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Primero de tres libros financiados por el Fondo del Libro, en los que se rescata la obra completa del escritor José Edwards (1910 – 1970).
El autor perteneció a la generación del 38 aun cuando no publicó nada en vida, más que un par de artículos en revistas de la época. Este libro contiene 28 cuentos ilustrados por el hijo del autor, entre los que se reeditaron los incluidos en Postdata (1974), edición póstuma realizada por Eduardo Anguita y otros amigos de José Edwards.
Con una mentalidad existencialista, y una pluma rebosante de humor y situaciones absurdas, Edwards nos lleva a través de sus personajes a las preguntas fundamentales del ser humano.
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L A I M P O S I B L E R U P T U R A D E L S E Ñ O R E S P E J Oy otros cuentos
JOSÉ EDWARDS
Me encontré con José Edwards por casualidad: no llegó a mis manos Postdata, su libro de cuentos publicado cuatro años después de su muerte; tampoco leí las Páginas de la memoria de Eduardo Anguita en las que menciona a Pepe en incontables oportunidades; mucho menos sabía de Distinguidas historias, libro en el que Enrique Bunster le dedica un capítulo completo. Fue absoluta casualidad: conversando con uno de sus hijos de cualquier tema que no tenía que ver con literatura ni con alguna de las preocupaciones de la vida que plasma Pepe en sus historias.
Cuando pude leer algunos de los cuentos que no estaban incluidos en Postdata me convencí de que no solo se trataba de una reedición, sino de rescatar casi la totalidad de su obra, trabajo que alcanzaba otros géneros además de la narrativa. Se trataba de volver a publicarlo y darlo a conocer más allá de las pocas copias de Postdata que se imprimieron. Asombraba, a primera vista, la agilidad con que se construían los mundos en los cuentos, su estilo ligero pero cargado con toneladas de las preguntas más profundas del Hombre.
A través de conversaciones con su familia y la lectura de sus dispersas apariciones en escritos ajenos, pude ver que a José Edwards nunca le interesó publicar. Me contaron que era muy tímido y, lo más importante, no se planteó hacer de la literatura su oficio. Era arquitecto y escribía cuando podía para hacerse cargo de sus propias angustias, reflejándolas en sus personajes e historias que se caracterizan, justamente, por ser desvergonzadas, capaces de restregar en nuestra cara el sentido de la vida, pero sin gravedad; ya que es algo con lo que tenemos que vivir cotidianamente, no vamos a hacer un funeral de esto.
Pepe escribió una obra de teatro junto con Enrique Bunster, una comedia llamada “Me caso con la Quintrala” que fue montada en el Teatro Imperio; no quiso ni siquiera aparecer en el afiche. De cierta manera contraviniendo lo que hizo con su obra, que fue tipearla ayudado por su esposa y guardarla en una caja de cartón, Eduardo Anguita junto a otros amigos editaron Postdata para homenajearlo y para difundir más allá de su familia la riqueza de su literatura que, coherente consigo misma, es una búsqueda incansable de las respuestas más difíciles de encontrar, las que no existen.
Tuve la posibilidad de abrir esa caja en la que descansaron por medio siglo los textos de José Edwards. Los manuscritos mantenían la huella de sus clips como si se tratara de los anillos de un árbol. Encontré muchos más cuentos de los que había en Postdata, junto con ensayos, obras de teatro y mitologías, curiosos juegos literarios basados en fábulas griegas que tratan sobre los dioses del Olimpo. El material, impresionantemente, no daba para hacer una selección. Si bien algunos textos están apesadumbrados por los más desesperados cuestionamientos con los que puede vivir un ser humano, mientras otros simplemente ironizan con la actitud del hombre hacia esa búsqueda, toda la obra está atravesada por un tipo de escritura particularmente humorística repleta de personajes atormentados con su propia existencia inexplicable. Estas preguntas tan lejanas, son hechas en contextos tan cotidianos que se transita por sus cuentos con una amenidad propia de lo conocido. Aun cuando nos invita a pasearnos por la insondable duda del ser y la muerte, Pepe logra amarrar lo etéreo con imaginarios comunes y corrientes y, cuando fantasea y te vuela la cabeza, lo hace con un ademán de normalidad en el que no sorprende encontrar al Diablo y a Dios sin saber qué hacer con un pobre penitente.
