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La luna sobre el agua pertenece ante todo a mis relaciones con el mar, a quien amo y a veces temo desde que tengo memoria; a playas e islas reales; a playas e islas imaginarias; a la sensación de volar sobre las olas y al espejismo, que a veces me azota o me corteja cuando escribo. Se trata de un tercer libro de relatos, situado en San Gregorio y Fortuna, archipiélago mítico que ha surgido de espacios asomados a la inmensidad del oleaje, al bullicio e idiosincrasia de sus gentes. Como sucede en Colombia, sus personajes están anclados en el tedio y la rutina, lo mismo en la luz que en la oscuridad. Fanny Buitrago
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2021
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La luna sobre el agua
Fanny Buitrago
Contemporáneos
Editorial Universidad de Antioquia®
Colección Contemporáneos
© Fanny Buitrago
© Editorial Universidad de Antioquia®
ISBN: 978-958-501-078-9
ISBNe: 978-958-501-076-5
Primera edición: noviembre de 2021
Hecho en Colombia / Made in Colombia
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia
Editorial Universidad de Antioquia®
(57) 604 219 50 10
http://editorial.udea.edu.co
Apartado 1226. Medellín, Colombia
Imprenta Universidad de Antioquia
(57) 604 219 53 30
A Darío Ruiz y Alba Bedoya en las playas de la amistad y la literatura
Fanny Buitrago
Nació en Barranquilla (Colombia) en 1946. Novelista, cuentista, dramaturga y ensayista.
En 1963 publicó su primera novela: El hostigante verano de los dioses, a la que le siguieron Cola de zorro, Los pañamanes, Los amores de Afrodita, Señora de la miel,Bello animal y En torno al frenesí, así como las colecciones de relatos Las distancias doradas, La otra gente, Bahía Sonora, ¡Líbranos de todo mal!, Los encantamientos, Los fusilados de ayer y Tontos sagrados. Monstruos amados.
En 1979, la narración para niños La casa del abuelo ganó el Premio Unesco - Editorial Voluntad e integró la colección Cien Títulos de Literatura Básica en Colombia; posteriormente, publicó, en este mismo género, La casa del arco iris, Cartas del palomar, La casa del verde doncel, Historias de la rosa luna, Un genio en la pantalla y Los cuentos de Juanita Campana.
En 1974, su relato “Passagers de la nuit” (Pasajeros de la noche) recibió el Premio de El Tiempo de Bogotá, El Nacional de Caracas y la Nouvelle Revue de Deux Mondes de París.
Es autora también de las obras de teatro El hombre de paja y Final del Ave María, y de numerosos ensayos, publicados en diversos periódicos y revistas tanto de Colombia como del exterior.
Algunos de sus textos han sido adaptados a la televisión, y han sido traducidos al inglés, francés, alemán, griego, holandés, portugués, italiano y árabe.
Su extensa obra ha recibido varios reconocimientos, entre los que pueden mencionarse, además del referido Premio Unesco, el Premio Nacional de Teatro, el Premio de Cuento Villa de Avilés (Asturias, España) y el Premio Felipe Trigo de Narraciones Cortas (Badajoz, España). Su novela Cola de zorro fue finalista del Premio Seix Barral, y por ella la autora fue incluida en el libro Cien autores colombianos del siglo xx, antes y después de García Márquez (de las embajadas de Colombia en España y Portugal y la Dirección de Asuntos Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia). Tres de sus obras figuran entre los libros destacados del siglo xx en Colombia: La otra gente, escogida por la revista Semana; El hostigante verano de los dioses, elegida por la Fundación Palabrería, y Señora de la miel, seleccionada por los lectores de internet como la obra literaria que les gustaría releer.
Presentación
En las madrugadas de hoy, desde mis ventanales, al contemplar el despertar de Bogotá, retorno a otros amaneceres. A menudo tengo en mente el relato o la novela que escribo; otras veces —por estar contenta o triste—, mi mente evoca las aventuras de Maqroll el gaviero, de Mutis; la lluvia con César Vallejo; los escuadrones angélicos de Rilke; las lunas de García Lorca. En mi pequeña plantación de hierbas y helechos, disfruto lo emocionante de la creación y el universo del lenguaje. Recuerdo el jardín de rosas de mi mamá y las aves migratorias que lo visitaban.
