La llave - Simon Toyne - E-Book

La llave E-Book

Simon Toyne

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LA FE DE LA HUMANIDAD ESTÁ EN LAS MANOS DE UNA SOLA MUJER La periodista Liv Adamsen ha escapado de la altamente secreta Ciudadela en el corazón de la antigua ciudad de Ruin y ahora yace aislada, mirando las paredes del hospital, tan blancas como su memoria. A pesar de su incapacidad para recordar el pasado, algo extraño se mueve dentro de ella. Se siente poseída por una sensación que no puede definir y la acosan susurros que solamente ella escucha: "KuShiKaam", La llave. Para otros el significado es claro, mientras que para un mercenario que opera en el desierto de Siria, un hombre conocido solamente como "el Fantasma", Liv parece tener La llave de uno de los secretos más poderosos de la historia, para la hermandad de monjes de la Ciudadela, ahora azotada por una terrible plaga, su regreso a Turquía puede significar la única forma de asegurar la supervivencia, mientras que para una poderosa facción en la Ciudad del Vaticano, su misma existencia amenaza el éxito de un desesperado plan para salvar a la iglesia de la ruina. En el centro de los acontecimientos que desafían toda explicación, y perseguida por alguien que cree que podría estar intentando asesinarla, Liv recurre a la única persona en la que puede confiar: un trabajador de la fundación llamado Gabriel Mann. Juntos deben eludir la captura y viajar al lugar donde comenzó toda la vida. Desde Nueva York hasta Roma y los desiertos del Medio Oriente, los mundos chocan en una carrera para descubrir una revelación que data de la creación del hombre en esta electrizante secuela del bestseller internacional Sanctus.

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La llave

Simon Toyne

La llave

Título original: The Key

© 2012 Simon Toyne. Reservados todos los derechos.

Traducción: Jentas A/S

Layout: Jentas A/S

© 2023 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ISBN: 978-99-796-4564-1

Liv Adamsen despierta en el hospital de la ciudad turca de Ruin, rodeada de policías y personal sanitario... pero ni siquiera allí está segura. Liv no recuerda apenas nada de su estancia en el misterioso monasterio conocido como La Ciudadela, pero algo sucedió allí y ahora lleva una presencia en su interior, un secreto guardado con celo durante años codiciado por muchos. Liv tratará de esquivarlos a todos y emprender su propia búsqueda hasta encontrar la respuesta a sus interrogantes...

LA VERDADERA CRUZ APARECIÓ EN LA TIERRA...

La Ciudadela, el monasterio excavado en la montaña en la ciudad de Ruina, en Turquía, alberga la orden religiosa más antigua de la humanidad. Se dice que entre sus muros se encuentra la primera versión de la Biblia, así como un misterioso Sacramento que sólo se revela a los Sancti, los monjes de rango superior. El hermano Samuel, monje de la orden de la Ciudadela, ha alcanzado el grado de Sanctus y, por tanto, acaba de conocer el Sacramento. Pero la revelación del secreto no le produce alegría sino terror, rechazo e indignación. Sabiendo que no saldrá vivo de la Ciudadela, Samuel se arroja al vacío desde la cumbre de la montaña con los brazos en cruz.

La noticia de la muerte del monje salta de inmediato a los medios de comunicación y llama la atención de Kathryn Mann y de su hijo Gabriel, cooperantes solidarios que interpretan el salto del Sanctus como la señal de que una profecía milenaria está a punto de cumplirse y por la que el arqueólogo John Mann, perdió la vida.

En la Ciudadela, el abad del monasterio convoca a su secretario, el monje Athanasius, un hombre inteligente y discreto que no forma parte de la élite de los Sancti, y le muestra las páginas de la biblia «hereje», un libro prohibido al que sólo tienen acceso los Sancti. En el libro, Athanasius lee una extraña profecía:

La verdadera cruz aparecerá en la tierra

Todos la verán en un único momento; todos se sorprenderán

La cruz caerá

La cruz se alzará

Para liberar el Sacramento

Y traer una nueva era

Mediante su misericordiosa muerte

Según el abad, la caída del monje con los brazos en cruz parece evocar estas palabras, y podría ser un peligro en manos de los enemigos de la orden.

A más de ocho mil kilómetros de allí, en Nueva Jersey, la periodista de sucesos Liv Adamsen recibe la confirmación oficial por parte del inspector Arkadian de que el monje que se ha suicidado tirándose desde la cima de la montaña sagrada es su hermano gemelo Samuel, desaparecido ocho años atrás. A resultas del descubrimiento, e impelida por una fuerza inexplicable, Liv decide viajar a Ruina. Allí, una de las mayores expertas en la historia de la Ciudadela, la doctora Anata, le revela la pugna milenaria entre el clan de los yahvé y los mala. Los miembros de la tribu de los mala sabían que los monjes de los yahvé habían ocultado el Sacramento y lo usaban para alterar el orden natural de las cosas.

Por orden del abad unos secuestradores capturan a Liv para conducirla a la Ciudadela, a la capilla del Sacramento, un lugar tétrico, con imágenes de mujeres torturadas en las paredes. En la capilla, Liv despierta junto al cadáver de su hermano, robado del depósito de la morgue. Un susurro invade su mente aturdida, una voz ininteligible procedente de un tiempo inmemorial, y en su cabeza resuenan unas palabras al tiempo que el abad le entrega una daga y le ordena que mate con ella al Sacramento, a la madre de la humanidad. No obstante, el caos que se desata tras la explosión de la bomba que Kathryn ha logrado hacer explotar dentro de la Ciudadela permite que su hijo Gabriel acceda a la capilla del Sacramento y ponga a salvo a Liv.

Más tarde, en una habitación del hospital de Ruina, Liv se recupera de la conmoción. Kathryn y Gabriel también están a salvo. Algunos Sancti se encuentran ingresados en el centro, desangrándose...

En su cama del hospital, Liv escucha unas palabras que se repiten en su mente: Ku Shi Kam, «La Llave»...

I

Y de pronto llegó desde el cielo un sonido semejante al de un viento raudo y poderoso...

Y todos, henchidos por el Espíritu Santo, empezaron a hablar en otras lenguas.

Biblia del Rey Jaime,

Hechos, z, 2-4

Capítulo 1

Al-Hillah, provincia de Babil, Irak central

El guerrero del desierto miraba a través de la ventana barrida por la arena, con los ojos ocultos bajo las gafas protectoras y el resto de la cara cubierta por la kefiya. Fuera, todo se había teñido de color hueso: los edificios, los escombros, incluso la gente.

Observó a un hombre que arrastraba los pies por el extremo más alejado de la calle, envuelto en una kefiya envuelta por el polvo. Apenas había transeúntes en aquella parte de la ciudad, con el sol de mediodía en lo alto del cielo blanquecino y la temperatura próxima a los cincuenta grados; de todos modos, había que darse prisa.

De algún lugar a su espalda, en las profundidades del edificio, llegaron un golpe sordo y un gemido ahogado. Esperó atento cualquier indicación de que el transeúnte los hubiera oído desde la calle, pero aquél seguía caminando, pegado al filo de sombra que le ofrecía una pared picada de orificios de disparos de armas automáticas y estallidos de granadas. Esperó hasta que el hombre se fundió con la calina, y después volvió a fijar su atención en la habitación.

La oficina formaba parte de un garaje de las afueras de la ciudad. Olía a aceite, a sudor y a cigarrillos baratos. De una pared colgaba la fotografía enmarcada de un individuo que parecía supervisar con orgullo las pilas de papeles grasientos y las piezas de motor que cubrían todas las superficies. La habitación apenas tenía espacio suficiente para un escritorio y un par de sillas, y era lo bastante pequeña para que el voluminoso aparato de aire acondicionado mantuviera una temperatura razonable. Eso, cuando funcionaba: en aquel momento no era así. El lugar era lo más parecido a un horno.

