La jauría errante de los recuerdos - Mercedes Rodríguez Abascal - E-Book

La jauría errante de los recuerdos E-Book

Mercedes Rodríguez Abascal

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Beschreibung

El arte de la digresión caligráfica, sin duda, un acto de la alta burguesía. ¿Quién podría tener tiempo para escribir sus digresiones sin la tranquilidad de una renta fija? Ahora que vivo de ellas, puedo dedicarme a leer y escribir digresiones […] Y, a propósito de la digresión, de hoy en adelante en mi vocabulario, adoptaré el verbo disfuncionar. Pues una disfunción es cuando algo no hace su función correctamente, o sea que no cumple sus funciones específicas, y he decir que no encuentro en el diccionario un verbo con dicho propósito […] Si digo se me disfuncionó el pie, éste quizá funcione para caminar y correr, pero quizá ya no para dar cabriolas de adolescente. Si sigo con la misma lógica podría utilizarlo para todas las acepciones de las disfunciones del ser humano. Se me disfuncionó el amor, por ejemplo, no es que deje de amar, la función del acto amatorio continúa, pero alguna función ha cambiado, quizá siga amando a la persona, pero quizá no la deseo y deseo a otra, sin duda hay una disfunción no en el hecho de amar sino el hecho de a quien amo y deseo. Para concluir me vienen estos últimos pensamientos: ¿Será que la digresión es un camino sin regreso? ¿Acaso en el sueño no dejamos al cerebro digredir a su gusto sin límites ni censura? La ensoñación es el mejor escape del digresor. Si lo pienso de esa manera, ¿Boris no será el hijo de mis propias digresiones? ¿Será la digresión de mis digresiones? ¡Oh, Sísifo, libérame de las piedras de mis zapatos!

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Seitenzahl: 474

Veröffentlichungsjahr: 2024

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La jauría errante de los recuerdos

Primera edición en papel: 2024

Edición ePub: mayo 2024

De la presente edición:

D. R. © 2024, Mercedes Rodríguez Abascal

D. R. © 2024, Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.

Hermenegildo Galeana #116, Barrio del Niño Jesús,

Tlalpan, 14080, Ciudad de México

[email protected]

www.bonillaartigaseditores.com

ISBN 978-607-8956-51-7 (impreso)

ISBN 978-607-8956-52-4 (ePub)

ISBN 978-607-8956-53-1 (pdf)

Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Responsable de la colección: André Urzúa Plá

Diseño de portada: d. c. g. Jocelyn G. Medina

Formación de interiores: d. c. g. Saúl Marcos Castillejos

Realización ePub: javierelo

Hecho en México / Printed in Mexico

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

Contenido

I

La Mulata

Le llamaremos Boris

Acción

Fraternidad

El Cojo

Alas de polilla

Visitas familiares

La Mulata y Festo

Acqua

Briseida

Informe sobre Boris

Boris amigo de El Cojo

Boris consigue trabajo

Estatua de hielo

Festo y “el cubo de hielo”

La imposibilidad del deseo

Oficina de Próspero

Acqua con todas sus luces

Sesión con La Mulata. La obsesión

Tras los pasos de un gato

Despedida de Lupe

Confesiones en barra de cantina

Aracné

Después de la lujuria

Diálogo de Boris y Acqua sobre el amor

Mariposas de amor y muerte

El silbido imaginario de un tren

Digresiones de un falso gentleman burgués

Franco jefe de la tribu

Boris en crisis de falso poeta

Briseida se acompaña con cervezas

Orífice

Talón de Aquiles

Cantos de Maldoror

Final de las sesiones con La Mulata

Jardinería

Despedida

Dolor de cabeza

Sobre la autora

A Jorge y Pablo.

I

Basta un mal sueño para romper la rutina. Franco intentó que la mala noche no alterara la mañana. Desayunó café con pan, después de darse un baño, salió hacia la plaza de los Desempleados. Tardó en agarrar la marcha, por primera vez le pesaba la profesión del Desempleo, se defendió con la apología del trabajo sin horarios y ser su propio jefe; pero ese día, le incomodaron los mismos hábitos. Aligeró el paso y pensó que la libertad era también elegir la rutina que más le acomodase.

En la plaza se encontró con los colegas, agradeció que sus compañeros de trabajo portaran tan buen semblante, lo atribuyó a la falta de jerarquía laboral. Unos ladridos disturbaron la armonía de la plaza. Malhumorado se apartó del lugar para no escuchar a los perros.

Caminó varias cuadras para alejarse del barrio. Las aceras anchas y arboladas le daban la pauta para saberse en un suburbio de gente adinerada, caviló que con un trabajito bien cobrado estaría libre toda la semana. Se acercó a una casa que más parecía un templo griego. Antes de tocar el timbre la puerta se abatió y una jauría corrió en desbandada, apenas tuvo tiempo de quitarse para no ser arrollado. Reconoció al perro guía: la mascota de su infancia, un animal sin raza, pequeño y melenudo. Atrás de él, le seguían otros cinco perros de mayor tamaño, también de raza criolla que utilizaba el jardinero como animales de guardia que meneaban la cola ante cualquier intruso. Tras de ellos, con mayor arrebato, salió una nueva jauría: canes negros y bravos, de gran envergadura y aristocracia. Franco recordó el sueño que lo hizo dormir inquieto: él era el perrero en una cacería al más puro estilo inglés, pero con nopaleras por paisaje, a su cargo tenía la jauría de caza con los perros de su infancia. Franco sostenía con fuerza las correas de los ansiosos animales que esperaban el sonido del olifante para ir por la presa; pero en lugar de que salieran a su orden, los perros rompían las ataduras para correr desenfrenados fuera del sueño. Franco recordó que despertó y adormilado abrió la puerta del departamento para dejar en libertad a los protagonistas de su pesadilla; que intentó retomar el sueño, pero una risa burlona le atormentó el resto de la noche. Ya no tenía duda, los perros de su infancia estaban libres. Al igual que a la risa burlona del sueño, intentó ignorar el incidente para continuar con el trabajo. Procedió a tocar el timbre:

—¿¡Quién es!? —gritó una voz femenina.

—Un Desempleado.

—¿Es usted fuerte?

—No estoy nada mal, soy un Desempleado bien ejercitado.

—¿Tiene bastante energía? —preguntó la mujer con voz quejumbrosa.

—Sí, por lo general tengo buena energía —Franco pensó en decirle que había dormido mal y no estaba en el mejor de sus días, pero calló con la esperanza de salir rápido del apuro.

—Pase, la puerta debe estar abierta, mis perros de guardia se liberaron.

La arquitectura de la casa era al estilo de la Magna Grecia, todo equilibrio en mármol blanco: la mesa del comedor, las bancas, las macetas, el piso, el techo; le pareció una casa de hielo pero con frío calcáreo. Subió por unas grandes escaleras del mismo material para escuchar mejor a la mujer que lo llamaba.

—Señor Desempleado, estoy en el cuarto principal. Apúrese —Franco acostumbrado a improvisar cualquier tipo de trabajo, se avispó. Encontró a una mujer mulata en trabajo de parto.

—¡Dese prisa, no ve que estoy pariendo! ¿¡Acaso no es un Desempleado!?

—Sí… pero no soy médico.

—Los Desempleados saben hacer casi cualquier trabajo.

La mujer sudaba y pujaba, de entre las piernas coronó lo que parecía una cabecita pelirroja. Franco, por mero instinto, agarró la pequeña cabeza y tiró con fuerza. La mujer dio un jubiloso grito de alivio.

