que «vivía de su espada». Así pues, todavía quedaban en el mundo personas así. Y frente a mí, con su aire de vigilante e impasible benevolencia, suficiente en sí misma para suscitar el interés de cualquiera, un hombre protagonista de un naufragio que no podía pregonarse a los cuatro vientos. ¿Por qué?

Comprendí muy bien por qué cuando me dijo que se había enrolado en el Clyde, un pequeño vapor fletado por un pariente —«un hombre muy rico», observó (probablemente el señor X, pensé yo)—, un barco que debía transportar armas y suministros al ejército carlista. Y no fue un naufragio en el sentido ordinario. Todo transcurrió a pedir de boca hasta el último momento, cuando, de pronto, apareció el Numancia, un barco acorazado republicano, y les dio caza al sur de Bayona, junto a las costas francesas. En pocas palabras, pero con evidente aprecio por la aventura, Mills nos describió de qué forma nadó hasta la playa ataviado tan sólo con una faltriquera y un par de pantalones. Llovían por todas partes los proyectiles hasta que desde Bayona llegó una pequeña cañonera y ahuyentó al Numancia, que se vio obligado a alejarse de las aguas territoriales francesas.

Fue un relato gracioso y entretenido y yo quedé fascinado por la imagen mental de aquel hombre tranquilo rodando sobre las olas y emergiendo, sin aliento y como he dicho, en las bellas tierras francesas, convertido en contrabandista de material de guerra. Pero no le arrestaron ni le expulsaron, puesto que allí estaba, delante de mí. Cómo y por qué se había alejado tanto del lugar de su aventura marítima era una cuestión interesante. Y se la hice con la indiscreción más ingenua, lo cual no le inquietó, al menos visiblemente. Me dijo que, como el barco no se había hundido, sino que tan sólo había encallado, la carga de contrabando que llevaba a bordo seguía sin duda en buen estado. Los empleados de aduanas franceses vigilaban. Si alguien conseguía, por así decirlo, eliminar o, simplemente, reducir esa vigilancia, ciertos botes de pesca españoles podrían, durante la noche y con el mayor sigilo, hacerse con una gran parte de los fusiles y cartuchos que quedaban en el barco. De ese modo el cargamento, pese a todo, llegaría a mano de los carlistas. Mills creía que podía hacerse.

Yo afirmé, con la seriedad de un profesional, que si se sucedían unas cuantas noches en calma (algo raro en aquella costa), sin duda podía hacerse.

El señor Mills no temía a los elementos. Era el muy inconveniente celo de los empleados de aduanas franceses lo que, de algún modo, habría que solventar.

—¡Cielos! —exclamé, atónito—. No se puede sobornar a las aduanas francesas. Esto no es una república sudamericana.

—¿Es una república? —murmuró, concentrado en su pipa de madera.

—¿No lo es?

Y volvió a murmurar.

—Oh, lo es tan poco.

Me reí, y una expresión ligeramente humorística cruzó el semblante de Mills. No. Los sobornos quedaban descartados, admitió. Pero en París la causa legitimista suscitaba muchas simpatías. La persona apropiada podía lograr que entrasen en juego y una mera insinuación de las altas instancias a los funcionarios locales en el sentido de que no se preocuparan demasiado por aquel naufragio…

Lo más atractivo era el tono frío y razonable de aquel proyecto asombroso. El señor Blunt seguía sentado a nuestro lado, distante, con la mirada perdida en este o aquel detalle del café. Fue mientras miraba hacia arriba, al pie rosado de una carnosa y muy escorzada diosa de algún tipo integrada en una enorme composición de estilo italiano pintada en el techo, cuando soltó sin el menor hincapié las palabras:

—Ella lo hará de la forma más sencilla.

—Todos los agentes carlistas de Bayona me lo han asegurado —dijo el señor Mills—. Tenía pensado dirigirme directamente a París, pero me dijeron que había salido hacia aquí con intención de tomarse un descanso: fatigada, descontenta. Un informe muy poco alentador.

—Esas escapadas son bien conocidas —murmuró el señor Blunt—. No le pasa nada, ya lo verá.

—Sí, me dijeron que usted…

Intervine.

