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Su pueblo necesitaba un rey… Y la revelación de Georgie la había convertido en su reina.
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Seitenzahl: 178
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Cathy Williams
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La hija secreta del jeque, n.º 2919 - abril 2022
Título original: Desert King’s Surprise Love-Child
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-684-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
EL PRÍNCIPE heredero Abbas Hussein miró por encima el documento que tenía delante, sobre la mesa de reuniones, y firmó con una floritura.
No necesitaba leerlo, ya lo habían hecho sus abogados. Varios de ellos también estaban sentados a aquella mesa, guardando los ordenadores, dispuestos a volver a Qaram.
A sus espaldas, a ambos lados de la puerta cerrada, dos guardaespaldas esperaban con impaciencia a que se terminase la reunión. Eran algo más de las siete de la tarde, fuera hacía un frío helador y, al igual que él, debían de estar deseando volver a un clima más cálido.
Estiró la espalda y se miró el reloj de manera distraída. Era el más alto de la sala, era incluso más alto que el director general que acababa de venderle su hotel.
Había sido un acuerdo beneficioso para ambas partes y, con él, Abbas añadía otro activo a su cartera, una actividad al margen de su otro negocio más serio, que consistía en dirigir su país, un pequeño, pero rico y poderoso reino.
Se había pasado los tres últimos días en Londres, trabajando sin parar, y estaba deseando volver a las comodidades del hotel de cinco estrellas en el que había reservado una planta entera para alojar a toda su comitiva, así que cuando Duncan Squire le sugirió que se tomase el tiempo de disfrutar de algunas de las delicias que habían preparado especialmente para él, Abbas tuvo que contener un gemido de frustración.
–Mi cocinera es excelente y ha preparado algunas exquisiteces para usted y su equipo –comentó Duncan, haciendo casi una reverencia mientras hablaba.
–Por supuesto.
El baño con el que Abbas había estado soñando tendría que esperar, lo mismo que los correos electrónicos que se le habían ido amontonando durante su ausencia de Qaram. Su padre, tras sufrir un problema de salud cuatro años antes, se había retirado, convencido de que tenía que descansar, a pesar de que tanto Abbas como sus asesores opinaban lo contrario.
En esos momentos, le gustaba trabajar la arcilla, cuidar de sus orquídeas y hacer crecer su colección privada de arte. Estaba tranquilo y parecía feliz. Por desgracia, eso significaba que todo el peso de gobernar el país recaía sobre Abbas, que no tenía tiempo de disfrutar de los lujos que lo rodeaban.
Frunció el ceño, apartó sus pensamientos de su padre y de la incómoda idea de volver a perderlo, como ya lo había perdido durante un tiempo años atrás, cuando su esposa había fallecido, y se dijo que haría lo que tuviese que hacer y después se retiraría lo más rápidamente posible.
No era posible que siguiesen con las firmas. Georgie llevaba varios días encerrada en la cocina del hotel, sin dejar de trabajar, y Duncan le había prometido que aquel sería el último día que tendría que hacer horas extras.
Miró el reloj que había colgado en la pared de la cocina, vio que eran casi las siete y media y apretó los dientes con frustración.
Estudió la variedad de exquisiteces que se había pasado todo el día preparando. Había distintos tipos de hummus, minicanapés y rollitos de salmón ahumado con caviar. Había aperitivos de todos los continentes porque, tal y como Duncan le había repetido hasta la saciedad desde el momento en que el príncipe había decidido comprar el hotel, Georgie tenía que emplear todos los medios por si tenían que llegar al corazón del príncipe a través de su estómago.
A Georgie le preocupaba menos el estómago del príncipe que el hecho de tener que volver a su apartamento, estaba agotada. Todavía no había conocido al dichoso príncipe, pero ya le caía mal.
Terminó de colocar la comida en los platos y contuvo un suspiro mientras miraba hacia el carrito que tendría que empujar hasta el ascensor.
Desde que había comenzado a trabajar en el hotel, siempre había intentado ver la parte positiva. Duncan la había contratado en un momento en el que no conseguía encontrar otro trabajo y el resto de los miembros del equipo la había acogido calurosamente. Era un hotel pequeño, en una zona acomodada de Londres, donde la mayoría de los trabajadores eran jóvenes, creativos y alegres, y Georgie se llevaba muy bien con todos.
