Seducir al jefe - Joan Hohl - E-Book
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Seducir al jefe E-Book

Joan Hohl

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Beschreibung

¿Aceptaría un matrimonio sin amor? A Jennifer Dunning su jefe le hizo una oferta difícilmente rechazable, a pesar de la mala reputación que Marsh Grainger tenía con las mujeres. Decepcionada con el amor, Jennifer tenía la seguridad de que sería inmune a los encantos del sexy ranchero, pero no había contado con la potente química que surgiría entre ellos. También Marshall era escéptico respecto al amor, y la única razón por la que quería casarse con ella era para tener descendencia. ¿Podría aceptar Jen la oferta por más que el sexo fuera como una explosión de fuegos artificiales?

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Seitenzahl: 162

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Joan Hohl

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Seducir al jefe, n.º 2008 - octubre 2014

Título original: Beguiling the Boss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4886-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Uno

Jennifer Dunning era una privilegiada y lo sabía. Desde el día que nació había sido halagada y lisonjeada por sus padres y por todo el mundo. Sin embargo, no recordaba haber tenido ni una sola pataleta cuando no conseguía lo que quería. Aceptaba una negativa en silencio y seguía adelante.

En aquel momento estaba sentada en su dormitorio, donde llevaba prácticamente dos semanas encerrada buscando frenéticamente en su ordenador una nueva vida. Había llegado la hora de marcharse de la casa de sus padres en una urbanización de lujo a las afueras de Dallas.

Jennifer era excepcionalmente guapa; lo había sido de bebé y lo era aún más a los veintiocho años. Alta y esbelta, con las curvas precisas en los lugares necesarios, estaba bendecida con un maravilloso cabello color miel, ojos marrón oscuros y facciones clásicas.

Pero estaba inquieta y frustrada. Dos semanas atrás había dejado su trabajo como ayudante personal del director general de una gran empresa. Se había hartado de los sermones de un hombre que no estaba a la altura de su puesto y que solo lo ocupaba por ser hijo del dueño de la empresa. También se había cansado de las miradas insinuantes que le dirigía cada vez que estaban en la misma habitación.

Jennifer no necesitaba trabajar. Sus padres eran ricos y ella era hija única; además, contaba con un gran fondo fiduciario que le había dejado su abuela paterna; y otro, algo menor, de su abuelo materno, que todavía vivía. Pero a ella le gustaba trabajar. Era inteligente y tenía una licenciatura en Ciencia y un máster en Administración de Empresas; le gustaba estar ocupada y ser útil.

Trabajar era mucho más entretenido que la vida social de Dallas, que le resultaba superficial y aburrida. De adolescente, había disfrutado con las clases de baile y también le gustaba montar a caballo. De hecho, era una experta amazona.

Pero con el tiempo, había empezado a aburrirse de comer con sus amigas todos los miércoles y de cotillear sobre gente que le daba lo mismo. Todo le resultaba demasiado frívolo y ella tenía grandes planes para sí misma. Quería ir a la universidad de Pennsylvania, al Wharton School of Business. Sus amigas, en cambio, pensaban quedarse en Texas. Así que sus caminos acabaron por divergir. Jennifer había optado por aguantar hasta final de verano antes de marcharse.

Sus padres, por contraste, disfrutaban plenamente de una frenética vida social. Aunque Jennifer sabía que la querían, apenas los veía. De pequeña, había pasado casi todo el tiempo con la doncella, Ida, que le había enseñado a limpiar; y con el cocinero, Tony, que la había convertido en una excelente cocinera. De hecho, Jennifer adoraba las tareas domésticas.

Después de terminar los estudios de secundaria, volvió a Dallas y se instaló en un apartamento con acceso independiente en casa de sus padres. Podría haber invitado a quien quisiera, pero nunca había pasado allí la noche con ningún hombre, y no porque a sus padres les hubiera importado (después de todo, era ya una adulta), sino porque los hombres no le interesaban particularmente.

Quizá eso se debía a lo que le había pasado en uno de los últimos años en el colegio. Algo que no le había contado a nadie. Se marchaba del colegio tarde, tras una reunión con su profesor de matemáticas. Era casi de noche e iba distraída por el aparcamiento hacia su coche.

El chico era mayor, un típico chico guapo, gran jugador de fútbol americano, al que todas las amigas de Jennifer adoraban. Pero a ella le parecía demasiado engreído y chulo. Tal vez por eso mismo la había acosado aquella tarde.

La acorraló entre dos coches aparcados, se bajó la bragueta con una mano mientras le metía la otra por debajo de la falda a Jennifer. Aterrorizada, ella dio un grito agudo y, aunque el aparcamiento parecía desierto, se oyó una voz masculina que gritó: «¡Qué pasa ahí!».