Franco cargó al bebé, buscó el cordón umbilical mas no lo encontró. No había sangre, ni chillidos; el bebé sonreía. La cara del neonato tenía el semblante de un hombre maduro. Franco, con cierta repulsión, se lo dio a la madre. Ella lo cargó sin falsa emoción materna. Lo miró a la cara y le dijo:

—¡Infeliz, por fin me liberé de ti! Cual si fuese pelota de futbol, le dio una patada. El bebé, a gran velocidad, rompió el cristal de la ventana. Franco incrédulo se asomó para verlo caer, pero en lugar de estamparse en el pavimento, se esfumó entre las nubes. La Mulata advirtió el desconcierto del extraño e intentó explicarle:

—Llevaba años con un Pelirrojo atorado entre las piernas. Por fin me he liberado de él.

Franco había leído en el “Manual del Buen Desempleado” las instrucciones para dar a luz, pero era la primera vez que atendía un parto, y más de aquella naturaleza, aún sentía en sus manos el pellejo baboso del neonato y la cara grotesca del Pelirrojo. La Mulata interrumpió su ensimismamiento y le dio una palmadita en la espalda para que saliese del azoro.

—Su trabajo ha sido estupendo. A veces es necesaria la ayuda de un extraño para sacarse a alguien de entre las piernas. Venga mañana por su pago —. Franco titubeante preguntó:

—¿Podría darme un adelanto? No me siento del todo bien, creo que los años de Desempleado me están cayendo encima.

—Lo siento, pero tengo que buscar dónde he dejado el dinero. De tanto enfrascarme en mí misma he olvidado hasta mis cuentas bancarias.

Franco, resignado, se marchó a casa. Cansado y un poco afiebrado se dio un baño con agua tibia. Durmió de nuevo intranquilo. En la duermevela escuchó los ladridos de los perros, soñó que el Pelirrojo que ayudó a dar a luz se hacía pequeño y que con un bisturí abría su omóplato izquierdo para introducirse a su cuerpo. Con venas, cartílagos y músculo hacía una especie de jaula para perros. Despertó con el fatigoso cansancio del mal dormir. En el espejo revisó si tenía alguna cicatriz en la espalda. Nada, todo se veía normal. Un dolor le recorrió desde la mano hasta el omóplato. Intentó ignorar el dolor y continuar con su rutina diaria; se dirigió al parque de los Desempleados y luego a casa de La Mulata por su cobro.

Ella lo esperaba sentada en una silla de mármol blanco, Franco admiró el contraste con la piel morena.

—Tome la maleta con el dinero —dijo La Mulata agradecida.

Franco abrió la maleta para contar el sueldo no establecido,

—¡Es demasiado dinero! Si me da todo esto me quedaré sin trabajo. ¿A qué puede dedicarse un Desempleado sin necesidad de empleo?

—Le doy la libertad, usted me sacó al Pelirrojo. Le lloré durante mucho tiempo, no me dejaba dormir, tampoco vivir. Estoy curada, debo encontrar una nueva ocupación. ¿Qué puede hacer un ser humano sin trabajo y ni penas por qué llorar?

—Si quiere le dejo mi puesto de Desempleado.

—Pero no tengo más dinero para pagar semejante servicio.

—Si me deja venir algunas noches a dormir a su lado, me doy por bien pagado.

—Es un buen trato para ambos, creo que ahora, sin extrañar al Pelirrojo, me sentiré sola.

—Me parece acertado su cambio de actitud, pero, ¿no cree que debemos romper el hielo? ¿Puedo besarla?

Ella afirmó con la cabeza, ante la cercanía de Franco sintió que tenía piel además de recuerdos. Se besaron como si firmaran un contrato de amistad, se olvidaron de contar el tiempo, soltaron el cuerpo y un poco el alma; se liaron en un largo, cálido y sólido abrazo. No sabían que ambos estaban tan necesitados de eso. Franco olvidó las aflicciones del cuerpo y el mal sueño; La Mulata olvidó un rato la soledad.

Sin palabras y clichés continuaron los besos, lo más natural fue que les sobrase la ropa. A La Mulata le agradó el cuerpo delgado y fuerte del Desempleado. Franco admiró las curvas canela de la mujer; sus largas y torneadas piernas, la abundancia de sus senos, un abdomen ligeramente abultado y fuerte, el orificio apretado del ombligo y el escorzo de una marcada cintura armonizando con unas contundentes caderas. Franco no se explicaba cómo de aquel cuerpo curveado hubiese podido salir el rollizo Pelirrojo. Sin complicados juegos de seducción hicieron el amor en el frío mármol de la sala. Franco no tuvo la intención de quedarse a dormir y La Mulata tampoco lo invitó. Se despidieron más con la fraternidad de dos amigos, que con la complicación de dos jugadores de malabares sexuales.

Franco, a pesar del excelente día, se sintió con desánimo y dolor de espalda. Se lo achacó al frío del duro mármol y a las malas noches. Durmió, pero el dolor lo despertó. Escuchaba dentro del cuerpo como si alguien martillara sus huesos, a cada martillazo un dolor intenso recorría su esqueleto. Así pasó varios días sin llevar la cuenta de las malas noches.

Cada mañana despertaba con mayor agotamiento, la maleta retacada de dinero descansaba a lado de la cabecera. A ratos le daba por pensar en futuros viajes, o en el coche que compraría, o en la nueva decoración del departamento; incluso, en las noches perdidas con La Mulata. Todo se quedaba en ensoñación.

Telefoneó a un médico para que lo revisara. Ahora se podía dar el lujo de que el hospital fuese a su casa. Disfrutó no tener que hacer largas filas de espera. El médico le diagnosticó un enfriamiento. Debía tomar tres pastillas cada doce horas, ponerse fomentos calientes para sacar el frío del cuerpo. Los honorarios del doctor ascendieron a una cifra descomunal. Franco masculló que valía la pena todo el dinero invertido para quitarse el martilleo del esqueleto.

Franco, no sin gran ardor, se untó el ungüento caliente. El cuerpo reaccionó como si alguien enfurecido rasguñara el interior de los músculos. El alivio esperado no llegó, el doctor le prescribió paciencia y reposo.

En su fuga de tiempo inútil recordó antiguas frustraciones, quimeras incumplidas. La familia apostaba a que él fuese un profesionista exitoso, pero renunció a eso para dedicarse al oficio del Desempleo, quería gozar de la disposición de horarios, de su vida. En el letargo de la enfermedad y aburrimiento liberó los fantasmas de la memoria: amigos, familia y añejas frustraciones. Maldijo a la novia que lo cambió por otro. Sintió un rencor nuevo de tan escondido por su padre, y detestó la afición paterna por coleccionar mariposas; a su madre le recriminó su narcisismo. Por primera vez sintió rencor por su hermano Próspero, solía ser el débil y menor de la familia y a pesar de eso tenía miles de condecoraciones militares. Antes de la enfermedad creía tener vida, padres y hermano perfecto, todo marchaba al son de la vida despreocupada del Desempleado, le gustaban sus novias de ocasión, las novelas patafísicas de Boris Vian, el swing del jazz y el Do de pecho de su canario. Antes de la enfermedad no había deseado ni ser más alto, ni más bajo, ni más guapo, ni más feo; le complacía la imagen juvenil de su rostro, su cuerpo ágil y recio, le agradaba parecer más joven que sus compañeros, también disfrutaba besar sin esperar compromiso, disfrutaba no llevar reloj y despertarse siempre a la luz de un buen sueño. Ahora detestaba los días soleados y las noches invernales. En el hartazgo, de un librazo mató al canario por desentonar en un Do de pecho de gran dificultad. Víveres y comida los pedía a domicilio, no se molestaba en cerrar la puerta del departamento pues confiaba que nadie creería que un Desempleado enfermo tuviese una fortuna como almohada. El constante ladrido de los perros le crispaba los nervios.