—¿Están diciendo que esperan que una mujer arregle por ustedes una cosa así?

—Para ella, una nadería —señaló el señor Blunt sin darle importancia—. A las mujeres se les dan mejor ese tipo de cosas. Tienen menos escrúpulos.

—Más audacia —precisó el señor Mills casi entre susurros.

El señor Blunt guardó silencio por unos instantes. Luego:

—Ya ve —dijo, dirigiéndose a mí con un tono muy refinado—, a cualquier hombre le pueden dar la patada en el momento más inesperado.

No sé por qué, pero el comentario dejó huella. Desde luego, no pudo ser porque no fuera cierto. El otro no me dio tiempo a añadir nada. Me preguntó, con exquisita educación, qué sabía yo de las repúblicas sudamericanas. Le confesé que muy poco. De viaje por el Golfo de México había visto algo aquí y allá. Entre otras cosas, pasé algunos días en Tahití, que, por su condición de república negra, era, por descontado, un lugar único. Tras decir yo esto, el capitán Blunt inició un discurso sobre los negros. Habló de ellos con conocimiento, inteligencia y una suerte de cariño desdeñoso. Generalizó, particularizó, contó algunas anécdotas. Yo le escuché con interés, cierta incredulidad y considerable sorpresa. ¿Qué podía saber de los negros un hombre de aspecto tan parisino y modales tan de salón que en una ciudad de provincias parecía un exiliado?

Mills, en silencio y con su aire de inteligencia atenta, pareció leer mis pensamientos. Agitó su pipa levemente y me explicó:

—El capitán es de Carolina del Sur.

—Oh —murmuré. Acto seguido, tras la más ligera de las pausas, escuché la segunda de las declaraciones del señor J. K. Blunt.

— Si, je mis américain, catholique et gentilhomme —dijo. Su tono contrastaba tan marcadamente con su sonrisa y subrayaba, por así decirlo, tanto sus palabras, que no supe si devolverle la sonrisa o aceptar la aclaración con una pequeña y grave inclinación de cabeza. Por supuesto, no hice ni una cosa ni otra y nos sumimos en un silencio extraño y equívoco que marcó nuestro abandono definitivo del idioma francés.

Fui yo quien rompió el silencio para proponer a mis compañeros que cenasen conmigo, no al otro lado de la calle, que, con más de una cena infernal, estaría a rebosar, sino en otro establecimiento mucho más selecto situado lejos de la Cannebière, en una zona tranquila. Halagó un poco mi vanidad poder decir que siempre tenía mesa reservada en un rincón del Salon des Palmiers, también llamado Salon Blanc, donde se respiraba un ambiente legitimista y extremadamente decoroso incluso en época de carnaval.

—En política —afirmé—, nueve décimas partes de sus dientes suscribirían la opinión de ustedes, aunque no sé si tal cosa les parece un aliciente o todo lo contrario. Vayamos, disfrutemos de la fiesta —les animé.

Por mi parte, no me sentía especialmente festivo. Lo que deseaba era seguir en compañía de aquellas dos personas y quebrar una inexplicable sensación de constreñimiento de la que era particularmente consciente. Mills me observó con detenimiento, con una sonrisa leve y amable.

—No —dijo Blunt—. ¿Por qué íbamos a ir a un lugar como ése? De madrugada acabarían por echamos, y entonces tendríamos que volver a casa y hacer frente al insomnio. ¿Imaginan algo más desagradable?

Dijo esto sin dejar de sonreír, aunque sus profundos ojos no cedieron a la expresión de enigmática cortesía que pretendió conseguir. Tenía otra propuesta. ¿Y si nos retirábamos a sus habitaciones? Tenía allí los ingredientes necesarios para un plato de su propia creación que le había hecho famoso en todos los puestos avanzados de la Caballería Real y que cocinaría para nosotros. Tenía también algunas botellas de vino blanco que, muy posiblemente, podríamos beber en copas de cristal de Venecia. Un festín campestre, en realidad. Y no nos echaría de madrugada. Él no. No podía dormir.

¿Es preciso que diga que me fascinó la idea? Pues bien, sí. Pero lo cierto es que vacilé y miré a Mills, mi superior en tantas cosas. Mills se levantó sin decir palabra. Resultó decisivo, porque ninguna oscura premonición, y mucho menos de algo indefinido, podía oponerse y vencer al ejemplo de su tranquila personalidad.

