La glándula de Ícaro - Anna Starobinets - E-Book

La glándula de Ícaro E-Book

Anna Starobinets

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Beschreibung

Vuelve la maestra rusa de la ciencia ficción, tras «Tienes que mirar». Un híbrido entre «Black Mirror» y Samanta Schweblin que se ha convertido en un clásico del género.

Una operación quirúrgica que extirpa el impulso sexual masculino, un tren que nos devuelve a cualquier punto del pasado, un invento genético que acerca la vida eterna... En esta mítica colección de relatos, Anna Starobinets retrata sin piedad una humanidad que se tambalea. Ciencia y religión, razón y pasiones, instinto y civilización: no hay pieza del puzle humano que escape a su mirada, a la vez devastadora y comprensiva. La glándula de Ícaro es una distopía que roza peligrosamente lo real, donde la ciencia es solo una excusa para abrir en canal a sus protagonistas y revelar sus engranajes. La obra de Starobinets es puro «horror lírico». Esta colección de relatos está repleta de pesadillas que amenazan no solo con cumplirse, sino con ser realidad en el momento en que se leen.

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PRÓLOGO

por Laura Fernández

Nada es lo que parece, porque NUNCA JAMÁS lo ha sido, o la condena, el CASTIGO, de la inocente PIEZA en el ENGRANAJE perverso.

Una aproximación a la Teoría de los Siete Sótanos, o a la mente ÚNICA de la Reina de Todos Los Abismos Cotidianos Posibles, y de los Imposibles también.

Anna Starobinets escribió su primera novela a los cinco años. No era exactamente una novela, solo tenía una página. Recuerda que iba sobre ranas y que la escribió para dejar claro quién era el verdadero escritor en casa. Su padre, científico, acababa de llegar a casa con un libro enorme, que había dejado caer estruendosamente sobre la mesa, y había dicho que era suyo. «¡Mi primer libro!», había dicho. «Eso no es un libro», cuenta que dijo ella, hojeándolo. «Hay demasiados números», asegura que dijo a continuación. «¿Y cómo vas a haber escrito tú un libro si nunca jamás me has contado un cuento?», añade, divertida, su hirsuto pelo corto llameándole, una taza de té en la mano, algo parecido a una sonrisa cruzándole el rostro. El libro era, evidentemente, un ensayo científico. El padre se encogió de hombros. Se rio. A ella le dio tanta rabia que se metió en su cuarto y se puso a escribir. Ajá. Así, se diría, contra el sistema, contra el microsistema familiar, una comuna en miniatura, nació la primera novela, minúscula, ardorosamente fantástica —¿qué demonios harían las ranas en ella? ¿Formar parte de algún tipo de engranaje del que, simplemente, iban a creer estar escapando sin estarlo en realidad?—, de la Reina de Todos Los Abismos Cotidianos Posibles, y también, de los Imposibles, la mujer que más tiene, a la vez, de Philip K. Dick y Stephen King, de Shirley Jackson y Angela Carter, y que, sin embargo, a ninguno de ellos había leído aún cuando se puso a escribir en serio, porque el Telón de Acero solo lo cruzaban aún entonces «autores muertos». Tipos como H. G. Wells, dice, o Edgar Allan Poe, ¿y no tiene su prosa algo de un Edgar Allan Poe al que los cuervos le trajesen sin cuidado porque lo que temiese, por encima de todo, fuesen las hormigas, y su maldita inteligencia, y perversión, colectiva?

Tiene, Starobinets, una teoría, a la que podríamos llamar la Teoría de los Siete Sótanos, que explica por qué ella, una niña que había nacido en el aislado, frío y soviético Moscú de 1978, y había leído todo lo que había caído en sus manos, sin que nada le importase lo más mínimo a excepción de Nikolái Gógol, a quien considera un especie de alma gemela, tenía, sin poder llegar a sospecharlo, tanto en común con escritores que, también, se atrevían a, como dejó dicho Friedrich Nietzsche, mirar al abismo y no poder evitar que el abismo les devolviera la mirada. «Digamos que existen siete tipos de demonios, o siete sótanos, y cada uno nos enfrentamos a ellos a nuestra manera», me dijo en aquella ocasión, que para siempre se repetirá aquí mismo, cada vez que alguien se atreva a entrar en esta colección de cuentos, y decida, por qué no, detenerse antes de cruzar el umbral, y habitar, con un horror creciente —todo, en los relatos de Starobinets, crece, incontrolada, macabra e insospechadamente—, cada uno de los pequeños universos cotidianos —futuros y presentes inmediatos— que aparentan, como el monstruo, ser aquello que no son. Dijo también saber exactamente a qué clase de demonio se enfrenta Edgar Allan Poe cada vez y que a veces sus propios relatos tratan de exterminar el mismo. Pero que lo hace de una forma distinta. «Me gusta pensar que cada uno de nosotros tiene un sótano repleto de cosas que le aterran, uno que, en realidad, está dividido en siete, u ocupado por siete demonios», añadió entonces. Lo que ocurrió, en su caso, cuando se puso a escribir en serio, esto es, después de dar a luz a su primera hija —porque, recuerda, «me había desviado demasiado de lo único que quería»—, fue que la puerta de ese sótano que podrían ser siete se abrió, y los demonios escaparon.

