La madriguera del zorro - Nora Sakavic - E-Book

La madriguera del zorro E-Book

Nora Sakavic

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Beschreibung

Neil Josten es un joven que lleva toda la vida huyendo de su propio padre, el despiadado jefe de una organización criminal. Está acostumbrado a vivir con miedo y a fingir ser cualquiera salvo él mismo. Cuando asesinan a su madre, Neil toma una decisión a la desesperada: incorporarse al equipo de exy conocido como los Zorros. El exy es un deporte rápido y violento, una mezcla de lacrosse, rugby y hockey, lo único que hace que Neil se sienta real. Sin embargo, Neil no es el único que tiene secretos en el equipo. Uno de los Zorros es un viejo amigo de su infancia y Neil no encuentra el valor para alejarse de él por segunda vez. ¿Habrá encontrado por fin algo por lo que merece la pena luchar? La madriguera del zorro es el primer libro de la exitosa trilogía All For The Game. Retrata un mundo de tensión con personajes rotos y moralmente grises que combaten a sus depredadores y encuentran apoyo en sus iguales.

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Índice
Gracias
Avisos principales de contenido
CAPÍTULO UNO
CAPÍTULO DOS
CAPÍTULO TRES
CAPÍTULO CUATRO
CAPÍTULO CINCO
CAPÍTULO SEIS
CAPÍTULO SIETE
CAPÍTULO OCHO
CAPÍTULO NUEVE
CAPÍTULO DIEZ
CAPÍTULO ONCE
CAPÍTULO DOCE
CAPÍTULO TRECE
CAPÍTULO CATORCE
Agradecimientos de la autora
Apéndice: Los Zorros de la Estatal de Palmetto
Créditos

Gracias

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La madriguera del zorro

(All For The Game 1)

Nora Sakavic

Avisos principales de contenido

Comportamiento agresivo y autoagresivo, muerte, sangre, consumo de drogas con y sin consentimiento, homofobia, abuso físico y psicológico, menciones de suicidio, maltrato animal.

CAPÍTULO UNO

Neil Josten dejó que el cigarrillo se consumiera hasta el filtro sin llegar a darle una sola calada. No le interesaba la nicotina; buscaba el humo amargo que le recordaba a su madre. Si inspiraba lo suficientemente hondo casi podía saborear el fantasma del fuego y la gasolina. Resultaba repugnante y reconfortante al mismo tiempo, y provocó que un escalofrío le recorriera la espalda. El temblor viajó hasta las yemas de los dedos, haciendo que un pequeño montón de ceniza se derrumbara. Cayó entre sus zapatos, sobre las gradas, y el viento se lo llevó en un instante.

Levantó la vista hacia el cielo, pero las estrellas se desvanecían tras el resplandor de las luces del estadio. Se preguntó (y no era la primera vez que lo hacía) si su madre lo estaría observando desde allí arriba. Esperaba que no fuese el caso. Lo molería a palos si lo viera holgazaneando y lloriqueando de aquella manera.

Una puerta se abrió tras él con un chirrido; el susto lo sacó de sus pensamientos de golpe. Neil tiró de su bolsa de deporte para acercársela más al cuerpo antes de girarse. El entrenador Hernández dejó abierta la puerta del vestuario y se sentó junto a Neil.

—No he visto a tus padres en el partido —dijo Hernández.

—Están de viaje —respondió Neil.

—¿Siguen de viaje o se han vuelto a ir?

Ni lo uno ni lo otro, pero Neil no pensaba decirlo. Sabía que tanto sus profesores como el entrenador estaban hartos de escuchar la misma excusa siempre que preguntaban por sus padres, pero era una mentira tan fácil como trillada. Explicaba por qué nadie veía nunca a los Josten por el pueblo y por qué Neil tenía predilección por dormir dentro del recinto escolar.

No es que no tuviera donde vivir. Se trataba, más bien, de que no estaba viviendo allí de manera legal. Millport era un pueblo en decadencia, por lo que había docenas de casas vacías que nunca llegarían a venderse. El verano pasado se había apropiado de una de ellas, localizada en un barrio tranquilo compuesto, en su mayoría, por jubilados. Sus vecinos rara vez abandonaban la comodidad de sus sofás y sus telenovelas, pero cada vez que iba y venía se arriesgaba a que lo vieran. Si alguien descubría que estaba viviendo de okupa empezarían a hacer preguntas incómodas. Era más sencillo colarse en el vestuario y dormir allí. Neil no sabía por qué Hernández permitía que se saliera con la suya en lugar de llamar a la policía. Probablemente, era mejor no preguntar.

Hernández extendió la mano. Neil le pasó el cigarrillo y observó cómo lo apagaba en los escalones de hormigón. El entrenador tiró la colilla arrugada y se volvió hacia él.

—Pensé que harían una excepción esta noche —dijo.

—Nadie sabía que iba a ser el último partido —respondió Neil mientras observaba la cancha.

La derrota del Millport aquella noche suponía quedar eliminados del campeonato estatal a dos partidos de la final. Tan cerca y a la vez tan lejos. Así, sin más, la temporada había terminado. Los trabajadores ya estaban desmontando la cancha, desencajando las paredes de plexiglás y colocando rollos de césped falso sobre el duro suelo. Una vez hubieran terminado, volvería a ser un campo de fútbol; no habría ni rastro del exy hasta otoño. A Neil se le revolvía el estómago viéndolo, pero no podía apartar la mirada.

El exy era un deporte bastardo, una especie de lacrosse evolucionado que se jugaba en una cancha del tamaño de un campo de fútbol e incluía la violencia del hockey sobre hielo, y Neil adoraba cada aspecto de él, desde la velocidad hasta la agresividad. Era la única parte de su infancia que nunca había sido capaz de dejar atrás.

—Los llamaré luego para contarles cómo ha quedado el marcador —dijo, porque Hernández seguía observándole—. Tampoco se han perdido nada del otro mundo.

—Puede que no, por ahora —replicó el entrenador—. Alguien ha venido a verte.

Para una persona que llevaba la mitad de su vida huyendo de su pasado eran como palabras de una pesadilla. Neil se puso en pie de un salto y se colgó la bolsa al hombro, pero el roce de un zapato detrás de él le avisó de que era demasiado tarde para escapar. Al girarse, vio a un enorme desconocido parado en el umbral de la puerta del vestuario.

La camiseta de tirantes que llevaba dejaba a la vista unos brazos tatuados con llamas tribales. Tenía una mano metida en el bolsillo de los vaqueros y la otra sostenía una gruesa carpeta. Su postura era desenfadada, pero sus ojos marrones estaban llenos de determinación.

Neil no sabía quién era, lo que significaba que no era de por allí. Millport tenía menos de novecientos orgullosos habitantes. Era un sitio donde todo el mundo estaba al tanto de la vida de los demás. Aquella tendencia al cotilleo tan arraigada le complicaba las cosas a Neil, con todos sus secretos, pero había tenido la esperanza de poder utilizar esa mentalidad de pueblo pequeño como un escudo. Los rumores sobre un extraño deberían haber llegado hasta él antes que aquel desconocido. Millport le había fallado.

