El calor de la pasión - Jan Colley - E-Book
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El calor de la pasión E-Book

Jan Colley

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Beschreibung

El compromiso era una farsa, un plan desesperado de Jasmine Cooper para apaciguar a su padre moribundo y evitar el escándalo en la familia.El playboy y lince de las finanzas Adam Thorne sabía reconocer una oportunidad cuando la veía. Lo único mayor que su ambición era su orgullo, y Jasmine lo había herido en una ocasión, así que aceptaría la propuesta de la que una vez fue su amante… vengándose de paso y sacando un buen beneficio. Pero, ¿flaquearía esa venganza tan bien planeada ante la pasión que los aguardaba?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Jan Colley. Todos los derechos reservados. EL CALOR DE LA PASIÓN, N.º 1748 - octubre 2010 Título original: His Vienna Christmas Bride Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9193-6 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa

Capítulo Uno

«Vaya, vaya», pensó Adam Thorne recostado en su silla mientras observaba a la mujer que acababa de entrar en la oficina. Mahoma había ido a la montaña.

El pecho se le expandió de satisfacción. Esa mujer le había dado con la puerta en las narices un mes antes, tras una mágica noche de pasión, pero ahí estaba en carne y hueso en su oficina de Londres. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por reprimir una sonrisa. Más le valía estar dispuesta a arrastrarse. No era un hombre acostumbrado a promesas huecas.

–Hola, Adam.

Tomándose su tiempo, arrojó por última vez al aire el balón de rugby que tenía en las manos y lo atrapó al tiempo que se ponía de pie.

–¿No deberías estar a veinte mil kilómetros de aquí trabajando para mi hermano mayor?

Jasmine Cooper, la ayudante personal de su hermano, Nick, era de origen inglés, aunque residía en Wellington, Nueva Zelanda. Fría y elegante, era sin duda la hembra más fascinante de su extenso catálogo privado.

–Me quedaban unos días de vacaciones.

Adam se irguió cuan alto era y rodeó la mesa mientras lanzaba el balón a una caja.

Ella se acercó al tiempo que se desabrochaba el largo abrigo, permitiéndole deleitarse contemplándola. Como de costumbre iba impecablemente vestida con un traje de lana color azul marino cuya severidad era contrarrestada por un jersey amarillo y los tacones de diez centímetros a los que tan aficionada era. Largos años de baile de salón le habían moldeado las larguísimas piernas. Adam sintió una descarga de salvaje deseo en su interior y sus dedos ardieron al recordar el tacto de esas sedosas piernas, firmes y fuertes, enroscadas alrededor de sus caderas mientras le acariciaba con las suaves manos…

–¿Me permites tu abrigo?

Extendió una mano mientras ella se quitaba el abrigo y miraba a su alrededor con curiosidad. El despacho parecía el escenario de un bombardeo. Era su último día como socio minoritario de la firma de agentes de bolsa Croft, Croft and Bayley. Con el nuevo año, inauguraría su propia empresa, de naturaleza muy distinta.

–¿Y a qué debo este inesperado placer? –dijo él mientras colgaba el abrigo de un perchero y le indicaba con la mano que tomara asiento.

Ella se pasó una elegante mano por los oscuros cabellos recogidos, como de costumbre, en una coleta. A Adam le gustaban más sueltos, haciéndole cosquillas en el pecho mientras, sentada a horcajadas sobre él, le besaba en los labios. Había descubiertos que los ojos almendrados pasaban del color gris al azul en función del grado de excitación.

Tenía un aspecto elegante y formal, la fiel representación de la beldad inglesa de mejillas cremosas y sonrosadas, apenas maquillada y con un cálido toque de carmín en los deliciosos labios. Era la imagen que lo había atormentado durante las últimas semanas y volvió a recordar esos ojos teñidos de pasión mientras las cortas y cuidadas uñas se clavaban en su carne y lo urgían a seguir. También recordó los pequeños y desesperados jadeos previos al estallido del orgasmo por los que, no le cabía duda, la señorita Cooper se sentiría mortificada después.