No es casualidad pues que haya siete cuentos en La glándula de Ícaro. Tampoco que, en cada uno de ellos, el mundo se aleje de los protagonistas como lo hace. Es decir, aquello que les rodea parece una cosa cuando la historia da comienzo y, poco a poco, va desvelando su fatal condición de abominable pesadilla. Pensemos en Alisa y su pareja, los encantadoramente soñadores protagonistas de «Delicados pastos», relato en el que lo demoníaco se esconde en un futuro transhumano en el que la muerte podría no existir, y sin duda no lo hace para aquellos que pueden permitírselo. ¿Y qué importa si lo único que Alisa y su chico pueden permitirse es un par de diminutos y esponjosos cuerpos de paloma, porque, oh, un par de elegantes cuerpos de flamenco costarían más de la cuenta, siempre que no sean cuerpos de palomas callejeras, sino lustrosas palomas de mago, blancas? Se endeudarán fantaseando con la posibilidad de volar cuando ya todo se haya acabado, en un futuro en el que dejarán de poder hablarse, pero aún podrán refugiarse juntos, y hasta, por qué no, tener un hijo, ¿sabía él que las palomas alimentan con leche de buche a sus polluelos? ¿Y no era eso maravilloso?

Starobinets, maestra del suspense y el simulacro —todo lo que ves no es más que eso, algo que estás viendo—, amplía su peculiar, y extraño, y siniestramente fabulesco —hay algo sagrado, y es algo infantilmente poderoso, algo que creció en aquella casa en la que pasaba demasiado tiempo sola de niña, tanto que creyó que iba a volverse loca, tanto que fantaseó con la posibilidad de estar conviviendo con un extraterrestre fantasma que la observaba cuando sus padres no estaban, que era siempre, y con el que hablaba a todas horas— campo de batalla en relatos como «Siti» —o la ciudad devoradora, aparentemente perfecta—, o el sacramental «El parásito» —hay colas y atascos y un paciente al que, probablemente, le crezcan alas, porque está cambiando, se está, y he aquí un clásico de la narrativa de Starobinets, metamorfoseando—, porque, sí, se está batiendo a demonios que conoce bien, o que, se diría, conoce cada vez mejor. Podríamos invocar a otro clásico ruso, Fiódor Dostoievksi, y asegurar que puede que en sus historias no haya crimen, pero casi siempre hay castigo. Y es un castigo doloroso, imprevisto, marciano. Tan delirantemente imposible como lo es la situación cotidiana en el mundo extraño que describe —podríamos, de hecho, calificar su obra de new weird postsoviético— cada vez, mundo que presenta al lector con una normalidad que, por eso mismo, por tenerse a sí misma por normalidad, inquieta y desestabiliza. Pensemos en «Spoki», y ese mundo en el que existe una fabulosa consola de videojuegos que es más, mucho más, que la niñera de tus hijos, o en el relato que da título a la colección, y su intento de domesticar a una parte de la población, que es también una parte de la familia, que, como en aquel otro relato de Philip K. Dick, el famosísimo «El padre-cosa», está a punto de convertirse en otra cosa, por culpa de, tal vez, sobre todo, un puñado de foros de internet, es decir, un tipo de conciencia, o mente, colectiva.

Como el hombre perro del clásico de Bulgákov Corazón de perro, y como el propio Bulgákov a través de ese personaje esclavo, el hombre teledirigido que representa al Nuevo Hombre Soviético, lo que Starobinets narra —porque lo ha vivido en primera persona—, aquello que ataca, y trata de no exterminar sino de exponer, o de exterminar exponiendo, es «el horror de estar ahí dentro», siendo ese dentro la, al parecer, interminable, la indecorosa y cruel, la para siempre muerta en vida Unión Soviética. El fantasma, poderosamente real, del comunismo. Bajo cada superficie, por más sofisticada que esta sea, late la posibilidad de no estar siendo algo único, sino parte de una trama, parte de un sistema que te utiliza para existir, que te exprime —como en el mayestático Una edad difícil, el relato que la convirtió en la Reina del Terror Ruso, o de Todos Los Abismos Cotidianos Posibles, y de los Imposibles también, la historia del niño hormiguero— como se exprime a la inocente PIEZA de un ENGRANAJE perverso. «¿Que qué es lo que más me aterra hoy? Internet, por supuesto. A su manera es una inteligencia colectiva, ¿y qué somos nosotros en ella sino piezas? No le importamos lo más mínimo.» ¿Adivinan? Eso fue lo último que me dijo en aquella ocasión, que para siempre se repetirá aquí mismo, cada vez que alguien se atreva a entrar en esta colección de cuentos. Hablando de entrar, el umbral está justo aquí. ¿A qué esperan para cruzarlo?