Después de días de relegar la promesa de pasarle la estafeta de desempleo a La Mulata, hizo acopio de la poca fuerza que le quedaba, cargó su maletín de Desempleado e intentó fingir un poco de dignidad. Pidió un taxi para ir a la casa de mármol. Tenía cierta preocupación por la salud de La Mulata que suponía en pleno posparto y con posible contagio de enfriamiento, pero, por el contrario, se encontró con una mujer mulata con espléndido semblante, sin embargo, ella le hizo saber su agobio por no tener trabajo ni oficio. Franco, afiebrado y con malestar de cuerpo y alma, agilizó la conversación para terminar la diligencia. Con rapidez le escribió una carta de recomendación dirigida a Damián, un tipo bien conectado en el gremio de los Desempleados. Franco para no cargar de vuelta el maletín se lo regaló con todo y el “Manual del Buen Desempleado” y le dio algunos consejos prácticos. Franco apresuró la despedida y con ansia loca tomó el taxi para irse a descansar a casa.

Los días se hicieron semanas sin que el dolor amainara. Confinado en la habitación se dedicó a cuidar su cuerpo dolorido. Pasó del sillón a la cama, se untó cremas, tomó píldoras cada hora. Las noches fueron de escarnio, su cuerpo sin cansancio no descansaba. Extrañó los largos recorridos en busca de trabajo. Extrañó sentir hambre y deseo de comer. Extrañó quitarse los zapatos para descansar los pies hinchados por las largas caminatas del oficio. En sueños evocó a sus antiguas amantes, pero ya no tenía fuerza ni imaginación para la lujuria. Evadió las llamadas de su insistente madre y evitó la complacencia de Próspero su hermano.

Sus únicas amistades fueron Depresión y Enfermedad, amigas pequeñas de la Muerte, ellas se adueñaron de su cuerpo y de su mente; se coronaron las dos reinas y se esparcieron como la mancha de café por el mantel.

Después de nueve meses de gestar aquella desolación, el timbre interrumpió el diálogo con su cuerpo maltrecho. El enfermo tardó quince minutos en contestar el interfón.

—¿Quién es?

—Una Desempleada ¿tiene alguna ocupación? —Franco se acordó de su antiguo oficio, echó una mirada al departamento y se percató de la suciedad que lo rodeaba. Pensó que la limpieza y el orden le podrían ayudar para aminorar el peso de la enfermedad.

—Necesito una limpieza profunda del departamento. La puerta está abierta.

A contraluz vio entrar a la hermosa Mulata, estaba más radiante que en el último encuentro, llevaba el pelo lacio hasta la cintura y parecía que una canción le moviese los pasos. Ella no lo reconoció. Hizo la limpieza mientras él se deleitaba con el ritmo cadencioso de las caderas y el trapeador. Por primera vez en meses, sintió una ligera mejoría y se animó a preguntarle:

—¿Me recuerda? Soy Franco, el Desempleado que le ayudó a parir al Pelirrojo.

—Imposible. Ése, era un hombre guapo y agradable, usted es un vago maloliente. La Mulata le escudriñó el rostro y con desconcierto lo reconoció. Ofendida le reclamó:

—Lo esperé por las noches y jamás regresó.

—La culpa la tiene usted, me contagió del demonio Pelirrojo —respondió Franco levantando el tono.

—Imposible, no creo que usted sea su tipo.

—Desde el día que le ayudé a parir estoy enfermo.

—Dese un baño y salga a trabajar, camine por las mañanas y regrese al mundo de los vivos. Contrate un jardinero, ponga plantas y flores. Salga de esa cama que ya tiene su dolor marcado. Y si tiene algo atorado, sáquelo. No sé cómo le hagan los hombres pues no tienen canal de parto, quizá vomiten.

—Pero usted lo debe saber, es Desempleada.

—Soy Desempleada, pero apenas llevo nueve meses en el oficio. La mayoría de la gente pide limpieza, peinados. Es de llamar la atención lo que la gente rehúye a las labores domésticas. Nadie pide que les escriba una novela, pinte un cuadro o pase en limpio partituras.

—Como hombre me ponían a colgar cuadros, quitar telarañas o arreglar toda clase de cosas rotas —Franco contestó un poco más animado.

La plática se agotó, era la primera vez que Franco extrañaba al canario, siempre era bueno para romper silencios incómodos. En busca de alguna palabra apropiada le pidió a la joven que regresara mañana.

La Mulata se marchó del departamento, durante el camino a casa, pensó que debería cuidar al enfermo. Se identificó con el sufrimiento del hombre encerrado en sí mismo; ella también había padecido su particular encarcelamiento. Escuchó unos perros bravos ladrar y como en desbandada le atropellaron recuerdos olvidados: su madre mientras la peinaba le decía —el amor lo cura todo—. La Mulata prefirió el olvido, con mueca irónica se acordó cuando pensaba que con amor podría cambiar las heridas ajenas. Con los pies bien plantados en el pavimento, susurró: —Error. Nadie cura el dolor ajeno, sólo sirve el consuelo y un poco de compañía.

Franco despertó cansado, más de lo acostumbrado. No tenía fuerza ni para pararse a orinar. La Mulata apareció en el umbral de la puerta. Se asustó al ver a Franco ardiendo en fiebre.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó La Mulata.

—Necesito orinar, pero no puedo levantarme.

La Mulata le acercó la cubeta de la limpieza. Franco comenzó a pujar y le suplicó ayuda. Ella le puso compresas de agua fría y le colocó un palo de la escoba entre los dientes.

Franco expulsó un chorro de orina turbia y pestilente. Dio un gran alarido y salió una bola negra con muchas caras. Una cabeza de mil monstruos con el rostro de: su madre, su padre, su hermano, sus amigos, de la novia que lo abandonó, de La Mulata, del doctor de las elevadas cuentas, del canario, del Pelirrojo, y rostros desfigurados. Al tocar los orines la masa multiforme se desbarata como algodón de azúcar al contacto con el agua. Ambos se miraron como si el problema se hubiese resuelto.

La Mulata nerviosa y entusiasta le dijo que los dos se habían ayudado a parir sus problemas. Preocupada, miró que el hombre no mejoraba, tenía la cara pálida y los surcos de los ojos parecían embarrados de petróleo. Con apenas un hilo de voz Franco le susurró:

—Espera, no he acabado.

El dolor de la uretra aumentó, entre resoplidos y pujos intentó liberarse del sufrimiento. La Mulata miró coronar por la uretra la cabeza de un bebé. Franco pujaba con fuerza mientras ella jalaba la cabecita. La Mulata cayó de nalgas con el bebé en las manos, no había rastros de sangre ni cordón umbilical. El bebé con mirada inteligente los observó. Ella, con delicadeza, colocó al bebé en los brazos del padre. Los tres se miraron desconcertados: Franco se había parido a sí mismo.

IILa Mulata

Tras el parto del Pelirrojo, La Mulata liquidó a sus sirvientes, metió en un baúl los objetos que deseaba conservar y con una soledad en calma esperó alguna señal o idea que le indicara hacía dónde debía encaminar su futuro. En la espera llegó Franco sudoroso y enfermo, con premura le regaló los manuales, le escribió la carta de recomendación dirigida a Damián, mandamás de los agremiados. No olvidó darle consejos de utilidad como la eficiencia de la cinta de aislar, instrumento insustituible para corregir cualquier desperfecto. La Mulata escuchó con atención de alumna primeriza. Le recordó que tenía pendientes varias citas, a lo que él respondió aquejado, que por el momento estaba indispuesto, pero cedía su turno a sus amigos Desempleados; le dijo con cierta nostalgia que ellos siempre estaban hambreados de amor. La Mulata, con enojo, le contestó que se confundía de profesión, que lo sucedido entre ellos había sido un encuentro agradable y fortuito, que él la auxilió para desembarazarse de un terrible malestar; y algo de lógica había en querer disfrutar con su libertador. Franco con cierta congoja, le pidió tres disculpas y sin saber por qué, le dio una especie de bendición en la frente. No era una bendición cristiana, era algo así como un deseo de buena suerte. La Mulata aprovechó el incidente para pedirle permiso para dejar el pesado baúl en su departamento. Él aceptó sin pensar demasiado; le indicó al taxista que subiese el baúl y que partieran de inmediato.

