La flecha negra - Robert Louis Stevenson - E-Book

La flecha negra E-Book

Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

Para los preadolescentes, internarse en el mundo de caballeros, princesas y justicieros, donde el valor, la amistad y el amor son puestos a prueba a cada paso implica, simbólicamente, desentrañar sus secretos y prepararse para el futuro. Por eso, la novela de aventuras les resulta tan seductora. En ese marco, Robert L. Stevenson cuenta con suspenso y humor la historia de amor de dos jóvenes que luchan por su libertad.

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© Letra Impresa Grupo Editor, 2020

Guaminí 5007, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: +54-11-7501-1267 Whatsapp +54-911-3056-9533

[email protected] / www.letraimpresa.com.ar

Stevenson, Robert Louis La flecha negra / Robert Louis Stevenson. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2019. Libro digital, EPUB - (Sonsoles ; 4) Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-4419-66-8 1. Narrativa Inglesa. I. Título. CDD 823

Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial. Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

LA FLECHA NEGRA

/ PRÓLOGO JOHN ENMIENDA TODO

Una tarde, al final de la primavera, sonó la campana del Castillo del Foso, en Tunstall, a una hora poco habitual. La gente abandonó sus tareas en el bosque y en el campo, y corrió hacia donde provenía el toque de alarma.

En la época en que reinaba Enrique VI en Inglaterra, Tunstall era una aldea con unas veinte casas de madera esparcidas a lo largo de un extenso valle verde, junto al río. Al pie del valle, el camino cruzaba un puente, luego se perdía en el bosque y llegaba al Castillo del Foso. Desde allí continuaba hacia la abadía de Holywood.

Cerca del puente, sobre una loma, se elevaba una cruz de piedra. En ese lugar, algunas mujeres y un hombre alto, de casaca roja, se habían reunido a discutir sobre el motivo de las campanadas de alarma. Sabían que, media hora antes, un mensajero había cruzado rápidamente la aldea, rumbo al Castillo del Foso. Llevaba una carta sellada de sir Daniel Brackley, el señor del castillo, dirigida a sir Oliver Oates, el cura encargado de cuidar sus posesiones cuando sir Daniel no estaba.

De pronto, escucharon el galope de un caballo y vieron que, desde el bosque, llegaba Richard Shelton, a quien apodaban Dick. Como era el protegido de sir Daniel, supusieron que sabría lo que ocurría y le pidieron que se lo explicara. El muchacho de ojos grises y piel tostada no tenía aún dieciocho años. Lucía una chaqueta de cuero con cuello de terciopelo negro y una capucha verde sobre la cabeza. Y llevaba una ballesta de acero colgada en la espalda.

Dick les contó las noticias que había traído el mensajero: la batalla era inminente. En su carta, sir Daniel ordenaba que todo hombre capaz de usar un arco o un hacha marchara de inmediato a Kettley. Pero el joven ignoraba para qué bando iban a pelear y dónde sería la batalla. Solo sabía que sir Oliver se les uniría pronto y que Bennet Hatch ya estaba preparándose para comandar la tropa.

–¡Será la ruina de esta hermosa tierra! –exclamó una mujer–. Si los nobles viven en guerra, los campesinos tendremos que alimentarnos de raíces.

–Nada de eso –le contestó Dick–. Todo el que se nos una recibirá seis peniques por día, y los arqueros, doce.

–Si sobreviven, no está mal. Pero, ¿y si mueren? –volvió a quejarse la mujer.

–No hay mejor forma de morir que dar la vida por su señor –respondió Dick.

–No es mi señor –aseguró el hombre de la casaca roja–. Hace dos años, todos en esta aldea teníamos otro señor. ¡Y ahora tengo que luchar en el bando de Brackley! ¿Qué me importan a mí sir Daniel o sir Oliver? El único señor al que respondo es el pobre rey Enrique VI, que Dios lo bendiga, esa pobre criatura que no sabe distinguir su mano derecha de su mano izquierda.

–Tienes lengua larga, amigo, al hablar tan mal de tu buen amo y del rey –respondió el joven Shelton–. El rey Enrique recobró el buen juicio y pondrá todo en orden pacíficamente. Y en cuanto a sir Daniel, eres valiente a sus espaldas. Pero no te preocupes, que no le iré con el chisme.

–No digo nada malo de usted, señor –aclaró el campesino–. Usted todavía es joven. Pero cuando llegue a hombre, verá que tendrá los bolsillos vacíos.