Sumergirse en su literatura no era solo retomar preguntas fundamentales, ni reírnos con él de la perplejidad del hombre ante el infinito, era también un ejercicio arqueológico: un proceso de encontrarse con el texto, con la duda de qué tocar y qué no, dónde estaba la gracia del autor y dónde lo inconclusa de su obra. Por esta razón los cuentos están casi intactos: y hay uno al que le falta una página, y hay una cita en latín que no es perfecta, como algunas otras particularidades que nos recuerdan que Pepe escribió para él y, más allá de sí mismo, poco importaban los lectores que hasta donde él sabía no existían.
José Edwards era católico y en su obra constantemente recurre a las formas de su religión para replantearla y jugar con las respuestas que ésta entrega a sus seguidores, las que siempre serán insuficientes. Lo hace con una lucidez que se hace evidente, logrando separar lo trascendente de lo formal, al distinguir muy bien qué es lo esencialmente espiritual, lo importante. Para él todas las religiones son buenas y, a la vez, todas las religiones son supercherías; desde ahí emprende su trabajo estético: despoja todo lo moralizante de la religión, sus preguntas van, como dice en uno de sus cuentos, “un poco más abajo del bien y el mal”, y la usa solo como material plástico: esculpiendo, deformando, ridiculizando, desquiciando lo cotidiano. Es la imagen de su metáfora, detrás de la que esconde sus preguntas.
Enrique Bunster dice que la literatura de Pepe viaja “de lo cotidiano a lo universal, de Recoleta al Más Allá”. Casi obsesivamente repasa sus interrogantes sobre la existencia a través de escenarios que se quedan en el día a día de cualquier persona, pero no quietos en puntos medios: su humor lo arrastra a situaciones delirantes, fantásticas e incluso enfermizas donde los personajes se encierran en calles sin salida a exigir una respuesta igualmente inasible que la pregunta, haciendo de la metáfora completa, de la imagen y del fondo, un absurdo total.
Su capacidad para crear personajes inquietantes, llenos de contradicciones, junto con los juegos literarios que construye a partir de estos, son los que hacen percibir tan sutilmente la profundidad de sus reflexiones y angustias. Es su talento como escritor el que le permite hacer arte de sus preguntas infatigables y pensar en lo más difícil de pensar, siempre teniendo claro lo ridículo que es obsesionarse con un problema sin solución, ya sea la libertad del ser, las razones o el sentido de la vida o lo patética que es la misma seriedad para enfrentar el Problema.
Un verdadero jardín zoológico de personajes maravillosos, el filántropo antropofóbico Manuel Benefactus, los farmacéuticos Vicente Primerovsky y Vicente Segundovich, Dios, el Diablo, la desenfocada Señorita Stella Maris y su correspondiente profesor Rabindranath Mardones, el complicado don Fermín Urrutizárragurenetchecoetchea, don Lázaro López, Misia Hécuba, el candidato presidencial Félix Arrau, Federico Bresnau de Hanover, el mismísimo Señor Espejo, los profesores Carneroni y Lagartóphilos, la Moraleja, la Fábula, el romántico Werther Respaldiza, el empírico doctor Tal, el homo sapiens Lucho González, el gallo Nicanor y su hijo Sigfrido, M. Anubis y Margarito Lorenzo Piedrabuena de Smith, Smith de Piedrabuena, esperan ser leídos desde hace décadas.
“Procedió a hablarme la Fábula
con palabras veloces y atropelladas,
contándome mil historias inconexas e inconclusas,
de las cuales las pocas que creo recordar
están transcritas en este libro”.
Un día cualquiera, a una hora imprevista, el arquitecto N recibió una visita para la cual no estaba, ciertamente, preparado. Se trataba de un señor moderadamente gordo, de cuello corto y cabellos grises, premunido de una inquietante mirada entre angelical y vidriosa, a la vez paternal y transparente como la mirada de un inmenso regalo o juguete de pascua.
