La guerra gaucha - Leopoldo Lugones - E-Book

La guerra gaucha E-Book

Leopoldo Lugones

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Beschreibung

Después de una exhaustiva investigación de campo, Leopoldo Lugones publicó en 1905 "La guerra gaucha", una recopilación de relatos que narran las vicisitudes de los guerrilleros gauchos durante la Guerra de Independencia de Argentina. -

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Leopoldo Lugones

La guerra gaucha

2a. EDICION

Saga

La guerra gaucha

 

Copyright © 1905, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726641936

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

ADVERTENCIA

La primera edición del presente libro, agotada casi de inmediato, veinte años ha, constituye una rareza bibliográfica. Esta segunda, corregida y revisada por su propio autor, quien no ha introducido, sin embargo, ninguna modificación fundamental, equivale, pues, a una primicia que por otra parte abona el creciente interés de su tema histórico. Es cuanto puede afirmar el editor, en punto a mérito intrínseco; pues el autor tiénele vedada toda apreciación concerniente a su mérito personal.

DOS PALABRAS

La Guerra Gaucha no es una historia, aunque sean históricos su concepto y su fondo. Los episodios que la forman, intentan dar una idea, lo más clara posible, de la lucha sostenida por montoneras y republiquetas contra los ejércitos españoles que operaron en el Alto Perú y en Salta desde 1814 á 1818.

Dichos episodios que en el plan de la obra estaban fechados para mayor escrupulosidad de ejecución, corresponderían á la campaña iniciada por La Serna el último de aquellos años y terminada el 5 de mayo del mismo con la evacuación de Salta; pero siendo ellos creados por mí casi en su totalidad, habían menester de esta advertencia.

Por igual causa, el libro carece de fechas, nombres y determinaciones geográficas; pues estando la guerra en cuestión narrada al detalle en nuestras historias, no habría podido adornarse con semejantes circunstancias aquellos episodios sin evidente abuso de ficción.

Quedaba, es cierto, el recurso de la novela y éste fué quizá el primer proyecto; pero dados el material narrativo y el número de los personajes, aquello habría exigido tomos. Entre su conveniencia y la de sus lectores, que tienen ante todo derecho á la concisión, el autor no podía vacilar . . .

Por otra parte, la guerra gaucha fué en verdad anónima como todas las grandes resistencias nacionales; y el mismo número de caudillos cuya mención se ha conservado (pasan de cien) demuestra su carácter. Esta circunstancia imponía doblemente el silencio sobre sus nombres; desde que habría sido injusto elogiar á unos con olvido de los otros, poseyendo todos mérito igual. Ciento y pico de caudillos excedían á no dudarlo el plan de cualquiera narración literaria, para no mencionar la monotonía inherente á su perfecta identidad.

Luego, el hombre de la guerra gaucha, su numen simbólico por decirlo así, es Güemes, á quien está destinado el capítulo final en una sintética glorificación. Él fué realmente el salvador de la independencia en el norte; y la originalidad de su táctica, no puede impedir que se lo considere como uno de los más grandes guerreros de su país. Así su nombre glorioso puede dar á todo aquel heroísmo anónimo la significación apelativa de que carece en particular.

Sólo me resta pedir amparo á la benevolencia del lector para uno que otro nombre indígena, ó neologismo criollo, ó verbo formado por mí á falta de vocablo específico: — accidentes imposibles de evitar dada la naturaleza de este libro. Pocos son desde luego, pues no he creído que su tema nacional fuese obstáculo para tratarlo en castellano y con el estilo más elevado posible, debiendo imputarse toda mengua en tal sentido á la cortedad de mis medios, no á la flaqueza de mi intención.

L. LUGONES.

ESTRENO

Marcharon toda la noche, saliendo al despuntar el día sobre uno de los picos que dominaban el desfiladero donde combatieran poco antes entre la sombra.

Arriba, en el perfil de las rocas, soslayado por el cierzo que vibraba al rape su cáustica titilación, bajo el alba descolorida aunábase el grupo con el monte.

Los cerros almenaban el contorno. Aquel levantamiento de piedras, sin más terreno qué llenar, gibábase en cumbres; y éstas, en un pausado insomnio, a medias se desembozaban de la noche. La misma presencia de la madrugada contribuía á la soledad. Diafanidades de hielo cristalizaban el ambiente. Algunas breñas agujereaban á trechos con sus manchones la uniformidad gris. Y en una de las cumbres, á pico sobre el valle ó más bien grieta que hacheaba el hueso mismo de la montaña, el grupo de jinetes se atería en un estremecimiento de harapos.

Casi todos en mulas, algunos en caballos míseros, resguardadas las piernas por guardamontes de peludo cuero, flojas las riendas, sin mirarse, sin hablarse, esperaban algo.

Los animales trasijados de fatiga, despeados por los pedernales, ensangrentados los encuentros por el monte, empeoraban en lamentable murria. Colgaban sus crines en greñas sobre las agobiadas cervices; en las cambas de los frenos coagulábase con sus babas la herrumbre. Los guardamontes, la carona de cuatro puntas que á la vez batían la paleta y la ijada del animal, el recado y las riendas de cuero crudo, aperaban á éste.

Llevaban los hombres calzoncillo de cordellate hasta la rodilla, chiripá de picote ó tocuyo, camisas andrajosas, sombreros de lana y espuelas de hierro calzadas sobre el desnudo talón.