LA GLÁNDULA DE ÍCARO

Todo empezó por una minucia. Él solía entretenerse en el trabajo, a veces hasta bastante tarde. Y daba igual cuándo lo llamaran: el número marcado nunca estaba disponible, y eso que supuestamente no viajaba en metro. Y en casa, por las tardes —no todos los días, pero sí era frecuente—, cogía el teléfono y se encerraba en la habitación más apartada o en el cuarto de baño y echaba el pestillo, «para evitar que Liebre me moleste cuando estoy hablando de cosas del trabajo». Pero Liebre ya era mayorcito y no molestaba a la gente cuando hablaba por teléfono. En general, no molestaba a nadie. Se pasaba las horas muertas sin salir de su cuarto, en el ordenador, con sus auriculares afelpados; tenía trece años… Tiempo atrás sí era verdad que interrumpía cada dos por tres, que no dejaba a sus padres llamar por teléfono ni ver la tele, que a las siete de la mañana irrumpía en su dormitorio: rebosaba energía y se pasaba el día dando la lata, y todo el rato los estaba llamando para que fueran a verlo a su cuarto y para que se fijaran en cosas de lo más normal, pero que, por la razón que fuera, a él le parecían dignas de admiración. «Mirad dónde he puesto a mi astronauta», «Mirad, he escondido mis tigres detrás de esa esquina», «Mirad cómo pinto este sol amarillo», «Mirad», «Mirad»… Cuando ellos estaban ocupados y no querían mirar, o sencillamente lo ignoraban por razones pedagógicas, Liebre se ponía nervioso y empezaba a dar saltos sin moverse del sitio. Precisamente por eso le habían puesto ese apodo. Ahora ya no le importaba que lo miraran o no, ya no se ponía a dar saltos ni los llamaba para que fueran a su cuarto, pero se había quedado con el apodo, como recuerdo de todo lo que no habían visto y ya no iban a ver…

—No metas a Liebre en esto —le soltó la mujer al verlo salir del cuarto de baño con el teléfono en la mano—. Liebre no tiene nada que ver. Está claro que te estabas escondiendo de mí.

Esperaba que él lo negara, que se enfadara, pusiera mala cara o dejara caer algo sobre la paranoia. Tampoco se lo había dicho en serio, sino más bien para ponerlo a prueba, como dando a entender que ni estaba pendiente de su hijo ni estaba pendiente de ella, y que en general era poco sensible… Pero de pronto el hombre empezó a ponerse colorado, como un crío: primero las orejas, después las mejillas y la frente. Y solo después de eso vinieron las negativas, los enfados, las malas caras. Ella se asustó.

Cuando él se durmió, la mujer entró en socinet y escribió en el renglón de búsqueda: «Me parece que mi marido me engaña».

A otras les pasaba lo mismo. Los mismos «síntomas», los mismos temores y sospechas. Y había casos bastante peores: «En el móvil de mi marido he encontrado un SMS de su amante», «He encontrado en su correo la foto de una chica desnuda», «He encontrado unos preservativos en su bolsillo». Se sintió aliviada. Algo más tranquila. No estaba sola, y juntas podían hacer frente a aquella desgracia común.

Además, su desgracia aún estaba por demostrar.

Leyó los consejos de un psicólogo. «Si tiene la impresión de que su marido la engaña, no tenga miedo de abordar el problema con él. Es preciso hablar con calma, sin caer en la histeria, sin gritos ni ultimátums, ni aunque se confirmasen sus peores sospechas. Con histerias lo único que conseguiría sería ahuyentar a su marido y arrojarlo en brazos de su amante. Sea sensata. No se enfurezca con él, compadézcalo. La infidelidad, en cierto sentido, es una especie de enfermedad, pero, afortunadamente, tiene cura.»

Los consejos no le gustaron demasiado, no se ajustaban a su situación. El problema no era cómo comportarse cuando «se confirmasen sus sospechas». El problema era cómo arrancarle la verdad a su marido. Tecleó una segunda pregunta: «¿Cómo saber si mi marido me engaña?».

Lo primero que apareció fue un socitest: «¿Te engaña tu marido?». Solo eran diez preguntas. En letras elegantes, de color rosa. Respondió a todas ellas de inmediato. Salvo a la quinta, la séptima y la décima:

1. ¿Cuántos años tienes?

a) Menos de 30.

b) De 30 a 40.

c) Más de 40.

2. ¿Cuántos años tiene él?

a) Menos de 35.

b) De 35 a 45.

c) Más de 45.

3. ¿Está operado?

a) Sí.

b) No.

4. Mantenéis relaciones sexuales:

a) Más de una vez a la semana.

b) Entre una vez a la semana y una vez cada dos semanas.

c)Menos de una vez cada dos semanas.

5. ¿Muestra interés por ti?

a) Sí.

b) No.

6. ¿Tenéis hijos en común?

a) Sí.

b) No.

7. ¿Se ocupa de los hijos? (Omitir en caso de no tener hijos.)

a) Sí.

b) No.

8. ¿Suele quedarse hasta tarde en el trabajo?

a) Sí.

b) No.

9. ¿Pasa los días libres con la familia?

a) Siempre.

b) No siempre.

10. ¿Eres atractiva?

a) Sí.

b) No.

