La magia de un beso - Jan Colley - E-Book

La magia de un beso E-Book

Jan Colley

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Beschreibung

No sospechaba que en cuanto la tuviera en sus brazos, no querría dejarla marchar… El hotel Summerhill Lodge atraía a una clientela muy exclusiva y Ethan Rae no era ninguna excepción. Lucy McKinlay no pudo evitar fijarse en lo guapísimo que era aquel huésped, aunque lo que realmente atrajo su atención fue el misterio que se reflejaba en sus ojos. Era evidente que no era sólo el turismo lo que había llevado al empresario a aquel rincón del mundo… Tenía fama de conseguir siempre lo que deseaba y, en aquel momento, lo que quería eran respuestas… y Lucy era el modo de encontrarlas.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Janet Colley. Todos los derechos reservados.

LA MAGIA DE UN BESO, Nº 1447 - enero 2012

Título original: Trophy Wives

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-451-4

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Sus tacones repiqueteaban sobre el suelo de la terminal, rápida y agitadamente. Iba mirando las caras de la gente que se cruzaba con ella, desechándolas. ¿Dónde estaba él?

¿Y quién podía culparlo por no esperar? Llegaba casi una hora tarde. ¿Es que nunca podía hacer las cosas bien?

Allí estaba. Sentado frente a la puerta de llegadas internacionales. Exactamente donde debía estar.

Lucy reemplazó su expresión de impaciencia por una sonrisa.

Ethan Rae. El señor Rae.

Mientras se dirigía hacia él, iba recitando una disculpa: «Señor Rae, siento llegar tarde». «Señor Rae, no sabe cómo lamento llegar tarde».

El repiqueteo de sus tacones producía un sonido alegre sobre el brillante suelo y cuando llegó a su lado le sorprendió que él no se moviera.

¡Estaba dormido!

Nerviosa, se mordió los labios. Había metido la pata hasta el fondo. Tom, su hermanastro, ya le había echado una bronca porque se había equivocado de hora al pedir el coche que solían utilizar para llevar a los clientes desde el aeropuerto hasta el hotel. De modo que tuvo que ir a buscarlo ella misma.

–¿Tú? –le había gritado su hermanastro por teléfono–. No puedes ir a buscarlo tú. ¿No puedes alquilar una limusina, un monovolumen, lo que sea?

–No hay nada disponible. Hay una conferencia de la APEC en la ciudad, ¿no te acuerdas?

–¿Y tu coche?

–Lo están limpiando. ¿Por qué no comprobaste la hora de llegada, Tom? Teníamos un acuerdo.

–Sí, bueno… –murmuró él–. La verdad es que estoy liadísimo.

–No eres el único. Además, ya me conoces. Se supone que deberías comprobar bien estas cosas –replicó Lucy.

–Bueno, vete para allá ahora mismo y pídele disculpas. El cóctel empieza a la siete y media.

El objeto de todos sus problemas estaba roncando en aquel momento, sin enterarse de nada. Lucy apretó el bolso con las dos manos, preguntándose qué debía hacer.

Buen traje, pensó. Y ella era una experta en ropa. Conservador, pero caro. La chaqueta estaba desabrochada y podía ver una camisa de color piedra cubriendo un torso más bien impresionante. Piernas largas, cruzadas en los tobillos, zapatos de piel auténtica. Las manos, de uñas arregladas, apoyadas sobre los brazos de la silla, como si estuviera a punto de saltar…

Su pelo, espeso, era de color chocolate amargo, con algunas canas en las sienes. Si se lo dejase largo, sería ondulado, sin duda. Su piel era morena, con una sombra de barba casi azul, muy masculina.

Debía tener poco más de treinta años, más joven de lo que esperaba.

Sólo los muy ricos podían alojarse en Summerhill, la finca de su familia, y disfrutar de las monterías y excursiones que ofrecían allí. Y, normalmente, los muy ricos eran mayores… e iban acompañados.