Unos altos, delgados hasta la enjutez, tenebrosamente cabelludos y barbudos; otros retacones, lampiños, como vientres de tinaja los semblantes; prieta ó cobriza la color de todos. Bajo sus girones resaltaba una pujante topografía de pechos y de biceps. Carne morena curtida á esfuerzo y á sol y relevada como á martillo. Sus ojos de carbón malvelaban preocupaciones taciturnas. Sobre sus espaldas, el pelo trenzado culebreaba con aspereza silvestre, sin una ceniza de tiempo entre sus hebras.

Las cabalgaduras vaheaban en la nitidez glacial el calor de sus bofes. Asombraba que bestias tan ruines sufrieran semejantes cargas de miembros; pero lo podían y aun dormitaban algunas encogiendo un jarrete. Hombre y bestia amalgamábanse en la mutua afición sin el estorbo de una idea. Nada más que una cosa quería el jinete: correr. Nada más que una cosa sabía el caballo: correr. Y de este modo el caballo constituía el pensamiento de su jinete.

Aquellos hombres se rebelaban despertados por el antagonismo entre su condición servil y el individualismo á que los inducían la soledad, el caso de bastarse para todo que ésta implicaba y el trabajo reducido á empresas ecuestres. El silencio de los campos se les apegaba, y así sus diálogos no excedían de dos frases: pregunta y respuesta. Sus conversaciones limitábanse á algún relato que los oyentes apoyaban con ternos. En las ocasiones graves, departían meditando en alta voz. Si discrepaban, el choque de los juramentos antecedía brevemente al de los puñales. Y sólo borrachos reían.

En dos clases de montoneras organizólos su caudillo al invadir el godo. Unos formaron las partidas volantes que escaramuceaban á la continua: voluntarios, prófugos, desertores de los ejércitos regulares. Otros guarnecían sus aldeas en grupos locales, reuniéndose cuando el enemigo se introducía en sus jurisdicciones. Promulgaban en tal caso la convocatoria; reconcentraban sus ganados en las espesuras; disponían sus trojes en las copas de los árboles. Con tropilla ó caballo de tiro concurrían á los puntos designados y batallaban su parte. Los que sólo tenían caballo de non, efectuábanlo en éste. Los más pobres tragábanse á pie las leguas. Pasado el trance, restituíase á su pegujal cada uno, pastoreando y cultivando otra vez como honrados labriegos.

Así, los humos de las rancherías y los incendios que por la noche bordaban con hilo de oro las sierras; los caminantes que rumiando su coca arreaban recuas de jumentos y los labradores que desvolvían sus rastrojos; el silencio en inminencia de emboscada, la población tanto como el desierto, hostilizaban de consuno al español.

Los de las partidas volantes se asalariaban por el saqueo, consideraban a rebaños y tropillas como orejanos de la patria y aliciente de la guerra. Comían poco así, mas comían ajeno y esto les placía. Pesado á bala y medido á puñal lo saboreaban mejor. Detestaban al rey como á un patrón engreído y cargoso en la persona de sus alcaldes, bajo la especie de sus gabelas; persuadiéndolos más que un principio un instinto de libertad definido por las penurias soportadas. Hambrunas, ojerizas contra la piel blanca tan susceptible de mancharse por lo mismo; añoranzas del aborigen, asperezas de la desnudez — todo eso acumulado, enfervorizaba su sangre. Carnívoros feroces, abusaban del ají en sus comidas; y la llama de la especia añadía su calor al de ese entusiasmo cuyo torrente se alborotaba en el cauce de sus venas. Hacha en mano desmontaban encharcando el piso de sudor. Pialando, daban contra el suelo á una yegua disparada, firmes cual monolitos en la crispación equilibre de su musculatura. Por juego retenían del corvejón a una mula, como a una cabra. Capaban sus toros chúcaros tumbándolos por los cuernos á medio campo. Acosaban al potro en doma, rasguñándole los sobacos en el peor momento con la espuela, y tendiéndolo de un rebencazo si se fatigaban. Hartos de vagar por esas cumbres en satisfacción andariega, amaban con todos sus tuétanos. Cuando no, bebían. No realizaban por cierto un ideal de hombre sino un tipo de varón.

El grupo aquél tenía armas. Fusiles que recortaron sumergiéndolos en el agua después de caldeados hasta medio cañón, suplían de tercerolas montados en urgentes escalabornes. Pertrechábanse también con chuzas de punta ferrada ó simplemente endurecida al fuego. Algunos cargaban boleadoras. Todos facones y lazos. Industria tosca, pero eficaz.

Entre las armas y los sombreros figuraban dos morriones y un sable. El hombre que lo esgrimía calzaba botas, lo cual era otra singularidad. Cierto aire bélico lo particularizaba; algo indefinible, pero definitivo, El arqueo peculiar de su bigote, su manera de combar el pecho. Después otros indicios. En el brazo derecho, adheridos á sus andrajos, ostentaba una jineta y un escudo blanco y azul en el que se leía Tupiza. Bajo el otro morrión tiritaban girones de chaqueta prendidos con seis botones de ordenanza. Aquel grupo, ó mejor aún gavilla, parapetábase en el peñasco, arrecido por la intemperie. La bruma de la madrugada desvanecíase en las alturas; sus desgarrones develaban nuevas cumbres. Por un claro de horizonte entró en escena un cerro nevado.

