La magia del momento - Joan Hohl - E-Book
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La magia del momento E-Book

Joan Hohl

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Beschreibung

Algunas cosas podían diferenciar a un hombre del resto… Justin Grainger vivía de acuerdo a sus propias reglas y ninguna de ellas incluía tener que sentar la cabeza. Por eso, cuando conoció a la sexy dama de honor de la boda de su hermano, sólo pensó en seducirla y en disfrutar de una semana de pasión sin compromisos. Pero al final de la semana, Justin tenía la sensación de que había perdido algo más que una amante… Hannah cayó en la tentación que Justin le ofrecía y lo siguió en aquel torbellino de sensaciones sabiendo que era algo temporal… pero deseando que fuera algo más. Y sin sospechar que podía haber consecuencias…

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Seitenzahl: 171

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Joan Hohl. Todos los derechos reservados.

LA MAGIA DEL MOMENTO, Nº 1398 - junio 2012

Título original: A Man Apart

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0167-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversion ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

Justin Grainger era un hombre diferente, y le gustaba ser así. Era un hombre que estaba contento con su vida. Su afinidad con los caballos era asombrosa, y le gustaba su trabajo, que consistía en ocuparse de llevar su aislado rancho de caballos en Montana.

Pero Justin no era un ermitaño ni un lobo solitario, ni mucho menos. Le gustaba la fácil camaradería que compartía con los mozos del rancho y su capataz, Ben Daniels. Y aunque Justin no había querido volver a tener una mujer en su propiedad desde su fracasado matrimonio y divorcio cinco años atrás, había aceptado la presencia de la nueva esposa de Ben, Karla. Karla había sido la ayudante personal de Mitch, el hermano de Justin, que dirigía el casino que la familia poseía en Deadwood, en Dakota del Sur.

Justin también iba de vez en cuando a visitar a sus padres, ahora jubilados, que habían trasladado su residencia a Sedona, Arizona, un lugar con temperaturas mucho más cálidas durante todo el año. Los dos contaban con buena salud y disfrutaban de una intensa vida social. Su hermana Beth, aún soltera, vivía en San Francisco dedicada al mundo de la moda, y su hermano mayor, Adam, regentaba los distintos negocios familiares desde las oficinas centrales en Casper, Wyoming.

Adam estaba casado con una mujer encantadora, llamada Sunny, a quién en principio Justin había decidido tolerar en nombre de la unidad familiar, pero a la que pronto llegó a admirar y respetar, y a la que quería casi tanto como a su propia hermana. El matrimonio tenía una niña pequeña, Becky, a la que Justin adoraba.

De vez en cuando, Justin incluso pasaba algún tiempo con alguna que otra mujer, siempre que ella estuviera dispuesta y no buscara ataduras ni compromisos por su parte, y eso era para él la situación perfecta. Justin aseguraba que era mucho más fácil tratar con caballos que con mujeres, mucho menos polémicos, y que además nunca le llevaban la contraria, por lo que era mucho más fácil hablar y entenderse con ellos.

A pesar de todo, después de un largo y caluroso verano con trabajo hasta las cejas, un otoño igual de ajetreado, y un invierno que acababa de empezar, Justin se sentía inquieto y no protestó mucho cuando recibió una llamada urgente de su hermano Mitch la semana antes de Navidad.

–Necesito que vengas a Deadwood –dijo Mitch, tan directo como siempre.

–¿Sí? ¿Por qué? –respondió Justin, en el tono indiferente que le era habitual.

–Me caso y quiero que seas mi padrino –le espetó Mitch–. Por eso.

Para dejar a cualquiera con la boca abierta, la explicación de su hermano no tenía rival, reconoció Justin para sus adentros.

Lo cierto era que la relación entre los hermanos Grainger se asentaba sobre las bases de una total lealtad y devoción en cualquier situación.

–¿Cuándo la has perdido, Mitch? –preguntó Justin por fin, adoptando un suave tono de lástima.

