La madriguera dorada - Catalin Partenie - E-Book

La madriguera dorada E-Book

Catalin Partenie

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Beschreibung

Amor, revolución y rock 'n' roll. En pleno declive del régimen de Ceausescu, tres jóvenes rebeldes se reúnen en un almacén olvidado y eligen la música como refugio. Diciembre de 1988. El crepúsculo del comunismo rumano. Paul es estudiante de filosofía, pero consigue que lo expulsen de la facultad, porque su sueño es tocar la batería en un grupo. Fane está todavía en el instituto y se ha agenciado una guitarra eléctrica y una radio vieja que usa como amplificador. Solo se sabe el comienzo de «Mistreated», de Deep Purple. Pronto empiezan a quedar en el almacén de un teatro para ensayar. Oksana tiene 20 años y es camarera en un restaurante de provincias. En sus días libres los visita, les trae comida, consigue una mesa, un sofá, sillas. Cuando llega la Nochebuena bautizan el lugar como «La madriguera dorada». La madriguera dorada es una novela divertida, agridulce y conmovedora. Una historia íntima del poder redentor del arte más allá del telón de acero.

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Amor, revolución y rock 'n' roll. En pleno declive del régimen de Ceausescu, tres jóvenes rebeldes se reúnen en un almacén olvidado y eligen la música como refugio.

 

 

 

 

 

«No podía dejarlo. Cuando lo terminé, se me saltaron las lágrimas»

Julian Semilian (traductor al inglés de Mircea Cartarescu)

 

«Lo que hace que este libro sea especial es la forma en que está escrito; es como si el lector se encontrara con un viejo amigo que está dispuesto a relatar los acontecimientos que le han convertido en lo que es hoy».

Andreea Bogdan, Echinox

Para mi padre, Ştefan Partenie

The buds

1

Paul era mi mejor amigo. No sé quién le disparó. Te lo dije cuando hablamos por teléfono. Lo que sé es que le dispararon delante de Muzica. No tengo fotos suyas. Tampoco tengo ninguna de las canciones que tocamos juntos porque nunca las grabamos.

Mamá dice que no te esconda nada. Y no pienso hacerlo.

Lo conocí en septiembre de 1988. En mi primer año de instituto. Un día me salté las dos últimas clases para ir a la Mazmorra. La Mazmorra era un cuartucho húmedo, sin ventanas, en el sótano de un centro juvenil. En lugar de una puerta corriente, tenía dos puertas de hierro forjado. Era el local de ensayo de una banda de rock. The Buds. Cuando no estaban allí, cerraban el par de puertas con una cadena y un candado. Cuatro tíos delgaduchos de pelo corto. Por entonces éramos todos delgaduchos. Los conocí en ese mismo centro juvenil, después de su primer concierto, que, por lo que sé, fue también el último; el colofón de algún tipo de festival de instituto. Eran mayores que yo, pero aún iban a clase. Guitarra, bajo, teclado, batería y voz. Aquel día no esperaba encontrármelos allí, pero cuando bajé, las puertas de la Mazmorra estaban abiertas.

—Eh, Fane, gracias por pasarte —dijo Virgil. Era el líder de la banda.

Fane es el diminutivo de Ştefan; y es como siempre me han llamado. Probablemente creas que rima con «rey» pero no es así. Tiene dos sílabas, y la tónica es la primera; porque el «Fa» suena como el fa de do-re-mi-fa, y el «ne» como el de Nebraska.

—Vamos a grabar dos canciones en la radio, en un estudio de verdad —dijo Virgil—. No nos iría mal que alguien nos echara una mano. ¿Te apuntas?

—Claro —dije fingiendo indiferencia.

—Genial, sabía que podíamos contar contigo. Lo primero es lo primero. Saquemos el equipo al pasillo. Todo menos la batería.

Dijo «equipo» como si este consistiera en dos toneladas de cosas.

—¿La batería no?

—No. Luego te cuento por qué. Vamos.