La ciudad llevaba meses padeciendo cortes de electricidad, uno de los muchos precios que debía pagar por su liberación. La gente ya empezaba a hablar del extinto régimen de Sadam como si hubieran sido los buenos viejos tiempos. «Vale, es posible que de vez en cuando desapareciera alguien, pero al menos no había cortes de luz».

Le asombraba lo deprisa que olvidaba la gente. Él no olvidaba. Había sido un proscrito en tiempos de Sadam y lo seguía siendo bajo la ocupación actual. Su lealtad era para con la tierra.

Otro gemido de dolor lo devolvió al presente. Empezó a vaciar cajones, a abrir armarios, esperando encontrar enseguida lo que buscaba y desaparecer en el desierto antes de que pasara la siguiente patrulla. Pero el hombre que poseía aquello conocía perfectamente su valor. Allí no había ni rastro de la piedra.

Tomó la fotografía de la pared. Un espeso bigote negro a lo Sadam atravesaba un rostro monótono, el de alguien que vivía en una insulsa prosperidad; una dishdasha blanca se tensaba sobre la barriga del hombre y sus brazos rodeaban a dos niñas que sonreían con timidez y que, por desgracia, habían heredado el aspecto de su padre. Los tres se apoyaban contra un todoterreno blanco, el mismo que ahora estaba estacionado en el patio delantero del garaje. Se fijó en el vehículo, escuchó el rumor del motor de refrigeración, y vio reverberar el aire caliente por encima del coche y un pequeño pero significativo círculo en la parte inferior central del ennegrecido cristal del parabrisas. Sonrió y dirigió sus pasos hacia el todoterreno llevando la foto en la mano.

El taller ocupaba la mayor parte de la trasera del edificio. Estaba más oscuro que la oficina pero hacía el mismo calor. Tiras de neón colgaban inútilmente del techo y un ventilador permanecía en un rincón, silencioso y parado. Una brillante franja de luz, procedente de dos ventanas altas y estrechas situadas en la pared trasera, caía sobre un bloque de motor suspendido de unas cadenas demasiado delgadas para sostener su peso. Debajo del bloque, atado a la mesa de trabajo con alambre de espino, el tipo gordo de la fotografía se esforzaba por respirar. Estaba desnudo hasta la cintura, y su enorme y peludo estómago subía y bajaba al compás de cada fatigosa inspiración. Su nariz rota sangraba y tenía un ojo hinchado y cerrado. Arroyos de color carmesí brotaban de allí donde el alambre laceraba su piel brillante de sudor.

De pie, a su lado, había un hombre vestido con un polvoriento traje de faena, el rostro también cubierto por una kefiya y gafas protectoras.

—¿Dónde está? —preguntó este último al tiempo que levantaba lentamente una palanca de desmontar neumáticos manchada de sangre fresca.

El hombre gordo no dijo nada, se limitó a sacudir la cabeza y respiró más deprisa ante la perspectiva de más dolor. Burbujas de moco y sangre brotaban de sus fosas nasales para depositarse en su mostacho. Entornó el ojo bueno. La palanca se alzó.

En ese momento, el guerrero del desierto se introdujo en la habitación.

La cara del hombre gordo seguía contraída en espera de otro golpe. Como no se produjo, abrió el ojo bueno y percibió la segunda figura delante de él.

—¿Tus hijas? —El recién llegado levantó la fotografía—. Son guapas. Quizás ellas puedan decirnos donde esconde las cosas su babba.

La voz era como lija frotando una piedra.

El hombre gordo reconoció aquella voz, y el miedo congeló su ojo sano mientras miraba cómo el guerrero del desierto desenvolvía lentamente su kefiya, se quitaba las gafas protectoras y se inclinaba hacia la franja de luz, que hizo que sus pupilas se encogieran hasta convertirse en dos puntitos negros en el centro de unos ojos tan pálidos que parecían casi grises. El gordo identificó aquel color distintivo y dirigió la mirada a la tosca cicatriz que rodeaba la garganta del recién llegado.

—¿Sabes quién soy?

El hombre asintió.

—Dilo.

—Eres Ash’abah. Eres... el Fantasma.

—Entonces sabes por qué estoy aquí.

El hombre asintió de nuevo.

—Pues dime dónde está. ¿O prefieres que deje caer este motor encima de tu cráneo y arrastre a tus hijas aquí para haceros una nueva foto de familia?

Un arrebato de indignación removió las entrañas del hombre ante la mención de su familia.

—Si me matas no encontrarás nada —dijo—. Ni lo que estás buscando, ni a mis hijas. Prefiero morir a ponerlas en peligro.

El Fantasma dejó la foto sobre la mesa y rebuscó en el bolsillo el GPS portátil que había tomado del parabrisas del todoterreno. Presionó un botón y le tendió el aparato al hombre. En la pantalla aparecía una lista de destinos recientes. El tercero por arriba era la palabra casa en árabe. El Fantasma la golpeó suavemente con la punta de un dedo y la pantalla cambió para mostrar un callejero de una zona residencial en un extremo de la ciudad.

En un instante, todo asomo de rebeldía se desvaneció de la cara del gordo. Respiró hondo y, con la voz más firme que pudo mantener, le dijo al Fantasma lo que quería saber.

El todoterreno se bamboleaba sobre el suelo quebradizo, siguiendo uno de los numerosos canales que se entrecruzaban en el paisaje al este de Al-Hillah. El terreno era una sorprendente mezcolanza de desierto estéril y retazos de densa vegetación tropical. Era conocido como el Creciente Fértil, parte de la antigua Mesopotamia, la tierra entre dos ríos. Ante ellos, una línea de lozana hierba y palmeras datileras perfilaba las orillas de uno de los ríos, el Tigris; el Éufrates se encontraba detrás. Entre aquellas antiquísimas fronteras, la humanidad había dado a luz la palabra escrita, el álgebra y la rueda, y muchos creían que aquélla era la ubicación original del jardín del Edén, aunque nadie lo había encontrado jamás. Abraham, patriarca de las tres grandes religiones —el islam, el judaísmo y el cristianismo—, había nacido allí. El Fantasma también había venido al mundo allí, alumbrado por la tierra a la que ahora servía como un hijo fiel.

El vehículo avanzó despacio a través de un palmeral y volvió a caer en el desierto blanco como el yeso, cocido bajo el sol inexorable hasta volverse hormigón. El hombre gordo gemía, la carne lacerada por el dolor. El Fantasma lo ignoraba mientras mantenía la mirada fija en un neblinoso montón de escombros que empezaba a cobrar forma a través del parabrisas. Era demasiado pronto para decir de qué se trataba o ni tan sólo a qué distancia estaba.

El calor extremo del desierto provocaba visiones engañosas con la distancia y el tiempo. Mirar el horizonte blanquecino era como contemplar una escena de la Biblia: la misma tierra rota, el mismo cielo apergaminado, la misma luna borrosa fundida con él.

El milagro empezó a tomar una forma más sólida a medida que se acercaban. Era mucho más grande de lo que había pensado: una estructura cuadrada, artificial, de dos pisos de altura, probablemente un caravasar abandonado que había prestado servicio a las caravanas de camellos que solían viajar por aquellas tierras ancestrales. Los ladrillos planos de arcilla, cocidos casi mil años atrás por aquel mismo sol, se desmigajaban ahora y regresaban al polvo original.

«Polvo eres —pensó el Fantasma mientras inspeccionaba el escenario— y en polvo te convertirás».

