La isla de los Yōkai - Varios autores - E-Book

La isla de los Yōkai E-Book

Varios autores

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

Momotarō nació de un prodigio, fruto de un acontecimiento mágico que marcará su destino para siempre. Ya convertido en joven, el azar lo empuja hacia la senda de la aventura. No estará solo: en su camino se cruzarán unos rōnin que se convertirán en sus inseparables compañeros. Juntos emprenderán un viaje lleno de peligros… cuya meta final será el mismísimo infierno. ¿Podrá Momotarō superar la prueba y cumplir con su destino legendario? Por qué te encantará esta historia: - Una épica aventura inspirada en la mitología japonesa. - Personajes carismáticos y giros que te mantendrán en vilo. - Perfecta para amantes de la fantasía, la cultura oriental y las leyendas heroicas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 168

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

PERSONAJES PRINCIPALES

UN REGALO DE LOS DIOSES

EL NIÑO DEL MELOCOTÓN

EL CAMINO DEL GUERRERO

EL VIAJE A ONIGASHIMA

EN LA ISLA DE LOS DEMONIOS

GALERÍA DE ESCENAS

HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN

NOTAS

© 2023 RBA Coleccionables, S.A.U.

© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.

© Javier Yanes por «La isla de los yokai»

© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón

© Juan Venegas por las ilustraciones

Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez

Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Xavier De Ramon i Blesa

Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos

Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio

Diseño de interior: Luz de la Mora

Realización: Editec Ediciones

Fotografía de interior: Wikimedia Commons: 108, 112 y 115.

Para Argentina:

Editada, Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Av. Córdoba 950 5º Piso “A”. C.A.B.A.

Distribuye en C.A.B.Ay G.B.A.: Brihet e Hijos S.A., Agustín Magaldi 1448 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-3601. Mail: [email protected]

Distribuye en Interior: Distribuidora General de Publicaciones S.A.,

Alvarado 2118 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-9970. Mail: [email protected]

Para Chile:

Importado y distribuido por: El Mercurio S.A.P., Avenida Santa María N° 5542,

Comuna de Vitacura, Santiago, Chile

Para México:

Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V.,

Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los Pinos,

CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Fecha primera publicación en México: en trámite.

ISBN: en trámite (Obra completa)

ISBN: en trámite (Libro)

Para Perú:

Edita RBA COLECCIONABLES, S.A.U.,

Avenida Diagonal, 189. 08019 Barcelona. España.

Distribuye en Perú: PRUNI SAC RUC 20602184065

Av. Nicolás Ayllón 2925 Local 16A El Agustino. CP Lima 15022 - Perú

Tlf. (511) 441-1008. Mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025

REF.: OBDO614

ISBN: 978-84-1098-508-7

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PERSONAJES PRINCIPALES

OHIRO Y UDO — pareja de ancianos que viven en una cabaña en el bosque de la provincia de Bizen, en un claro junto al río. Él es leñador y ella se ocupa de la casa. No han tenido hijos, pero Ohiro recibe en su casa a los niños de los alrededores que acuden a escuchar sus cuentos y a disfrutar de sus pasteles.

ISASERIHIKO NO MIKOTO — también llamado Isaseri, es un antiguo príncipe y guerrero legendario, hijo del emperador Kōrei. Según la leyenda, derrotó y mató a un demonio llamado Ura con la ayuda de tres animales que luchaban con él, un perro, un mono y un faisán. Tras vencer a Ura, fue llamado Kibitsuhiko, y a su muerte fue adorado como un kami.

URA — demonio legendario de la antigua provincia japonesa de Kibi. Sometió a la población a un reinado del terror, hasta que el emperador Kōrei envió a su hijo Isaseri para destruirlo.

MOMOTARŌ — muchacho nacido en circunstancias prodigiosas, lo que lleva a sus padres a sospechar que no es un niño como los demás, y que los kami lo han traído al mundo con algún propósito que se revelará más adelante.

UKITA NAOIE — señor o daimio de la provincia de Bizen, jefe del clan Ukita. Ha medrado como vasallo del más poderoso Munekage, líder del clan Urakami, quien le concedió el castillo de Otogo. Pero el poder de Naoie ha crecido tanto que ahora se ha rebelado contra su antiguo señor y pretende disputarle la supremacía en Bizen.

