La guerra de los Imperfectos - Víctor M. Valenzuela - E-Book

La guerra de los Imperfectos E-Book

Víctor M. Valenzuela

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Beschreibung

En un futuro distópico, las grandes corporaciones tienen la clave para erradicar las enfermedades. Solo los más adinerados tienen esa nueva biotecnología disponible. Los imperfectos van a luchar por eliminar esa nueva sociedad. ¡La guerra por la liberación ha comenzado! ¿Imaginas una sociedad donde la esperanza de vida la define el dinero que tienes? Te llevamos a esa sociedad, en un futuro muy cercano. La guerrera más temida de la Resistencia y un bibliotecario reconvertido en soldado de élite, son nuestros protagonistas. BioCorp es la empresa que maneja los hilos a nivel mundial, los hijos de las élites son creados a la carta; perfectos, longevos y sin taras genéticas. Los humanos normales son sus esclavos, su mano de obra, sus ejecutores. Solo tienen en su contra a la Resistencia, el grupo de liberación del conocimiento perdido. Te sumergirás en pequeñas historias que van tejiendo poco a poco el declive de la democracia y el alzamiento de una nueva casta dominante: Los Homo+, los vencedores de la Aceleración y sus esclavos los Imperfectos, hombres normales con los genes de nuestros antepasados. Aunque los principales protagonistas pueden ser considerados soldados y la obra narra una guerra desigual, esta novela no intenta centrarse en la violencia ni en las armas. Al contrario, pretende reflejar hasta dónde puede pervertirse una sociedad, hasta que abismo pueden ser empujados los desposeídos por los poderosos. La principal fuerza de los combatientes de la Resistencia no reside en sus armas, está en su humanidad y en su capacidad de amar y sentir empatía por los demás.

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Índice de contenido
Portada
Entradilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Prepárate Imperfecto. ¡Bienvenido a la Resistencia!
Memorias I: No hay reglas
Mundo exterior
Memorias II: Fragmentos del pasado
Al otro lado del borde
Memorias III: Diario personal
Operaciones
Memorias IV: Piezas del puzle
Los datos son importantes
Memorias V: Confesiones
Memorias VI: Biografías
Memorias VII:Resistencia fútil
Excursión al campo
Memorias VIII: Reunión de seguimiento
La biblioteca perdida
Memorias IX: Hora de la verdad
El precio del botín
Memorias X: Encuentros fugaces
Intrusión
Revelaciones del pasado
Búnker de Inteligencia
Santuario.
Agradecimientos.
Nota para el lector.
Más Nowe

Título: La Guerra de los Imperfectos.

© 2015 Víctor M.Valenzuela

© 2015 Ilustración de portada: Nouty

© Diseño Gráfico:nowevolution

Colección:Volution.

Primera Edición Julio 2015

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2015

ISBN: 978-84-945295-3-5

Edicición digital Mayo 2016

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Más información:

www.nowevolution.net/ Web

nowevolution.blogspot.com / Blog

@nowevolution/ Twitter

nowevolutioned /

Este nuevo libro sigue estando dedicado a todos y cada una de las personas que me han vuelto a apoyar y me han ayudado enormemente en las diversas fases de elaboración de la obra.

Prólogo

De momento mi nombre no importa, solo debes saber que me encontrarás más tarde a medida que avances en estas páginas. Yo tuve el privilegio de vivir parte de la historia aquí narrada y tomé la difícil decisión de plasmarla por escrito. Espero que seas condescendiente conmigo. Que yo sepa este es el primer libro escrito por un humano después de la Aceleración y aunque he intentado leer muchas obras antiguas para instruirme, el talento no se puede aprender ya que solo soy un soldado. Mucho de lo que leerás en estas páginas son las vivencias en primera persona de otro Imperfecto tal y como las he podido rescatar de sus grabaciones personales. Por respeto a este Imperfecto que salvó mi vida en más de una ocasión y me enseñó muchísimas cosas librándome del pozo de la ignorancia donde estaba sumido, he situado en lo posible la narrativa desde su punto de vista, añadiendo datos e información de varias personas que vivieron los mismos hechos y con las cuales pude hablar.

Si eres un enemigo no pierdas el tiempo, no encontrarás descripciones detalladas de ninguno de nosotros, no soy tan estúpido como para haceros gratis un retrato robot de nuestros operativos, tampoco busques localizaciones de instalaciones. Encontrarás información que te llevará a temernos todavía más, pues entenderás finalmente que estáis luchando una guerra que jamás ganareis mientras a uno de nosotros le quede un atisbo de vida.

Esta es la historia de todos nosotros, la epopeya de los humanos normales según la hemos vivido y sufrido, esto es la Guerra de los Imperfectos y es también tu guerra independientemente del bando en el que estés o que creas que estás.

Pero no pienses que te va a salir gratis, a partir de ahora asumes un compromiso, un juramento de fidelidad: divulgar esta información a todos los que puedas. Si estás aquí es que sabes leer, a partir de ahora tu obligación es transmitir ese conocimiento a todos los Imperfectos que puedas. Enséñales a leer y que ellos enseñen a otros, y que esta historia aquí garabateada llegue a cada uno de nosotros, que todos sepan que la Resistencia existe y que lucha por ellos, que no todo está perdido, que todavía hay esperanza. No te pido que te unas a nosotros, aunque eres libre de hacerlo, pero te imploro que divulgues el conocimiento porque solo eso nos hará finalmente libres.

Prepárate Imperfecto.

¡Bienvenido a la Resistencia!

Guarida.

Por más que lo intento no consigo dormir. Siempre han dicho que los soldados aprenden a dormir en cualquier sitio y en la primera oportunidad que tienen, yo no he podido aprender. Algunos de mis compañeros parecen que sí lo hacen, pero la realidad es otra, se desmayan de agotamiento cuando la adrenalina deja de bombear por sus venas.

Ahora mismo, en este antro donde nos escondemos, no duermen ni las ratas. Ellas por miedo a que nos las comamos y nosotros por el sollozo de los que han perdido a sus amigos y el lamento de los heridos. Yo dicto bajito estas notas, no espero que nadie las oiga jamás pero lo hago como una forma de expiación, para relajarme y como medio de intentar no retener tanto dolor en mi interior, hay tantos recuerdos de aquellos que ya no están, sufrimientos y muertes acumulados que ya no puedo más.

Nos llamamos soldados. Nuestros enemigos nos llaman terroristas. No importa el nombre, somos Imperfectos, desesperados a los que han presionado demasiado. Y hemos explotado. Muchos explotan, pero pocos siguen vivos para unirse a la Resistencia y muchos menos sobreviven a los combates.

Luchamos contra otros Imperfectos. Ningún Homo+ lucha nunca, contratan a Imperfectos mercenarios para que hagan el trabajo. En realidad, los Homo+ no trabajan jamás, ellos son la casta de los ganadores de la Aceleración y nosotros, los Imperfectos, hombres normales con los genes de nuestros antepasados, somos sus esclavos.

—Diego, ¿te queda algo de agua? —me pregunta Margarita, que es morena, alta y delgaducha, la rescatamos siendo muy joven de los bancos de úteros.

