La lluvia y los cinco - Márgara Averbach - E-Book

La lluvia y los cinco E-Book

Márgara Averbach

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Beschreibung

Cinco animales enviados desde cada continente se encuentran en Rapa Nui (la Isla de Pascua) para buscar una solución a la falta de lluvia en el planeta. Durante la convivencia, aprenden a aceptar sus diferencias y a buscar acuerdos que beneficien a todos. Las bellas descripciones, la caracterización de los personajes y su mensaje ecologista hacen muy significativa la lectura de esta novela de Márgara Averbach, reconocida autora argentina actual.

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© Letra Impresa Grupo Editor, 2020

Guaminí 5007, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: +54-11-7501-1267 Whatsapp +54-911-3056-9533

[email protected] / www.letraimpresa.com.ar

Averbach, Márgara La lluvia y los cinco / Márgara Averbach ; ilustrado por Cristian Bernardini. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2016. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-1565-81-8 1. Narrativa Argentina. I. Bernardini, Cristian, ilus. II. Título. CDD A863

Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial. Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

LA LLUVIA Y LOS CINCO

Toda la vida tuve charlas con mis parientes no humanos del planeta, los animales. Como esta es una historia sobre cinco de esos parientes, elijo a cinco de los que charlaron conmigo. Este libro es para:

__ Pan Duro, el caballo que metía su cabeza negra por la ventana del rancho de mi abuelo para despertarme, a la mañana.

__ Kimba, mi gato gris y blanco de los doce años que venía a esperarme a la esquina de casa cuando yo volvía del colegio.

__ Ñusta, mi yegua de los veintipico: era zaina y estaba enferma. La quise mucho. La última vez que la vi, estaba en el campo, oscura, fabulosa, crin y cola largas, ojos tranquilos.

Tuán, nuestro dálmata de manchas marrones que nos acompañó a Patagonia en carpa. Sabía reírse. Se reía cuando nos veía.

__ El puma que vi desde mi petisa tobiana a los cinco años. La petisa lo vio primero y retrocedió frente al árbol, un tala, me acuerdo. Yo me asusté y levanté la vista y lo vi: ojos amarillos y negros, aferrado a una rama no demasiado alta, más asustado que yo. La Tierra entera me miraba en esa mirada de sol y noche.

MÁRGARA AVERBACH

/ EL PROBLEMA

El problema era que había una sola máquina de lluvia. Una sola en todo el ancho mundo. Y muchos lugares que la necesitaban. De eso trata la historia que quiero contarles.

Esta es una historia del futuro remoto. El tiempo, eso yo lo sé, no es tan recto como creemos porque ahí está el sueño… ¿No podemos ver el futuro? Yo no lo creo. Esta historia es el futuro que vino a contarme algo en mis sueños.

Hace cuatro noches que la sueño y sé que quiero contarla, que necesito contarla. Porque ustedes y yo, todos, somos parte de ella. Somos la especie loca parecida a los monos que se asoma cada tanto en los rincones de la historia.

Así empieza:

Había una sola máquina de lluvia. Y ese era el problema.

África la necesitaba. En el Norte, estaba el gran desierto, abierto como un abanico; a veces, amarillo y arremolinado; a veces, inmóvil, transparente. Nadie quería destruir el desierto. El desierto tenía que seguir ahí y no necesitaba lluvia. Todos lo sabían: los camellos con sus grandes ojos llenos de lágrimas; las serpientes doradas que duermen sobre las piedras, al sol; los insectos de los oasis, protegidos detrás de las hojas de las palmeras; la arena, inquieta en sus dunas verticales, como montañas. Nadie quería destruir el desierto pero África es mucho más que desierto. Más hacia el Sur, en las enormes sabanas, las jirafas y los leones y los guepardos y las mimosas necesitaban agua. Las selvas y los pantanos esperaban la lluvia con la boca verde y húmeda y abierta., y la lluvia no siempre llegaba.