Después de sentarse cómodamente, sacó de su cartera una inmaculada tarjeta que le obsequió sin mayores comentarios; la tarjeta decía así:
M. BENEFACTUS
—Tal vez mi nombre no le diga a usted nada —observó modestamente—. Yo soy un simple ciudadano que desea construirse una casa, o tal vez algo más que una casa: una mansión, o, si la palabra no le repugna demasiado, un palacio.
—¿Un palacio?
—Mi presupuesto es prácticamente ilimitado.
El primer impulso del arquitecto fue invitarlo a sentarse, pero como ya estaba sentado, procedió a ofrecerle un cojín, a fin de hacer su posición todavía más cómoda, colocándolo atenta y respetuosamente entre su espalda y el respaldo de la silla.
—Sé perfectamente, y le ruego que excuse mi entera franqueza, que una proposición como la mía no constituye un hecho corriente dentro del marco o desarrollo de su profesión; estoy perfectamente informado acerca de su talento y no ignoro que, debido a circunstancias desfavorables, este talento no ha tenido, hasta ahora, una plena oportunidad de expresarse; modestia aparte, mi propósito consiste en proporcionarle a usted esta oportunidad.
—Señor...
—No espero de usted una respuesta inmediata; solo deseo pedirle que considere o estudie lo que le propongo. Ciertamente, estoy dispuesto a indemnizarlo por el esfuerzo que este estudio supone: esfuerzo de tiempo, de dispersión de sus actividades intelectuales, etcétera.
Sin permitir que su interlocutor alcanzara a reaccionar, volvió a abrir su cartera y, sacando de ella un inmaculado talonario y una inmensa lapicera de color blanco, procedió a extender un cheque por diez mil dólares a su favor, que depositó delicadamente sobre el escritorio.
Luego se puso de pie, despidiéndose en forma igualmente delicada.
—Tómese el tiempo que necesite —agregó al salir—. El asunto no corre ningún apuro.
El arquitecto N corrió, al día siguiente, a cobrar el cheque de un modo directo y personal, a objeto de cerciorarse por sí mismo, no solo de la palpabilidad sino también de la autenticidad de los billetes que le fueron entregados por intermedio de la persona del cajero. Luego procedió a invertir siete mil dólares en acciones de la Empresa Monopolística de Alumbrado Público y Particular, S.A.C., reservándose el saldo para sus gastos personales más urgentes: diez latas grandes de caviar Romanoff, cinco cajones de whisky, un abrigo de pieles para su señora y un viaje al Brasil que tenía proyectado desde mucho tiempo.
Mientras arreglaba los pormenores del viaje, se entregó de lleno a comer caviar y a beber whisky, invitando indiscriminadamente a sus amigos y a sus enemigos con tan generosa profusión que, antes de tomar el avión, se vio obligado a vender acciones por el valor de tres mil dólares más.
Por fin, después de muchas semanas de delicioso vagabundeo turístico empezó a intuir de un modo obscuro e impreciso que sus fondos estaban a punto de terminarse, lo cual contribuyó fuertemente a avivar sus escrúpulos profesionales, induciéndolo a escribir apresuradamente la siguiente carta:
Brasilia, 5 de Octubre de 19...
Sr. M. Benefactus
Estimado señor Benefactus: De acuerdo con sus deseos, he estudiado en forma muy seria y detenida su interesante proposición.
Luego de terminada la carta, la introdujo en un sobre y después de colocar las estampillas correspondientes tocó un timbre para llamar al botones, un negro reluciente, quien, junto con recibir su carta, le pasó otra, dirigida a él, que traía pulcramente colocada en un plato de porcelana.
La segunda carta decía así:
El resultado de esta correspondencia fue la inmediata adquisición por parte de N, de inmensas cantidades de papel de dibujo, lápices y lapiceros de los más variados grosores y tonalidades, escalímetros, reglas y escuadras.