Lástima que lo hubiera estropeado todo. Aún le desagradaba recordar el modo en que lo había tratado después. Había necesitado seis citas para llevársela a la cama, estimulado por la determinación de ella de no ser otra muesca más en el concurrido cabecero de la cama. Había insistido porque estaba de vacaciones, disfrutando de un tiempo para sí mismo y porque le agradaba su compañía más de lo esperado, considerando que no se parecía en nada a las mujeres con las que solía salir. Si tenía un tipo de mujer, desde luego no era Jasmine Cooper.

¡Qué demonios! Había insistido porque ella le había dicho «no».

–Hablé con Nick la semana pasada –dijo él–. No mencionó que fueras a venir.

También había tenido que vencer el desagrado de su hermano, empeñado en mantenerlo alejado de su ayudante, hasta el punto de llegar a decirle que una mujer como Jasmine no le daría ni la hora.

Si había algo a lo que no podía resistirse era a un desafío. No obstante, su hermano había tenido razón en parte. Tras una increíble noche de salvaje pasión, ella le había mostrado la puerta. Había estado ansiosa por perderlo de vista. Quizás le consideraba un paréntesis en su impecable trayectoria, o temía que él fuera poco discreto y se lo contara a su jefe.

Él era un maestro de la informalidad, pero al menos lo hacía con encanto y buenos modales. Esa mujer tan elegante tendría un aspecto de lo más culto con ese refinado acento que no desentonaría en el castillo de Windsor, pero había hecho mella en su habitualmente sólida autoestima, y eso no le gustaba nada.

En esos momentos estaba sentada delante de él con las manos fuertemente entrelazadas sobre el regazo. Un segundo vistazo le mostró hasta qué punto: los nudillos estaban blancos. Una interesante demostración de nervios.

–Suelo venir en Navidad.

Lógico. Era Nochebuena y ella era inglesa, y seguramente tenía familia en el país. Pero ¿por qué molestarse en ir a verlo cuando semanas antes parecía no poder esperar para deshacerse de él?

–¿Y daba la casualidad de que pasabas por aquí? –preguntó él secamente.

–No exactamente –el rostro de ella se dulcificó.

Jasmine era mujer de pocas palabras. Bien educada y con clase, de su boca nunca escapaba nada indebido, aunque él recordaba un par de ocasiones en que esa misma boca había hecho cosas que le habían causado toda clase de placeres. De inmediato se sintió excitado como un adolescente y decidió colocarse tras el escritorio. Desde su vuelta de Nueva Zelanda había trabajado veinte horas al día para dejar bien atadas las cosas en la firma, buscar inversores y organizar su nuevo trabajo. Desde su vuelta no había tenido ni una cita. Las jovencitas londinenses que frecuentaban su círculo no habían tenido mucho éxito con él, pero eso, se dijo, no tenía nada que ver con la dificultad que experimentaba para despejar su mente de la imagen de cierta joven en particular. Si alguna vez pensaba en Jasmine Cooper, era tan sólo porque ella le había fastidiado.

–Necesito pedirte un favor –dijo ella mirándolo fijamente a los ojos.

Adam alzó una ceja. Eso sí que era bueno. Él también le había pedido un favor, uno que marcaría una enorme diferencia para el éxito de su nuevo negocio. Ella había prometido ayudar, pero cada vez que la había telefoneado desde Londres, le había dado largas.

¿Qué podría necesitar de él? ¿Su cuerpo? La seductora idea cruzó por su mente. Estaría encantado de ayudarla, pero primero le enseñaría algunos modales para la mañana después. No estaba bien tener a tu amante a tu merced y echarlo de casa sin siquiera una taza de café.

–Entiendo. ¿Soy yo el único o tú también has captado la ironía del asunto?

Por primera vez, ella tuvo el detalle de parecer algo incómoda. No mucho, tan sólo un ligero destello en su mirada y un leve carraspeo. A su hermano, Nick, le encantaba presumir de tener la mejor ayudante personal del país: extremadamente eficiente, mucho más que profesional, sin perder jamás la compostura. Pero Adam poseía el secreto para deshacer esa compostura. Sólo tenía que acercarse un poco más para comprobar el efecto que ejercía sobre ella.

Se apoyó en el extremo del escritorio, justo enfrente de ella.