–Clipsby, no puedo aceptar lo que dices –le contestó Richard–. Sir Daniel es mi buen señor y, además, mi tutor.

–Muy bien. Entonces, ¿se atrevería a resolver un acertijo? –lo desafió Clipsby–. ¿De qué lado está sir Daniel? ¿Con los York o con los Lancaster?

–No lo sé –admitió Dick, poniéndose un poco colorado, porque su tutor había cambiado de bando continuamente y, con cada cambio, había aumentado su fortuna.

–¡Claro! –continuó Clipsby–. No lo sabe ni usted, ni nadie. Porque, de hecho, se acuesta siendo partidario de los Lancaster y se levanta convertido en un seguidor de los York.

Justo en ese momento, los cascos de un caballo retumbaron en el puente: era Bennet Hatch que se acercaba al galope. Venía armado con espada y lanza. Llevaba un yelmo de acero sobre su cabeza y una coraza de metal y cuero cubría su cuerpo. Era un hombre importante en esas tierras, la mano derecha de sir Daniel en tiempos de paz o de guerra.

–¡Clipsby! –gritó–. Corre hasta el Castillo del Foso y envía allí a los rezagados. Les darán armaduras y cascos. –Y dirigiéndose a una de las mujeres, le preguntó–: Nance, ¿está el viejo Appleyard en la ciudad?

–Apuesto a que está en sus campos –respondió la mujer.

El grupo se dispersó y, mientras Clipsby cruzaba el puente con toda tranquilidad, Bennet Hatch y el joven Shelton atravesaban la aldea en busca de Appleyard.

La casa de Appleyard era la última. Más allá, se extendía la pradera hasta los límites del bosque. Bennet y Dick se acercaron a donde el viejo soldado trabajaba, enterrado hasta las rodillas entre sus repollos y canturreando con su voz cascada. Por el color y por las arrugas, la piel de su cara parecía una cáscara de nuez. Pero sus viejos ojos grises conservaban el brillo y su vista era perfecta. Tal vez estuviera algo sordo, o bien pensara que no era digno de un viejo arquero prestar atención a un alboroto tan insignificante, el caso es que ni las campanadas de alerta ni la cercanía de Bennet y de Dick parecieron inquietarlo en lo más mínimo.

–Nick Appleyard –dijo Bennet Hatch, al verlo–. Sir Oliver le ruega que, en una hora, vaya al Castillo del Foso para tomar el mando.

El viejo alzó la vista y contestó sonriente:

–¡Dios los guarde, mis señores! ¿Y tú, Bennet, a dónde te diriges?

–Voy a Kettley, con todos los hombres que puedan montar a caballo. Parece que pronto habrá una batalla y mi señor espera refuerzos.

–Ah, bien –respondió Appleyard–. ¿Y cuántos hombres me dejas para que defienda el castillo?

–Seis buenos hombres y a sir Oliver.

–Esa cantidad es insuficiente. Para resistir, se necesitan por lo menos cuarenta.

–¡Bueno, justamente por eso vinimos a buscarlo, viejo zorro! Solo usted puede defender el castillo con tan poca gente.

–¡Claro, cuando les duele el pie se acuerdan del zapato viejo! –se quejó Appleyard–. Entre ustedes no hay ni un hombre que pueda montar a caballo o sostener un hacha. Y en cuanto a los arqueros, les daría una moneda por cada tiro que acierten.

–Vamos, Nick, hay hombres que pueden disparar un arco –dijo Bennet.

–¡Disparar un arco, sí! –exclamó Appleyard–. ¿Pero alguno daría en el blanco? Para eso hay que tener buen ojo y una buena cabeza sobre los hombros. Por ejemplo, ¿a qué llamarías un tiro a larga distancia?

–Sería como de aquí al bosque –calculó Bennet, mirando a su alrededor.

–Claro, eso sería un tiro larguísimo –contestó el viejo, girando para mirar sobre su hombro. Luego, se puso la mano en visera sobre la frente y se quedó observando.

–¿Qué mira? –preguntó Bennet, mientras sonreía.

El anciano siguió observando la colina en silencio. El sol brillaba sobre la pradera. Algunas ovejas pastaban aquí y allá, y todo estaba en silencio, excepto por el tañido lejano de la campana.

–¿Qué pasa, Appleyard? –preguntó Dick.

–Los pájaros –contestó el viejo.

En el bosque, no lejos de donde ellos estaban, una bandada de pájaros volaba bajo, yendo y viniendo en desorden.

–¿Qué pasa con los pájaros? –preguntó Bennet.