Pero lo cierto era que, siendo realistas, había que admitir que el Bedford Woolf Hotel estaba en las últimas. Sus teatrales extravagancias eran de otra época. Carecía de la sofisticación y el refinamiento de sus nuevos vecinos. No tenía aire acondicionado y necesitaba con urgencia un cambio en la decoración.
Todo el mundo, incluida ella, se alegraba de que un príncipe muy rico, procedente de un país del que nunca había oído hablar, hubiese comprado el hotel y estuviese dispuesto a mantener a los empleados.
¿Por qué se quejaba entonces de tener que llevar aquel carrito con comida antes de volver a casa?
Se miró en uno de los ornamentados espejos del pasillo que llevaba al ascensor y se vio más seria y delgada de lo habitual, con los ojos marrones muy grandes y el pelo corto despeinado. Tenía veintiséis años y en ocasiones se sentía como una anciana.
Solía ponerse pantalones vaqueros para ir a trabajar. ¿Por qué no, si siempre llevaba un delantal encima? Pero como Duncan les había pedido a todos que se vistiesen bien, aquel día se había decantado por una falda azul marino, camisa blanca y unos zapatos planos de color negro, atuendo que la hacía sentirse como una azafata que se había perdido y había ido a parar a una cocina.
Apartó la vista del espejo y siguió su camino hacia el ascensor.
Una vez en él, subió dos pisos hasta donde se encontraba la sala de reuniones.
Al llegar a la puerta, Georgie llamó y la abrió, ruborizándose al instante.
No estaba acostumbrada a tener que presentarse ante los clientes, esa función solía realizarla Marsha, que era alta, guapa y dicharachera. Ella prefería quedarse en la cocina.
Nada más abrir la puerta se dio cuenta de que allí había muchas personas: abogados, contables, dos tipos enormes a cada lado de la puerta y, por supuesto, el príncipe, que estaba de espaldas a ella, mirando por la ventana.
Casi ni lo vio. Empujó el carrito hacia delante, hasta que Duncan habló. Le pidió que explicase qué les había llevado.
Georgie tomó aire, levantó la vista, y entonces ocurrieron dos cosas a la vez: El hombre que había frente a la ventana se giró lentamente y ella, al mismo tiempo, lo miró porque era la persona más alta de toda la habitación.
El príncipe.
Llevaba su linaje estampado en el porte arrogante y regio, y en la mirada dura de aquellos ojos tan oscuros y profundos.
Eran muy alto y guapo. Su rostro parecía esculpido a la perfección, intimidantemente bello.
Y lo más aterrador fue que a Georgie le resultó muy familiar.
Parpadeó y, mientras una parte de su cerebro le decía que no podía ser el hombre que ella pensaba que era, otra parte le dijo que era imposible olvidar aquel rostro. No obstante, no era posible. ¿Había comprado un hotel? ¿No trabajaba en un hotel?
Georgie supo que todo el mundo había dejado de hablar y la estaba mirando. Duncan dijo algo con nerviosismo, pero ella no lo escuchó porque solo podía mirar al hombre que había junto a la ventana, observándola en silencio.
La incredulidad y la sorpresa la asaltaron con la fuerza de un tren, como si su cerebro fuese un ordenador sobrecargado por demasiada información que había dejado de funcionar. Empezó a hiperventilar y le ocurrió algo que no le había ocurrido antes. Se desmayó.
Cuando Georgie volvió en sí, estaba tumbada en un sofá y se sentía como si acabase de salir de un coma. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido?
Estaba aturdida. Tuvo la sensación de estar en una de las habitaciones del hotel, con las paredes color crema, muebles de color ocre oscuro y el sofá en el mismo tono.
–Toma, bébete esto.
Si Georgie hubiese tenido alguna duda acerca de la identidad del hombre que la había hecho desmayarse, su voz se la habría resuelto. Habría reconocido aquella voz en medio de un bar atestado de gente. Era profunda y oscura, con un leve toque misterioso y exótico.