Conforme se iban acercando, las marcas de explosiones que salpicaban los muros se hicieron más patentes. Los daños eran recientes, huellas de la insurgencia o tal vez de prácticas de tiro de tropas inglesas o estadounidenses. El Fantasma apretó las mandíbulas con rabia y se preguntó qué les parecería a los invasores que unos iraquíes armados empezaran a volar pedazos de Stonehenge o del monte Rushmore.

—Aquí. Para aquí. —El gordo señaló hacia un pequeño túmulo de piedras, a unos cientos de metros de las ruinas principales.

El conductor giró hacia allí y frenó haciendo crujir el terreno. El Fantasma oteó el horizonte y vio el titilar del aire ascendiendo de la tierra caliente, el suave movimiento de las hojas de las palmeras y, en la distancia, una nube de polvo, posiblemente una columna militar en marcha, pero demasiado lejana aún para suponer un motivo inmediato de preocupación. Abrió la puerta del coche al horno del exterior y se volvió hacia el rehén.

—Enséñamelo —susurró.

El gordo avanzó dando tumbos por el terreno ardiente, con el Fantasma y el conductor detrás siguiendo exactamente sus pasos para evitar pisar alguna posible mina a la que intentara atraerlos. Tres metros antes de llegar a la pila de rocas, el hombre se detuvo y señaló hacia el suelo. El Fantasma siguió la línea del brazo extendido y vio una tenue depresión en la tierra.

—¿Bombas trampa?

El gordo lo miró como si hubiera insultado a su familia.

—Por supuesto —dijo, tendiendo la mano para que le diera las llaves de su vehículo.

Las tomó, y apuntó el llavero hacia el terreno. El pitido apagado de un cierre al desbloquearse sonó en algún lugar debajo de ellos; después, el gordo se dejó caer al suelo y apartó una capa de polvo hasta revelar una trampilla cerrada con un candado envuelto en una bolsa de plástico. Seleccionó una pequeña llave y abrió la trampilla cuadrada.

La luz del sol penetró en el bunker. El gordo se deslizó hasta una empinada escalera de mano que descendía hacia la oscuridad. El Fantasma lo vigiló desde el otro lado del cañón de su pistola mientras bajaba hasta que miró hacia arriba, el ojo bueno entrecerrado por la luz.

—Voy a coger una lámpara —dijo alargando la mano hacia la oscuridad.

El Fantasma no dijo nada, se limitó a rodear el gatillo con el dedo por si acaso en la mano del hombre aparecía otra cosa. Un cono de luz iluminó la oscuridad con un chasquido y brilló en la cara hinchada del propietario del garaje.

El conductor se acercó mientras el Fantasma barría el horizonte con la mirada una última vez. La nube de polvo estaba ahora más lejos, siempre dirigiéndose al norte, hacia Bagdad. No había otras señales de vida. Satisfecho tras comprobar que estaban solos, el Fantasma se deslizó en la tierra oscura.

La cueva había sido cortada en la roca por manos antiguas y se abría varios metros en ambas direcciones. Módulos de estanterías de estilo militar estaban dispuestos a lo largo de las paredes, envueltos en gruesas láminas de polietileno para protegerlos del polvo. El Fantasma alargó la mano para apartar una de las láminas. La estantería estaba llena de armas —en su mayoría fusiles de asalto AK-47 pulcramente apilados—, todas con marcas de haber sido utilizadas en combate. Debajo de ellas había filas de latas con rótulos estarcidos en chino, ruso y árabe, llenas de cartuchos de 7,62 mm.

El Fantasma avanzó entre las estanterías, apartando una por una las láminas de polietileno para descubrir más armas, proyectiles de artillería pesada, fajos de billetes de dólares del tamaño de ladrillos, bolsas de hojas secas y de polvo blanco. Por último, cerca del fondo de la cueva y en una estantería, encontró lo que estaba buscando.

Tiró del suelto manojo de arpillera sintiendo el arrastre del pesado objeto que contenía y después lo desenvolvió con reverencia y un cuidado extremo, como si estuviera retirando vendajes de la carne quemada. Dentro había una tabla de pizarra. La inclinó hacia la luz haciendo visibles unas marcas borrosas que tenía en su superficie. Siguió el contorno con un dedo: una letra «T» invertida.

El conductor se acercó a mirar, su arma todavía apuntando al rehén, sus ojos fijos en el objeto sagrado:

—¿Qué es lo que dice?

El Fantasma volvió a tapar la piedra con el saco.

—Está escrito en el lenguaje sagrado de los dioses —dijo, tomando el saco y meciéndolo como si fuera un recién nacido—. No debemos leerlo, sólo mantenerlo a salvo. —Se dirigió hacia donde estaba el gordo y contempló su rostro magullado a través de sus ojos pálidos, que brillaban de un modo antinatural bajo la tenue luz—. Esto pertenece a la tierra. No debería estar en una estantería al lado de esas cosas. ¿De dónde lo has sacado?

—Se lo cambié a un cabrero por un par de armas y munición.

—Dime su nombre y dónde puedo encontrarlo.

—Era un beduino. No sé cómo se llama. Yo estaba haciendo negocios en Ramadi y me la ofreció, junto con otros armatostes. Me dijo que la había encontrado en el desierto. Quizás era cierto, o quizá la robara. De todos modos, pagué un buen precio por ella. —Levantó la vista con su ojo sano—. Y ahora vosotros me la robáis a mí.

El Fantasma sopesó la nueva información. Ramadi estaba al norte, a medio día de trayecto en automóvil. Siendo como era uno de los principales centros de resistencia durante la invasión y la ocupación, la habían bombardeado por tierra y aire hasta convertirla en escombros, y ahora un halo de maldición flotaba sobre la ciudad. También era el hogar de uno de los palacios de Sadam, ahora desvalijado por los saqueadores. La reliquia podría fácilmente proceder de allí. El difunto presidente había sido un ladrón y un entusiasta acaparador de los tesoros de su propio país.

—¿Cuánto hace que lo compraste?

—Unos diez días, en el mercado mensual.

En aquellos momentos, el beduino podía estar en cualquier parte, vagando con sus ovejas por cientos de kilómetros cuadrados de desierto. El Fantasma levantó el saco para que el hombre gordo lo viera.

—Si vuelves a dar con algo parecido, guárdalo y avísame. De ese modo serás amigo mío, ¿entendido? Sabes que puedo serte útil como amigo, y no me querrás como enemigo.

El hombre asintió.

El fantasma le sostuvo la mirada por un momento y después volvió a ponerse las gafas protectoras.

—¿Qué hay de todo este material? —preguntó el conductor.

—Déjalo. No hay necesidad de privar a este hombre de su medio de vida.

Regresó a la escalera y empezó a subir hacia la luz del día.

—¡Espera!

El gordo lo miraba, confuso, desconcertado por aquel inesperado acto de caridad hacia su persona.

—El pastor beduino... llevaba una gorra roja de un equipo de fútbol. Le ofrecí comprársela, en broma, y se ofendió. Dijo que era su posesión más preciada.

—¿De qué equipo?

—Del Manchester United, los Diablos Rojos.

