La heredera del castillo - Scarlet Wilson - E-Book

La heredera del castillo E-Book

Scarlet Wilson

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Beschreibung

Tras el fallecimiento de Angus McLean, la persona más parecida a un padre que el multimillonario Callan McGregor tuvo, este tuvo que encargarse de organizar el proceso para heredar el castillo. Y la candidata más adecuada parecía ser la atractiva abogada Laurie Jenkins. A pesar de que Laurie le aceleraba los latidos del corazón, Callan no podía ignorar que se trataba de un negocio y no podía permitirse distracciones. Pero la animada Laurie cambió la vida en el castillo y la suya propia. Y, por fin, Callan decidió que no iba a permitir que el castillo se le escapara de las manos… y Laurie tampoco.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Scarlet Wilson

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La heredera del castillo, n.º 2606 - octubre 2016

Título original: The Heir of the Castle

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8982-8

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

–GRACIAS por acudir a la lectura del testamento de Angus McLean –el abogado paseó la mirada por los allí presentes, unos de la localidad; otros, no.

«Vamos, empieza ya», pensó Callan. Solo estaba allí porque el difunto, que había fallecido a los noventa y siete años, con gran sentido del humor y enraizado en la comunidad, había sido como un padre para él y se había interesado por él mucho más que su propio padre.

No había ido allí con la esperanza de heredar nada. Tenía dinero de sobra para comprar el castillo y le había hecho a Angus varias ofertas. Pero Angus las había rechazado alegando que tenía otros planes para la propiedad, ahora él tenía curiosidad por descubrir cuáles eran esos planes.

El abogado empezó a decir:

–Algunos de ustedes han sido invitados a venir aquí aunque todavía faltan otros por contactar. Como bien saben, Angus McLean tenía una fortuna considerable.

El abogado empezó a citar una serie de donaciones a obras de beneficencia; después, pasó a enumerar la herencia que iban a recibir las personas que habían servido a Angus McLean durante años.

Por fin, se aclaró la garganta y recorrió la estancia con la mirada, evitando a Callan intencionadamente.

«Vaya, el castillo. ¿Qué ha hecho ese viejo loco?».

–La mayoría de los amigos y familiares de Angus McLean sabían que era soltero. Todos los que le conocíamos bien, entre los que me incluyo, suponíamos que no tenía hijos. Pero, al parecer, no es ese el caso.

–¿Qué? –dijo Callan, sin poder contener su sorpresa. Había pasado la mayor parte de su vida con Angus y este jamás le había mencionado tener hijos.

Frank, el abogado, lanzó una nerviosa carcajada.

–Al parecer, en su juventud, a Angus McLean le gustaban mucho las mujeres. Tuvo seis hijos.

Los presentes se miraron los unos a los otros con perplejidad.

Callan no podía dar crédito a lo que acababa de oír.

–¿Seis hijos? ¿Quién demonios le ha contado eso? –no podía ser verdad.

Frank lo miró directamente a los ojos.

–Me lo dijo el propio Angus –respondió el abogado con voz queda.

Callan se quedó inmóvil. No podía ser verdad, no podía serlo.

Frank volvió a aclararse la garganta.

–Después de ciertas investigaciones, hemos descubierto que hay doce posibles herederos.

Callan sacudió la cabeza. No. Doce personas, todas ellas querrían vender la propiedad y quedarse con su parte. Angus se revolvería en su tumba.

–Según los deseos del señor McLean, los doce posibles herederos serán invitados a venir al castillo Annick –el abogado se mordió los labios–. Pasarán un fin de semana en el castillo y participarán en un juego: resolver el misterio de un asesinato. El ganador será el único heredero del castillo Annick. Por supuesto, después de que se someta a las pruebas de ADN para confirmar el parentesco con el difunto –por fin, el abogado miró directamente a Callan–. La última voluntad del señor McLean es que el castillo Annick siga siendo propiedad de la familia y lo herede una sola persona.

Callan se quedó helado. Aquellas palabras las podría haber dicho Angus perfectamente, era el único asunto por el que habían discutido. Pero él jamás había imaginado que Angus pudiera tener hijos; como mucho, algún pariente lejano.

En ese momento, los presentes empezaron a protestar, a hacer preguntas, a hablar entre ellos y a hacer frenéticas llamadas por los móviles.