Un escalofrío de interés la sorprendió. Quizá el día no iba a ser tan aburrido como esperaba.

El hombre abrió los ojos y Lucy estiró todo lo que pudo su metro sesenta. Hora de pedir disculpas.

–¿Señor Rae, Ethan Rae? –preguntó, con su mejor sonrisa de atención al cliente.

Él hizo una mueca. Había abierto los ojos pero, por su postura, le estaba mirando los pies.

Lucy esperó. Y esperó. Él parecía estar examinando atentamente sus uñas pintadas, sus pies, calzados con sandalias de tiras de color turquesa, luego sus piernas y, por fin, el bajo de la túnica de color verde mar que, en la parte delantera, flotaba por encima de la cinturilla de los pantalones, cayendo después por la espalda estilo chal.

El hombre la estudiaba muy atentamente. Ni siquiera se molestaba en mirarla a la cara.

Por fin, empezó a levantar la cabeza, mirando primero sus caderas, sus pechos… Lucy, por instinto, tiró hacia arriba del escote de la túnica.

Cuando por fin la miró a la cara, se había puesto colorada como una colegiala. Pero no sentía la indignación de una colegiala, no, todo lo contrario.

Lo que sentía era cierta emoción, cierto cosquilleo, al ver un rostro tan atractivo. Y, por lo visto, ella no era la única agradablemente sorprendida.

El señor Rae tenía unos preciosos ojos azules, en contraste con su piel morena.

–¿Señor Rae?

–Sí.

–Soy Lucy McKinlay –se presentó ella, ofreciéndole su mano–. He venido a llevarlo a Summerhill.

Él parpadeó, levantándose despacio, sin molestarse siquiera en darle la mano. Lucy se apartó un poco para hacerle sitio. Debía medir casi un metro noventa.

Ethan Rae se pasó una mano por el pelo. Al hacerlo, Lucy vio que llevaba una coletita. Algo incongruente con un traje de chaqueta tan conservador. Pero le gustó.

–Siento llegar tarde, señor Rae.

Él miró su reloj.

–Una hora tarde.

Tres simples palabras, pero Lucy perdió la noción del tiempo al oír aquel tono ronco, tan masculino.

–Lo siento. ¿Ha traído maletas?

Él miró una bolsa de viaje de aspecto caro que había en el suelo, junto a un maletín.

–No viaja con mucho equipaje –dijo Lucy, inclinándose para tomar la bolsa.

Ethan Rae se lo impidió con un gesto.

–Yo lo llevaré.

Lucy se volvió y empezó a caminar hacia la salida de la terminal. Pero como era consciente de que el hombre no dejaba de mirarla, levantó la barbilla y caminó como si estuviera en una pasarela. La túnica de color verde mar resbaló por su espalda y ella no hizo nada por evitarlo. No le importaba mostrar el escote de la espalda. Si quería mirar, que mirase. Quizá así se olvidaría de que había llegado tarde.

Ethan Rae era el hombre más atractivo que había visto en muchos meses. Evidentemente, pasaba demasiado tiempo con hombres mayores, pensó.

–¿Ha pasado una mala noche? –preguntó, por hablar de algo. Les quedaba una hora de viaje hasta su destino, al menos podían portarse como personas civilizadas.

Ethan parpadeó cuando el fresco aire de la noche le golpeó en la cara. Levantó una ceja al oír la pregunta, pero no contestó. Un hombre de pocas palabras, dedujo ella.

–Estaba usted durmiendo.

–Un vuelo muy largo –dijo Rae por fin.

–¿Desde Sidney?

–Empecé a viajar hace unos días. Desde Arabia Saudita.

–Ah, ya. Mire, sobre el transporte… tengo que volver a pedirle disculpas.

Ethan se detuvo al ver el Land Rover lleno de polvo. Pero, después de un par de segundos de vacilación, abrió la puerta mientras ella se colocaba tras el volante.