América necesitaba agua. El Amazonas alzaba sus ondas turbias sobre las tortugas y las pirañas y las grandes boas silenciosas, y pedía tormentas. Los ciervos de las pampas del Sur querían tormenta para sus esteros encendidos, y los osos y los mapaches del Norte se detenían junto a los ríos y buscaban en el cielo tormenta para la fruta y los salmones. En el centro, en las islas del mar color turquesa, los loros y los guacamayos esperaban que ella fabricara las grandes hojas que siembran sombra fresca en el verano.

Y la máquina de lluvia era una sola.

Australia, la árida, con el corazón dolorido de sed, quebraba las piedras para recibir las gotas que buscan las raíces ciegas de sus eucaliptos y los saltos mágicos de los canguros. Los cocodrilos se escondían en el agua de los pantanos y los arroyos, pero los pantanos y los arroyos estaban cada vez más playos. Las islas, dispersas como un rebaño alrededor, cantaban con el mar pero deseaban el agua dulce que baja desde las nubes.

Eurasia necesitaba la máquina para alimentar a los lobos y las perdices y los manzanos y los olivos y los charcos que brillan entre las nieves blancas de las montañas y los acantilados junto a las playas azules. En el Sur y el Este, sus ríos lerdos buscaban lluvia y también los tigres que nadan de noche y los elefantes que se mueven todos juntos cerca del Océano Índico.

****

Solamente Antártida, solitaria como un bostezo blanco, sonreía en paz bajo su lluvia congelada. Antártida no necesitaba la máquina de lluvia. Tal vez por eso (se me ocurre ahora que voy a contar la historia), tal vez por eso fue la enviada de la Antártida la que consiguió solucionar parte del problema.

Pero no nos adelantemos. Antes, hay que decir que yo hablo de África, América, Eurasia, Australia y sus hermanas menores, y Antártida, claro. Pero esos no eran los nombres de esas tierras en tiempos de esta historia. En tiempos de esta historia, todo se llamaba de la misma forma. Todo era Tierra. Cada uno de los continentes era distinto y cada uno se llamaba a sí mismo con una palabra que significaba “Tierra”, y esa palabra era completamente distinta de la que se usaba en los otros lugares del mundo. Pero la historia no me contó esos nombres, así que la cuento con los nombres que yo conozco. Que todos conocemos.

Cuento esta historia porque hace falta contarla. Es una historia necesaria. Hay que contarla mucho, sobre todo ahora, en estos años raros en los que no parece que los seres humanos nos demos mucha cuenta de lo que respira bajo nuestros pies. Esa Tierra que es y será siempre solamente una.

Como los nuestros, los de esta historia no eran buenos tiempos. La sed había bajado con sus dos alas secas hasta todos los seres del mundo, menos los que vivían en la Antártida. Y entonces, la discusión se volvió árida y se dobló sobre sí misma.

Había una sola máquina de lluvia.

Ese era el problema.

****

/ PRIMERA PARTE

PRIMAVERA-OTOÑO

(SEGÚN DÓNDE ESTÉ CADA CUAL)

I. LOS ENVIADOS /

Había una sola máquina de lluvia. Solamente una.

Los cuatro continentes que la necesitaban se asustaron y Antártida, que no la necesitaba, se asustó también. Y tenía razones para asustarse. Decía la leyenda que, hacía ciclos y ciclos, había habido en la Tierra una especie parecida a los monos. Y que esa especie se había peleado contra el planeta y contra sí misma, como el mundo parecía a punto de pelearse ahora por la máquina de lluvia. Tal vez habían tenido razones, razones importantes: la comida, por ejemplo. O el espacio. O el agua… El agua, como ahora.