–¿Perder qué? –preguntó su hermano, un tanto perplejo.

Justin sonrió.

–La cabeza, hermanito, la cabeza. Tienes que haberla perdido irremisiblemente para tirarte de cabeza al pozo del matrimonio.

–No he perdido ninguna cabeza, hermanito –respondió Mitch, divertido–. Por muy manido que te suene, lo que he perdido ha sido el corazón.

Imposible que Justin dejara pasar el comentario de su hermano sin hacer algún comentario sarcástico.

–De «que me suene» nada –repuso Justin, disfrutando inmensamente–. Es lo más manido que he oído en mi vida, sin más.

Mitch soltó una carcajada.

–No sé qué decirte, hermano –dijo, poniéndose serio de repente–. Estoy totalmente enamorado de ella.

Oh, sí, pensó Justin, escuchando la intensidad en la voz de su hermano. Mitch hablaba totalmente en serio. Estaba coladito por una mujer, y él sospechaba de quién se trataba.

–Es Maggie Reynolds, ¿verdad?

–Sí… claro.

Claro. A Justin no lo sorprendió, en absoluto. Una ligera sonrisa curvó sus labios. De hecho, después de todos los increíbles comentarios que había oído a su hermano sobre la señorita Reynolds desde que ésta ocupó el puesto de ayudante personal que Karla había dejado vacante, Justin tenía que haber estado preparado para el anuncio de la boda en cualquier momento.

–¿Y bien?

La voz impaciente de Mitch se abrió paso entre los pensamientos de Justin.

–¿Y bien qué? –preguntó Justin.

Mitch suspiró largamente, y Justin apenas pudo contener una carcajada.

–¿Serás el padrino de mi boda?

–¿Por qué no? –repuso Justin–. Desde luego me apetece más que ser el novio.

–Descuida, que en mi boda no lo serás.

–¿Cuándo quieres que vaya a Deadwood? –peguntó Justin, tras soltar una risita.

–Hemos fijado la fecha para el primer sábado de enero, pero podrías venir a pasar la Navidad con nosotros –sugirió Mitch, con cautela.

–Me temo que no –respondió Justin, dirigiendo una mirada al enorme abeto decorado que había delante del ventanal del salón.

El árbol, junto con otras decoraciones navideñas en distintos puntos de la casa, era una concesión a la nueva esposa de Ben, pero no significaba que él estuviera dispuesto a unirse a las celebraciones de la Navidad.

–Ya sabes que no me gusta...

–La Navidad –terminó Mitch por él–. Sí, lo sé –su hermano dejó escapar un cansado suspiro–. Esta Navidad hace cinco años que Angie se largó con aquel vendedor. ¿No crees que ya es hora de olvidarlo, Justin, y buscar una mujer buena y decente que...?

–Déjalo, Mitch –le advirtió Justin en tono seco, sin querer recordar aquel amargo invierno–. La única mujer que quiero encontrar no tiene que ser ni buena ni decente, sólo necesito que tenga ganas de pasar un buen rato.

–Eh, eh –dijo Mitch en tono de desaprobación–. Confío en que si esperas buscar a alguien así aquí en Deadwood lo hagas con discreción.

–No quieres que escandalice a tu futura señora, ¿eh?

–A mi futura señora, y a la señora de Ben, y a la señora de Adam –respondió Mitch, serio–. Por no hablar de tu madre y tu hermana Beth.

–¡Ay! –rió Justin–. Está bien. Seré superdiscreto, incluso circunspecto.

Mitch se echó a reír.

–Como quieras.

–A propósito, ¿va a ser Karla la dama de honor?

–Sí, pero habrá dos.

–¿Dos qué?

–Dos damas de honor –explicó Mitch–. La mejor amiga de Maggie viene desde Filadelfia después de pasar por Nebraska para ser su dama de honor.

–¿Desde Filadelfia pasando por Nebraska?