II

La calle en que vivía el señor Blunt apareció ante nuestros ojos, estrecha, silenciosa, desierta y oscura, pero con suficientes farolas de gas para revelarnos su rasgo más llamativo: la cantidad de astas que se elevaban sobre gran parte de sus cerrados portales. Era la calle de los Cónsules. Comenté al señor Blunt que, todas las mañanas, al salir, podía ver las banderas de todas las naciones salvo de la suya. (El consulado de los Estados Unidos se encontraba al otro lado de la ciudad). Entre dientes respondió que tenía buen cuidado de no acercarse a su consulado.

—¿Le da miedo el perro? —pregunté con ánimo jocoso. El perro del cónsul debía de pesar alrededor de medio kilo y era conocido en toda la ciudad, porque, sobre el antebrazo consular, se exhibía en todas partes y a todas horas, aunque principalmente a la hora del paseo de moda por el Prado.

Tuve la impresión de que mi jocosidad estaba fuera de lugar cuando Mills masculló en mi oído:

—Ese lugar está lleno de yanquis.

—Por supuesto —murmuré, algo confuso.

Los libros no son nada. Me di cuenta de que hasta ese momento no había sido consciente de que la Guerra de Secesión norteamericana no era un tema impreso en papel, sino un hecho sucedido hacía apenas diez años. Naturalmente, el capitán Blunt era un caballero del sur. Me avergonzó un poco mi falta de tacto. Entretanto, como corresponde a la imagen del calavera convencional, el capitán, que llevaba un sombrero operístico echado hacia atrás, tenía ligeras dificultades con la llave. La casa ante la que nos habíamos detenido no era uno de esos edificios de varias plantas que jalonaban la mayor parte de la calle. Sólo tenía una hilera de ventanas sobre la planta baja. Los muros ciegos colindantes indicaban que tenía jardín. Su sombría fachada no poseía ningún rasgo arquitectónico destacado y, bajo la tenue luz de una farola, daba la impresión de estar muy venida a menos. Tanto mayor fue mi sorpresa al pasar a un vestíbulo embaldosado en mármol blanco y negro y, según me sugería la penumbra, de proporciones palaciegas. El señor Blunt no encendió la pequeña y solitaria lámpara de gas, nos guió a través del suelo ajedrezado más allá del pie de la escalera, más allá de una puerta de reluciente madera oscura con un pesado picaporte de bronce —daba paso a sus habitaciones, nos dijo—, y nos condujo directamente hasta el estudio, situado al final del corredor.

Era un lugar bastante pequeño adosado a la casa por el lado que daba al jardín, como un cobertizo. En él ardía vivamente una enorme lámpara. El suelo era de baldosas sencillas, pero con unas pocas alfombras que, aunque muy desgastadas, parecían muy caras. Había también un precioso sofá tapizado en seda rosa estampada, un diván enorme repleto de cojines, varios sillones espléndidos y de formas diversas (aunque todos muy raídos), una mesa redonda y, en medio de tantos muebles magníficos, una estufa de hierro pequeña y corriente. Alguien debía de haber estado allí hacía no mucho, porque el fuego crepitaba y el lugar estaba caldeado, lo cual era de agradecer tras padecer las ráfagas de mistral que azotaban la calle, frías hasta calar los huesos.

Sin mediar palabra, Mills se dejó caer en el diván y, recostándose en el brazo, se quedó observando reflexivamente un rincón donde, a la sombra de un monumental armario tallado, reposaba un maniquí articulado y sin cabeza ni manos pero de miembros hermosamente torneados que, en actitud de encogerse, parecía sentir embarazo ante aquella mirada.

Mientras estábamos sentados y disfrutábamos de la hospitalidad de bivouac[9] del capitán Blunt (el plato era realmente excelente y nuestro anfitrión, pese a llevar ahora una levita gris y desgastada, no había perdido su aspecto de hombre de mundo), yo no dejaba de mirar hacia aquel rincón. Blunt lo advirtió y señaló que tenía la impresión de que yo me sentía muy atraído por la emperatriz.