–Si acaso te parecí algo distante tras… –empezó ella.

–¿Tras nuestra inolvidable noche juntos? –él mantuvo la ceja enarcada y los ojos fijos en los suyos. Quería una disculpa.

Ella tragó con dificultad y Adam sonrió al percibir el ligero rubor que asomaba a sus mejillas.

–Te pido disculpas –dijo ella con solemnidad–. Me temo que no tengo mucha experiencia en estas cosas.

–Uno de los detalles más encantadores e inolvidables de aquella noche –dijo Adam, totalmente en serio. Para ser una mujer e la mitad de la veintena, era seductoramente tímida e inexperta–. ¿Acaso no te resultó satisfactorio? –sabía que la pregunta le incomodaría, y sabía que había quedado satisfecha en unas cuantas ocasiones.

Ella se sonrojó aún más y resultó evidente que se estaba mordiendo la mejilla por dentro.

–Lo siento mucho, Adam –contestó con sinceridad–. Fue una noche especial, una que jamás olvidaré.

Adam le sostuvo la mirada unos segundos más antes de asentir. No se merecía menos, y la disculpa parecía sincera. Poco a poco sintió que su enfado se disipaba. Además, la pelota estaba en su campo. Ella había acudido a él. Y él deseaba lo que sólo ella podía proporcionarle.

–¿Qué puedo hacer por ti, Jasmine? –al parecer, ella también lo deseaba. De lo contrario, ¿qué hacía allí? Se inclinó ligeramente hacia atrás para darle un poco más de espacio. Luego se cruzó de brazos, sintiéndose intrigado una vez recuperado el orgullo.

–Quiero que celebres la Navidad conmigo en la propiedad de mi familia en Lincolnshire –contestó ella–. Como mi prometido.

Durante el silencio que siguió, Jasmine se obligó a mantener la vista fija en el atractivo rostro del hombre que tenía delante. Debía conservar la calma y el control, comportarse como si fuera una petición sin importancia y no la cosa más descabellada que hubiera hecho jamás.

La frente del masculino y bien afeitado rostro se arrugó de sorpresa. Los ojos color caramelo estaban desmesuradamente abiertos. Normalmente huía de la estudiada barba de dos días y las patillas de diseño, pero en cuanto conoció a Adam Thorne, playboy de altos vuelos y, según su avergonzado hermano, un seductor profesional, se sintió encandilada. Un cuerpo digno de un modelo, alto y fornido, y sumamente atractivo vestido con trajes de diseño y camisas abiertas a la última moda.

Sin embargo, no quedaba ni rastro de la arrebatadora sonrisa. Los carnosos labios estaban fruncidos y la miraba fijamente. Cielo santo, ¿cómo se le había ocurrido soltarlo así sin más? Debería haber preparado el terreno.

Jasmine se mordió el labio y echó la culpa al largo vuelo que parecía haber nublado su cerebro haciendo que se sintiera físicamente disminuida. Por algún motivo, semanas atrás, ese hombre tan interesante y sexy la había encontrado atractiva. Pero en esos momentos se sentía tan aburrida y gris como el día de invierno en que estaban.

–Quizás debería explicarme un poco mejor.

Ella jamás le había dado a Adam o a Nick, o a nadie, ningún detalle sobre su familia. De ese modo resultaba más sencillo eludir las relaciones, evitar acercarse a las personas. Cinco años atrás, había huido de Inglaterra para escapar de su pasado.

La mañana después de que se hubieran acostado juntos, Adam le había preguntado sobre un artículo de una revista que había recortado y dejado sobre la mesilla de noche. Había estado distraída admirando el desnudo torso del hombre, la prolongada línea de la columna, la longitud y hermosa fluidez de las largas piernas. Distraída, sobre todo, por la novedad de tener a un espléndido hombre paseándose desnudo por su habitación.

–Es mi tío –respondió antes de darse cuenta del peligro de la situación. Adam vivía en Londres. Podría haber oído algo. Podría mencionárselo a Nick. No lo soportaría si sus escasos amigos y colegas de Nueva Zelanda descubrían las complicadas circunstancias en que había transcurrido su vida.