–Debería haber alquilado un coche para usted, pero… me confundí de hora.

–¿Éste es suyo? –preguntó él, mirando el salpicadero lleno de polvo y el cristal del parabrisas, que ya casi ni era transparente.

–No, el mío está… indispuesto en este momento –contestó Lucy–. El bichon frisé de la señora Seymour lo «indispuso» esta tarde –explicó, recordando a la protestona señora Seymour, a quien había llevado al aeropuerto, y a su mareado perrito–. Si cree que éste huele mal… Cuando descubrí el problema ya era demasiado tarde. En circunstancias normales, no vendría a buscar a un cliente en este tanque.

Lucy agarró el volante con las dos manos, mientras su acompañante la miraba con expresión burlona.

–¿Y suele ir a buscar a los clientes vestida así?

–Es que esta noche tenemos un cóctel en honor de un invitado importante. Puede acudir, si no está muy cansado.

–De repente, estoy muy despierto –dijo él entonces, enigmático, sin dejar de mirarla.

Lucy se puso colorada. Pero era agradable que se fijara en ella, especialmente después de un día como aquél. Un millón de recados, el perrito enfermo y el error en el alquiler del coche habían dado como resultado que sólo le quedaran quince minutos para darse una ducha y ponerse el vestido de cóctel con el que, supuestamente, debía impresionar a los clientes.

Ja.

–McKinlay –murmuró él, mientras se ponía el cinturón–. O sea, que es usted de la familia Summerhill.

Lucy asintió.

–¿Y cuál es su papel en esta operación?

–Me dedico a hacer recados, básicamente. Voy a buscar a la gente, la llevo al aeropuerto…

–Tarde.

–Y atiendo a las esposas y acompañantes de los invitados.

–Atiende a las esposas trofeo de los buscadores de trofeos –bromeó él.

A Lucy le sorprendió el desdén que había en su voz.

–Yo no lo diría de ese modo.

–¿No? ¿Y cómo llamaría a una mujer que está casada, o no, con un hombre treinta años mayor que ella?

–¿Afortunada? –bromeó Lucy.

Pero, a juzgar por su expresión, la broma no le había hecho ninguna gracia.

Debía tener cuidado con aquel hombre y controlar su irreverente perspectiva, se dijo. El invitado al que iban a honrar esa noche era Magnus Anderson, el fundador del exclusivo club del que Summerhill formaba parte. Había menos de veinticinco hoteles en todo el mundo recomendados por la revista del club, la reverenciada lista que editaba MagnaCorp.

Magnus y su mujer habían llegado el día anterior. Supuestamente, estaban allí para pasar la última semana de su luna de miel, pero habían mostrado su disgusto ante ciertos rumores sobre la calidad y la estabilidad financiera de las operaciones en Summerhill. De modo que debían tener cuidado.

Lucy no haría ni diría nada que pusiera en peligro la posición de la empresa familiar dentro de la organización.

Si Summerhill era expulsada del exclusivo club, sólo podían ir cuesta abajo.

–¿Y en qué consiste atender a las acompañantes?

–Lo que haga falta para que no se aburran, se sientan solas e interrumpan a sus maridos cuando están cazando. Les doy información sobre cosas que hacer, itinerarios, ideas… puedo acompañarlas donde ellas quieran.

Él levantó una ceja.

–¿Donde quieran?

–De compras, a comer, a hacer puenting si les apetece…

Ethan arrugó el ceño y Lucy tuvo la impresión de que sus clientes y ella habían perdido puntos. Pero un segundo después, volvió a mirarla, con una sonrisa en los labios.

–O sea, una acompañante profesional.

–Sí, supongo que sí. Acompañante de señoras, claro. A veces necesitan compañía pero, en general, sólo quieren que les haga reservas o sugerencias.

–¿Y lo pasa bien?

–Casi siempre, sí.