–¡Ah, qué gran soldado eres, Bennet! –se burló Appleyard–. Los pájaros son buenos centinelas. En los bosques, son los primeros en dar el alerta. Miren, si estuviéramos en un campamento, yo diría que allá hay arqueros escondidos, listos para atacarnos. ¡Y tú estás aquí, como si no sucediera nada!

–Vamos, viejo zorro –dijo Bennet–. No hay más hombres en los alrededores que los de sir Daniel, en Kettley. ¡Aquí estamos más seguros que en la Torre de Londres, y usted intenta preocuparnos porque vio unos gorriones!

–¡Escúchenlo! –volvió a burlarse Appleyard–. ¿Cuántos crees que arriesgarían sus dos orejas con tal de atravesarnos de un flechazo? ¡Por San Miguel, hombre, si nos odian como si fuéramos la peste!

–Bueno, es cierto que odian a sir Daniel –aceptó Bennet, pensándolo un poco.

–Odian a sir Daniel y a todos los hombres que lo sirven –corrigió Appleyard–. Y siguiendo el orden de odios, tú y yo encabezamos la lista. Piensa, Bennet: si allá en el bosque hubiera un buen arquero y nosotros estuviéramos a su alcance, como lo estamos ahora, ¿a cuál de los dos elegiría?

–Apuesto a que a usted –respondió Bennet.

–¡Y yo apuesto a que te escogería a ti! Tú incendiaste Grimstone y nunca te perdonarán por eso. En cuanto a mí, pronto, si Dios quiere, estaré en un muy buen lugar, fuera del alcance de flechas, balas de cañón y otras malas intenciones. Estoy viejo y marcho rápido hacia mi última morada. Pero tú te quedas aquí, enfrentando todos los peligros. Y si llegas a mi edad sin que te hayan ahorcado, será porque el verdadero espíritu inglés ha muerto.

–Usted es el más cascarrabias de todos los tontos que habitan el bosque de Tunstall –replicó Bennet Hatch, irritado por esas amenazas–. Deje de parlotear y busque sus armas, antes de que venga sir Oliver.

En ese instante, una flecha silbó en el aire, como una enorme avispa, y se clavó en medio de la espalda de Appleyard. El viejo cayó de cara sobre sus repollos. Bennet Hatch contuvo un grito y saltó en el aire. Después, agachado, corrió a refugiarse en la casa. Mientras tanto, Dick Shelton, que se había ocultado detrás de unas lilas, apuntaba con su ballesta hacia el bosque. No se movía ni una hoja. Las ovejas seguían pastando tranquilamente y los pájaros se habían calmado. Pero ahí yacía el viejo arquero, con una flecha clavada en la espalda.

–¿Ves algo? –gritó Bennet.

–No se mueve ni una hoja –respondió Dick.

–No podemos dejarlo ahí, es una vergüenza. ¡Que los santos nos protejan! ¡Ese sí que fue un buen tiro!

Bennet se acercó, pálido, levantó al viejo arquero y lo apoyó en sus rodillas. Todavía no estaba muerto.

–¡Arranca la flecha y déjame ir, por la Virgen María! –rogó Appleyard–. ¡Arráncala!

Dick se acercó y, con un fuerte tirón, arrancó la flecha. El viejo arquero intentó ponerse de pie, invocó el nombre de Dios y cayó muerto. Bennet, de rodillas entre los repollos, rezó por su alma. Pero mientras lo hacía, mantenía un ojo fijo en el punto del bosque desde donde había salido el disparo. Y cuando terminó de rezar, se puso de pie y se sacó uno de sus guantes de malla de acero.

–Yo soy el que sigue –dijo mientras se secaba la cara pálida, empapada de terror.

–¿Quién hizo esto, Bennet? –le preguntó Dick, todavía con la flecha en su mano.

–Solo Dios lo sabe. Debe haber unos cuarenta hombres a los que él y yo dejamos sin casa ni tierras. Él pagó su deuda y no creo que falte mucho tiempo para que yo pague la mía. Sir Daniel es demasiado cruel.

–Esta es una flecha extraña –comentó Dick.

–¡Sí que lo es! Negra y con plumas negras. ¡Fue hecha con un propósito maligno, ya lo creo! Dicen que el negro anuncia la muerte. Y tiene algo escrito. ¿Qué dice?

–“Para Appleyard, de John Enmienda Todo” –leyó Dick–. ¿Qué significa esto?