—Solo esta, toma —contesto acercándole una antigua y abollada cantimplora de aluminio. Ya ha visto tiempos mejores pero todavía cumple su función, me acompaña hace años y me resisto tozudamente a cambiarla.

Margarita bebe un pequeño trago y me la devuelve con una sonrisa cansada, que apenas puedo entrever en la penumbra. En un mundo más justo seríamos pareja, aquí somos compañeros de armas.

—¿Dictando tus notas? —pregunta aproximándose, apoya su cabeza en mi hombro. Huele bien a pesar del polvo y la suciedad, fragancia de humanidad, de bondad y de esperanza.

—Me tranquiliza —contesto, moviéndome un poco para que se acople mejor a mi lado.

—Tú sabes muchas cosas —dice mirándome con unos enormes ojos negros que me conozco de memoria en todos sus minúsculos detalles y que casi no puedo ver en las sombras.

—Solo sirven para atormentarme —respondo cansado, como si todo el peso del conocimiento se concentrase sobre mis hombros y por un momento fuera insostenible.

—Cuéntanos cómo era la vida antes de la Aceleración —se interesa ella con voz cansada.

—Sí, cuéntanos —oigo que dicen otras voces, siento el rumor de varios compañeros que se acercan.

—No hay mucho que contar —murmuro sin mucha convicción.

—Cuéntanos cuando éramos libres —se oye decir a Carmen desde algún lugar de la oscuridad.

Hago memoria y empiezo a contarles cómo los humanos nunca fuimos totalmente libres, que a lo largo de toda nuestra historia siempre existieron opresores y oprimidos. Pero que en algún momento tuvimos leyes que nos dieron derechos a todos y que cada uno era libre de intentar vivir su propia vida a pesar de que no era fácil para nadie.

—¿Los pobres? —pregunta Miguel con voz ronca, parece que está cerca de Carmen.

—Sí, los pobres fueron los que lo tuvieron muy difícil, los que trabajaban sin parar. Los que construyeron la civilización con su esfuerzo. Nosotros somos sus descendientes —contesto con torpeza.

—Continúa, Diego —susurra Margarita con suavidad. Siento su mano entrelazarse con la mía y un poco de la miseria de este mundo abandona efímeramente mi ser.

Les cuento cómo la ciencia avanzaba torpemente, empujada por un lado por investigadores idealistas y por otro, por grandes corporaciones que buscaban beneficios rápidos a toda costa; que al principio la investigación médica estuvo liderada por gobiernos, pero que en algún momento unas compañías privadas tomaron el control, y que ello acabó desencadenando la Aceleración para unos pocos y la hecatombe para muchos.

—¿Por qué lo llamaron la Aceleración? —Oigo decir a José, que hasta ahora roncaba en una esquina. Es nuestro «manitas» arregla-todo, es capaz de mirar cualquier máquina durante un rato y deducir cómo funciona internamente, siempre lleva consigo una pequeña bolsa con herramientas multiuso que, unida a su habilidad, nos han salvado la vida en más de una ocasión. Es de estatura media y más bien delgado, pero tiene una fuerza sorprendente para alguien de su tamaño.

—Parece ser que algunos teorizaron que en algún momento la civilización humana sufriría un salto cuantitativo y lo llamaron Aceleración. Cuando salió al mercado la optimización genética, algunos pensaron que el nombre era adecuado.

—¿Cuándo fue eso? —pregunta Carmen.

—No lo sé. Hace algunas generaciones pero no estoy seguro, la información es muy imprecisa y mucha ha sido deliberadamente borrada.

—¡Sigo sin entender cómo permitieron que ocurriera! —suelta José con rabia.

—En realidad no fue difícil, unos tenían poder y otros no —contesto.

—Yo tampoco lo entiendo —dice Margarita—. Pero yo todavía no entiendo muchas cosas, antes solo era un Útero. —En realidad ella ya acumula muchísimos más conocimientos que la mayoría de los Imperfectos, pero también ha asimilado que la única manera de seguir aprendiendo es admitir la magnitud del desconocimiento.

Intento explicarles cómo era la vida antes de la Aceleración, cómo la sociedad estaba estructurada en la capacidad de compra de los individuos, y que las personas estaban acostumbradas a poder tener unas cosas y otras no, dependiendo de su casta económica. Tengo que explicarles la sociedad de consumo y las reglas del capital. Eso me lleva horas. Algunos vuelven a dormir, otros siguen preguntando, al final el cansancio nos consume a todos. Margarita se ha tumbado en mi regazo y duerme plácidamente; yo no quiero dormirme, prefiero sentirla a mi lado y soñar despierto. Sueño con cómo podríamos haber vivido los dos si hubiéramos nacido antes de la Aceleración, sueño con mejores tiempos pasados, aunque una parte de mí grita que en el pasado también había desheredados de la suerte, parias del sistema que malvivían en un mundo justo para algunos e injusto para muchos.

Los que imaginamos que podría ser por la mañana nos despertamos, aunque nosotros hace mucho que no seguimos los ciclos diurnos y coincidimos nuestros ciclos de sueño con las misiones. Luces tenues iluminan el dormitorio principal, algunos ya se han levantado, otros remolonean un rato, ya se ha formado una pequeña aglomeración en los baños y alguien hace alguna broma a respecto, pero solo consigo oír las risas.

Poco a poco todos terminamos en la gran sala que sirve de comedor, sala táctica y para cualquier cosa que requiera que nos juntemos todos. En una pared, una serie de monitores heterogéneos, muestran graficas cambiantes, el estado de los sensores de seguridad, la integridad de la red de datos, instantáneas de infrarrojos de los túneles circundantes. Chispas, nuestro experto informático, verifica el inventario principal en una vieja consola arreglada infinidad de veces. Parece tranquilo, por lo que deduzco que debemos andar razonablemente bien de suministros básicos. Es difícil precisar su edad, pues es delgado y fibroso, posee una curiosidad insaciable y una especie de don, pues es capaz de desmontar cualquier equipo técnico estropeado y arreglarlo sin dificultad.

Por nuestros semblantes se puede distinguir que estamos todos destrozados, pero un desayuno de raciones de campaña robadas y unas tabletas de estimulantes nos despejan lo suficiente. Nos agrupamos cerca de Chispas, que ha vuelto de pinchar la red principal para recibir las órdenes de nuestra célula.

Las instrucciones son escalofriantemente sencillas y precisamente por eso, peligrosas: debemos salir a la superficie y asaltar otro banco de úteros, eliminar a los guardias, intentar liberar a las mujeres y esterilizar a las que no quieran ser liberadas.

Los Homo+ ya no tienen hijos por sí mismos, implantan óvulos fecundados y optimizados genéticamente en mujeres imperfectas, a las que mantienen durante el embarazo en los bancos de úteros. Así nacen sus vástagos. Sanos, perfectos, sin ninguna traza de enfermedad genética y longevos, muy longevos.