—No lo conozco —dijo Neil.

—Es de una universidad —intervino Hernández—. Ha venido a verte jugar en el partido de esta noche.

—Y una mierda. Nadie viene a Millport a hacer fichajes. Nadie sabe ni dónde está esto.

—¿Sabes lo que es un mapa? —preguntó el desconocido.

Hernández le lanzó a Neil una mirada de advertencia y se levantó.

—Ha venido porque le mandé tu expediente. Publicó un anuncio diciendo que necesitaba un delantero y pensé que valía la pena intentarlo. No te lo dije porque no sabía si se iba a quedar en nada y no quería que te hicieras ilusiones.

Neil se lo quedó mirando.

—¿Que hizo qué?

—Intenté ponerme en contacto con tus padres cuando solicitó una entrevista en persona para esta noche, pero no me devolvieron las llamadas. Dijiste que intentarían venir.

—Lo intentaron —dijo Neil—. No ha podido ser.

—No puedo esperarlos —intervino el desconocido, acercándose hasta colocarse junto a Hernández—. Ya sé que la temporada está casi finiquitada, pero he tenido problemas técnicos con mi último fichaje. El entrenador Hernández me ha dicho que todavía no has escogido a qué universidad irás el curso que viene. Los dos salimos ganando, ¿no te parece? Yo necesito un delantero suplente y tú necesitas un equipo. Solo tienes que firmar en la línea de puntos y serás mío durante los próximos cinco años.

Neil intentó hablar dos veces hasta que le salió la voz.

—Tiene que estar de broma.

—Yo no bromeo, ni me queda tiempo para hacerlo —dijo el hombre.

Tiró la carpeta sobre las gradas donde Neil había estado sentado hasta hacía unos instantes. Su nombre estaba escrito con rotulador negro en la parte delantera. Pensó en abrirla, pero ¿para qué? La persona que aquel entrenador se había molestado en investigar en profundidad no era real y no existiría durante mucho más tiempo. Faltaban cinco semanas para que Neil se graduara y seis para que él fuera alguien diferente en otro lugar muy lejos de allí. Daba igual lo mucho que le gustara ser Neil Josten. Ya se había quedado allí demasiado tiempo.

Debería estar acostumbrado. Se había pasado los últimos ocho años huyendo, tejiendo mentira tras mentira hasta dejar un retorcido rastro por donde pasaba. Había veintidós nombres entre él y la verdad, y sabía lo que ocurriría si alguien acababa descubriéndolo todo. Firmar un contrato con un equipo universitario era peor que estarse quieto. Era exponerse a los focos, ser el centro de atención. La cárcel no detendría a su padre durante mucho tiempo y Neil no sobreviviría a otro enfrentamiento con él.

Era muy simple, pero eso no lo hacía más fácil. Aquel contrato era un billete de ida al futuro, algo que Neil no podría tener nunca, aunque lo deseaba con tanta fuerza que le dolía. Durante un segundo se odió a sí mismo por presentarse a las pruebas para el equipo de Millport. Sabía que no era buena idea pisar una cancha. Su madre le había dicho que nunca volvería a jugar. Le advirtió que debía obsesionarse desde lejos y él la había desobedecido. Pero ¿qué otra cosa podría haber hecho? Tras su muerte, había deambulado por Millport porque no sabía cómo seguir adelante sin ella. Jugar era lo único real que le quedaba. Ahora que había vuelto a hacerlo, no sabía cómo dejarlo atrás.

—Váyase, por favor.

—Sé que es todo muy repentino, pero necesito una respuesta hoy. El comité me ha estado presionando desde que encerraron a Janie.

A Neil se le cayó el alma a los pies. Su mirada saltó de la carpeta a la cara del entrenador.

—Los Zorros —dijo—. Universidad Estatal de Palmetto.

El hombre —ahora sabía que debía de ser el entrenador David Wymack— pareció sorprenderse de lo rápido que había atado cabos.

—Supongo que has visto las noticias.

Había dicho que tuvo problemas técnicos. Era una manera muy suave de decir que su último fichaje, Janie Smalls, había intentado suicidarse. Su mejor amiga la había encontrado desangrándose en la bañera y había conseguido llevarla al hospital justo a tiempo. Lo último que había oído Neil era que estaba bajo vigilancia en el pabellón psiquiátrico. «Típico de un Zorro», había dicho el reportero con sorna, y no estaba exagerando.

Los Zorros de la Universidad Estatal de Palmetto eran un equipo de marginados y yonquis con talento porque Wymack solo fichaba atletas que provenían de hogares rotos. Su decisión de convertir la Madriguera en una especie de centro de rehabilitación para jóvenes problemáticos era una buena idea en teoría, pero en la práctica significaba que los jugadores eran aislacionistas incapaces de ponerse de acuerdo el tiempo suficiente para jugar un partido. Eran famosos en la NCAA, la Asociación Nacional Deportiva Universitaria, tanto por ser un equipo diminuto como por quedar los últimos durante tres años consecutivos. Aquel año habían mejorado bastante gracias a la perseverancia de su capitana y a la fuerza de su nueva línea defensiva, pero los críticos seguían sin tomarlos en serio. Incluso el CRRE, el Comité de Reglas y Regulaciones del Exy, empezaba a perder la paciencia con sus pésimos resultados.

Y entonces el excampeón nacional Kevin Day se unió al equipo. Había sido lo mejor que podría haberles pasado a los Zorros y significaba que Neil nunca podría aceptar la oferta de Wymack. Llevaba casi ocho años sin ver a Kevin y nunca se sentiría preparado para volver a hacerlo. Había puertas que debían permanecer cerradas; la vida de Neil dependía de ello.

—No puede estar aquí —dijo Neil.

—Pero aquí estoy —replicó Wymack—. ¿Necesitas un boli?

—No —respondió Neil—. No. No voy a jugar para usted.

—Creo que te he entendido mal.

—Fichó a Kevin.

—Y Kevin te está fichando a ti, así que…

Neil no se quedó a escuchar el resto.

Salió disparado por las gradas y corrió hacia el vestuario. El metal resonaba bajo sus pies, pero no lo bastante fuerte como para ahogar la exclamación de sorpresa de Hernández. Neil no se giró para ver si lo seguían. Lo único que sabía, lo único que importaba, era que tenía que alejarse de allí tanto como fuera posible. A la mierda la graduación. A la mierda «Neil Josten». Se marcharía aquella noche y correría hasta olvidar las palabras de Wymack.

No fue lo bastante rápido.

Iba por la mitad del vestuario cuando se dio cuenta de que no estaba solo. Había alguien esperando en los sillones que se interponían entre él y la salida. La luz se reflejó en una raqueta amarilla cuando el desconocido la levantó para golpearlo, y Neil iba demasiado rápido como para parar. La madera impactó contra su abdomen con fuerza suficiente como para aplastarle los pulmones contra la columna. Para cuando se quiso dar cuenta, ya estaba de rodillas en el suelo, arañándolo con desesperación mientras intentaba volver a respirar. Habría vomitado si tan siquiera hubiera podido conseguir esa primera bocanada, pero su cuerpo se negaba a colaborar.