— Muerde el aire!

La voz que esto decía, sonó extrañamente en aquella mar de silencio. Un chifle taraceado en colores pasó de mano en mano. Aparecieron las tabaqueras, y minutos después fumaban los ginetes doblada una pierna sobre el arzón. Esto los alegró al parecer, pues varias sonrisas apaciguaron el erizamiento de algunas barbas. Platicaron. El hombre de la chaqueta narraba. Desde muy adentro en el Alto Perú, hervían las montoneras. Todo andaba mal, sin embargo. Derrotas tras derrotas. Pero ya palparían la realidad los maturrangos así que se resolvieran un poco más. Los otros recapacitaban. Verdad. Desde el año catorce con Pezuela, el godo impertérrito tramaba invasión sobre invasión, y bien que rechazado siempre, no escarmentaba nunca. La montonera pugnaba también y el conflicto más y más se empedernía. Aquella invasión anunciábase con tropa selecta, un virrey nuevo, jefes de mi flor; mas, dividida en destacamentos, á la busca de las vituallas que secuestró desde el principio la montonera, poco ofendía.

Ésta no gozaba por su parte de un estado mejor. Hasta los Dragones Infernales disolvíanse deshechos. Dos de sus soldados, esos de los morriones, llegaron la víspera en un burro propalando el desastre. Pero la guerra seguía, y la trabajaban bien, á talonazos en el ijar de los brutos, á lanzadas en el enemigo. De pronto faltaban los recursos. Las tercerolas transformábanse en garrotes, los chuzos en leña . . .

Percibiendo una palabra más distinta, el sargento se volvió en ese instante; preguntó algo, la distancia, el rumbo, con un acento que apenaba. No le contestaron, y él, soliviando resignadamente los hombros, se recluyó otra vez en su silencio.

 

En desfilada, con la vibración de un birimbao gigantesco, cuatro, seis, diez cóndores cruzaron casi rozándolos. Describieron un vasto círculo, vinieron otra vez en una brusca conversión de diagonales. Un gaucho se refocilaba, arrollándose la camisa para que ventearan su costillar baleado. Algo les interesaba en el boquete lleno aún de brumas. Nada se veía en él, pero ya el sol, como una oblea carmesí, nacía entre nieblas de índigo. De oro y rosa bicromábanse los cerros de occidente. Flotaba un olor de aurora en el aire. Sobre la escueta cima de la loma frontera, un buey que la refracción desmesuraba, se ponía azul entre el vaho matinal. Por un momento, los escarchados ramajes parecieron entorcharse de vidrio. Al fondo, la cordillera overeaba como un cuero vacuno, manchada de ventisqueros. Algún mogote que decoraron como de un muelle encaje efímeras nieves, eslabonaba aquella enormidad con la inmediata serranía. Allá cerca, la masa arrugándose en plegaduras de acordeón, suavizaba su intensidad cerúlea; y el matiz tornábase violeta ligeramente enturbiado por un sudor de cinc. El macizo oleaje de roca apilaba en una eternidad estéril sus bloques colosos. Muy lejos, en alguna umbría, un tordo cantaba. Está rezando, decían los hombres. Algunos se persignaron en silencio.

Bruscamente, los animales enderezaron las orejas. Un jinete repechaba el faldeo que los patriotas escalaron de noche a tientas. Su cabalgadura apezuñaba con estrépito. Las tercerolas se prepararon. Pero casi al instante, el busto de un hombre y la cabeza de un caballo surgieron del cardonal que cerraba la senda, y aquél imprecó:

—Sargento!

Retrepándose en su montura, la mano en la visera, el dragón titubeaba. Sus hombres, sonrojados por el sinsabor de la derrota, agachábanse desconfiando. El capitán! Cómo soportarían el trepe que les echara! Cómo lo moderarían sin abochornarse!

A un tiempo jefe y patriarca de sus gauchos, lo idolatraban éstos. Nunca mandaba directamente; imbuía más bien su coraje:

—Si no vamos, creerán que es de miedo . . .

En las ocasiones solemnes:

—Vaya! . . . ya están con miedo; pero ellos tienen más.

Y la partida lo enmendaba con un prodigio.

Bien montado comunmente, guiaba al fuego en una yegua manca, y acometía.

— Si no compiten, decía al partir, los boto por maturrangos.

Todos se portaban jinetes.

Presentíanlo adivino. Sus caballos le anticipaban secretos de guerra. Y como bravo . . . ¡el más de todos!

Cierta vez le vaciaron las tripas. Las recogió, enjuagándolas en agua tibia para que el sebo no se le enfriase; las metió dentro. Una vieja le cosió la herida, y él, en tanto, braveaba á rugidos un patético yaraví.

Hombre de familia, muy mesurado de pensamiento y obra, trocábase fácilmente en fantaseador de imposibles. El combate lo apasionaba, sin conmover, no obstante, su reposo. Araba el peligro en amelgas tan profundas, que á cada refriega remachábanle de nuevo los abismales del lanzón. Su táctica apechugaba siempre en línea recta. Designaba al enemigo con expresiones indeterminadas: allá, eso. Muy sujeto de velar tres noches al lado de un herido, preconizaba entre sus soldados locuras heroicas. Cuando alguno sucumbía en el lance, enfurecíase con él, le culpaba todo. Después resarcía á la viuda con algún ganado, apadrinaba á los huérfanos. Si alguien aplaudía su acción, lo arrestaba por entrometido.