El superdeportista juró entre dientes y la amenazó: «Más te vale mantener la boca cerrada, zorra». Y salió corriendo.

Ella corrió hasta su coche sin hacer caso del desconocido, al que oyó acercarse.

Aquella tarde sus padres no estaban en casa cuando llegó, temblorosa y con los ojos enrojecidos. La amenaza del chico resonó en sus oídos mucho tiempo, pero nunca se lo había contado a nadie.

La experiencia le creó una profunda desconfianza hacia el sexo opuesto, aunque con el tiempo comprobó que no todos los hombres eran como aquel. De hecho, hasta se dejó llevar por la curiosidad con un compañero de la universidad, aunque después se sintió vacía y desilusionada. Así que nunca había invitado a ningún hombre a su apartamento.

Y eso que sus padres no se habrían enterado porque estaban demasiado ocupados, socializando e intercambiando parejas con sus mejores amigos.

Jennifer había descubierto hacía poco aquel juego y no tenía ni idea de cuántos participaban o desde cuándo lo hacían; tampoco quería saberlo. De hecho, apenas aguantaba estar en presencia de sus padres. Sabía que lo que hicieran con su vida no era de su incumbencia, pero se sentía traicionada, como si la hubieran mentido durante años presentado una fachada de corrección social y de matrimonio perfecto. A veces sentía ganas de hacer algo que los escandalizara.

Por eso había dejado el trabajo al día siguiente de volver a su casa y descubrir en una situación comprometida a su padre con Annette Terrell, la esposa de su mejor amigo; y a su madre con el esposo, William.

Dos semanas después, decidió marcharse de casa y comenzó a buscar otro empleo. Amaba a sus padres, pero lo que había visto la había sacudido hasta la médula. Y aunque confiaba en que con el tiempo podría estar con ellos sin que la atormentara la horrorosa imagen que había visto, necesitaba un poco de distancia.

Una semana más tarde, les dejó una nota:

Me voy a ver al mago de los negocios de Dallas, Marsh Grainger, para un trabajo. Os llamaré.

También mandó un correo a sus mejores amigas:

Hola a todas. Me voy por un tiempo. Seguiré en contacto.

Sabía que cuando mirara su correo le habrían escrito queriendo saber todos los detalles, pero por el momento ella no quería darlos. Como tampoco quería anunciarles que tenía una entrevista con Marshall Grainger, que tenía fama de conquistador. Ni siquiera podía explicar por qué le había tentado el anuncio de Marshall Grainger solicitando una ayudante personal. Necesita espacio y tiempo para sí misma, e intuía que el Mago, de quien se decía que prefería su rancho en el campo a la agitada vida social de la alta sociedad de Dallas, podía ayudarla.

* * *

Marshall Grainger necesitaba ayuda en el despacho y en la casa.

Perteneciente a la familia Grainger de Wyoming, Dakota del Sur, Marsh era rico. Poseía un enorme rancho de ganado en Colorado, que dirigía un excelente capataz y antiguo compañero de la marina de Marsh, Matt Hayes. El rancho pertenecía a su familia desde hacía varias generaciones y allí, donde pasó los veranos de su infancia, había aprendido todo lo que necesitaba saber sobre el campo.

Pero más que ganadero, Marsh era un hombre de negocios. Era alto y delgado, tenía las facciones marcadas y una mandíbula firme; además de una melena densa de color chocolate y ojos rasgados gris oscuro.

Aunque era dueño del rascacielos en el que tenía las oficinas de su empresa en Dallas, apenas acudía a la ciudad. De hecho, evitaba la vida social como si fuera la peste y prefería trabajar desde la casa ubicada en el mismo centro de los cincuenta acres del rancho.

En aquel momento, se esforzaba por no albergar demasiadas esperanzas, pero después de varias semanas de desesperación, confiaba en poder pasarle las cuentas y otros asuntos a su nueva ayudante.

Por fin había solicitado el puesto alguien titulado. Y que fuera una mujer… era un inconveniente menor.

Se sirvió un café y miró la hora. Era la una y treinta y dos. La cita era a las dos. Aclaró la taza y preparó una cafetera, aunque pensó que, tras el viaje, la mujer querría algo fresco. Miró en el frigorífico. Tenía algún refresco.

Solo le quedaba esperar; algo que no se le daba especialmente bien.

Su anterior ayudante había dimitido hacía tres meses, y desde entonces no había conseguido dormir una sola noche del tirón. Con suerte, a la candidata le gustaría la casa. Miró a su alrededor e hizo una mueca: tanto la cocina como el resto de la casa necesitaban una buena limpieza. Él había hecho lo posible por mantenerla lo mejor posible, pero estaba demasiado ocupado.