Después de un tiempo prudencial, el anteproyecto empezó a adquirir forma, con motivo de lo cual el cliente y su arquitecto concertaron una segunda reunión, esta vez frente a una mesa o tablero inclinado de vastísimas proporciones. N había alquilado para esta ocasión un nuevo taller, diez veces más amplio que el que tenía anteriormente, y había consultado un sistema de iluminación enteramente revolucionario, produciendo efectos visuales de gran nitidez y dramatismo por medio de focos potentísimos, dirigidos, bajo diversos ángulos, contra el papel, y manteniendo el resto de la enorme sala en completa obscuridad; de este modo hacía resaltar admirablemente los elementos cromáticos (toques y manchas de acuarela y de gouache) que apoyaban o equilibraban el gigantesco dibujo, especie de planta esquemática que, a pesar de estar tratada a una escala muy reducida (1:400), tenía una altura de dos metros y un largo de siete y medio.
Ciertamente, el proyecto había experimentado transformaciones profundas con relación al esquema esbozado por N en su primera carta: su concepción misma se había hecho más libre o elástica.
—Cometí un error al escribirle que el Tiempo no podía o no debía volver hacia atrás —confesó a su cliente a modo de preámbulo—. Por el contrario, el Verdadero Tiempo, o Tiempo del Paraíso, se estabiliza o se resuelve en Espacio, como una alfombra infinita e inmóvil o como un ilimitado laberinto, permitiendo al cliente, que pasaría a suplantar al sol, adentrarse en el Futuro sin inhibiciones o incursionar por el Pasado con sus dos pies, como pudiera hacerlo de un modo imaginario leyendo una novela de Proust. Así, he consultado una comunicación directa uniendo todos los recintos, algo como un anillo interior a través del cual se pueda pasar directamente de Taurus a Scorpio, o de Sagitario a Piscis volviendo hacia atrás. Además, me he permitido ampliar el ciclo haciéndolo abarcar no días sino años. Claro está que esto aumentará, en cierta medida, el costo total de construcción.
—Eso no tiene importancia —estableció Benefactus de un modo enfático.
En general el proyecto le agradó enormemente, permitiéndose tan solo insinuar la conveniencia de alterar dos o tres detalles, al parecer de muy escasa importancia.
Como suele suceder en estos casos, esos detalles obligaron a N a revisar todo su plano, induciéndolo a partir prácticamente desde el principio, o sea, a hacerlo todo de nuevo.
Por fin, después de veinte o treinta transformaciones similares, el proyecto quedó definitivamente concluido, y, una vez comprada la isla, cuya ubicación exacta fue determinada, tras largos titubeos, a treinta y seis millas marinas al Sud Oeste de las Galápagos, se dio comienzo, de un modo material y práctico, a los trabajos de construcción.
Más de dos mil obreros, dirigidos por cuarenta y seis diferentes empresas constructoras, empezaron a abrir caminos, a perforar subterráneos, a levantar murallas, a concretar bóvedas y a fabricar jardines, bosques, explanadas y terraplenes. Al centro de la isla se formó un gigantesco lago artificial comunicado con el mar por cuatro ríos también artificiales, a imitación de los cuatro ríos del Paraíso descritos por el Génesis, y, luego de rellenarse mil cuatrocientos quince metros cúbicos de hormigón armado, repartidos en vigas, pilares y losas por toda la superficie de la isla, pudo establecerse, de un modo aproximado, el término de lo que podría denominarse la obra gruesa.
Casi inmediatamente empezaron las instalaciones: gruesísimos tubos de aire frío, tibio y caliente; de agua temperada, supertemperada e infratemperada; colectores de jabón y ductos portadores de analgésicos, medicamentos y periódicos; cañerías de whisky, de jerez, de champagne de diversas marcas, de ginger ale, de anís del mono y de jugos de frutas; lacteoductos y cañerías conductoras de algodón, alcantarillados de orina y de excrementos, y circuitos a presión portadores de vinos, cervezas, cigarrillos y novelas policiales.
Apretando un botón o abriendo una llave, el habitante, o sea el señor Benefactus, podría obtener, sin demora alguna, hielo, fotografías de los últimos acontecimientos mundiales, reproducciones de cuadros, café, té, drogas heroicas, prendas de vestir, esculturas y yerba mate.