Respondíanle todos los cuatreros del pago, pues á cada cual le apañaba una trapacería. Regimentó aquella turba gregal á sus expensas, sin espulgarle mucho el doblez. Con tal que prometieran la catadura y el despejo, se toleraba de postulante al mismo diablo. Y si resultaba un poco forajido ¡de perlas! Si perpetró homicidio en duelo leal, pertenecíale impune. Ya alistado, tanteábalo en persona con una camorrita, y según las agallas del prójimo confirmaba la admisión.

Como se le extraviase cierto día una virola de las aciones, paseó sin chistar durante un rato frente á la partida, arredrándola con inquisidora esquivez. De repente acogotó á uno, lo estaqueó acto continuo sentenciándolo “por bárbaro”. Ejecutada la pena, le regaló la otra virola y el insurrecto confesó su delito. A los tres días desertaba. Entonces el jefe se condenó á sí mismo, “por bárbaro” otra vez.

Temían más sus sobarbadas que un cañonazo en el vientre. ¡Pobre del chapetón aprisionado en día de viento norte! Quinientos, mil azotes le educaban el genio para empezar; que emborrachándose el jefe, prefería degüello. En tales ocasiones se encelaba. Su mujer huía á campo traviesa, sin tiempo más que para arrebozarse en una sábana, encomendándose al capataz. Pacificaba éste al caudillo, acostándolo en su propia cama, con súplicas y mimos; y al día sigiuente, aunque emperrado todavia por no recular, concedía lo que le pidiesen.

Halagábanlo, sobre todo, con proezas, cuanto más fantásticas mejor; y él las retribuía como un presente con francachelas rumbosas. Conocíanle por única debilidad el amor. Pero no le hipotecaba, eso no, sus bastardos al destino. Distribuía á cada uno su plantel de terneros y su rancho decente. Aliviaba á toda la parentela. Luego ¿qué firmeza le resistía? ¡Si fascinaba á la más ducha con sólo requebrarla! Si la más altanera se le encariñaba como una palomita, al domesticarla en ardorosa premura el magnetismo de su enlabio! Por eso envidó siempre á quiero seguro en el juego del amor.

Allá sobre la cumbre, ya desmontado, abrazaba al grupo en el centelleo de sus ojos. Propendía sin duda á un desagrado; mas, como notara la ausencia de un hombre, encaró al sargento, y las cejas se le subieron por la frente, interrogando.

Moviéronse apenas los labios de aquél en un estupor de angustia. Los rocines derrengados, la escuálida tropa, pregonaban el contraste; y escarnecido por su evidencia, afligíalo la luz como un rubor.

La soledad amplificaba rumores. Un relincho saludó el despertar de las lejanas dehesas. Jefe y sargento aproximáronse silenciosos al desfiladero en cuyo fondo negreaban los cóndores. A poco trecho, aquél señaló un cadáver; y más allá un trozo de lanza con su banderola. La montonera discutía más lejos, refunfuñando.

El subalterno, arrimándose un poco, exponía el percance en secreto, como avergonzado de oirse.

. . .Obscuridad . . . Sorpresa . . . Noche . . .

. . . Encovó á los godos en la encrucijada . . . Setenta más ó menos . . . No los embistió, porque llevaban infantería . . . No se usaba . . . Operó mal con la noche . . . Una descarga . . . Otra en respuesta . . . Y cada grupo se desbandó por su lado . . .

Él pujó sólo. Trucidó algo de un mandoble . . .

La narración se encadenaba.

. . .Mucho trabajó para no rezagar la gente. Esforzóse toda la noche en esto, y despistado, calló por no deprimirse ante sus hombres. El resto lo presumía. Dios lo asistiese . . . y que lo fusilaran.

El capitán difería con malos modos.

¡Lindo espectáculo ante la vanguardia chapetona! Ya lo supuso cuando se retardaron la víspera, rastreándolos, en consecuencia, desde el amanecer. De sus gauchos, bisoños al fin, no le extrañaba. Pero de ese sargentón! . . . Pucha con los célebres Infernales!

Y á su vez, como quien derrumbaba bloques en frívola catástrofe, aludía con los nombres heroicos: Tupiza, Las Piedras, Tucumán, Salta, Potosí, Vilcapugio, Ayohuma, Venta y Media, Yaví . . .

Las pupilas del sargento achicáronse en chispas. Esos nombres componían su historia, sus ocho años de pelea. Cada uno le dolía en una parte, pues si no lo condecoraron por algunos, en todos lo hirieron. Y he aquí que la adversidad de un fracaso obscuro defraudaba semejante grandeza.

El capitán nada entendía. Las libaciones del chifle que le ofrecieron cuando llegó, amoscábanlo torvamente. Su escarpado rostro se obscurecía. El chambergo, el poncho de vicuña tapándolo hasta las botas, sólo descubrían un matorral de barbas, y entre ellas los ojos amarillos, la nariz ensanchada como un rastro de león, la pulpa cárdena de los labios. Amonestaba golpeándose la bota con el rebenque; y á cada tranco, la cumbre disminuía entre sus espuelas.