Había sufrido un ataque de pánico y apenas le oyó decir que llevaba dos meses persiguiendo al gran Stewart Cooper, el protagonista del artículo, y que quizás ella podría presentárselo.

–Sí, seguramente –había contestado al tiempo que le arrojaba los pantalones y la camisa con la excusa de que se le hacía tarde, que lo sentía, y que le deseaba un buen viaje de regreso a Londres y gracias por todo. Prácticamente le había cerrado la puerta mientras le daba un beso de despedida, llena de remordimientos porque había sido la mejor noche de su vida y acababa de estropearla.

Sin embargo, no le había preocupado demasiado. Era poco probable que Adam Thorne la recordara. Y ésa era una de las razones por las que había cedido, eso y el hecho de que volvería a Londres en un par de días.

Él le había telefoneado varias veces, pero había conseguido mostrarse fría y ambigua y, tras un par de llamadas más, dejó de preguntarle por el aspecto de su jardín, si había bailado últimamente y si su hermano Nick le hacía trabajar demasiado. Sólo le preguntaba por su tío, a lo cual ella siempre contestaba que estaba demasiado ocupada para hablar y que no había podido contactar con él. Se sentía fatal, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Jamás había visto a su tío. Ni lo había deseado, por culpa de la enemistad existente entre él y su padre. Según su padre, él tampoco había deseado nunca conocerla. En realidad le había hecho un favor a Adam. Stewart Cooper, el huraño multimillonario, seguramente no accedería jamás a concederle una entrevista si supiera que era amigo de Jasmine.

–En primer lugar –ella intentaba no darle más detalles de los que necesitaba conocer–, mi nombre no es Jasmine, sino Jane.

Adam frunció los labios y ella casi sonrió al verle vocalizar un par de veces el nombre, como si estuviera comprobando el efecto.

–No me gusta, lo siento –él sacudió la cabeza.

–No lo he cambiado oficialmente –dijo ella mientras sacaba la cartera del bolso y le mostraba el pasaporte–. En mi pasaporte y documentos oficiales sigo siendo Jane.

–Jasmine te va mejor –insistió él mientras consultaba el pasaporte que ella le mostraba.

–Mi padre es un abogado jubilado, sir Nigel Cooper –ella lo miró expectante mientras se preguntaba si el nombre suscitaría alguna reacción en él.

Adam volvió a sacudir la cabeza.

Aliviada, suspiró sin interrumpir el contacto visual. No había oído hablar de su padre, ni de ella. Costaba creerlo, pero, por otro lado era lógico puesto que sólo llevaba cuatro años en Londres y había aterrizado en aquella ciudad más de un año después del escándalo que había hecho que el nombre de Jane Cooper fuera casi tan famoso como el de lady Di, y no por primera vez.

–Él y mi madrastra viven en Pembleton Estate. Se trata de una propiedad de ochocientas hectáreas en Lincolnshire. Parte de la mansión señorial está abierta al público –de nuevo, Adam pareció no dar señales de reconocimiento, pero tampoco esperaba que le interesaran las casas señoriales de Inglaterra–. Mi padre –llegaba la parte más difícil– necesita un heredero masculino, un hijo o nieto que pueda conservar la propiedad. Dado que mi hermano mayor falleció siendo un bebé, mi padre siempre ha soñado con mi matrimonio.

–¿Te refieres a algo así como un matrimonio concertado? –preguntó Adam mientras se inclinaba hacia atrás y cruzaba las piernas–. ¿Todavía se hacen esas cosas?

–Tenía la esperanza de que me dejara cuidar de mí misma –dijo ella secamente–. En cualquier caso, recientemente le han diagnosticado un tumor cerebral. Me temo que está muy avanzado –el tumor era de crecimiento lento, pero su padre había ignorado los síntomas durante demasiado tiempo. Le atormentaba la idea de que, si hubiera estado a su lado, a lo mejor habría detectado algún síntoma antes, o habría insistido en que acudiera a sus revisiones médicas.

Adam pronunció las habituales palabras de consuelo.

–Nuestro vecino –Jasmine le explicó que su padre incluso había elegido al candidato–. Es un viejo amigo mío del colegio.

–El príncipe malvado –murmuró Adam.