Otras instalaciones, alámbricas e inalámbricas, estaban destinadas a proporcionar al señor Benefactus luz y fuerza eléctrica, canales de radio y televisión que debían servir a cinco mil aparatos receptores diseminados por toda la isla, y un gigantesco equipo de incineración de basura y desperdicios, especie de Infierno, cuya temperatura constante no debía bajar jamás de los setecientos grados Fahrenheit, y que constituía el complemento indispensable del Paraíso propiamente tal; cada cinco o seis metros, en cualquier dirección, existiría una tapa o puerta de comunicación con este mundo negativo y siniestro por la cual el señor Benefactus arrojaría todo aquello que hubiera dejado de interesarle o de serle útil, desde una cáscara de naranja hasta un amigo íntimo. Los objetos así desechados serían eliminados instantáneamente sin dejar rastros de ninguna especie, procedimiento que aseguraba una perfecta higiene física, estética y aun moral. El cliente podría deshacerse sin demora alguna, utilizando el sencillo expediente de abrir una puerta o una pequeña ventana, de colillas de cigarros, grupos escultóricos, cuadros, libros, fotografías o pañuelos de narices. Incluso se consultaban puertas dobles y triples destinadas a la evacuación de murallas, árboles y otros objetos de gran tamaño, la cual debería efectuarse, por supuesto, con la ayuda de elementos técnicos especializados, los que, junto con otro numeroso personal destinado a casas de emergencia, serían ubicados en una isla contigua comprada y equipada para este efecto.
Concluidos estos trabajos -después de dos años y medio- se dio comienzo a la etapa final, es decir a las terminaciones; pavimentos de gran variedad y riqueza (o simplicidad): películas de material plástico, conglomerados de madera y de piedra, alfombras de las más diversas calidades y texturas, troncos enterrados en el suelo, lawns de césped, multiformes baldosas de mármol, ónix y lapislázuli, pisos compactos de oro o de tierra aprensada. Pinturas murales, lisas o accidentadas, azulejos, mosaicos y frescos; cielos de madera o de yeso, bóvedas decoradas por los más afamados artistas, puertas y ventanas de fierro, maderas exóticas, bronce o aluminio, quincallería fastuosa o monacal, glorietas en medio de los bosques; piscinas, fuentes y espejos de agua; jardines de flores tropicales o de piedras raras; cascadas -secas y húmedas-; escaleras y ascensores; tapices y muebles de asiento o de reposo; anaqueles, armarios y repisas; escritorios y roperos; bóvedas clasificadas para almacenar zapatos, manuscritos antiguos, mariposas disecadas, calzoncillos y botones; camas monumentales y voluptuosos retretes, rincones exquisitos para lavatorios y duchas y misteriosos urinarios ubicados en grutas o lugares subterráneos; masturbatorios de mármol, closets secretos llenos de corbatas; cámaras revestidas con espejos y grandes superficies murales decoradas con trofeos de caza, panfletos revolucionarios o retratos de antepasados; pinacotecas y jardines de aclimatación pobladas por las más raras especies de animales y volátiles, acuarios fríos y tibios para albergar toda suerte de peces y moluscos; escaleras y miradores, glorietas y terrazas, balcones y lámparas monumentales; alfombras fijas y movibles, chimeneas, hamacas, esculturas, sobre y bajorrelieves, instrumentos musicales, cortinas, colecciones de armas antiguas, de monedas y de insectos.