El zumbido en sus oídos era la voz enfurecida de Wymack, pero parecía estar a miles de kilómetros.

—Joder, Minyard. Por esto mismo no podemos tener nunca nada agradable.

—Ay, entrenador —dijo alguien por encima de Neil—, si este fuera agradable no nos serviría de mucho, ¿no crees?

—No nos sirve de mucho si lo rompes.

—¿Preferirías que lo hubiera dejado largarse? Ahora le pones una tirita y como nuevo.

El mundo se volvió negro y luego se enfocó de golpe con demasiada claridad cuando una bocanada de aire entró por fin en los pulmones torturados de Neil. Inhaló con tanta fuerza que se atragantó y la tos lo sacudió con tanta fuerza que parecía que iba a romperse en mil pedazos. Se abrazó el abdomen para mantenerse de una pieza y le dedicó una mirada feroz a su atacante.

Wymack ya había dicho su nombre, pero a Neil no le había hecho falta. Había visto aquella cara en tantos recortes de periódico que habría sido imposible no reconocerlo de inmediato. Andrew Minyard parecía poca cosa en persona, con su pelo rubio y su metro cincuenta de altura, pero Neil no lo subestimaba. Andrew era un estudiante de primer año, el portero de los Zorros y su apuesta más letal. La mayoría de los Zorros eran autodestructivos, mientras que a Andrew parecían apasionarle los daños colaterales. Había pasado tres años en un correccional de menores y evitado un segundo internamiento por los pelos.

También era la única persona que había rechazado a los primeros de la liga, la Universidad Edgar Allan. Kevin y Riko en persona habían organizado una reunión para darle la bienvenida al equipo, pero Andrew se negó y en su lugar se unió al último equipo del campeonato: los Zorros. Nunca había dado explicaciones, aunque todo el mundo asumía que lo había hecho porque Wymack estaba dispuesto a fichar también a su familia. Aaron, el gemelo de Andrew, y Nicholas Hemmick, su primo, se unieron al equipo el mismo año. Fuera cual fuera la razón, era a Andrew a quien la gente culpaba por el reciente traslado de Kevin.

Kevin jugaba para los Cuervos de Edgar Allan hasta que se rompió la mano dominante en un accidente de esquí el diciembre anterior. Una lesión como esa le había costado su beca universitaria, pero debería haberse recuperado allí donde tenía el apoyo de sus antiguos compañeros de equipo. En su lugar, se mudó a Palmetto para convertirse en una especie de entrenador asistente de Wymack. Hacía tres semanas le habían fichado de forma oficial para jugar en el equipo al año siguiente.

Lo único que un equipo lamentable como los Zorros podía ofrecerle a Kevin era el mismo portero que le había rechazado. Neil se había pasado la primavera averiguando todo lo que podía sobre Andrew, intentando entender al hombre que había captado la atención de Kevin. Encontrarse cara a cara con él era tan desconcertante como doloroso.

Andrew sonrió a Neil desde arriba y se llevó dos dedos a la sien en una especie de saludo militar.

—Más suerte la próxima vez.

—Que te den —dijo Neil—. ¿A quién le has robado la raqueta?

—La he tomado prestada. —Andrew se la tiró—. Aquí tienes.

—Neil —dijo Hernández, agarrándole el brazo para ayudarle a levantarse—. Dios santo, ¿estás bien?

—Los modales de Andrew están un poco oxidados —se disculpó Wymack.

Rodeó a Neil para colocarse entre él y Andrew. Este comprendió aquella advertencia silenciosa. Alzó las manos, encogiéndose de hombros exageradamente, y se apartó. Wymack le observó alejarse un poco antes de inspeccionar a Neil.

—¿Te ha roto algo?

Neil se tocó las costillas con cuidado e inspiró, sintiendo cómo los músculos protestaban. Se había roto suficientes huesos en la vida como para saber que aquella vez había tenido suerte.

—Estoy bien. Entrenador, me voy. Deje que me marche.

—No hemos terminado —dijo Wymack.

—Entrenador Wymack… —empezó a decir Hernández.

—Denos un minuto —le interrumpió este.

La mirada de Hernández volvió a Neil antes de soltarlo.

—Estaré ahí fuera.

Neil oyó cómo sus pasos se alejaban. La puerta se desencajó de una patada con un ruido metálico y se cerró en medio de un crujido agonizante. Esperó al clic que indicaba que estaba cerrada del todo antes de hablar.

—Ya le he dado una respuesta. No jugaré para usted.

—Todavía no has escuchado la oferta completa —dijo Wymack—. Ya que he pagado tres billetes de avión para venir hasta aquí, lo mínimo que puedes hacer es dedicarme cinco minutos, ¿no te parece?

La sangre se drenó de su rostro tan rápido que el mundo pareció ladearse. Se tambaleó ligeramente hacia atrás, retrocediendo en busca de aire y de su equilibrio. La bolsa de deporte le rebotó en la cadera y apretó una mano alrededor del asa. Necesitaba algo a lo que aferrarse.

—No le habrá traído.

—¿Hay algún problema con eso? —Wymack le observó con detenimiento.

No podía contarle la verdad.

—No soy lo bastante bueno para jugar en la misma cancha que un campeón —dijo en su lugar.

—Eso es cierto, pero irrelevante —dijo una voz nueva, y a Neil se le cortó la respiración.

Sabía que no debía girarse, pero ya se estaba dando la vuelta.

Aunque debería haberlo imaginado cuando vio a Andrew, no había querido creerlo. Un portero no tenía ningún motivo para conocer a un posible delantero. Andrew solamente estaba allí porque Kevin Day no iba a ninguna parte solo.

Kevin estaba sentado sobre el mueble junto a la pared del fondo. Había apartado la televisión hacia un lado para tener más espacio y estaba rodeado de papeles. Había visto todo el espectáculo y, por la expresión fría de su rostro, no le impresionaba la reacción de Neil.

Hacía años que no estaba en la misma habitación que Kevin, años desde que habían visto al padre de Neil cortar a un hombre en pedazos sanguinolentos entre alaridos de dolor. Neil conocía el rostro de Kevin tan bien como el suyo propio como consecuencia de haberle visto crecer bajo la atención mediática, a miles de kilómetros de distancia. Estaba totalmente cambiado. Estaba completamente igual. Desde el pelo oscuro a los ojos verdes y el número dos tatuado en el pómulo izquierdo. Neil sintió náuseas al ver el número.

Kevin ya había tenido aquel «dos» años atrás, pero había sido demasiado joven como para tatuárselo de manera permanente. En su lugar, su hermano adoptivo, Riko Moriyama, y él se dibujaban los números uno y dos en la cara con rotulador, y los repasaban cada vez que empezaban a borrarse. En aquel momento Neil no lo había comprendido, pero Kevin y Riko estaban apuntando alto. Le juraron que iban a ser famosos.