Capítulo 2

Ciudad del Vaticano, Roma

El cardenal secretario Clementi dio una profunda calada a su cigarrillo, aspirando el humo balsámico dentro de su cuerpo ansioso mientras miraba a los turistas apiñados abajo, en la plaza de San Pedro, como un dios regordete que renegara de su creación. Varios grupos permanecían directamente debajo de él, alternando la mirada entre sus guías turísticas y la ventana donde él se encontraba. Tenía casi la certeza de que no le veían, con su bien rellena sobrepelliz de cardenal que le ayudaba a fundirse con la sombra. De todos modos, no era a él a quien buscaban. Dio otra calada honda al cigarrillo y observó cómo los de abajo se percataban de su error y dirigían entonces la mirada colectiva a los apartamentos papales situados a su izquierda. Estaba prohibido fumar dentro del edificio, pero, en su calidad de cardenal secretario de la ciudad Estado Clementi no consideraba que aquella pequeña indulgencia en su despacho privado fuera un abuso de poder escandaloso. Solía limitarse a dos al día, pero ese día era distinto; ya iba por el quinto, y ni siquiera era la hora del almuerzo.

Hizo una última y larga exhalación de aire trenzado con humo, aplastó el cigarrillo en el cenicero de mármol que reposaba en el alféizar y se volvió para enfrentarse a las malas noticias que inundaban su escritorio como una marea negra. Tal como era de su agrado, los periódicos de la mañana estaban dispuestos igual que los países en un mapamundi: los de Estados Unidos a la izquierda, los rusos y australianos a la derecha y los europeos en el centro. Lo usual era que todos los titulares fueran diferentes, que reflejaran la obsesión nacional por un famoso local o un escándalo político del país.

Pero aquel día —igual que desde hacía una semana— todos hablaban de lo mismo: de la oscura fortaleza de la montaña con forma de daga conocida como la Ciudadela, emplazada en el corazón de la antigua ciudad turca de Ruina.

Ruina era una curiosidad en el seno de la Iglesia moderna, un antiguo centro de poder que se había convertido, junto con Lourdes y Santiago de Compostela, en uno de los lugares de peregrinación más populares y perdurables de la Iglesia católica. Excavada por manos humanas en una montaña de paredes verticales, la Ciudadela de Ruina era la estructura más antigua de la tierra que hubiera permanecido habitada sin interrupción y había sido el núcleo original de la Iglesia católica. La primera Biblia se escribió dentro de sus misteriosos muros, y la noción de que todavía se conservaban allí los mayores secretos de la iglesia primitiva era una creencia ampliamente difundida. Gran parte del misterio que rodeaba el lugar surgía de su estricta tradición de silencio. Nadie excepto los monjes y sacerdotes que habitaban la Ciudadela podía poner el pie dentro de la montaña sagrada, y quienes entraban en ella jamás podían salir. El mantenimiento de la montaña semiexcavada, con sus elevadas almenas y sus estrechas ventanas, correspondía exclusivamente a sus moradores y, con el tiempo, la Ciudadela fue adquiriendo el aspecto a medio acabar, destartalado, que había dado nombre a la ciudad. Pero a pesar de su apariencia, no era una ruina. Continuaba siendo la única fortaleza de la historia que nunca había sido violada, la única que había preservado sus antiguos tesoros y secretos.

Y entonces, hacía poco más de una semana, un monje había escalado hasta la cumbre de la montaña. Con las cámaras de televisión como testigo captando cada uno de sus movimientos, había formado con sus miembros la señal de la tau —el símbolo del Sacramento, el mayor secreto de la Ciudadela— y se había arrojado desde la cima.

La reacción ante la violenta muerte del monje había levantado una ola global de sentimientos contra la Iglesia que había culminado en un ataque directo a la Ciudadela. Una serie de explosiones azotó la noche turca para revelar un túnel que conducía a la base de la fortaleza. Y, por primera vez en la historia, había salido gente de la montaña —dos monjes y tres seglares, todos con heridas de diversa consideración—, y, desde entonces, los periódicos no hablan de otra cosa.

Clementi tomó la edición matutina de La Republicca, uno de los rotativos italianos más populares, y leyó el titular de cabecera:

NOVEDADES SOBRE LOS SUPERVIVIENTES DE LA CIUDADELA

¿DESCUBRIERON EL SECRETO DEL SACRAMENTO?

Recogía la misma pregunta que se habían estado formulando todos los periódicos, empleando la explosión como mero pretexto para desenterrar todas las viejas leyendas sobre la Ciudadela y su secreto más infame. La auténtica razón por la que el centro del poder se había trasladado a Roma en el siglo IV era distanciar a la Iglesia de su hermético pasado. Desde entonces, Ruina se había ocupado de sus propios asuntos y mantenido su casa en orden... hasta ahora.

Clementi tomó otro periódico, un tabloide inglés que mostraba un cáliz resplandeciente flotando sobre la Ciudadela junto con el titular:

LA IGLESIA, CAMINO DE LA RUINA

¿ESTÁN A PUNTO DE REVELARSE LOS SECRETOS DEL SANTO GRIAL?

Otros periódicos se ocupaban de los aspectos más truculentos y morbosos de la historia. De las trece personas que habían salido de la montaña, sólo cinco habían sobrevivido; el resto había fallecido a causa de las heridas. El artículo se completaba con abundancia de imágenes: crudas instantáneas tomadas por encima de las cabezas de los sanitarios mientras éstos transportaban las camillas con los monjes a las ambulancias, y en las que el flash hacía resaltar el verde de sus hábitos y el rojo de la sangre que brotaba de las heridas rituales que atravesaban sus cuerpos.

El asunto suponía un desastre mediático de proporciones incalculables en el que la Iglesia aparecía como un culto medieval desquiciado y hermético: en épocas mejores ya hubiera sido bastante malo; en aquellos momentos en que Clementi tenía tantas otras cosas en mente y necesitaba más que nunca que la montaña conservara celosamente sus secretos, resultaba calamitoso.

Se sentó pesadamente ante el escritorio, acuciado por la carga de las responsabilidades que soportaba él solo. En tanto que cardenal secretario del Estado, era el primer ministro de facto de la ciudad Estado del Vaticano y tenía amplios poderes ejecutivos sobre los intereses de la Iglesia, tanto locales como internacionales. En circunstancias normales, el consejo ejecutivo de la Ciudadela se hubiera ocupado de la situación en Ruina. Al igual que el Vaticano, se trataba de un Estado autónomo dentro del Estado, con su propio poder e influencia; pero, desde la explosión, el cardenal no tenía noticia alguna procedente de la montaña —nada en absoluto— y era aquel silencio, más que el clamor de la prensa mundial, lo que le perturbaba. Significaba que la crisis en Ruina era mucho más de su incumbencia.

Clementi estiró los brazos por encima del mar de periódicos para alcanzar el teclado del ordenador. Su bandeja de entrada ya ardía con los asuntos cotidianos, pero los ignoró e hizo clic en una carpeta privada que llevaba por título «RUINA». Apareció una ventana solicitando la contraseña y él la tecleó cuidadosamente, consciente de que si se equivocaba el ordenador se bloquearía y los técnicos tardarían al menos un día en desbloquearlo. Clementi vio el icono de un reloj de arena mientras el servidor procesaba el complejo software de encriptado; después, se abrió una nueva bandeja de entrada. Estaba vacía: ni una sola palabra todavía. Dejó en blanco el campo del asunto y tecleó un nuevo mensaje:

¿Nada nuevo?

Pulsó «Enviar» y lo vio desaparecer de la pantalla. Dispuso los papeles en una pulcra pila y, mientras esperaba respuesta a su mensaje, se ocupó de algunas cartas que requerían su firma.

Desde el momento en que la explosión arrasó la Ciudadela, Clementi había movilizado agentes de la Iglesia para que siguieran de cerca el curso de los acontecimientos. Había usado sus recursos en la Ciudadela para mantener las distancias con Roma, con la esperanza de que el consejo ejecutivo interno de la montaña se recuperase rápidamente y asumiera la responsabilidad de la limpieza. En su organizada mente de político lo veía todo como un despliegue de armas para afrontar una amenaza inminente. Jamás se hubiera imaginado que le tocaría a él dispararlas personalmente.