–Vive en Filadelfia –explicó Mitch–. Maggie es de allí.

–Sí, ya lo sé, pero ¿qué tiene que ver con Nebraska?

–Hannah es de Nebraska. Va a visitar a su familia antes de venir a Deadwood.

–Hannah, ¿eh?

Justin imaginó inmediatamente a una mujer seria y de aspecto anticuado que encajara con aquel nombre también anticuado. Una mujer remilgada, formal, virginal y seguramente feísima.

–Sí, Hannah Deturk.

Y, con ese apellido, además mojigata.

–Y más vale que seas amable con ella –le advirtió Mitch.

–Claro que seré adorable con ella. ¿Por qué demonios no iba a serlo? –dijo Justin, sinceramente herido por la advertencia de su hermano.

¿Por qué se creería en la necesidad de hacerle semejante advertencia? Ni que fuera un mujeriego, corriendo todo el día detrás de unas faldas.

–Vale –el tono de Mitch era conciliador–. Nunca has guardado en secreto lo que piensas de las mujeres y no quiero que hagas nada que pueda molestar a Maggie.

–Suenas tan pillado como Ben –dijo Justin, divertido, a la vez que desviaba el tema de conversación–. Esta vez te ha dado bien fuerte, ¿verdad?

–La amo más que a mi propia vida, Justin –admitió Mitch, con firmeza.

–Te he oído, y te prometo que me comportaré como un auténtico caballero.

Justin sabía que nunca había sentido lo que parecía sentir su hermano por una mujer, ni siquiera por su ex mujer, Angie, y estaba seguro de que jamás lo sentiría.

Qué demonios, ni siquiera quería sentir un tipo de emoción tan intensa por ninguna mujer, se dijo minutos más tarde, con el ceño fruncido, mientras colgaba el teléfono.

Lo único que podía conseguir era sufrimiento y dolor. Y no quería volver a pasar por ahí.

Primero Ben y Karla, ahora Mitch y Maggie, musitó mirando a ninguna parte, y las dos parejas en menos de un año.

Aunque Justin no era dado a dejarse llevar por ideas extravagantes, se preguntó si el agua de Deadwood no tendría algún tipo de afrodisíaco, o quizá sería el ambiente en el casino, que emanaba una especie de hechizo amoroso al aire.

El día después de Navidad Justin salió hacia Deadwood, convencido de que él era inmune a cualquier tipo de hechizo o poción. Él ya había aprendido la lección.

A Hannah Deturk no le hizo ninguna gracia tener que dejar Filadelfia la tercera semana de diciembre para dirigirse a Dakota del Sur, aunque pasando primero por Nebraska. Para ella, Deadwood, Dakota del Sur, era como el fin del mundo e incluso peor, un lugar mucho más perdido y aislado que la parte de Nebraska donde había nacido y crecido.

Después de licenciarse en la universidad y mudarse, primero a Chicago, donde hacía demasiado viento, después a Nueva York, que era demasiado grande, y por fin a Filadelfia, donde había encontrado su nuevo hogar, Hannah se había jurado no volver jamás a esa parte del país, excepto para visitar a sus padres. También se había prometido no ir nunca entre noviembre y marzo, e incluso octubre, abril y mayo le parecían meses muy arriesgados.

Sólo una petición de sus padres o, como era el caso, el matrimonio de su querida amiga Maggie, podían convencerla para dedicar las tres semanas de vacaciones que se permitía al año a una remota y provinciana ciudad de Dakota del Sur llamada Deadwood, donde abundaban los casinos y el juego.

No le gustaba el juego. Nunca había pisado los casinos de Atlantic City, apenas a una hora de distancia de Filadelfia. Y sin embargo, cuando Maggie la llamó para decirle que se casaba en enero y le pidió que fuera una de sus damas de honor, a Hannah ni se le pasó por la imaginación rechazar la invitación.