–No sé, pero no me gusta –respondió Bennet Hatch, moviendo la cabeza–. ¡John Enmienda Todo! ¡Ese sí que es un buen nombre para un rebelde! Pero no podemos quedarnos acá, como un blanco fácil.

Entre los dos alzaron a Appleyard y lo llevaron a su casa. Era limpia y sencilla. Había una cama, un armario, un baúl grande, un par de bancos y una mesa junto a la chimenea. Las armas del viejo soldado colgaban de la pared. Bennet Hatch comenzó a mirar todo con curiosidad.

–Nick tenía dinero –dijo–. Debe haber unas sesenta libras guardadas. ¡Cómo me gustaría encontrarlas! Cuando uno pierde a un buen amigo, el mejor consuelo es heredarlo. Dick, mira ese baúl. Apostaría a que ahí dentro hay una buena cantidad de oro. Appleyard tenía mano firme para recoger y mano dura para guardar. Durante casi ochenta años anduvo recolectando, pero ya no necesita nada. Y creo que se sentirá más feliz en el Cielo, si sus pertenencias quedan en poder de un buen amigo suyo.

–¡Por favor, Bennet! –exclamó Dick–. ¿Le robarías a su cadáver? ¡Se levantaría para impedirlo!

Bennet Hatch se persignó varias veces. Pero no era fácil hacerlo cambiar de opinión y lo único que lo detuvo fue que, en ese momento, entró en la casa un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento, colorado y luciendo un hábito negro.

–Appleyard –dijo el recién llegado, pero se paró en seco–. ¡Ave María! ¿Qué desastre es este?

–Un frío desastre para Appleyard, sir Oliver –respondió Bennet Hatch–. Le dispararon en la puerta de su casa y ahora está golpeando las puertas del purgatorio.

Sir Oliver se tambaleó hasta llegar a uno de los bancos y se sentó, pálido y descompuesto.

–¡Esto es un castigo! –sollozó, y comenzó a recitar una cadena de oraciones.

Bennet Hatch se quitó respetuosamente el casco y se arrodilló.

–¿Y cuál de nuestros enemigos pudo haberlo hecho? –preguntó el cura, algo repuesto.

–Sir Oliver, aquí está la flecha. Vea, tiene unas palabras escritas –respondió Dick.

–¡Esto lo explica! –exclamó el cura–. ¡John Enmienda Todo! Un buen nombre para un rebelde. ¡Y una flecha negra, como anunciando algo malo! Señores, no me gusta esta maldita flecha. Piensa conmigo, Bennet. Entre nuestros muchos enemigos, ¿quién puede estar enfrentándonos de esta manera?

–¿Podría ser Ellis Duckworth, señor? –sugirió Bennet Hatch.

–No, él seguro que no. Las rebeliones nunca se inician en las clases bajas. Cuando veas que los hombres simples empuñan sus hachas, averigua qué señor se beneficia con eso. Ahora sir Daniel se unió nuevamente a los Lancaster, y por eso está enemistado con los partidarios de York. De ellos viene este golpe.

–Con todo respeto, sir Oliver –dijo Bennet Hatch–, los ánimos están muy caldeados en este país y hace rato huelo el desastre. Lo mismo pensaba Appleyard. Y si me lo permite, le diré que los hombres están tan disgustados con todos nosotros, que no se necesita un York o un Lancaster para aguijonearlos. Esto es lo que en verdad pienso: usted, que es un sacerdote, y sir Daniel, que va para donde lo lleva el viento, se quedaron con los bienes de muchos hombres y castigaron y colgaron a otros tantos. Tarde o temprano deberán responder por eso. Ustedes, no sé cómo, siempre tienen la ley a su favor y creen que así arreglan todo. Pero los hombres a los que han dejado sin nada están furiosos. Y algún día, cuando el diablo los pinche, se aparecerán con su arco y los atravesarán con una flecha.

–No, Bennet, estás equivocado –lo corrigió sir Oliver–. Eres un charlatán, un bocón, un lengua larga.

–Está bien. No diré nada más, si eso es lo que quiere.

El cura se levantó del banco, sacó cera y una vela de la cajita que colgaba de su cuello. Con ellas, estampó el sello de armas de sir Daniel en el baúl y en el armario, para que nadie pudiera abrirlos. Bennet lo miraba desconsolado. Luego, los tres abandonaron la casa, algo atemorizados.

–Yo ya debería estar en camino a Kettley, sir Oliver –dijo Bennet Hatch, mientras sostenía el estribo para que el cura montara.