La quinta, la séptima y la décima le planteaban ciertas dudas. ¿Muestra interés por ti? ¿A qué se referían con eso? ¿Quiere decir que si me regala flores? Bueno, si acaso por mi cumpleaños. ¿Me ayuda a ponerme el abrigo? Sí, claro, es un hombre educado. ¿Alguna sorpresa agradable, perfumes, adornos, entradas para el cine? Pues no, la verdad sea dicha… Eso sí, los fines de semana siempre me trae el café a la cama. Con un emparedado calentito: mi marido prepara unos emparedados deliciosos… Es bastante agradable. Así pues, «muestra interés»: Sí. Prosigamos…

¿Se ocupa de los hijos? La pregunta está mal formulada: cualquiera puede ocuparse de Liebre. Liebre es independiente, se las apaña solo. Tiene su ordenador, sus juegos online, su larguísima lista de amigos, con eso se entretiene. Si la pregunta fuera «¿Quiere a sus hijos?», o «¿Se preocupa por ellos?», entonces sí. Desde luego que sí. Quiere mucho a nuestro hijo. Llegó a estar en la junta directiva de la asociación de padres del colegio, aunque después lo apartaron… Porque, cuando a todos los chicos de su clase los fueron llevando, de forma ordenada, a que se sometieran a la operación planificada y hubo que firmar la autorización —una mera formalidad—, él se negó a firmarla, y a Liebre no lo mandaron a la clínica. Una de las madres, la más activa de la asociación, dijo entonces que ellos eran unos egoístas irresponsables. Que por culpa de sus chifladuras iban a poner en riesgo a su hijo, que a lo mejor sencillamente no se dignaban a gastarse dinero en algo tan importante. ¡Pero el dinero no había tenido nada que ver! Ella lo sabía de sobra: el padre no había permitido que llevaran a Liebre a la clínica porque no se fiaba. Había una mínima probabilidad —por debajo del uno por ciento— de que la cosa no saliera bien. Todas esas historias de adolescentes que después estaban siempre durmiendo. Se había negado. Había dicho: «No quiero un Liebre de peluche». Ella no había entrado a discutir. Al fin y al cabo, Liebre tenía un carácter tranquilo, por lo general estaba en casa, sus amigos se pasaban todo el santo día conectados a socinet. Así que tampoco arriesgaban demasiado… En resumidas cuentas: Sí. Pensándolo bien, sí que se ocupa de su hijo…

La última pregunta no le hizo ninguna gracia. Que si era atractiva; joroba, ¿desde el punto de vista de quién? Irritada, marcó la respuesta en rosa con el ratón: Sí. Al hacerlo, no obstante, se acordó de la arruga: una vertical, en el entrecejo. Muy pronunciada. Pero, si se la rellenaba con bótox, podía quedar todavía peor, dejarle la cara acartonada.

Y para colmo estaba el pelo gris de las sienes. Todos los meses se teñía las raíces, según le iban creciendo, con un tinte japonés, pero él, de todos modos, lo sabía. La muy boba se lo había contado. Si no, no se habría dado ni cuenta.

El resultado del test la dejó deprimida: «No se puede descartar que su marido, efectivamente, la esté engañando. Es posible que esté atravesando la crisis de la madurez. De todos modos, cuenta usted con buenas oportunidades de imponerse a su rival y salvar su matrimonio. Una operación voluntaria, probablemente, resolvería todos sus problemas».

Estaba releyendo por tercera vez el resultado cuando oyó un ruido. Un débil sollozo procedente del móvil de su marido. Le había entrado un SMS. A las dos de la mañana.

Sintió una dolorosa sacudida por dentro, como si alguien hubiera tirado con fuerza de un hilo, y un bloque de hielo atado a ese hilo le hubiera subido de golpe desde el vientre hasta la garganta, para luego volver a bajar.

Una hora antes, ella había sacado el móvil de su marido de debajo de la almohada. Por si acaso. Había examinado los mensajes «recibidos» y «enviados». No había encontrado nada sospechoso. Pero ahora había entrado algo.

Será de Beeline,[1] se dijo. De Beeline, ya está. Para informarlo de que no dispone de saldo…

No era Beeline. Era un nuevo mensaje de un número guardado como «Zanahoria».

¿Zanahoria?… Qué disparate… A Liebre le gustan las zanahorias… ¿Y si era un profesor de Liebre?

Con los dedos rígidos, pulsó el atajo de teclado. Abrir mensaje.

«¿Estás dormido?» Nada más. Dos palabras. Con sus signos de interrogación.

Respondió: «No».

Enviado.

«¿Y ella?»

El bloque de hielo saltó con furia en su interior y se le quedó atravesado en la garganta. Todo estaba claro. Muy claro. Pero, por alguna razón, volvió a responder. «Dormida.» Para que quedara demostrado… La idea no se le iba de la cabeza. Para que quedara demostrado con toda seguridad, con exactitud, para que quedara demostrado con exactitud…

«Llámame», escribió Zanahoria. «Te echo de menos.»

«Zorra», escribió la mujer.

¿Sin histerias?

¿Sin acusaciones?

No pudo ser. Entró en el dormitorio, encendió la luz, le arrojó el teléfono a la cara. Él se despertó con el pelo revuelto, abotargado, grotesco, como en una comedia francesa. Trató de protegerse de la luz y de su mujer. Por alguna razón, se tapó la tripa con las sábanas.

—¿Por qué Zanahoria? —le chilló ella—. ¿Por qué, por qué Zanahoria?

En cierto modo, eso era lo que más le importaba. Precisamente eso.

—Porque… No sé… Cosas del amor. Bueno, ya sabes…

—Ya sé, sí. Te la estás tirando. Te estás tirando a esa hortaliza.