El esquema o plano primitivo inspirado en los Signos del Zodiaco había sido perfeccionado despojándose de su carácter rígido o compulsivo mediante la multiplicación de combinaciones espaciales y circulatorias, permitiendo al Señor Benefactus moverse libremente en todas direcciones, gozando de una perfecta sensación de albedrío, por no decir de arbitrariedad. Como las distancias a recorrer eran enormes, se había consultado una vasta red de galerías movibles, especies de salones-vehículos que subían y bajaban, avanzaban o retrocedían, cómodamente manejados desde una litera o un sillón. El mecanismo de esta complicada locomoción doméstica se basaba en el uso discreto de la energía nuclear, proveniente de una planta generadora situada a una conveniente distancia; obteniéndose de este modo un máximum de velocidad -o de lentitud- según el capricho del conductor, como asimismo una perfecta suavidad en el manejo y una ausencia absoluta de ruido. Con todo, el Programa o itinerario inicialmente concebido se mantenía en sus líneas esenciales y, al término de cada día, salvo un designio especial y deliberadamente contrario, el Señor Benefactus recorrería, de una manera u otra, todos los departamentos o moradas prescritas. Incluso algunos de estos recintos se habían conservado idénticos al diseño del primer anteproyecto, como la bóveda circular de CÁNCER, con sus paredes simulando intestinos y su suelo o pavimento consistente en una gigantesca cama de 20 por 20 metros, destinada a dormir la siesta, o la Biblioteca rectangular de LIBRA, totalmente amurallada por volúmenes y abierta al Poniente por un vidrio monumental a través del cual se dominaban las playas, las rocas y las olas.
Finalmente, una vez concluidos los últimos toques, clavados los últimos clavos y atornillados los últimos tornillos, y habiéndose completado satisfactoriamente la labor de los últimos mueblistas, jardineros, colocadores de lámparas, portadores de animales exóticos, acomodadores de cortinajes y engrasadores o aceitadores de goznes y bisagras, el arquitecto llamó por teléfono a su cliente.
—Señor Benefactus: ya todo está listo. ¡Puede venirse a vivir a su casa cuando quiera!
—¿Está seguro de que no falta nada?
—¡Absolutamente nada!
—¿Y la puerta de la dieciseisava subgalería Nororiente, frente al mural de Rufino Tamayo, esa que estaba cargada?
—¡Se cambió!
—Y la grada siete de la escalera del primer baño turco. ¿Se acuerda que estaba trizado el travertino?
—Ese defecto fue corregido.
—¿Qué color le dio por fin a la persiana de la Gran Sala de Ensoñación?
—Verde acanto, como me indicó usted.
—¿Y al muro de fondo de la jaula del Iguanodonte?
—Azul de Prusia.
—¡Está bien!
La fecha de entrega fue fijada para el día lunes subsiguiente, habiendo acordado ambos dejar pasar una semana más en prevención de alguna posible humedad.
Los dos concurrieron a la cita media hora antes de lo convenido; el Señor Benefactus estaba terriblemente nervioso.
—Usted no debe abandonarme: ¡ahora menos que nunca! —exclamó en forma abrupta.
—¿Cómo así? —replicó N con discreta melancolía—. Mi labor ha terminado.
—¿Terminado? ¡Por el contrario! ¡Es ahora cuando comienza su verdadera tarea! ¿Qué clase de arquitecto es usted que desatiende a su cliente cuando más lo necesita?
—No comprendo cómo podría seguir atendiéndolo desde un punto de vista profesional.
—¡Pero, mi estimado amigo! ¡Entonces usted no ha comprendido nada de cuanto he querido decirle! Mucho más que un Planificador físico lo que he buscado en usted ha sido, fundamentalmente, un asesor o cómplice de mi futura felicidad. Usted debe dirigir y disfrutar del funcionamiento de su obra, o sea de mi venturoso acomodo a lo que, hasta ahora, solo ha sido su proyecto; yo soy el intérprete de su pensamiento arquitectónico: mi destino es encarnarlo e infundirle vida. ¿Podría concebirse un creador musical que no se preocupara de la ejecución de sus sinfonías o conciertos? ¡Y bien! Para usted yo soy eso: un pianista, un violinista y tocador de oboe; en otros términos, una orquesta completa. Subiré y bajaré las escaleras, mirando lo que usted pensó que miraría; reposaré donde usted ideó que reposará y practicaré el amor, con ayuda de afrodisíacos y tónicos especiales, en los aposentos proyectados por usted para ese efecto. En otros términos, una creación arquitectónica funcional, como la que usted ha concebido, no puede detenerse en el simple proyecto o en la materialización estática de elementos inmóviles. ¡Alguien debe funcionar en su interior! ¡Comprenda que usted me necesita tanto como yo lo necesito a usted! Queda entendido, por supuesto, que usted seguirá aplicando su porcentaje de honorarios en forma indefinida.