La Mulata abandonó la casa con poco dinero, equipaje ligero y un maletín de Desempleada; dejó atrás el mármol para aventurarse a un futuro menos lapidario. Entre las cosas que le dio Franco se encontraba un mapa de la ciudad, a lápiz rojo se remarcaban caminos y lugares que ella intuía como inminente guía.

Llegó a un barrio desconocido, algo le recordaba a su ciudad de la infancia, nada tenía en común con las grandes casas y fraccionamientos lujosos donde la llevó a vivir el Hombre Poderoso. Tenía temor, la caminata en aceras desconocidas sin la protección de los ojos observadores de sirvientes o de la mano de un Hombre, le hacían patente la poca práctica para moverse en solitario. El mapa la llevó a la dirección del más experimentado del gremio. Era un hombre de 1.60, delgado, de mirada rápida y oídos atentos. De un vistazo la revisó; sin decir palabra, extendió la mano, ella le dio el papel de Franco. En cuanto miró la firma, la mirada nerviosa y atenta tomó un tono apacible. La hizo pasar dentro de una habitación, le ofreció algo de beber, un cigarro que ella negó, pero sí aceptó un chocolate para tener algo en la boca, ya que, las palabras se negaban a salir. El hombre le dijo que encontraría alojamiento en alguna casa, le entregó un papel con varias direcciones.

En el primer domicilio nadie contestó, la segunda la recibió un hombre con porte de poderoso, de inmediato rechazo el alojamiento. En el tercer sitio la recibió una niña con voz melindrosa, y pensó que podía encontrar algo mejor para pasar su tiempo de desempleo. En la cuarta dirección la recibió una mujer con cara de matrona renacentista, vientre abultado, brazos anchos, manos húmedas con olor a cloro; del interior de recinto salía un olor a jitomate y cebolla sofrita. La Mulata, obediente a su olfato, le dio el papel del más experimentado del gremio.

La mujer se llamaba Clara, parca pero amable, le ofreció alojamiento y una comida al día por un porcentaje de su sueldo. La Mulata asintió con la cabeza, posiblemente las pocas palabras, los ojos asustados y el porte de princesa africana, causaron buen efecto en la mujer. Ella le tomó la mano y le hizo saber que entendía que era su primer trabajo y que tenía mucho por aprender. Entraron por una puerta de madera que daba a un patio interno con macetas viejas, pero bien cuidadas. El edificio era de tres pisos con varios departamentos y con un pasillo interior con vista al patio. Clara la condujo al primer piso donde una puerta estaba abierta, le dijo que dejara la maleta en el suelo, que la atendería después de terminar de cocinar. Le ofreció agua de limón y mientras hacía la comida, le contó que ella había sido sirvienta durante su juventud.

—Lo de ser sirvienta es muy parecido a ser Desempleada, haces de todo sin título de nada, vas de casa en casa, y cada patrona tienen sus modos y nunca les das gusto. No somos nada.

Continuó su historia mientras sazonaba una ensalada, le dijo que dejó de ser sirvienta cuando se lío con un Desempleado que la hacía de plomero; él se la llevo a la casa donde estaban, aprendió el oficio del Desempleo, y ahora hacía lo mismo que las sirvientas, pero en su casa y con sus huéspedes. Era su propia patrona y era llamada Desempleada, algo mucho más digno que simple servidumbre. Clara miró el reloj, hizo gesto de que andaba apurada y se apresuró a acomodar a su inquilina.

La habitación era estrecha, la cama diminuta, la cobija rústica y barata, sin mesa para poner el vaso de agua de la noche, sin closet para guardar la ropa; cajas de cartón apiladas servían de repisas, había una pequeña ventana. El baño estaba afuera y lo tendría que compartir con otros huéspedes. Al verse en una habitación así, recordó su cuarto de niña tan rodeada de flores y con velas multicolores para alumbrar la noche. Pensó en su cama de concubina en su gran casa de mármol; de pronto le brotó un llanto de niña mimada, pero casi de inmediato, se sintió poderosa de tener un cuarto que no proviniera de nadie más que de ella.

***Inicio de una vida en el Desempleo

La primera solicitud de trabajo consistía en peinar a los hijos de una familia católica con doce hijos: diez niñas y dos hombrecitos. El padre, un gordo calvo con voz autoritaria, le dio un cuestionario para contestar.

1. ¿Va a misa los domingos?

2. ¿Utiliza algún método anticonceptivo, como el condón, anticonceptivos hormonales, mecánicos o abortivos?

3. ¿Se masturba?

4. ¿Con qué frecuencia tiene pensamientos impuros?

6. ¿Es homosexual o tiene algún vínculo con gente enferma?

7. ¿Sabe peinar a la manera católica?

Al leer el cuestionario se acordó de uno de los consejos de Franco, —el Desempleado es una especie de Proteo, hay que adaptarse a las formas del empleador, no es mentir, es sólo adaptación al medio de trabajo—. La Mulata contestó el cuestionario como si quisiera conseguir empleo. El gordo pelón le hizo preguntas para confirmar sus respuestas.

—¿En verdad nunca se masturba? —el hombre miraba el busto bien puesto de La Mulata. Ella le dijo que prefería que le hablase a la cara, ya que sus senos no tenían la capacidad de emitir sonidos. El hombre carraspeó y cambió de tema. Le dijo que entonara una canción de misa y ella cantó:

“Oye Salomé, perdónalo, perdónalo”

El hombre escuchó la cadenciosa canción e imaginó la cabeza de San Juan Bautista en una charola, y a la seductora Salomé bailando la rítmica canción. Se persignó, el pensamiento impuro se le escapó de su redonda calva, el hombre lo tomó, lo enrollo y se lo fumó como si fuese un habano de la mejor calidad. Se olvidó del cuestionario y le ordenó que fuera al baño por cepillo y goma de pelo para demostrar sus talentos. La Mulata observó como el falso católico le miraba contornear las caderas mientras rezaba un misterio del rosario y fumaba sus malos pensamientos.

Ella no se sentía bien en esa casa, pero era la primera oportunidad para el Desempleo, si Clara la había mandado ahí, sería por algo, una especie de prueba para ver si tenía el temple de soportar todo aquello. Había pensado en algo más agradable, los Desempleados eran la imagen perfecta del humano feliz; por supuesto pensó en Franco, lo imaginó ligero antes de caer enfermo. Pero Franco agonizaba en una cama y ella tenía que ganarse el título de Desempleada sin haber cursado estudios. En un baño impecablemente limpio, estaba una charola de plata con cepillos, peines, ligas de pelo y listones de colores poco llamativos.

El hombre hizo entrar a una de sus hijas, una joven regordeta con mirada vacuna y sonrisa estúpida; el padre le hablaba con dureza, pero en tono infantil. La niña venía recién levantada de la cama y con el cabello revuelto.

La Mulata con la seguridad de haberse peinado miles de veces, miró la melena de la regordeta niña y en unos cuantos segundos analizó el problemático pelo. La sentó con decisión, y comenzó a desenredar el cabello sin jalarle el cuero cabelludo para que su clienta no diera un gritillo de dolor o alguna queja.