Así, unos días después de Año Nuevo, y tras haber pasado las navidades con su familia en Nebraska, Hannah se encontró de nuevo en la carretera, al volante de un todoterreno alquilado, bajo una ligera nevada, camino de Deadwood.

Cuando llegó por fin a la ciudad que se había hecho famosa, entre otras cosas, por las hazañas de las legendarias figuras de Juanita Calamidad y Bill Hickok, ya había oscurecido y las calles estaban cubiertas de nieve.

Los días de la tristemente famosa pareja quedaban muy lejos, y Deadwood era prácticamente idéntica a cualquier pequeña ciudad del centro de Estados Unidos.

Hannah echó de menos Filadelfia, que ahora estaría sufriendo la hora punta de la tarde y el tráfico sería horrible. Incluso eso echaba de menos.

Aunque pensándolo mejor, quizá no.

Sonriendo para sus adentros, Hannah se concentró en las calles buscando el lugar donde Maggie le había indicado que debía girar. Minutos después detuvo el vehículo delante de un enorme edificio de estilo victoriano que había sido reconvertido en apartamentos.

No le extrañaba que Maggie se hubiera enamorado de la casa, pensó Hannah, apeándose del jeep para admirar, a través de la fina capa de nieve que caía, la antigua mansión que fue antaño la residencia familiar de los Grainger. Era un edificio impresionante, que traía a la mente imágenes de una era pasada, llena de elegancia y esplendor.

–¡Hannah!

Hannah parpadeó de regreso al presente al escuchar el entusiasmado grito de su amiga Maggie, que bajaba corriendo por la escalinata de piedra, sin abrigo y sin paraguas, hacia ella.

–¡Maggie! –Hannah abrió los brazos para abrazar a su amiga–. ¿Estás loca o qué? –preguntó, riendo, dando un paso atrás para contemplar el rostro resplandeciente de su amiga–. Está nevando y hace un frío que pela.

–Sí, estoy loca –respondió Maggie, riendo a su vez–. Tan loca y tan enamorada que ni siquiera siento el frío.

–Tienes a tu amorcito para tenerte calentita, ¿verdad? –bromeó Hannah.

–Sí, así es –le aseguró Maggie, a la vez que se estremecía por el frío–. Estoy impaciente por presentártelo.

–Yo también estoy impaciente por conocer al afortunado –dijo Hannah, sujetándose al brazo de Maggie y echando a caminar junto a ella hacia la casa–. Pero entretanto, será mejor que entremos. Estoy helada.

–Adentro se está mucho mejor –le aseguró Maggie con una radiante sonrisa–. Incluso en mi nidito de la tercera planta.

Por un momento, Hannah se soltó del brazo de Maggie y miró hacia su coche.

–Ve tú delante. Voy a buscar mis maletas y estaré contigo en un minuto.

–¿Has traído el vestido para la boda?– preguntó Maggie, desde el porche cubierto de la casa.

–Claro que sí –le gritó Hannah desde el maletero abierto del coche, estremeciéndose al sentir el azote de la nieve helada en la cara–. Ahora mismo entro.

Media hora más tarde, con las maletas deshechas, y el vestido especial que con tanto ahínco había buscado por todo Filadelfia colgado en una percha del armario, Hannah estaba sentada en un cojín en la alcoba del cálido «nidito» de Maggie, con una taza de leche con cacao en las manos.

Con cuidado, bebió un trago y suspiró.

–Mmm, delicioso. Pero muy caliente. Me he quemado la lengua.

Maggie se echó a reír.

–Tiene que estar caliente –dijo su amiga, divertida–. Por eso quita el frío.

La ligera mueca de dolor en el rostro de Hannah se convirtió en una suave sonrisa. Era maravilloso volver a ver reír a su amiga, ver el resplandor de felicidad en su rostro, que había sustituido al amargo dolor de la traición del verano anterior.

–Esta vez sí que estás enamorada –dijo Hannah, bebiendo otro sorbo con cuidado–, ¿verdad?