Un periodista, con el móvil al oído, salió de la estancia. La herencia del castillo Annick era noticia; sobre todo, dadas las extrañas circunstancias. Annick era uno de los pocos castillos de Escocia de propiedad privada.

Callan se levantó, salió afuera y le recibió la lluvia y el viento. Clavó los ojos en el edificio que tenía delante, el castillo Annick, el lugar que había sido su hogar durante los últimos veinticinco años.

Desde la noche que lo había encontrado escondido entre los arbustos, huyendo de un padre maltratador y alcohólico, Angus le ofreció su casa, que se convirtió en su hogar. Con el paso de los años, cuando Angus se encontró débil y necesitado de cuidados, él se encargó del anciano.

El castillo Annick era el lugar en el que había sido feliz, el lugar en el que había llorado y el lugar en el que se había hecho un hombre.

Y, sin duda, un desconocido lo iba a destruir.

–Por favor, firme aquí.

Laurie alzó los ojos y los fijó en la pantalla electrónica que le habían puesto delante de la cara. Miró a su alrededor; su secretaria había desaparecido y el mensajero parecía impaciente. Agarró el lápiz electrónico y firmó.

–Gracias.

Se quedó mirando el sobre, no era extraño recibir una carta de otro despacho de abogados. La dejó encima del escritorio de su secretaria para que esta la archivara.

Se pasó la mano por la frente. Todavía no eran las nueve de la mañana y el estrés ya le estaba produciendo dolor de cabeza. Agarró unos papeles que iba a necesitar para el caso siguiente y se dirigió a su despacho.

Alice fue a verla cinco minutos más tarde con el sobre color crema en la mano.

–Laurie, ¿has firmado tú el recibo de esta carta?

–Sí, he sido yo.

–Perdona por mi ausencia –dijo Alice en tono de disculpas–. Ya he ido al baño tres veces esta mañana.

–No te preocupes, no tiene importancia –respondió Lauire.

Alice sonrió.

–Creo que deberías echarle un vistazo. La carta no tiene nada que ver con el trabajo, es personal –Alice se acercó a la mesa de Lauire y dejó el sobre, ya abierto, encima.

Laurie recibía a diario cartas de otros abogados, pero no eran personales. Miró el sobre después de que Alice se retirara cerrando la puerta tras de sí.

¿Por qué Alice había cerrado la puerta? A menos que ella estuviera reunida con algún cliente, la puerta siempre estaba abierta.

Agarró el sobre y, al examinarlo, reconoció el logotipo del despacho de abogados del que provenía: Ferguson y Dalglish.

Sacó la carta del sobre y, después del encabezamiento y las formalidades preliminares, leyó: Como hija de Peter Jenkins y posible heredera de las propiedades de Angus McLean, se la invita a visitar el castillo Annick… La página siguiente contenía información sobre con quién contactar y un mapa con instrucciones de cómo llegar al castillo. La carta se le cayó de las manos. El corazón le latió con fuerza. Aquello era una locura.

Peter Jenkins, su padre, había fallecido diez años atrás. Su padre no había logrado averiguar nunca quién era su padre, a pesar de habérselo preguntado a su madre repetidamente; pero ella se había negado a darle esa información y a hablar del asunto. ¿Quién demonios era Angus McLean? ¿Era el padre de su padre?

Eso era lo que la carta insinuaba.

Sintió un nudo en el estómago. Angus McLean podía haber sido su abuelo. ¿Por qué no se había puesto en contacto con ella en vida? ¿Por qué había esperado a morir antes? No tenía sentido.

Tecleó en el ordenador y no le fue difícil encontrar información sobre Angus McLean, que había fallecido hacía un mes a los noventa y siete años. Nunca había estado casado. Por lo que se sabía, no había tenido descendencia.

Volvió a leer la carta. ¿Cuántos hijos había tenido ese individuo? ¿Habrían encontrado a más?

Sonó el teléfono y ella, ignorando la llamada, siguió tecleando.

Al ver una foto del difunto en Internet, contuvo la respiración. El castillo Annick, en la costa oeste de Escocia.

Aunque, en realidad, más que un castillo parecía una hermosa casona en lo alto de un acantilado con hermosos jardines a su alrededor y un lago artificial. La preciosa casa era de piedra areniza con dos torres a ambos lados.