Virgil tenía una Jolana, una guitarra blanca hecha en Checoslovaquia. El bajista, Toni, tenía un bajo rumano, negro, con el golpeador en blanco. Florian, el teclista, tenía un pequeño órgano, un Vermona. La batería era vieja, solo tenía un plato y no tenía bombo. Nadie sabía de qué marca era. El tipo que la tocaba se llamaba Eugen. Tenían un amplificador Vermona y una cabina de fabricación casera, de solo un altavoz. Los Vermona se fabricaban en la RDA. Los dos eran de Virgil.

Florian había cubierto el teclado con una manta; era una manta de lana con flecos; no tenía funda. No tenían fundas para nada. Lo sacamos todo al pasillo, y Virgil llamó a un taxi. Metimos el amplificador, la cabina y los cables en el maletero, y el teclado y las guitarras en el asiento trasero. Virgil se subió al taxi, Toni, Florian y yo pillamos el trolebús.

—¿Dónde está Eugen? —pregunté.

—Eugen ha abandonado la Mazmorra —contestó Florian.

—¿Ha dejado la banda?

—No. Lo hemos echado nosotros. En realidad, lo ha echado Virgil. Esta es la versión corta de la historia: Virgil conoce a un técnico de sonido en la radio; a cambio de un cartón de Marlboro, que le compramos a un camionero búlgaro, el técnico nos consigue dos horas de estudio, para grabar dos canciones, las dos son de Virgil. Y va Eugen y nos dice, hace tres días, que no le va bien porque su nueva novia, Raluca, o Ralu, como él la llama, lo ha invitado a su casa. Un batería de verdad nunca pondría a una chica por delante de la música.

—¿Y qué vais a hacer?

—Cuando Eugen nos dijo que no iba a venir, Virgil llamó al técnico de sonido y le dijo que nuestro batería había tenido un accidente de coche. «Nada serio, apenas un susto, pero no se ve capaz, ¿podríamos cambiar ese par de horas a otro día?» El técnico le dijo que no. Que estaban todas las horas pilladas rollo por meses. «Vale —le dijo Virgil—, ahí estaremos pues, seguro que no tarda en recuperarse.» Le dije a Virgil que podía haberle dado otro cartón de Marlboro, pero Virgil me dijo que con uno era suficiente. Yo creo que si le hubiéramos dado dos nos habría cambiado el día sin problemas.

—¿Y qué pensáis hacer? ¿Tocar sin batería?

—Un milagro, Fane, necesitamos un milagro. ¡La esperanza es lo último que se pierde! Llamamos a veinte colegas y al final un amigo de un amigo nos puso en contacto con un batería que nos dijo, ¡ayer!, que nos salvaría el culo. Tiene equipo propio y hemos quedado, ¡ahora!, directamente en la emisora. No se sabe nuestras canciones y nosotros no sabemos si es bueno. ¿Y si es malo? Oh, pero ya sabes como es Virgil. Prefiere no hablar de ello. Y, en cualquier caso, sea bueno o malo, quiere echarnos una mano. Es decir, ¿a cuántos baterías conoces dispuestos a hacer algo así? Y gratis, claro.

—¿Cómo que gratis?

—Que no ganamos nada con esto.

Cuando llegamos a la parte trasera del edificio de la emisora, donde estaba la entrada de personal e invitados, vimos a un tipo junto a un Škoda amarillo. El Škoda tenía un bombo sujeto al soporte del techo. El bombo, que era azul y muy grande, estaba atado con cuerdas.

—Ahí lo tenemos —dijo Florian.

El tipo tenía el pelo largo, se había hecho una raya en medio, le brillaban los ojos.

Era Paul.

2

El Vermona tenía cuatro entradas. Virgil lo colocó sobre la cabina. Conectó los instrumentos: su guitarra, el bajo y el teclado. El técnico colocó un micrófono delante del amplificador, luego se llevó a Virgil a una esquina y le puso delante otro micrófono. Virgil era el cantante. Luego le pidió a Paul que colocara su batería en el rincón opuesto. Paul tenía una batería Trowa, otra marca de la RDA. Un tom, dos platos, un tom base grande, aquel era un equipo de los de verdad; los tambores tenían un acabado azul brillante. Cuando Paul estuvo listo, el técnico colocó un micrófono delante del bombo y otro entre la caja y el charles. Luego se metió en la sala de control y me dijo que podía ir con él; me pareció un gesto amable, quiero decir, no se suele invitar a un roadie a la sala de control. El tío no me parecía particularmente simpático, aunque a lo mejor era porque no le veía los ojos, quedaban ocultos tras el par de cristales verdosos de sus gafas, que parecían haber sido hechos con una botella de sifón.

