¿La imagen educa? - Sarah Corona Berkin - E-Book

¿La imagen educa? E-Book

Sarah Corona Berkin

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Beschreibung

En los diferentes capítulos de este libro, se analiza el lugar que ocupan las imágenes educativas en la construcción de las identidades, las relaciones sociales, y el sentido de la experiencia de la vida contemporánea. Punto de acuerdo entre los autores de esta publicación es que las imágenes, más que percepciones de la realidad, son construcciones sociales que "enseñan" a reconocer el entorno. De esta manera, la imagen educa nuestro lugar en el mundo.

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Índice

Introducción. “A mí me gustan los libros que no tienen letras”. Las imágenes como estrategia educativa de la Secretaría de Educación Pública

Sarah Corona Berkin

SECCIÓN 1. LA REPRESENTACIÓN VISUAL DE LA ESCUELA

Capítulo 1. La inocua belleza. Tensiones entre museo, escuela y nación

Mario Rufer

Capítulo 2. El deterioro de la imagen docente y la inactividad de la Secretaría de Educación Pública para dignificarla

María Alicia Peredo Merlo Citlalli González Ponce

SECCIÓN 2. REPRESENTACIÓN VISUAL EN LOS LIBROS DE TEXTO

Capítulo 3. Ver para aprender. Usos didácticos de la imagen en los libros de texto gratuitos de la Secretaría de Educación Pública

Myriam Rebeca Pérez Daniel

Capítulo 4. El Himno Nacional Mexicano en imágenes para niños publicadas por la Secretaría de Educación Pública

Sarah Corona Berkin

Capítulo 5. La interculturalidad en el recurso visual del material didácticode Telesecundaria

Rozenn Le Mûr

Capítulo 6. La construcción visual de la familia mexicana en los libros de texto gratuitos en diferentes momentos históricos

Mayra Margarito Gaspar

SECCIÓN 3. REPRESENTACIÓN VISUAL EN LOS RECURSOS DIDÁCTICOS

Capítulo 7. El libro y la pantalla: Enciclomedia, un recurso visual para la educación básica

Diana Sagástegui Rodríguez

Capítulo 8. El uso de las imágenes en los muros de los salones de clase de educación indígena

Bruno Baronnet

Capítulo 9. La historieta como producto de divulgación científica en la enciclopedia Proteo

Julio Cuevas Romo

SECCIÓN 4. REPRESENTACIÓN VISUAL EN EL ARTE

Capítulo 10. Otra modernidad. Los murales de Diego Rivera en la Secretaría de Educación Pública

Wilfried Raussert

Capítulo 11.El poder didáctico de las imágenes en el México posrevolucionario. La educación y los maestros en la película Río Escondido

Yolanda Minerva Campos García

Bibliografía

Autores

introducción

“A mí me gustan los libros que no tienen letras”. Las imágenes como estrategia educativa de la Secretaría de Educación Pública

Sarah Corona Berkin

Enseñar a leer y escribir es indudablemente tarea de la escuela, pero en torno a la imagen la obligación escolar pareciera menor. La imagen está cada vez más presente en el mundo de los educandos y los educadores y ya nadie se sorprende cuando una niña que cursa la primaria confiesa: “A mí me gustan los libros que no tienen letras”. Este hecho nos hace preguntarnos ¿la imagen educa?, y si es así, ¿la escuela educa para la cultura de la imagen? ¿Cuál es el uso y la estrategia pedagógica de la imagen en la Secretaría de Educación Pública?

A lo largo de los textos que aquí presentamos, se propone un diálogo entre la escuela y la imagen a partir de los recursos visuales que la Secretaría de Educación Pública (SEP) ha utilizado como herramientas pedagógicas en casi cien años de existir. Como productos de las políticas educativas llevadas a cabo en distintos momentos históricos de la SEP, analizamos la imagen en diferentes soportes materiales: pintura mural, fotografía, libros de texto, carteles, imagen virtual, cine. Nos interesan las diversas modalidades que asume la imagen en su producción educativa nacional de distribución masiva, así como las prácticas escolares con respecto a la imagen.

Como respuesta a la primera pregunta, ¿la imagen, por sí misma, educa?, adelanto que la imagen educa la mirada y es guía para reconocernos en el mundo y valorarnos, para distinguir quiénes son los otros y de qué manera son aptos para incluirlos en un nosotros o excluirlos. La cultura de la imagen no es simplemente un conjunto de imágenes que circulan día y noche y que se ofertan al consumo de quienes vivimos inmersos en ese mundo. La cultura visual es un conjunto de discursos visuales que construyen etiquetas o “nombres visuales” que nos definen el campo de lo visible y lo invisible, lo valioso y lo prescindible, lo bello y lo feo, lo propio y lo ajeno, etc. Las imágenes y los “nombres visuales” que se construyen con ellas, educan y condicionan nuestras acciones.

El acoso de las imágenes al que estamos expuestos porque circulan en el espacio público, muestra a los sujetos en términos de normales y anormales, de nosotros y ellos, de lo ordinario y lo extraordinario, subordina a la diversidad visual y contribuye a su exclusión, al mismo tiempo que fomenta la admiración, el respeto y el deseo por otras imágenes, generalmente las opciones hegemónicas.

El prestigio de la imagen se debe a su gran cercanía con “la realidad”, y aunque nos hace suponer que la reproduce, en realidad crea la manera en que la reconocemos. Por ello Joan Scott (1995) observa que las diferencias por las que se discrimina a los sujetos no son innatas, y no son las que provocan el racismo y la exclusión, sino por el contrario, la discriminación es resultado de las etiquetas con las que se conoce a los diversos y con las que se les jerarquiza socialmente. Las etiquetas visuales son especialmente dominantes porque aparentan “lo real”. De hecho, las imágenes provocan una exageración de la realidad: subrayan de forma hiperreal las características visuales, construyendo con esos recortes particulares y las ausencias, una realidad visual etiquetada. Las formas posibles de convivencia social, así como las relaciones familiares e íntimas están mediadas por la imagen que circula en el ámbito público, que comparte el espacio privado y de esta manera atraviesa los universos discursivos visuales públicos e íntimos de las personas. Se puede decir de la cultura visual occidental, que disciplina las miradas de quienes viven en este mundo hipervisual, domina la representación de su imagen de lo que es la familia, una pareja enamorada, un estudiante ejemplar, una madre, un maestro, un indígena; hasta conceptos abstractos como la libertad, la nación, la felicidad tienen una imagen que les corresponde y con la que aprendemos a pensar y crear —recrear— nuestras “propias” imágenes.

La construcción de las imágenes no es individual y de libre creación. Para que las imágenes comuniquen, sus realizadores tienen que referirse a estereotipos, fórmulas visuales y a otras imágenes que corresponden a géneros discursivos que circulan en el contexto y son identificables por sus observadores. En el campo educativo, es posible observar que las imágenes son muy similares entre sí. En este libro se pueden consultar ejemplos donde se reitera un mismo tipo de imagen y se nombra visualmente un fenómeno o un actor siempre de la misma manera. La escuela, los maestros, el indígena, la familia, el alumno, los mexicanos, etc. poseen una imagen visual que nos educa y que define en gran medida lo que pensamos de las instituciones, los actores y los fenómenos sociales.