Vio que la foto había sido tomada doce años atrás. ¿Seguiría así aquel castillo?

El incidente había despertado su curiosidad. ¿Qué clase de hombre había vivido en un lugar así? ¿Por qué había tenido descendientes a los que había ignorado en vida?

Volvió a leer la carta, más despacio, y vio que había omitido el último párrafo:

Se la invita a participar en un juego, que tendrá lugar a lo largo de un fin de semana, y en el que, junto a otros once descendientes, tendrá que resolver el misterio de un asesinato, como así lo dispuso el difunto Angus McLean en su testamento. El participante que resuelva el misterio heredará el castillo Annick, tras verificación de su descendencia mediante una prueba de ADN.

No podía haber leído eso. No podía ser.

Se frotó los ojos. Debía tratarse de una broma de mal gusto.

Laurie se puso en pie y se paseó por el despacho. Abrió la puerta y asomó la cabeza. Todo parecía normal en el despacho de abogados Bertram y Bain, uno de los despachos de abogados más destacados de Londres.

¿Y si no era una broma? Otros once descendientes. ¿Quiénes eran?

Laurie era hija única y, por lo que sabía, su padre también lo había sido. Después de la muerte de este, su madre, con una pequeña ayuda económica de ella, se había ido a vivir a Portugal.

Regresó al escritorio y pasó las yemas de los dedos por la carta.

La familia.

Desde el fallecimiento de su padre se sentía sola. No tenían más parientes, solo quedaban su madre y ella.

Y ahora… esto.

¿Y si tenía otros parientes?

Mientras se sentaba, se tragó el nudo que se le había formado en la garganta. A su padre le habría encantado aquella noticia, siempre había querido saber quién era su padre. Lo que le hacía echarle de menos aún más. Iba a averiguar lo que su padre no había logrado descubrir. ¿Quién era Angus McLean? ¿Por qué había vivido en un castillo? ¿Por qué no se había puesto en contacto con sus familiares en vida?

Hizo un esfuerzo por contener la ira.

Leyó la carta una vez más. Las leyes sobre la propiedad no eran su especialidad, pero… ¿era aquello legal? Había diferencias entre las leyes inglesas y las escocesas, no estaba segura de que este fuera el caso.

¿Un fin de semana intentando descubrir un asesinato para heredar un castillo?

Angus McLean debía haber estado realmente loco.

Laurie parpadeó. Así se había sentido ella misma últimamente, enloquecida.

¿Cuántas vacaciones le debía la empresa?

Se enderezó en el asiento, con la carta en las manos.

Su padre había sido propietario de una tienda de ultramarinos, su madre empleada de una tienda. A todos les había sorprendido, incluso a ella misma, ser tan buena para los estudios. Le había gustado estudiar y el día que recibió la noticia de que la habían aceptado en Cambridge para estudiar Derecho su padre lloró de alegría.

Pero después de dos meses en Cambridge, se dio cuenta de que odiaba esa carrera. Pero demasiado tarde para echarse atrás; sobre todo, teniendo en cuenta que su padre se había gastado todos los ahorros para que ella consiguiera lo que él creía era su sueño.

Y ahora seguía pasándolo mal, llevaba meses así. Siempre sonriente, siempre dispuesta a trabajar más, hasta tarde, a ayudar a otros. Se pasaba la vida en el despacho, apenas tenía tiempo para nada más. Tenía agarrotados todos los músculos del cuerpo, se pasaba las noches en vela y sufría jaquecas constantemente. Necesitaba unas vacaciones.

Quizá aquello fuera buena señal, por ridículo que pareciera.

Envió un mensaje electrónico de respuesta sin darse tiempo a pensar por miedo a echarse atrás. Después, agarró unos papeles que tenía encima del escritorio y salió del despacho.

Alice estaba preocupada, lo notó al ver cómo fruncía el ceño.

Laurie respiró hondo.

–Alice, después del juicio al que tengo que ir al mediodía, voy a marcharme. Que Frances, Paul y Hugo se encarguen de mis asuntos. No hay nada de lo que no puedan encargarse ellos.

Alice asintió; después, se quedó boquiabierta cuando Laurie le dio la carta con las instrucciones de cómo llegar.

–¿Podrías encargarte de comprarme los billetes de tren?

–¿En serio vas a ir? –preguntó Alice–. ¿Cuándo te marchas?