El ambiente del hogar y la mirada inquisidora del padre le generaban incomodidad; para distraerse un poco, levantó la mirada y se encontró con un Cristo en pleno lamento, su llanto desembocaba en una fuente; pensó que quizá tanta lágrima era el resultado de sentirse tan poco comprendido en aquel hogar de fanáticos, él sólo quería que se amasen los unos a los otros. Aunado a la falta de comprensión doctrinal, el pobre crucificado se aburría hasta el hartazgo. Los ojos caídos del Cristo miraron con aburrimiento bestial el peinado de la niña. La Mulata compadeció al pobre Jesucristo. El padre de la niña carraspeó como diciendo que prestara atención a su trabajo. La Mulata se concentró en la cabeza de la niña y trasladó sus pensamientos a su infancia, lugar más confortable que el del doliente mesías. Recordó a su madre cuando le cepillaba el lacio cabello, su madre tenía el pelo tan rizado que era imposible pasarle un peine. Mientras peinaba a la niña, recordó el día que la madre le dejó cepillarle su encrespado cabello; la cabeza pequeña y delicada se convirtió en una melena enorme. Aquel pensamiento se escapó de la cabeza de La Mulata, y como no lo podía fumar, como con anterioridad lo había hecho el falso señor católico, con rápido ademán, se lo metió a la boca, lo tragó para conservarlo. Se concentró en la cabeza de la niña de corte vacuno. Con fuerza y mucha goma, le estiró el pelo hasta hacerle dos trenzas gordas perfectamente simétricas, al final eligió dos moños del mismo color —tuvo la tentación de elegir dos diferentes colores para romper la dramática perfección, pero recordó a Proteo, y algo en ella, hizo que todo en la caballera careciera de grados de libertad—. Los moños eran sobrios, ni un pelo fuera de lugar, la raya era una línea perfecta, y los ojos de la niña estaban un poco achinados por la tensión del peinado. El padre, dio un sí aprobatorio.

Con una campana llamó a su esposa, era una mujer de paso firme, mirada de vaca parecida a la de la hija, regordeta, con falda larga, blusa holgada, arreglada sin excesos, más bien fea y con un fuerte humor corporal. El hombre hizo salir a La Mulata y la esposa miró el contoneo caderas de la peinadora, e hizo un gesto de desaprobación. De reojo, miró en un gran espejo sus caderas anchas y sin ritmo. Algo parecida a una rabia lejana y añeja de los años escolares le vino a la mente; abrió su bolso y se comió un pastelillo que traía envuelto en una servilleta. El hombre le dijo que pecaba de gula. La mujer con un —lo siento— guardó el pastelillo, al salir del salón se lo embutió de un sólo bocado. El matrimonio acordó poner a prueba a la Desempleada. De esa manera, La Mulata consiguió un pase de trabajo para peinar a los doce hijos de un matrimonio con planificación familiar.

El trabajo comenzaba a las cinco de la mañana, primero tocaba el turno a las hijas para luego terminar con los dos muchachos. A las niñas le variaba el peinado, mientras que, con los jovencitos, la rutina era siempre igual: les daba un masaje en su ancha cabeza y limitado cerebro, ellos sonreían y cerraban los ojos, luego les ponía abundante goma, con un peine de metal les partía la cabeza con una raya en medio, orden del padre y los dejaba listos para salir a su vida llena de prohibiciones.

Acababa el trabajo a las ocho de la mañana, con poco dinero y bastante tiempo libre, recorrió toda la localidad. Al salir del hogar cristiano abandonaba la rigidez para sentarse en las bancas de un parque con sus colegas, había días que no le alcanzaba el dinero para comprar algo para el desayuno. Sus piadosos patrones no le permitían comer ni agarrar nada de la cocina, no estaba estipulado dentro del sueldo, ya que, por principio, el Desempleado carece de contrato: los tratos son al día, con dinero contante y sonante. En el parque siempre había alguien que le compartiese algo, y en ocasiones, ayudaba en una fonda a lavar trastes, poner la mesa y así recibía propina y cena. Clara le daba una buena comida, pero desayuno y cena no eran parte del acuerdo.

Pasaron tres meses y Clara estaba sorprendida que no hubiese recibido queja alguna de la familia católica, era la prueba para conocer la resistencia de la persona que deseaba ser Desempleado. Era el trabajo con mayor deserción; y para colmo del asombro, a su inquilina le habían regalado uniforme y zapatos con suela de goma. Clara pensó que quizá su protegida no era una Desempleada de cepa, pues todo buen Desempleado tenía baja tolerancia al maltrato, al abuso y al autoritarismo. Pero algo le decía que La Mulata pertenecía a ellos y debía de tener alguna treta bajo la manga. Clara le preguntó a La Mulata si no se encontraba cansada de aquel hogar tan virtuoso, pues no había quién durase más de un mes sin tener alguna queja del trabajo. Clara, movía los abultados brazos haciendo grandes aspavientos mientras deshebraba pollo y sin levantar la mirada le dijo qué le confesara que había hecho para sobrevivir a dicho infierno.

La Mulata tuvo un maquiavélico maestro de vida: el Hombre Poderoso. Él le enseñó que para sostener el poder había que conocer las debilidades del otro. De manera empírica aprendió la lección, con ojo experto desentrañó los vicios de cada uno de los habitantes de la casa. Al peinar mecánicamente a las diez niñas, escuchaba los ruidos del hogar; comenzó a conocer los casi inmutables cambios de la rutina. Ella debía llegar a las cinco de la mañana, darse un baño con jabón desinfectante, y ponerse el uniforme de peinadora, un vestido de enfermera dos tallas más grandes para que las curvas naturales del cuerpo no se ajustaran. Al salir del cuarto de baño del servicio, dejaba su ropa en un casillero. En esa implacable rutina, un día escuchó un sonido ajeno, los pasos descalzos del hombre calvo y barrigón. Acechó por la mirilla. El hombre olisqueó su ropa con un frenesí rápido y nervioso, se bajó el pantalón y con una mano blanquecina y regordeta se masturbó, a pesar de que la operación fue casi instantánea, la cabeza se le cubrió de sudor. Al terminar, se lavó las manos y se secó el sudor; acomodó la ropa y salió a toda prisa rumbo a su rutinaria confesión.

La Mulata, al darse cuenta de lo que hacía con su ropa aquel ser tan repugnante, vomitó hasta que sus tripas se vaciaron. Era necesario tener la resistencia para convertirse en Desempleada. Recordó al Hombre Poderoso y las conversaciones entabladas con sus socios y amigos:

—Las debilidades, las debilidades; conocerlas y agarrarlos por los huevos, y de ahí nadie se mueve y los tienes comiendo de la palma de la mano.

Al día siguiente, se aguantó el asco, dejó la ropa como todos los días, fingió ir a peinar a las niñas y a los dos chicos. Entró al cuarto del casillero y se topó de frente al miserable hombre que apenas podía encontrarse un diminuto pene recubierto de pellejo grasoso. Moviéndose como adolescente obeso, olfateando la ropa de la mujer ajena, con los pantalones abajo y con una asquerosa barriga de fuera, el hombre fue descubierto. Al ver a la mujer se excitó tanto que quiso, inútilmente, arrimarse a ella; y con mayor frenesí movió la mano hasta que los ojos se le pusieron en blanco y una baba escasa salió de su diminuto miembro. El hombre le rogó perdón, pero ella no emitió palabra. Sabía que no volvería a entrometerse y poner su sucia nariz en sus ropas y sabía que no podría ser despedida. Guardó la ropa con el asqueroso semen del falso católico como prueba de su inocencia.