En los diferentes capítulos de este libro, se analiza el lugar que ocupan las imágenes educativas en la construcción de las identidades, las relaciones sociales, y el sentido de la experiencia de la vida contemporánea. Punto de acuerdo entre los autores de esta publicación es que las imágenes, más que percepciones de la realidad, son construcciones sociales que “enseñan” a reconocer el entorno. De esta manera, la imagen educa nuestro lugar en el mundo.

En respuesta a la segunda pregunta con la que iniciamos esta introducción, ¿la escuela educa para la cultura de la imagen?, argumentamos que la escuela es una de las instituciones que construye, organiza y legitima las imágenes que definen las miradas. De esta manera, la escuela con sus recursos visuales enseña a ver lo propio y lo ajeno y a discriminar lo valioso de lo innecesario, contribuye en gran medida a la formación de sujetos que saben mirar, mirarse, y que son mirados de formas particulares.

Entendemos por educar, como la actividad que contribuye para que el alumno adquiera los saberes considerados fundamentales para su formación y los saber-hacer de esa adquisición, con el objeto de que los utilice para vivir en sociedad. Así la eficacia de la educación depende no sólo de trasmitir información o conocimiento, sino también de aptitudes intelectuales desarrolladas en el proceso de adquisición de conocimientos (el qué y el cómo). En el proceso, y en relación con la imagen, no sólo se adquieren contenidos e información, sino además sistemas simbólicos, reglas sintácticas y, sobre todo, la relación con el referente y las maneras de relacionarse con el mundo.

La imagen como lenguaje visual, se considera en la escuela como un elemento más al servicio de la intención pedagógica. Pero existe una distribución asimétrica de poder en las culturas visuales, entre las llamadas culturas globalizadas procedentes de las regiones más poderosas y aquellas múltiples imágenes que se gestan en contextos locales. Las culturas visuales pertenecen a formaciones culturales, situadas históricamente, que también generan prácticas en conflicto con los presupuestos globales y universales, y moldean conocimientos particulares que no siempre reproducen el saber de la cultura visual hegemónica.

Entonces, en la escuela ¿cómo desplazar la imagen naturalizada de la cultura visual en occidente?, ¿cómo fomentar las imágenes que los niños en su entorno conocen, disfrutan, construyen, los hacen sentir bien, y que no son réplicas exactas de aquellas globalizadas y lejanas a su realidad? Una estrategia posible es desarmar la imagen globalizada y su supuesta universalidad.

Ahora bien, se nos presentan nuevas interrogantes: ¿cómo transformar la imagen para incluir la dialogicidad y entender cómo nos miramos a nosotros mismos y al otro? Parafraseando a Spivak (2003), ¿dónde está la mirada del subalterno? ¿Cuáles son los espacios, registros, métodos, que permiten recoger las culturas visuales múltiples y diversas, de los denominados por occidente como “el otro”? Al observar cómo se mira a los otros desde la cultura occidental hegemónica, se constata que es precisamente esa mirada la que construye a los otros como diferentes. Pero existe una mirada inversa1 que construye las culturas visuales no hegemónicas. Frente al hecho de que los regímenes coloniales permearon nuestra propia mirada sobre nosotros mismos, la mirada inversa “habla visualmente” de lo propio. Este libro propone que las culturas visuales se construyen siempre frente a la experiencia hegemónica o colonial y que por lo tanto su estudio debe contemplar la mirada propia sobre sí mismo y sobre el “otro” del occidente hegemónico. Decolonizar las categorías que se utilizan para definirnos desde fuera, significa incluir la mirada no hegemónica, la mirada inversa, sobre sí mismo, en los recursos visuales pedagógicos.

Este libro tiene cuatro grandes secciones. La primera se refiere a “La representación visual de la escuela”. En ella se observa a la escuela en su papel de educador de la imagen y las formas de ver. En el primer capítulo de esta sección se examina a la escuela como reproductora de la imagen de nación que la SEP ha construido, y en el segundo capítulo se muestra la construcción visual del maestro de acuerdo a la voluntad política nacional del poder en turno.

De esta manera, en el primer capítulo, Mario Rufer investiga cuál es la relación entre el museo comunitario y la escuela pública, analizando el uso de imágenes y estereotipos en dos encuentros nacionales de museos comunitarios. Su texto muestra que en los museos comunitarios se habla de diversidad, de promoción de modalidades autogestivas, de políticas de exhibición “de y para” la comunidad, pero que en las participaciones escolares se (re)presentan las mismas comunidades desde la estatalidad, como una parte de la homogeneidad de la nación mexicana oficial. Así, las comunidades indígenas representadas en los museos comunitarios por las escuelas locales, aparecen como bellas pero muertas, plasmadas ahistóricamente, sin posibilidad de dialogar.

El segundo capítulo de esta sección muestra cómo las fotografías de los principales periódicos nacionales presentan una imagen homogénea y estigmatizada del profesor como incompetente y preocupado por conservar privilegios. Las autoras Alicia Peredo Merlo y Citlalli González Ponce, en el capítulo “El deterioro de la imagen docente y la inactividad de la Secretaría de Educación Pública”, plantean la construcción visual del maestro en la prensa nacional y su relación con una SEP que no busca dignificar la imagen de los docentes porque pareciera que le conviene que la sociedad los culpabilice de la mala calidad de la educación. Presentar a los maestros como un grupo externo al gobierno permite criticarlos y no cuestionar las políticas oficiales. Las autoras subrayan la relevancia de la fotografía, que, fuera de su contexto, manipula la representación del maestro.

En la segunda sección, “La representación visual en los libros de texto”, se analiza la producción visual en los libros de texto oficiales para las primarias y las secundarias. Como instrumento didáctico principal de la SEP, por su alcance, así como por su presencia política, el recurso visual en el libro de texto es más ampliamente abordado en este libro. Son cuatro los capítulos que tienen como tema la imagen en el libro de texto. El primero, escrito por Myriam Rebeca Pérez Daniel, se pregunta cómo fue pensado el texto y su relación con las imágenes y si las ilustraciones se han insertado con objetivos didácticos o por razones vinculadas meramente al diseño y la ilustración de la página. Con esta inquietud, a partir del análisis de la función didáctica de las imágenes en los libros de texto gratuitos vigentes en el ciclo escolar 2016-2017, Pérez Daniel insiste en el desperdicio del potencial didáctico de la articulación imagen-texto como recurso, y pregunta qué mejoras son posibles de prever con relación al uso de la imagen en los libros de texto gratuitos (LTG).

Sarah Corona Berkin vincula el uso de la imagen en los LTG con la formación de ciudadanos mexicanos. En el análisis de las imágenes que acompañan la clase dedicada al Himno Nacional Mexicano en dichos libros de 1943 a 2016, la autora destaca la construcción visual de los mexicanos en cada época histórica. El análisis discursivo muestra que el “nombre visual” de mexicano se transforma de acuerdo a los momentos político-sociales en que se generan las políticas educativas y los libros de texto.