—Es desagradable —dije—. Parece acecharnos desde ese rincón como un esqueleto tímido. Pero ¿por qué llama emperatriz a ese maniquí?

—Porque durante días y días sirvió de modelo para la emperatriz de Bizancio a un pintor… Me pregunto dónde descubría piezas tan impagables… Tengo entendido que usted le conocía.

Mills agachó la cabeza lentamente, y derramó en su garganta el vino de una copa de cristal de Venecia.

—Esta casa está llena de objetos caros. Como todas sus casas, como su casa de París, el misterioso Pabellón oculto en algún lugar de Passy.

Mills conocía el Pabellón. Supongo que el vino le había soltado la lengua. También Blunt perdió parte de su característica discreción. De sus palabras deduje la imagen de una personalidad excéntrica, de un hombre de gran riqueza, no tanto un solitario como alguien a quien resultaba difícil acceder, un coleccionista de objetos hermosos, un pintor conocido tan sólo dentro de un círculo muy reducido y en absoluto por el mercado. Pero como, entretanto, yo había ido vaciando mi copa de cristal de Venecia con cierta regularidad (era sorprendente el calor que desprendía la estufa de hierro, resecaba la garganta, y aquel vino pajizo no parecía mucho más fuerte que un agua agradablemente endulzada), sus voces y expresiones adquirieron en mi cabeza un cariz fantástico. De repente me di cuenta de que Mills estaba en mangas de camisa. No sabía cuándo se había despojado de su levita. Por su parte, Blunt había desabrochado su desgastada chaqueta y ahora, bajo su oscuro y rasurado mentón y la corbata blanca, dejaba ver la pechera de su camisa almidonada. Exhibía una extraña insolencia, o eso me pareció. Me dirigí a él alzando la voz mucho más de lo que en realidad pretendía.

—¿Conoció a ese hombre extraordinario?

—Para conocerlo personalmente uno tenía que ser o muy distinguido o muy afortunado. El señor Mills, aquí presente…

—Sí, yo fui muy afortunado —interrumpió Mills—, el distinguido era mi primo. Así conseguí entrar en su casa de París, esa que llaman el Pabellón, dos veces.

—¿También vio dos veces a doña Rita? —inquirió Blunt con una sonrisa indefinida y marcado énfasis.

Mills también fue enfático en su respuesta, pero su semblante estaba serio.

—No soy demasiado entusiasta en cuestión de mujeres, pero de entre todos los artículos de incalculable valor que fue acumulando en esa casa ella es, sin la menor duda, su hallazgo más admirable… el más admirable…

—¡Ah! Pero ¿se da cuenta? Tantos objetos y, sin embargo, tan sólo ella está viva —señaló Blunt con leve sarcasmo.

—Mucho, sí —afirmó Mills—. Y no precisamente porque se moviera mucho. En realidad, ¿sabe usted?, apenas se levantó de aquel sofá colocado entre dos ventanas.

—No, no lo sé, nunca he estado allí —declaró Blunt con aquel destello de su blanca dentadura tan extrañamente falto de personalidad que resultaba perturbador.

—Pero irradia vida —continuó Mills—. Vida tiene de sobra y es muy distinguida. Mi primo y Henry Allègre tenían mucho que contarse, de modo que tuve oportunidad de hablar con ella. En mi segunda visita nos comportamos como si fuéramos viejos amigos, lo cual resultaba absurdo, considerando que lo más probable era que no volviéramos a vemos ni en este mundo ni en el próximo. No pretendo meterme en teologías, pero me da la impresión de que ella tendrá un lugar en los Campos Elíseos, y en una compañía muy especial.

Todo esto con mucha simpatía y con su actitud impasible. La dentadura de Blunt despidió un nuevo destello.

—Yo diría que mulata —musitó, y añadió, más alto—: Como, por ejemplo…

—Como, por ejemplo, Cleopatra —repuso Mills con tranquilidad, y, después de una pausa, añadió—: Que no era precisamente guapa.