La misión parece sencilla, pero todos sabemos que los bancos están muy bien protegidos y que puede que algunos de nosotros no volvamos a la guarida. A ninguno nos importa, luchar es lo único que nos hace sentirnos útiles.

Salimos de la guarida. Rufo va delante. Ningún sistema de realidad aumentada es comparable con los sentidos del perro ni con sus instintos, puede detectar el riesgo en circunstancias que nosotros ni soñamos, y jamás se pierde, por muchos peligros que encuentre.

Llevamos mucho tiempo en esta guarida, adosada a unas antiguas instalaciones de una línea de metro olvidada con más de un siglo de antigüedad. Hemos desviado energía de instalaciones más modernas y la hemos transformado en lo más parecido a un hogar que hemos tenido muchos de nosotros, incluso antes de unirnos a la Resistencia.

Al salir, vagamos por los túneles oscuros y húmedos. Rufo avanza seguro. Nunca duda entre la maraña de pasadizos, nos guía hasta el túnel del metro. Se para agachándose levemente, asoma la cabeza y olfatea. Al cabo de unos instantes, parece darse por satisfecho y sale al túnel principal sentándose tranquilo y alerta.

Miguel habla con Rocío, una niña rubita y pecosa de unos diez años, compañera inseparable del animal. Normalmente no tenemos niños en las unidades operativas. Con ella hicimos una excepción, la encontramos hace algún tiempo vagando por los túneles. Jamás habla de su vida anterior, es como si hubiera nacido el mismo día que entró en la guarida. Nosotros conocemos su historia, no nos hubiéramos arriesgado a traerla aquí si no estuviéramos seguros de su lealtad, pero respetamos su silencio. Su padre era un técnico cualificado y trabajaba directamente para los Homo+, por lo que vivían en una de las urbanizaciones para los Imperfectos de confianza. Cuando falleció prematuramente su padre, la pequeña terminó arrojada fuera de las puertas del complejo. En un barrio humano normal, las Redes de Solidaridad de la Resistencia la habrían recogido, pero allí no existían, terminó vagando por la calles y refugiándose en los túneles. Rufo la encontró un día y desde entonces el perro se negó a separarse de ella, estuvimos días hacinados en un refugio hasta que comprobamos que estaba limpia y la llevamos a la guarida.

—Bien, Rocío, ahora tú y Rufo volvéis a la guarida. Nos vienes a buscar dentro de ocho horas y esperas una hora. Si no aparece nadie vuelves cada dos horas. ¿Entendido?

—Joooo, yo quiero ir y Rufo también —dice la niña exagerando una mueca.

—Cuando puedas usar un arma sin caerte de culo vendrás —bromea Margarita, se agacha abrazándola con fuerza—. Cuida de Rufo, es el miembro imprescindible del equipo —le susurra al oído.

—Lo haré —responde la niña con expresión muy seria, acto seguido regresa al túnel.

Rufo se levanta y la sigue, después de unos pasos vuelve la cabeza y nos mira unos instantes y continúa saltando al lado de Rocío.

—Chequead las armas y los sistemas —dice Miguel, nuestro jefe, mecánico y especialista en armamento. Es el mayor del grupo, y aunque las batallas han dejado un mapa de cicatrices en su cuerpo sigue luchando como un felino acorralado en cada misión.

Uno a uno vamos realizando las comprobaciones. El visor del casco de combate empieza a llenarse con los datos del equipo.

—¿Todos lleváis munición antiblindaje? —pregunta Miguel.

—Yo solo tengo un cargador —contesta Carmen, ella es nuestra sanitaria. Tiene una especie de don innato para curar. Me ha contado que en las historias familiares siempre ha habido alguien dotado con esa mezcla de instinto y sensibilidad. Es probable que sea la persona más sensata que he conocido en mi vida.

Miguel saca dos de su mochila y se los acerca.

—Andamos escasos. Durante la acción Margarita me cubrirá mientras yo me dedico a recoger lo que pueda. Los demás os centráis en la misión, pero si tenéis algo a mano no dejéis de cogerlo.

—¡Entendido! —respondemos a Miguel todos al unísono.

Parecemos un equipo lamentable, vestidos con piezas de chatarra que juntadas con ingenio intentan tener la funcionalidad de los trajes de combate. Ninguno lleva un traje completo, aunque todos tenemos visores tácticos y armas reconstruidas. Lo que nos falta en recursos lo compensamos con ingenio; los Imperfectos tenemos vidas fugaces y enfermedades, pero los hay mediocres y los hay muy listos, y de estos últimos hay muchos en la Resistencia. La organización ha conseguido ir aglutinando a muchos Imperfectos a lo largo de su historia, ha habido momentos muy duros en que nos han asestado golpes terribles, pero jamás se ha rendido: por cada Imperfecto que cae siempre hay otro que quiere ocupar su lugar, muchos prefieren la expectativa de una muerte rápida en los combates antes que malvivir en los barrios Imperfectos. Esa es la gran fuerza de la Resistencia.

Chispas envía información por la red táctica del grupo. Tenemos diez minutos para avanzar por el túnel del metro hasta el siguiente pasadizo, antes que pase algún tren, los sensores de seguridad han sido desconectados por otra célula de inteligencia.

El sistema de realidad aumentada proyecta el mapa en nuestros visores: tiempos de llegada al siguiente punto, lugares con peligro potencial, escondites cercanos, un torrente de información, demasiada para poder hacerle caso y estar atento de dónde pisamos a la vez.

Los túneles del metro no están en buen estado, nadie se preocupa por unas instalaciones que solo utilizan los Imperfectos, yendo y viniendo de trabajos infectos a sus casas, así nos consideran, somos alimañas para ellos.

Hay humedad por todos lados, y los visores térmicos muestran pequeños fogonazos rojos que huyen en todas direcciones, el visor táctico está programado para ignorar las ratas, pero en ocasiones acaba mostrando alguna.

Carmen va de avanzadilla, sigilosa como un gato. En una encrucijada se detiene, y libera un pequeño remoto gris del tamaño de un ratón que avanza rápidamente enviando imágenes de baja resolución en tonos verdes. El pequeño robot es tecnología punta de los Homo+. Hace tiempo un equipo consiguió introducirse en un almacén y robar una partida entera, luego fue cuestión de reprogramarlos para poder utilizarlos. En la Resistencia hay muchos técnicos descendientes de las antiguas filosofías de los hackers. Motivados por una mezcla de antiguas leyendas, libros e historias rescatadas de las viejas redes, luchan utilizando una mezcla de ingenio, intuición y conocimientos duramente adquiridos que han ido pasando de unos a otros por la red de Inteligencia.

Nos lleva horas avanzar eludiendo los controles y a los guardias. Evitamos matarlos, los consideramos de los nuestros aunque trabajen para el enemigo. Solo los abatimos cuando no es posible hacer otra cosa. Hoy tendremos que hacerlo, los guardias de los bancos de úteros son casi máquinas, despojadas de humanidad.