–Sí, pero ahora las cosas cambiaron. Ya no lo tenemos a Appleyard para que defienda el castillo, así que te quedarás conmigo. En estos tiempos de flechas negras, necesito alguien en quien confiar. Cabalguemos, Bennet. Nuestros hombres ya deben estar esperándonos en la iglesia.

Pasaron algunas casas de la aldea y, después de una curva, apareció la iglesia frente a ellos. En la entrada al cementerio, que estaba atrás, se había reunido un grupo de unos veinte hombres. Algunos iban armados con lanzas, otros con hachas, otros con arcos. Y algunos montaban caballos de arar, salpicados con el barro del surco. Estos hombres eran los más incapaces. Los mejores y mejor equipados ya estaban con sir Daniel en Kettley.

–Nada mal. Sir Daniel estará más que satisfecho –observó el cura, contando la tropa.

–¿Quién anda ahí? ¡Detente, si eres de los nuestros! –gritó, de pronto, Bennet Hatch, porque había visto a alguien deslizarse entre los pinos.

Al escuchar la orden, el desconocido echó a correr por el bosque. Los hombres reunidos frente al cementerio, que hasta ese momento no habían notado su presencia, salieron a caballo en persecución del fugitivo. Pero tuvieron que esquivar las tumbas y era evidente que su presa escaparía. Bennet, maldiciendo, dirigió su caballo hacia el cerco, para interceptarlo. Pero el animal se negó a saltar y su jinete quedó desparramado en el polvo. Y aunque se incorporó enseguida, ya era tarde: el fugitivo había sacado demasiada ventaja.

El más astuto fue Dick Shelton. En lugar de entregarse a una inútil persecución, colocó una flecha en su ballesta y se dio vuelta, para preguntarle a Bennet Hatch si debía disparar.

–¡Dispara! ¡Dispara! –gritó el cura, con una violencia sanguinaria.

–¡No falles, Dick! –exclamó Bennet–. Hazlo caer como una manzana madura.

A pesar de que el hombre corría más lentamente, porque la pradera era muy empinada, la oscuridad del atardecer y sus movimientos irregulares no lo hacían un blanco fácil. Y mientras Dick levantaba su arma, sintió piedad y, en parte, deseó fallar. Por fin, la flecha voló.

El hombre se tambaleó y cayó, y sus perseguidores celebraron. Pero cantaron victoria antes de tiempo. Enseguida, el fugitivo se puso de pie, giró hacia ellos y agitó su gorro burlonamente. Al instante, desapareció en el bosque.

–¡Que la peste se lo lleve! –exclamó Bennet Hatch–. ¡Vaya si sabe correr!

–¿Qué lo habrá traído a la iglesia? –preguntó sir Oliver–. Me temo que nada bueno. Clipsby, bájate del caballo y búscalo entre los pinos.

Clipsby partió y, un instante después, regresó con un papel, que le entregó a sir Oliver.

–Esto estaba clavado en la puerta de la iglesia. No encontré nada más, señor cura –le dijo.

–Pero, ¿qué tenemos aquí? Ya no hay mucha luz. Dick, tú que tienes ojos jóvenes, léeme esta nota, te lo ruego.

Dick tomó el papel y leyó en voz alta. Eran unos versos bastante toscos, escritos con una letra torpe y pésima ortografía. Algo mejorados, decían más o menos esto:

Tenía en mi cinto cuatro flechas negras

para aliviar mis cuatro penas,

para cuatro hombres que fueron mi condena

y que siempre me oprimieron con cadenas.

He disparado una y fue a buen puerto:

el viejo Appleyard ya está muerto.

El señor Bennet Hatch es de otra dueño,

por quemar Grimstone con tanto empeño.

Otra sir Oliver Oates se ganó,

cuando a sir Harry Shelton el cuello cortó.

La cuarta, sir Daniel, castigará tu codicia

y todos dirán que se ha hecho justicia.

Cada uno de los cuatro su merecido tendrá,

una flecha en cada negro corazón habrá.

Ahora arrodíllense y comiencen a rezar.

¡Bandidos, están muertos, nadie lo ha de dudar!

John Enmienda Todo y sus alegres compañeros.

PD: Tenemos más flechas y buenas sogas para todos sus seguidores.

–¡Señores, este mundo está enfermo y empeora cada día! –se lamentó sir Oliver–. Yo les juro por la cruz de Holywood que no tuve nada que ver con la muerte de sir Harry Shelton. Además, su cuello no fue cortado, ahí hay otro error. Algunos testigos confiables aún viven y pueden demostrarlo.