Detúvose por fin, impartiendo una orden que refrenó los murmullos con un laconismo de cintarazo. Su dedo indicaba la banderola en el plan del derrumbadero. Los de la partida, arrimándose, comentaban:

— Es un pedazo de lanza.

— Cortada de un hachazo.

Las miradas se dirigieron al sable del dragón.

— Qué tajo!

Mientras, éste afianzado en el arma, iniciaba su descenso por el talud. Cierta solemnidad trágica subyugó las cabezas como un viento. Preveían la cosa. El caudillo lanzaba su hombre á la muerte por esa rampa de vértigos y pedrones.

Casi vertical, no afrontaría sus llambrias gigantescas. Alguien reflexionó en voz alta que, sin descalzarse, resbalaría tal vez . . .

El dragón, rehuyendo toda charla, levantó una pierna. Amarilleó por debajo el pie desnudo, sin rastro de suelas. La ordenanza exigía botas, y como lo exigía . . .

Nadie se sorprendió, pues ese pie valía un argumento en las circunstancias.

El sargento descendía.

Cada paso duplicaba un riesgo de muerte. Desprendíanse grandes rocas, rodando con rebotes inmensos al fondo de la quebrada. Aguzado el ojo por la ansiedad, detallaban con precisión anómala los accidentes del terreno bajo las plantas del caminante.

Piedras crispidas de lunares multicolores ó bañadas de gris ferruginoso; farallones tremendos; riñonadas de cuarzo. Las yaretas hinchándose en verrugones de musgo amarillento, lubricaban traidoramente su cojín. Cardones salteados con esbeltez guerrera, flanqueban el declive en una dispersión de asalto.

El imponente peregrino arrostraba los riesgos, empinado su morrión y sable en mano. Ese matorral, aquel tronco, salváronlo de inminentes tabaladas. Un airecillo de puna retozó peligroso, punzando jaquecas y nauseando mareos. Supremas anhelaciones enervaban al militar. De cuando en cuando, torcido por violenta apoyatura, llameaba un lampo en el sable. Manos y piernas se crispaban entonces . . .

Un chispeo de mica espolvoreaba las peñas. Profundos follajes, en conos de choza ó en platitud de acamados céspedes, escondían precipicios bajo sus felpas. Un molle, un aromo de anaranjadas motas, cubrían por momentos al dragón.

Arriba, apretados sobre la cornisa del abismo, los montoneros, respirando apenas, enmudecían. El jefe secó en dos gorgoritos las escurriduras del chifle. Cuánto duraría eso! Un siglo y un minuto equivalían.

El sargento bajaba siempre.

A trechos dudaba un poco, enjugándose la frente con el puño. La partida resollaba entonces, enormemente. Vaciló una vez, y bajo el titubeo de sus pantorrillas cerro y corazones se bambolearon. Un esguince lo equilibró.

Descendía siempre. A reculones ahora, pues el dolor le ceñía los tobillos. Adivinábase crujidos, calambres bárbaros en la armazón de aquellas vértebras.

Recuperóse un momento después, blandió el acero y fué á alcanzar con las últimas zancadas el fondo del precipicio, cuando el pie le falló. Claudicó un instante aún, y tropezando definitivamente saltó al abismo.

Chocando contra árboles y peñas, su cuerpo desataba enormes argayos, zangoloteábase en golpes horribles. De pronto, una rama lo encajó. Revolvióse un momento con manos y piernas como un insecto panza arriba; mas las piedras que consigo deleznaba, forzaron, descargándosele encima, aquel conato de resistencia . . .

Un rumoreo excitó sordamente el grupo.

— Silencio!

Las cabezas se inclinaron.

Desligándose penosamente del alud que lo trituraba, el demolido reo se incorporó sobre los codos. Demoró un momento como ratificándose; procuró salvar después el trecho que mediaba entre él y la banderola. Una sobredillo lanzaba su hombre á la muerte por esa rampa de vértigos y pedrones.

Casi vertical, no afrontaría sus llambrias gigantescas. Alguien reflexionó en voz alta que, sin descalzarse, resbalaría tal vez . . .

El dragón, rehuyendo toda charla, levantó una pierna. Amarilleó por debajo el pie desnudo, sin rastro de suelas. La ordenanza exigía botas, y como lo exigía . . .

Nadie se sorprendió, pues ese pie valía un argumento en las circunstancias.

El sargento descendía.

Cada paso duplicaba un riesgo de muerte. Desprendíanse grandes rocas, rodando con rebotes inmensos al fondo de la quebrada. Aguzado el ojo por la ansiedad, detallaban con precisión anómala los accidentes del terreno bajo las plantas del caminante.

Piedras crispidas de lunares multicolores ó bañadas de gris ferruginoso; farallones tremendos; riñonadas de cuarzo. Las yaretas hinchándose en verrugones de musgo amarillento, lubricaban traidoramente su cojín. Cardones salteados con esbeltez guerrera, flanqueban el declive en una dispersión de asalto.

El imponente peregrino arrostraba los riesgos, empinado su morrión y sable en mano. Ese matorral, aquel tronco, salváronlo de inminentes tabaladas. Un airecillo de puna retozó peligroso, punzando jaquecas y nauseando mareos. Supremas anhelaciones enervaban al militar. De cuando en cuando, torcido por violenta apoyatura, llameaba un lampo en el sable. Manos y piernas se crispaban entonces . . .