Abandonamos los túneles y galerías del metro y entramos en antiguas galerías de alcantarillado. A pesar de los inhibidores de olfato que hemos tomado, la sensación es abrumadora y tenemos que concentrarnos para seguir adelante. Miguel habla al grupo:

—Veamos, la idea es sencilla: pasamos del alcantarillado al antiguo garaje del edificio y de allí al interior. En el garaje ya encontraremos fuerzas enemigas, ¿de acuerdo?

—¿Explosivos? —pregunto yo.

—Nada de explosivos dentro del edificio durante el asalto. Podéis usar granadas. Chispas colocará las cargas de demolición cuando esté todo despejado.

—OK.

—Diego y José, delante. Diego es el tirador, José te cubre. Los demás como siempre. Margarita, cúbreme —finaliza Miguel.

Nadie dice nada. Nos juntamos y nos abrazamos. Cuando todos hemos intercambiado un abrazo, Margarita vuelve a acercarse.

—Vuelve conmigo —dice mirándome fijamente a los ojos. Me besa rápidamente y se va.

—Volveremos —me da tiempo a decir. Pero algo en mi interior ya está en modo de combate y mi mente se retrae dejando algo muy básico y muy fiero en su lugar, lo llamo cariñosamente Monstruo. Yo me siento a observar como en una película, mientras Monstruo campa a sus anchas por mi cuerpo, él toma el control.

Entramos y nos desplegamos. Chispas se queda atrás y libera un par de remotos buscadores. Son pequeños helicópteros de aspecto insectoide con un procesador lo bastante potente para calcular los parámetros necesarios para el vuelo, no tienen mucha autonomía, pero son ideales para inspeccionar el terreno. Al mismo tiempo penetra en la red del edificio e intenta saturar la red de mensajes basura para que los sistemas no puedan hablar entre sí.

En nuestros visores se mezcla la visión real con la imagen de los remotos. Chispas informa de que ha conseguido ralentizar la red del edificio, tenemos ventaja.

Accedemos al garaje, es grande y está casi vacío. Unas cuantas limusinas blindadas de Homo+, un par de viejas furgonetas de carga y un vehículo de transporte de tropas en una esquina. Miguel ya ha dirigido uno de los remotos hacia el vehículo militar y la red táctica informa que está vacío y que no dispone de armamento pesado. Es un camión antiguo, pero no parece que haya entrado en combate pues está en perfecto estado, y en el blindaje no hay rastro de impactos.

La primera pareja de soldados aparece. Uno de ellos, que se acerca, lleva un traje de combate inteligente y ya nos ha visto. No le da tiempo a hacer nada; con mi percepción acentuada por el visor, mi organismo, acelerado por las drogas y comandado por mi Monstruo, lo abato antes de que nos haga daño. El compañero se para unos segundos y mira atónito a su amigo caído, se recompone enseguida y empieza a disparar cortas ráfagas con su fusil de asalto. Demasiado tarde, ya nos hemos puesto a cubierto. Miguel dispara una ráfaga de distracción y yo, sincronizado por la red táctica, me levanto, apunto con precisión a un punto débil del traje del soldado y lo inutilizo. Chispas nos apremia a seguir, hay dos parejas más. En situaciones normales seis soldados contendrían a una multitud de Imperfectos, pero nuestros juguetes nos dan ventaja.

Avanzamos. Otra ráfaga de proyectiles nos pasa rozando y una bala rebota no se sabe dónde, e impacta en mi pecho, el blindaje aguanta y no es perforado, pero la inmensa energía cinética del proyectil me derriba. El traje de combate aguanta, se deforma y acabo acusando parte del golpe. Siento un dolor lejano, amortiguado por las drogas, y Monstruo se pone muy furioso, se levanta de un salto arrojando una granada. La misma granada envía mensajes a la red táctica avisando que nos pongamos a cubierto, Monstruo no se esconde, se agacha y disparamos a los dos soldados cortándoles la huida. Uno cae bajo los disparos, el otro bajo la metralla del explosivo.

Aparece otro soldado y sorprendentemente levanta las manos y deja caer el arma, se levanta el casco y grita:

—No me matéis, llevadme con vosotros. —No le da tiempo a decir nada más. Miguel le dispara al cuello con una pistola de dardos, haciendo que caiga inconsciente.

—Ya veremos si eres digno —Resopla Miguel por el canal de audio—. Margarita, márcalo.

Margarita se le acerca mientras Miguel la cubre. Le implanta un microchip subcutáneo en el cuello y le deja una hoja con instrucciones pegada al brazo. Si se despierta antes de que lo capturen y sigue las instrucciones veremos si es merecedor de unirse a la Resistencia. En ocasiones algún soldado se nos une, pero siempre hay que seguir un lento proceso para identificar si no es un traidor intentando infiltrarse. En muchas ocasiones se unen al ejército como una manera de escapar de las miserias y luego no son capaces de luchar contra sus hermanos, estos son los más valiosos, pues tienen información sobre cómo funciona el ejército y además ya han recibido la instrucción militar.

Yo me quedo con Chispas y José y vamos colocando con precisión las cargas de demolición en el edificio, siguiendo las indicaciones que nos da la red táctica, está claro que un experto calculó exactamente los puntos de fractura a partir de los planos del edificio.

Miguel, Carmen y Margarita van a hablar con las Úteros e intentar convencerlas de que sean personas y no fábricas de bebés. No es fácil, algunas están drogadas, otras aterradas, pero siempre hay alguna que se nos une. Hay unas diez mujeres. Los Homo+ tienen baja natalidad, son muy longevos y no quieren competencia. Una chica joven sin signos externos de embarazo rompe a llorar al ver al grupo.

—Les dije que existíais, pero nadie me creyó —grita entre sollozos. Llora de alegría y rabia reprimida. Margarita se acerca y la abraza.

—Tranquila, tranquila. Intenta calmarte, tenemos que salir de aquí —dice Margarita con suavidad.

—¡Oídme bien: somos la Resistencia, hay que abandonar el edificio. Las que se quieran unir a nosotros pueden acompañarnos, pero todos tenemos que irnos ahora, vamos a volar el edificio! —grita Carmen, mientras empieza a guiar a todos hacia la puerta.

—¿Vienes con nosotros? —le pregunta Miguel a cada una al pasar por la puerta. A las que dicen que no, les aplica una inyección en el cuello con una pequeña pistola.

—¿Qué me has hecho? —logra preguntar una chica con un embarazo ya visible. Por suerte no las mantienen en los bancos en la fase final de la gestación y todas pueden andar.

—Te he liberado, ya no serás un útero nunca más —contesta Miguel mirándola con tristeza.

Dos chicas se nos unen. Margarita las marca con los chips y les pone un pequeño collarín por donde pueden oír las órdenes de la red táctica. Nos empezamos a mover hacia fuera. Mientras nos replegamos aprovechamos para recoger las armas y municiones de los enemigos. Chispas manipula una vez más el panel de datos y libera una serie de virus directamente a la red Homo+, varios son virus conocidos para que las defensas se concentren en ellos y los eliminen, dos son totalmente nuevos y esperamos que consigan introducirse en el sistema y derribar varios nodos de la red antes de ser neutralizados.

