La guerra de los botones - Louis Pergaud - E-Book

La guerra de los botones E-Book

Louis Pergaud

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El enfrentamiento entre dos pandillas de pueblos vecinos, la de los chicos de Velrans y la de los de Longeverne, discurre entre pedradas, patadas, descalabraduras y chichones, y el intercambio de todo tipo de improperios por ambos bandos. Pero bajo esta anécdota infantil, aparentemente trivial, subyace la eterna rivalidad que enfrenta el mundo del adulto con el del niño («Y pensar que llegaremos a ser tan tontos como ellos»), y el de los adultos entre sí, esa rivalidad que ocasiona guerras entre los pueblos, pues no en vano la guerra de los botones es una guerra inmemorial heredada de los antepasados.

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Seitenzahl: 382

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Louis Pergaud

La guerra de los botones

Traducción: Juan Antonio Pérez Millán

Presentación y apéndice: Vicente Muñoz Puelles

Índice

Presentación: LOUIS PERGAUD

Prefacio

Libro primero. LA GUERRA

1. La declaración de guerra

2. Tensión diplomática

3. Un gran día

4. Primeros reveses

5. Las consecuencias de un desastre

6. Plan de campaña

7. Nuevos enfrentamientos

8. Justas represalias

Libro segundo. ¡DINERO!

1. El tesoro de guerra

2. No hay peor dolor que la falta de dinero

3. La contabilidad de Tintín

4. La vuelta de las victorias

5. En el patíbulo

6. Cruel enigma

7. Las tribulaciones de un tesorero

8. Otras combinaciones

Libro tercero. LA CABAÑA

1. La construcción de la cabaña

2. Los días dorados de Longeverne

3. Festín en el bosque

4. Relatos de tiempos heroicos

5. Rencillas intestinas

6. El honor y los calzones de Tintín

7. El tesoro saqueado

8. El traidor castigado

9. Regreso trágico

10. Últimas palabras

Apéndice. Carné de guerra

Créditos

PRESENTACIÓN

LOUIS PERGAUD

Louis Pergaud nació el 22 de enero de 1882 en Belmont, cerca de Besançon, en la región del Franco Condado, al este de Francia. Su padre era maestro de escuela, y su madre hija de granjeros. Tuvieron tres hijos, de los cuales el primero murió a los dos meses de edad. Louis fue el segundo.

La primera infancia de Louis Pergaud transcurrió en plena naturaleza, entre prados, bosques y animales y bajo la tutela tanto de sus padres como de sus abuelos maternos. A los siete años, la suerte de la familia cambió por primera vez. Su padre, defensor de la escuela laica, sufrió el rechazo de la población local, que lo consideraba de ideas demasiado avanzadas, y fue trasladado a la aldea de Nans-sous-Sainte-Anne.

En su nuevo destino, los niños añoraban a sus abuelos. El padre practicaba la caza en su tiempo libre. La madre conoció a una empleada de correos cuyo hijo, Eugène, se convirtió en el mejor amigo de Louis. En compañía de otros chicos, Louis y Eugène emprendieron una serie de peleas y combates contra los jóvenes de Montmahoux, la aldea vecina, que años después el primero reflejaría en su novela La guerra de los botones.

Un nuevo cambio de destino les llevó a Guyans-Vennes, de donde procedía el padre. Este, al encontrarse de nuevo en los parajes que había recorrido de niño, se acostumbró a llevar consigo a sus hijos por prados y bosques, de paseo o de cacería. Louis se impregnó de aquel mundo tan rico en sensaciones, pero no descuidó la escuela. A los doce años recibió su certificado de estudios y se mudó a Besançon. Allí vivió durante cuatro años, mientras preparaba el ingreso en la Escuela Normal. En la prueba de acceso obtuvo la calificación más alta.

Tenía dieciocho años cuando falleció su padre. Desconsolada, su madre murió un mes después. «Quiero morir para reunirme con ellos», escribió Louis. A los diecinueve se graduó como tercero de su promoción y pronto tuvo su primer destino en Durnes, en la provincia de Doubs.

En 1903 se casó con una maestra, Marthe Caffot. Al año siguiente publicó El alba, su primer libro de poemas. Su negativa a enseñar la doctrina católica le obligó a cambiar de destino, como su padre. En 1907 abandonó a su mujer, de quien se divorciaría, y se trasladó a París, donde siguió enseñando.