Tenían razón. Estaban en equipos profesionales y jugaban para los Cuervos. El año pasado los habían seleccionado para el equipo nacional, la Cancha de EE. UU. Ellos eran campeones y Neil no era más que un enredo de mentiras y callejones sin salida.

Sabía que era imposible que Kevin le reconociera. Había pasado demasiado tiempo; habían crecido con un mundo entero de por medio. Además, Neil había cambiado aún más su apariencia con un tinte de pelo oscuro y unas lentillas marrones. Pero ¿qué otra razón podía haber para que Kevin Day le estuviera buscando? Ninguna universidad de primera división se rebajaría tanto, ni siquiera los Zorros. El expediente de Neil indicaba que solo había empezado a jugar al exy hacía un año. Durante el curso había tomado la precaución de actuar como si no tuviera ni idea de nada, yendo de un lado a otro cargado de manuales y libros para principiantes durante todo el otoño. Al principio le había resultado fácil fingir, ya que hacía ocho años que no tomaba una raqueta. El hecho de que ahora jugara en una posición diferente a la que había tenido en las ligas infantiles era útil, ya que se vio obligado a aprender a jugar desde una perspectiva totalmente nueva. Su curva de aprendizaje era envidiable e inexorable, pero había hecho todo lo posible por no destacar.

¿Se le había escapado algo? ¿Fue demasiado obvio que tenía experiencia previa que no había mencionado? ¿Cómo había podido llamar la atención de Kevin a pesar de sus intentos por permanecer escondido? Si había sido tan fácil para Kevin, ¿qué clase de señal luminosa estaba mandando a los secuaces de su padre?

—¿Qué haces aquí? —preguntó entre labios entumecidos.

—¿Por qué te marchas? —preguntó Kevin.

—Yo he preguntado primero.

—El entrenador ya te ha contestado a esa pregunta —respondió Kevin con un ligero tono de impaciencia—. Estamos esperando a que firmes el contrato. Deja ya de hacernos perder el tiempo.

—No —dijo Neil—. Hay miles de delanteros que matarían por jugar contigo. ¿Por qué no vas a darles la lata a ellos?

—Hemos visto sus expedientes —intervino Wymack—. Te hemos elegido a ti.

—No jugaré con Kevin.

—Lo harás —dijo este.

—Igual no te ha entrado todavía en la cabeza, pero no nos vamos a marchar hasta que digas que sí. —Wymack se encogió de hombros—. Kevin dice que tenemos que ficharte y tiene razón.

—Deberíamos haber tirado la carta de tu entrenador en cuanto la abrimos —dijo Kevin—. Tu expediente es lamentable y no quiero tener a alguien tan inexperto como tú en nuestra cancha. Va en contra de todo lo que estamos intentando hacer con los Zorros este año. Por suerte para ti, tu entrenador fue lo bastante listo como para no enviarnos tus estadísticas. En su lugar, nos envió una cinta para que pudiéramos verte jugar. Lo haces como si te lo jugaras todo sobre la cancha.

Inexperto.

Si Kevin se acordara de él habría sabido que aquel expediente no era más que una mentira. Sabría que Neil había jugado en la liga infantil. Recordaría el entrenamiento interrumpido por el asesinato de aquel hombre.

—Así que es eso —susurró Neil en voz baja.

—Ese es el único tipo de delantero con el que merece la pena jugar.

Neil sintió cómo el alivio le retorcía el estómago. Kevin no le había reconocido y todo aquello no era más que una horrible coincidencia. Puede que fuera el universo mostrándole lo que ocurría si se quedaba en un mismo sitio durante demasiado tiempo. La próxima vez podría no ser Kevin. La próxima vez podría ser su padre.

—Lo cierto es que nos viene bien que estés en mitad de la nada —dijo Wymack—. Nadie sabe que estamos aquí, aparte del equipo y del consejo escolar. No queremos que todo el mundo te vea en las noticias este verano. Tenemos muchas cosas que hacer ahora mismo y no queremos meterte en todo ese lío hasta que estés instalado en el campus y a salvo. Hay una cláusula de confidencialidad en tu contrato que indica que no puedes decirle a nadie que has firmado con nosotros hasta el inicio de temporada en agosto.

Neil miró a Kevin de nuevo, examinando su rostro en busca de su verdadero nombre.

—No es una buena idea.

—Tu opinión ha sido anotada e ignorada —dijo Wymack—. ¿Algo más? ¿O te vas a poner a firmar de una vez?

La opción más inteligente era salir pitando de allí. Incluso si Kevin no sabía quién era, todo aquello era muy mala idea. Los Zorros estaban en las noticias cada dos por tres, más aún desde que Kevin se había unido a ellos. Neil no debería someterse a ese tipo de escrutinio. Debería hacer pedacitos el contrato y marcharse.

Marcharse significaba vivir, pero para Neil vivir significaba tan solo sobrevivir, nada más. Significaba nombres nuevos y lugares nuevos y nunca mirar atrás. Significaba hacer la maleta y ponerse en marcha cada vez que empezaba a sentirse a gusto en un sitio. Y aquel último año, sin su madre a su lado, significaba estar completamente solo, a la deriva. No sabía si estaba preparado para aquello.

Tampoco sabía si estaba preparado para volver a renunciar al exy. Era lo único que le hacía sentir que era alguien real. El contrato de Wymack significaba tener permiso para seguir jugando y una oportunidad de fingir ser normal durante un poco más. Wymack había dicho que el contrato era de cinco años, pero Neil no tenía por qué quedarse hasta el final. Podía echar a correr cuando le apeteciera, ¿no?

Volvió a observar a Kevin. No parecía saber quién era, pero quizás una parte de él aún recordaba al chico que había conocido hacía años. El pasado de Neil estaba encerrado en los recuerdos de Kevin. Era la prueba de que existía, al igual que el deporte que ambos practicaban. Kevin era la prueba de que Neil existía. Quizás era también el mejor indicador de cuándo debía marcharse de nuevo. Si vivía, entrenaba y jugaba con Kevin, sabría cuándo empezaba a sospechar. En cuanto empezara a hacer preguntas o a mirarle raro, se largaría.

—¿Y bien? —preguntó Wymack.

Su instinto de supervivencia se rebeló y se retorció sumiéndole en un pánico debilitante.

—Tengo que hablar con mi madre —dijo Neil, por decir algo.

—¿Por qué? —preguntó Wymack—. Eres mayor de edad, ¿no? En tu expediente pone que tienes diecinueve.

Neil tenía dieciocho, pero no iba a llevarle la contraria a su documentación falsa.

—Aun así, tengo que consultárselo.

—Seguro que se alegra por ti.

—Puede ser —aceptó Neil en un susurro, pero sabía que estaba mintiendo. Si su madre supiera que se lo estaba pensando siquiera, se habría puesto hecha una furia. Probablemente era bueno que nunca fuera a saberlo, aunque Neil sospechaba que las cosas «buenas» no provocaban la sensación de recibir una puñalada en el pecho—. Hablaré con ella esta noche.