José y yo arrastramos al guardia inconsciente, que ya empieza a despertarse. En minutos estamos de vuelta en las alcantarillas. Chispas nos mete prisa, el sistema ha detectado que algo va mal, aunque no se ha percatado de la acción militar. Tenemos tiempo de desaparecer, y antes de que llegue alguien el edificio implosionará.

Dejamos que Chispas nos guíe por las alcantarillas. Estamos felices, no hemos tenido ninguna baja, solo dos heridos superficiales. Salimos de una galería y nos metemos en un estrecho pasadizo de ladrillos que un día fueron rojos y ahora están cubiertos de moho y suciedad, una parte de mí siempre se pregunta por la antigüedad de por dónde pasamos, como si quisiera rescatar la historia encerrada en las viejas paredes. Vendamos los ojos a las chicas y merodeamos hasta llegar a un olvidado búnker subterráneo, construido para alguna antigua guerra absurda y jamás utilizado, reconvertido en uno de los muchos refugios de la Resistencia.

Entramos, y Miguel desactiva rápidamente las trampas cazabobos, es una única habitación de unos cuarenta metros cuadrados, con varias literas y una mesa con una pequeña cocina de campaña, agua y paquetes de raciones de supervivencia pulcramente apilados. En la otra esquina hay un armario con cerradura codificada con armas, normalmente antiguas, algunas municiones y un visor táctico que no siempre funciona.

—Bien, vosotras os quedáis aquí —comenta Carmen a las dos chicas—. Tenéis agua y comida para una semana, en un día o dos vendrán a buscaros unos amigos nuestros.

—¿No vamos con vosotros? —pregunta la chica más joven.

—No, nosotros somos una unidad de combate, os vendrá a buscar una unidad de apoyo. Ellos verán dónde ubicaros en la Resistencia, si servís para soldados nos volveremos a ver.

—Jamás os olvidaremos. —Todos intercambiamos abrazos.

Esperamos unas horas en el búnker, descansando. Chispas pincha la red en busca de noticias, y aprovechamos para comer, beber y dormir.

—Ha sido un éxito, chicos —dice Chispas con una sonrisa enorme en su rostro que hace que parezca atractivo a pesar de las cicatrices—. El edificio ha caído, no hay víctimas civiles y nos están buscando lejos de aquí.

Cinco caras cansadas miran a Chispas y sonríen. No nos gusta lo que hacemos, pero es lo único que nos queda.

Después de muchos rodeos, finalmente llegamos cerca de la entrada de la guarida. Entro primero y veo dos ojos como linternas rojas que se aproximan en la oscuridad, es Rufo que nos guía de vuelta. Al llegar, Roberto nos tiene preparada una sorpresa.

—Buenas noticias, chicos, he conseguido reconectar el agua y reparar las duchas —dice orgulloso—. Seguidme.

—¡Bien! —gritan varios al unísono.

De camino Patricia nos intercepta. Es nuestra médica, lleva el pelo muy corto y empieza a tener canas que no intenta ocultar. Extremadamente tranquila, es capaz de intervenir a alguien en medio del fuego cruzado, aunque la he llegado a ver desenfundar el arma y disparar como una posesa si la situación lo requiere.

—¿Alguien necesita atención médica? —pregunta, mientras nos va inspeccionando con mirada profesional.

—Dos heridos superficiales, ya les he atendido —contesta Carmen, nuestra fiel sanitaria de combate.

—Bien, pero pasad a verme todos cuando hayáis descansado, ¿entendido?

Dejamos las armas en el depósito, nos quitamos el equipo y nos vamos como locos a la ducha. Llevamos tiempo lavándonos con trapos mojados y una ducha es como una bendición. Abro el agua y me quedo quieto apreciando cómo resbala por mi cuerpo. Siento un ligero toque en la espalda y al abrir los ojos veo a Margarita, nos quedamos abrazados bajo el agua sin decir nada.

—Tomad, las rojas para ti y estas azules para ti —nos dice Patricia, acercándose, son unas pastillas dentro de un sobre de plástico—. Usadlas en el siguiente permiso.

—¿Qué son? —pregunta Margarita, inspeccionando el sobre.

—Retiran la inhibición de la libido que generan las drogas de combate. Con esto podéis ser una pareja normal durante un tiempo.

—¿Quieres decir que podemos…? —le interrumpo.

—Pues claro, tonto, pero no las uséis estando de servicio. Y tenéis que esperar doce horas desde la última vez que tomasteis drogas de combate.

—Eres un cielo, Patricia —dice Margarita, abrazándola.

—No seas tonta, seguimos siendo humanos y hay que vivir mientras nos dejen.

Nos reunimos en el comedor, por primera vez sintiéndonos totalmente limpios en meses. Chispas está hablando:

—Noticias del mando. La operación ha sido un éxito, tenemos tres días de permiso, podemos ir a Santuario o descansar en algún piso franco.

—Yo iré a Santuario —dice Carmen—. Tengo amigos allí.

—Yo intentaré contactar con la unidad 7. Luché con ellos un tiempo —comenta José.

Yo me siento en la mesa con un sucedáneo de café, desde la otra punta José me ve y dice:

—Venga, Diego, sigue contándonos lo de anoche.

—Sí, anda —dice Margarita, sentándose a mi lado, todavía tiene el pelo mojado y se lo frota con una pequeña toalla descolorida que ha conocido tiempos mejores.

—¿Cómo sabes todo eso? —pregunta Miguel—. ¿De dónde sacaste esa información?

—Trabajé en una biblioteca —contesto, con un ademán.

—¿Qué es eso de biblioteca? —pregunta José con los ojos muy abiertos. Margarita me lanza una mirada cómplice, pues hace tiempo que conoce mi historia.

—Es un sitio donde se guarda todo tipo de información, también hay libros antiguos en papel y bases de datos que no están en la red, especialmente hay información de la vieja red, la de antes de la Aceleración, tenían una cosa que llamaban periódicos que informaba a la gente sobre lo que pasaba en el mundo.

—Ya sabía yo que los manuales de motores tenían que salir de algún sitio… —comenta José—. Lo que daría yo por poder entrar en un sitio así… Tengo tantas preguntas sin responder… —dice con expresión soñadora.

—Por eso sabías leer y escribir antes de llegar a la Resistencia —deduce Miguel, nuestro comandante y enlace con Inteligencia.Es moreno y el único que parece tener un color saludable viviendo en las entrañas de una vieja ciudad, un hombre grande y bonachón hasta que entra en combate. Tiene una mezcla de razas que lo hace atractivo, producto de otros tiempos cuando algunas personas podían moverse por el mundo con cierta facilidad y acababan formando familias con parejas de otras etnias.

Sigo contando sobre la llegada de la Aceleración, de cómo la terapia génica curó todas las enfermedades genéticas; pero el tratamiento era muy caro, solo al alcance de unos pocos. La sociedad protestó, pero se escudaron en que la terapia se haría más y más barata con el tiempo y llegaría pronto para todos. La humanidad estaba acostumbrada a ese discurso y lo aceptó.