Desde el exterior le llegaba la charla de los turistas que deambulaban por la plaza maravillándose de la majestuosidad y grandeza de la Iglesia, ajenos a la agitación que bullía en su interior. Un sonido como el de un cuchillo al golpear una copa de vino anunció la llegada de un mensaje.

Aún no. Corre el rumor de que está a punto de morir el noveno monje.

¿Qué quiere que haga con los otros?

Su mano se cernió sobre el teclado presta a escribir una respuesta. Tal vez la situación estuviera resolviéndose por sí misma. Si moría otro monje sólo quedarían cuatro supervivientes; pero tres de ellos eran civiles, no vinculados a la madre Iglesia por votos de silencio y obediencia. Ésos planteaban la mayor amenaza.

Dirigió la mirada a la pila de periódicos en la esquina del escritorio y los vio mirándole desde las fotografías: dos mujeres y un hombre. En circunstancias normales, la Ciudadela se hubiera ocupado de ellos de forma rápida y expeditiva, por la amenaza que suponían para el largamente custodiado secreto de la montaña. Sin embargo, Clementi era un clérigo romano, más político que sacerdote, una criatura muy alejada de las acciones que requerían una intervención directa. A diferencia del prelado de Ruina, no estaba acostumbrado a firmar sentencias de muerte.

Se levantó del escritorio y regresó a la ventana, distanciándose de su propia decisión.

Se habían visto señales de vida dentro de la montaña durante la semana anterior: velas que pasaban detrás de las altas ventanas, humo que salía por las chimeneas. Tarde o temprano tendrían que romper su silencio, volver a conectar con el mundo y arreglar su propio estropicio. Hasta entonces, procuraría ser paciente y conservar las manos limpias y la mente centrada en el futuro de la Iglesia y los peligros reales a los que se enfrentaba, peligros que nada tenían que ver con Ruina ni con los secretos del pasado.

Ya alargaba la mano para coger el paquete de cigarrillos del alféizar, dispuesto a sellar su decisión con el sexto del día, cuando oyó ruido de suelas de zapatos en el pasillo exterior. Alguien se acercaba, y demasiado deprisa como para que se tratara de un asunto rutinario. Sonó un golpe seco en la puerta y aparecieron los rasgos atribulados del obispo Schneider.

—¿Qué?

La pregunta de Clementi delató su irritación más de lo que hubiera deseado. Schneider era su secretario personal y uno de esos enjutos obispos de carrera que, como un lagarto al borde de un volcán, se las ingeniaban para vivir peligrosamente cerca de las calderas del poder sin chamuscarse. Su eficiencia era irreprochable, pero a Clementi le resultaba difícil intimar con él. Aquel día, el barniz de suavidad de Schneider había desaparecido.

—Están aquí —dijo.

—¿Quiénes?

Pero no había necesidad de una respuesta. La expresión de Schneider bastaba para que supiera todo cuanto necesitaba saber.

Clementi tomó los cigarrillos y se los guardó en el bolsillo. Sabía que probablemente se los fumaría todos en las próximas horas.

Capítulo 3

Ruina, sur de Turquía

La lluvia descendía como una horda de fantasmas harapientos desde el cielo plano y gris, arremolinándose al alcanzar el calor atenuado del día agonizante. Caía de las nubes que se habían formado por encima de los montes Tauro, empujando la humedad del aire en su avance hacia el este, más allá del glaciar y hacia las estribaciones montañosas donde la antigua ciudad de Ruina se asentaba rodeada de dentados peñascos. El pico afilado de la Ciudadela, que se alzaba en el centro de la ciudad, desgarraba el vientre de las nubes derramando lluvia que daba lustre a la ladera de la montaña y caía en cascada hasta el suelo, donde se hallaba el foso seco.

En la ciudad antigua, los turistas ascendían afanosamente por los callejones hacia la Ciudadela, resbalando en los adoquines, ataviados con sus crujientes ponchos impermeables de plástico rojo, prendas de recuerdo que imitaban las sotanas de los monjes. Algunos de ellos eran simples turistas que tenían marcada la Ciudadela en su larga lista de monumentos del mundo, pero otros realizaban el viaje por razones más tradicionales, peregrinos llegados para ofrecer sus plegarias y su tributo a cambio de paz de espíritu y alivio del alma. La última semana habían acudido muchos más de lo que era habitual, impulsados por los recientes acontecimientos y por la extraña secuencia de desastres naturales que sobrevinieron a continuación: temblores de tierra en países tradicionalmente estables, maremotos que golpeaban aquellos lugares que no tenían defensas contra las inundaciones, un clima tan impredecible como ajeno a la estación: exactamente como la espesa y fría lluvia que estaba cayendo entonces, a finales de la primavera turca.

Continuaron su resbaladiza ascensión y penetraron en la nube, donde fueron recibidos no por la sobrecogedora visión de la Ciudadela sino por el contorno fantasmal de otros turistas decepcionados que escrutaban la niebla en dirección al punto en el que debería estar la montaña. Avanzaron por la bruma, más allá del santuario de flores marchitas erigido en el lugar exacto donde había caído el monje, hasta un muro bajo que marcaba el límite del amplio terraplén y el final de su viaje.

Allende el muro, el crecido pasto se mecía suavemente allí donde en otro tiempo fluyera el agua; en aquel lugar, apenas visible como un muro de noche que se elevara desde el borde de la niebla, estaba la parte más baja de la montaña. Tenía la presencia monumental y desconcertante de un enorme buque en un banco de niebla que se abalanzara contra un minúsculo bote de remos. La mayoría de los turistas se alejó con rapidez, caminando a trompicones entre la niebla luminosa en busca de refugio en las tiendas de recuerdos y en los cafés que se alineaban en la parte más alejada del terraplén. Pero quedaron unos pocos, más pacientes, de pie ante el muro bajo, ofreciendo las plegarias que habían traído consigo: oraciones por la iglesia, por la oscura montaña y por los hombres silenciosos que siempre habían vivido allí.

Dentro de la Ciudadela todo estaba en silencio.

Nadie pasaba por los túneles. No se hacía trabajo alguno. Las cocinas estaban vacías, lo mismo que el jardín que florecía en el cráter del corazón de la montaña. Limpias pilas de escombros y puntales de madera señalaban los puntos donde se habían efectuado las reparaciones del túnel, pero ya no quedaba ni rastro de los que habían hecho el trabajo. La esclusa que daba a la gran biblioteca permanecía cerrada, tal como lo había estado desde que la explosión provocó el corte de energía e interrumpió los sistemas interiores de control del clima y de seguridad. Corría el rumor de que volverían a abrirla pronto, pero nadie sabía cuándo.

En el resto del lugar se percibían señales de que todo en la montaña regresaba a la normalidad. La corriente se había restablecido en la mayoría de las áreas, y por todos los dormitorios se habían repartido hojas con los turnos de oración y estudio. Y, lo que era más significativo, se había organizado una misa de réquiem para dar descanso por fin a los cuerpos del prelado y el abad, cuyas muertes habían sumido la montaña en un caos por falta de liderazgo sin precedentes. Cada hombre de la montaña acudía en aquel momento a la misa, caminando en solemne silencio para rendirles su último homenaje. O casi cada hombre.

Más arriba en la montaña, en la zona superior restringida donde sólo los Sancti —los guardianes de túnica verde del Sacramento— podían entrar, un grupo de cuatro monjes llegaba a lo alto de la escalera prohibida.