–No hace falta, señor cura –dijo Bennet Hatch–. Esta conversación no es oportuna.

–No lo creas. Yo demostraré mi inocencia. No perderé mi vida por un error. Pongo a todos por testigos de que no tengo nada que ver con ese asunto. Ni siquiera estaba en el Castillo del Foso. Me habían enviado a llevar un mensaje antes de las nueve...

–Sir Oliver –lo interrumpió Bennet–, ya que no quiere terminar con este sermón, recurriré a otros métodos. Goofe, da la señal de que monten.

Y mientras sonaba la trompeta, Bennet se acercó al sorprendido cura y comenzó a murmurar en su oído, violentamente.

Dick Shelton vio que, por un instante, el cura lo miraba asombrado. Tenía motivos para inquietarse, porque ese sir Harry Shelton del que hablaban era nada menos que su padre. Pero no pronunció palabra y su rostro permaneció inmóvil.

Bennet Hatch y sir Oliver decidieron que diez hombres cabalgarían con ellos a través del bosque, hasta el Castillo del Foso. El resto iría a encontrarse con sir Daniel, al mando de Dick Shelton. El joven podía hacerlo, pues Bennet Hatch le había enseñado a manejar las armas.

Mientras sir Oliver escribía un resumen de los últimos sucesos para enviarle a sir Daniel Brackley, Bennet se acercó a Dick para desearle buena suerte.

–Debes tomar el camino más largo –le recomendó–. Rodea el puente y avanza lo más rápido que puedas. Que un hombre de confianza vaya siempre adelante, para saber cuándo vienen los tiros. Y marcha con cuidado hasta que hayas atravesado el bosque. Si los bribones te atacan, galopa. No conseguirás nada si te quedas parado. Y nunca retrocedas. Recuerda que en Tunstall no hay nadie que pueda ayudarte. Ahora que vas a una gran guerra a pelear por el rey, te daré mis últimos consejos. Cuídate de sir Daniel porque es inconstante. Tampoco confíes en este cura porque sir Daniel lo maneja a su antojo. A donde vayas, busca buenos amos y hazte amigo de los poderosos. Y siempre reza por mí. En el mundo, hay bribones peores que yo. Entonces, ¡buena suerte!

–¡Y que el Cielo esté con usted! –le respondió Dick–. Ha sido mi buen amigo, mi protector, y siempre lo diré.

–Algo más –agregó Bennet, un poco avergonzado–. Si este Enmienda Todo me atravesara con una flecha, tal vez podrías dar una limosna en mi nombre.

–Haré lo que me pide –le respondió Dick–. Pero vamos, ¡alégrese, hombre! Nos veremos de nuevo y beberemos cerveza.

–¡Dios lo quiera! Pero aquí viene sir Oliver. Si fuera tan rápido con la ballesta como lo es con la pluma, valiente hombre de guerra sería.

Sir Oliver le entregó un pliego sellado, con este encabezado: “A mi Amo y Señor, sir Daniel Brackley, para que le sea entregado con urgencia”. El joven juró hacerlo, lo guardó en su casaca y emprendió la marcha.

/ LIBRO I LOS DOS MUCHACHOS

CAPÍTULO 1.EN LA POSADA DEL SOL, EN KETTLEY

Esa noche, sir Daniel Brackley y sus hombres se quedaron en Kettley, cómodamente alojados en la Posada del Sol. El caballero de Tunstall nunca descansaba cuando se trataba de obtener dinero. Incluso en ese momento, a punto de iniciar una aventura que tanto podía favorecerlo como arruinarlo, sir Daniel estaba levantado a la una de la madrugada, dispuesto a vaciar los bolsillos de sus arrendatarios. Sacaba provecho de las herencias por las que se peleaban varios herederos. Su método consistía en comprarle su parte al que no tenía chances de ganar. Y luego, valiéndose de su influencia sobre el rey, se aseguraba de que este resolviera a su favor. Y si eso era muy complicado, simplemente se apoderaba de la propiedad por la fuerza y, para conservarla, confiaba en la astucia con la que sir Oliver burlaba la ley. Así había sucedido con Kettley. Hacía poco que se había apoderado de ese lugar y todavía luchaba contra la oposición de los vecinos. Precisamente, sus tropas estaban allí con el fin de aplacar el descontento.

A eso de las dos de la mañana, sir Daniel se sentó en el salón de la posada, junto a la chimenea. Una docena de hombres montaba guardia frente a la puerta o dormía sobre los bancos y, bastante cerca, un joven estaba tendido en el suelo, sobre una capa.