La sala de control era más pequeña de lo que pensaba. La pared que la separaba de la sala de grabación tenía una ventana enorme. Dentro había una mesa de mezclas, con muchos vúmetros, un enorme magnetófono, algunas sillas. En la pared del fondo había un perchero del que colgaban un montón de bufandas de lana, de diferentes tamaños y colores. Junto a la mesa de mezclas, sentada en un taburete, había una anciana de larga melena blanca que tejía una bufanda también blanca.

—Vale —dijo el técnico ante el micrófono—. Hagamos una prueba de sonido. Voz. Di algo. Un, dos. Bien. Normalmente grabamos la voz por separado, primero grabamos los instrumentos. Pero eres bueno, así que lo haremos a la vez. Venga. Teclado. Ajá. Bajo. Bien. Guitarra. Estupendo. Batería: dame el bombo. Bueno. El charles. Genial. Vamos con la caja. Golpes sencillos. Para. Otra vez. Para. Mierda. —Se dio la vuelta y le dijo a la anciana: «La verde, por favor». La mujer se levantó y, con una calma tremenda, se acercó al perchero, cogió la bufanda verde y se la tendió.

—Gracias, Georgiana —dijo. A continuación, entró en el estudio con la bufanda en la mano y la ató al parche de la caja de Paul, como si quisiera protegerlo del frío, de las corrientes de aire—. Que la guitarra suene algo distorsionada está bien —me dijo cuando volvió a la sala de control—, pero la caja tiene que sonar como apagada.

¿Había alguna directiva del Partido para el sonido de la batería? No pregunté.

—Otra vez, la caja. Golpes sencillos. Así está mejor. Me gusta.

Virgil abrió de repente la puerta de la sala de control, se acercó al técnico y le dijo:

—Una cosa. El batería ya está recuperado. No fue más que un rasguño, en un hombro, ni lo notas si no se quita la camisa. Es buenísimo el tío, de verdad, pero ¿podríamos tocar primero las canciones sin él? Solo una vez. No es que haya perdido la memoria ni nada por el estilo, pero nos iría bien tocarlas sin él, ¿qué me dices?

Era una petición rara. Evidentemente, era la única manera que tenía Paul de escuchar las canciones antes de ponerse a tocar con la banda.

—Vale —dijo el técnico al final—, pero solo una vez, que no tenemos mucho tiempo. —Ya lo he dicho: aunque no lo parecía, el tío era majo. Virgil volvió al estudio y el técnico dijo—: Atención. Primera toma. Sin batería. ¿Listos? ¡Vamos!

Me levanté esta mañana,

y oí a mi guitarra,

decirme algo,

viaja todo lo que puedas, me dijo,

y eso es lo que pienso hacer.

Era una melodía roquera de ritmo rápido, con buenos acordes. La voz de Virgil no estaba mal. La habían tocado en aquel concierto al que fui.

—Para —dijo el ingeniero—. Para. Eso no ha estado bien.

—¿Cómo? ¿El qué? —preguntó Virgil. Se comunicaban a través de los micrófonos y de los altavoces.

—No sé. ¿Viaja todo lo que puedas? ¿Por qué, te dirán? ¿Es que no te gusta esto? No van a aprobar una letra así.

—Sé que tienen que aprobar las letras —dijo Virgil—, pero creo que son lo suficientemente ridículas. Las he escrito yo.

—Tú crees que son ridículas. Mira, no tiene sentido grabar algo así. Y no vamos a grabarla. Acabo de decidirlo. Es broma. Probemos con la segunda. ¿Vamos como antes? Vale. Atención todo el mundo. Sin batería. ¡Acción!