TATSUI — muchacho amigo de Momotarō. Su padre, ahora granjero, fue un guerrero ashigaru al servicio de Ukita Naoie. Ya retirado, el padre ha adiestrado a Tatsui en el manejo de las armas.

MIYU-HIME — muchacha noble, hija de Ukita Naoie, quien tiene además un hijo varón.

YOICHI — Un guerrero ashigaru al servicio del daimio Ukita Naoie, hijo de campesinos. Con el objetivo de aspirar a algo más en la vida, se alista en la fuerza que Naoie está reclutando para combatir a sus rivales.

PERRO (INUKAI TAKERU), MONO (SARUYAMA MORIHIKO) Y FAISÁN (KIJITORI HEIBEI) — Tres veteranos rōnin, samuráis libres que trabajan como soldados de fortuna, viajando de una provincia a otra para servir al señor que les pague.

UN REGALO DE LOS DIOSES

ace mucho, mucho tiempo, tanto que ni siquiera los abuelos de los abuelos de los abuelos de hoy habían nacido aún, un oni1 maligno llamado Ura se había hecho con el poder absoluto en la provincia de Kibi. Su mera imagen inspiraba horror, con su ancho y macizo torso de rojo sangre, el mismo color de su rostro bestial que afeaban aún más una dentadura afilada y dos ojos amarillos y siniestros. Sus brazos eran largos y gruesos como troncos de roble, y sus manos, o más bien sus garras monstruosas, eran tan inconmensurables que había quien afirmaba haberlo visto estrangular a un caballo utilizando solo el pulgar y el dedo índice. «Despotismo» y «crueldad» eran palabras que se quedaban sumamente cortas para describir su terrorífico reinado. Empezaron a notificarse ausencias de muchachas y niños por toda la provincia. Aquellos que desaparecían jamás regresaban, y se extendió el espantoso rumor de que Ura sentía apetito por la carne humana, especialmente por la más tierna. Por ello no era raro que, cada vez que se paseaba por las aldeas acomodado en unas andas que debían cargar entre veinte hombres debido a su pesada corpulencia, quienes lo veían acercarse corrieran despavoridos a encerrarse en sus casas. Las familias se apiñaban en un rincón, abrazadas y temblando de miedo, implorando a todos los kami que la amenaza pasara por delante de sus moradas y se marchara sin causarles daño.

Tal era la maldad de Ura, tan profundo el quebranto que causaba en la paz del reino, que sus muchas abominaciones llegaron a oídos del emperador Kōrei.2 Conmovido por el sufrimiento de las gentes de Kibi, el soberano decidió enviar a su propio hijo, el príncipe Isaserihiko no Mikoto, bravo e intrépido guerrero a quien llamaban Isaseri. De ese modo, Isaseri partió del palacio de su padre dispuesto a destruir al oni. Pero no lo hizo en solitario: para la misión contó con sus fieles aliados: un perro, un mono y un faisán que lo habían acompañado en sus numerosas batallas, y que siempre lo ayudaban con las peculiares habilidades propias de su naturaleza.

Así, una noche, Isaseri y sus tres compañeros se presentaron en el castillo de Kinojō, una fortaleza inaccesible, guarnecida con una dotación de arqueros apostados en la muralla y celosamente custodiada por una robusta cancela de hierro a la que solo podía llegarse cruzando una corriente de aguas impetuosas por un pequeño puente que quedaba totalmente expuesto a la vista de los vigilantes. Parapetado tras una gran losa vertical de roca, el príncipe comenzó a disparar certeras flechas que abatieron a algunos de los centinelas, pero que pusieron al resto en guardia. Por fortuna, la andanada de saetas que llovió entonces sobre él no podía alcanzarlo, pues se hallaba a salvo tras su escudo rocoso. Mas tampoco podía contraatacar, al menor intento de asomar la cabeza acabaría acribillado.

El guerrero recurrió entonces a sus valiosos ayudantes, siempre deseosos de entrar en acción para servir a su señor. Tras escuchar unas breves instrucciones, cada uno de ellos se apresuró a cumplir la misión asignada.