—Si quieres te acercamos a casa.

—No hace falta. Estoy bien.

Wymack se volvió hacia sus Zorros.

—Esperadme en el coche.

Kevin recogió sus papeles y se bajó del mueble. Andrew lo esperó antes de salir del vestuario. Wymack aguardó a que se hubieran ido antes de volverse hacia Neil con una mirada seria.

—¿Necesitas que hablemos nosotros con tus padres?

—No, estoy bien —repitió Neil.

Wymack planteó la siguiente pregunta sin ningún intento de sutileza:

—¿Son ellos los que te están haciendo daño?

Neil se lo quedó mirando, sin palabras. La pregunta estaba fuera de lugar a tantos niveles que era imposible escoger por dónde empezar a responderla. Wymack pareció darse cuenta de ello, porque insistió antes de que Neil pudiera decir algo.

—Déjame volver a empezar. Te lo pregunto porque el entrenador Hernández cree que estás pasando la noche aquí varias veces por semana. Cree que ocurre algo porque te niegas a cambiarte con los demás y no dejas que nadie conozca a tus padres. Por eso me mandó tu expediente; pensó que encajarías en el perfil. Ya sabes lo que quiero decir con eso, ¿verdad? Sabes el tipo de personas que busco. «No sé si encajará», me dijo, «pero sé que no ando del todo desencaminado». Sea lo que sea, el vestuario va a estar cerrado una vez acabe el curso. No vas a poder quedarte aquí en verano. Si tus padres son un problema para ti, te trasladaremos a Carolina del Sur antes.

—¿Qué? —se sorprendió Neil.

—El grupo de Andrew se queda allí durante las vacaciones de verano —explicó Wymack—. Se quedan en casa de Abby, la enfermera del equipo. Su casa está llena, pero tú podrías quedarte conmigo hasta que abran la residencia en junio. Mi piso no está pensado para dos personas, pero tengo un sofá que es un poquito más blando que una roca.

»Les diremos a todos que te hemos traído para someterte a un entrenamiento condicional. Lo más probable es que la mitad se lo crean. A los demás no los engañaremos tan fácilmente, pero no importa. Los Zorros son Zorros por un motivo y saben que no te ficharíamos si no encajaras. Pero eso no quiere decir que conozcan todos los detalles. Yo no voy a hacer preguntas porque no es asunto mío y, desde luego, no les voy a contar nada a ellos.

—¿Por qué? —consiguió decir Neil, tras dos intentos.

El entrenador Wymack se quedó en silencio durante un momento.—¿Crees que monté este equipo como lo hice porque pensé que sería una buena estrategia publicitaria? Lo hice para dar segundas oportunidades, Neil. Segundas, terceras, cuartas, las que sean. Siempre que tengas una más de las que te ha dado el resto.

Neil había oído a varias personas referirse a Wymack como un idiota idealista, pero era difícil escucharle hablar y no creer que era sincero. Se sentía dividido entre la incredulidad y el desdén. No entendía por qué Wymack se arriesgaba de aquella manera a que le decepcionaran una y otra vez. Él hubiera dado a los Zorros por perdidos hacía años.

Wymack le dio un segundo para pensar antes de volver a preguntarle.

—¿Tus padres van a ser un problema?

Era demasiado arriesgado, pero también demasiado tentador. Le dolió asentir, pero más le dolió ver la mirada cansada que se instaló en los ojos de Wymack. No era la lástima que creía ver de vez en cuando en Hernández, sino algo familiar que le decía que Wymack comprendía lo que implicaba ser Neil. Que sabía lo que era tener que luchar por levantarse y seguir adelante cada día. Dudaba que pudiera entenderle de verdad, pero incluso aquel pequeño indicio de comprensión ya era más de lo que había recibido en toda su vida. Tuvo que apartar la mirada.

—Tu graduación es el once de mayo, según me ha dicho tu entrenador —dijo Wymack, por fin—. Mandaremos a alguien a recogerte al aeropuerto Upstate Regional el viernes día doce.

Neil estuvo a punto de decir que todavía no había accedido a nada, pero las palabras se le quedaron en la garganta conforme se dio cuenta de que sí iba a aceptar.

—Quédate el contrato esta noche —ofreció Wymack y volvió a empujar la carpeta hacia Neil. Esta vez la aceptó—. Tu entrenador puede mandarme la copia firmada el lunes. Bienvenido al equipo.

Un «gracias» parecía lo más apropiado, pero Neil no fue capaz de decirlo. Mantuvo la mirada fija en el suelo. Wymack no aguardó una respuesta durante mucho tiempo antes de ir a buscar a Hernández.

La puerta trasera se cerró tras él con un portazo, y Neil se desmoronó. Corrió hacia el baño y llegó justo a tiempo para vomitar bilis en el retrete.

Podía imaginarse la ira de su madre si supiera lo que estaba haciendo. Recordaba perfectamente los tirones de pelo. Todos esos años haciendo lo posible por no detenerse y permanecer ocultos, y él iba a destrozar lo que habían conseguido con tanto esfuerzo. Sabía que nunca se lo perdonaría y ese pensamiento no alivió la sensación que se apoderaba de su estómago.

—Lo siento —jadeó mientras tosía—. Lo siento. Lo siento.

Caminó hasta el lavabo, trastabillando, para aclararse la boca y se quedó observando su reflejo en el espejo que había colgado encima. Con el pelo negro y los ojos marrones, su aspecto era corriente y ordinario: nadie repararía en él en una multitud, nadie le recordaría. Eso era lo que quería, pero se preguntaba si su fachada iba a aguantar ante las cámaras de los periodistas. Torció el gesto ante su imagen y se acercó al espejo, tirándose de algunos mechones de pelo para comprobar el color de la raíz. Estaba lo bastante oscura como para permitirle relajarse y volver a echarse hacia atrás.

—La universidad —susurró. Sonaba a sueño; sabía a perdición.

Abrió la bolsa de deporte lo suficiente como para meter los papeles de Wymack. Cuando regresó al vestuario, los dos entrenadores lo estaban esperando. Neil no dijo nada, pero pasó por su lado de camino a la salida.

Andrew abrió la puerta trasera del todoterreno de Wymack cuando Neil pasó junto a él y le dedicó una sonrisa satisfecha y burlona.

—¿Demasiado bueno para jugar con nosotros y demasiado bueno para ir en coche con nosotros?

Neil le dedicó una mirada fría y aceleró el paso hasta ponerse a trotar. Para cuando llegó al límite del aparcamiento, estaba corriendo. Dejó atrás el estadio y a los Zorros y las promesas que eran demasiado buenas para ser ciertas, pero el contrato aún sin firmar le pesaba en la bolsa como un ancla alrededor del cuello.

CAPÍTULO DOS

Hacía tiempo que Neil había perdido la cuenta de los aeropuertos en los que había estado. Fuera cual fuera el número, seguramente desorbitado, nunca había llegado a sentirse cómodo en ellos. Había demasiada gente de la que estar pendiente y volar con pasaportes falsos siempre suponía un riesgo. Tras la muerte de su madre, había heredado los contactos de esta. Sabía que el producto era de calidad, pero el corazón se le aceleraba cada vez que alguien le pedía ver sus papeles.