Ellos también caminaban en silencio, subiendo con dificultad la oscura escalera, todos cargados con el peso de la transgresión que estaban cometiendo. La antigua ley que los ligaba era clara: cualquiera que se aventurase allí sin permiso sería ejecutado como ejemplo para los que pretendieran descubrir el gran secreto de la montaña sin ser invitados. Pero ni aquéllos eran tiempos ordinarios, ni ellos eran unos vulgares monjes.

A la cabeza iba el hermano Axel, con el pelo erizado como las cerdas de una brocha, el cabello y la barba rojiza muy a tono con la sotana roja que lo identificaba como un guardián. Pisándole los talones iba la figura vestida de negro del padre Malachi, bibliotecario jefe, con la silueta encorvada y las gruesas gafas que eran el legado de décadas inclinado sobre los libros en las grandes cuevas de la biblioteca. Le seguía el padre Thomas, realizador de muchos de los avances tecnológicos de la biblioteca, vestido con la sobrepelliza negra de sacerdote. Por último estaba Athanasius, con su cabeza calva y su faz lampiña, únicas entre los barbados hermanos de la Ciudadela. Cada uno de ellos era el jefe de su cofradía respectiva, excepto Athanasius, que ejercía como jefe en ausencia de un abad. Entre todos habían dirigido la montaña desde que la explosión les arrebatara a la élite gobernante; y también colectivamente habían tomado la decisión de descubrir por sí mismos el gran secreto del que ahora eran custodios.

Tras llegar a lo alto de la escalera, se reunieron en la oscuridad de una pequeña cueva abovedada; las antorchas revelaron los muros groseramente excavados y algunos estrechos túneles que se alejaban en distintas direcciones.

—¿Hacia dónde?

La voz del hermano Axel sonaba demasiado fuerte en los estrechos confines de la cámara. Había liderado la marcha durante casi todo el trayecto, subiendo la escalera como si hubiera nacido para ello, pero en aquel momento se mostraba tan indeciso como los demás.

Descubrir lo que había dentro de la capilla del Sacramento era normalmente el pináculo de la vida de un monje, algo que sólo ocurría si se era seleccionado para unirse a las filas de la élite de los Sancti. Pero a ellos nadie los había invitado a ir allí, y el profundo temor del grupo a acceder al conocimiento prohibido se antojaba tan embriagador como espeluznante.

Axel dio un paso adelante sosteniendo su antorcha. En las paredes de roca había nichos excavados que rezumaban cera sólida allí donde en otro tiempo habían ardido las velas. Paseó la antorcha ante cada uno de los túneles y después señaló el del centro.

—Aquí hay más cera. Lo han usado más que los otros. La capilla debe de estar por aquí.

Avanzó sin esperar confirmación ni acuerdo por parte del resto, agachándose para entrar en el bajo túnel. El grupo le siguió, con Athanasius cerrando con desgana la comitiva. Tan sólo unos días atrás, había pisado a solas aquel suelo prohibido y visto con sus propios ojos los horrores que guardaba la capilla. Se armó de valor para presenciarlos otra vez.

El grupo continuó su marcha por el túnel; la luz de las antorchas revelaba toscos símbolos en las paredes que representaban crudas imágenes de mujeres sometidas a diversas torturas. Cuanto más avanzaban, más tenues eran las imágenes, hasta que desaparecieron por completo y el túnel se abrió a una antecámara más amplia.

Se apiñaron, acercándose unos a otros por instinto mientras exploraban la oscuridad con las antorchas. En una pared había una pequeña chimenea encerrada, como la forja de un herrero, negra de hollín y segregando cenizas hacia el suelo, aunque ahora no ardía en ella fuego alguno. Enfrente de la chimenea se erguían tres piedras de afilar redondas montadas en gruesos bastidores de madera con pedales para hacer girar las ruedas. Más allá, en la pared del fondo, una piedra redonda con el signo de la tau tallado en el centro había sido desplazada a un lado para revelar una entrada abovedada.

—La capilla del Sacramento —dijo Axel, mirando hacia la oscuridad más allá de la puerta.

Todos permanecieron inmóviles durante un momento, tensos y nerviosos como si esperasen que una bestia surgiera de la oscuridad abalanzándose hacia ellos. Fue Axel quien avanzó para romper el hechizo, sujetando su antorcha ante sí como un talismán contra lo que fuera que los esperara allí. La luz fue disipando la oscuridad; primero reveló más velas muertas en el interior, ahogadas en charcos de cera fría; después, una pared que se curvaba hacia la izquierda, donde se abría la capilla. Fue entonces cuando vieron para qué servían las piedras de afilar.

Los muros estaban cubiertos de hojas cortantes.

Hachas, machetas de carnicero, espadas, dagas... todas ellas alineadas desde el suelo hasta el techo. Reflejaban la luz de las antorchas, titilando como estrellas y llevando más luz hacia la capilla, donde en la oscuridad se alzaba una forma de altura semejante a la de un hombre y tan familiar para todos ellos como sus propios rostros. Era la tau, símbolo del Sacramento, ahora convertida ante sus ojos en el propio Sacramento.

Al principio la forma parecía una oscuridad solidificada, pero cuando Axel dio un paso adelante la luz se reflejó débilmente en su superficie y reveló que estaba hecha de algún tipo de metal ensamblado con remaches. La base estaba fijada con escuadras a la superficie de piedra, en el que se habían excavado profundos canales que irradiaban hacia el borde de la estancia, donde se unían a zanjas más profundas que se perdían en los oscuros rincones. Una planta marchita se ensortijaba en torno a la parte inferior de la cruz, sus zarcillos secos colgando hacia los lados.

El grupo se acercó, atraído por la solemnidad del extraño objeto y los monjes vieron que toda la parte frontal de la cruz estaba abierta, unida con bisagras al extremo del travesaño y sujeta por una cadena fijada al techo de la cueva.

El interior de la tau era hueco y estaba lleno de cientos de largas agujas.

—¿Puede esto ser el Sacramento?

El padre Malachi dijo en voz alta lo que todos estaban pensando.

Todos habían crecido con las leyendas sobre lo que sería el Sacramento: el árbol de la vida del jardín del Edén, el cáliz del que Cristo había bebido cuando agonizaba en la cruz, quizás incluso la propia cruz. Pero ahora, mientras estaban allí confrontados con la realidad de aquel macabro objeto en una habitación tapizada de afiladas cuchillas, Athanasius podía sentir las grietas que empezaban a abrirse entre su fe incondicional y aquello que se erguía ante ellos. Era lo que había esperado que ocurriera. Era lo que necesitaba que ocurriera para poder guiar la Ciudadela lejos de su oscuro pasado y dirigirla hacia un futuro más claro y más puro.

—No puede ser esto —dijo Axel—. Tiene que haber algo más, algo que estará en otro túnel.

—Pero ésta es la cámara principal —replicó Athanasius— y aquí está la tau.

Se volvió hacia él, apartando la mirada del interior, donde los oscuros recuerdos de la última vez que había estado allí colgaban de las afiladas hojas que albergaba.

—Parece como si hubiera contenido algo —aventuró Malachi, acercándose y observándolo a través de los gruesos cristales de sus gafas—, pero sin los Sancti aquí para explicárnoslo, quizá nunca sepamos lo que era ni lo que significaba.

—Sí, es una gran pena que ya no estén en la montaña —replicó Axel mirando a Athanasius con aire mordaz—. Estoy seguro de que todos rezáis por su pronto regreso.

Athanasius ignoró la pulla. Los Sancti habían sido evacuados por orden suya, una decisión que había tomado de buena fe y de la que no se arrepentía.

—Lo hemos afrontado juntos —contestó—, y seguiremos juntos en esto. Fuera lo que fuese lo que había aquí ya no está. Todos somos testigos. Ahora debemos irnos.