Él se quedó en silencio mientras salían de la autopista para tomar la carretera de la costa. Había anochecido y las luces de la ciudad quedaban atrás.

Ethan se estiró en el asiento, bostezando.

–Duerma si quiere. Nos queda una hora de camino.

–Hace más frío del que yo esperaba –murmuró él, tocando el respiradero de la calefacción.

–¿Qué hacía usted en Oriente Medio?

–Trabajando en la construcción de una urbanización. El invierno en Nueva Zelanda será un buen cambio…

De repente, del respiradero de la calefacción salió una nube de polvo y Lucy vio cómo poco a poco, lentamente, la nube de polvo caía sobre las rodilleras del carísimo pantalón de Ethan Rae.

–No sabe cómo lo siento –se disculpó, intentando contener la risa.

–Ríase si quiere –dijo él, con un brillo irónico en sus ojos azules.

Al menos, tenía sentido del humor, pensó Lucy.

–Perdone, de verdad.

Ethan se encogió de hombros.

–Bueno, hábleme de Summerhill. Antes era una granja, ¿no?

–La casa fue construida en 1860 por un rico escocés. Entonces tenía cien mil acres de terreno. Con el paso de los años, parte de la tierra se vendió… a otros granjeros o al ayuntamiento para parques. La familia vendió lo que quedaba, cuarenta mil acres y la casa, a mi abuelo.

Como siempre que hablaba del tema, se le encogía el corazón. Su padre había mantenido la granja hasta que su madre se marchó de casa, cuando ella tenía ocho años.

–Sólo la mitad es aprovechable para granja. El resto es… –Lucy no pudo terminar la frase, con un nudo en la garganta.

¿Cómo podía describirlo? ¿Increíblemente precioso? ¿Salvaje y remoto? ¿Su reino particular?

–Montañas, bosques, un riachuelo… –consiguió decir, con voz ronca.

Se había olvidado de su herencia durante mucho tiempo y ahora, cuando su importancia trascendía todo lo demás, podría ser peligrosamente tarde. Podría pasar a manos de otras personas.

–En fin, es una preciosidad. Mi hermanastro, Tom, lo cambió todo hace cinco años. Convirtió la casa en un hotel de lujo, con un restaurante de cinco tenedores y organizó las monterías, las excursiones y todo lo demás.

Lo que no dijo fue que Tom había hecho todo eso sin contar con la aprobación de su padre. Pero para entonces su padre ya no tenía fuerzas para luchar y Lucy estaba fuera del país, pasándolo bien.

–¿Quiénes son sus clientes más importantes?

–Americanos, alemanes, indonesios. Y australianos, como usted.

–¿Qué clase de excursiones organizan?

–¿Además de las monterías? Viajes en barco, rafting, esquí acuático, pesca… el río Rakaia es famoso por sus salmones. ¿Ha estado en el sur alguna vez?

Él negó con la cabeza.

–Mi madre tiene una plantación de kiwis en el norte. Suelo ir por allí un par de veces al año.

–Esto es muy diferente. Las granjas del norte son… más civilizadas, por comparación.

–¿Qué cultivan en esta zona?

–Ya no se cultiva nada, pero tenemos vacas –contestó Lucy. Sería mejor cambiar de tema, pensó. La granja no era lo primero en la lista de prioridades de Tom últimamente… aunque las prioridades de Tom eran un misterio para ella–. ¿Sigue teniendo frío?

Como si eso se lo hubiera recordado, él se quitó un poco de polvo de los pantalones, lanzando una especie de gruñido.

–¿Cuánto tiempo piensa estar aquí?

–No lo sé. Un par de días, quizá una semana.

¿Algún problema?

–No, no. En este momento tenemos habitaciones libres.

Y si los echaban del club, tendrían más todavía.

–Quizá necesite sus servicios de acompañante.

–¿Perdone?

–Imagine que soy una esposa trofeo.

Lucy soltó una carcajada.