La segunda era horrible. Una balada lenta y desastrosa. Una de las peores que había escuchado. No creo que la hubiesen tocado en aquel concierto, la habría recordado. El estribillo era insoportable.

Nieva, nieva, nieva, sobre la gente.

Gente, gente,

sé amable siempre.

Canta, canta, las flores crecerán,

y los pájaros vendrán.

Pensé que el técnico diría: «Para, para, tampoco podemos grabar esta. Nadie emitiría semejante basura nunca». Sin embargo, dijo:

—Eso está mucho mejor. —Ajustó algunos botones de la mesa de mezclas y dijo—: Venga, vamos con esta. Quiero todos los instrumentos y la voz. Y os quiero concentrados, que grabamos. ¡Acción!

No sé cómo explicártelo, pero la cosa es que con la batería era otra canción. Paul le metió un ritmo reggae, que pilló a todo el mundo por sorpresa y lo cambió todo. Aquella cosa dejó de ser una balada de mierda y se convirtió en una locura de reggae loco con una letra tremendamente irónica. No deja de nevar sobre todos nosotros, la gente, y hace frío, demonios, y cuando llegamos a casa tenemos que dejarnos el abrigo puesto porque no tenemos calefacción, pero ¿qué podemos hacer? ¿Protestar frente a la sede del Partido? No, todo lo que podemos hacer es cantar, y si cantamos, crecerán flores en nuestros apartamentos y nos rodearán los pájaros. Virgil y el resto no le quitaban el ojo de encima a Paul —¿reggae?, ¿en serio?—, y Paul permanecía inexpresivo. Así quedó la cosa. La caja, sujeta como estaba con la bufanda de lana, sonaba alta y clara porque Paul estaba marcándose unos rimshots, golpeando con sus baquetas tanto el borde como el centro de la caja. Pensé que el técnico acabaría pidiéndole a Georgiana otra bufanda, pero no lo hizo.

3

Con dos tomas ya lo tenían. El técnico les aseguró que había quedado estupendamente y se apresuró a echarlos del estudio, aunque oficialmente les había reservado dos horas. Sacamos el equipo a un pasillo y de allí lo llevamos a un pequeño aparcamiento cercano. Lo amontonamos todo y Virgil le pidió a Paul que se uniera a la banda. Paul le dio las gracias, pero le dijo que, aunque no tenía banda entonces, no estaba buscando una, tenía otros planes. Virgil insistió.

—Tenemos un local de ensayo gratis, es grande y luminoso, y nuestro último concierto fue un éxito y terminó con una larguísima pieza psicodélica. Podría haber sido aún más larga pero el director del centro juvenil en el que estábamos tocando desconectó el amplificador. Supongo que es así como funcionan las cosas. Cuando eres bueno en algo, no pueden soportarlo.

No mentía. El concierto acabó con un tema instrumental, que seguía y seguía, y parecía que no acabaría nunca. Se terminó porque alguien desconectó el amplificador, aunque no sabría decir quién. Mientras tanto, Paul había acercado su Škoda al aparcamiento y había empezado a cargar su batería, y lo hacía con cuidado porque no tenía fundas para nada. Le pregunté si necesitaba ayuda y me dijo que no, pensé que no quería que nadie tocase aquella batería azul. Puso el bombo en el portaequipajes, lo ató y luego le pregunté dónde la guardaba, y me dijo que en casa, en el sótano. ¿Quería que le echara una mano? No dijo que no.

Me volví hacia Virgil y le dije que Paul guardaba su batería en su apartamento, que estaba en un décimo piso y que se le acababa de estropear el ascensor, así que tenía que ir con él y echarle una mano. Aquello fue de lo más inesperado. Se suponía que estaba allí por ellos, y me estaba yendo con el batería que acababa de negarse a unirse a la banda. Les dije:

—Nos vemos pronto. —Y me subí al coche de Paul, que no dijo nada, y nos fuimos.

—¿Tan malos son? —le pregunté al cabo de un rato.

—No están mal, pero no creen que puedan llegar a ser lo suficientemente buenos.

—Tocas genial. Y tienes un buen equipo.