En el capítulo titulado “La interculturalidad visual en el material didáctico de Telesecundaria”, Rozenn Le Mûr suma al análisis de la imagen de los libros, las representaciones visuales que apoyan al programa de la Telesecundaria. Este trabajo muestra los patrones dominantes y la permanencia de estereotipos en los manuales escolares, así como también se propone identificar las características principales en la representación de los indígenas, y los aspectos decisivos que merecen ser revisados.

El texto de Mayra Margarito analiza al ciudadano mexicano desde su configuración en el LTG como familia mexicana. Para ello la autora realiza un análisis discursivo de las imágenes de los LTG utilizados entre 1960 y hasta la fecha en las primarias mexicanas (los libros de español para los dos primeros grados). Analiza las ilustraciones contenidas en estos materiales educativos, a fin de encontrar los cambios y permanencias en torno a la concepción de los roles asignados a cada miembro de la familia.

El primer capítulo de la tercera sección, titulada “Representación visual en los recursos didácticos”, se relaciona con los capítulos anteriores pues si bien analiza la herramienta digital Enciclomedia, la programación visual de dicho medio tiene correspondencia directa con los contenidos visuales de los LTG. Diana Sagástegui describe y analiza el programa de Enciclomedia usado en las primarias de 2003 a 2009, programa que finalizó por su mala evaluación y costos elevados. Sin embargo, siempre fue bien valorado por profesores y alumnos. La autora propone investigar esta paradoja y discute las ventajas y desventajas del uso de la imagen en clase, en un contexto de consumo masivo de tecnologías digitales.

El segundo capítulo de esta sección, escrito por Bruno Baronnet, se titula “El uso de las imágenes en los muros de los salones de clase de educación indígena”; analiza las prácticas de los profesores y niños indígenas de Morelos, Oaxaca y Chiapas, cuando aprovechan los muros de los salones escolares para exponer materiales visuales con fines pedagógicos. El autor explica que el material disponible proyecta elementos de colonización con imágenes hegemónicas y esencializadas que no dignifican los valores y las culturas visuales de los pueblos indígenas. También encuentra que las imágenes que el maestro coloca en las paredes no son repetición de las del LTG, más bien son discordantes con sus contenidos y exhiben el desajuste entre la cultura escolar visual y la del contexto comunitario.

El texto de Julio Cuevas Romo trata de las potencialidades y los límites del uso didáctico de las historietas, a partir del análisis de la Enciclopediacientífica Proteo, originalmente un proyecto francés que la SEP decidió traducir y usar como apoyo didáctico a los LTG mexicanos. El autor se pregunta de qué forma el uso de un material “atractivo” como Proteo puede ser una herramienta para enseñar ciencias. La forma visual de la historieta es en sí atractiva para los niños y jóvenes, sin embargo el autor considera que para que la historieta llegue a ser pedagógicamente valiosa, debe estar acompañada de una estrategia que vincule la ciencia ficción y la historieta con el quehacer científico.

Finalmente, en la sección “La representación visual en el arte” se abordan dos soportes visuales de gran relevancia e impacto: la pintura mural como proyecto de la SEP, y la producción cinematográfica. Wilfried Raussert se enfoca en la obra mural de Diego Rivera en el contexto de la política cultural y educativa de la SEP. Este trabajo de Rivera inscribe la historia y la cultura mexicanas en el discurso de una identidad indígena mexicana que desafía la modernidad occidental para proponer una modernidad alternativa. El autor demuestra el valor didáctico de las representaciones visuales de la cotidianidad y la importancia de los medios visuales dirigidos a una población analfabeta. Muestra cómo los murales de Diego Rivera en la SEP constituyeron un punto de partida para reimaginar la identidad mexicana, y la correspondiente formación de la nación inspiró la creación de la pintura mural del siglo XX, el arte público y el arte callejero.

Por su lado, Yolanda Campos vincula en su análisis la obra de Diego Rivera y la de Emilio Fernández como dos referentes del nacionalismo posrevolucionario mexicano que aportaron elementos y narrativas que construyeron la representación de los maestros y la educación. Centrada en el análisis de la película Río Escondido dirigida por Emilio Fernández y financiada por la SEP, muestra cómo el tema de la educación aparece vinculado a los preceptos revolucionarios. En su análisis de la película, la autora nos introduce a las fuentes estéticas de Emilio Fernández y a la procedencia de su narrativa. Con relación al muralismo y a Diego Rivera en particular, la autora encuentra allí formas que inspiraron a Emilio Fernández para construir un cine mexicano sobre la mexicanidad.

La educación explícita e implícita de la imagen ha tomado muchas formas, algunas son analizadas en este libro: como las imágenes de las lecciones en los libros de texto de civismo, español y ciencias, la participación en los museos comunitarios, la decoración de las paredes escolares, murales, películas, historietas. Todas son formas de educar la mirada de quienes pasan por la educación básica y de la educación que reciben fuera de las aulas.

Las experiencias visuales promovidas por la SEP producen disposiciones corporales y estéticas que definen la participación en el espacio público. Un primer desafío al uso escolar de las imágenes tiene que ver con la inclusión de la diversidad y los nuevos saberes en la conceptualización visual de la mexicanidad. Las nuevas tecnologías deben ser tomadas en cuenta, así como también la transformación de las relaciones intergeneracionales, la nueva relación de la escritura con la imagen y, sobre todo, la inclusión de todos desde su propia visualidad, en las imágenes que circulan en los recursos visuales del sistema educativo: una igualdad educativa que pasa por una igualdad en el discurso visual.

La educación de la mirada empieza por hacer visible el ejercicio disciplinario de la mirada, desmantelar la noción ingenua de que la imagen es un recorte de la realidad, y comprender que nada visual está fuera del discurso y de los aprendizajes sociales. La escuela entonces podría interrumpir ese flujo de imágenes oficiales, comerciales, estereotipadas que se ha naturalizado, y rescatar otras imágenes que enseñen a ver otros objetos y de otras maneras, a valorar otras formas de mirar el mundo y a sí mismo. La escuela debe ser el lugar que nos ponga en contacto con los mundos visuales de los otros, que conocemos poco, pero que nos completan y nos permiten descubrir ese excedente de nosotros mismos que sólo en la mirada del otro podremos conocer. Está en manos de la educación y sus recursos visuales construir otras formas de relacionarnos con el mundo.

Los autores agradecemos a nuestras instituciones universitarias por su amplio apoyo para realizar investigación en el campo social, que en esta ocasión nos permitió acercarnos, a través de las imágenes, a las propuestas educativas desde los hechos sociales y los eventos históricos. A Conacyt CB227031 por financiar generosamente algunas etapas de este proyecto. A nuestros amigos los doctores Carmen de la Peza Casares y Francisco Hernández Lomelí, por comentar los trabajos y proporcionarnos invaluable retroalimentación antes de publicar esta versión. A la doctora Rozenn Le Mûr, quien participó desde el origen del proyecto y coordinó con compromiso diferentes etapas. A Paulina Reynaga por sus rápidas respuestas tecnológicas para que el manuscrito cumpliera con los requisitos formales de la editorial. A Cristina Gallo por su eficiente ayuda durante los seminarios de preparación de este libro. A la directora de la Editorial Universitaria, Sayri Karp, porque el entusiasmo con el que nos recibió y la importancia que encontró en las páginas de este libro nos motivan a seguir trabajando por una imagen escolar que sea acorde a los tiempos y a la diversidad que compone el espacio público.