–Mañana.

–¿Mañana?

Laurie asintió.

–Se supone que debo estar allí de viernes a lunes por la tarde.

Laurie Jenkins de vacaciones. Eso era algo nuevo.

Callan se miró el reloj una vez más. Por fortuna, era la última persona a la que tenía que recoger. Estaba cansado de americanos entusiasmados, un malhumorado irlandés acompañado de su muy dulce esposa, y los demás de diversas partes de Escocia. La única que faltaba era la abogada de Londres.

Debía haberse vuelto loco. ¿Por qué demonios había aceptado tomar parte en ese ridículo montaje?

Suspiró. No le cabía duda de que la señorita abogada llegaría cansada y de mal humor después del largo viaje: cuatro horas en tren de Londres a Glasgow, otras cuatro de Glasgow a Fort Williams y el último tramo del trayecto en la locomotora a vapor.

Apoyó la espalda en el muro de piedra de la vieja estación y, en la distancia, divisó el vapor de la locomotora. Podría haber ido en tren a Malaig directamente desde Glasgow; pero, como buena turista, había preferido el tren de Harry Potter, que pasaba por el viaducto.

Pero no podía culparla de querer disfrutar del espectacular paisaje escocés. El único problema era que llegaba bastante más tarde que los demás.

El tren paró en la estación y los turistas comenzaron a salir. La mayoría pasarían la noche en Malaig, un autobús les esperaba para llevarlos a los diferentes establecimientos donde iban a acomodarse.

Después de unos minutos, la estación se vació.

¡Vaya! ¿Esa era Mary Jenkins? Menuda sorpresa.

En vez de una mujer de mediana edad con expresión dura, se encontró con una de cabello largo castaño, pantalones ajustados color rosa, blusa sencilla color blanco y una bolsa en una mano. En vez de cansada, su rostro mostraba frescor y se la veía animada.

Callan estaba acostumbrado a salir con mujeres hermosas; no obstante, esa mujer le causó un verdadero impacto.

Ella caminó hacía él con paso acelerado.

–¿Callan McGregor? Gracias por venir a recogerme –Mary Jenkins le estrechó la mano, con firmeza.

Una corriente eléctrica le recorrió el brazo.

–Encantada de conocerlo –Mary Jenkins hizo un además con la mano, indicando el entorno–. Esto es maravilloso. No imagina lo bien que lo he pasado en el tren –Mary se tocó la cámara fotográfica que llevaba colgada del cuello junto a un colgante de oro–. He debido hacer cien fotos por lo menos.

Callan hizo un esfuerzo por no sonreír. Esa mujer no era solo bonita, era preciosa. Tenía cálidos ojos castaños, piel blanca, unos rizos que le acariciaban los hombros y unos labios llenos y rosados.

–¿Mary Jenkins? –preguntó él. El nombre no le hacía justicia.

Ella lanzó una carcajada que pareció salirle del alma.

–¿Qué? ¡Nunca nadie me ha llamado así! Mi nombre es Laurie, Laurie Jenkins. Mi padre me puso Mary en honor a una tía suya, pero siempre me han llamado por mi segundo nombre, Laurie.

Callan asintió. La Mary Jenkins que había imaginado no se parecía a esa Laurie Jenkins que, en su opinión, debía tener unos veinte años.

¿Tenía edad suficiente para ser abogada?

Ella revolvió unos papeles que tenía en el bolsillo exterior de la bolsa de viaje.

–Yo le llevaré la bolsa –Callan le quitó la bolsa y se la colgó del hombro. No pesaba mucho, quizá Laurie Jenkins no pensaba quedarse mucho tiempo allí. Todo lo contrario a los canadienses, que parecían haber ido allí con la casa a cuestas.

Mientras caminaban hacia el coche, Callan trató de ignorar el movimiento de caderas de esa mujer.

Esperó al típico comentario, no había mucha gente que tuviera un Aston Martin DB5, el coche de James Bond, un capricho que se había dado tras amasar una fortuna. Pero Laurie Jenkins se subió al vehículo y se abrochó el cinturón de seguridad sin comentario ninguno.

–¿Conocía usted bien a Angus McLean?

Callan no sabía cómo reaccionar. No solo era la única entre los invitados que no había hecho un comentario sobre su coche sino, al contrario que el resto, no le había preguntado por el castillo, sin dejar lugar a dudas de qué era lo que realmente les interesaba.