Nunca había pasado por el Sky Harbor o el Upstate Regional, pero la actividad frenética le resultaba familiar. Se quedó junto a la puerta de embarque en Upstate durante casi un minuto después de que todos los demás pasajeros de su vuelo hubieran salido corriendo hacia la zona de llegadas o hacia sus conexiones. La multitud a su alrededor parecía estar compuesta de los viajeros habituales: turistas, hombres de negocios y estudiantes de vuelta a casa tras terminar el semestre. No esperaba reconocer a nadie, ya que nunca antes había estado en Carolina del Sur, pero nunca estaba de más asegurarse.

Al fin, siguió las indicaciones de los carteles a lo largo de un pasillo y subiendo unas escaleras hasta la zona de llegadas. Al ser viernes por la tarde había una aglomeración razonable en el vestíbulo, pero, aun así, localizar al chófer que el entrenador Wymack le había prometido fue más fácil de lo que esperaba.

Fue el peso de la mirada fija de su compañero de equipo lo que le permitió encontrarlo casi de inmediato. Era uno de los gemelos. A juzgar por la serenidad de su rostro, Neil apostaría a que no se trataba de Andrew. A Aaron Minyard se le conocía habitualmente como «el normal» de los dos, aunque a aquella afirmación a menudo le seguía un debate sobre si era posible que estuviera cuerdo teniendo en cuenta que compartía genes con Andrew.

Neil atravesó la sala hasta él. En la alineación de los Dingos de Millport, Neil había sido el jugador más bajo, pero a Aaron le sacaba casi ocho centímetros. Tampoco lo ayudaba a parecer más alto que vistiera todo de negro y Neil se preguntó cómo podía soportar llevar manga larga en mayo. Le daba calor con solo verlo.

—Neil —dijo Aaron a modo de saludo y señaló con el dedo—. Equipaje.

—Esto es todo. —Tocó el asa de la bolsa que llevaba colgada al hombro. Era lo bastante pequeña como para ser equipaje de mano y lo bastante grande como para contener todas sus pertenencias.

Aaron lo aceptó sin decir nada y echó a andar. Neil lo siguió a través de las puertas de cristal hasta una húmeda tarde de verano. Había una pequeña multitud en el paso de peatones, aguardando el semáforo, pero Aaron se abrió paso entre ellos hasta la carretera. Los frenos de un taxi chirriaron cuando se detuvo en seco a apenas unos centímetros del cuerpo diminuto de Aaron. Este ni siquiera pareció reparar en ello, más interesado en encender un cigarro y ponérselo entre los labios. Hizo aún menos caso a los improperios del conductor. Neil le dedicó un gesto de disculpa al taxista y se apresuró a alcanzarlo.

Un elegante coche negro estaba estacionado en la sexta fila del aparcamiento de corta estancia. Neil no sabía mucho de coches, pero sabía reconocer el lujo cuando lo veía. Por un segundo, pensó que debía de haber un coche más pequeño escondido detrás de aquel, pero Aaron lo abrió con un botón de su llavero.

—La bolsa al maletero —dijo mientras abría la puerta del conductor. Se sentó de lado a fumarse el cigarro.

Neil, obediente, metió la bolsa en el maletero antes de colocarse en el asiento del copiloto. Aaron no se movió hasta haber consumido la mitad del cigarro. Tiró la colilla al asfalto a sus pies y cerró la puerta. El giro de la llave en el contacto encendió el murmullo del motor y le dedicó otra mirada de reojo a Neil. El espectro de una sonrisa le tiró de la comisura de la boca, pero era una expresión definitivamente hostil.

—Neil Josten —dijo, de nuevo, como si estuviera comprobando cómo sonaba—. Así que has venido a pasar el verano, ¿eh?

—Sí.

Aaron subió el aire acondicionado a tope y puso la marcha atrás.

—Pues ya somos cinco, pero dicen por ahí que tú te vas a quedar con el entrenador.

El entrenador Wymack le había advertido de que los primos (Andrew, Aaron y Nicholas) estarían allí, pero seguían sin salirle las cuentas. Neil sabía quién tenía que ser la quinta persona. No quería creerlo, a pesar de que debía haberlo imaginado. Kevin había estado pegado a Andrew desde su traslado. Aun así, tenía que asegurarse.

—¿Kevin se queda en el campus?

—Donde esté la cancha, allí está Kevin. No es capaz de existir sin ella —se burló Aaron.

—No creía que la cancha fuera la razón de Kevin para quedarse —dijo Neil.

Aaron no respondió. El camino hasta la salida del aparcamiento era corto, y tenía el dinero preparado para la mujer de la cabina. En cuanto la barra se elevó para dejarlos pasar, pisó a fondo el acelerador. Alguien hizo sonar un claxon a modo de advertencia al meterse de golpe en mitad del tráfico y Neil se apretó discretamente el cinturón. Aaron no pareció darse cuenta o le dio igual. Una vez en la carretera, miró de reojo a Neil.

—Me han dicho que no congeniaste mucho con Kevin el mes pasado.

—Nadie me advirtió de que estaría allí —respondió Neil, observando el paisaje por la ventana—. Podrás perdonarme por no reaccionar bien.

—O podría no hacerlo. Yo no creo en el perdón y no fue a mí a quien ofendiste. Es la segunda vez que un fichaje le manda a la mierda. Si fuera posible mellar esa arrogancia suya, su orgullo estaría hecho trizas. En vez de eso, ha perdido la fe en la inteligencia de los atletas de instituto.

—Estoy seguro de que Andrew tenía sus motivos para rechazarlo, igual que yo.

—Dijiste que no eras lo bastante bueno y, sin embargo, aquí estás. ¿Crees que un verano de entrenamientos cambia eso?

—No —dijo Neil—. No fui capaz de rechazarlo.

—El entrenador siempre sabe qué decir, ¿eh? Pero eso solo nos complica las cosas a los demás. Ni siquiera el Millport debería haberse arriesgado fichándote.

Neil se encogió de hombros.

—El Millport es demasiado pequeño como para preocuparse por la experiencia. Yo no tenía nada que perder presentándome a las pruebas y ellos no ganaban nada rechazándome. Supongo que fue cuestión de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado.

—¿Crees en el destino?

Neil oyó el ligero desprecio en la voz del otro.

—No. ¿Tú?

—En la suerte, entonces —dijo Aaron, ignorando la pregunta.

—Solo en la mala.

—Obviamente, nos halaga mucho que nos tengas en tan alta estima.

Aaron giró el volante, cambiando de un carril a otro sin molestarse en observar el tráfico a su alrededor. Un coro de cláxones estalló tras ellos. Neil contempló en el espejo retrovisor cómo los coches se desviaban bruscamente para evitar chocar con ellos.

—Este coche es demasiado caro como para estrellarlo —señaló.