—Su oferta es muy generosa —observó N con cierta incredulidad—, pero no comprendo bien a qué cosa pudiera seguir aplicando mi porcentaje.
—Pues, muy sencillamente, al total de mi consumo: usted tendría un doce por ciento de mis gastos alimenticios y de vestuarios; de mis cuentas de electricidad, petróleo, uranio, tungsteno y whisky, como también un doce por ciento de la presunta renta de mi propiedad, avaluada de común acuerdo entre usted y yo. De este modo yo contaría, en forma permanente, con su asesoría, no solo arquitectónica sino hedonística; ambos discutiríamos alrededor del tema de mi felicidad personal y concreta, y revisaríamos todo aquello que, en la práctica, se demostrara imperfecto: un efecto cromático inadecuado, un amigo aburrido, una concubina incómoda o un menú indigesto.
—Pero para eso tendría que vivir aquí con usted.
—Queda invitado, en calidad de huésped permanente, en la Isla número tres.
—¿Y mi familia?
—Con su familia, ciertamente; podría construir, por mi cuenta, su propia casa. Por lo demás, estará muy bien acompañado: la población de la isla ha sido cuidadosamente seleccionada; habrá biólogos y bailarinas, gimnastas, escultores, filósofos y expertos en ajedrez. He contratado, por un tiempo indefinido, seiscientos treinta Reinas de Belleza, ochocientos artistas de la Cocina, cuarenta y ocho pintores de renombre y diecisiete escritores laureados con el Premio Nobel.
—Es que sucede que tengo una amiga muy querida. En un ambiente tan restringido y selecto como el de la isla número tres, tal vez no podría entenderme con ella.
—La podemos ubicar en la isla número cuatro o, si usted lo prefiere, la isla número seis.
Al acercarse la hora prescrita (las nueve de la mañana), el nerviosismo del Señor Benefactus llegó al borde de la histeria:
—Usted perdone —balbuceó—, pero, ¡este es el instante cumbre de mi vida! —y al decir esto se sentó, agobiado, en uno de los centenares de miles de sillones confortabilísimos que se hallaban diseminados por todos los rincones de la isla.
La idea era que, a las nueve en punto, el Señor Benefactus diera comienzo a su bienaventurado peregrinaje por los ámbitos del Palacio, entrando en pijama y con bata, de los aposentos nocturnos de CAPRICORNIO a las radiantes termas matinales de ACUARIO, donde se daría su primer baño caliente y frío, seguido de abluciones aromáticas y masajes eléctricos. Antes de desvestirse, sin embargo, y faltando solo unos pocos minutos para su defisssnitivssssa e irrevocable inmersión en el Paraíso, determinó aclarar algunos detalles que aun no tenía bien resueltos, impulsando, casi empujando a su arquitecto a la galería rodante, lo llevó a gran velocidad a un determinado punto situado al extremo Noreste, especie de escalinata semicircular rodeada de estatuas que descendía hasta tocar el borde mismo del mar.
—¿Usted cree que este efecto resultará en la práctica satisfactoriamente misterioso, que me provocará esa deleitosa sensación de nostalgia, a la vez excitante y tranquilizadora, de la cual usted me ha hablado? ¿No será la escalera demasiado corta o, tal vez, demasiado larga? En cualquiera de los dos casos se malograría ese sentimiento de paz exaltada y triunfante que debiera experimentar al bajar por ella. ¿No habría sido conveniente redondearla más o suavizar la proporción entre los pisos y los contrapisos?
—¡De ninguna manera! La proporción es justa y exacta. No olvidé que usted llegará aquí normalmente atravesando los invernaderos: el contraste entre el perfume de las flores tropicales y la brisa marina aspirada súbitamente podría resultar demasiado violento o dramático, al no mediar un moderado ejercicio previo o circunvalación descendente prudentemente enérgica, especie de distracción, respiratoria tendiente a suavizar el impacto olfativo.