Llevaba mucho tiempo soñando con aquella voz. Se había imaginado oyéndola en muchos escenarios distintos y a ella girándose en su dirección, inalterable.
Segura de ella misma, tranquila, no tumbada en un sofá, con la falda levantada de un lado, e intentando poner en orden sus pensamientos.
Intentó incorporarse y se le entrecortó la respiración cuando su mirada, todavía de incredulidad, se cruzó con la de él.
–¡Tú! –lo acusó, conteniendo las lágrimas–. No puede ser. ¿Qué estás haciendo aquí?
El tiempo pareció detenerse de repente. Georgie no podía apartar los ojos de él ni dejar de pensar en lo ocurrido varios años atrás y en un futuro que se estaba desquebrajando irrevocablemente delante de ella.
Su equipo. El formado por Tilly y ella. Un equipo de dos, porque eso era lo que ocurría cuando tenías un hijo y era imposible encontrar al padre. Cuando el padre desaparecía sin dejar rastro.
Pero allí estaba. El padre de Tilly. Había desaparecido de repente y… era un príncipe. Georgie se sintió mareada, tuvo ganas de vomitar.
Los recuerdos inundaron su mente y, horrorizada, se dio cuenta de que no todos eran tóxicos. Porque también tenía recuerdos de lánguidas noches pasadas en su compañía, con sus cuerpos desnudos entrelazados, formando uno solo, y una sensación de pertenencia que en aquella época le había encantado. Pero no había salido bien. De hecho, había salido tan mal que ella había tenido que vivir con las devastadoras consecuencias, había tenido que lidiar con ellas y aceptarlas.
–Ya sabes lo que estoy haciendo aquí –le respondió él, que parecía tan sorprendido como ella–. Comprar el hotel.
–No me lo puedo creer.
–Yo tampoco.
Abe había recuperado la compostura, pero, durante unos segundos, cuando se había girado y la había visto, se había sentido tan sorprendido como ella. Se había quedado sin aliento y había tenido la sensación de que las paredes de la habitación se iban cerrando a su alrededor, dejándolos a los dos solos.
Se había dado cuenta de que ella lo miraba con incredulidad, la misma que había sentido él, pero era un hombre acostumbrado a ocultar sus emociones. Había roto el contacto visual y había empezado a avanzar en su dirección, movido por un sexto sentido que no había sabido que poseía, prediciendo instintivamente que iba a desmayarse y sabiendo que tendría que hacer que todo el mundo saliese de la habitación, para que no hubiese testigos de su conversación cuando ella volviese en sí.
–¿Dónde está Duncan? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Cómo he llegado hasta aquí?
–Deberías beber agua, salvo que prefieras algo más fuerte.
–¡No has respondido a mi pregunta! ¡Y no necesito agua! Lo que necesito…
«Necesito averiguar qué está pasando».
El hombre que había desaparecido de repente cuatro años antes no había sido un príncipe. Había sido un hombre normal y corriente, un hombre del que se había enamorado locamente. Intentó encajar todas las piezas del puzle, pero nada tenía sentido y, entre tanto caos y confusión, estaba la devastadora realidad de que su vida, como había sido hasta entonces, se había terminado. Tenían una hija en común. Aquello no era una pesadilla y nada iba a volver a ser lo mismo, si él se enteraba de la verdad.
–¿Cómo puedes ser un príncipe? –susurró–. ¡No es posible!
–Esa es una conversación demasiado larga como para mantenerla aquí –le respondió Abe–. No pensé que volvería a verte, pero ahora que nuestros caminos se han vuelto a cruzar, tengo que decirte que no soy la persona que pensabas que era.
–En eso tienes razón.
Georgie apoyó los pies en el suelo y sintió vértigo de repente. No quería estar allí.
Sintió odio y amargura. Aquel hombre se había marchado sin mirar atrás, sin dejarle ni un número de teléfono. Había desaparecido, dejándola sola, enamorada y embarazada.
Y ella solo era una más para él.
Eso lo había tenido claro desde el principio. La había utilizado y, cuando se había cansado de ella, se había marchado sin dejar huella, para que Georgie no pudiese encontrarlo. Y lo había intentado.
–No has cambiado nada –le dijo Abe en un murmullo.