Su escaso tiempo libre lo dedicaba a la escritura, su gran pasión. Los recuerdos de su tierra natal, el Franco Condado, le proporcionaron el material necesario para sus primeros libros en prosa, De Goupil a Margot, con el que en 1910 obtuvo el premio Goncourt, y La venganza del cuervo. Son dos colecciones de relatos sobre animales, donde los instintos amorales de estos contrastan con los comportamientos inmorales de las personas.

Ese mismo año se casó con Delphine Duboz. En 1912 apareció La guerra de los botones, novela de mi duodécimo año, en la que los botones arrancados a los rivales prisioneros son confiscados como trofeos.El libro empieza en medio de una atmósfera de humor e inocencia, pero se vuelve cada vez más siniestro a medida que la frontera entre el juego y la realidad se desdibuja.

En 1913 se publicó La novela de Miraut, perro de caza. Otros relatos sobre la vida rural y los animales fueron publicados a título póstumo.

El intenso antimilitarismo de Louis Pergaud no impidió que al inicio de la Primera Guerra Mundial fuese movilizado como sargento y destinado a Verdún. El 8 de abril de 1915, su regimiento lanzó un ataque contra las líneas alemanas, a resultas del cual desapareció. Su cadáver nunca fue encontrado. En 1921 se le declaró «muerto por Francia».

Sin embargo, su obra permanece viva sobre todo en su país, donde La guerra de los botones se reedita continuamente y se ha convertido en un clásico moderno. Hasta ahora, la novela ha sido llevada al cine en cinco ocasiones, una en Irlanda y cuatro en Francia. En una de las versiones, la acción fue trasladada a la Segunda Guerra Mundial, y en otra a los años sesenta, durante la guerra de Argelia.

VicenteMUÑOZ PUELLES

Prefacio

No entréis aquí jamás, hipócritas, beatos, viejos camanduleros, gazmoños, mojigatos...

FRANÇOIS RABELAIS1

Quien disfrute leyendo a Rabelais, ese auténtico gran genio francés, recibirá seguramente con agrado este libro que, a pesar de su título, no va dirigido ni a niños pequeños ni a jovencitas ruborosas.

¡Malditos sean los pudores (todos verbales) de una época castrada que, bajo su manto de hipocresía, con harta frecuencia no huelen más que a neurosis y veneno! Y malditos sean también los latinos puros: yo soy celta.

Por eso he querido hacer un libro sano, que fuese, a la vez, galo, épico y rabelesiano; un libro por el que fluyera la savia, la vida, el entusiasmo; y la risa, aquella gran risa alborozada que sacudía las barrigas de nuestros antepasados: bebedores ilustres y espléndidos gotosos.

Por tanto, no he titubeado ante la expresión cruda, siempre que fuera sabrosa, ni ante el gesto ligero, a condición de que fuese épico.

He querido reconstruir un instante de mi vida de niño, de nuestra vida entusiasta y brutal de salvajes vigorosos, en lo que tuvo de franca y heroica, es decir, liberada de las hipocresías de la familia y de la escuela.

Se comprenderá que, para semejante tema, me haya sido imposible limitarme al vocabulario de Racine2.

Podría pretextar afán de sinceridad si quisiera hacerme perdonar las palabras atrevidas y las expresiones fuertes de mis protagonistas. Pero nadie está obligado a leerme. Y después de este prefacio y de la cita de Rabelais que adorna la portadilla, no reconozco el derecho a las lamentaciones a ningún cocodrilo, laico o religioso, ávido de unas normas morales más o menos repulsivas.

Por lo demás, y esta es mi mejor excusa, he concebido este libro en un estado de exultación, lo he escrito con placer, ha divertido a algunos amigos y ha hecho reír a mi editor3: tengo derecho a esperar que agrade a los «hombres de buena voluntad» según el evangelio de Jesús y, por lo que se refiere a los demás, como dice Pacho, uno de mis protagonistas, me importan un pito.

1 François Rabelais (c. 1494-1553). Escritor francés. En 1532, publicó Pantagruel y, en 1535, La vida inestimable de Gargantúa, padre de Pantagruel. El tercer libro de Pantagruel, publicado en 1546, fue, como los anteriores, condenado como herético por la Sorbona. El cuarto se publicó en 1549 y el quinto libro en 1562 (nueve años después de su muerte). Las aventuras del gigante Gargantúa y de su hijo Pantagruel constituyen una gran sátira de la sociedad de su época. Critica la hipocresía, la necedad, el dogmatismo y cualquier traba impuesta a la libertad humana, lo cual lo enfrentó a menudo con la Iglesia.