Un chispeo de mica espolvoreaba las peñas. Profundos follajes, en conos de choza ó en platitud de acamados céspedes, escondían precipicios bajo sus felpas. Un molle, un aromo de anaranjadas motas, cubrían por momentos al dragón.

Arriba, apretados sobre la cornisa del abismo, los montoneros, respirando apenas, enmudecían. El jefe secó en dos gorgoritos las escurriduras del chifle. Cuánto duraría eso! Un siglo y un minuto equivalían.

El sargento bajaba siempre.

A trechos dudaba un poco, enjugándose la frente con el puño. La partida resollaba entonces, enormemente. Vaciló una vez, y bajo el titubeo de sus pantorrillas cerro y corazones se bambolearon. Un esguince lo equilibró.

Descendía siempre. A reculones ahora, pues el dolor le ceñía los tobillos. Adivinábase crujidos, calambres bárbaros en la armazón de aquellas vértebras.

Recuperóse un momento después, blandió el acero y fué á alcanzar con las últimas zancadas el fondo del precipicio, cuando el pie le falló. Claudicó un instante aún, y tropezando definitivamente saltó al abismo.

Chocando contra árboles y peñas, su cuerpo desataba enormes argayos, zangoloteábase en golpes horribles. De pronto, una rama lo encajó. Revolvióse un momento con manos y piernas como un insecto panza arriba; mas las piedras que consigo deleznaba, forzaron, descargándosele encima, aquel conato de resistencia . . .

Un rumoreo excitó sordamente el grupo.

— Silencio!

Las cabezas se inclinaron.

Desligándose penosamente del alud que lo trituraba, el demolido reo se incorporó sobre los codos. Demoró un momento como ratificándose; procuró salvar después el trecho que mediaba entre él y la banderola. Una sobrehumana decisión prestábale, ánimo para intentar semejante esfuerzo. Reparaban desde arriba, bien que vagamente, sus piernas quebradas, su cuerpo estrujado como un odre, las desgarraduras atroces que lo lastimaban. Sobresalía bien visible una costilla rota por debajo de la chaqueta. Ni se indignaban ni compadecían, tanto estupor les causaba aquello, tanto dominio ejercía sobre su voluntad el temido jefe.

Por fin, dislocándose en contorsiones, siempre á la rastra con sus piernas, sobre los codos que sangraban sin duda hasta el hueso, el hombre no distaba ya más que un paso de su presa. Un silbido de viento atravesó el grupo. Crujieron distintamente las tascadas coscojas. La banderola palpitaba allá abajo sobre el verdegal como un ala de mariposa.

Cuando el herido la aseguró en sus manos, irguió el busto ante la partida que lo observaba, empavesado de arambeles, tan pálido que lo advertían á pesar de la altura.

Pero mientras sacudía el trofeo, un gesto de victoria lo transfiguró. Vieron en su boca el grito que hasta ellos no ascendía, sintiéronlo en el corazón, y en un eco de sollozante clarinada se lo devolvieron:

¡VIVA LA PATRIA!

Y el capitán con el pecho como una fogata de alcohol, transportado por el alma que irrumpía en ese grito; fatal de entusiasmo, tremendo de justicia, devorando en su crueldad un frenesí de remordimiento y de orgullo, atrajo uno de los hombres al azar, estrechólo entre sus brazos, y sobre aquellas crines épicas, ante el pueblo de montes, en presencia del sol — lloró de gloria.

ALERTA

El aguacero amenazaba del norte. Una nube empequeñecía el firmamento, borraba las línas del paisaje — arboledas, cumbres — en su esfumación. Ladeaba al Poniente obscuro el sol ya cubierto. Un perfume de humedad serenaba el aire. Tufaradas de calor agravaban con pesadez de asfixia el meditabundo decaimiento de las hojas. Abrumaban el cénit membranosas telarañas sobre las cuales el nubarrón desbordábase como un derrumbe de arena. Al opuesto lado el cielo se profundizaba en una acuosa claridad. Desde allá oreaba a intervalos una brisa perezosa entre murmullos de follaje.

La tormenta rezongaba y sus rezongos rebullían brutalmente atragantándose en retumbos. Una vanguardia de nubarrones ocupaba a gran paso las alturas. El ambiente afoscábase más y más en una cálida modorra, adhiriéndose con tibiezas de sudor, mientras a lo lejos, por la falda de la serranía, rasaban cirros semejando despavoridas aves.

El gris de la siesta lividecía. Al agotado jagüel acudían con azorado trote algunos bueyes, escarbaban el polvo, mugían presintiendo el chaparrón. En la arboleda cantaban las chuñas como riendo a la loquesca.

La borrasca crecía asumiendo una tétrica solemnidad. Ya no quedaba en el sur invadido sino una faja celeste. El toldo de la tempestad se imbricaba denunciando granizo; el cielo descendía en masa sobre las cumbres cual un golfo de algodón, y aquellos vapores disolvían en impermeable obscuridad el horizonte. De tal tiniebla, barcinada por cuprosos jaspes, desprendióse un copo blanco análogo al humo de una reventazón. Ahora ya no había cielo: sólo masas informes de luz siniestra y de obscuridad, confusamente rodadas sobre los campos. Rumores inmensos llenaban el ámbito de la tormenta. Transcurrió un instante de quietud. Todavía silbaron en las cañadas algunas perdices. Emigraron en la punta del viento que se iniciaba desordenando nubes, bandadas de pájaros.