—Yo diría más bien una La Vallière [10] —dejó caer Blunt con una indiferencia difícil de interpretar. Tal vez el tema comenzase a aburrirle, pero quizá su desinterés fuera fingido. El personaje no me resultaba del todo definible. A mí, en cambio, el asunto no me era indiferente. Una mujer es siempre un tema interesante y, por mi parte, yo estaba plenamente abierto a ese interés. Mills sopesó la cuestión durante unos momentos con una especie de desapasionada benevolencia. Por fin:

—Sí, en lo que a mí respecta, doña Rita es tan diversa en su simplicidad que incluso eso es posible —dijo—. Sí, una La Vallière romántica y resignada… con una gran boca.

Sentí el impulso de hacerme oír.

—¿También conoció usted a La Vallière? —pregunté, con impertinencia.

Mills se limitó a dirigirme una sonrisa.

—No, no soy tan viejo —repuso—. Pero no es tan difícil conocer datos de esa clase sobre un personaje histórico. En aquella época circularon algunos versos procaces. Luis XIV se congratulaba de poseer, la verdad es que no recuerdo muy bien cómo era, de poseer

… de ce bec amoureux

qui d’une oreille a l’autre va,

tra là là [11]

o algo parecido. No tiene por qué ir de oreja a oreja, pero es un hecho que una gran boca es con frecuencia señal de cierta generosidad de mente y de espíritu. Joven, cuidado con las mujeres de boca pequeña. Cuidado también con las demás, por supuesto, pero una boca pequeña es un signo fatal. En fin, por lo que he oído, los simpatizantes realistas no pueden acusar a doña Rita de falta de generosidad. ¿Por qué iba a juzgarla? En realidad, creo que no he pasado con ella más de seis horas. Suficientes, sin embargo, para sentir la seducción de su inteligencia natural y de su espléndido físico. Y todo ello se me concedió muy pronto —concluyó—, porque posee lo que un francés ha llamado «el don terrible de la familiaridad».

Blunt, que había escuchado con aire taciturno, asintió con aprobación.

—¡Sí! —Mills seguía sumido en el pasado—. Y al despedirse puede poner en un instante una inmensa distancia de por medio. Una pequeña rigidez de su figura perfecta, un cambio en su fisonomía. Fue como sentirse despreciado por un miembro de la alta nobleza. Aunque te ofrezca su mano, como me sucedió a mí, es como si lo hiciera a través de un río muy ancho. ¿Buenos modales o un leve asomo de la verdad? Tal vez sea uno de esos seres inaccesibles. ¿Usted qué opina, Blunt?

Era una pregunta directa que, por alguna razón (como si el umbral de mi sensibilidad hubiera descendido), me desagradó o, mejor dicho, me conturbó de modo extraño. Al parecer, Blunt no escuchó. Sin embargo, al cabo de un rato se volvió hacia mí.

—Ese gordo —dijo, con un tono de perfecta urbanidad— es tan fino como una aguja. Todas esas declaraciones sobre la seducción y luego esta duda final, expresada después de tan sólo dos visitas que, en conjunto, no pudieron superar las seis horas, y, además, ¡hace tres años de eso! Pero es a Henry Allègre a quien debería hacerle esa pregunta, señor Mills.

—No conozco el secreto de la resurrección de los muertos —repuso Mills con buen humor—. Y si lo tuviera, dudaría. Me parecería una libertad exagerada con una persona a quien conocí tan poco.

»Y, sin embargo, Henry Allègre es la única persona a quien se puede preguntar por ella, después de que se hicieran compañía de forma ininterrumpida y durante años, desde que la descubrió; todo el tiempo, con cada respiración, hasta, literalmente, su último aliento. No quiero decir que lo atendiera, que lo cuidara, para eso tenía él a su hombre de confianza. No podía soportar la compañía de las mujeres y, entonces, de repente, ya no pudo soportar no ver a una mujer en particular. La única que posó para él, porque jamás pudo sufrir a ninguna modelo en su casa. Por eso Niña con sombrero y La emperatriz de Bizancio tienen ese aire tan familiar, pese a que ninguna de ellas es en realidad un retrato de doña Rita… ¿Conoce a mi madre?

Mills inclinó el cuerpo ligeramente y una sonrisa esquiva desapareció de sus labios. Blunt clavó los ojos en el centro mismo de su plato vacío.