–No quiero estar aquí.
–Hay otras personas fuera. He dado la orden de que no entren, pero deben de estar preguntándose qué está pasando.
–Tengo que marcharme –le contestó ella, poniéndose en pie y rechazando su mano cuando Abe se la ofreció para ayudarla a levantarse.
Georgie necesitaba pensar.
–Si no puedes ni andar en línea recta –protestó él, pasándose los dedos por el pelo mientras la miraba fijamente–. ¿Dónde vives? Permite que te lleve a casa.
–¡No!
A Abe le sorprendió su vehemencia, pero comprendió que estuviese enfadada con él.
Estudió su rostro con la mirada. No había cambiado nada. Todavía seguía teniendo «algo» que lo atraía de manera inexorable. Seguía estando delgada, con el pelo corto, que enmarcaba un rostro muy bello en forma de corazón, tenía los ojos de un curioso tono marrón claro, salpicado de motas verdes, y los labios carnosos, con un arco de Cupido perfecto.
A pesar de que sus ojos almendrados lo miraban con resentimiento y de que tenía los labios inclinados hacia abajo en señal de patente antagonismo, Abe notó una indeseada punzada de atracción que llevaba demasiado tiempo sin sentir.
Apretó los dientes, echó a andar hacia delante y se detuvo junto a la ventana, desde la que observó las aceras mojadas y el brillo de las gotas de lluvia frente a las farolas encendidas.
Estaba allí por negocios.
No iba a complicarse intentando recuperar algo que formaba parte del pasado. Había cerrado esa puerta y no iba a volverla a abrir. No podía hacerlo.
Aunque Georgie siguiese siendo la mayor prueba a la que se había enfrentado en su vida. Y no era solo por su aspecto físico, tan distinto al de otras mujeres con las que había salido en el pasado, sino por su manera de ser. Irreverente, franca y reservada al mismo tiempo. Inteligente y retadora. Extrañamente tímida y, sin embargo, dispuesta siempre a mantenerse firme. Georgie no había sabido quién era él y no se había mostrado servil, pero incluso en esos momentos Abe tenía la sensación de que eso no era algo que fuese a cambiar.
Georgie lo había marcado, tan distinta a todas las demás…
Habían tenido una tórrida aventura, su última aventura antes de que su padre enfermase y su vida cambiase para siempre.
–Espera –le pidió sin pensarlo.
–¿Por qué?
–Porque deberíamos hablar.
Georgie lo miró en silencio, pero se quedó donde estaba a pesar de que su instinto le decía que saliese de allí corriendo lo más rápidamente posible.
–Necesito volver a casa.
–Solo te pido quince minutos. Volveré a mi país dentro de dos días, cuando haya terminado con la compra del hotel. El modo en que nos separamos la otra vez… Me gustaría aclarar las cosas antes de volver a Qaram.
Georgie se preguntó qué iba a decirle para aclarar las cosas. Para él todo era más sencillo porque no era consciente de que tenían una hija en común. No era consciente de que no era tan fácil.
Durante los días, semanas y meses posteriores a su marcha, Georgie había ido aceptando que él no había sentido lo mismo que ella, que nunca había pretendido tener una relación seria.
Mientras Georgie se enfrentaba a los enormes cambios que iba a sufrir su vida, se había dado cuenta también de que no habían hablado mucho de ellos, de que ni siquiera conocía su apellido. Se habían limitado a disfrutar del momento y a ella le había parecido bien, pero al final había deseado mucho más.
Habían estado juntos en el apartamento de una habitación que ella había alquilado nada más llegar a Ibiza y no le había preguntado dónde vivía él. Había dado por hecho que trabajaba en alguno de los múltiples hoteles de la isla. Le había parecido un hombre muy seguro de sí mismo, mucho más maduro que otros de su misma edad, pero había pensado que era porque procedía de otro país y había sido educado de manera diferente. Aunque, pensándolo en esos momentos, se daba cuenta de que todo aquello eran conclusiones que había sacado ella sola.
De repente, todo tenía sentido. Él era un príncipe y ella, una plebeya, así que jamás habrían podido tener una relación.
¿Era eso de lo que Abe quería hablar? ¿Quería justificar su repentina desaparición?