1 Véase la producción visual wixárika a partir de sus propias imágenes (Corona, 2011).

SECCIÓN 1 Representación visual de la escuela

Capítulo 1

La inocua belleza. Tensiones entre museo, escuela y nación

Mario Rufer

Desconfiemos, por lo tanto, de las palabras

que acompañan la exposición de nuestros pueblos.

Georges Didi-Huberman (2014: 19)

Introducción

Este texto se desprende de un proyecto más amplio sobre museos comunitarios y sus relaciones con la cultura nacional del cual soy responsable.1 Desde hace algunos años analizo varias poéticas y políticas de construcción de comunidad a través de un dispositivo particular: los museos comunitarios de México.

El Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah) de México creó en 1993 el Programa Nacional de Museos Comunitarios (PNMC) como un acto peculiar (véase Rufer, 2014). Por un lado, era un esfuerzo político del Estado agonístico copado aún por el Partido Revolucionario Institucional, de “relevar” iniciativas particulares de “comportamiento local”, que a través del foco cultural entró en las dinámicas políticas particulares de cada región. Quiero decir: no era casual el gesto de apropiarse de un repertorio discursivo que pertenecía a las disidencias (las “memorias comunitarias” como aquello que en algún presunto locus originario se contrapone a la fagocitación de la cultura nacional) y transformarlo en un discurso patrimonial del Estado sin demasiada problematización.2

A partir de la invitación de las coordinadoras de este libro me propuse pensar en cuáles eran las relaciones entre museo comunitario y escuela pública, entre el uso de imágenes, figuraciones, recursos visuales y estereotipos. Primero pensé que sería un ejercicio difícil, quizás porque no había reparado hasta ahora en cómo la escuela pública es un lugar crucial para la celebración de la “comunidad” y hasta qué punto la mancuerna entre museo comunitario e institución educativa básica ha sido pilar del cumplimiento de los objetivos arriba mencionados para el PNMC. Sin embargo, no lo fue. De hecho, es pertinente recordar que el historiador Tony Bennett acuñó en 1988 el concepto de “complejo exhibitorio” (Bennet, 1988) para estudiar la importancia que las grandes exhibiciones y los museos adquirieron en la escena europea internacional desde el sigloXIX, con una clara estrategia pedagógica que iba de la mano con la visión de la escuela moderna. De algún modo lo que Bennet intentaba exponer es que las nociones científicas de orden, jerarquía, clasificación y pertenencia se volvieron un “problema de cultura”: esto es, se tornaron parte de una estrategia pedagógico-formativa fundamental de las nuevas esferas públicas y la construcción de civilidad (incluso para las clases trabajadoras). Una tecnología visual con procedimientos específicos se volvió parte de una rutina para crear ciudadanía que debía apoyarse en el “relato” escolar. 3

Lo cierto es que esa fe en la potencia cívica —y en el relato historicista, tan diferente del de los museos ambulantes o los gabinetes de curiosidades de los siglos xvii y sobre todo XVIII— parece haberse, también, agotado. O al menos desplazado. Se acusó al museo tradicional de colonial, unilateral y poco preocupado por la “lectura” y la significación (Castilla, 2010; García-Huidobro Budge, 2010); y desde los años setenta del siglo pasado, el énfasis de lo que se llamó “la nueva museología” puso en entredicho la función pedagógica y la constatación soberana e inalterable del enunciado museal. Es en esta configuración que podemos comprender la fuerza que tuvieron los museos comunitarios, ecomuseos y museos participativos.

Los interrogantes

Si nos apegamos a la primera declaración de museos comunitarios latinoamericanos, producida en Chile en 1992, la misma prevé “la difusión de formas comunitarias de memoria que hagan conocer diversas maneras de concebir y transmitir el pasado común no registradas en las historias tradicionales” (Balesdrian, 1994: 43). Si bien, por supuesto, el PNMC adoptó los discursos previsibles sobre el respeto de la diversidad, el impulso de modalidades autogestivas y la promoción de una nueva museología que disponga una política de exhibición “de y para” la comunidad, lo que no se problematiza en ningún caso es la doble tensión que, después de trabajar con algunos museos, encuentro entre las acepciones sobre lo local, lo nacional, lo comunitario y lo estatal.

En este sentido, todo el esfuerzo del PNMC tuvo que ver con dos elementos: primero, lanzar una convocatoria nacional para que “las comunidades” que quisieran organizarse en torno a una propuesta de museo sobre su historia y patrimonio lo hicieran bajo el paraguas conceptual de este programa y con un apoyo económico inicial. Segundo, no sólo se intentaba patrocinar el nacimiento de estos espacios de “discusión” sobre memoria, comunidad y patrimonio, sino también salvaguardar el patrimonio arqueológico y evitar la privatización de zonas y objetos que el INAH no podía controlar por entero (Camarena y Morales, 2006).

Sin embargo, en el actual panorama de los pluriversos neoliberales el Estado se retira de cierto desempeño regulador en aspectos macro mientras, por otro, dirige sus acciones a sostener la extensión de soberanía en campos como el cultural. En este punto, el impulso a las voces menores y a su “gestión” justamente bajo el lenguaje paradigmático del museo en tanto sistema de representación que exige una poética y una gramática precisas, merece plantear algunos interrogantes. El esfuerzo de construir museos comunitarios a lo largo de todo México, que de algún modo “reconozcan” y exhiban aquello que el Estado “falló en dar voz” en sus discursos hegemónicos, origina mis preguntas para este texto: ¿quién habla, por cuáles comunidades y para qué? ¿Qué imágenes —en el sentido amplio de amalgama visual con sentido— de pueblo, tradición, cultura y comunidad aparecen ligadas a museo y escuela y qué nociones de historia, memoria y patrimonio se ponen en tensión en ellas?

Son preguntas amplias; sin embargo, aquí quisiera plantearlas a través de un prisma particular como unidad de estudio: el XVIII y XIX encuentros nacionales de museos comunitarios que hubo en noviembre de 2012 y 2013. El primero en la comunidad de Jamapa, Veracruz;4 el segundo en Atzayanca, Tlaxcala; ambos bajo el auspicio del INAH, con el lema “Comunidades narrando su propia memoria”. Quiero trabajar con el material recogido y registrado de estos encuentros, no porque tengan alguna “representatividad” sobre un conjunto mayor; me interesan fundamentalmente porque, en ambos casos, la escuela pública, la educación y el rol específico de “los niños” como agentes de historia, son elementos centrales en la consolidación representacional de la función del museo: el museo funciona como una extensión del rol escolar, como veremos.

La primera aporía que podemos plantear es la siguiente: las formas de operación de los museos comunitarios para que promuevan públicamente formas de hacer memoria colectiva “no tradicionales”, donde “lo comunitario” sea una memoria propia expresada por formas locales de “rescatar patrimonio”, están amparadas en encuentros nacionales cada año, a los que acuden distintas delegaciones (a veces más de cincuenta) de diferentes partes del país. Esos encuentros nacionales tienen tres características básicas: primera, un alto carácter ritual (en términos de acciones convencionales, repetitivas y performáticas); segunda, la presencia y custodia de las autoridades del INAH; tercera, y tal vez la más importante aquí, la presencia participativa y expectante de la escuela pública y de los niños del lugar. Participativa porque los encuentros se abren siempre con un desfile organizado, protagonizado y custodiado por los niños de la escuela pública de la comunidad anfitriona; y expectante porque, una vez terminado el desfile, los niños quedan al margen formando un arco que “contiene” al resto del evento.