2 Jean Racine (1639-1699). Poeta trágico francés, es considerado como uno de los grandes dramaturgos franceses junto a Corneille y Molière. Fue miembro de la Academia Francesa en 1673. En 1667, estrenó Andrómaca, su primera gran obra, a la que siguieron Británico (1669), Berenice (1670) y Bayaceto (1672). En 1674, estrenó en Versalles Ifigenia y, en 1677, Fedra. En los últimos años de su vida, redactó una historia de Port Royal, y perdió el favor del rey Luis XIV, que le reprochaba sus amistades jansenistas.

3 Esto, por adelantado. [Nota del autor].

Libro primero

La guerra

2. Tensión diplomática

Los embajadores de las dos potencias han intercambiado puntos de vista a propósito de la cuestión de Marruecos.

DE LOS PERIÓDICOS (Verano 1911)

Cuando dieron «las segundas» en el campanario del pueblo, media hora antes del último toque anunciador de la misa del domingo, el gran Pacho, vestido con su chaqueta de paño, arreglada de una vieja casaca de su abuelo, embutido en un pantalón nuevo de dril, calzado con borceguíes de brillo matado merced a una gruesa capa de grasa y tocado con una gorra de pelo; el gran Pacho, digo, se dirigió al lavadero público y se recostó contra el muro, esperando a su tropa para ponerla al corriente de la situación e informar del éxito completo de la misión.

Allá, ante la puerta de Guisote el posadero, algunos hombres, con la pipa entre los dientes, se disponían a «darse un latigazo» antes de entrar en la iglesia.

Pronto llegó Pardillo, con su pantalón raído por las corvas y su corbata roja como el pecho de un jilguero: se sonrieron. Después aparecieron los dos Clac, husmeando prudentemente; a continuación Gambeta, que todavía no estaba al tanto; y Guiñeta y Botijo. Grillín, Ojisapo, Abombao, Rena y el contingente en pleno de combatientes de Longeverne. Unos cuarenta en total.

Los cinco héroes de la víspera empezaron el relato de la expedición por lo menos diez veces cada uno y los camaradas bebían sus palabras con la boca hecha agua y los ojos brillantes, repetían sus gestos y aplaudían frenéticamente cada nuevo detalle.

Después, Pacho resumió la situación en estos términos:

—¡Así verán esos si somos unos huevos blandos o no! Seguro que esta tarde vendrán a «asomarse» a los matorrales del Salto, con la cosa de buscar camorra, y allí estaremos todos pa hacerles «un pequeño» recibimiento. Tendremos que coger to los tiradores y to las hondas. No hace falta cargarse de estacas, porque no queremos agarrarnos del pescuezo. Hay que tener cuidao y no pasarse con la ropa de los domingos, que a la vuelta nos puen dar una somanta palos. Solo les diremos un par de palabras.

La tercera campanada (la última), repicando a toda cuerda, los puso en movimiento y los condujo lentamente a su lugar de costumbre en los pequeños bancos de la capilla de San José, simétrica a la de la Virgen, en la que se situaban las chicas.

—¡Joder! —dijo Pardillo al llegar bajo las campanas—. Y yo que tengo que ayudar hoy a misa... ¡Seguro que el negro me echa la bronca!

Y sin detenerse siquiera a meter la mano en la gran pila de agua bendita, en la que los compañeros chapoteaban al pasar, atravesó la nave corriendo como un gamo para colocarse el roquete de turiferario o de acólito.

Cuando, al llegar al Asperges me8, pasó entre los bancos llevando su cubo de agua bendita en el que el cura mojaba el hisopo, no pudo evitar la tentación de echar una ojeada a sus compañeros de armas.

Vio a Pacho que enseñaba a Botijo una estampa que le había dado la hermana de Tintín: una flor de tulipán, o de geranio, aunque quizá fuese de pensamiento, enmarcada por la palabra «Recuerdo», y le guiñaba un ojo con aire donjuanesco.