–Escúchame, estimado posadero –le dijo sir Daniel al dueño de la posada–. Necesito buenos hombres en mis territorios. Así que castigaré a todos los que le hayan pagado rentas a su antiguo señor, tú entre ellos.

–Mi buen señor –contestó el posadero–, juro por la cruz de Holywood que pagué porque me obligaron.

Sir Daniel, que era el caballero más alegre de toda Inglaterra, tomó un trago de cerveza y se recostó en su silla, sonriendo.

–Puede ser –dijo–. Entonces pagarás el doble, porque ahora debes darme mi parte.

El posadero hizo un gesto de horror. Pero en esos tiempos caóticos, los arrendatarios estaban acostumbrados a esos abusos, y tal vez hasta debía alegrarse de sellar la paz tan sencillamente. Entretanto, el chico se había sentado y miraba temeroso a su alrededor.

–Ven aquí –le dijo sir Daniel, riendo a carcajadas, mientras el joven se levantaba y caminaba lentamente hacia él–. ¡Por Dios! ¡Qué joven tan valiente!

El muchacho se puso rojo de rabia y sus ojos negros lanzaron una mirada de odio. Era difícil saber su edad. Por la expresión de su rostro, parecía más grande. Pero tenía la piel de un niño. Su delgadez era poco común y se movía de un modo extraño.

–Sir Daniel, ¿me llamó solo para burlarse de mi triste situación?

–Vamos, deja que me ría. Si pudieras verte, serías el primero en reír, créeme.

–Cuando pague por todo lo demás, también tendrá que pagar por esto. ¡Ríase mientras pueda!

–Vamos, chico –respondió el caballero, algo más serio–. No pienses que me burlo de ti. Voy a arreglar una boda que te asegurará mil libras y te demostrará todo mi cariño. Fui algo cruel cuando me hice cargo de ti por la fuerza, lo reconozco. Pero me obligaron las circunstancias. Serás la señora de Richard Shelton. Y ese muchacho sí que promete. ¡Ahora ríete un poco! Posadero, trae algo de comer para mi amigo, el joven John. Siéntate, cariño, y come.

–No –dijo el joven–. No probaré bocado. Ya que me obliga a cometer el pecado de llevar esta ropa, ayunaré para que Dios me perdone. Eso sí, buen posadero, le agradecería un vaso con agua.

–Para obtener el perdón, ¡una buena confesión y listo, ya está solucionado! –exclamó el caballero–. Ahora come.

Pero el muchacho era testarudo. Tomó un vaso de agua, se envolvió en su capa y se sentó en un rincón alejado.

Una o dos horas después, un gran revuelo se armó en el pueblo. El grito de alto de los centinelas se confundió con el ruido de las armas y los caballos. Una compañía de soldados llegó hasta la posada y Dick Shelton, salpicado de barro, entró y saludó a sir Daniel.

–¡Dick Shelton! –exclamó el caballero. Y en cuanto mencionó ese nombre, el otro muchacho lanzó una mirada curiosa–. ¿Dónde está Bennet Hatch?

–Señor, le ruego que lea esta nota que le envía sir Oliver. Ahí está todo explicado –respondió Dick y le entregó la carta del cura–. Además, debería marchar a Risingham sin demora. En el camino me crucé con un mensajero y, por lo que me dijo, lord Risingham sufrió una brutal derrota y lo necesita desesperadamente.

–¿Cómo dices? ¿Brutal derrota? –repitió sir Daniel–. Bueno, entonces ganaremos tiempo si nos sentamos. Tal como van las cosas en Inglaterra, el que cabalga más lento cabalga más seguro. Dicen que la demora trae el peligro, pero es más bien la urgencia lo que destruye a los hombres. Recuérdalo, Dick. Pero primero, déjame ver qué ganado trajiste.

Sir Daniel caminó hacia la calle y, bajo la luz de un farol, inspeccionó su nueva tropa. Los vecinos no lo querían. Pero en tiempos de guerra, era muy respetado. Su valentía, su probado coraje, su preocupación por que sus soldados estuvieran cómodos y hasta sus crueles burlas, todo agradaba a los que luchaban bajo su mando.