Pero ese día jamás llegó, la terapia se quedó solo para unos pocos privilegiados. La mayoría de los políticos eran ricos, o se habían hecho ricos a causa de ello, y no existió acción política a favor de generalizar su uso. A los políticos restantes y a los altos mandos militares los compraron ofreciéndoles la terapia subvencionada.

Inmediatamente la sociedad se dividió en dos castas, los Homo+ y los Imperfectos. Cuando los Imperfectos quisieron reaccionar ya era demasiado tarde, estábamos abandonados a nuestra suerte. Las primeras grandes protestas fueron sofocadas brutalmente y los cabecillas sumariamente ejecutados. Así nació la Resistencia y aquí estamos nosotros.

—La medicina no ha evolucionada nada desde entonces —se lamenta Patricia.

—Las compañías dejaron de investigar enfermedades que solo tenemos los Imperfectos —contesto mecánicamente.

—¿Dónde aprendiste tú, Patricia? —pregunta Margarita.

—Yo era veterinaria —contesta—. Curaba mascotas de los Homo+, hasta el día que una murió en mi mesa de operaciones. Me pegaron una paliza y me degradaron.

—Y tú, Chispas, ¿dónde aprendiste lo que sabes? —pregunta José.

—En las minas de cobre aprendí a usar los explosivos, todo lo demás me lo enseñaron en la Resistencia.

Nos vamos animando y empezamos a contar nuestras historias. No es común que volvamos todos y estamos muy alegres, normalmente cada uno se encierra en su burbuja después de una misión y sufre a su manera. Además hay mucha rotación en las unidades y no todos se conocen en profundidad, algunos prefieren no llegar a conocerse jamás para evitar el sufrimiento de la pérdida, las drogas de combate atenúan estos sentimientos, pero al final siempre afloran algo durante los descansos. Se empieza a hacer tarde, Patricia aparece y nos da pastillas a todos.

—Tomadlas, sin discusión —dice en tono de mando.

—¿Qué son? —pregunta alguien que no me da tiempo a identificar.

—Con esto dormiréis y eliminaréis las trazas de las drogas de combate. Necesitáis parecer normales si queréis disfrutar del permiso.

—Hablando del permiso, ya sabéis las normas: nada de líos, nada de contactar viejos amigos de fuera de la Resistencia; descansad y divertíos pero nada más. ¡¿Entendido?! —grita Miguel con tono que no deja lugar opción a réplicas.

Al día siguiente me despierto con una sensación extraña después de haber dormido muchas horas seguidas y me siento lento y torpe sin las drogas de combate, una sensación de inquietud huidiza no para de taladrarme el cerebro, una impresión molesta de que falta algo, de que te olvidas de algo, resquicio de las drogas. Nos vestimos de civiles, lo que quiere decir, con ropa barata y gastada, y nos reunimos en el comedor.

—Bien, exactamente dentro de tres días quiero veros a todos en la entrada del túnel del metro. Si alguien se retrasa que vaya al refugio 101, entre en contacto con la red de mando y aguarde.

Los que vamos a salir nos despedimos de los que se quedan. Algunos prefieren quedarse. Margarita y yo nos vamos juntos a un piso franco, José y Carmen también se van juntos, los demás se quedan.

Nuevamente Rufo nos guía hasta la salida. Es curioso que el animal sea el único que sepa dónde está la guarida. Ubicada en una zona de túneles tan antiguos que no consta en los mapas, no hay marcadores electrónicos; si nos capturan, ninguno puede llevar al enemigo hasta la guarida; si nos perdemos tenemos que ir a refugios desiertos donde luego nos irán a buscar. No sé quién ideó el procedimiento, pero hasta ahora ningún soldado ha llegado a profanar una guarida. Obviamente alguien en el centro de mando conoce las localizaciones de todas las guaridas, pero el centro de mando es algo casi mítico.

Memorias I:

No hay reglas.

Margarita y Diego me enseñaron muchas cosas desde que nuestros caminos se cruzaron. No seguiría vivo si no fuera por ellos, aunque una de las cosas que en su momento no identifiqué como útil es la que ahora me ha permitido encontrar esta información y compartirla con vosotros. Los Imperfectos estamos sumidos en la ignorancia y nuestro mundo ha retrocedido a décadas antes de la propia Aceleración. Pero las redes siguen allí, lo que nuestros ancestros construyeron continúa oculto y funcionando, los Homo+ monopolizan la información, aunque con la suficiente paciencia y conocimiento es posible encontrar retazos de nuestra propia historia. Llevo buceando en el mar de datos años y casi me he vuelto loco en el intento de separar la información relevante de la inútil o de las fantasías de nuestros antepasados. He pretendido reunir aquí algunos de los acontecimientos que finalmente dieron origen a la Aceleración.

Pero dejadme primero que os explique algunos pormenores: el mundo antiguo era distinto del nuestro en muchas cosas aunque las personas fuesen muy parecidas a nosotros. Para empezar todavía existían los países, no estaba todavía implantado el gobierno central, las empresas competían ferozmente unas con otras y las guerras regionales eran muy frecuentes. Fue una época en la que se pusieron de moda algo que ellos llamaban redes sociales y que consistía en que la gente difundía sus historias, sus fotos y vídeos a todo el mundo, la red virtual de antes de la Aceleración se llenó de personas narrando sus aventuras, desventuras, amores y fracasos, relatando lo mucho que quería a sus hijos o lo malvado que era su jefe. En la contracción tecnológica que sufrimos los Imperfectos después de la Aceleración todo eso desapareció o fue ocultado, pero todavía existen servidores de datos olvidados o discos repletos de información en los desguaces tecnológicos donde nosotros nos abastecemos de piezas para montar la red de la Resistencia. Allí encontré buena parte de la información que he ido atesorando a lo largo de los años y que ahora comparto con vosotros.

Creo que es fundamental saber quiénes somos realmente y para eso es necesario saber cómo ocurrió la Aceleración ocasionando que el mundo fuera dividido en dos castas biológicas. La historia que sigue está recreada por parte del diario personal de alguien que estuvo en contacto con las investigaciones que dieron Origen a los Homo+, es el más antiguo que he encontrado aunque eso no significa mucho.

Definitivamente, hoy no es mi día de suerte. Dos mensajes de correo electrónico en mi cuenta oficial no pueden augurar nada bueno. El primero, es de mi banco informándome que mi cuenta está a cero y recordándome muy educadamente que no soy digno de merecer ni un céntimo de crédito. El segundo, es de la corporación propietaria de mi cubículo avisando que cambiarían las claves de acceso esta tarde por retraso de un día en el pago y que tengo dos horas para desalojar mis exiguas pertenencias o serán confiscadas.

Cuando pensé que nada peor podía pasarme me percaté de que el sistema informático de búsqueda de empleo estaba otra vez caído y que tendría que presentarme físicamente en la oficina. Llevo seis horas en una interminable cola y no ha parado de caer lluvia ácida toda la mañana.

—Vamos amigo, creo que te toca —susurra mi fiel compañero de fila, sacándome de mi sopor y trayéndome de vuelta a la realidad.