Entonces Pardillo se puso a pensar también en la Tavi9, su amiga, a la que había ofrecido últimamente un alfajor, de dos perras, por favor, que había comprado en la feria de Vercel, un hermoso alfajor en forma de corazón, salpicado de bolitas rojas, azules y amarillas y adornado con una divisa que le pareció muy a propósito:

Pongo mi corazón a tus pies

¡Acéptalo, tuyo es!

La buscó con la vista entre las filas de chicas y descubrió que ella también le miraba. La seriedad de su cargo le impedía sonreír, pero le dio un vuelco el corazón y, poniéndose colorado, se enderezó, con el cubo de agua bendita en la muñeca rígida.

El gesto no escapó a Grillín, que comentó con Tintín:

—¡Orserva cómo se estira Pardillo! Se ve que la Tavi le ha echao el ojo.

Y Pardillo pensaba: «Ahora que vuelve a haber escuela, nos veremos más».

Sí... pero se había declarado la guerra.

A la salida del rosario, el gran Pacho reunió a todas sus tropas y habló en tono de arenga:

—Ir a poneros los blusones, cogí un cacho pan y presentaisus abajo del Salto, en la cantera de Pipote.

Salieron disparados como una bandada de gorriones y cinco minutos después, corriendo uno detrás de otro, con el pedazo de pan entre los dientes, se reunieron en el lugar señalado por el general.

—No tenemos que ir más allá de la curva del camino —recomendó Pacho, consciente de su papel y mirando por su tropa.

—Pero ¿crees que vendrán?

—Serían unos caguetas si no lo hicieran.

Y añadió, para explicar sus órdenes:

—Ya sabís que algunos de esos culos gordos son rápidos. ¿Te enteras, Botijo? No hay que dejarse coger. Metí morrillos10drento de los bolsillos; a los que lleven tiradores, dailes los más gordos y cuidao con no perderlos. Vamos a subir hasta el Matorral Grande.

Los terrenos comunales del Salto, que se extienden desde el bosque de Teuré, al nordeste, hasta el de Velrans, al sudoeste, forman un rectángulo en terraplén, de mil quinientos metros de largo por ochocientos de ancho. Los linderos de los dos bosques son los lados más pequeños de ese rectángulo; un muro de piedra, reforzado por un seto protegido a su vez por una espesa franja de matorrales, lo limita por abajo, hacia los campos del final; por arriba, la linde bastante imprecisa, está señalada por unas canteras abandonadas, perdidas en una zona de bosque indiferenciado, con macizos de avellanos y nochizos formando un espeso monte bajo que no se tala jamás. Por lo demás, todo el terreno comunal está cubierto de matorrales, macizos, bosquecillos de árboles aislados o en grupo, que hacen de él un campo de batalla ideal.

Un camino empedrado, procedente de Longeverne, trepa lentamente en semidiagonal por el rectángulo y después, a cincuenta metros del lindero del bosque de Velrans, hace un recodo brusco para permitir que los vehículos cargados alcancen sin demasiada fatiga la cumbre del «crestón». Un gran macizo de robles, espinos, endrinos, avellanos y nochizos cubre el seno del recodo: le llaman el Matorral Grande.

Las canteras a cielo abierto, explotadas por Pipote el Paticojo, Aguado el del Molino, que cuando beben se llaman empresarios, y a veces por Abel el Roñoso, bordean el camino por abajo.

Para los chavales, las canteras son exclusivamente unos magníficos e inagotables polvorines de aprovisionamiento.

En este dichoso terreno, situado a la misma distancia de los dos pueblos, era donde, año tras año, generaciones enteras de longevernos y velranos se habían vapuleado, fustigado y apedreado a placer, porque la historia volvía a empezar eternamente cada nuevo otoño y cada nuevo invierno.

Los longevernos avanzaban habitualmente hasta el recodo, vigilando la curva del camino, aunque el otro lado, y hasta el mismo bosque de Velrans, pertenecen también a su municipio; pero como ese bosque está ya muy cerca del pueblo enemigo, servía a los adversarios de trinchera, zona de retirada y refugio seguro en caso de persecución. Y eso ponía furioso a Pacho.

—¡Siempre paece que estamos invadidos, me cagüen...!

Pues bien, apenas cinco minutos después de acabar su cacho de pan, Pardillo el trepador, apostado de guardia en las ramas del roble, denunció movimientos sospechosos en el lindero enemigo.