Quiero decir: la formación discursiva comunitaria como las formas de “lo propio”, “lo local” y lo “no hegemónico” está amparada bajo la tutela de lo aparentemente ajeno (el Estado), lo regional (el territorio soberano del Estado-nación), lo hegemónico (la historia nacional) y lo promisorio (los niños).

Abordaré esas paradojas trabajando específicamente con el formato del ritual del encuentro y con la palabra específica de algunos actores comunitarios allí presentes.

El desfile y la mímesis

Mire, pintamos todo. Que se vea bonito. Imagínese, gente de toda la República. Ya somos casi amigos, pero igual. Y luego los del INAH… no pues claro que debe estar bonito. Después dicen que en los pueblos falta orden. Los chamacos están ensayando el baile desde hace mucho y las chicas, las jarochas, se preparan para el desfile en la escuela. Y hemos pulido todas las piezas del museo. Los niños participaban haciendo las cedulitas y también escogiendo de los libros qué imágenes se pintarían en las paredes… Ahí en el escenario donde vamos a inaugurar y cantar el himno, ¿ya vio? Los chamacos de las escuelas trabajaron para pintar la pirámide esa y la bandera mexicana. Ya sabe, la pirámide para nosotros es la gran montaña, el centro del universo, el origen de lo que somos. La bandera como forma de unión de todas las comunidades que vienen…5

Estas palabras de Ramón fueron el disparador central para este texto. Varias lexías6 atraviesan este discurso: la noción de limpieza y pureza, la intervención de la escuela, la presencia de los símbolos patrios (el himno y la bandera) y de la pirámide arqueológica (no importa de qué cultura) narrada exactamente como la proponen tanto la historiografía nacionalista hegemónica (Gorbach, 2012) como la historia pública nacional a través de una de las herramientas más poderosas de divulgación: la revista Arqueología mexicana.7

La escuela tiene que ser parte del museo comunitario. Quiero decir, si el director del museo es un maestro, es porque el museo es un puente, una conexión con nuestros niños, que aprenden del orgullo de nuestra comunidad en el seno de la nación (Ramón).

Al otro día, la delegación de las comunidades se congregó alrededor de la plaza central de Jamapa. Trajes típicos, regalos, estudiantinas, instrumentos musicales y cierto aire de familiaridad se promovía alrededor del escenario. En él, los integrantes del Ayuntamiento de Jamapa, el director del museo comunitario y algunos miembros del INAH se acomodaban en el estrado. Espacios encantados (por la tradición) y lugares modernos (en la presencia del Estado) (Dube, 2004).

La primera llamada a participar se centró en el llamado “desfile de comunidades”. Desde un costado de la plaza central, al frente de la Escuela Nacional Josefa Ortiz de Domínguez, saldrían las distintas delegaciones de los museos comunitarios y desfilarían por la calle principal, la carretera cortada a tal efecto y las calles colindantes del pueblo, hasta retornar a la plaza central para comenzar con el acto protocolario. Encabezaban el desfile las jarochas, jóvenes mujeres vestidas con el típico traje de Veracruz, estado anfitrión. Las jarochas eran las niñas de la escuela. Se apostan poco a poco, a un costado de la acera, los niños de la escuelas primarias públicas del pueblo, uniformados, a modo de espectadores. Se percibe el comienzo de un acto extraordinario en Jamapa. En los patios anteriores y en las aceras, se acomodan las familias, las mujeres y los niños de la cuadra. Se sientan. Pienso en las palabras de George Yúdice cuando analiza el vínculo entre espectáculo y pobreza, suturado por formas de estatalidad: una de las funciones contemporáneas de la cultura como recurso, es la de “mantener la autoestima de los pobres” (Yúdice, 2008: 27).

Las maestras exhortan a los niños-espectadores uniformados. Se ordenó el desfile: la delegación jarocha, anfitriona, lo encabeza con un estandarte que dice “Veracruz”. Una maestra se pone frente a la primera jarocha y le explica: “Debes ponerte aquí, dando a la puerta. Exactamente en el centro entre la Corregidora y Miguel Hidalgo”, cuyos rostros estaban pintados en el muro exterior de la escuela. Detrás de la delegación se disponen en orden alfabético cada uno de los estados de la república (sin identificación de la comunidad específica), incluido el Distrito Federal (más atrás Hidalgo, Guanajuato, Morelos, Oaxaca, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Tabasco, Yucatán).

Quisiera detenerme en este episodio protagonizado, custodiado y armado por la escuela en sus imágenes. Sabemos que el desfile es un dispositivo de Estado, una apropiación de la procesión religiosa que “mostraba” al santo a modo de celebración y comunión. El desfile colonial funcionó en los territorios latinoamericanos como una acción ritual altamente dramatizada que, a la sombra de una imagen religiosa como condensación simbólica, sostenía la soberanía territorial y espiritual de la Iglesia y remarcaba la familiaridad del paisaje, una forma de volverlo a fundar. A partir del siglo xix, el Estado-nación hizo uso indiscriminado de esa acción ritual despojando de carácter sagrado la procesión religiosa pero adjudicándoselo al carácter sacro-mágico de las “fuerzas” que “vigilan y aseguran” el territorio (Viñas, 1982: 123 y ss.). De alguna manera, el desfile pasó a ser monopolizado por el Estado; no dejaron de existir las procesiones religiosas, pero el Estado concentró el carácter performático del desfile como ritual pedagógico de afirmación de jurisdicción (Blazquez, 2012).

Desde el siglo pasado, todo ojo observador y trazado a paso igualado por los caminos, quedaba en manos de las fuerzas seculares y en particular del orden militar. Sin embargo, además de las “fuerzas del orden”, hay otras dos posibilidades para que el desfile-procesión que utiliza el espacio público, corta calles y remapea el trasiego diario, “aparezca” como escena contemporánea ritualizada: una es el desfile escolar de los niños en cada fiesta patria o en cada fin de año lectivo. La otra es el desfile conmemorativo-celebratorio que organiza a la comunidad imaginada: los desfiles patrios o ahora los desfiles del Bicentenario que se dieron en casi todos los países latinoamericanos.8 En ambos (el desfile escolar y el celebratorio de la comunidad imaginada) se cumplen dos características básicas: están amparados bajo un principio ordenador del Estado (en la pedagogía, en la historia o en la política de identidad) y hacen uso de la facultad mimética: los niños “son” los héroes patrios, “son” los defensores del futuro; las niñas son las jarochas como tipo ideal de una identidad precisa. Me parece importante recalcar este punto: en muchos de los museos comunitarios (sobre todo mestizos; en los museos indígenas la realidad es otra) sucede que la vinculación con la escuela es directa; y los niños en algún momento forman parte de las “piezas” de museo, en esa facultad mimética que desde Benjamin aprendimos que utiliza el Estado con los niños: son los únicos que pueden “encarnar” al héroe, a los padres de la patria, y refundar la religio histórica.