—Acerque el brazo al lector de biochips —dice la funcionaria, con cara de haber dormido mal la noche anterior, o puede que ni siquiera haya dormido después de la nueva ley de turnos para funcionarios.

—Buenos días —me atrevo a decirle mientras acerco la muñeca derecha al lector que hace ruiditos compulsivos hasta que finalmente un led brilla en verde y se silencia.

—Buenos días —contesta ella con una sonrisa cansada que cambia su semblante—. Bien especialista en mecánica, conocimientos de informática, veterano de las guerras del agua, idiomas, veamos, esto… maldita máquina —murmura para sí misma.

—En realidad, yo…

—Eso es, recoja su asignación en la impresora número siete. Ha tenido suerte le han concedido un puesto, buena suerte. ¡Siguiente, por favor!

Me levanto pensando que puede que el día haya finalmente mejorado y busco la impresora siete donde varias personas se amontonan a su alrededor esperando que la máquina escupa sus asignaciones. A su lado un guardia de seguridad con aspecto anabolizado observa con desdén mientras los documentos van apareciendo perezosamente en hojas marrones de papel reciclado de mala calidad.

Sí, allí está la mía. No espero que sea un gran trabajo, la oficina jamás consigue buenos puestos pero es eso o ser asignado a realizar tareas de limpieza comunitaria a cambio de una cama en el albergue y dos comidas de mala calidad. La otra posibilidad es terminar en las alcantarillas viviendo con los indigentes y acabar desaparecido si te atrapan Las Falanges de la Convivencia.

La asignación es un galimatías en jerga legal, casi incomprensible, pero después de leer varios parágrafos amenazantes de lo que podría pasar si rechazo el trabajo encuentro de qué va la cosa. Mantenimiento del armamento de seguridad en un complejo biotecnológico. No parece un mal trabajo hasta que veo que está ubicado en una de las islas del archipiélago de Fernando de Noronha y que el traslado hasta allí será descontado de mi sueldo. Tendré que trabajar gratis durante nueve meses de un contrato no prorrogable de un año.

Siguen la lista de acuerdos de confidencialidad, más amenazas de incumplimiento de contrato y en las últimas líneas las instrucciones. Tengo treinta y dos horas para presentarme en el aeropuerto y una posterior amenaza de que si pierdo el vuelo me será aplicada una penalización de demora.

En realidad me sobran horas, todas mis pertenencias están en la mochila que llevo en la espalda y creo que puedo considerarme privilegiado pues las ropas que visto están nuevas y son de mayor calidad que las de la mayoría de las personas que están en la oficina y eso incluyen los uniformes de los agentes de seguridad. Hace décadas empezó una crisis en este país que fue utilizado de excusa para arrebatarnos posesiones, derechos y dignidad con la promesa de que luego las cosas volverían a ser como antes. Desde esos lejanos días los descendientes de los ilusos siguen esperando que los políticos obren el milagro mientras los demás nos dedicamos a intentar sobrevivir sirviendo como mano de obra barata para algún país más rico que el nuestro.

Una parada en la casa de empeños y me despido de mi reloj con lo que consigo lo suficiente para pagar el billete de metro hasta el aeropuerto y las tasas de acceso a la terminal. Una visita a la comisaría del aeropuerto para obtener el pasaporte me deja sin blanca otra vez. Ahora tengo unas veinticinco horas de espera hasta que salga mi vuelo hasta Recife.

Después de tres transbordos, horas de colas en mostradores de aeropuertos de enlace y dos registros corporales completos de seguridad hemos llegado finalmente a nuestro destino. Nos han hecho pasar por una puerta auxiliar y llevado a una sala de seguridad donde han efectuado otro control de seguridad, hecho las mismas preguntas de siempre y rebuscado en nuestras míseras pertenencias. Una vez que se han dado por satisfechos y llegado a la conclusión que ninguno de nosotros portaba una bomba de neutrones alojada en ningún orificio corporal nos han subido a una furgoneta y llevado a una pista auxiliar donde nos aguarda un vetusto avión a hélice donde recorremos los últimos 545 kilómetros en un aparato claramente sobrecargado que huele a fluido hidráulico y gasolina.

—Bienvenidos a Ilha Rata —dice el piloto después de tomar tierra con increíble suavidad en una corta pista de tierra.

Tres personas bajamos del aparato, un chino que no parece hablar ningún idioma distinto al suyo, una rusa con aspecto de no querer hacer amigos y que contesta a todos mis intentos de entablar comunicación con una mirada adusta y algo parecido al gruñido de un oso y yo mismo. Estamos a solo unos pocos grados bajo el ecuador, hace calor sin ser sofocante, el cielo tiene una tonalidad azul distinta a lo que estoy acostumbrado y nos inunda un olor a vegetación que varía entre lo agradable y la materia orgánica en descomposición dependiendo de dónde sople la brisa.

La rusa y el chino parece que ya conocen el lugar y se alejan de la pista en dirección a un complejo de casas, dudo unos minutos y al ver que no aparece nadie me dirijo hacia el edificio más cercano que parece ser las oficinas del aeródromo.

—Buenos días —digo en un mal portugués que aprendí durante un trabajo en la antigua Portugal.

—Llegas tarde —gruñe un tipo gordo detrás del mostrador sin levantar la vista de la tableta que tiene encima de la mesa donde se puede ver una película de una pareja copulando furiosamente como si el mundo se fuera acabar al día siguiente.

—Pero…

—Aquí no se admiten excusas —comenta con rabia, dejando pequeñas gotas de saliva en la pantalla de la tableta.

—Por favor acompáñeme —dice otra voz a mis espaldas.

Es un hombre alto y fuerte, luce una fea cicatriz en la mejilla que le da un aspecto siniestro. No llego a entender por qué no se la ha borrado, en Brasil siempre ha habido grandes cirujanos plásticos. Me lleva hacia una pequeña sala y me hace firmar otra ristra de documentos que son casi copias de los que me dieron en la oficina de empleo. Explica rápidamente dónde están los barracones, la cantina y finalmente se dedica a pormenorizar mis obligaciones recalcando que no poseo ningún derecho y que las faltas graves están penadas con castigo físico según recoge la legislación laboral de mi país de origen, aunque aquí ellos no están de acuerdo con eso.

—Cumple con tu parte y todo irá bien —comenta en un castellano muy aceptable, sonríe por primera vez, me da un apretón de manos capaz de dislocarle la muñeca a cualquiera y se marcha.

Es un mercenario, lo delatan un pequeño tatuaje que lleva en el antebrazo derecho y su forma de moverse, tuve que trabajar con ellos durante las guerras del agua y ciertas cosas nunca se te olvidan.

Durante las siguientes semanas mi trabajo se limita a limpiar y mantener armas y equipos de combate y vigilancia. La isla es un gigantesco complejo tecnológico y cuenta con un contingente de seguridad con capacidad suficiente para invadir algún país pequeño del tercer mundo y cambiar su gobierno. No hay mucha vida social en la cantina, parece que existe una especie de acuerdo tácito de que cada uno se ocupe de sus asuntos. La gente viene, cumple su año de asignación y se marcha a otro lugar, nadie quiere amigos a los que recordar, prefieren ir ligeros de equipaje emocional por la vida.