La obscuridad del fondo se ahumó, adquiriendo un tono leonado; abrióse ya muy cercana y sobrevino una palidez verdosa que absorbió la perspectiva. Un trazo de llama caligrafió enérgicamente la nube, detonando poco después a la distancia como el barquinazo de una carreta colosal.

Ralas gotas aplastáronse en el suelo con golpe mate, como pesetas. El aguacero ocultaba ya las circunstantes lomas. Una larga bruma se desgreñó en el cielo; soplos de huracán bascularon la selva; las frondas más altas esbozaron gigantescos saludos. Nuevos relámpagos encendieron sus flámulas. Las gotas trotaron con mayor presura. El rumor del chubasco se alzaba a rugido, y por instantes, sobre ese borborigmo de caldera, precipitánbanse a la brusca desmesuradas carambolas. Agujereando los ramajes, el viento se atornillaba en expansión ciclónica, barrenaba los árboles entre resoplidos de órgano. El vientre de la tempestad ensangrentábase de tajos. Una trama de noche y agua diluvial envolvía el comienzo de la refriega.

Al definirse aquellos preludios, la dueña de un ranchito edificado a la vera del monte, una vieja embozada en burda pañoleta, apareció llevando un trozo de mate con ceniza que volcó en cruz sobre el patio para conjurar la granizada. Gritó luego alguna cosa, un nombre cuyo final se aflautó en la ventisca, y poco después brotó de los matorrales la cabeza cetrina de un niño.

Contaría éste unos cinco años. Su melenita tusada en cerquillo le cimbraba sobre las cejas. Cariampollado y un tanto prógnata, este rasgo lo asemejaba vagamente a un lebrato, y sus ojillos negreaban como granos de piquillín. Traía arañadas las piernas, encostradas las manos, pues al llamarlo su abuela, encontrábase junto al arroyo, moldeando en la arena húmeda un hornito sobre su pie.

El viento se colaba por su camisa cuya falda pendía fuera del calzón atado en bandolera. Entró a la cabaña con la mujer, cuando el granizo lapidaba ya con fuerza. La acantaleada quincha rezumaba adentro en largas goteras, trepidando con temeroso rumor bajo aquel crústico bombardeo. Por suerte, el vendaval refiloneaba apenas la casucha con su potente verberación.

Al fondo del desmantelado interior colgaban madejas de hilos charros. Por una esquina, un tiesto despedía nauseabunda exhalación de orines en que legiviaban añil; y en el tirante envejecían amanojadas raíces junto a una balanza de mates.

Frente a la puerta, sentados en sus monturas, seis hombres consultaban sobre el aguacero. Eran seis chapetones que llegaron ese día, indagando por los insurgentes y sus vacas a la vieja cuyo marido encabezaba una partida. Naturalmente, se dieron contra la pared de asombro vago con que el ademán de la mujer les cerró el horizonte en respuesta. Ignoraba todo. Aquel vecindario acataba a la autoridad, contentándose con poco en punto a gobierno.

Su rostro se desvaía con la impasibilidad de un mueble. Mentía a buen seguro; pero su facha astrosa no autorizaba ni un latigazo. Les espetó una retahila de embelecos.

Qué rebeldes iba a denunciar por esos pagos! . . . Allá no se comunicaban con ninguno. Toda gente de paz, dedicada a lo que le concernía, trabajando cada cual como Dios manda. Ella, velay, tejía frazadas, ponchos, consistiendo en esto su industria. Hasta les tapizó por delante el suelo con una alfombra bilicia que probaba su habilidad.

Moraba con su nieto, sola en su viudez. Y no por jactarse, pero escasamente la superarían en punto a urdimbres y lanzaderas. Estribaba en el discurso, no más . . .

Adoptando la posición, en cuclillas junto al telar construído sobre cuatro estacas a dos palmos del suelo, explicó. Casualmente labraba una caronilla eutonces. De un empuje á la cárcola, alzó las dos hileras de lizos y aparejó la lanzadera. Un golpe de pala, después, para apelmazar los hilos . . .

Los soldados invectivaban categóricos; pero ella se evadía por entre sus preguntas, y arrollando cursivamente una de sus mechas, bizqueaba.

A una pobre tejedora como ella qué, le reconvenían!

Vacas! . . . De dónde con semejante guerra! Que no los convencía su desnudez y su abandono?

Y tras acatarrarse de súbito para mayor grima, refugiábase trapaleando en su monserga.

Esa caronilla que un vecino le encargó, salvábala ahora. Cinco reales en un paro de tres meses! A peine también urdía algunas prendas; pero la amilanaba ya el trabajo, los costos para recoger sus colores raigales: en las punas el socondo que tiñe de colorado, la tola que da el amarillo. Por las pencas durante días enteros en busca de grana . . . Y lo que es plata, ni pizca. Cambalacheaba sus obras por maíz, a dos almudes cada colcha. Si permitían, los obsequiaba con algún trabajito . . .

— . . . Viva el Rey! rugió uno de los godos enfadado por aquella cháchara. Esos rebeldes! Qué sabandijas! Negaban sus ovejas, alegando supersticiones estúpidas. Que si vendían una, mermaba el rebaño . . . Igual cuando no conciliaban todas las reglas al sacrificarla; pues la habían de voltear mirando al naciente, recoger su último aliento en la escarcela de la coca, no carnear sino a la puesta del sol . . .