—¡Ya sus lo decía yo! —subrayó Pacho—. Venga, escondisus. Que crean que estoy solo. Voy a azuzarlos: ¡Tuso, tuso, cógeme...! Y si se tiran a por mí, ¡duro!

Y Pacho salió de su escondrijo y se entabló la conversación diplomática en los términos habituales:

(Permítame aquí el lector o lectora un inciso y un consejo. El afán de fidelidad histórica me obliga a utilizar un lenguaje que no es precisamente el de las aulas ni los salones. No me da vergüenza ni siento el menor escrúpulo al reproducirlo, autorizado por el ejemplo de mi maestro Rabelais. Sin embargo, como los señores Fallières o Béranger11 no pueden compararse con Francisco I 12, ni yo con mi ilustre modelo, y puesto que los tiempos han cambiado, aconsejo a los oídos delicados y a los espíritus sensibles que se salten cinco o seis páginas. Y yo vuelvo a Pacho).

—¡Deja que te vea, venga, culón, gandul, jodío mierda! ¡Si no eres un cobarde, enseña tu asquerosa jeta de lameculos, vamos!

—¡Eh, cabronazo! ¡Acércate un poco tú también, pa que podamos verte! —replicó el enemigo.

—Ese es el Azteca de los Vados —dijo Pardillo—, pero veo también a Jetatorcida, al Paticojo, al Titi, a Guiñaluna: son la tira.

Oída esta breve información, el gran Pacho prosiguió:

—Has sido tú el que ha dicho que los longevernos somos unos huevos blandos, ¿eh, so mierda? Ya te he enseñao yo a ti si somos huevos blandos o no. Sus van a hacer falta to los faldones de vuestras camisas pa borrar lo que sus he puesto en la puerta de la iglesia. Unos caguetas como vosotros no sus hubierais atrevido a hacer eso.

—¡Pues acércate un poco, si es queres tan listo, so bocazas, que no ties más que boca... y patas pa’scaparte!

—¡Ven namás que hastal medio, patán! ¡Que no porque tu padre andara tocando los huevos a lasvacas13 por las ferias te has hecho rico!

—¡Pues anda que tú, que ties el cuchitril de dormir to comío de hipotecas!

—¡Hipoteca lo serás tú, arrastra-alforjas! ¿Cuándo vas a coger otra vez el afilón de trapo de tu abuelo pa ir a aporrear puertas a golpes de Pater?

—¡Aquí no pasa como en Longeverne, que las gallinas se mueren de hambre en plena siega!

—¡Pues anda que en Velrans, que se os revientan los piojos en to la cabezota, pero no sabemos si de hambre o envenenaos!

Velranos

Marranos,

Agarráimelos

Con las manos.

—¡Ao, ao, ao! —coreó detrás del jefe el grupo de guerreros longevernos, incapaces ya de seguir ocultándose y de contener su entusiasmo y su furia.

Longevernos

Pincha-mierdas,

Come-mierdas,

Que montao en cuatro estacas

sus barra el diablo a su casa.

Y el coro de velranos aplaudió a su vez frenéticamente a su general, con «Ea, ea, ea» largos y rítmicos.

De una y otra parte se lanzaron andanadas de insultos en ráfaga y en tromba; después, los dos jefes, igualmente excitados, tras haberse lanzado todas las injurias clásicas y modernas: «¡Fanfarrones, descerrajadores de puertas abiertas!» o «¡Estranguladores de gatos por la cola!»14, volvían al estilo antiguo y se echaban en cara, con toda la deslealtad habitual, los reproches más delirantes y más innobles de su repertorio:

—¿Qué? ¿Ya no te acuerdas de cuando tu madre meaba en la olla pa hacerte la salsa?

—¿Y tú, cuando la tuya le pedía las bolsas del toro al capador pa ponértelas en ensalada?

—¡Pues acuérdate del día en que tu padre dijo que prefería criar un becerro antes que un pajarraco como tú!

—¡Y tú, cuando tu madre decía que era mejor dar de mamar a una vaca que a tu hermana, porque así, por lo menos, no criaría una puta!

—¡Mi hermana —respondía el otro, que no tenía ninguna— bate la mantequilla; cuando bata mierda, vendrás a chuparla el palo! —O bien—: ¡Está forrada de clavos, pa que los sapos enanos como tú no puedan montarse en ella!

—Cuidao —anunció Pardillo—, que ya está el Jetatorcida tirando piedras con el tirador.