–No lo es –sonrió ella–. Es muy agradable, pero no tengo ninguna intención de casarme con él.

Era consciente de lo raro que debía de parecerle aquello a alguien que no se hubiera criado en el ambiente de la alta sociedad de Inglaterra, con su historia y tradiciones aún vivas y gozando de buena salud en las mansiones de la campiña.

–Será una visita bastante emotiva –Jasmine bajó la vista a sus manos–. Seguramente la última Navidad de mi padre. Yo… –dejó escapar el aire. Se sentía como una cría. Lo mejor era acabar cuanto antes. Y, ¿quién sabía? A lo mejor a Adam aquello le parecía divertido.

Pero no lo era. Durante toda su vida había defraudado a su padre. Tan sólo quería agradarle una vez, y quedarse con el recuerdo de haberlo hecho.

–Me temo que hace un par de meses le conté una mentira. Le dije que ya estaba prometida.

–Y ahí es donde entro yo en escena –de repente, él se inclinó hacia delante y la miró fijamente a los ojos–. Por cierto, ¿por qué yo?

«Porque ignoras mi pasado», pensó ella. «Porque me siento culpable por el modo en que te traté. Porque deseaba verte de nuevo…».

–No conozco a muchos hombres –confesó. Al menos no a muchos que no sintieran pena por ella o la consideraran objeto de burlas.

–¿Y cuando tu padre te pregunte por la boda, dónde viviremos y por el sonido de pequeños pasitos por la casa?

–Le contestaremos con ambigüedades –dijo ella con seguridad–. Mi padre y yo no coincidimos en muchas cosas –en realidad, en casi nada–. Nuestra relación es bastante distante. Me siento muy unida a mi madrastra, Gill. Puede que ella haga algunas preguntas, aunque seguramente no delante de él. Es muy discreta.

Adam no había apartado los ojos de ella. Secretamente, cruzó los dedos de las manos y los pies, consciente de que había muchas preguntas por responder. Necesitaba un plan. Había pensado en telefonearle, pero al final había albergado la esperanza de que un ataque por sorpresa proporcionara mejores resultados.

Aún sin sonreír, él la estudió con detenimiento. Si pudiera atrasar el tiempo hasta aquella mañana, o al menos hasta las llamadas telefónicas que siguieron… Adam solía mirarla así.

Sin embargo, lo que no había cambiado era su costumbre de moverse demasiado cerca. Hubiera preferido que estuviera sentado tras el escritorio y no encima de él.

–¿Estará tu tío presente en esta reunión familiar navideña? –como si le hubiera leído la mente, Adam se irguió un poco.

–No –era una pregunta esperada y, en el esquema de las cosas, el aspecto más importante–. Mi padre y él han discutido y sería mejor no hacer ninguna mención a este hecho –a pesar de la enfermedad, el rugido de sir Nigel se oiría en todo Lincolnshire si alguien se atreviera a nombrar a su némesis particular en su presencia–. Ya que probablemente se trate de su última Navidad –dulcificó la voz en un intento de suscitar simpatía–, odio la idea de disgustarle.

Los agudos ojos de Adam buscaron su rostro. Ella sostuvo su mirada a la espera de una respuesta.

–Un favor de tal magnitud –dijo él pausadamente–, y considerando el hecho de que ya tenía planes para Navidad…

–¿En serio?

–Yo siempre tengo planes, Jasmine –Adam sonrió, pero no había calidez en su sonrisa–. ¿Hay algún motivo por el que debería dedicarme a ti cuando prácticamente me echaste de tu casa hace unas pocas semanas?

–Pensé que éramos amigos –no es que se muriera por tener amigos, pero sí había disfrutado cada segundo en compañía de Adam, haciendo cosas que jamás había hecho antes, como esquivar sus intentos de llevársela a la cama.

Jasmine se recordó que los amigos, como norma, no solían disfrutar de un sexo tórrido y pleno en casi todas las habitaciones de la casa. Aunque increíble, la experiencia le había dejado buenos, más bien geniales, recuerdos y no le importaría que Adam Thorne fuera su último amante. ¿Quién podría superarle?