Mi hija va a ser la Corregidora en el desfile. ¿Se nota? Dígame usted que es de fuera, ¿se nota? Luego han de decir que la disfracé de quién sabe qué cosa. Ya ve cómo son aquí. Y el maestro [se refiere al director del museo] es muy estricto. Porque luego quiere poner las fotos en el museo. O sea, como una comparación. Así lo que pasó en la historia, y cómo lo recreamos aquí.9

Esa mañana en el desfile de Jamapa la comunidad imaginada era escenificada en el trazado mínimo del pueblo. Los espectadores eran asegurados: los niños iban haciendo postas en las filas de la acera, algo seguramente ensayado, para que a cada paso el desfile no quedara sin observadores que aplaudían y coreaban vivas. A mi pregunta a la madre de una de las jarochas por qué se había elegido ese traje y esa forma, me respondió:

¿Por qué? Pues nuestra comunidad se ve ahí, ¿no? Cuando nos vestimos así, sobre todo las mujeres. Ahí está la comunidad. Los trajes son los del… 15 de septiembre. Los de la escuela, o sea los que usamos en los actos de la escuela. Se podría decir que es el mismo desfile pero ahora para todo el pueblo y los que vienen a vernos. Yo siempre les digo que se pongan el traje y lo luzcan ante los demás con orgullo; cuando ensayamos sin traje siempre es un relajo, hay pleito, ya sabe, como que no nos hallamos. Pero nos ponemos el traje y ahí sí, somos todos como uno solo (Madre).

Cuando insistí si sabía de dónde salía ese traje, fue lacónica: “Pues de la escuela”. Más allá de la respuesta acerca de que el traje es un recurso y que tiene poco que ver con la cotidianidad (algo obvio), lo importante aquí es la precisión con la que un símbolo es revestido con una capacidad aglutinante, como en cualquier ritual de afirmación. No interesa el hecho de advertir que se trata de una exotización seriada, de una política estereotipada de la identidad, sino que lo asumido como una adquisición escolar y una reubicación del acto patrio es también el momento en el que la comunidad “sucede” en la performance (Turner, 1967: 37 y ss.; Turner, 1982). El acontecer tiene la propia característica del rito: es un hecho que excede la cotidianidad y está marcado por los referentes calendáricos y comunes del complejo pedagógico y performativo del Estado-nación.q

Pretendo discutir con cierta propensión contemporánea a contraponer Estado y comunidad como una especie de mecánica relación centrífuga. Como si existieran ciertos reductos “intocados” por las dinámicas de estatalidad a los cuales podemos retornar (la figura épica del retorno me parece crucial y perniciosa aquí). El riesgo más obvio de esta escisión es volver a poner, vía el camino de la crítica al Estado moderno y con las mejores intenciones, a la noción de comunidad en algo que estaría “más allá” de las dinámicas históricas (con lo cual la figura historicista de que la única célula política capaz de “producir historia” es el Estado queda intacta). Así, no hay comunidad per se, pero tampoco es cierto que no exista. Existe más bien como “conducta restaurada” (Schechner, 2011), como un acto repetido que formula la existencia en el propio espacio donde se actúa lo común.w Varias jóvenes agregaron al comentario de esta madre anécdotas sobre los “pleitos” cuando no llevaban el traje en los desfiles y la alegría por tenerlo que portar en los actos de la escuela.

Una vez finalizado el desfile en el mismo punto donde empezó, se congregaron todas las delegaciones de las comunidades en la plaza central, donde se efectuaría el acto protocolario. Con el estrado del escenario en altos, ocupado por funcionarios del Ayuntamiento y del INAH, el acto comenzó como cualquier otro acto de carácter oficial: con el izado del “lábaro patrio” y la entonación del Himno Nacional Mexicano, se cantaron las diez estrofas enteras, como nunca me había tocado presenciar. Alberto, maestro de escuela y uno de los encargados del museo comunitario, replicó:

Sobre todo es para los niños, están viendo los danzantes, las comunidades, que vean también la fortaleza del país aquí, en su propia comunidad […]. El museo y la escuela tienen que poder decirnos esto. Rescatar la diversidad de México en la unión de todo lo bonito que tenemos.

La beldad y la historia

Esta particular importancia otorgada a “lo bonito” expresada de esa manera, se repite en otras ocasiones donde “museo” y “escuela” se reúnen. En el xviii Encuentro Nacional de Museos Comunitarios en Altzayanca, Tlaxcala, en octubre de 2013, la escuela pública del poblado también fue el escenario central de las discusiones, y el museo se encuentra justo enfrente de esta.

José de Jesús Paredes, el presidente municipal de Atzayanca en ese entonces, dirigió un discurso especial a los niños presentes y uniformados, y a las diferentes comunidades de México, cuyos representantes portaban sus estandartes (muy similar al encuentro de Jamapa un año antes).

Tlaxcala cuida a sus guardianes del futuro, a sus niños, en esta unión del museo, la escuela y la educación. Tlaxcala pudo conocer más de sus raíces prehispánicas, su tradición. El compromiso que adquirió hace tres años en el rescate de tradiciones ha dado frutos: nuestro carnaval ha dado frutos, nuestra feria del maguey con el pulque… los recibimos hoy con los brazos abiertos, para que los niños sigan el ejemplo. Aquí están los dibujos, las fotos… escuchen las voces de México —recién hubo un saludo en el hermoso mixe de Oaxaca—, su costado bonito, su don de gentes… También miremos a los campesinos… ellos nos han donado sus piezas, nutren el museo, son la forma viva de nuestros antepasados…e

Aquí hay algo importante. Ese mismo año 2013, uno de los encargados del museo comunitario de Atzayanca, Omar, refería en una entrevista algunos puntos que me parecen cruciales sobre la relación entre Estado-nación, comunidad, etnia y “patrimonio”:

Trabajamos mucho con campesinos, ya lo dijo el presidente…. ellos tienen el control de los terrenos. Ellos son casi directamente nuestro pasado. Tratamos de hacer conciencia y ayudar a proteger. Con la escuela, con los maestros trabajamos porque los niños tienen que dejar de ser campesinos para ser mexicanos… Mostramos una y otra vez las imágenes de las piezas a los niños. No importa que no sepan de qué periodo, de dónde. Lo importante es que reconozcan y respeten. Mire, sucede que los campesinos, si trabajaban la tierra y se topaban con una vasija pensaban que habían encontrado un tesoro monetario. Rompían la vasija y entonces veían que sólo tenía huesitos o ceniza. Se preguntaban: ¿en qué se convirtió el dinero, en ceniza? Nosotros tuvimos que explicarles: miren, no van a encontrar monedas. En la época prehispánica no había dinero… así ellos fueron entendiendo y donaron el material. Después se convencieron de que este era el mejor lugar para tenerlo. No guardado, sino exhibido [énfasis mío]. Desde 1993 el museo fue recuperando lo nuestro… Pero es un trabajo conjunto, por eso hacemos el desfile con los niños, las imágenes, todo eso.r