Efectivamente, un guijarro silbó en el aire sobre sus cabezas y fue contestado con burlas; pronto el cielo quedó rasgado de parte a parte por granizadas de proyectiles, mientras la marca espumosa y creciente de injurias salaces seguía fluctuando del Matorral Grande al lindero y el repertorio tanto de unos como de otros brillaba por su abundancia y su cuidada selección.

Pero era domingo: los dos bandos iban engalanados con sus mejores baratijas y nadie, ni jefes ni soldados, se atrevía a infringir el reglamento en un peligroso cuerpo a cuerpo. De manera que todo el combate se limitó, por aquella vez, al intercambio de puntos de vista, por decirlo así, y al citado duelo de artillería que, naturalmente, no produjo baja alguna de importancia en un lado ni en otro.

Cuando sonó el primer toque de oración en la iglesia de Velrans, el Azteca de los Vados dio a su ejército la señal de regreso, no sin antes lanzar al enemigo, con un último insulto y un último pedrusco, esta provocación suprema:

—¡Mañana nos veremos, huevos blandos de Longeverne!

—¡Lárgate, cobarde! —se burló Pacho—. ¡Espera, espera a mañana y verás lo que sus va a pasar, hatajo de lameculos!

Y una andanada de guijarros saludó la vuelta de los velranos a la zanja de en medio, que utilizaban para el regreso.

Los longevernos, cuyo reloj comunal atrasaba, o cuya hora de oración quizá hubiese sido aplazada, aprovecharon la desaparición de los enemigos para fijar las posiciones de combate para el día siguiente.

Tintín tuvo una idea genial:

—Tenemos —dijo— que escondernos cinco o seis en ese matorral de ahí, antes de que lleguen, sin mover ni una ceja, y al primero que pase cerca, nos tiramos encima y nos lo llevamos.

El jefe de la emboscada, elegido inmediatamente por aclamación, seleccionó entre los más decididos a los cinco que habrían de acompañarle, mientras los demás mantenían el ataque frontal, y todos volvieron al pueblo con el alma henchida de ardor guerrero y sedienta de venganza.

8 Rito de la aspersión del agua bendita, que consiste en rociar con ella el altar, los ministros y a todos los asistentes.

9 Octavia. [Nota del autor].

10 Guijarros, cantos. [Nota del autor].

11 Armand Fallières (1841-1931). Estadista francés y presidente de la República de 1906 a 1913. Pierre-Jean de Béranger (1780-1857). Poeta lírico y satírico francés, cuyas composiciones de carácter político lo llevaron varias veces a la cárcel.

12 Francisco I de Francia (1494-1547). Conocido como el Padre y Restaurador de las Letras, el Rey Caballero y el Rey Guerrero. Disputó la corona imperial a Carlos V de España y ello fue motivo de continuas guerras. Fundó el Colegio de Francia.

13Auténtico. [Nota del autor].

14 En mis tiempos no se decía todavía eso de caído del condón o prófugo del bidé. De entonces acá se ha progresado mucho. [Nota del autor].

3. Un gran día

Vae victis!15

(Un antiguo jefe galo, a los romanos)16

Aquel lunes por la mañana, en clase, todo salió mal, peor todavía que el sábado.

Pardillo, conminado por el tió Simón a repetir la lección de educación cívica que les había machacado la antevíspera, a propósito del concepto de «ciudadano», se ganó una serie de invectivas totalmente desprovistas de amenidad.

No había manera de que saliese algo de su boca, su rostro denotaba un esfuerzo de parto intelectual horriblemente doloroso: parecía que se le había obstruido el cerebro.

«¡Ciudadano! ¡Ciudadano! —pensaban los demás, menos nerviosos—. ¿Qué mierda será eso?».

—¡Yo, señor maestro! —dijo Grillín, haciendo sonar los dedos índice y medio contra el pulgar.

—¡No, tú no! —Y dirigiéndose a Pardillo, que seguía de pie, moviendo la cabeza y con la mirada extraviada—: ¿Así que no sabes lo que es un ciudadano?

—¡...!

—¡Os voy a dejar a todos una hora sin salir esta tarde!

Un escalofrío les recorrió la espina dorsal.

—Pero vamos a ver, tú, ¿tú eres un ciudadano? —preguntó el maestro, buscando a toda costa una respuesta.