–¡Oh, por Dios! –exclamó–. ¿Qué perros son estos? Hay algunos encorvados como arcos y otros flacos como lanzas. Amigos, irán a la vanguardia en la batalla. No importa si los pierdo. ¡Miren a este miserable en su caballo! Un corderito montando un cerdo tendría más aspecto de soldado que él. Clipsby, ¿estás ahí? De buena gana te perdería. Irás al frente de todos, con un blanco dibujado en tu armadura, para que los arqueros te apunten mejor. Sí, amigo, tú me mostrarás el camino.

–Le mostraré cualquier camino, sir Daniel, excepto el que lo lleve a cambiar de bando –se envalentonó Clipsby.

–¡Bien dicho! –exclamó sir Daniel, riendo–. ¡Vean qué lengua astuta tiene! Te perdonaré esas palabras tan graciosas. –Luego, entró en la posada y le dijo a Richard Shelton–: Bueno, amigo, aquí tienes cerveza y tocino. Come, mientras yo leo.

Sir Daniel abrió el pliego y, a medida que leía, su rostro se ensombrecía. Cuando terminó, se sentó un momento a pensar y, después, clavó los ojos en su protegido.

–Dick, ¿leíste estos versitos? –preguntó.

El joven asintió.

–Aquí se menciona a tu padre. Y un loco acusa a nuestro pobre cura de haberlo asesinado.

–Él lo negó rotundamente –respondió Dick.

–¡¿En serio?! Algún día, cuando tenga tiempo, yo mismo te contaré todo sobre ese asunto. En aquel momento, acusaron a un tal Ellis Duckworth. Pero eran épocas violentas y no se podía esperar que se hiciera justicia.

–¿Sucedió en el Castillo del Foso? –se animó a preguntar el joven Shelton, mientras el corazón le golpeaba el pecho.

–En el camino entre el Castillo del Foso y Holywood –le respondió sir Daniel, con calma pero mirándolo con desconfianza–. Apura tu cena. Regresarás a Tunstall con una carta mía.

–Sir Daniel –suplicó Dick–, envíe a uno de los campesinos. Déjeme ir a la batalla. Créame, puedo ser de gran ayuda.

–No lo dudo. Pero aquí no hay honor en juego. Me quedaré en Kettley hasta que reciba noticias ciertas de la guerra y luego marcharé a unirme con el ganador. No creas que es cobardía. Es prudencia. En este reino, donde el nombre del rey cambia constantemente, ningún hombre puede estar seguro del mañana.

Sir Daniel se dio vuelta y escribió, atragantado por el asunto de la Flecha Negra.

El joven Shelton desayunaba con ganas, cuando sintió que alguien le tocaba el brazo y escuchó un suave murmullo en su oído.

–No hagas ningún gesto, te lo ruego –dijo la voz–, pero por lo que más quieras, indícame cómo llegar a Holywood. Te lo suplico, buen chico, ayuda a esta pobre alma en peligro.

–Toma el camino del molino –respondió Dick, en el mismo tono–. Te llevará hasta el embarcadero. Allí pregunta nuevamente.

Y sin voltear la cabeza, siguió comiendo. Pero por el rabillo del ojo, pudo ver al joven muchacho, al que llamaban John, saliendo sigilosamente de la habitación.

«Es tan joven como yo –pensó–. ¿Y me llamó “buen chico”? Si logra atravesar el pantano, seguramente me lo encuentre y aclararemos el asunto».

Media hora más tarde, sir Daniel le dio la carta a Dick y le pidió que fuera hasta el Castillo del Foso, a toda prisa. Y media hora después de la partida de Dick, llegó un mensajero de lord Risingham, muy preocupado, y le dijo:

–Sir Daniel, ¡está perdiendo la oportunidad de obtener grandes honores! La batalla recomenzó esta mañana, antes del amanecer, y ya derrotamos a la vanguardia y dispersamos el ala derecha. Si contáramos con sus hombres, lanzaríamos a todos los enemigos al río. ¿Qué sucede, caballero? ¿Usted será el último en llegar? Eso no le hace honor a su fama.

–Justo iba a ponerme en marcha –respondió sir Daniel–. La mayor parte de mi tropa llegó aquí hace menos de dos horas. ¡Apúrense, muchachos!

El toque de alarma sonó y, desde todos los rincones, los hombres de sir Daniel salieron a la calle principal y se formaron en línea, delante de la posada. Habían dormido sin quitarse sus armas y sin desensillar los caballos, y ya estaban listos. Muchos vestían de morado y azul, los colores de sir Daniel, y esto daba más espectacularidad al grupo. Los mejor armados cabalgaban al frente. Y cerrando la columna, iban los pobres refuerzos conseguidos la noche anterior.