Me apasiona coleccionar lugares, metrópolis, urbes, espejismos: en tal archivo la puerta del tiempo me ha permitido transitar por las ciudades de Caín, Salomón, Italo Calvino; encontrar que el apodo de la Arenosa para Barranquilla —mi ciudad natal— ya existía en los tiempos de Homero; comprobar que Cartagena es una ciudad cantada por las sirenas.
He quemado dos computadores, pero atesoro máquinas de escribir. Guardo los cuadernos en los que he escrito con pasión y pésima letra. He trabajado por temporadas en radio, publicidad y televisión; residido en distintos sitios de Colombia y del mundo: lugares que me han obsequiado historias de música y color, lo áspero de la realidad y el terror de la violencia. He aprendido que la literatura no es femenina ni masculina, sino buena o mala. Dibujo y pinto cuando escribo, tarareo; aprecio la influencia familiar de mi papá, Luis Buitrago Riveros, y de mi abuelo materno, Tomás González Niebles, cultores del Quijote, de Shakespeare, de los griegos, y quienes leían a Vargas Vila, a Germán Arciniegas, a Fernando González. Del montón de libros que me obsequiaron de niña todavía conservo el deslumbramiento por Los tres mosqueteros,El conde de Montecristo,Historia de dos ciudades. Al crecer entre bibliotecas y ecos musicales, los rostros de Beethoven, Liszt, Caballero Calderón, Oscar Wilde, Virginia Woolf, Poe, Jane Austen, Bach fueron siempre familiares. Ellos también me llevaron al teatro, a cine, a retretas, a zarzuelas.
En medio de la lectura, mi mamá, mis tías y mis abuelas me enseñaron a despertar con café colado; a amar la música, los perfumes, las flores, las hierbas aromáticas y las aves; a cuidar de vajillas, cubiertos y manteles bordados; a aromatizar las casas; a elegir la sencillez en maquillaje, joyas y atuendos.
Me agrada caminar y caminar, adquirir libros a ciegas; así pude descubrir por mí misma El coronel no tiene quien le escriba y El ruido y la furia; y Respirando el verano de Rojas Herazo.
Manoseados primero y empastados después, en mi estudio conservo los primeros libros comprados con mi dinero: Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque, La carreta y La rebelión de los colgados, ambos de Traven, El día señalado de Manuel Mejía Vallejo. He heredado una maravillosa edición de Don Quijote, en cuero rojo, con la firma de mi papá. Mi hermana Letty atesora Historia de dos ciudades.
En mis primeros relatos para niños hay retazos de mi infancia: la casona de mi abuelo materno, en la calle Canta Rana, las vacaciones, la fiesta de los angelitos derrotada por el Halloween, las cometas, los dulces, unas madrugadas plenas de magia a las afueras de Soledad —el pueblo de don Tomás—, los sainetes, los cabildos, el cine al aire libre, la cumbia, otro tipo de historias contadas por nanas y lavanderas.
Además de Bogotá, Barranquilla y Cartagena, he residido en hermosos sitios como San Andrés, Madrid, Berlín, Estocolmo. Así que una vez, ociosa, hice un listado de los ventanales a los que la literatura me ha llevado. ¡Más de quince! En dos casas grandes, en Cali y la zona bananera, casi que sin respirar, escribí El hostigante verano de los dioses. Como si me dictaran, en Madrid y Sainz de Baranda, Los fusilados de ayer. En Cartagena y asomada a la Plaza del Tejadillo surgieron Tontos sagrados. Monstruos amados. He paseado en playas del Atlántico y del Pacífico colombiano; en otros países contemplado el Báltico, el Adriático, el Mediterráneo, el Mississippi, el lago Dahlen. En medio de la nieve en Estocolmo añoraba los torrenciales aguaceros de Bogotá, el aura de Medellín, la alegría de Cartagena y Cali, la vitalidad de Barranquilla, los ríos Magdalena y Cali.