–Lo veo un poco difícil.

–¿Por qué, señorita McKinlay?

–¿Por qué no me llama Lucy?

–Muy bien, Lucy. ¿Quién vive en Summerhill?

–Mi hermanastro, Tom. Y Ellie, el ama de llaves. Siempre ha vivido con nosotros. Fue la persona que cuidó de mi padre cuando sufrió la embolia… Murió hace unos meses.

–Lo siento.

«No lo sentirías si lo hubieras visto». Morir era mejor que vivir como Thomas McKinlay había tenido que vivir durante esos últimos meses. Estaba completamente incapacitado. No podía caminar, hablar, bañarse. Lucy no podía soportar verlo así…

–¿Y tú?

–¿Qué?

–¿Tú vives en Summerhill?

–Sí, casi todo el tiempo. Pero tengo mi propio apartamento en la ciudad.

–Pareces una chica de ciudad.

–¿Eso es un piropo? No sé cómo es una chica de ciudad.

Él se tomó su tiempo para contestar.

–Demasiado delicada para ser una chica de campo, supongo.

–¿Delicada? Cuando era pequeña, solía cargar con corderos y terneras. Y me gusta mucho montar a caballo.

–Ah, ya.

–¿A usted le gusta? Tenemos muchos caballos.

Ethan asintió mientras buscaba la radio del jeep en la oscuridad.

–Sí, pero hace años que no monto.

De la antigua radio salió una música disco que él se apresuró a quitar.

–Veo que es un hombre de jazz.

–¿Cómo lo sabes?

Por su voz, por su forma de mover las manos, por su expresión. Y por sus ojos, que deberían helar el infierno pero que, en cambio, parecían dos carbones azules.

Pero en voz alta sólo dijo que había estado en Nueva Orleans en Mardi Gras. Curiosamente, él había estado allí el mismo año.

La conversación siguió a partir de entonces sobre artistas de jazz y música negra. Evidentemente, Ethan era un aficionado, mientras que Lucy tenía gustos diversos. Y se enfadó cuando ella dijo que uno no podía bailar música de jazz.

–Hay bailes y bailes. El jazz es tórrido, música para noches calientes. O para noches frías delante de un buen fuego.

Lucy tragó saliva. Imaginaba esa voz en su oído, muy cerca, al lado de una chimenea encendida…

–¿Sigue teniendo frío?

–No, ya no –contestó él.

Durante la media hora siguiente fueron en silencio. Ethan cerró los ojos, como si estuviera durmiendo, mientras Lucy conducía, concentrada en la carretera.

Ella sabía bien cómo tratar a los clientes. Había momentos en los que era bueno charlar de cualquier cosa y otros en los que lo mejor era permanecer callado. Y ella podía estar en silencio cuando era necesario. Aunque en el colegio siempre la regañaban por hablar demasiado. Bueno, en el colegio siempre la regañaban por todo…

De nuevo, miró al hombre que iba a su lado. Era tan delicioso como una galleta de chocolate, pensó, sonriendo.

Por el momento, le gustaba todo de él. Además, la miraba de una forma sincera, honesta. La escuchaba atentamente, sin interrumpir.

Y tenía una voz ronca, muy masculina, hablaba muy despacio…

¡John Wayne! Lucy estuvo a punto de lanzar una exclamación al percatarse de que hablaba como los vaqueros de las películas del Oeste.

Un hombre interesante. ¿Estaría casado? No llevaba alianza, pero eso significaba poco.

Giró al pasar por delante de la señal que indicaba la carretera de Summerhill y tomó la pendiente, pasando por delante de pueblecitos pequeños en las riberas del río Rakaia. Lo único que oía era el ruido del motor del jeep y se sentía como si fuera la última persona viva en la tierra.

Por fin, llegaron al camino que llevaba a la casa y Lucy miró su reloj. Las siete y media. Ethan se incorporó, frotándose la cara.