Volvió a acercarse a ella en medio de su agonizante deliberación y Georgie parpadeó. Era muy frustrante seguir siendo incapaz de mirarlo sin sentirse atraída por él.
Abe tomó una silla, la colocó enfrente del sofá, en el que Georgie había vuelto a sentarse, se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre los muslos.
–¿Qué les has dicho? –inquirió Georgie–. No quiero que se rumoree nada de mí. Este es un lugar muy pequeño. La gente habla.
–Les he dicho que han debido de ser los nervios y que me sentía culpable por la situación, así que quería sentarme en un rincón y esperar a que te recuperases. Cuanto menos revuelo causemos, mejor. Le he asegurado a tu jefe que cuando estuvieses bien yo me encargaría de que te llevasen a casa. Y te aseguro a ti que nadie hablará de nosotros.
–Siempre has tenido mucha labia.
–Nunca te mentí.
–¿No?
–Tal vez debí haberte dicho la verdad, pero lo cierto es que nunca había disfrutado de la compañía de una mujer como disfruté de la tuya y si te hubiese dicho quién era lo nuestro se habría terminado. Fui egoísta, quise tenerte el máximo tiempo posible.
–Y después te marchaste y no volviste a pensar en mí –replicó ella en tono amargo–. Supongo que a la realeza no se le ocurre que otra persona pueda tener sentimientos, que podías haberme hecho daño al utilizarme como un juguete para después deshacerte de mí.
Abe se ruborizó.
–Nos divertimos, nada más. Se iba a acabar antes o después, pensé que lo entenderías.
Georgie sintió ganas de llorar. ¿La había utilizado Abe? Él pensaba que no porque solo habían estado divirtiéndose. Sus vidas se habían cruzado de manera breve antes de tomar caminos separados.
Él se había marchado a ocuparse de su país y de sus hoteles. Y ella… había tenido que enfrentarse a una vida desbaratada de repente.
–Lo mínimo que podrías haber hecho es decirme a dónde ibas –le recriminó ella en tono frío–. ¿Pensaste que si te despedías de mí me iba a poner pesada contigo?
–Yo… tuve que marcharme de un día para otro –le contestó él, pasándose los dedos por el pelo.
–Qué casualidad. Podrías haberme escrito un mensaje, pero supongo que eso tampoco se te ocurrió. ¿Por qué ibas a hacerlo? Al parecer, puedes hacer lo que quieras y eso incluía marcharte sin decirme adiós. Te estuve buscando, ¿sabes? Pregunté por ti, pero no te encontré y, al final, desistí.
Pensó en Tilly, bella e inocente, el resultado de una relación que jamás había existido.
–Tuve que volver a mi país porque mi padre había sufrido un infarto –le explicó Abe–. No tuve elección. Podría haberte escrito un mensaje, sí, pero no pensé que tuviera sentido. Tenía que marcharme y supuse que lo mejor sería cortar por lo sano. Sabía que tú seguirías con tu vida.
Y eso era, evidentemente, lo que Georgie había tenido que hacer, pensó con una mezcla de enfado y tristeza. Todo el mundo seguía con su vida después de una aventura, aunque siempre era más difícil cuando había sentimientos de por medio, como había sido su caso.
–Tu padre… ¿se recuperó?
–Más o menos. Ahora, cuéntame cómo has terminado aquí, trabajando como cocinera en un hotel de Londres, cuando tenías planes de continuar con tu arte, trabajando como ilustradora. Sé que ya habías trabajado en la cocina de un hotel en Ibiza, pero… ¿te entraron ganas de repente de cambiar de carrera?
Georgie se quedó inmóvil. Miró el reloj que había colgado de la pared. Se estaba haciendo tarde y se tenía que marchar. Tenía que contarle a Abe que tenían una hija en común, pero aquel no era el momento. Antes, tenía que decidir cómo contárselo, aceptar que él la había abandonado sin mirar atrás.
–Las cosas no salieron como yo había planeado. ¿Qué quieres decir con que tu padre se recuperó, más o menos?
–Que se recuperó, pero no ha sido el mismo desde entonces –le respondió Abe, midiendo sus palabras.