—Sí, gracias. Se lo compré a un tío que tocaba en un restaurante y que se casó con una sueca;o băbăciune, como él la llamaba, que no es exactamente la clase de apelativo cariñoso que utilizarías con tu mujer, pero bueno. Me contó que primero tuvo que esperar a que aprobasen la boda. Cuando llegó la aprobación, resultó que lo único que decía era que podía casarse con una extranjera. Cuando se casaron, ella volvió a Suecia y él se quedó en Rumanía a esperar su pasaporte. Casarse es una cosa; poder salir de Rumanía para reunirte con tu mujer, otra. Al tío le entró el pánico. «Joder, ¿y si se muere de vieja antes de que yo consiga el pasaporte?» Al final, lo consiguió, y, en dos semanas, vendió todo lo que tenía y se largó. Tuve suerte; no podía encontrar otro comprador en tan poco tiempo, así que me la vendió por lo que le ofrecí. Me dijo que ojalá yo no tuviera que elegir nunca entre una mujer y una batería.

Paul vivía con sus padres en un bloque de apartamentos de cuatro pisos construido en la década de los 50. Disponían de un pequeño trastero en el sótano. Allí dejamos la batería. Era un lugar limpio y agradable, pintado de blanco. Me agradeció que le hubiese echado una mano y me dijo que nos habíamos ganado un Double Horse. Abrió un paquete de cigarrillos y me ofreció uno. En el paquete había dos caballos, uno blanco y otro negro. Era un paquete de cigarrillos chinos, de una marca llamada Double Horses. No es que yo fumase de forma habitual, solo de vez en cuando en los baños del instituto, y siempre el mismo tipo de cigarrillo: uno ligero con filtro, algo llamado Snagov, horroroso. Nunca había fumado un cigarrillo chino. Lo encendí, a la espera de que el humo me resultase desagradable, pero me pareció relajante. Tenía un aroma dulce, como a madera. Fue aquel aroma el que me animó a decir:

—Paul, ¿sabes lo que me gustaría? Me gustaría que montaras la batería y tocaras un poco.

Me miró y me pareció que su mirada decía: «¿Por qué has tardado tanto en pedírmelo?», y lo preparó todo. El bombo, el pedal del bombo, el tom, el tom base, la caja, el charles, los dos platos. Luego golpeó suavemente el parche del tom base con el pulgar y comenzó a apretar los tornillos con una pequeña llave.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—Afinarlos. Los tambores se afinan.

No tenía ni idea.

—Los tambores tienen algo muy especial. Si dudas cuando tocas, lo notan y no les gusta. No me refiero a tocar con suavidad, me refiero a tocar sin estar por completo entregado. No puedes engañarlos, ¿sabes? Te calan al momento.

Cuando terminó de afinar los tambores, tocó el ritmo reggae que había tocado en el estudio, pero sonó muy distinto a como lo había hecho a través de los altavoces de la sala de control. Porque todo lo que nos rodeaba vibraba —la batería, el aire, las paredes—, y hasta parecía que mis tímpanos se habían convertido en un tambor. No sabía que un plato puede pintar el aire de diferentes colores ni hacer rebotar las baquetas de manera que dejas de saber si son las baquetas las que han golpeado el plato o si ha sido él el que las ha golpeado.

Algunos de mis amigos tenían guitarras, violines e incluso pianos de pared, pero no sabía de nadie que tuviera una batería. Aquella Trowa, aunque hubiera sido una ganga, debía haberle costado muchísimo. ¿Cómo había convencido a sus padres para que se la compraran?