Había teorías, claro. Algunos estaban seguros de que era por alguna de esas cosas… porque, ¿qué es más importante que el agua o la comida o el espacio o el aire, en todo caso? Otros decían que tenía que ser por algo más grande, algo desconocido y maravilloso que se había perdido para siempre en la pelea. Un tercer grupo de estudiosos creía que había sido una enfermedad, una enfermedad terrible, una locura. La cuarta teoría era la más rara de todas. Los que la apoyaban decían que tal vez la pelea había sido solamente porque la especie tenía ganas de pelear. Como un juego que sigue y sigue y termina muy mal.

Fuera lo que fuese, la especie había desaparecido en ese remolino. Y había dejado en condiciones muy feas al resto del mundo. Nadie creía que hubieran sido inteligentes y había una prueba concreta: no quedaba ni uno solo de ellos. Sólo sus huellas, sus ruinas: montañas artificiales, rectas, muy altas, todas amontonadas, montañas que las ardillas de América del Norte usaban para jugar y los mapaches para esconderse; senderos duros, silenciosos, muertos, en general de color violeta, que las plantas iban cubriendo lentamente. Enormes caras de piedra en el centro de América (redondas) y en la Isla de Pascua (alargadas); algunas pirámides inmensas, en América también y en el Norte de África, junto al desierto. Lugares intrincados y llenos de imágenes en Asia. Enormes paredes pintadas en Europa. Y algo más: el mundo de la historia los llamaba de otra forma (algo así como “camino sobre”) pero yo, que quiero defender un poco a la especie loca parecida a los monos, voy a llamarlos “puentes”.

“Los puentes”, pensaba el mundo, “eran maravillosos y estaban por todas partes”. “No pueden haber sido tan tontos”, decían algunos estudiosos cuando miraban los puentes. Un puente que atraviesa un río puede cambiar muchas cosas. Esa manera rápida de unir dos pedazos de tierra separados por agua parece inteligencia pura. ¿Sería por eso que se habían peleado? ¿Por los puentes que ellos mismos habían construido?

Cuando empezó el problema de la máquina de lluvia, los cinco continentes recordaron la leyenda y supieron que, aunque a todos les hacía falta la máquina, no podían permitirse pelear por ella. Antártida, que no necesitaba lluvia, estaba muy preocupada por la posibilidad de que hubiera una pelea: también Antártida conocía la leyenda.

Esta es (lo aclaro ahora antes de que empiece todo) la historia de una reunión. Y la reunión fue por eso: para que no hubiera pelea. Y para no pelearse por el lugar de la reunión, eligieron una isla que quedara lejos de casi todos los continentes. Pascua, la llamamos nosotros, Rapa Nui la llamaban antes: un punto apenas, rodeado por el gran océano Pacífico, en el Sur del mundo. A América le quedaba un poco más cerca, es cierto, y del otro lado, también a Oceanía, y más abajo, a la Antártida. Pero en fin... nada es perfecto. Eurasia y África lo pensaron un instante y aceptaron enseguida.

Creo que tengo que explicar un poco la situación: las más interesadas en la máquina de lluvia eran las plantas. Pero sin plantas no hay mundo así que lo que interesa a las plantas interesa a todos. La especie loca no había entendido eso, decía la leyenda. Sin embargo, las plantas viajan solamente cuando son semillas, así que no hubo más remedio: los continentes eligieron a sus enviados entre los animales.

Los animales son muchos pero no fue tan difícil encontrar a los indicados:

__ algunos no querían ir por la época. Era primavera en el Sur y otoño en el Norte y esas dos estaciones son las más difíciles siempre, las que dan más trabajo. Y los enviados iban a tener que pasar mucho tiempo lejos;

__ algunos no querían ir porque odiaban viajar. Y ese sí que iba a ser un viaje. Varios viajes, seguramente: nadie creía que bastara con una sola reunión para arreglar el problema;

__ algunos no querían ir porque amaban hacer siempre lo mismo todos los días. Los viajes cambian los días, los inventan de nuevo. En un viaje, cada día es diferente;

__ algunos no querían viajar porque no les gustaba la soledad y no sabían si se entenderían con los otros enviados; o porque eran tímidos y no sabían qué iban a encontrar en la isla.