Permanecieron unos instantes mirando la cruz vacía, cada uno absorto en sus pensamientos. Fue Malachi quien rompió el silencio.

—En las primeras crónicas está escrito que si el Sacramento es sacado de la Ciudadela la Iglesia caerá. —Se volvió para encararse con el grupo, las lentes de sus gafas magnificaban la preocupación de sus ojos—. Me temo que lo que hemos descubierto aquí no augura nada más que males.

El padre Thomas sacudió la cabeza.

—No necesariamente. Puede que nuestra vieja idea de la Ciudadela haya caído, en sentido metafórico, pero eso no significa que también se vaya a producir un final físico de todo.

—Exacto —continuó Athanasius—. La Ciudadela se creó en su origen para proteger y preservar el Sacramento, pero desde entonces se ha convertido en muchas otras cosas. Y que el Sacramento ya no esté aquí no significa que la Ciudadela vaya a dejar de prosperar ni a carecer de propósito. Se puede quitar la bellota de la que han surgido las raíces de un gran roble y el árbol florecerá de todos modos. No lo olviden nunca: ante todo servimos a Dios, no a la montaña.

Axel retrocedió un paso y apuntó con el dedo a Thomas y después a Athanasius:

—Lo que están diciendo es herejía.

—Nuestra mera presencia aquí es una herejía. —Athanasius hizo un ademán con el brazo hacia la tau vacía—. Pero el Sacramento no está, ni tampoco los Sancti. La vieja regla ya no nos ata. Tenemos la ocasión de elegir nuevas normas para vivir.

—Pero antes debemos elegir a un nuevo líder.

Athanasius asintió.

—Al menos en eso estamos de acuerdo.

En aquel momento llegó un ruido desde las profundidades más hondas de la montaña y resonó en la capilla, el sonido de la misa de réquiem que empezaba.

—Debemos marcharnos y reunirnos con nuestros hermanos —dijo Thomas—. Y sugiero que no digamos nada de lo que hemos visto aquí mientras no tengamos un nuevo líder. Sólo conduciría al pánico. —Se volvió hacia Malachi—. No es usted el único que conoce las crónicas.

Malachi asintió, pero sus ojos seguían agrandados por el miedo. Se volvió y le dedicó una última y larga mirada a la tau vacía mientras los otros desfilaban detrás de él.

—Si el Sacramento es sacado de la Ciudadela, la Iglesia caerá, no la montaña —murmuró, en voz demasiado baja para que nadie lo oyera.

Después, abandonó rápidamente la capilla, temeroso de quedarse allí a solas.

Capítulo 4

Hospital Davlat Hastenesi, habitación 406

Liv Adamsen salió del sueño como una nadadora que emerge a la superficie sin aliento. Jadeó para tomar aire, el cabello rubio pegado a la piel pálida y húmeda, los frenéticos ojos verdes recorriendo la habitación en busca de algo real a lo que aferrarse, algo tangible que la ayudara a escapar de los horrores de su pesadilla. Oyó un cuchicheo, como si hubiera alguien cerca, y trató de encontrar su origen.

Allí no había nadie.

La habitación era pequeña. Una puerta sólida enfrente de la cama de armazón de acero en la que se encontraba; un viejo televisor en un soporte de acero colgado del techo en un rincón; una sola ventana en una pared cuya pintura blanca se estaba volviendo amarilla y se desconchaba como si padeciera una infección. La persiana estaba bajada, pero la luz del día brillaba desde atrás proyectando un luminoso contorno de franjas en el suelo de vinilo. Liv respiró hondo en un intento de calmarse y captó el olor a enfermedad y desinfectante en el aire.

Entonces recordó.

Estaba en un hospital, aunque no sabía por qué, ni cómo había llegado allí.

Continuó haciendo inspiraciones largas, profundas y relajantes. Su corazón seguía golpeando en el pecho, el murmullo continuaba en su cabeza, con tanta intensidad que tuvo que contenerse para no volver a examinar la habitación.

«Contrólate —se dijo—. No es más que el rumor de la sangre en tus venas. Aquí no hay nadie».

La misma pesadilla parecía estar aguardándola cada vez que se dormía, un sueño de negrura susurrante en la que el dolor florecía como flores rojas y una forma se alzaba, ominosa y aterradora: una cruz con forma de letra «T». Y había algo más con ella en la oscuridad, algo enorme y terrible. Lo oía moverse y sentía el temblor de la tierra mientras se acercaba; pero siempre, justo cuando aquello estaba a punto de surgir de la negrura y revelarse, ella se despertaba aterrorizada.

Permaneció tendida un rato, respirando con regularidad para tratar de calmar el pánico y haciendo una lista mentalmente de aquello que alcanzaba a recordar.

«Me llamo Liv Adamsen».

«Trabajo para el New Jersey Inquirer».

«Estaba intentando averiguar lo que le había ocurrido a Samuel».

En su mente parpadeó la imagen de un monje de pie en la cima de una oscura montaña, formando la señal de la cruz con el cuerpo y manteniendo la postura incluso cuando saltó hacia delante y cayó.

«Vine aquí para averiguar por qué murió mi hermano».

Aún bajo el impacto del recuerdo recuperado, Liv recordó dónde estaba. Se hallaba en Turquía, junto al límite de Europa, en la antigua ciudad de Ruina. Y el signo que había hecho Samuel —la tau— era la señal del Sacramento, la misma forma que ahora invadía sus sueños. Sólo que no era un sueño, sino algo real. En su conciencia recobrada supo que había visto la forma: en algún lugar, dentro de la oscuridad de la Ciudadela, había visto el Sacramento. Se concentró en el recuerdo, intentando que adquiriera mayor nitidez, pero la esquivaba como algo que estuviera en el borde de su campo visual o una palabra que no pudiera recordar. Todo cuanto podía recordar era una sensación de dolor insoportable y de... confinamiento.

Levantó la vista hacia la pesada puerta, y esta vez se fijó en el ojo de la cerradura y recordó el pasillo que había al otro lado. Había podido vislumbrarlo cuando médicos y enfermeras iban y venían los días anteriores.

«¿Cuántos días? Cuatro. Tal vez cinco».

También había visto dos sillas apoyadas contra la pared ocupadas por dos hombres. El primero era un policía de uniforme azul oscuro y placa desconocida para ella. El otro también iba de uniforme: zapatos negros, traje negro y camisa negra con una fina franja blanca en el cuello. Su imagen, sentado a pocos metros de ella, hizo resurgir el miedo en Liv. Sabía lo suficiente de la sangrienta historia de Ruina para comprender el peligro en el que se hallaba. Si había visto el Sacramento y ellos lo sospechaban intentarían silenciarla igual que habían silenciado a su hermano. Así era como habían mantenido su secreto durante tanto tiempo. Era un tópico, pero era cierto: los muertos guardan los secretos.

Y el sacerdote que velaba por ella tras la puerta no estaba allí para consolar su alma afligida ni para rezar por su pronta recuperación.

Estaba allí para mantenerla confinada.

Estaba allí para garantizar su silencio.