Escribir me ha permitido codearme con muchos de nuestros grandes autores y conocer premios Nobel, sentir que pertenezco a la comunidad de quienes aman el arte de narrar, quienes han convertido a Colombia en un espacio de poesía y narraciones, ciencia, historia, filosofía y música; espacio en el que, de una manera constante —en medio de los ataques de la violencia, los absurdos de la política, del entretenimiento y las redes sociales—, luchan, para rescatar las realizaciones del espíritu y frenar el avance de los enemigos del pensamiento.
Como decía Jairo Aníbal Niño, “yo no escogí la literatura, sino que la literatura me escogió a mí”, y en tal mundo lo más difícil es ser una persona, lo que soy y espero ser. Al compartir con mi familia, amigos, vecinos, lectores, aún desconocidos, deseo ser Fanny, con sus defectos, aspiraciones y obligaciones. La escritora pertenece al entorno de la irrealidad y la fantasía; la persona, a la vida diaria, en la que es importante tener la certeza del amor, los afectos, la mente abierta a los cambios del futuro.
Al intentar la construcción de historias y mundos, he aprendido a cuidar a la gente que amo. Ahora disfruto la maravilla de un entorno familiar renovado, en el que hay agrónomos dedicados a la investigación, abogados, una concertista, un experto en robótica, administradores de empresa, una científica laureada, una cineasta, una estudiante de antropología, un adolescente dinámico que practica deportes y toca el piano, una economista brillante. Un niño y tres niñas de nueve años que aman narrar y dibujar.
Suena extraño cuando se dice o se escribe, pero nada es más importante que el amor, la amistad, el entendimiento con los demás, esa posibilidad de escuchar sus historias y agregar al diario vivir el mundo paralelo de la literatura. Entidad que ha decidido instalarse en mi pensamiento y en mis venas, que me ha permitido respirar en los pliegues de un país que amo y hasta hoy no he logrado comprender, en un mundo extraño que cambia constantemente.
Acerca de La luna sobre el agua
La luna sobre el agua pertenece ante todo a mis relaciones con el mar, a quien amo y a veces temo desde que tengo memoria; a playas e islas reales; a playas e islas imaginarias; a la sensación de volar sobre las olas y al espejismo, que a veces me azota o me corteja cuando escribo. Se trata de un tercer libro de relatos, situado en San Gregorio y Fortuna, archipiélago mítico que ha surgido de espacios asomados a la inmensidad del oleaje, al bullicio e idiosincrasia de sus gentes. Como sucede en Colombia, sus personajes están anclados en el tedio y la rutina, lo mismo en la luz que en la oscuridad.
Antes de publicar Bahía Sonora, con el Instituto Colombiano de Cultura y luego con Plaza y Janés, que reúne mis primeros relatos de la isla, caminé por las playas de Puerto Colombia y Cartagena, visité Ladrilleros y estuve una temporada en Bocagrande, en el Pacífico, en donde asistí al velorio de un niño entre oraciones y cánticos de alabados, me asomé a historias picantes. Relatos como Pasajeros de la noche y Tumba de junio me permitieron una relación más armoniosa con la literatura. Me alejaron un tanto de la avalancha —a la que tuve la fortuna de sobrevivir— de la publicación de El hostigante verano de los dioses.
La luna sobre el agua se ha escrito bajo la misma influencia portentosa del mar, del rumor del oleaje que baña el centro amurallado de Cartagena y la evanescencia luminosa de San Andrés, en donde comencé a ordenar la novela Los pañamanes, a inventar una isla bautizada San Gregorio y Fortuna. Después, Panamericana Editorial me publica Canciones profanas, situada en los afanes de los personajes, sus aspiraciones, relaciones, amores y ambiciones. En La luna sobre el agua la isla ha añadido los celulares a la influencia de la televisión, los negocios imperan, los personajes están —como siempre, pero aún más— interesados en el dinero y en conservar las riendas del poder, en separarse del gobierno central, transformarse en un polo de turismo internacional sin importar los daños a las playas, al mar, a la escasa vegetación. La vida social es exigente, ha huido de la sencillez y se trabaja por entrar en los estadios de la moda, el glamour, los cruceros: la violencia que azota al país se acerca a grandes pasos, se imponen las redes sociales.