El mono trepó por los barrotes de la cancela hasta saltar al otro lado y abrir el pestillo que la cerraba. Mientras los guardianes acudían raudos a proteger la entrada ahora despejada, el faisán y el perro se abalanzaron sobre ellos; el primero los picaba en los ojos para cegarlos, y el segundo repartía letales dentelladas en el cuello de los enemigos. Pronto la vía de entrada estuvo libre de adversarios, mas fue en ese momento cuando se presentó el desafío supremo: alertado por el fragor de la batalla, el propio Ura apareció en el umbral de su guarida. De inmediato profirió un rugido helador al comprobar que su temible horda de esbirros había quedado reducida a un montón de cadáveres y a unas cuantas figuras patéticas que deambulaban lastimeras y agonizantes, con las cuencas de los ojos inundadas de sangre.

Sin embargo, no estaba ni mucho menos vencido. Con su enorme estatura que casi doblaba la de un hombre normal, su montañoso pecho desnudo del color del fuego, sus colmillos afilados y el par de cuernos que sobresalían entre su cabellera ensortijada, tenía un aspecto en extremo aterrador.

Esgrimía un enorme kanabō, una maza de hierro tachonada de aguzadas púas en las que aún se podían distinguir salpicaduras de sangre seca y los cabellos de alguna infortunada víctima a la que habría reventado la cabeza. Y sabía cómo utilizarla: cuando Isaseri reaccionó con agilidad lanzando una ráfaga de flechas en rápida sucesión, todas ellas bien atinadas hacia la cabeza y el corazón del oni, este las desvió una tras otra interponiendo su poderosa arma.

Y entonces, resoplando llamas encendidas por las fosas nasales, blandió su kanabō y avanzó furioso hacia su insignificante agresor, dispuesto a hacerlo trizas.

Y así habría sido de no ser porque, en ese instante, la ayuda urgente que Isaseri precisaba no se la prestaron sus leales compañeros, a los cuales Ura apartó con simples manotazos como quien se quita un mosquito de encima, sino su fina astucia, más aguda que ninguna espada y más veloz que cualquier criatura. En esta ocasión cargó dos flechas en su arco y las disparó con un solo golpe de cuerda. Y aunque el demonio interceptó hábilmente una de ellas con su maza, no pudo detener la segunda, que se hincó hasta las plumas en su ojo izquierdo. El oni dejó caer su kanabō bramando de ira y dolor, momento que el príncipe aprovechó para correr hacia él y brincar encaramándose a su espalda, desenfundar su cuchillo y clavarlo profundamente en la coronilla del monstruo, que redobló sus alaridos y se retorció violentamente, despidiendo al humano a varios pasos de distancia.

Ura aún no estaba derrotado, pero sí gravemente herido, tuerto y con un puñal empotrado en el cráneo. Confuso, cayó de rodillas. No estaba en condiciones de continuar luchando.

Mas cuando Isaseri sentía ya que acariciaba la victoria, el oni se reservaba todavía una treta final. Ante los ojos del guerrero y de sus aliados, su cuerpo comenzó a mutar hasta transformarse en una alargada y resbaladiza trucha plateada, que saltó agitándose sobre la grava del suelo hasta dejarse caer en el curso turbulento del torrente, donde en breves momentos lograría desaparecer de la vista y del alcance de sus atacantes si nadie lo remediaba.

Pero había algo que el maligno engendro desconocía por completo: su enemigo no era un hombre cualquiera. Pues en tal estima tenían los kami al príncipe Isaseri que le bastó formular su deseo para que le fuera concedido. Y así, en apenas unos instantes el humano se transfiguró en un cormorán de grandes alas y robusto pico, que remontó el vuelo y planeó sobre el cauce embravecido hasta localizar el lomo plateado de la trucha, cernerse sobre él y desplomarse en picado para hacer presa en su cuerpo por detrás de las agallas. Un momento después, el pez se agitaba impotente junto a la orilla. Y antes de que tuviese tiempo para recuperar su forma de demonio, el pico del cormorán punzó y rasgó carne, espinas y vísceras hasta separarle la cabeza del cuerpo. Entonces, ya inertes sobre un charco de sangre y aceite, los dos pedazos en que había quedado dividido el cuerpo de Ura recobraron su demoníaco aspecto, mientras el perro, el mono y el faisán vitoreaban a su amo con un coro de jubilosos ladridos, chillidos y cacareos.