Habitación 410

Cuatro habitaciones más allá, en el mismo pasillo, Kathryn Mann permanecía tendida en la almidonada prisión de su propia cama individual, su negro cabello ondulado esparcido por la almohada como una tormenta inminente. A pesar del calor hospitalario de la habitación, estaba temblando. A juicio de los médicos, aún se encontraba en estado de shock, una reacción retardada y creciente al impacto de la explosión a la que había sobrevivido en los confines del túnel bajo la Ciudadela. También había perdido la audición del oído derecho, y el izquierdo había quedado gravemente dañado. Si bien los médicos afirmaban que probablemente mejoraría, se mostraban evasivos respecto a darle una respuesta de cuándo. No podía recordar la última vez que se había sentido tan deshecha y desesperada. Cuando el monje apareció en lo alto de la Ciudadela e hizo la señal de la tau con el cuerpo, ella creyó que la antigua profecía se hacía realidad:

La cruz caerá

La cruz se alzará

Para liberar el Sacramento

Y traer una nueva era

Y así había ocurrido. Liv había entrado en la Ciudadela, los Sancti habían salido, y ahora estaban muriendo, uno por uno, los antiguos enemigos, los custodios del Sacramento. Incluso con sus dañados oídos, Kathryn había escuchado el clamor de los equipos médicos corriendo en respuesta a los pitidos de alarma de los cardiogramas planos. Después de cada alarma, le preguntaba a la enfermera quién había muerto, temiendo que fuera la chica. Pero siempre era un monje más, arrebatado de esta vida para responder de sus actos en la otra, una muerte de buen augurio. La habían mantenido apartada de Liv y no sabía con seguridad qué había ocurrido en la Ciudadela, ni siquiera si ella había descubierto el Sacramento, aunque las muertes acompasadas de los Sancti le daban ciertas esperanzas de que así fuera.

Pero si aquello era una victoria, era una victoria hueca.

Cada vez que cerraba los ojos veía el cuerpo de Oscar de la Cruz, su padre, tendido, roto y ensangrentado, en el frío suelo de hormigón del almacén del aeropuerto. Había pasado la mayor parte de su larga vida ocultándose de la Ciudadela después de escapar de entre sus muros y falsificar su muerte en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Pero al final lo habían atrapado. Él le salvó la vida cuando cubrió con su cuerpo la granada que había arrojado un agente oscuro de la Ciudadela contra ella y contra Gabriel.

Oscar fue el primero que le habló de la Ciudadela, su siniestra historia y los secretos que contenía. Fue él quien le enseñó a leer los libros proféticos grabados en la piedra cuando aún era una niña, y le había infundido sus significados: un padre amoroso contándole historias oscuras a su hijita de ojos azules, una madre transmitiéndole las mismas historias a su hijo.

«Y cuando todo esto ocurra —le repetía Oscar una y otra vez—, cuando el antiguo error haya sido corregido, entonces yo te mostraré el paso siguiente».

A menudo se había preguntado a qué conocimiento privado aludían sus palabras. Ahora ya nunca lo sabría.

Los Sancti habían sido derrocados, pero su propia familia había quedado destruida en el proceso: primero su marido, después su padre... ¿quién sería el próximo? Gabriel estaba en prisión a merced de organizaciones en las que ella había aprendido a no confiar; y también había visto al sacerdote, vigilando sin descanso al otro lado de la puerta, otro agente de la misma iglesia que tanto le había arrebatado ya.

«Te mostraré el paso siguiente», le había dicho su padre. Pero ahora él se había ido, asesinado justo cuando la obra de su vida estaba a punto de ejecutarse, y no veía ningún paso que pudiera darle esperanza o que la ayudara a salvarse, a sí misma, a Gabriel o a Liv, del peligro en el que se encontraban.

Capítulo 5

Ciudad del Vaticano, Roma

Clementi salió de su oficina tan deprisa como se lo permitía su corpulenta constitución.

—¿Cuándo han llegado? —preguntó, con su negra sobrepelliz ondeando tras él como unas alas estrambóticas.

—Hace unos cinco minutos —contestó Schneider intentando mantener el paso de su superior.

—¿Dónde están ahora?

—Los han llevado abajo, a la sala de juntas de la bóveda. He venido a avisarle tan pronto como he sabido que estaban allí.

Clementi apretó el paso entre los dos guardias suizos deseando que Su Santidad no escogiera precisamente ese momento para salir de sus aposentos y preguntarle por aquel injustificado apresuramiento. Como cardenal secretario de Estado, su cometido era trabajar estrechamente con el Papa, ya fuera en sentido literal como figurado, debatiendo con él las decisiones políticas y haciéndole firmar documentos de especial trascendencia. El expediente que llevaba en la mano no contenía firmas ni sellos papales. Su Santidad ni siquiera sabía de su existencia, menos aún de su contenido ni de su intención. Clementi se había esforzado por que así fuera.

Alcanzó el final del pasillo, atravesó la puerta e irrumpió en el rellano de la desnuda escalera de emergencia que había al otro lado.

—¿Sabemos quién está presente del Grupo?

—No —replicó Schneider—. El guardia no estaba seguro y no he querido presionarle. He creído conveniente no darle muchos detalles.

Clementi asintió y descendió hasta la oscuridad, pensando en qué le esperaría al final de aquella convocatoria no programada.

El Grupo era el nombre que él mismo había dado a los tres con el fin de convertirlos en una entidad única, un truco mental para lograr un equilibrio de poder en su relación con ellos: él era uno, ellos eran uno. Pero no había funcionado, ya que eran demasiado poderosos y singulares para integrarlos en un todo homogéneo y, por más que lo intentó, continuaron siendo tan individuales y temibles como cuando los conoció y les expuso su plan. El Grupo se reunía en contadísimas ocasiones y siempre en secreto, debido a la delicada naturaleza de su empresa común. Dada la importancia de las personas involucradas, programar cualquier encuentro era un pequeño milagro de organización, y no tenían previsto reunirse en un mes; aunque uno o más de ellos estaban allí ahora, sin anunciarse y sin que los esperara... y sólo había una explicación posible para eso.

—Tiene que ver con la situación en Ruina —dijo Clementi mientras llegaba hasta una puerta metálica sin ninguna característica especial situada en la pared del rellano del primer piso.

Apoyó su gruesa mano en un panel de cristal al lado de la puerta, con el anillo de oro cardenalicio pegado al vidrio, y una franja de luz barrió su palma y proyectó sobre su rostro pálidas luces parpadeantes que se reflejaron en el metal pulido de la puerta. Clementi apartó la vista. Siempre había odiado su propio aspecto, su cara redonda con el flequillo de pelo rizado —otrora rubio y ahora blanco— que le hacía parecer un enorme querubín. Sonó un chasquido apagado en la puerta y Clementi tiró de ella para abrirla. Se sumergió presurosamente en la oscuridad, alejándose de aquella visión de sí mismo.

El estrecho túnel se iluminaba con un parpadeo de neón a medida que el hombre avanzaba; las paredes pasaron de ser de cemento liso a piedra rugosa cuando abandonó el Palacio Apostólico para entrar en los cimientos de piedra de la achaparrada torre del siglo XV que se levantaba a su lado. Tras subir unos diez escalones llegó a una segunda puerta que daba a una pequeña habitación sin ventanas abarrotada de estanterías repletas de archivos.

—Adelántese —dijo—. Presénteles mis excusas y dígales que iré en breve, cuando ponga punto final a otra reunión. Me encontraré con usted en el vestíbulo para que me informe de quién hay dentro. No quiero presentarme en una reunión de este calibre sin al menos saber quién está presente.

Schneider saludó con una inclinación y se retiró dejando a Clementi a solas con sus desazonadores pensamientos. El cardenal oyó cómo retrocedían las pisadas de su chambelán, con los ojos fijos en las llaves cruzadas del sello papal y las letras IOR que adornaban cada fichero de la habitación. Se encontraba en una sección de la torre fortificada de Nicolás V, construida en la pared este del Palacio Apostólico, que ahora servía como sede y única sucursal de una de las instituciones financieras más exclusivas del mundo. IOR eran las siglas del Istituto per le Opere di Religione (Instituto para las Obras de Religión), más conocido como la Banca Vaticana. Era la institución financiera más opaca del mundo y la primera causa de las actuales preocupaciones de Clementi.