Al narrar, he caminado con personajes ajenos a mi entorno, tal como sucede en Perfil del enemigo y en Que no falte la música; me he asomado a los vaivenes del amor, el desamor y la amistad en La terrena alegría; aprendido a majar el ajo, rallar el coco, adobar el pescado en la cocina de miss Coral, así como el placer y la agonía de cada historia.
Si la vida me lo permite, espero tener tiempo para terminar dos novelas unidas a mi fascinación por el mar y las islas, los desplazados, los derrotados, también los dueños del amor y la alegría. Cada relato de La luna sobre el agua ha sido imaginado e hilado con pasión, devoción, buena energía, a veces con tristeza e inquietud; escribí en los balcones del edificio Benedetti, a mano, a máquina, en computador, a menudo asomada a la belleza o a la oscura estela del futuro, tormentas, relámpagos, aguaceros; a la división del horizonte, los perfiles y siluetas de los habitantes de mi país. Subyugada por historias del entorno del mar y unas cuantas realidades de un mundo que no comprendo e intento comprender; relatos que pertenecen lo mismo a la pasión, al dolor, a la risa, al asombro.
Cada relato de La luna sobre el agua intenta atrapar el reflejo de la luz y el comportamiento de la oscuridad, el temblor de las nubes, tanto en el firmamento como en el interior de las personas, y el caótico exterior que nos rodea; la música atronadora o soterrada, el susurro del viento; la profundidad, el sonido suave, lento o impaciente de las palabras, las sirenas de los buques, el fragor del oleaje.
Las palabras unidas a la brisa, a las melodías de la salinidad, que, mientras camino, duermo, sueño e imagino, me obsequian los rostros de la vida, del amor, de la amistad, de la noche y de la luna.
Primera parte
Sin estrellas
A Raymod Williams
Que no falte la música
Para Antonio Correa
Sea cual sea la comisión, el mandado y el esfuerzo, todo se moja en sudor y resolana. Montar una reja, impermeabilizar techos, embadurnar el tronco de un árbol con pintura y cal. Hoy se trabaja de camarero y mañana de electricista. A un tipo simpático y emprendedor nunca le falta oficio.
La mayoría de la gente que vive en Sarie Bay, Old Town y la Avenida Simón Bolívar le tiene miedo al calor y a sus efectos. Hombres y mujeres hacen ejercicios matutinos, duermen la siesta; al atardecer y en bares frente al mar los comerciantes hacen negocios, juegan al póker o al dominó, mientras sus mujeres cuidan la piel y la belleza. Todo lo personal funciona por internet. El resto lo delegan a las empleadas de servicio, los mensajeros y chicos que lavan automóviles y raspan el salitre; al fumigador, el jardinero y el pintor; al plomero y el cerrajero; a los técnicos de televisión y aire acondicionado; al ingeniero de sistemas.
En eso de los empleos ocasionales es preciso tener en cuenta la bicicleta y la motocicleta, el celular. Para combatir el aburrimiento hay que escuchar Radio Melodía o Radiola, los vallenatos que alegran el corazón. Las amistades se hacen en las filas de pago en bancos, oficinas, centros comerciales, muelles y restaurantes. Hay muchachos que a punta de pedal, motor, labia, simpatía y charla musical llegaron lejos.
A caballo vamos pa’l monte
... a caballo vamos pa’l monte
Vamos pa’l monte
De Marcial Vila sería ocioso decir que gracias a su aspecto terminó de codos en un escritorio. La pinta ayudó, el aspecto de jinete con el rostro atezado y párpados soñolientos, una voz de tono bronco, su elevada estatura. No era un adulador ni un ofrecido. Sabía quién tenía el mando y a quién se saluda primero, no confundía a las señoras con las niñeras o las chicas de la limpieza... ¡Cuidado!..., las esposas van al supermercado entre semana de pantalones cortos; las asistentes, el domingo, también de pantaloncitos y ombligo destapado. En ambos casos atentas a sus celulares... ¡ojo en las pantallas! Ni las unas ni las otras le merecían atención. Marcial estudiaba en la universidad a distancia, entendía de números y computadores. Ni las drogas ni la tomata le interesaban.