Isaseri enterró el cuerpo del demonio en lo más profundo de su castillo. La horrenda y cornuda cabeza se la llevó como trofeo y prenda de su victoria. Sin embargo, pronto sospechó que había cometido un error: desde la primera noche, y ya en adelante, la cabeza gemía, gruñía y se lamentaba de un modo tan ostentoso que el príncipe debía taparse los oídos para conciliar el sueño.

Ya de regreso en su morada, probó a enterrarla e incluso a quemarla, mas no conseguía que callara. Hasta que, por fin, en sus sueños, los kami le revelaron la solución: debía sepultar la cabeza bajo el kamado, el fogón de leña de su cocina. Así, cada vez que pusiese un caldero de arroz al fuego, la cabeza cantaría augurando buena fortuna para quienes a ella se acercaran. De lo contrario, si zumbaba gravemente o se mantenía en silencio, significaría un mal presagio.

Durante muchos años, viajeros de todo el reino peregrinaron a la morada de Isaseri, conocido desde entonces como Kibitsuhiko, o el «hombre de Kibi», para pedir a la cabeza del oni que les leyera la buenaventura. Y antes de que el valiente y noble guerrero ascendiera a los cielos para ocupar el lugar que ya tenía reservado junto a los kami, lo que aconteció a una muy longeva edad de doscientos ochenta y un años, dejó instrucciones para que en su residencia se construyera un santuario al cual las almas atribuladas pudieran continuar acudiendo para escuchar los auspicios de la cabeza de Ura. Así se hizo. Y aún hoy, en el santuario de Kibitsu Jinja se sigue venerando al sagrado príncipe, y los peregrinos donan sus ofrendas a los sacerdotes para que practiquen en su nombre el ritual del Narukama Shinji, mediante el cual el caldero les desvelará si sus andanzas contarán con el favor de los dioses o si, por el contrario, se arriesgan al infortunio.3 O, peor aún, a atraer sobre sí alguna terrible maldición.

Terminado su relato, la anciana Ohiro calló. Aquel era el momento que más disfrutaba, cuando contemplaba ante sí a aquel puñado de niños extasiados y boquiabiertos, tan impresionados por los detalles terroríficos de la historia como por el hecho de que todo aquello hubiera acaecido no lejos de allí; pues la provincia de Bizen en la que se hallaban formaba parte de la antigua Kibi, y el santuario de Kibitsu Jinja se ubicaba en la vecina Bitchū, a no más de un par de jornadas de camino.

—Pero recordad, niños —dijo Ohiro, rompiendo el silencio, para rematar su narración con la coletilla que siempre añadía al final—: el príncipe fue tan bravo y valiente para que hoy vosotros pudierais dormir tranquilos y en paz, sabiendo que ningún demonio amenazará vuestro sueño. Sabed que nada debéis temer, ya que el héroe Isaseri vela por vosotros.

Ya atardecía en el pequeño claro que se extendía entre la cabaña y el río, y había llegado el momento que Ohiro más lamentaba: cuando los niños debían regresar a sus casas, donde sus madres ya los estarían esperando para cenar. Al menos le endulzaban la despedida los cariñosos abrazos de los pequeños; algunos incluso la llamaban abuela Ohiro, la que les contaba historias y les daba ricos pasteles de arroz y bollos de masa de mijo. Ella los miró marcharse, entristecida, ya que nunca sabía si volverían al día siguiente. Los niños acudían solo cuando sus obligaciones en casa se lo permitían, pero lo hacían con la timidez de quien temía molestar; eran demasiado pequeños para comprender que aquellas visitas eran el aliciente que llenaban de vida las largas horas de soledad de Ohiro en su cabaña del bosque.