Sintió un escalofrío que, a juzgar por el destello en los ojos de caramelo, no pasó desapercibido. Tragó con dificultad. No podía permitir que él adivinara los recuerdos que acababan de cruzar por su mente, ni que fuera capaz de identificar las notas de menta y naranja de su colonia. Ni que su respiración se hubiera acompasado a la suya. Ni lo malditamente atractivo que le resultaba el modo en que las masculinas cejas rozaban ligeramente ambos lados del puente de la nariz.

–Los amigos se ayudan mutuamente –murmuró él.

Ella cerró los ojos y empezó a desesperarse. Adam hablaba con la misma voz de la noche en que al fin le había convencido de que lo deseaba tanto como él a ella. «¿Por qué negarlo?», había dicho. «El sexo es una manera natural y agradable de mostrar aprecio». Esa voz había sido su perdición. Sensual, sugerente y cálida, había impregnado sus sentidos como si fuera miel. Las imágenes eróticas de la noche compartida, de sus susurros apremiándole a hacerle cosas que jamás había pensado que sería capaz de hacer, hizo que los dedos de los pies se le encogieran de placer.

Por primera vez, a no ser que la excitación le hiciera imaginarse cosas, la mirada de Adam se suavizó un poco. Mucho. Adam Thorne sabía exactamente en qué estaba pensando.

–No lo ignoro, encantadora Jasmine –dijo él confirmándole las sospechas–. Créeme, recuerdo cada espectacular y apasionado centímetro de ti.

Jasmine contuvo la respiración en un intento de calmar su enloquecido pulso. De sus mejillas surgió un calor que inundó todo su cuerpo. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía volverla loca sin siquiera tocarla? En el trabajo solía jugar con ella, sentándose en su mesa, diciendo naderías con voz aterciopelada, mirándola con unos ojos que serían la tentación de un santo. No sabía si intentaba fastidiar a su hermano o destruir su reputación de niña buena. En cualquier caso, ejercía un poder devastador sobre ella, y lo sabía.

–Esa cuestión no está en la agenda –dijo con voz menos firme de la que le hubiera gustado emplear. ¿A cuál de los dos intentaba convencer?–. Me acosté contigo en un momento de debilidad –tenía que acabar con eso. Había otras prioridades aparte de sus egoístas deseos–. No esperaba volver a verte y no buscaba nada más.

–Pues desde luego no estoy disponible para una relación –Adam rió–, pero para formar parte de tu agenda… –alzó los dedos para dibujar unas comillas en el aire–. Lo que no veo aquí es una justa reciprocidad entre amigos.

El deseo de Jasmine se enfrió lentamente. Sabía qué buscaba de ella, pero si descubría hasta qué punto estaban enemistados su padre y su tío, dejaría de serle útil. Tenía que maquillar a su familia, al menos hasta que estuviera en la propiedad y hubiera aceptado su hospitalidad. Con suerte, sus encantos y buenos modales harían el resto.

–Lo único que pido –insistió Adam–, es que me presentes. El resto dependerá de mí.

Viendo la determinación dibujada en su rostro, Jasmine comprendió que no le bastaría con «maquillar» a la familia. Ese hombre quería algo más concreto.

Con una esperanza de vida de seis meses a un año, la felicidad de su padre era su única prioridad. No tenía ni idea de cómo iba a hacerlo, pero consiguió reunir una seguridad que no sentía.

–Si haces esto por mí, te doy mi palabra de que organizaré el encuentro –dudó antes de continuar con firmeza–, después de Navidad.

–Muy bien –Adam se volvió a su lado del escritorio–. Y ahora que hemos zanjado esa cuestión, hay una cosa más…

Jasmine estaba a punto de levantarse de la silla, dispuesta a marcharse.

–Esta noche se celebra el baile de Navidad de la empresa y he estado demasiado ocupado para buscar pareja. Vendrás conmigo.

Incluso mientras aceptaba a regañadientes, ella tuvo una mala sensación. Cuanto más tiempo pasara con Adam Thorne, más desearía estar con él. Esperaba que sus buenas intenciones no la metieran en un lío.

Por otro lado, aunque había tenido unas cuantas oportunidades para sentirse mujer durante los últimos años, Adam Thorne le hacía sentir como la mujer.