Callan arrancó el coche y se puso en marcha.

–¿Lo conocía bien? –repitió ella, obviamente decidida a averiguar lo que pudiera sobre Angus.

–Angus era un buen amigo mío.

Laurie Jenkins arqueó las cejas. Los sesenta y cinco años de diferencia de edad era obvia y ella debía estar haciéndose algunas preguntas.

–Entonces ¿no es usted uno de sus familiares? –Laurie titubeó–. Quiero decir… ¿no es usted uno de mis parientes? –entonces, sacudió la cabeza–. Sigo sin poder creer nada de esto. Yo siempre he creído que éramos solo mi padre, mi madre y yo. Mi padre murió hace diez años, jamás imaginé que algo así pudiera ocurrir. Todo parece… irreal.

–Le aseguro que es tan real como la vida misma –murmuró él; después, sacudió la cabeza y esbozó una burlona sonrisa–. Supongo que el tren de Harry Potter le ha dado la impresión de estar en un sueño.

Laurie Jenkins sonrió abiertamente.

–Ha sido fantástico. Mi secretaria me compró los billetes. Hace siglos que no me tomo unas vacaciones y debió imaginar que me gustaría.

¿Hacía mucho que no se tomaba unas vacaciones? ¿Qué significaba eso? ¿Trabajaba en una de esas empresas que les obligaban a trabajar cien horas a la semana? ¿O lo hacía porque no tenía a nadie y vivía sola? Dirigió la mirada a la mano de ella; pero, en ese momento, Laurie Jenkins colocó la mano izquierda debajo del muslo, por lo que él no pudo ver si llevaba anillo o no.

–¿Cómo se conocieron? –preguntó ella.

–Era un niño cuando conocí a Angus. Pasé bastante tiempo en el castillo Annick.

–Por cierto, ¿qué va a pasar este fin de semana? ¿Es usted el organizador de todo esto?

¿Acaso creía que él era un empleado? Aunque se sintió ofendido, era una suposición razonable. Al fin y al cabo, él había ido a recogerla a la estación.

Callan dejó la carretera principal, pasó unas columnas de piedra, cruzó las extravagantes puertas de una verja y tomó un sendero descendente.

–El juego de descubrir un asesinato durante el fin de semana no tiene nada que ver conmigo –respondió Callan apretando los dientes–. Lo ha organizado una empresa.

–Es lo más extraño que he oído en mi vida –dijo ella sacudiendo la cabeza–. ¿Es legal? Mi especialidad no son las herencias, pero nunca había oído nada parecido.

–Yo tampoco –comentó él sin pensar.

No le avergonzaba admitir haber hablado de ello con Frank. El mismo abogado le había dicho que había intentado sacarle la idea a Angus de la cabeza debido a las posibles complicaciones legales que ello podía conllevar. Pero Angus McLean había sido una persona obstinada, eso era lo que había querido y nadie ni nada habían podido hacerle cambiar de idea.

Callan vio a Laurie mirar a su alrededor mientras recorrían el serpenteante camino que conducía al castillo y a los extensos jardines. El vehículo dobló una curva y ella, llevándose una mano al rostro, jadeó.

–¡Vaya! –exclamó Laurie.

El castillo Annick se había hecho visible. Reconstruido en el siglo XVIII, el impresionante edificio tenía sesenta estancias y estaba flanqueado por dos torres. Era evidente que el castillo la había dejado sin respiración.

Pero en vez de sentirse contento y orgulloso, Callan apenas pudo contener su desagrado. ¿Albergaba ella la esperanza de ser la propietaria del castillo al finalizar el fin de semana? Como los canadienses, que nada más verle le habían preguntado cuáles eran las mejores habitaciones y habían sacado un portafolio con anotaciones sobre la propiedad. Él había estado a punto de echarles del coche.

Pero Laurie no era tan vulgar. O, quizá, sabía disimular.

–No lo imaginaba tan grande –comentó ella con los ojos muy abiertos mientras señalaba el acantilado–. Sabía que estaba en lo alto de un acantilado, pero no esperaba que fuera tan impresionante –abrió el bolso, sacó un pañuelo de celulosa y se secó los ojos–. Mi padre no habría podido creerlo, le habría parecido un sueño.