La esposa era una mujer frígida, con el sexo no podría ser chantajeada. La glotonería era el pecado permitido en la casa, todos eran obesos. Su pecado era holgazanear. Presumía ser miembro honorario de una casa de asistencia, a la cual acudía en ciertas ocasiones. Alegaba que le ocupaba su tiempo, cuando en realidad miraba telenovelas, comía pasteles y contaba chismes con sus amigas por teléfono. En el escritorio, de apariencia impecable, con papeles que parecían importantes, estaba escondida una pequeña televisión. La Mulata dio su estocada al proponerle que ella la podría peinar mientras miraba sus telenovelas de la mañana. La mujer palideció. Le dijo que no le mencionara nada a su marido, que ella se encargaría que recibiera su pago semanal con un extra, así como un uniforme de regalo con todo y zapatos de goma.

Clara escuchó atenta la narración de La Mulata, apuntó en una libreta algunas notas. Le dio una palmaditas en la espalda, le entregó aquel papel para que fuese con Damián y recibiera su diploma de “Desempleada” con honores.

La Mulata se prometió que no volvería a aceptar un trabajo tan desagradable. De ese momento en adelante, aceptaría trabajos que no le exigieran utilizar las facultades de Proteo, pues sí lo hiciera por mucho tiempo correría el riesgo de perderse en alguna de aquellas transformaciones.

En el parque enseñó a los miembros del gremio su diploma. Su primer trabajo de peinadora, le fue de mucha ayuda, encontró su nicho de oportunidad en las novias insatisfechas. En la neurosis prenupcial, había novias inconformes y desesperadas con el peinado del estilista de moda; escuchaba los gritos neuróticos por la ventana, entonces La Mulata, llegaba como especie de salvabodas. Les ponía una antigua receta de su madre para desinflamar los ojos después del llanto —el remedio era vulgar hielo—, les daba un té con piquete de whisky para relajarlas y las peinaba acorde a su personalidad; aligeraba los tocados para liberar el peso en la cabeza. Así lograba novias alegres dispuestas a despeinarse con su nuevo consorte.

Uno de los trabajos del cual obtuvo gran experiencia y utilidad, no sólo para el trabajo sino para la vida en general, fue el de asistente en un hospital psiquiátrico. El trabajo consistía en tomar apuntes para los médicos, debía anotar la perorata de los locos. Le parecía interesante, y a la vez desgarrador ver cómo la vida del paciente se centraba en una misma idea que iba y venía, repitiéndose sin fin, y a diario experimentaba la misma manía como si fuese nueva, como si la locura, el dolor, y la reiteración renaciera con la fuerza de una verdad absoluta. Cada nuevo día el loco comenzaba, como si iniciara una aventura desconocida, a repetir eso que todos conocían, y él, a pesar de repetírselo constantemente, no llegaba a entender. Eran como ciegos y sordos de ellos mismos, estaban atrapados en el laberinto de su reiteración.

Para esta labor, le dieron un entrenamiento básico:

Apuntar como autómata. No vincularse con el enfermo. No llorar o reír.Se enfatizaba jamás verlos a los ojos, ya que era peligroso, el enfermo no debía sentirse observado, pues podía responder con violencia.

No mirar, no ver, era la mejor manera de no crear un vínculo. Era necesario no involucrarse, ponerse una especie de película plástica en los sentidos, para que la tristeza, el odio, el rencor y la locura no la llegaran a infectar. También debía hacer ojos ciegos y oídos sordos para no sucumbir a las seducciones del narciso y del psicópata. Con la experiencia y el entrenamiento aprendió a ver los enfermos de soledad, no todos eran internos.

Por ser mujer, también le pedían coser botones, hacer guisos, cuidar hijos pequeños, viejos y enfermos, hacer arreglos florales, bailar en fiestas, escuchar hombres decepcionados, cubrir apariencias, poner mesas para fiestas, ser mesera, quitar curitas, consolar viudas y jóvenes con corazones destrozados, escribir cartas de amor, limpiar baños tapados, cortar el pasto de jardines, hacer manicure; sacar a pasear perros, leer a ciegos y ancianos, recitar, cantar, etcétera. En poco tiempo, sin darse cuenta, se había convertido en una mujer con experiencia.

Pertenecía a una especie de hermandad con la cual compartía una vida presente sin necesidad de contar su pasado. A los Desempleados, por costumbre, no se les conoce familia, elegir pasar el tiempo sin salario fijo es perder éxito social, suerte de ofensa de casta; lo que hace que exista una fraternal camaradería entre los agremiados, y, como en toda comunidad, cada barrio tiene su particular forma de relacionarse. Entre los Desempleados, no hay estatutos, especie de filosofía de Diógenes, andar, andar, andar; encontrarse en su hogar sin importar el tamaño del barril, aprovechar la abundancia y aguantar las carencias. Si alguna filosofía encaja con los Desempleados es el cinismo que es lo mismo que la sabiduría canina: cambiar de dueño si no es el adecuado, disfrutar del sol, pelear por un trozo de carne, comer hasta el hartazgo en la abundancia, caminar grandes trechos, mirar las estrellas, aguantar el mal tiempo y disfrutar del bueno; ser fiel con quien lo merece, morder al agresor, desenmascarar al hipócrita; dejarse llenar de mimos, huir ante el peligro y ladrar, sea por amor a la luna, por tristeza o por el placer de afinar las cuerdas vocales. El Desempleado no admite contratos, es su propio contrato; puede probar de todo, pasar del barrio de la burguesía, a los barrios de mercado y vecindad, al de los solterones banqueros, al barrio judío, al chino; y así deambular por la ciudad según el antojo. Pero en el fondo, cada Desempleado se acomoda en donde pertenece, donde camina sin sentirse un extraño o extranjero.

La Mulata caminó algunos barrios, no demasiados, le gustaba la cercanía de su nueva familia: Clara, Damián y la gente del parque, y en sus ratos libres escuchar música en vivo.

Una noche fue con Damián, el más experimentado de los Desempleados, a tomar un trago y escuchar un poco de música. Él le hacía ver lo importante de salir del lugar de trabajo, de no ser nadie, de no ser reconocido. En las noches, Damián, ya sin obligaciones, era taciturno y triste, le gustaba ir a un bar donde tocaba la banda de Penélope y los Pretendientes.

Penélope era una mujer hermosa, inalcanzable, de ahí venía su agonía y su enigmático canto. Cualquiera que iba a verla, al entrar a la taberna se convertía en pretendiente, pero a diferencia de la esposa fiel mitológica, Penélope no esperaba a nadie, no tenía hijo, ni tejido, ni Odiseo, ni guerra de Troya. Ella sufría de soledad.

La Mulata, al verla, quedó embelesada; era la mujer más hermosa que había visto jamás. Su canto llegaba al espíritu, la forma de mover el cuerpo hechizaba, ni hombre ni mujer podía despegar los ojos de ella; los músicos tocaban para acariciar su voz, pues su cuerpo era inaccesible. Su perfección la condenaba a la soledad. La Mulata reconoció el lamento del solitario. En aquel recinto, rodeado de pretendientes, no existía un héroe capaz de levantarle la falda para aprisionar la virginidad que tanto le pesaba. Penélope sufría el más duro aislamiento a pesar de estar rodeada de hombres; ni uno sólo la acompañaba en su lecho. Jamás había sido besada. Guardaba miles de cartas de amor amontonadas, párrafos enteros escrito sobre la desdicha del desamor, pero nadie se atrevía de hacerle una propuesta indebida. Cuando ella tenía la osadía de pedirle algún hombre que salieran juntos, éste enmudecía y comenzaba a sufrir de inseguridad y de los peores ataques de celos. Miraba a cualquiera como enemigo, y como si fuese batalla homérica, los hombres sacaban sus arcos y demostraban su fuerza y poderío; siempre acababan enterrando a alguno muerto. Cansada de ver pelear y morir hombres que luchaban por su amor sin ni siquiera haberlos besado, dejó de mirarlos. Su canción era un canto dedicado a sus amores imposibles.

