La leyenda del Santo Bebedor - Joseph Roth - E-Book

La leyenda del Santo Bebedor E-Book

Joseph Roth

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Beschreibung

Bajo los puentes del Sena acampa el clochard Andreas Kartak, originario, como Roth, de los confines orientales del Imperio austrohúngaro. Será allí, en las escalinatas de piedra de uno de esos puentes, donde el azar cambiará por completo su vida.

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Seitenzahl: 55

Veröffentlichungsjahr: 2024

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LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR

Índice de contenido
Portada
Portadilla
Legales
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV

Título original:

Die Legende vom heiligen Trinker

© 1976, 1983 Verlag Allert de Lange, Amsterdam,

und Verlag Kiepenheuer & Witsch, Köln

© 2014, de las ilustraciones: Pablo Auladell

© 1981, de la traducción: Michael Faber-Kaiser

Licencia otorgada por Editorial Anagrama S.A. Barcelona, 2014

© 2014, de esta edición: Libros del Zorro Rojo / Barcelona – Buenos Aires

www.librosdelzorrorojo.com

Esta obra es una realización de Libros del Zorro Rojo

Dirección editorial:

Fernando Diego García

Dirección de arte:

Sebastián García Schnetzer

Edición:

Samuel Alonso Omeñaca

Corrección:

Martín Evelson

...

Con la colaboración del

Institut Català de les Empreses Culturals

ISBN: 978-84-10228-32-0 Depósito legal: B–5347-2014

Primera edición: marzo de 2014

No se permite la reproducción total oparcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

El derecho a utilizar la marca «Libros del Zorro Rojo» corresponde exclusivamente a las siguientes empresas: albur producciones editoriales s.l. y Libros del Zorro Rojo s.r.l.

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU.

Primera edición en formato digital: octubre de 2023

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

«Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido.»

Joseph Roth, París, noviembre 1938.

LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR

I

Un atardecer de la primavera de 1934, un caballero de edad madura descendía por las escalinatas de piedra que, desde uno de los puentes sobre el Sena, conducen a la orilla. Como sabrá casi todo el mundo, aunque la ocasión merece rememorar este hecho en la mente del lector, allí suelen dormir, o, mejor dicho, acampar los clochards de París.

Y uno de esos clochards fue como por azar al encuentro del caballero de edad madura, que por cierto iba bien trajeado y daba la impresión de ser un viajero que se propone contemplar las curiosidades de las ciudades que visita. Aunque aquel clochard ofrecía ciertamente el mismo aspecto harapiento y digno de compasión que todos aquellos con quienes compartía su infortunio, parecía sin embargo merecedor de la atención especial del caballero de edad madura bien trajeado. Mas no nos es dado conocer la causa de tal preferencia.

Como queda dicho, estaba atardeciendo, y bajo los puentes, a orillas del río, la oscuridad era ya más cerrada que arriba en los muelles y sobre los puentes. Aquel hombre sin hogar y manifiestamente desaliñado avanzaba con paso vacilante. No parecía percatarse de la presencia del caballero mayor bien trajeado. Mas este, que no vacilaba en absoluto sino que con total aplomo dirigía sus pasos directamente hacia el vacilante clochard, por lo visto le había descubierto desde lejos. El caballero de edad madura le cerró prácticamente el paso. Ambos detuvieron sus pasos, frente a frente.

—¿Adónde le llevan sus pasos, hermano? —inquirió el caballero mayor bien trajeado.

El otro le echó una leve mirada, para contestar luego:

—Que yo sepa, no tengo hermano, ni sé adónde me lleva el camino.

—Yo intentaré mostrárselo —prosiguió el caballero—, pero no deberá enojarse conmigo si, como contrapartida, le pido un favor poco frecuente.

—Estoy dispuesto a cualquier servicio —accedió el harapiento.

—Claro que me doy cuenta de que tiene usted algunos defectos, mas Dios ha dispuesto que se cruzara en mi camino. A buen seguro estará necesitado de dinero. ¡No, no tome a mal mis palabras! A mí me sobra. ¿Querrá decirme con toda franqueza cuánto necesita? Por lo menos para salir del paso…

El otro permaneció unos segundos sumido en reflexiones, pero enseguida profirió:

—Veinte francos.

—No creo que esta suma sea suficiente —replicó el caballero––. Seguramente necesitará doscientos.

El harapiento retrocedió un paso. Parecía como si fuera a caer, pero, aunque vacilante, se mantuvo en pie. Y entonces dijo:

—No puedo negar que prefería doscientos francos en lugar de veinte, pero soy un hombre de honor. Parece que me está usted juzgando mal. No puedo aceptar el dinero que me ofrece, por varias razones: en primer lugar, porque no tengo el placer de conocerle; en segundo lugar, porque no sé cómo ni cuándo podría devolvérselo; y, en tercer lugar, porque usted tampoco tiene la posibilidad de reclamármelo, al carecer yo de domicilio fijo. Casi a diario me establezco bajo un puente diferente de este río. A pesar de todo ello, y aun careciendo de domicilio fijo, como ya le he dicho, soy un hombre de honor.

—Tampoco yo poseo domicilio fijo —respondió el caballero de edad madura— y también yo me instalo cada día bajo un puente distinto. Mas, a pesar de ello, le ruego que tenga la amabilidad de aceptar los doscientos francos, al fin y al cabo una suma ridícula para un hombre como usted. Y en lo referente a la restitución, habré de extenderme algo más para poderle hacer entender por qué no puedo indicarle el nombre de algún banco donde usted pudiera ingresar el importe. Resulta que me he convertido al cristianismo después de haber leído la historia de la pequeña santa Teresa de Lisieux. Y ahora venero muy especialmente la estatuilla de la santa que se guarda en la capilla de Sainte Marie des Batignolles, que usted podrá localizar con facilidad. Así que, tan pronto tenga reunidos los doscientos francos y su conciencia le obligue a zanjar esta ridícula deuda, diríjase por favor a Sainte Marie des Batignolles y entregue la suma en manos del sacerdote cuando este termine de oficiar la misa. Suponiendo que adeuda usted el dinero, se lo debe a santa Teresita. Mas, cuidado, no lo olvide: tiene que ser la de Sainte Marie des Batignolles.

—Veo —dijo el harapiento— que usted ha comprendido que soy una persona de honor. Le prometo que cumpliré mi palabra. Sin embargo, solo puedo ir a misa los domingos.

—Como usted prefiera, un domingo, pues —concedió el caballero mayor, mientras sacaba de su cartera doscientos francos que entregó al vacilante clochard—. Y muchas gracias.

—Ha sido un placer —se despidió el desharrapado, que al punto desapareció en las tinieblas.

Porque entretanto ya había oscurecido por completo; mientras arriba, en los puentes y muelles, habían sido encendidas las farolas plateadas para anunciar la alegre noche de París.

II