—¡Sí, señor! —contestó Pardillo, acordándose de una vez que había asistido con su padre a un mitin electoral en el que el señor marqués, el diputado, ofrecía un vaso de vino a sus electores y les estrechaba la mano, e incluso le había dicho al padre de Pardillo: «¿Este ciudadano es hijo suyo? Parece inteligente».

—¿Tú? ¿Ciudadano tú? —rugió el otro, rojo de ira—. ¡Pues sí, buen ciudadano estás tú hecho! ¡Menuda pinta de ciudadano que tienes!

—No, señor —rectificó Pardillo, a quien, después de todo, le tenía sin cuidado semejante título.

—Y bien, ¿por qué no eres un ciudadano?

—¡...!

—Dile —masculló entre dientes Grillín, impaciente—, que porque entodavía no ties pelos en el culo...

—¿Qué dices, Grillín?

—Yo... yo... digo que... que...

—¿Que qué?

—Que porque es demasiao joven.

—Ah, bueno. Y entonces ¿lo eres tú?

Ya estaba. La respuesta de Grillín surtió el mismo efecto que el rocío bienhechor sobre el campo reseco de su memoria; jirones de frases, fragmentos escogidos, restos de ciudadano se reajustaron, componiéndose poco a poco, y el propio Pardillo, ya menos aturdido y agradecido con toda su alma a Grillín, el salvador, contribuyó a poner en pie al «ciudadano».

Pero, en fin, todo eso era ya agua pasada.

Sin embargo, cuando llegaron a la corrección de los deberes sobre el sistema métrico, allí fue Troya. Con las intensas preocupaciones de la antevíspera, al copiarlos habían olvidado cambiar algunas palabras e introducir el número de faltas de ortografía que correspondía aproximadamente a su pericia respectiva en la materia, pericia matemáticamente dosificada por dos dictados a la semana. En cambio, se habían comido palabras, habían colocado mayúsculas donde no hacían ninguna falta y puntuado independientemente de cualquier sentido. El ejemplar de Pacho era especialmente lamentable y acusaba a ojos vistas las consecuencias de sus ocupaciones como jefe.

También él fue llamado a la pizarra por el tió Simón, rojo de ira, y leyendo tras las gafas con unos ojos como pupilas de gato en la noche. Como todos sus compañeros, Pacho era reo convicto de haber copiado: eso no ofrecía la menor duda a nadie, era inútil replicar, pero se trataba de averiguar si, por lo menos, había sacado algún provecho de esa práctica, excluida por principio de los métodos de la pedagogía moderna.

—¿Qué es el metro, Pacho?

—¡...!

—¿Qué es el sistema métrico decimal?

—¡...!

—¿Cómo se determinó la longitud del metro?

—Eeeh ...

Demasiado alejado de Grillín, Pacho, con las orejas al acecho y el ceño horrorosamente fruncido, sudaba sangre y agua para recordar alguna difusa noción que tuviera algo que ver con el tema. Por fin rememoró vagamente, muy vagamente, dos nombres: Delambre y La Condamine,17 célebres medidores de trozos de meridiano. Por desgracia, Delambre se asociaba en su memoria a los rollos de cable que se amontonaban en la tienda de León... De manera que, con toda la prudencia requerida por la gravedad del caso, aventuró:

—Fueron Cabre y Cabrón.

—¡Pero bueno! ¡Será posible! —exclamó el tió Simón en el paroxismo de la ira—. ¡De modo que, encima, te atreves a insultar a los sabios! ¡Tienes una cara impresionante... y un bonito vocabulario, por cierto! ¡Te felicito, amigo mío! Y ya sabes —añadió para abrumar al desgraciado—, ya sabes que tu padre me ha pedido que me ocupe de ti. Por lo visto, no hay forma de que eches una mano en casa; todo el día en la calle, haciendo el golfo, el granuja, el vago, en vez de dedicarte a desenredarte los sesos. Pues bien, amigo mío: si a las once no me sabes decir punto por punto todo lo que vamos a repetir ahora mismo, en tu honor y en el de tus camaradas, que tampoco tienen nada que envidiarte, te prevengo que, para empezar, te tendré aquí todas las tardes de cuatro a seis, hasta que la cosa marche como es debido. ¡Así es que ya lo sabes!

El trueno jupiterino cayendo sobre el grupo no hubiera podido producir un estupor más profundo. Todos permanecieron materialmente aplastados por tan espantosa amenaza.