–Sí. Aunque hace unos meses no lo hubiera creído posible, estoy muy enamorada –dijo Maggie, con un suspiro de satisfacción y expresión soñadora en los ojos–. Mitch es tan maravilloso, tan…

–¿Tan todo lo que no era Todd? –terminó Hannah la frase por ella.

–¿Qué Todd? –preguntó Maggie, con fingida inocencia.

Hannah sonrió, convencida por fin de que su amiga estaba totalmente recuperada.

–Oh, ya sabes, el Todd aquel como se llame, el idiota con el que te ibas a casar. El mismo idiota que se casó con la hija de su jefe.

Maggie hizo una mueca.

–Oh, aquel idiota. Sí, Mitch es todo lo que no era Todd –le aseguró, con una suave sonrisa–. Y mucho más que eso.

–Bien.

Hannah se relajó totalmente al escuchar las palabras de su amiga, y estudió el rostro radiante de Maggie.

–Esta vez estás enamorada de verdad –murmuró Hannah–, ¿no es así?

Maggie se echó a reír.

–¿No acabo de responderte a esa pregunta hace un momento? Sí, Hannah, estoy profundamente, locamente, desesperadamente, deliciosamente…

–Está bien, está bien –la interrumpió Hannah, alzando las manos en el aire y riendo–. Te creo.

–Ya era hora –dijo Maggie, riendo con ella–. ¿Quieres algo más? ¿Una galleta?

–No, gracias –dijo Hannah, negando con la cabeza–. Todavía me queda leche en el vaso, y ya he comido muchas galletas. Están deliciosas.

–Las ha hecho Karla.

Hannah frunció el ceño.

–¿Karla?

Entonces recordó lo que Maggie le había contado sobre su trabajo.

–Oh, ya me acuerdo, la mujer que sustituiste en el trabajo, la que será también dama de honor.

–Sí –dijo Maggie–. Le encanta cocinar, y preparó estas galletas para Navidad. Cuando vino, nos trajo unas pocas.

–Qué considerada –dijo Hannah, sonriendo–. Así que supongo que ya está aquí. Tengo muchas ganas de conocerla.

–Sí, está aquí, en Deadwood. Karla, y su marido, Ben, y su bebé –dijo Maggie, y se echó a reír–. La verdad es que está toda la panda.

–¿Panda? –preguntó Hannah, extrañada, arqueando una ceja.

–Sí, toda la familia de Mitch –explicó Maggie–. Han ido llegando con cuentagotas en los últimos dos días. Los padres de Mitch, sus dos hermanos, uno solo, el otro con su familia, y su hermana. Los conocerás a todos el viernes por la tarde en el ensayo, y tendrás la oportunidad de hablar con ellos en la cena que hemos reservado después.

–¿Cena? ¿Dónde?

–Mitch ha hecho una reserva para todos en el hotel Bullock.

–Oh.

Por supuesto que Hannah no tenía idea de dónde podía estar el hotel Bullock, pero tampoco importaba.

–¿Y entonces conoceré a Mitch?

Eso sí que le importaba. Y mucho. Hannah había sido testigo del dolor y la humillación a la que el anterior prometido de Maggie la había sometido. Aunque nunca llegó a confiar ni a apreciarlo plenamente, ya que le había resultado demasiado hipócrita y falso desde el primer momento, habría preferido que sus sospechas sobre él no se hubieran hecho realidad.

–No –dijo Maggie, negando con la cabeza–. Conocerás a Mitch esta noche. Vendrá por aquí un poco más tarde. Le he hablado mucho de ti, pero aunque tiene muchas ganas de conocerte, quería darnos un poco de tiempo a solas, para que habláramos de nuestras cosas. Es así de considerado.

«Eso lo decidiré yo», se dijo Hannah para sus adentros, aunque parecía que esta vez Maggie estaba realmente enamorada.

–¿Cómo es? –preguntó–. Estar enamorada, quiero decir.