El bloque de hielo que le estaba presionando la garganta se deslizó hacia abajo, y al final rompió a llorar. El marido, entretanto, se enfundó unos calzoncillos y unos pantalones. De espaldas. Como si le diera vergüenza. Como si a ella le quedara algo suyo por ver.

La mujer dijo: «¡Largo de aquí!». Él empezó a vestirse, obediente.

Ella lo alcanzó ya en el pasillo, lo agarró de la cazadora, él se detuvo.

Sin histerias, se repitió a sí misma, sin histerias, sin gritos ni ultimátums. Se sentaron en la cocina, la mujer hasta le sirvió un café, como si todo fuera bien. Charlaron, ella conservó la calma, le fue preguntando con serenidad: ¿Desde cuándo? ¿Con qué frecuencia? ¿Hasta qué punto va en serio? Pero ¿de verdad la quieres?… ¿Y a mí? Sí, ¿a mí? ¿A mí?

Él respondió:

—A ti también te quiero. A mi manera.

«A su manera.» Ella lo conocía demasiado bien. Tenía un carácter débil. Sencillamente, era incapaz de decir que no a nadie.

—¿A tu manera? —volvió a preguntar la mujer con voz ronca.

Y, de repente, le arrojó —él se apartó a tiempo, con buenos reflejos— la taza azul de Liebre. Llena de té, o de lo que quiera que fuese aquello. Los fragmentos salieron despedidos por toda la cocina, el líquido pardo dejó en la pared un reguero de manchas de Rorschach, llenas de significado.

Frases hechas, ajenas, mezquinas, sacadas de la tele, triviales, le venían a los labios, como hormigas que salen a la fuerza de un tronco podrido. Le había arruinado la vida… Tantos años sacrificados… Devuélveme mi juventud…

—Más bajo… El niño… —dijo él, sintiéndose acorralado.

En la puerta de la cocina estaba Liebre, soñoliento. Descalzo. Solo llevaba puesta una camiseta.

Otro montón de hormigas asomó al exterior. Ella no quería, pero salieron solas:

—¡Haber pensado antes en nuestro hijo, cerdo! ¡Cuando conociste a esa!

—Papá… —dijo Liebre con voz grave, aunque a continuación concluyó con un gallo infantil—: ¿Nos vas a dejar?

«Le está cambiando la voz», pensó la mujer, abstraída, y dijo en voz alta:

—Bueno, qué. Contesta a tu hijo, papá.

—No te atreverás —replicó él, con los labios pálidos— a meterlo en esto.

Se levantó de un salto, salió al pasillo, empezó a ponerse la cazadora una vez más; en silencio, con manos trémulas, despacio, mucho más despacio de lo necesario, se subió la cremallera.

Ella le gritó:

—¡Si te vas, ya no vuelvas nunca!

Y le gritó otra cosa más.

Y Liebre dijo:

—No nos hace ninguna falta si no quiere estar con nosotros.

Después ella se fue a llorar al dormitorio, mientras él, en la misma puerta, le decía algo a Liebre. Luego se marchó. A casa de la otra. De esa. ¿Adónde iba a ir si no a las cinco de la mañana? Pero no se llevó nada, tan solo el teléfono y la cartera.

La mujer le envió un SMS: «Tienes que elegir: ella o nosotros». No hubo respuesta. Entonces añadió: «Al niño ya no lo vas a ver». Llegó la respuesta: «Gulia, eso es chantaje». Sorbiéndose los mocos, tecleó: «¿Qué te esperabas, sinvergüenza?».

Por la mañana llamó su madre, que con instinto certero de buitre se había olido la desgracia fresca:

—¿Qué ha pasado? Te noto la voz rara.

Todo va bien, dijo Gulia. La madre no se dio por vencida. Sin atacar de frente, a base de insistir, de sugerir, de picotear, acabó dando en el clavo:

—Ígor, ¿verdad? —hundió el pico, certera, en la herida de Gulia—. ¿No habrá conocido a otra?

La mujer se sintió embargada por el cansancio, no tenía fuerzas para luchar, se lo contó todo.

—Vosotros os lo habéis buscado —dijo la madre, satisfecha—. Mira que te lo dije…

—¿A qué viene eso ahora? —Gulia soltó un gemido—. Ay, Dios mío, ¿se puede saber a qué viene eso ahora?

—Si es que hay que escuchar lo que dice una madre. Y tu madre te dijo que no hacer la operación era arriesgado. ¿Y ahora qué? Habéis jugado con la libertad del individuo. ¿Y dónde está ahora ese individuo libre?… Mira Arkadi Guermanóvich…

Arkadi Guermanóvich, el padrastro de Gulia, había caído en manos de su madre cuando ya no era en absoluto un mozalbete: estaba bastante ajado y tenía una barriga prominente, pero se había sometido con éxito a la operación. Habían logrado, con no poco esfuerzo, hacerse con un nidito de tres habitaciones en un barrio residencial, y en el fondo él no era un mal tipo, pero a Gulia no le gustaba: gastaba bromas estúpidas y le apestaba el aliento.