Al bar también asistían mujeres, el dueño del local las dividía en dos secciones según su personalidad. Estaban las Amazonas, fieles fanáticas qué, hechizadas, sólo esperaban ser admiradas por Penélope, éstas eran las clientas cautivas. El segundo grupo, eran las mujeres que caían en un fatal estado, se miraban imperfectas y sabían que jamás llegarían a tener la perfección de su heroína. Adoptaban un estado melancólico y se les iba la vida ante la visión de aquella mujer. Lloraban por ser insignificantes, y como adictas a su propia carencia, regresaban cada noche a soñar que algún día podrían tener aquel cuerpo y aquella voz, pero salían aún más disminuidas. Las más afectadas se suicidaban frente a un espejo dejando atrás la imagen de su imperfecto cuerpo. El dueño, cansado de tragedias, al sentir a estas mujeres en riesgo, las sacaba del lugar y les prohibía la entrada. Antes de que se marcharan, les metía una carta en el bolso para cuando empezaran a recobrarse; el remitente era un supuesto enamorado que, con retórica cursilona y apasionada, les decía lo hermosas y únicas que eran. Las mujeres que recobraban la salud juraban no volver a mirarse bajo un espejo tan poco fidedigno como el de la comparación.

La Mulata, después de las veladas en el bar, salía con el ánimo bajo, sintiendo que nunca tendría la perfección de la cantante, pero La Mulata era fuerte, y supo mirar la desolación de la mujer; se había entrenado en el psiquiátrico. Imitando a Odiseo, en lugar de ponerse cera en los oídos para no escuchar el canto de la seductora sirena, se colocó la venda invisible del entrenamiento del psiquiátrico. Escuchaba el canto dulce de Penélope sin sucumbir; trinos de armónica soledad que anestesiaba los sentidos hasta caer en un trance de amor imposible y ensueño. Escuchar era entrar al jardín de la inocencia; la apoteosis de Werther, Nerval e Isolda. Imposible le fue a La Mulata no salir un poco contagiada; en ese tiempo, le dio por leer Romanticismo alemán sin siquiera conocer la pronunciación.

La Mulata ofreció sus servicios de Desempleada como peinadora de la banda. El dueño del bar, sorprendido de que la mujer no fuese una víctima más de su empleada, le dio trabajo, así podía tener pláticas sin el manido tema del desamor.

Penélope tenía el pelo largo, rizado y caoba. La Mulata lo adornaba con delicadas flores, a veces, le hacía trenzas sueltas, o dejaba que los rulos le cayeran por los hombros, le ponía diademas e infinidad de primores. Ahora, no sólo los espectadores se sorprendían con la música, sino expectantes, esperaban el nuevo peinado de Penélope. La Mulata intentaba seguir el adiestramiento del psiquiátrico, su preocupación no era enamorarse de la chica, sino evitar sentirse triste, no deseada, sentirse insuficiente. Sin mirarla a los ojos, se concentraba en su cabellera y en escucharla sin involucrar los sentidos.

La melancolía de Penélope era el efecto de la admiración. De niña, fue consentida por sus padres al extremo que al ver su perfección se negaron a tener más hijos. El padre y la madre trabajaron horas extras y dobles turnos para darle la vida de reina que ellos creían se merecía, no faltaron muñecas, dulces, un cuarto decorado al estilo Sissi emperatriz, vestidos a la Shirley Temple, joyas, adornos, viajes.

El ritmo de trabajo tan extenuante hizo de sus padres unos ancianos prematuros. Vivían, pero se habían convertido en unos viejos de semblante idiota y cuerpo desgastado, eran pura arruga senil. Su cerebro demenciado vivía en el pasado, casi no emitían palabra y cuando lo hacían apenas balbuceaban el nombre de su hija. Pasaban el día con la mirada perdida, babeando un trapo que el cuidador ya no tenía reparo en cambiar. Penélope no toleraba ver la ruina de sus progenitores, así que dejó de visitarlos en el asilo comunitario.

Su vida escolar transcurrió monótona, desde su inicio hasta su final. Los compañeros querían estar cerca de ella, pero no se sentían con la confianza de ser sus amigos; los profesores no revisaban sus exámenes, le ponían notas excelentes, jamás leyeron uno sólo de ellos. En las pruebas escritas, en lugar de poner las capitales del mundo escribía la terrible soledad que sentía, Chinasoledad, Japónsoledad, Guineasoledad. Salió de la escuela con honores y sin jamás haber tenido acné de pubertad, jamás el olor fuerte de la menstruación, jamás una peca o una mancha en la piel marcó su cutis. Sus caderas no se ensancharon demasiado ni fueron demasiado estrechas, su talle era el justo perfecto para armonizar con la cintura avispada, sus pechos eran la encarnación de una rubicunda perfección, los ojos eran de una claridad que enloquecía, su pelo era rojizo caoba.

En clase de música encontró consuelo, el maestro embelesado con la joven y su voz, tocaba el piano por horas y ella comenzó a aprender, no del maestro, sino de las propias melodías. Así como su belleza había sido un don de nacimiento, así poseía el don del canto.

Con padres ancianos y sin herencia, la hermosa Penélope, tuvo que buscar trabajo. En el periódico vio un anuncio donde se solicitaba cantante. El dueño del bar era un hombre con cataratas, casi ciego, los ojos azulados apenas percibían la belleza de la joven, le fue fácil contratarla. Penélope lo hizo rico, muy rico, no había necesidad de cambiar nada en el bar mientras la chica estuviera en el local; él se enriquecía, dio gracias a los dioses por sus cataratas y no dejó que el cirujano se las extirpara. Prefería ser un ciego rico sin mal de amores. Una banda de jazz se unió a ella, desde entonces Penélope, como si fuese inmune al envejecimiento, llevaba quince años cantando cada noche sin que una mala nota le saliera o una arruga le asomara.

La Mulata escuchó su monotemática historia todas las noches, aquel embriagador lamento de admiración y soledad le hizo dar gracias por no ser tan bella, pero evitaba los espejos. Pensó que ella, sin poseer tal perfección, tenía al menos en su boca varios besos con historia.

Penélope se apropió de La Mulata, al fin sentía algo parecido a la amistad. En las tardes iban a tomar helado, comprar cosas o simplemente pasear por la calle. Para la cantante, era natural ser el blanco de las miradas, lo novedoso era el orgullo de pavonearse con su amiga. Mientras ella era feliz, La Mulata se sentía ignorada, tenía que hacer acopio de toda su seguridad. No disfrutaba ser tan poco visible a los demás, ella que jamás lo había sido. Pensó largo rato en eso, su portentoso cuerpo no pasaba desapercibido, pero de alguna manera, la parte que no se ve, la que algunos le llaman alma, esa, siempre había sido ignorada. Quizá hasta por ella misma. Era tiempo de tomar aquel amasijo de tanto, para saber de qué estaba hecha. Mientras estuviese a lado de Penélope, ningún hombre la desearía, apenas se recuperaba del Pelirrojo y del recuerdo del Hombre Poderoso; sintió protección al vivir a la sombra de Penélope. Al menos por un tiempo, su cuerpo debía pasar inadvertido. La belleza de Penélope la hacía un cero a la izquierda, era vital descansar un poco de ella misma, de olvidarse de su propio ego y del escrutinio de los otros. Era como si estuviese en receso, en reposo para después enfrentarse a la vida, a su verdadera vida. Su historia era el producto de un entramado de circunstancias ejecutado por sus padres y luego por el Hombre Poderoso. El Pelirrojo, una elección tomada bajo premisas equivocadas sólo había sustituido al difunto Poderoso. Ella buscaba un protector para poder adherirse a la única forma de amar que conocía: la dependencia. De manera consciente, sin ser arrastrada por el magnetismo de Penélope, escogía ser la acompañante de una mujer que la eclipsaba, debía dejar que la luz iluminara a otra, así ella descansaría de los reflectores.