A partir de estos fragmentos quisiera responder parcialmente las preguntas que formulé páginas atrás. El argumento central de este texto es el siguiente: en comunidades mestizas que se consideran herederas de una presencia indígena soterrada (y además alentada a autorrepresentarse así), el papel de la escuela en conjunción con el museo comunitario es crucial para reforzar dos premisas implícitas:

Lo que Michel de Certeau llamó “la belleza de lo muerto” (De Certeau, 2009).

t

Para producir la “belleza del muerto” fue clave no sólo inaugurar el régimen preciosista de lo mexicano en el referente prehispánico despojado de todo conato de violencia, sino fundamentalmente cambiar el régimen de la mirada: si lo que había sido desincorporado en la Colonia regresa a la escena, la vieja nación afectada por ese borramiento (la nación india, originaria), lejos de ser reivindicada, es desbancada para siempre como sujeto de producción y de memoria. El argumento de De Certeau es claro: para “concebir” a la cultura popular hubo primero que ponerla en una vitrina, ordenarla, catalogarla, fijarla y, por ende, matarla. Sólo lo muerto, lo que no puede mutar en lo incierto, en lo disruptivo, es candidato a la belleza. La belleza de lo popular encarna algo muy diferente de la belleza “culta”. Esta está amparada en una noción eurocéntrica que usurpó el significante universal de “la” cultura pero que, además, imprimió en los países del sur una característica clave: la cultura sin adjetivos, sin necesidad de aclarar si es popular o masiva o selecta, “la” cultura tiene el rasgo inescindible de la blancura. El gesto de lo que Bolívar Echeverría llamó “la blanquitud” es fundamental para comprender la modernidad (Echeverría, 2010: 57-70). Es cierto, en México se reincorporarán los restos prehispánicos, ahora como ruinas. Pero estos pertenecen a la nación moderna, a México. Es México quien las mira y venera, quien la resguarda y conserva. Las ruinas son inmemoriales, pertenecen a la herencia atávica que borra temporalidades, sujetos precisos y violencias. Los niños miran, aprenden. México muestra su don de gentes, su costado bonito, su lengua como estampa (nadie dijo, por ejemplo, que nunca se entendió el saludo ni por qué). Los campesinos (no se los mencionó como indígenas, “donan” piezas —pero no su conocimiento sobre ellas—. Son el museo y la escuela los que hablarán de ello. Volveré sobre esto.

Se insiste también en que la escuela refuerce, a partir del museo, la noción de

cultura como

reliquia

. En el sentido más literal y cristiano del término: lo que en tanto

resto

de un pasado magnificente, es digno de veneración. También como lo fragmentario que “queda de un cuerpo” pasado, pero en definitiva “es” presencia de ese cuerpo en el presente.

y

Si pensamos en México, la exhibición que el Estado-nación procura de “el” huichol, “el” mixteco, etc. (en fiestas conmemorativas, en las estrategias de promoción turística, en la mayoría de las exhibiciones

museográficas) es en efecto una mostración de que

aún

existen en esa metonimia que expresa un carácter exhibido (un cacharro, un traje, una pieza de artesanía). Ahí

están

. Incluso cuando los actores sociales hacen una labor de apropiación de esa exhibición con estrategias locales, particulares y con aditamentos de la memoria local, los agentes de estatalidad (promotores locales, agencias delegacionales, ayuntamientos) intentan que eso sea vehiculizado como la grandeza de

una parte

del todo mayor: la nación mexicana.

Lo importante es poder analizar cómo los niños se convierten en espectadores de esa imagen que es, en realidad, una exposición, en el sentido que Didi-Huberman le da en su trabajo Pueblos expuestos, pueblos figurantes (Didi-Huberman, 2014). Didi-Huberman plantea que justamente como los pueblos están expuestos a la desaparición, son forzados a aparecer en una imagen unívoca, sin montaje, sin posibilidad dialéctica, definida por el estereotipo y observada por una pedagogía de la vigilancia: medios de comunicación, museo, escuela.

Lo que me llama la atención aquí en estas celebraciones comunitarias es la fuerza que adquiere una forma de operar con la imagen del pueblo, su belleza, para con los niños: la cultura, el campesino, así parcializados, el/la, no son “representación” ni “símbolo” del pasado (en tanto mímesis de segunda naturaleza); son fragmentos-testigos, restos de ello mismo. Muestra viva, como sinécdoque de un pasado magnífico que es digno de veneración. Y bien sabemos que la veneración, como cualquier acto de contemplación que emana del dogma, bloquea el argumento e impide la profanación. A su vez, si es concebido como resto directo, manifestación objetiva del pasado, la temporalidad se anula sobre el fondo de un no-tiempo. En síntesis, la reliquia bloquea la posibilidad de pensar históricamente.

Convengamos que la reliquia sólo existe cuando hay un vínculo mayor que la sostiene, que la legitima. En este caso, ciertas formas de estatalidad. De algún modo, considero que el esfuerzo por nuclear una producción “enlatada” de alteridades (Segato, 2007), una formación particular de “otredades”, abreva en estas características con el uso de lo que Hall llamaría la “imagen atávica” del Otro (Hall, 2010), que sirve no solamente para producir la noción de tradición, sino también para crear una ilusión de tiempo particular. Esa forma de pasado arcaico encuentra en el niño y en la performance escolar, una promesa de futuro. Tal vez es una hipótesis demasiado aventurada, pero creo que ese acto mimético es la forma más eficaz de las imágenes de los derrotados, de los que están siempre a punto de desaparecer, al decir de Didi-Huberman, y es sobreexpuesta piadosamente en la educación pública para borrar cualquier conato de violencia, del proceso histórico que esa imagen connota.

El epígrafe de este trabajo corresponde a esa sensibilidad de Didi-Huberman que plantea, siguiendo a Benjamin, que es necesario desconfiar de las palabras y de las imágenes en las que los pueblos han sido mostrados, exhibidos, y sobre todo fijados por las instancias de poder, justamente porque esas imágenes atentan contra la propia noción histórico-política que los hace ser: “los pueblos expuestos a la reiteración estereotipada de las imágenes son también pueblos expuestos a desaparecer” (Didi-Huberman, 2014: 14).

Lo que desde una perspectiva etnográfica podríamos agregar al análisis de Didi-Huberman —y que aparece abigarrado aquí— es que las acciones de estatalidad emprendidas por agentes específicos han logrado “ser”, bajo ciertas condiciones, la forma de autopercepción de las comunidades que, en efecto, quieren tener derecho a encarnar las imágenes, los símbolos y los atributos de la nación. El Estado funciona en el marco de una condición histórica aporética: en el afán de gestionar imprime su firma (Das, 2004); una escritura que siempre es catacrésica: esto es, que puede ser excedida, vuelta inestable, a partir de su propio significante.u Es en esa ambivalencia que implica la firma del Estado (entre pertenencia y desafiliación) donde habría que prestar mayor atención al uso restaurado del universo simbólico nacional.

En Jamapa, en medio de las celebraciones, doña Herminia me comentaba algo que, considero, sintetiza lo que estoy argumentando:

…qué bonita se ve la bandera en los niños; y las jarochas al costado. Lástima que en un tiempo se arruinan. Como el país, ¿no cree? El problema es que aquí falta de todo. Por eso es bueno mostrarles a los niños, que vean, que sientan, que defiendan que esto también es México. Si allá se olvidan, que ellos no lo permitan. Y para eso hay que saber, ir al museo, ver la bandera, defenderla pero desde acá, y eso sí: ¡tener algo para decir! [El énfasis es mío.]