—No le tengas tanto miedo a morir —dijo Aaron, mientras el coche continuaba deslizándose por la calzada de cuatro carriles hacia la siguiente salida—. Si no, tu sitio no está en nuestra cancha.

—Hablamos de un deporte, no de un duelo a muerte.

—Lo mismo da —dijo Aaron—. Ahora juegas en primera al lado de Kevin. La gente siempre está dispuesta a dejarse la piel por él. Supongo que has visto las noticias.

—Lo he visto.

Aaron chasqueó los dedos como si acabara de darle la razón. Neil no podía decir que estuviera equivocado, así que lo dejó pasar.

Kevin Day y su hermano adoptivo, Riko Moriyama, eran aclamados como los hijos del exy. La madre de Kevin, Kayleigh Day, y el tío de Riko, Tetsuji Moriyama, crearon el deporte hacía más o menos treinta años mientras Kayleigh estaba estudiando en Japón, en Fukui. Lo que empezó como un experimento se extendió por el campus hasta formar equipos callejeros locales y después a través del océano hasta el resto del mundo.

Kayleigh lo llevó consigo de vuelta a Irlanda tras terminar la carrera y los Estados Unidos lo descubrieron poco después.

A Kevin y a Riko los criaron rodeados de exy. Aun cuando el gigantesco estadio de Edgar Allan, el Castillo Evermore (el primer estadio de exy de la NCAA en Estados Unidos), no era más que unos dibujos en un plano, Kevin y Riko ya tenían raquetas hechas a medida. Tras el accidente mortal de Kayleigh, Tetsuji acogió a Kevin, pero el nuevo entrenador de los Cuervos no tenía tiempo para criar niños. En vez de eso, Riko y Kevin pasaron su infancia en Evermore con los Cuervos y la gente los consideraba las mascotas no oficiales del equipo. Cuando no estaban entrenando bajo las órdenes de Tetsuji, entrenaban con el equipo, y una serie de tutores acudían al estadio para que no tuvieran que ir al colegio.

Kevin y Riko crecieron frente a las cámaras, pero siempre en el contexto del exy y siempre juntos. Hasta el traslado de Kevin a la Estatal de Palmetto, nunca los habían visto en habitaciones separadas. Aquella infancia poco convencional hizo que muchos se preocuparan por su bienestar psicológico, pero también alimentó una obsesión feroz por la pareja. Riko y Kevin eran el rostro de los Cuervos. Para muchos, eran el futuro del exy.

El diciembre pasado, ambos desaparecieron de la esfera pública durante semanas. Cuando el campeonato de primavera comenzó en enero, ninguno de los dos formaba parte de la alineación inicial del equipo. No fue hasta finales de ese mismo mes cuando Tetsuji Moriyama aclaró el asunto en una rueda de prensa y la noticia resultó en un duro golpe para los aficionados al exy de todas partes: Kevin Day se había roto la mano dominante esquiando. Según Tetsuji, tanto Kevin como Riko estaban tan desolados que no podían enfrentarse aún a los Cuervos o a sus afligidos fans.

Al día siguiente, el entrenador Wymack comunicó a la prensa que Kevin se estaba recuperando en Carolina del Sur. Saber que Kevin jamás volvería a jugar había sido un golpe duro; descubrir que había abandonado los Cuervos fue aún peor para sus fanáticos más obsesivos. Si tenía que verse relegado a la banda como asistente del entrenador, al menos debería poner su prestigio y sus conocimientos al servicio del equipo que había sido su hogar. Los aficionados se ofendieron en nombre de su equipo, pero la mayoría supuso que volvería a este en cuanto terminara de curarse. En su lugar, Kevin Day fichó con los Zorros en marzo y no como entrenador, sino como delantero.

Sus fans pasaron de sentirse desolados a traicionados. La Estatal de Palmetto había tenido que soportar lo peor de aquella furia desde entonces. La universidad y el estadio habían sufrido actos vandálicos más de una docena de veces y en el campus habían estallado un sinfín de peleas. La cosa solo podía empeorar cuando empezara la temporada y la gente viera a Kevin vestir los colores de los Zorros. A Neil no le hacía mucha ilusión meterse en medio de aquel follón.

El bloque de apartamentos donde vivía Wymack estaba a veinte minutos en coche del aeropuerto. El aparcamiento estaba prácticamente vacío, al ser un día entre semana por la tarde, pero había tres personas esperando en la acera. Aaron fue el primero en bajarse del coche y se hizo con las llaves que había en la parte trasera. Neil oyó el sonido de varias cerraduras mientras se bajaba del coche. Aaron fue al encuentro de los demás junto al bordillo mientras él recuperaba su bolsa del maletero. Se la colgó al hombro, relajándose un poco al sentir su peso, tan familiar, y cerró el maletero. Cuando levantó la vista, se había convertido en el centro de atención.

Los gemelos estaban a ambos lados de Kevin, vestidos exactamente igual, pero fáciles de distinguir por la expresión en sus rostros. Aaron tenía un aspecto aburrido ahora que había cumplido con su función trayendo a Neil hasta allí. Andrew sonreía, pero Neil era consciente de que su alegría no quería decir que pensara ser amable. También había sonreído mientras le estampaba una raqueta contra el abdomen.

Nicholas Hemmick era el único que parecía alegrarse de verdad de ver a Neil y dio un paso hacia él al verle llegar. Neil agradeció la distracción, ya que así evitaba tener que mirar a Kevin, y aceptó la mano que le tendía Nicholas de buena gana.

—Ey —dijo este, usando la mano que agarraba la de Neil para tirar de él hacia el bordillo—. Bienvenido a Carolina del Sur. ¿Qué tal el vuelo?

—Bien —dijo Neil.

—Yo soy Nicky. —Le dio un último apretón con la mano antes de soltársela—. Soy el primo de Andrew y Aaron, y un defensa extraordinario.

Neil miró a Nicky y a los gemelos, y de nuevo a Nicky. Mientras que los gemelos eran claros, él era oscuro, con el pelo negro azabache, los ojos marrón oscuro y la piel dos tonos demasiado oscura como para tratarse de un bronceado. Además, les sacaba casi treinta centímetros.

—¿Primos de sangre?

—Cualquiera lo diría, ¿no? —rio Nicky—. Yo he salido a mi madre. Mi padre la «rescató» en México durante uno de esos pomposos viajes de misionero. —Puso los ojos en blanco en un gesto exagerado y señaló al resto con el pulgar—. A estos ya los conoces, ¿no? Aaron, Andrew y Kevin. Se suponía que el entrenador estaría aquí para abrirte la puerta, pero ha tenido que acercarse un momento al estadio. Los del CRRE le han llamado, seguro que para darle la tabarra otra vez porque aún no hemos anunciado a nuestro sustituto. Por el momento tendrás que conformarte con nosotros, pero tenemos sus llaves. ¿Las maletas están en el maletero?

—Esto es todo —dijo Neil.

Nicky alzó una ceja y se giró hacia los demás.