—… Y habríais vivido en perfecta armonía… Y ahora, mira cómo te tiras de los pelos por no haber hecho caso a tu madre a tiempo… Tienes que cumplir con tus obligaciones…, ocuparte del niño…, antes de que sea tarde… Cuando te quieres dar cuenta… Vas a echar a perder a tu hijo… Acuérdate de lo que te digo… Tienes que tomar una decisión urgentemente… No lo dejes pasar… Hay un médico estupendo…, unas manos de oro…

Gulia colgó el teléfono.

Era sábado. Él no daba señales de vida. Ella intentó llamar: no estaba disponible, los SMS no le llegaban. Gulia se pasó todo el día como en un acuario turbio, no le preparó la comida a Liebre, que anduvo trasteando por la cocina. No salió de socinet ni un solo instante. Leyó cosas sobre maridos infieles, sobre el divorcio y sobre la glándula. Se registró en el foro www.jelezy.net, describió su situación, pidió consejo. La gente del foro se mostró muy atenta: le indicaron un montón de enlaces útiles, le recomendaron de forma unánime «que cortara de inmediato».

gulya-gulya: ¡pero si es él el que se ha ido!

4moki: ya volvera… donde va a ir sino

mamakoli: hay k ser optimista sobretodo teniendo un hijo

feya33: +100 cuando hay hijos, los tios siempre vuelven

schastlivaya_koza:[2] el tfno d la clinica se lo mando x privado. aunque él no vuelva valla igualmente a echar un vistazo, digo ya x su desarrollo en general

Él se presentó aquella tarde. A Liebre no le hizo gracia y se encerró en su cuarto dando un portazo.

Ígor olía a tabaco y a alcohol, y a hembra cariñosa y extraña. Ella quería abrazarlo, abrazarlo largamente, con fuerza, estrecharlo con su blusa empapada en los sobacos, y con los cabellos, y con la boca, para sofocar aquel olor inadecuado y marcarlo con su propio olor, el olor del hogar.

Naturalmente, ni siquiera lo rozó. Le preguntó cansada:

—¿Por qué has venido?

Dijo él:

—Porque he elegido.

—¿A quién? —preguntó la mujer, intuyendo ya la respuesta, celebrándola ya.

—A Liebre y a ti —dijo el marido con entonación de escolar, como si lo hubieran sacado a la pizarra en clase de literatura.

Se pasó toda la tarde con náuseas: había bebido demasiado y había mezclado. Se acercó Liebre, le preguntó con voz de pito: «¿Cómo te encuentras, papá?». También ella, arañando la puerta del baño, le preguntó si necesitaba ayuda. Maquinalmente, aguzó el oído para comprobar si estaba hablando por teléfono.

Cuando el hombre se sintió mejor y Liebre apagó la luz de su cuarto, se sentaron a charlar en la cocina. Él le pidió perdón. Dijo que para él la familia lo era todo. Le prometió que cambiaría.

Ella lo escuchó con una cara de aburrimiento deliberada. Después dijo:

—No te creo.

—¿Por qué?

—Ayer dijiste que quieres a otra.

—Lo soportaré —respondió.

Ella se enfureció. Era una respuesta falsa.

—No me hagas caso, no hablaba en serio —se corrigió él con docilidad—. Te quiero. Y a Liebre.

Ella se sentó en sus rodillas.

Estuvieron así mucho rato, como antes, como en otros tiempos. Dijo ella:

—Pero con una condición.

—¿La operación? Pero ¡qué disparate! No me hace falta para nada. No soy un niño pequeño. Yo decidiré. Yo creo que tengo derecho a decidir. ¡Déjalo ya, no pienso hacerlo! Y dentro de un año tampoco. Yo me sé controlar. No tergiverses lo que digo. ¡Qué voy a estar luchando conmigo mismo! No la he llamado. Sabré yo lo que he hecho. Anda, toma, puedes mirar mi teléfono. No lo he borrado. ¡Yo no borro nada! Si quieres, entra en mi correo. Es una palabra normal y corriente. No he borrado nada. No mando mensajes. No. No estoy disimulando. Pero ¿qué falta te hace? Gulia, cariño, ¿qué necesidad hay de operarse? Pero si estoy aquí, en casa. Pues claro que estoy aquí contigo, Gulia, ¡claro que sí! No lo entiendo. De verdad que no lo entiendo. ¿Curarse en salud, dices? Pero ¿tú sabes lo peligroso que es? A mi edad… ¡Estás dispuesta a hacerme correr ese riesgo! ¿Que es seguro? ¿Eso dónde está escrito? ¿En socinet? ¡Y dale con socinet! ¿Y si escriben ahí que me tire por la ventana? ¡No me da la gana de echar un vistazo!…

Lo obligó a leer un artículo en jelezy.net. Un artículo muy sensato, muy correcto, escrito, dicho sea de paso, por un especialista. Lo leyeron juntos; él no hacía más que resoplar con indignación, ella se sentía casi bien.

Iba a convencerlo. A obligarlo. Por medio del chantaje, de las lágrimas: lo mismo daba, era por el bien de Liebre, en beneficio suyo, en beneficio de la familia, en su propio beneficio.

Todo se iba a arreglar.

Él iba a quedar libre de toda culpa.

Ella iba a ser comprensiva y lo iba a perdonar.