Era el mensajero-saeta-motorizado capaz de hablar con dependientes y cajeros. El muchacho de confianza de Eliseo Torrado, propietario de Los Galeones, un bar-terraza a todo taco. Durante los fines de semana ganaba bien, no como mesero y lavaplatos, sino como camarero. Allí veía los campeonatos de fútbol en televisión gigante, escuchaba a los clientes hablar de cine, de la situación del país y la política, de amores y disputas. Con sus amigos se reunía en los kioscos de la playa y soltaba la lengua, afirmaba que a un hombre con aspiraciones le convenía una esposa trabajadora que no se mandara sola, afecta a casa y cocina. Para no ir lejos, señalaba a Tina Torrado, una muchacha que iba a heredar propiedades y billetes...
—Qué tal que esa hembra se fijara en ti, o en ti, o en mí... ¿Qué haríamos? ¿Qué...? —preguntaba.
—Es bonita, pero da tristeza... —le respondían.
El comentario flotaba a la cuarta o quinta cerveza y en una esquina sofocante. Ninguno de los reunidos tenía derecho a whisky, vino blanco o cena, mariscada en la bahía... ¡Jamás había dinero para tanto!
Festina, o Tina de cariño, era la hija única de Eliseo Torrado. De rostro ajeno a la sonrisa, nariz delicada y dientes blanquísimos, hombros estrechos. Con melena cortada a navaja y vestidos de tela hindú, frente al computador, era como una pintura enmarcada por cajas de cervezas, alimentos enlatados, quesos suizos. Resultaba deseable, eso hasta que los admiradores descubrían la silla de ruedas, las muletas. Sin embargo, sus empleados la llamaban generala.
A causa de los estudios, Marcial comenzaría a solicitar permisos de última hora, a pedir ayuda los viernes en la noche, a negarse a trabajar los domingos. Situación que terminaría por disgustar a Tina, antes amable, quien le exigía dedicación, tiempo completo. Como no lo despedían ni le pagaban lo justo, Marcial terminó por aceptar un trabajo temporal con un tal Alarico Jiménez, rentista, que vivía en el conjunto cerrado El Limonar, al final de la misma calle.
La distancia establecida por Marcial con su antiguo patrón y su hija no le impedía al señor Jiménez sentarse hacia el anochecer junto a los ventanales en la terraza de Los Galeones;quería contemplar el mar sin ser molestado por la bulla de turistas y aficionados a la rumba. Lo acompañaba su sobrina Dolores, una mujer alta de piernas robustas, lentes ahumados, quien jamás alzaba la voz y tomaba ron helado. El hombre prefería cerveza o refrescos embotellados.
Sentado en la misma mesa y en plan de Coca-Cola, Marcial los acompañaba.
Hacia el amanecer, pala en mano, seguía a Jiménez y a sus perros feroces que aterrorizaban a todos al paso y en la playa. Después se encargaba de pagar cuentas y comprar los periódicos, tres o cuatro al día, que la sobrina leía con atención como si el mundo le interesara en serio. Al apartamento rara vez entraba nadie, a excepción de Gilma Amaro, una vecina servicial del bloque 3B, maquillada y enjoyada a toda hora, quien invitaba a Dolores a jugar bingo o veintiuna en el club de damas.
Una vez cada quince días, Marcial iba en su motocicleta al Hotel Montemar o al Casino Eldorado Star a recibir o cambiar dólares. Don Alarico no deseaba que los bancos o casas de cambio, menos los ladrones o avivatos, detectaran sus asuntos. También se encargaba de limpiar y fumigar el apartamento, ir a la lavandería y comprar los ingredientes de la dieta familiar, dominada por el gusto de Jiménez; el hombre comía carne asada, arroz, yuca hervida, pescado salado, queso y café negro, como si hubiese vivido en la manigua.