—En ese caso tal vez esté al tanto de sus relaciones artísticas y literarias —prosiguió Blunt cambiando sutilmente de tono—. Mi madre comenzó a escribir poesía a los quince años. Y todavía lo hace. Todavía tiene quince años; una niña mimada con talento. De modo que pidió a uno de sus amigos poetas, nada menos que al mismísimo Versoy, que le concertara una visita a la casa de Henry Allègre. Al principio, el poeta creyó que no la había oído bien. Debe usted saber que, para mi madre, ningún hombre que no se desviva por satisfacer los caprichos de una mujer puede tenerse por caballero. Pero, quizá, ¿sabe…?

Mills negó con la cabeza. Algo le divertía. Blunt, que había levantado la mirada del plato para mirarle, prosiguió con gran parsimonia.

—No se concede paz alguna, ni a sus amigos tampoco. Mi madre es exquisitamente absurda. Comprenderá que todos esos pintores, poetas, coleccionistas de arte y marchantes de baratijas —añadió esto último entre dientes— de mi madre no son de mi estilo, pero Versoy vive más como un hombre de mundo. Un día me encontré con él en la escuela de esgrima. Estaba furioso. Me pidió que le dijera a mi madre que aquélla era la última vez que le permitía aprovecharse de su caballerosidad. Mi madre le encomendaba tareas demasiado difíciles. Pero me atrevo a decir que le complació demostrar que tenía cierta influencia en aquellos círculos. Sabía que mi madre se lo contaría todo a la esposa del mundo. Es un canalla ácido y rencoroso. El cráneo le brilla como una bola de billar, creo que todas las mañanas le saca brillo con un paño. Por supuesto, no pasaron del gran salón del primer piso, una estancia enorme, con tres pares de columnas en el centro. Las puertas dobles que hay en lo alto de la escalera estaban abiertas de par en par, como preparadas para una visita de la realeza. Imaginen a mi madre, con su cabello blanco peinado al estilo del siglo dieciocho y sus chispeantes ojos negros, entrando en aquellos esplendores de la mano de una especie de ardilla calva y furiosa, y a Henry Allègre saliendo a recibirlos como un severo príncipe con una cara como del sepulcro de un cruzado, grandes manos blancas, voz grave y aterciopelada y ojos entrecerrados, como si los mirase desde arriba, desde un palco. ¿Recuerda esa costumbre suya, Mills?

Mills dejó escapar una enorme nube de humo de entre sus dilatadas mejillas.

—Me atrevo a decir que estaba furioso —continuó Blunt sin apasionamiento—. Pero era extraordinariamente cortés. Le enseñó a mi madre todos los tesoros del salón: marfiles, esmaltes, miniaturas, toda suerte de monstruosidades de Japón, de India, de Tombuctú… por lo que sé… Fue condescendiente hasta el extremo de ordenar que le bajaran al salón Niña con sombrero, de medio cuerpo y sin enmarcar. Colocaron el cuadro sobre una silla, para que mi madre pudiera contemplarlo. La emperatriz de Bizancio ya estaba allí, colgado en la pared del fondo, terminado, con un marco dorado que pesaba media tonelada. Primero mi madre abrumó al «maestro» cuando le dio las gracias, luego se quedó absorta, adorando Niña con sombrero. Al final suspiró: «Debería llamarse Diaphanéité, si es que esa palabra existe. ¡Ah! ¡Es la última expresión de la modernidad!». A continuación, puso en juego su insolencia y se fijó en la pared del fondo.

»—¡Y ése es Bizancio mismo! ¿Quién era esa emperatriz tan bella y tan hosca?

»—Yo estaba pensando en Teodosia —consintió en responder Allègre—. Que anteriormente fue esclava, no sé de dónde.

»Mi madre puede ser maravillosamente indiscreta cuando se lo propone y no se le ocurrió otra cosa que preguntar al “maestro” por qué se inspiró para las dos caras en la misma modelo. Sin duda, se sentía orgullosa de su buen ojo. En realidad, demostró gran agudeza. A Allègre, en cambio, el comentario le pareció una colosal impertinencia. Pero respondió con la mayor suavidad.

»—Quizá sea porque vi en esa mujer algo de las mujeres de todas las épocas.