Mas ya bastaba de pretextos. El bosque plagado de montoneras amagaba también con el hambre; y para colmo, la avilantez de esa pelarruecas los engañaba sin escrúpulos. Cuando bien que oyeron balar ahí cerca al comenzar la borrasca. Perra de bruja! Al infierno con sus estropajos y coloretes!

Brilló un sable sobre la tela, zumbó el altibajo, y una lluvia de hilos rojos como chorritos de sangre cubrió el rostro de la vieja. En ese momento empezó el chubasco.

La manga de granizo resolvíase en aguacero. Sobre los árboles golosos de frescura eléctrica, las rachas pulverizaban el chaparrón, tan denso por instantes, que el día rayado de agua se tupía profundamente. Chales de lluvia azotábanse sobre la fronda; flameaban los relámpagos, y los truenos entreveraban gigantescamente sus monólogos.

La nube de la piedra, cuyo es el mugido, cedía el campo a la de lluvia, que habla. Y ésta, en una ampulosidad de vocales, rotaba trajines de catapulta, rebotando avalanchas contra pórticos de bronce. Retiñían después trallas crepitantes, cascaduras de matraca que el cielo repercutía como una azotea; deslumbrantes hachazos partían trozos de bosque; embrollábanse disparadas de tráfagos en la altura, nudos de ruido enorme; cataratas de estrépitos.

La mujer entendía en un transporte esa conmoción de las paridas nubes; y a su influjo abejeaban en su cerebro las ideas, murmurando como en un bosque la hojarasca. Con palabras combatientes traducían los rumores del temporal.

Viva la Patria! decía aquel tartamudeo de colosos; y en vítores prorrumpían las quebradas llenas de turbión, las bolsas de huracán que reventaban sobre los árboles. La guerra, despeñándose de las alturas, encrespaba furiosamente la barba de Dios en raudal de espumosos ríos; frotaba triscas sonoras en rotación de artillerías supremas, y mezclando remembranzas de la mitología regional con ese fragor de las procelas superiores, advocaba a la antigua madre de los cerros, la Pacha Mama, el destino de las pandillas cuyos fierros cercaban el país.

Y la mujer robustecía hasta la certidumbre aquellas interpretaciones; y en su espíritu desfilaban los años unos tras otros cual los árboles de una perspectiva fugaz — cien años . . . doscientos . . . trescientos — reavivando enconos de dominación, aguantes de servidumbre e inminencias de desquite.

Los antepasados de cobre protestaban en su desmirriado linaje. No se los comprendía del todo, porque, en vez de clamar, tronaban; pero embravecíalos, sí, un estridor de cólera, un encargo de venganza contra esos sayones del rey que deshacían los telares con sus manazas brutas . . .

La vieja entrecerró los ojos; pegósele al galillo una herrumbre de llanto, y como en ese instante recordara al niño, ilógica pena la estranguló en sollozos.

El chico, recelándose de los hombres, se acurrucaba tras la puerta con montaraz inquina, aunque embargado de admiración por las armas. Cejijuntando, imitaba sin advertirlo la expresión de aquéllos. Su fiereza de cachorro precoz, curtido en los pastoreos de la puna y ya jinete, se descogía ante los soldados.

Ajustó a su cintura las boleadoras de cuartillas de oveja; improvisó una escopeta con la guía de los lizos — una caña rajada en su extremidad y bifurcada por un travesaño que, al apretar aquélla, se disparaba; y envolviendo su honda en la nuca, simuló galopes sobre un cráneo de buey. Los hombres juraron sordo, desplaciéndoles la jugarreta del muchacho. Entonces éste, para travesear con más cautela, imitó a los pájaros cuando galanteaban, cuando anidaban, cuando caían en sus lazos, mientras el resto de la bandada, en brusco remonte, surcaba el aire como una bandera de pluma. Desnichador famoso, copiaba sus rasgos a maravilla. Poco a poco, garlando, concertó actitudes: las avizoras mímicas del loro, las enfáticas venias de la torcaz, los flébiles arrullos de la tórtola compunjida. Se pomponeó a pasitos de coqueta como la calandria y a trancos de agrimensor como el flamenco. Mas pronto, fatigado de la pantomima, tornó a su sitio.

Escampaba. El arroyo deglutía gorgoriteando, y sonoro como un derrumbe de quincalla vertíase sobre las piedras su raudal. Por los aguaduchos convergentes al jagüel, boyaban amerengados copos de espuma.

La vieja, entre tanto, arrobábase en la contemplación de su nietecito con silenciosa ternura. Cuánto le costaba, en efecto, de angustias y de promesas! Pues como cuidadosa, ella fué siempre la más. Cada que podía, le propinaba sangre de cóndor para alargarle la vida; y todas las tardes, cuando le voceaba por las lomas el espíritu, no se le perdiera y lo aojaran las brujas, temores recónditos roíanle el alma. Cardón tras cardón desfloraban juntos para san Marcos patrono de las hierras; que aquellos florones, con su carnación de aponeurosis, agradaban al santo. Y cuando se volvían pasacanas sabrosas, diezmo de frutas le consagraban.