–Es todas las cosas que he dicho antes, aunque también da un poco de miedo.

–¿Miedo?

Todos los sentidos de Hannah se pusieron de nuevo en alerta. ¿No sería que aquel Mitch Grainger era un matón, o un abusador? No podía imaginar que una mujer tan independiente como su amiga se enamorara de un hombre capaz de intimidarla, pero no podía evitar recordar que Maggie había estado a punto de casarse con un impresentable hipócrita y mentiroso como Todd.

–Bueno, quizá la palabra no sea miedo –dijo Maggie, tras quedar pensativa unos minutos–. Es todo tan nuevo y repentino, y casi demasiado emocionante, demasiado intenso. Ya sabes cómo es el amor.

Desde luego aquella vez sí que parecía ir en serio, pensó Hannah. ¿Demasiado emocionante? ¿Demasiado intenso? Estaba impaciente por conocer al novio.

–La verdad es que no –admitió en voz alta–. No lo sé.

Maggie parpadeó con perplejidad.

–Estás de broma.

–No, en absoluto.

–¿Nunca has estado enamorada? ¿Y aquel chico con el que saliste en la universidad?

–Oh, pensaba que estaba enamorada de él, es verdad –explicó Hannah–. Resultó que al final era una combinación de química y hormonas desbocadas, lo que normalmente se llama simple lujuria –añadió en tono irónico, con una burlona sonrisa en los labios.

–Pero... ¿desde entonces..? –insistió Maggie.

–No.

Hannah apuró la taza de leche con cacao. Se había quedado tan seria como su vida amorosa. Más bien, su inexistente vida amorosa.

–Ha habido un par de flirteos, un poco de actividad sexual, pero no mucho. Hubo una relación breve, aunque a mí me parecía prometedora, de la que nunca te hablé. Pero la verdad es que nunca acabó de arrancar –le contó, encogiéndose de hombros–. Nada que se pueda parecer ni por asomo a lo que tú has descrito.

–Oh, es una lástima. Todo el tiempo que hace que nos conocemos, y nunca supe, ni siquiera me imaginé... siempre has sido muy discreta en todo lo referente a tu vida personal.

Hannah se echó a reír.

–Eso era porque no tenía vida personal, al menos nada que mereciera una conversación.

–Nunca imaginé... –Maggie de repente suspiró, y sonrió–. Oh, qué ganas tengo de que te enamores de una vez y sientas esta sensación tan emocionante como de burbujas de champán que te suben por dentro.

–No estoy segura de que me apetezca mucho sentir eso –dijo Hannah, moviendo lentamente la cabeza de un lado a otro.

–¿No quieres? –exclamó Maggie, sorprendida–. Pero ¿por qué?

–Porque... –Hannah titubeó un segundo, eligiendo cuidadosamente sus palabras para no ofender a su amiga–. No creo que quiera exponerme hasta tal punto.

–¿Exponerte? –Maggie frunció el ceño, sin entender–. No entiendo lo que quieres decir. ¿Exponerte a qué?

–A esa clase de vulnerabilidad emocional –respondió Hannah.

Maggie sonrió divertida.

–Estás loca, ¿lo sabes? ¿No te das cuenta de que si yo estoy emocionalmente vulnerable, Mitch también lo está, de la misma manera?

–Supongo que sí –murmuró Hannah, sin expresar en voz alta sus dudas respecto a que así fuera.

Hannah se guardó sus dudas para sus adentros. Siempre se le había dado bien distinguir la verdadera personalidad que se escondía detrás de lo que las personas ofrecían de sí mismas al público, y en el caso de Todd no se había equivocado.

«Espera y verás», se dijo a sí misma, arqueando una ceja, cuando vio que Maggie fruncía el ceño pensativa, y se mordisqueaba el labio inferior.

–¿Ocurre algo? –preguntó Hannah.

Maggie alzó los hombros, en gesto de indecisión.

–No, la verdad. Es sólo que...