El día de sudar era el sábado, cuando Dolores encargaba a Tina Torrado almuerzo especial, lomo o posta, milanesa o punta de anca. Las órdenes no admitían protesta, Marcial tenía que zamparse en la cocina de Los Galeones para informar sobre la temperatura del aceite y el guiso, evitar que a la ensalada se le añadiera vinagre o sal. Sumar calorías por aquello del colesterol... ¿O don Alarico temía ser envenenado? A Tina ni la miraba; no frecuentaba su cocina para darle gusto.
En esa época, a Marcial los amores con meseras o empleadas de mostrador no le interesaban. Quizá sus ojos estaban en la sobrina de Jiménez, un tanto mayor, pero simpática y de carnes duras. El hombre tenía un soplo en el corazón, no iba a durar una eternidad, había dado instrucciones al respecto:
—Quiero silencio, Marcial. Nada de ambulancias o pedidos de auxilio a los vecinos, hay que llamar al médico en forma discreta y después de veinticuatro horas. Deseo un bien morir, no quiero ser enterrado vivo. Que sea una promesa... Mis hijos, aunque estén lejos, y mi sobrina van a recompensarte. Quiero que lo jures, pues.
—Lo juro, si usted así lo quiere.
Unido a la promesa, Marcial comenzó a ganar como asistente personal, sus esperanzas en punto mayor. Sin contar a Tina Torrado y a Dolores Jiménez, había otras muchachas de automóvil y tarjetas de crédito que lo miraban al pasar y en la playa alababan los perros de raza. Marcial, tan fornido y apuesto, confiaba en su caballo metálico y en su jabalina, los libros amarrados a la parrilla y un radio portátil disimulado debajo de un manubrio. Cuando estaba en vísperas de graduarse de Contaduría, un amigo de una hija consentida del alcalde, Onelio Carmona, consiguió permiso para instalar juegos de videos en un galpón a la entrada del barrio chino. Lo que nunca se supo fue... ¿a qué horas el mal incontenible de las apuestas atacó a don Alarico Jiménez...? Mal que terminaría por transformarlo en otra persona: viernes y sábados en la noche lo veían entrar a la zona con guayaberas estampadas, sombreros ligeros y jeans ajustados debajo de la panza, hable que te hable por celular...
En menos de un mes, Alarico Jiménez (ya nadie le decía don) entraría en sociedad con Onelio Carmona. Los socios, además de pintar el galpón, instalaron unas máquinas en las que se apostaba en línea a corridas de toros, peleas de gallos, juegos de beisbol, tenis y fútbol, con transmisiones en vivo. Las autoridades no tenían nada que objetar, así muchos ganaran y perdieran fortunas. ¡El whisky, el ron y la cerveza a rodo...!
Los hackers y espías electrónicos no pierden una, por ellos se supo que Jiménez era el socio mayoritario sin firmas ni papeles, no le gustaba entrar a las notarías. Jugaba a derrotas y triunfos, vivía extasiado y trasnochado, armaba tremendos alborotos con los goles, el canto de los gallos de falso madrugón, los raquetazos y jonrones. Los años corteses de su residencia en la isla y El Limonar se fueron al traste. Mientras tanto, Onelio Carmona recibía suficiente para contentarlo y contentarse. En los papeles figuraba como dueño.
Marcial no frecuentaba el sitio. Atendía y paseaba a los perros, en especial a un bulldog alimentado con hígados de res y tripas de cerdo, que Jiménez soltaba en las madrugadas para terror de la gente que se dirigía al trabajo o a la playa. En los predios de El Limonar aparecería muerta una iguana legendaria y degollados dos pequineses.
La playa de Sarie Bay tampoco era la misma.
Al bulldog le encantaba sumergirse con aspavientos en el mar, lanzarse contra los pescadores, mear en las bancas de la avenida, espantar a niños y empleadas... ¡Un desastre!... La fiera entablaría una pugna con un perro flaco y mugroso que los esperaba sin falta junto a un kiosco —construido a medias entre el mar y la arena—, en donde vendían el pescado y los patacones que hacen las delicias del turista frugal. Doña Engracia, la dueña, tan dada a la risa y a la gritería, no se atrevía ni a despegar los labios.