Lo más importante era dar con una buena clínica.

www.jelezy.net

EXTIRPACIÓN DE LA GLÁNDULA DE ÍCARO:

MITOS Y HECHOS

Leer:

La glándula de Ícaro es una glándula de secreción interna; está presente en el organismo humano y en el de algunos animales. En los hombres la glándula de Ícaro tiene un tamaño reducido (no supera los 2 cm de diámetro), se sitúa en la región del plexo solar y constituye un órgano atávico. En las mujeres esta glándula está prácticamente atrofiada, y los fragmentos residuales están unidos al ganglio mesentérico superior y a los nervios que parten del mismo. En los varones se ha preservado hasta ahora como un órgano independiente. La secreción de hormonas a cargo de dicha glándula comienza en los jóvenes a la edad de 11-12 años y se prolonga hasta los 60-65 años. Las hormonas de la glándula de Ícaro no son necesarias para el intercambio de sustancias en el organismo y no contribuyen al funcionamiento de órganos vitales. No obstante, las secreciones de la glándula de Ícaro a menudo repercuten negativamente en la mentalidad y en el temperamento del individuo. Los médicos recomiendan a todas las personas de sexo masculino la extirpación de la glándula. La operación planificada de extirpación de la glándula de Ícaro se puede llevar a cabo tanto en hospitales públicos como en clínicas privadas.

En nuestra clínica la operación no resulta costosa y está en manos de doctores cualificados.

Lamentablemente, la desinformación generalizada a propósito de la naturaleza de esta intervención, unida a toda una serie de invenciones fantasiosas, hace que mucha gente posponga su visita al hospital, por lo que a menudo se producen situaciones críticas. Nos gustaría en este artículo pasar revista a los hechos esenciales.

HECHON.º 1

En los animales la glándula de Ícaro desempeña funciones importantes. Así, si se administra la hormona secretada por esta glándula en la sangre de un depredador (lobo, zorro, tigre, etc.), se activa el llamado instinto de depredación, que contribuye al seguimiento y acecho de las presas, al tiempo que despierta esa sed de sangre que precede inmediatamente al ataque.

Conviene señalar que en las aves migratorias la máxima concentración en sangre de la hormona correspondiente se observa durante las migraciones estacionales; todo indica que la glándula ayuda a estas aves a orientarse en el aire durante el vuelo por encima de grandes masas de agua o en las horas de oscuridad.

Un equivalente peculiar de la glándula de Ícaro se detecta asimismo en la mayoría de los insectos con un ciclo completo de metamorfosis (como los neurópteros, por ejemplo); en su caso, este órgano facilita la realización de la metamorfosis.

HECHON.º 2

En el ser humano la glándula de Ícaro es completamente PRESCINDIBLE. Juzguen ustedes mismos: los seres humanos no necesitan acechar a sus presas ni desgarrarlas con uñas y dientes, los seres humanos no vuelan de noche por encima de los mares y no sufren metamorfosis

HECHON.º 3

En el ser humano la actividad de la glándula de Ícaro resulta PELIGROSA. En los adolescentes la hormona fabricada por esta glándula despierta impulsos agresivos, emisiones de adrenalina, una propensión al riesgo injustificada, trastornos afectivos, tendencias suicidas y distintos desórdenes psíquicos. En los varones adultos: afición a las armas, propensión al riesgo y la vida errante, dependencia de los narcóticos, infidelidad matrimonial. Entre los varones no operados de 35 a 40 años se detecta con cierta frecuencia una forma específica de la llamada «crisis de la madurez».

HECHON.º 4

En numerosos países —por ejemplo, en los Estados miembros de la UE— la extirpación de la glándula de Ícaro es una operación obligatoria para todos los individuos de sexo masculino.

HECHON.º 5

En nuestro país la operación es voluntaria y se lleva a cabo previa solicitud (a los menores de edad se les exige el consentimiento por escrito de ambos progenitores). No obstante, conviene señalar que los individuos de sexo masculino no operados se enfrentan a serias limitaciones profesionales. Con la glándula de Ícaro en funcionamiento no se puede ser político, médico, docente, miembro de las fuerzas y cuerpos de seguridad, etc.

HECHON.º 6

La glándula de Ícaro se puede extirpar a individuos varones de edades comprendidas entre los 10 y los 60 años.

HECHON.º 7

La operación no tiene ninguna incidencia en la salud del varón, ni en sus funciones sexuales y reproductivas.

HECHON.º 8

La extirpación planificada de la glándula de Ícaro contribuye a la estabilidad matrimonial, a la regulación pacífica de los conflictos geopolíticos y al desarme nuclear ☺

Los mitos más extendidos (de acuerdo con los resultados del análisis de los sociforos) son los siguientes:

MITO N.º 1

«Sin la glándula de Ícaro me volveré un tipo gordo, perezoso, obtuso y carente de curiosidad; lo único que haré será comer y dormir.»

También podemos volvernos personas de esa clase si conservamos la glándula: hay numerosísimos ejemplos de ello. Se ha demostrado estadísticamente que los hombres operados no solo no pierden su interés por la vida, sino que son más perseverantes y consecuentes y están más orientados hacia el éxito y el desarrollo profesional que aquellos conciudadanos suyos que dependen de impulsos hormonales.

MITO N.º 2

«Sin la glándula de Ícaro perderé el apetito sexual.»