—Viaja ligero. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo, pero soy un materialista de la hostia.

—Materialista es decir poco —dijo Aaron.

Nicky esbozó una gran sonrisa y agarró a Neil del hombro para obligarlo a avanzar por delante del resto hacia la puerta principal.

—Aquí es donde vive el entrenador —dijo, a pesar de que resultaba obvio—. Él se lleva toda la pasta, así que puede permitirse vivir en un sitio como este mientras los demás dormimos en un sofá.

—Tenéis un coche bastante caro para alguien que se considera pobre —dijo Neil.

—Por eso somos pobres —replicó con aspereza.

—La madre de Aaron nos lo compró con el dinero de su seguro de vida —explicó Andrew—. No es ninguna sorpresa que tuviera que morir para servir de algo.

—No te pases —dijo Nicky, aunque estaba mirando a Aaron al hablar.

—Que no me pase. —Andrew alzó los brazos en un gesto de indiferencia—. ¿Qué importa? Es un mundo cruel, ¿verdad, Neil? Si no lo fuera, tú no estarías aquí.

—No es el mundo el que es cruel —dijo Neil—. Es la gente que lo habita.

—Ah, muy cierto.

Subieron en el ascensor hasta la séptima planta en silencio. Neil contempló los números pasar sobre la puerta para evitar mirar el reflejo de Kevin. La incomodidad de estar tan lejos del suelo casi era suficiente para distraerle. Prefería quedarse en los niveles inferiores para poder escapar fácilmente si lo necesitaba. Aquí saltar por la ventana quedaba descartado del todo. Se dijo a sí mismo que tenía que encontrar todas las salidas de incendios más adelante.

El apartamento de Wymack era el número 724. Se reunieron alrededor de la puerta mientras Aaron se sacaba las llaves del bolsillo. Le costó dos intentos recordar cuál había probado ya. Neil no reparó en cuándo encontró la llave correcta y abrió la puerta, demasiado ocupado observando los bolsillos de Aaron. No estaban lo bastante abultados como para contener un paquete de tabaco, pero Neil había visto cómo se lo guardaba ahí antes de cruzar la calle en el aeropuerto.

—Ya hemos llegado, Neil —dijo Nicky, y Neil se obligó a sí mismo a alzar la mirada hacia la puerta abierta. Nicky hizo un gesto para que pasara primero—. Hogar, dulce hogar. Si es que se puede llamar «dulce» a algo que tenga que ver con el entrenador.

Neil había sabido desde abril que se iba a quedar en el sofá del entrenador Wymack durante un par de semanas. Tras su visita, supo que sería una situación incómoda. Aun así, no estaba preparado para la manera en la que el estómago le dio un vuelco en aquel momento. Había estado solo desde la muerte de su madre y el último hombre con el que había vivido había sido su padre. ¿Cómo iba a ser capaz de dejar que Wymack echara la llave cada noche estando ambos bajo el mismo techo? Iba a resultarle imposible dormir en aquel lugar; cada vez que Wymack respirara, Neil se despertaría preguntándose quién le estaba persiguiendo. Quizás debería echarse atrás y conseguir una habitación de hotel, pero ¿cómo iba a explicárselo a Wymack? ¿Tendría que explicarse acaso? Wymack pensaba que los padres de Neil abusaban de él, era posible que comprendiera su reticencia.

No había anticipado congelarse así y su vacilación duró demasiado. Captó la mirada que Nicky le lanzó a Aaron, llena de curiosidad y confusión, y supo que había cometido un error. Aun así, no fue hasta que Andrew se acercó para comprobar a qué se debía la demora que Neil fue capaz de volver a moverse. Andrew sonreía, pero su mirada pálida estaba cargada de intensidad. Sus ojos se encontraron durante un instante y Neil supo que era peor quedarse allí fuera con ellos que cruzar el umbral. Ya se las apañaría, pero no en aquel momento, no con Andrew y Kevin como testigos.

Neil traspasó el umbral y se adentró en el pasillo. La primera puerta daba paso al salón, donde él dormiría. El sofá que había mencionado Wymack estaba despejado e incluso tenía una nota encima indicando que había mantas en el cajón de la mesita. Era la única superficie limpia de la sala. Todas las demás estaban cubiertas de documentos y tazas de café vacías. También había un exceso malsano de ceniceros llenos a rebosar.

Neil había cruzado ya medio salón para asomarse a la ventana cuando Nicky habló a sus espaldas.

—¿Qué ha sido eso?

A Neil se le congeló la sangre en las venas. No por lo que había dicho Nicky, sino por el idioma en el que lo había dicho. El alemán era el segundo idioma de Neil gracias a los tres años que había pasado en Austria, Alemania y Suiza. Recordaba su paso por Europa más de lo que le habría gustado; la mayor parte del tiempo que pasaron allí había sido un desastre gélido. Sabía que el sabor a sangre que le invadió la boca solo existía en su imaginación, pero era tan fuerte que amenazaba con asfixiarlo. El latido de su corazón le retumbaba en cada centímetro de la piel, tan acelerado que empezó a temblar de pies a cabeza.

¿Cómo sabían que hablaba alemán?

Consideró echar a correr, pero entonces Aaron respondió y Neil, con un ataque de náuseas, se dio cuenta de que Nicky no le estaba hablando a él. No, estaban hablando de él, suponiendo que él no los entendía. Se obligó a sí mismo a completar el camino hasta la ventana. Apartó las cortinas y posó la mano contra el cristal. Necesitaba algo en lo que apoyarse mientras su corazón se esforzaba por recuperar un ritmo normal.

—Puede que estuviera saboreando el momento —dijo Aaron.

—No —respondió Nicky—. Eso ha sido puro pánico. ¿Qué demonios le has dicho, Andrew?

Neil se giró hacia ellos. Nicky no estaba mirando a Andrew, quizás porque ya sabía que no iba a conseguir una respuesta, sino observándole a él al otro lado de la sala. Al volverse Neil, Nicky esbozó una sonrisa radiante y cambió de idioma de nuevo.

—¿Qué te parecería una visita guiada?

Neil se planteó decir algo, pero ya había revelado demasiado.

—Vale.

No había mucho que ver. Un baño y una cocina situados uno frente a otro y los dormitorios al final del pasillo. Wymack había transformado el segundo dormitorio en un despacho. Las paredes de este último contrastaban con la desnudez de las del salón; estaban forradas con artículos de periódico, fotos del equipo, calendarios viejos y certificados varios. Había dos estanterías contra la pared: una llena de libros sobre exy y otra de una mezcla de todo, desde guías de viaje hasta literatura clásica. El escritorio de Wymack estaba enterrado bajo una montaña de papeleo hasta tal punto que no se podía ver ni un centímetro de madera, con el expediente de Neil encima de todo lo demás. Sobre una de las esquinas, a modo de pisapapeles, había un bote de pastillas. Nicky lo agarró con un grito triunfal y desenroscó la tapa.

—Eso no te pertenece —dijo Neil.

—Analgésicos —dijo Nicky, ignorando la acusación implícita—