Día a día, al perro sarnoso se le unieron otros callejeros hasta formar una jauría; la perramenta sin dueño es uno de los males de las islas.
—¡Si quieren riña... que la tengan!
Entre forzados accesos de cólera, Alarico Jiménez se divertía con la obcecación del animal enclenque y la manada que lo seguía; quería organizar una pelea por lo alto, su bestia iba a lucirse, a tragarse al mugroso can...
—¡Esas fuchas están prohibidas! —le advertiría asustado Onelio Carmona.
—¡Lo hacemos unas diez veces y nada más!... Con las ganancias te puedes comprar una villa en la Costa Azul.
—¿A mí qué? A la celosa de mi mujer no le gusta ni que viaje a Cartagena. Sospecha hasta de su sombra.
Alarico Jiménez, que hasta entonces no había sido hombre de rumbas o amores, no se ocupaba ni de la sobrina. La pasión que lo carcomía era la compra de videos por internet... ¡Gritar y maldecir!..., en esas peleas en las que un gallo destripaba a varios oponentes, o en las carreras en las que se estrellaban automóviles y motocicletas de alto cilindraje. Encima, disfrutaba del manoseo con muchachas de blusas y pantaloncitos mínimos, que se colgaban de sus caderas o le pasaban el brazo alrededor de la panza, a quienes halagaba e invitaba sin prometer nada. Empeñado en desatar furias... ¡Ganar dinero a espuertas!... Su afán resultaba insoportable así invitara con whisky Chivas y ron Apóstol. Lo que Onelio Carmona planeara como un negocio de barrio normalito se había salido de control.
—¡Me gustan los riesgos...! —le alegaba Jiménez.
—¿Yo? Yo en esos jaleos de peleas a muerte... ¡no me meto...!
Decir y protestar son asuntos de distinta índole.
La noticia del evento comenzó a cundir por las redes. Se daba por hecho en Twitter y Facebook que las apuestas llegarían al cielo. En las madrugadas la gente acudía a las playas en donde Alarico Jiménez y Marcial solían pasear a los perros. La bulla y el rifirrafe alcanzaban un punto máximo hacia la salida del sol; los perros finos ladraban enloquecidos, salto acá y salto allá; los de la jauría huían con los rabos mustios. No sucedía nada.
Hasta que una madrugada de domingo... ¡se armó!... Las bestias del montón aullaban, mientras el gozque y el bulldog gruñían mostrándose jetas y colmillos, la multitud enloquecía y las botellas de ron, whisky y gordolobo pasaban de mano en mano; no faltaban vendedoras de buñuelos, empanadas y dumplings. Olía a estiércol, sudores y tragedias. La bulla era tan ensordecedora que no se escuchaba el sonido de las olas; una docena de lancheros y pescadores azuzaban; no salieron de faena en ese amanecer.
Nadie quería perderse una pelea memorable.
Cuando el bulldog saltó para acabar con su enemigo, el gozque ya estaba plantado encima destrozándole el hocico y la cabeza a dentelladas, mientras los otros perros ladraban furiosos y sonaban las sirenas de bomberos y policías. La mujer de Onelio había dado aviso.
Después de insultar, maldecir y echarle la madre al mundo y a sus habitantes, Alarico Jiménez corría con el perro entre sus brazos. Marcial, sin decir palabra (eso contaría luego), lo acompañaría al apartamento, en donde Dolores los recibiría horrorizada. Ella alcanzaría a gritar ¡auxiliooooo!, cuando se desplomaron en el umbral. El miedo y el dolor contenidos por la voz ahogada, pero en tono de mando:
—Nada de gritos ni escándalos... ¡tenemos que estar firmes...! —Jiménez respiraba con dificultad abrazado al cadáver y empapado en sangre.
Marcial había comenzado a llorar, no lo hacía desde los nueve años.