Véase el hecho n.º 2: la función sexual no se ve afectada en lo más mínimo. Un hombre saludable experimenta y satisface sus necesidades a través de la práctica ordenada del sexo marital.

MITO N.º 3

«Si le extirpan a mi marido la glándula de Ícaro, perderá su capacidad de amar e inmediatamente dejará de quererme.»

Nada más lejos de la realidad. El amor conyugal es una especie de reflejo, se aloja en el cerebro y la operación no ejerce influencia alguna sobre él. Por contra, la operación muy probablemente la protegerá de las infidelidades de su marido y de los largos viajes de trabajo.

MITO N.º 4

«A raíz de la operación a mi marido se le agriará el carácter. Tratará de vengarse de mí por haberlo persuadido de que se extirpase la glándula, se volverá agresivo.»

Su hombre no va a vengarse de usted por haberle hecho la vida más tranquila y sencilla. El carácter de los hombres, por lo general, no se altera una vez operados y, en caso de alterarse, siempre es para bien. El hombre se vuelve más hogareño y cariñoso, da muestras de su preocupación por la casa y por los niños, se interesa por la cocina, la televisión, los viajes virtuales interactivos y los juegos online.

MITO N.º 5

«La extirpación de la glándula de Ícaro es un pecado. He oído decir que la glándula de Ícaro viene a ser lo mismo que el alma. Si se extirpa, tras la muerte del individuo su alma no puede ir al cielo.»

Es esta una superstición anticientífica, propalada por la secta de los icaróforos. En realidad, la glándula de Ícaro no guarda ninguna relación con las creencias religiosas y la vida de ultratumba. Tampoco tiene nada que ver con el «alma». Juzguen por sí mismos: si no se extirpa, la glándula de Ícaro muere junto con el resto del cuerpo y en él permanece, en lugar de ascender a los cielos (pueden consultar con un anatomopatólogo).

Por otra parte, la presencia de la glándula de Ícaro en numerosas criaturas sanguinarias (el chacal, el lobo, la hiena), implacables (el glotón, la libélula) o sencillamente desagradables (la oruga) desmiente con toda rotundidad la absurda teoría de los icaróforos de «la glándula como chispa divina».

Hay que destacar que, en naciones más civilizadas como Francia o Gran Bretaña, la secta de los icaróforos está prohibida.

MITO N.º 6

«Es frecuente que surjan complicaciones después de esta operación.»

No. La operación para extirpar la glándula de Ícaro es una intervención sencilla y en el 99,9% de los casos se supera sin complicaciones de ninguna clase.

MITO N.º 7

«Me da miedo que me extirpen la glándula, porque me va a doler.»

La operación es totalmente indolora. Es más, no se trata de una operación cavitaria y no es invasiva. En tan solo unos minutos el doctor irradia la glándula de Ícaro mediante una radiación específica (lo único que tiene que hacer el paciente es desvestirse de cintura para arriba, dejando al desnudo la región del plexo solar). Hecho lo cual, en el transcurso de tres (3) días, la glándula de Ícaro se atrofia por sí misma. El proceso es irreversible. Durante esos días el paciente operado precisa de atención especial (véase el apartado «Atención postoperatoria»).

MITO N.º 8

«A un vecino / hermano / conocido mío le han extirpado la glándula, pero él sigue engañando a su mujer. ¿Quiere eso decir que la glándula vuelve a desarrollarse?»

No, no es así. La glándula de Ícaro JAMÁS se regenera. En algunos casos, extremadamente infrecuentes, pueden quedar después de la operación fragmentos «vivos» de la glándula en el plexo solar, que habrá que extirpar nuevamente. Eso solo ocurre cuando el médico que lleva a cabo la intervención no está debidamente cualificado. En nuestra clínica nunca ha sucedido nada semejante.

La decisión fue sencilla. Sencilla y triste. A los dos días se dio por vencido. Llamó por teléfono a la otra, no podía aguantar más. A Gulia le dijo que salía a fumar a la escalera. Ella no fumaba, pero fue a buscarlo al poco tiempo. Algo había notado.

No intervino; supo que él había comprendido que ella había comprendido, y se retiró en silencio. Él regresó con aire de derrota.

Y dijo:

—De acuerdo.

A Liebre decidieron no decirle nada hasta después de la operación.

Era una clínica limpia, aseada, con un personal de lo más sonriente. Estuvieron esperando en el pasillo, hojeando revistas; delante de ellos había una pareja joven y un adolescente acompañado por su madre. Los jóvenes no hacían más que intercambiar risitas y besarse con un chasquido cavernoso. Estaban prometidos, seguramente; muchos se operan antes de la boda.

El adolescente estaba encorvado, enfrascado en su socipod. La expresión de su cara era de «a mí me la suda», pero, si te fijabas bien, veías que le temblaban las piernas. La madre estaba hojeando la revista Todo para la casa.

Ígor estaba pálido y no abría la boca, se aferraba con fuerza a los brazos del sillón, como si fuera en un avión que estuviera cayendo en picado.

Por fin les llegó su turno. Resultó que primero tenían que visitar al psicólogo. Entraron los dos. El psicólogo sonreía como si fuera de goma y no los miraba a los ojos.

—¿Alguna pregunta? —se dirigió al entrecejo de Gulia.