Penélope, la hermosa, de tanto vivir sólo en ella, no sabía el funcionamiento de la amistad, tenía tantas ganas de ser escuchada —ella que era escuchada todas las noches—. Hablaba y hablaba sin preguntar por los intereses o preocupaciones de la amiga; en contraparte, La Mulata le respondía con monosílabos y asentimientos de cabeza. Por un tiempo fue un buen trato, La Mulata se olvidaba un poco de ella misma y la hermosa experimentó la amistad. Pero una noche, en la sesión de peinado, Penélope parloteó sin recibir respuesta de su ensimismada peinadora, sintió una punzada desconocida en la boca del estómago, conoció el dolor de ser ignorada. Dejó de hablar sin que la amiga se percatara, y para variar le preguntó:

—¿En qué piensas?

La Mulata acostumbrada a mantener diálogos le contestó:

—Pensaba que quiero comprar una colcha para mi cama, debo juntar dinero.

Penélope, gozosa, pensó en solucionarle el problema, sintió la grata necesidad de dar algo a cambio. Fue aprendiendo a ser amiga, empezó por lo más sencillo, las cosas prácticas. Le cedió las propinas de sus admiradores; los hombres, como no podían darle amor, dejaban exuberantes sumas de dinero, una manera de expiar su deseo. Soledad a cambio de monedas. También le regaló vestidos prácticamente nuevos. La Mulata era una talla mayor, pues no era de curvas tan delicadas como su amiga, pero ella siempre encontraba la manera de sacarle más tela a las prendas; el oficio de Desempleada estaba lleno de mañas. También recibió bolsos, accesorios, chocolates y cualquier tipo de extravagancias. Trabajar en el bar hizo que La Mulata tuviera más dinero, por lo que se mudó a un cuarto independiente con baño y una cocineta, en del mismo edificio de Clara.

Eligió un cuarto iluminado, Penélope le regaló una colcha a cuadros, obsequio de un antiguo enamorado. Damián le regaló un armario para guardar su ropa y así cambiar las cajas de cartón. El baño contaba con una tina de porcelana, lo que ponía a La Mulata de inmejorable humor. El piso era de loseta antigua con motivos en rojo ladrillo, en azul y amarillo. Las flores no le faltaban pues se podía llevar las sobrantes del camerino de la cantante. Se acostumbró a la belleza de su amiga, en ocasiones hasta le vio alguna peca casi imperceptible. La Mulata dejó de sentirse invisible, a pocos recobraba seguridad. Volvía a creerse atractiva, y eso le hacía desempeñar su papel de Desempleada como si fuese Diva de Hollywood, pero su felicidad no era un forzado tecnicolor, era un bienestar con toques de spleen y con un acechante miedo a la soledad.

Ante el nuevo porte de su peinadora, Penélope se sintió menos bella y su melancolía azulada y diáfana comenzó a enturbiarse. La desazón de no ser tan bella le hacía hacer pactos de amistad y esforzarse con ahínco en el escenario. Pequeñísimas gotas de sudor humedecieron sus axilas, y tras la función caía en la cama rendida de cansancio. Por primera vez vivió la envidia al mirar de lejos como un hombre besaba la mano de una desconocida. Era novata en sentir.

El dueño del bar olisqueaba el quiebre de su mitológica cantante, de pronto le entró el cansancio de su ceguera y no le bastó ser adinerado. A tientas buscó la tarjeta del oftalmólogo especialista en cataratas. En el camerino escuchó ligeros sollozos y con tono duro, casi gustoso, le dijo a la doliente Penélope:

—Resiste, así vivimos los feos.

Penélope se supo vulnerable. Mientras cantaba, un hombre de aspecto corriente se paró del taburete un tanto aburrido, salió del bar y no dejó propina. Penélope lo esperó por las siguientes treinta noches, sin éxito. Era el primer hombre que la ignoraba; algo se clavó en su dolido ego, y creció una rabia profunda hacia el hombre y hacia su amiga. Comenzó a quejarse con el ciego de la peinadora, el viejo escuchó un tono amargo y desafinado en la chica. Era tiempo de pedir una cita con el oftalmólogo.

Una tarde, al caminar con La Mulata, Penélope vio al hombre de la afrenta sentado en una bonita pastelería tomado de la mano de una mujer —en opinión de la ofendida, se trataba de una mujercilla bastante ordinaria e insulsa—. En un arrebato de cólera, entró a la pastelería con aires de reina, todos en el lugar enmudecieron, hasta La Mulata tuvo el deseo de besarla; pero aquel hombre era ciego a su encanto, sus ojos no daban aire para mirar fuera del espacio de su amada. Penélope se paró junto a él y le dijo, que moviera la silla, él, indiferente, la miró de reojo, vio que había espacio suficiente y siguió contemplando a su chica. El chispazo desencadenante del desequilibrio de Penélope fue una mirada rápida, casi imperceptible del joven hacia La Mulata, las pupilas se le expandieron un poco, pero de inmediato regreso al arrobo de su mujer. Desde ese momento Penélope fue perdiendo pretendientes, en el espejo se le dibujó una arruga, un hombre se dignó tocarle la mano, y ella, ofendida, le dio una cachetada.

La Mulata comenzaba a cansarse de los desplantes de Penélope, había días que la llenaba de regalos, mismos que dejó de aceptar, y otros le gritaba por nimiedades de su peinado.

En ese tiempo, Clara se había mudado a la casa de su madre agonizante en un pueblo cercano. La Mulata la extrañaba a montones, iba los fines de semana a hacerle compañía y ayudarle con la pesada carga de la anciana.

Penélope se acostumbró a la presencia de su amiga, a pesar de lo que eso conllevaba. Su ausencia los fines de semana, la sumía en una soledad que pareciera le crecía por centímetros. Para aminorar el desamparo buscó el abrazo de sus padres, pero en el asilo encontró a dos ancianos alelados mirando el pasado sin reconocer a su hija en el presente.

Al regreso de un largo fin de semana, la hermosa cantante fue dócil y le habló con dulzura a su amiga. La Mulata la peinó más hermosa que nunca. Penélope se sumió en sus olvidos, cantó un canto triste, no pensó en sus arrugas, y sus pretendientes lloraron de amor al verla. La Mulata, conmovida vio la grandeza de aquella amistad, el ciego miró un poco más e imaginó la belleza.

Como en el cuento del flautista con sus roedores, la hermosa Penélope, salió del bar con un séquito de embelesados admiradores; hasta los perros y lechuzas acompañaron la nocturna procesión. De una taberna sacaron barriles de aguardiente, y como si fuese una ninfa de ensueño, llenaron la fuente seca de la plaza de los Desempleados. Se deshizo el peinado, empapó su cabellera y la ropa con el embriagante líquido, la ropa ceñida dibujó sus insinuantes contornos. Con la gracia de una luciérnaga, prendió un cerillo y dejó que el fuego se la bebiera entera. El espectáculo fue tan hermoso, tan glorioso, que nadie se atrevió a echar un balde de agua para evitar la muerte de la siempre bella. La Banda de los Pretendientes