Dejándose por convencido, el Señor Benefactus condujo a N a otro lugar del Paraíso: la imponente torre-ascensor de mil quinientos metros de altura, y, apretando un botón, hizo subir el suelo en forma aceleradísima aunque imperceptible, hasta llegar a la cúspide. Enseguida apretó otro botón que hizo desaparecer las paredes y ambos se enfrentaron a un paisaje impresionante: el Océano Pacífico visto desde la estratósfera; el Continente Americano reducido a las proporciones de una modesta maquette; la isla de Pascua, las Marquesas, Tahití y Hawaii convertidas en minúsculos promontorios perdidos en medio de las aguas.
—Todo esto es demasiado vasto y lejano —observó el Señor Benefactus.
—El remedio es muy sencillo. ¡Utilice el Súper Microscopio!
—No. No es eso. Es que el mundo me parece demasiado grande, o tal vez demasiado chico, o ambas cosas simultáneamente.
—Entonces, apriete el segundo botón y los muros volverán a circundarlo o cubrirlo; esta es una de las funciones más antiguas y primordiales de la arquitectura: defender al hombre del Cosmos.
—¡Ya lo sé! ¡Pero siempre estaría intuyendo el Cosmos al otro lado del muro!
—Mi estimado Señor Benefactus. Pero, ¡si esto lo hemos discutido tantas veces! Bien sabe usted que, apretando un tercer botón, puede bajar en pocos segundos al jardín del primer piso o al subterráneo. Si siente vértigo, puede refugiarse a varios centenares de metros debajo de la tierra y, por último, como usted lo sabe muy bien, si todo este subir y bajar, asomarse y esconderse, le resulta demasiado obvio y predeterminado, puede apretar el botón número cuatro, operación cuyos resultados son imprevisibles, entregándose de este modo al azar y conquistando, a base de sacrificar su albedrío, esa sensación de aventura o sujeción al destino que constituye, paradójicamente, la esencia misma de la libertad.
Por toda respuesta, el Señor Benefactus accionó el botón mencionado, especie de interruptor o resorte que ponía en movimiento un complicadísimo mecanismo semejante a una ruleta o caleidoscopio arquitectónico cuyas posibilidades de variación eran prácticamente infinitas. En menos de un segundo el techo desapareció y el lugar en que se encontraban se pobló de gruesas columnas dóricas que, aparentemente, no sostenían nada y que parecían conformar, más que un Templo o Palacio, algo parecido a un bosque; entre columna y columna se veían jaulas llenas de osos, jabalíes, faisanes y tortugas. El piso estaba tapizado por una espesa alfombra de color granate y, a la distancia, limitando el recinto, se observaban muros altos y bajos, caprichosamente dispuestos, todos decorados con pinturas de Joan Miró.
Sin moverse de su asiento, Benefactus apretó por segunda vez el botón y ambos se encontraron súbitamente sumergidos en una gruta policromada y húmeda de cuya bóveda colgaban máscaras rituales, ornitorrincos disecados y pequeñas oleografías inglesas que representaban escenas de caza o pruebas de steeplechase.
La tercera combinación resultó ser un lago circundado por cortinas sobre el cual nadaban serenamente unos diez o doce cisnes; y la cuarta, una sorprendente habitación en forma de hexágono cuyas ventanas enfocaban paisajes absolutamente diferentes; así, por una se veía nevar y por otra aparecía un parrón lleno de sol y cargado de uvas, un monumental edificio, una extensa pradera o un sórdido patio de servicio con ropas tendidas, tarros de basura y cáscaras de huevos. Por fin, el dueño de casa (o dueño del Paraíso) puso término al juego y, moviendo una palanca especial, hizo volver las casas al plano de la realidad.
—Tiene usted razón —observó, mientras los dos se desplazaban, a una velocidad de trescientos kilómetros por hora al prefijado punto de partida (ya no faltaban sino dos y medio minutos para las nueve).
—Tengo el agrado de manifestarle que reciba mi vivienda, para emplear una frase tal vez demasiado usada, a mi entera satisfacción. Si usted lo desea podríamos estamparlo en un Acta o Inventario.
—Por lo que a mí respecta, no veo ninguna necesidad; me basta con su palabra.
—Durante estos últimos minutos he procurado desempeñar la difícil tarea de abogado de mí mismo o “Abogado del Diablo”, pero he descu [...]