Conclusiones

Si allá se olvidan… La alegoría del paisaje en la confirmación relacional del poder. ¿”Allá” es la ciudad capital del país, el “Distrito”, como me replican cuando explico lacónicamente que vengo del DF, ese territorio centrípeto adonde todo parece dirimirse, incluso aquello que las comunidades deben hacer consigo mismas en términos de su (re)presentación? ¿O “allá” es el gobierno, en esa afirmación proteica del poder que está siempre en otro lado o que, parafraseando al dictum de Foucault, viene de otro lado?i ¿O será que “allá” refiere más bien a una metáfora temporal, del lapso transcurrido que todo lo tergiversa y lo devuelve usado; el tiempo de la madurez donde ya ningún atributo alcanza compromiso histórico y entonces la facultad mimética de ese niño en el acto escolar es, en la mirada del adulto, simplemente un disfraz, una afectación que motiva la risa y la ternura?

No lo sé. Pero la “fe” en que la carencia puede ser resuelta por medio de los atributos de la nación (escuela y museo) no me parece que pueda agotarse en nuestra descalificación como llana ideología (en su sentido más restrictivo de falsa conciencia). Tal vez aquí sí cobra sentido la noción de comunidad de Roberto Esposito, aquella que plantea que la comunidad no se articula en lo común, sino en la falta (Esposito, 2009).o El problema con las prescripciones filosóficas (a diferencia de las sensibilidades etnográficas) es que no dan cuenta de que las personas viven porque pueden simbolizar su existencia, ritualizarla, pactarla en acciones cotidianas. A eso apela Herminia. A una refundación del pacto, donde escuela, bandera y museo aún tienen sentido. El problema es que han perdido la capacidad de hacerlo duradero, de sostenerlo en el tiempo. Ni las narraciones de la historia ni las prerrogativas de las políticas de identidad parecen estar a la altura de suturar ese pacto, de hacerlo no sólo significante sino duradero. Y las acciones de estatalidad —según he tratado de mostrar— intentan extender su soberanía no ya por la vía de promover un pacto originario de nivelación y de homogeneidad. Al contrario, lo hacen promoviendo que el Estado ya entendió todo: somos muchos, hay “otros”. Pero aquellos, los adjetivables, los que necesitan un epíteto (indígenas, originarios, afros, etc.) son, ante todo, bellos. Bella es la tradición, la vasija, el traje, la bandera. Bello es siempre lo que aparece así —el/lo— en la singularidad. Bello es lo solemne y bello es, como sabemos, aquello que está condenado a existir fuera del uso cotidiano y de la mutación de la historia. Bello es, quiero decir, aquello que se exhorta a existir fuera de lo político: lejos del accidente, de la batalla y de la diferencia.p

Uno de los elementos que, desde mi lectura, se ha trabajado poco en el “dispositivo” museo es la noción de pluralidad. No la pluralidad liberal, no la idea de “muchas piezas” en un conjunto. Desde ese prisma hay, en todo caso, demasiado. Me refiero a la pluralidad que toma en cuenta la diferencia como un resultado sedimentado de procesos históricos: como aquello que ha sido negado y luego puesto a funcionar como signo de derrota en los cuerpos y en los rostros de los conquistados, de los despojados. Lo cierto es que la pluralidad liberal produjo (en el museo, en la fiesta y en ciertas estrategias pedagógicas) una poderosa alquimia. Con la idea de restituir el pleonasmo de un “derecho a la presencia”, hizo funcionar la diversidad de pueblos no como formas heterogéneas de producir narraciones cambiantes y accidentadas sobre sí mismos, sino como una estampa de beldad que sólo acepta ser vista, mirada. Se puso el acento en restituir la presencia de los olvidados no en la reescritura del mapa de relaciones históricas que hemos construido y que signan el presente (y que nos involucraría en una revisión de esas relaciones), sino en signos curiosos a los que se impidió la polisemia: son muchos, sí, pero tienen permitido existir como una sola cosa: una enumeración de bellezas.

Quizás la primera mancuerna que deberían tener en cuenta los museos y la escuela es volver a las lecciones de filosofía política de Kant que nos dio Hannah Arendt: hay que desconfiar de los pueblos embellecidos por el poder. Esa es, también, la axial desconfianza de Herminia en Jamapa. Podríamos hacer un contrapunto entre “aparecer” como pueblo en una imagen, y ser o “estar expuesto” como pueblo. La inocua belleza responde a esta segunda forma como voluntad de poder, y por ello estar expuesto se parece, cada vez más, al borramiento. En todo caso, pugnaríamos por confiar en los pueblos pulidos por la historia, por el paso de la historia por encima de su belleza, de su tradición y de su pulcritud. Pueblos atravesados por la contradicción como el aparecer político y por la exigencia de “tener algo para decir”. Algo que no sea fácilmente encasillable en la “prístina tradición”, la “cosmogonía originaria”, las “historias inmaculadas” y demás artilugios depositados en la alteridad. Resta desconfiar vivamente de las imágenes de autenticidad, de las purezas, de las originalidades y de los “retornos”. Queda hacer de la reliquia, como diría el Son-Jara de Mali, “eso en lo que un pueblo existe: imágenes de un remolino que crece con las estaciones y que nunca queda quieto”a.

Notas

1 “Memorias subalternas en museos comunitarios: narrativas locales, pluralidad cultural y tensiones de la nación en perspectiva Sur-Sur”, financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) (acuerdo número 130745).

2 La investigación incluyó el relevamiento de información durante cuatro años (2011-2015) en 17 museos comunitarios del Distrito Federal, Oaxaca, Coahuila, Chiapas, Yucatán, Veracruz, Tlaxcala y Zacatecas.

3 Por otro lado, es importante señalar que la estrategia de mostrar y exponer en vitrina tuvo, al menos desde el siglo xix, la misión pedagógica como centro. La escuela y el museo sostienen un vínculo peculiar porque el orden paradigmático del museo cumplía a cabalidad la exposición sintagmática de la modernidad en la escuela. Esto es: el “relato” escolar del progreso, la ciencia y la evolución era a su vez ordenado en el museo a partir de asociaciones temáticas específicas que coadyuvaron a la cristalización de los relatos autorreferenciales de la Europa hiperreal y de la noción de una Historia universal. El poder de la exhibición plasmado en los grandes museos nacionales nacientes (museos de historia, de antropología, de historia natural o de arte) y en las exposiciones universales (sin embargo europeas) desde mediados del siglo xix fue clave en la creación de una tecnología de la exposición y de una pedagogía de lo visible como ordenamientos del progreso, la flèche du temps y la irreversibilidad de la modernidad capitalista como opción y estrategia (Hodeir, 2002; Bennet, 1988).

4 Jamapa es una localidad que forma parte de la zona metropolitana de Veracruz, y según los datos del Conteo de Población y Vivienda de 2010 su población es de 10,376 habitantes.

5 Palabras de Ramón, artista plástico de Jamapa, 52 años. Entrevista del autor, noviembre de 2012.

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