Con todo, la mujer se consideraba muy afortunada, ya que sus mañanas y muchas de sus tardes eran solitarias, pero no así su vida entera. Mientras por el camino hacia la aldea correteaban los últimos pequeños rezagados, la misma ruta le traía ya a quien había acompañado sus días desde la juventud hasta la vejez. Se sentía inmensamente agraciada por haber podido conservar hasta la ancianidad a su esposo, Udo. Caminaba con su sempiterna cojera, cargando sobre la espalda un fardo demasiado pesado para él. Antiguamente solía cortar leña para vender por las aldeas, pero sus fuerzas ya flaqueaban y ahora se limitaba a recoger ramitas, tallos y paja, combustible para encender el fuego que se vendía a un precio más modesto. Y ya incluso esto le resultaba demasiado trabajoso, mas nunca perdía el ánimo. Aun con aquella voluminosa carga que le doblaba el espinazo, bromeó con los niños que se alejaban, y sonrió a su esposa antes de descargar su cosecha del día junto a la cabaña con un hondo suspiro.

—Has tenido visita —le dijo riendo a Ohiro, con las rendijas de los ojos dibujadas en el rostro como surcos en la corteza de un árbol viejo.

Tomó las manos de ella, pequeñas y arrugadas, entre las suyas, nudosas y oscurecidas por la tierra y la carbonilla que a fuerza de años de trabajo acababan metiéndose bajo la piel. De repente, hizo gesto de recordar algo importante, e introdujo la mano entre sus ropas.

—Oh, el viejo Saemon me ha regalado este pescado. —Sacó un paquete envuelto en grandes hojas de arce, que retiró para mostrarle a Ohiro una reluciente carpa de húmedas escamas—. Está tan fresco que aún muerde.

—Y estará delicioso a la brasa —concluyó ella, con una sonrisa tan pronunciada que alabeó los pliegues de su frente.

Ohiro y Udo cenaron sosegadamente, a solas, pero en mutua compañía. Y, como tantas otras noches, estuvieron de acuerdo en que, aun sin haber recibido de los kami y los budas no la bendición de los hijos, habían tenido una buena vida.

Udo despertó como cada mañana, cuando la primera pincelada de la aurora coloreó el interior de la pequeña cabaña atravesando las fisuras entre los maderos. Diligente, se incorporó irguiéndose sobre su pierna sana, casi arrastrando la que tenía dañada desde que años atrás calculara mal la caída de un árbol muerto que estaba talando.

Ohiro lo oyó levantarse, pero ella, soñolienta, se dio la vuelta en el lecho y se acurrucó entre las mantas para arañar un rato más de sueño.

—Deberías dejar de trabajar —lo reprendió cariñosamente, con la voz ronca del primer despertar—. Ya no tienes edad. Cualquier día sufrirás un accidente y me dejarás viuda. No necesitamos demasiado para el poco tiempo que nos queda en este mundo.

—¿Y qué iba a hacer entonces? —repuso él, mientras se calzaba—. Mujer, si no fuera a por leña, me moriría. Entonces sí que quedarías viuda.

Ella solo emitió un leve gruñido; no tenía una réplica que oponer, ni tampoco ganas de enzarzarse en una discusión. Volvió la cabeza para ver como su esposo, recogidos sus aperos y algo de comida para almorzar, abría la puerta y salía a la fresca mañana de verano. Con muda y resignada pena, lo miró marcharse cargando con su cojera.

Ohiro tampoco se entretuvo remoloneando durante largo rato, pues tenía su propia faena, que prefería dejar terminada pronto por si luego recibía la visita de los niños. Adecentó la cabaña, barrió entre las vigas que sujetaban el techo a la entrada de la casa, revisó los caquis que había puesto a secar colgados de una cuerda y peló algunas verduras. Luego reunió la ropa sucia en un cesto y se acercó a la orilla del río para lavarla.

Arrodillada sobre unas piedras convenientemente planas que se internaban en el agua, comenzó a sumergir las prendas para luego frotarlas contra la superficie de roca. Cada movimiento le exigía un esfuerzo mayúsculo a causa del dolor en la espalda, encorvada por la vejez y que solo encontraba alivio cuando se tendía en el lecho, como si erguirse sobre sus piernas la obligara a soportar el peso de todos sus años de existencia sobre los hombros. La postura recogida en el lavadero le resultaba especialmente lastimosa, y siempre que acababa aquella tarea debía tomarse después un rato para descansar y recomponerse.

Entre jadeos y algún lamento, que trataba de reprimir para no dejarse vencer por la debilidad, terminó de escurrir la última ropa. Observó la corriente, que bajaba inusualmente crecida para ser verano, acarreando entre sus lenguas espumosas algunos retales de musgo arrancados a las rocas.