—¿Te gustaría un ascenso? —pregunta sin preámbulos el mercenario sentándose a mi lado en la cantina durante el breve desayuno.

—Claro. —Antiguamente lo sensato sería preguntar y hasta se podría llegar a negociar algo, actualmente lo mejor es no crear polémica para no acabar con una marca en el expediente.

—Perfecto. Preséntate en la oficina principal cuando acabes el desayuno.

La oficina principal está un poco alejada, de manera que cojo una de las muchas bicicletas que están esparcidas por el complejo y pedaleo tranquilamente aprovechando que hace un mañana no muy calurosa, la brisa trae aromas del mar y de la jungla según avanzo por la estrecha carretera monitorizada por decenas de cámaras hábilmente camufladas, aunque soy capaz de distinguir algunas. El edificio parece un búnker militar, no tiene ventanas y solo posee una entrada con una puerta que parece capaz de resistir a todo el ejército de Atila, elefantes incluidos. Pasar las puertas no es complicado pues se abren con un susurro dejándome pasar, una vez en el vestíbulo dos torretas automáticas con potencia de fuego suficiente para detener una tanqueta blindada me dan la bienvenida sin activar sus láseres de seguimiento y parecen conformarse con montar guardia a una preciosa chica que está sentada en una imponente mesa de cristal.

—Buenos días, coja el ascensor y baje al segundo sótano —dice la muchacha después de consultar la pantalla incorporada en la mesa, parece simpática, pero algo en sus ojos me dice que podría romperme varios ligamentos en pocos segundos y dejarme tirado como un trapo en el suelo. Cuando llevas tiempo con el mantenimiento de armas aprendes a distinguir los tipos peligrosos por tu propio bien.

Bajo al sótano, paso dos controles de seguridad automáticos con puertas de aislamiento de nivel de máximo riesgo y finalmente llego a un despacho donde me atiende un señor bajito, de modales tranquilos.

—Siéntese, por favor —dice en tono amable, aunque sigue revisando la pantalla de una tableta militar que tiene encima de la mesa—. Bien, creo que tiene la formación necesaria y según su informe no es estúpido.

—Pensé que esos informes nunca hablaban bien de uno…

—En efecto, pero no me interesan sus defectos y sí sus conocimientos —contesta levantando la vista y quitándose las gafas.

—Primero tendrá que firmar esto —indica alargándome la tableta y un lápiz electrónico.

Después de firmar más compromisos de confidencialidad explica que en la parte oeste de la isla existen laboratorios que necesitan grado de seguridad máximo, ya que hay empresas que estarían dispuestas a cualquier cosa por hacerse con la información de lo que están desarrollando y que quieren alguien experto en armamento militar para mantener el equipo del destacamento de fuerzas especiales que tiene asignados a su seguridad.

—¿Tienen armamento militar de grado uno en una instalación civil? —pregunto asombrado.

—La instalación así lo requiere —contesta con un ademán como quitándole importancia al hecho de que los tratados restringen el grado uno a fuerzas militares oficiales de solo una docena de países—. ¿Tiene experiencia en combate? —pregunta.

—Siempre he estado en el cuerpo técnico y…

—¿La tienes o no? —insiste.

—En las guerras del agua tuve que luchar cuando las cosas se pusieron feas, no es algo que me guste recordar.

—Bien, el puesto es suyo. Le estoy enviando su asignación al correo electrónico, recoja sus cosas y trasládese de inmediato. Ha sido un placer conocerlo.

Sonríe amigablemente por unos instantes, luego vuelve a colocarse las gafas y sigue trabajando como si ya me hubiera ido.

El correo llega al teléfono móvil antes de que haya salido del edificio y al llegar al barracón para recoger mis cosas un todoterreno ligero está esperando para llevarme al complejo del laboratorio. Son instalaciones subterráneas, el vehículo pasa por varios controles de seguridad y puertas blindadas, hasta que llegamos a un pequeño aparcamiento.

—Te toca andar el resto del camino. Es por allí —murmura el conductor apuntando con desgana hacia la puerta.

—Le esperábamos señor, sea bienvenido, preséntese de inmediato en la enfermería del nivel B3 —dice en tono amigable el soldado que me aguarda en la puerta, está en forma y no tiene los músculos deformados por anabolizantes baratos lo que indica que es un soldado profesional y no un segurata cualquiera.

Una vez en la enfermería me realizan un examen médico muy básico, revisan mi historial, me inyectan algo que hace que me maree y terminan tumbándome en una camilla que huele a desinfectante y suavizante barato.

—No se preocupe soldado es una vacuna contra armas biológicas —murmura el medico examinándome las pupilas—, estará bien en breve, es parte del protocolo.

Durante horas, no consigo pensar en nada, lentamente el malestar empieza a remitir y consigo volver a la normalidad.

—¿El mundo es pequeño, eh? —dice una voz que parece venir de muy lejos aunque creo reconocerla.

Una mujer se sienta en el borde de la camilla mirándome ladeando ligeramente la cabeza, oigo que se ríe bajito mientras trastea con el casco táctico para quitárselo.

—¡Míriam! ¿Qué demonios haces aquí?

—Supongo que podría hacer la misma pregunta, pero la respuesta es que soy tu jefa.

Míriam era operadora durante la campaña del Tajo además de especialista en armamento ligero, servimos juntos y llegamos a ser amigos. Cuando nos desmovilizaron mantuvimos el contacto por la red hasta que desapareció, la busqué por las redes sociales pero al final supuse que ella había preferido sumirse en el anonimato.

Las siguientes semanas son de rutina, revisar armamento, monitorizar protocolos de defensa, aplicar parches de seguridad a las armas inteligentes, inspeccionar los antivirus de los servidores de defensa perimetral. Las cosas parecen ir bien y Míriam y yo volvemos a intimar poco a poco.

La primera noche que decidimos saltarnos las normas y dormir juntos, parece que el mundo ha dejado de ser un sitio hostil con ella acurrucada desnuda a mi lado dormida plácidamente, mientras yo dudo entre sentirme afortunado por haberla vuelto a encontrar o un poco frustrado por haber tardado varios años en hacerlo.

Un sonido sordo, lejano e inquietante me despierta de mis ensoñaciones trayéndome de vuelta al miserable mundo que nos ha tocado vivir. Un apagón general, las alarmas chirriando a todo volumen y las luces de emergencia encendiéndose en la habitación indican que nada bueno está pasando en el complejo.

—Todos a sus puestos de combate, esto no es un simulacro —brama la voz artificial del sistema de defensa, entre dos temblores más fuertes—. Que todo el personal civil se presente en las zonas de exclusión inmediatamente. Se está produciendo una intrusión de nivel uno.

Nos miramos perplejos unos instantes. Luego movidos por el instinto nos abrazamos y posteriormente espoleados por el entrenamiento empezamos a vestirnos a toda prisa.

—Hay que llegar a la sala táctica —dije mientras me calzaba la última bota.