El plan

1

Iba al sótano de Paul casi cada día. Vivíamos en el mismo barrio: Floreasca. Yo vivía en un bloque de apartamentos que probablemente era más viejo que el suyo. Nosotros también teníamos sótano, pero nuestro trastero era tan pequeño que apenas daba para guardar un bidón de plástico. Su casa estaba a veinte minutos a pie de la mía. De camino, pasaba junto a una vieja estación de autobuses, un busto de Giuseppe Garibaldi, una antigua fábrica de Ford (nacionalizada por los comunistas) llamada Automatica, luego cruzaba una vía de tranvía y llegaba al bloque de apartamentos de Paul. Si esto fuera una película, bastaría con que la cámara se alzase un poco y yo me colocara ante el bloque, para que así se viera el lago Floreasca, que es bastante grande. En la otra orilla se vería parte del Cartierul Primăverii, el barrio de la Primavera, el mismo donde vivían Ceauşescu y todos los peces gordos del régimen, en enormes villas construidas en el período de entreguerras. Cuando era niño, solía vagar por esa parte del lago, pero en 1988 se llenó de milicianos que no te dejaban pasar. La ş de Ceauşescu debía pronunciarse como la s de Sean. Connery Sean.

Al principio pensé que el sótano de Paul estaría lleno de gente, sobre todo, de chicas, ¿o no era eso lo que pasaba cuando eras batería y encima tenías una batería en el sótano? «Supera eso», me dije. Pero Paul estaba siempre solo. Podía tocar allí porque en el piso de arriba vivía un viejo medio sordo, sir Michael. En realidad, se llamaba Mihailovici, pero los vecinos lo llamaban sir Michael. Fue el padre de Paul el que empezó a llamarlo así. Solía pasear al perro por el lado equivocado de la calle.

Paul era cuatro años mayor que yo. Yo tenía quince años y él estaba en el primer año de la Facultad de Filosofía. Cuatro años de diferencia es llevarse mucho tiempo cuando eres un chaval, y temía que no quisiese salir conmigo. Pero no le importó. Charlábamos, fumábamos aquellos Double Horses y luego él tocaba un rato. Le gustaba tocar y a mí me gustaba escucharlo. Le gustaba darle duro y de una forma poco convencional. Y nunca bajaba el ritmo. Era sorprendente, y mi sorpresa persistía, un golpe tras otro, como lo hacía el regusto de un Double Horse. Seguía conmigo durante un puñado de compases, y yo trataba de anticiparme a lo que iba a hacer a continuación. Era emocionante. Sus baquetas eran como un par de proas abriéndose camino a través de lo desconocido.

2

Una noche me dijo que sir Michael tenía invitados y que le había pedido que no tocara.

—Ese es el trato, cuando me pide que no toque, no toco. Hace años, su médico le pidió que dejara de fumar, y él lo hizo, pero le quedaban un montón de Double Horses. Es mi proveedor.

Esa noche hablamos mucho y me contó su plan secreto. El plan que iba a convertirlo en una especie de príncipe.

—En verano toqué con una banda en un restaurante. Necesitaban un batería durante un par de semanas. Tres repertorios por noche, nada del otro mundo. Poco antes de que la cosa se acabara, tuvieron que ir a una audición para renovar sus tarjetas de artista, y adivina qué. Me llevaron con ellos. Así que ahora tengo una tarjeta de artista. La primera. No tengo que renovarla hasta dentro de cinco años. Como en el 93.

—¿Así que eres estudiante de Filosofía y artista?

—No les dije a los viejos crooners del comité de audiciones que era estudiante. Les dije que acababa de terminar el instituto y que quería ser batería. Tocamos una canción y listo. Tocamos Măicuţa mea y dijeron: «Suficiente, gracias».

—¿Măicuţa mea?

—Sí. My dear little mum, de Temistocle Popa. «Te lo agradezco, querida madre». No me fastidies, todo el mundo la conoce.

—Yo también. No puede ser más cursi.

—Es buena idea en audiciones así tocar cosas cursis, porque siempre hay viejas glorias en los comités.

Sacó su cartera y me enseñó su tarjeta de artista emitida por el Consejo de Cultura y Educación Socialista.

—Con esta tarjeta —dijo— viviré como un príncipe. Y oficialmente perteneceré a la clase trabajadora.

—¿Quién va a contratarte?

—Con esta tarjeta, Fane, cualquiera puede contratarme oficialmente en un restaurante, como batería de una banda.

—¿Un príncipe trabajando en un restaurante? ¿Solo durante los veranos?

—No, todo el tiempo.

—No está mal, pero eres estudiante de Filosofía. Cuando te gradúes, serás profesor de Filosofía, ¿no?