Marsh no había calculado que le fuera a costar tanto encontrar ayuda. La mayoría de las respuestas que había recibido procedían de personas no cualificadas o a las que les parecía que el rancho estaba demasiado aislado.

¿Acaso los urbanitas no sabían que estaba en una zona turística? Era evidente que no tenían ni idea.

Pero con un poco de suerte, su vida iba a normalizarse. Si conseguía sustituir a su ayudante y a su cocinera y asistenta, la vida volvería a brillar.

Tanto una como otra se habían marchado por amor. ¿Amor?

Para empeorar las cosas, la hija de los vecinos, que solía ayudar a la asistenta, había dejado de ir cuando esta se había marchado, porque a sus padres les parecía inapropiado que continuara trabajando en la casa cuando él estaba solo.

Marsh hizo una mueca. ¿Qué podía hacer si tenía mala reputación? Después de todo, era un hombre en su plenitud. Y le gustaban las mujeres; no las adolescentes. De no haberse sentido molesto, se habría reído.

Con treinta y cuatro años, tenía que admitir que estaba amargado y que usaba el cinismo como arma.

Lo habían traicionado en dos ocasiones. La primera vez, con seis años, cuando su madre abandonó a su padre, llevándose gran parte del dinero. La segunda vez cuando, después casarse a los veinticuatro años tras un tórrido romance, su joven esposa le dijo que no estaba dispuesta a desperdiciar su vida en el campo, teniendo bebés y arruinando su figura. Marsh sabía que debía haber hablado con ella de su deseo de tener hijos antes de casarse; con ello se habría ahorrado mucho tiempo y dinero; especialmente cuando sabía que, en el fondo, no la amaba. Para él, el amor era algo inventado por poetas y escritores, pero aun así, habría tenido hijos con ella porque estaba convencido de que debía ser padre. Quería un heredero, alguien a quien amar con el único amor verdadero.

Dos años después, su padre se jubiló y se retiró a vivir con él en el rancho, donde concluyó el lento declive que lo llevó a la muerte.

Fue un periodo muy difícil para Marsh.

El sonido del café saliendo lo sacó de su ensimismamiento. Se sirvió una taza y suspiró. Aunque le inquietaba tener a una mujer en la casa, confiaba en que Jennifer Dunning aceptara el puesto. En el papel, parecía una mujer madura, inteligente y adulta. Sus cartas de recomendación eran excepcionales. Pertenecía a una familia rica pero parecía gustarle trabajar. Marsh había coincidido con su padre en un par de ocasiones, pero nunca con ella.

Para ponerla a prueba, la había convocado en el rancho, asumiendo que se negaría a hacer el viaje solo para una entrevista, pero lo había sorprendido accediendo.

La fecha había llegado y la hora estaba a punto darse… Marsh miró el reloj. Quedaban tres minutos para las dos. Fue hacia la parte delantera de la casa y entornó los ojos para fijarlos en la sinuosa carretera que accedía desde la autopista a la casa.

Miró de nuevo la hora. Dado que era extremadamente puntual, esperaba de los demás que lo fueran, especialmente si era alguien que iba a una entrevista de trabajo. Se oyó un pitido en el aparato que llevaba sujeto al cinturón. Su guarda de seguridad le anunciaba que alguien había entrado en la propiedad. Al mismo tiempo, Marsh vio la nube de polvo que levantaba un vehículo avanzando a una velocidad propia de un piloto de carreras. No podía ser Jennifer Dunning. Debía tratarse de Matt o de un servicio de mensajería.

Marsh miró la hora una vez más. Era las dos en punto cunado un Cadillac blanco frenó con un chirrido de ruedas delante de la casa. Se abrió la puerta del conductor y salió una mujer.

Era espectacular. Alta, con el cabello largo y rubio oscuro, ojos marrones y una preciosa cara de rasgos bien definidos, con una boca voluptuosa y un cuerpo con las curvas precisas. En resumen: era la fantasía de cualquier hombre hecha realidad.

Marsh se tensó. Jennifer ¿Cómo iba a comportarse ante una mujer como aquella?

–¿Señor Grainger? –su voz era apacible y seductora a un tiempo. Le tendió la mano–. Soy Jennifer Dunning.

«Eso me temía», pensó Marsh, a la vez que le estrechaba la mano. Luego le indicó que lo precediera por el corredor.

–Por aquí se va a la cocina –dijo, intentando no fijarse en el sensual vaivén de sus caderas–. Supongo que querrá tomar algo.

Ella se volvió con una sonrisa centelleante, que dejó a Marsh sin aliento.

–Muchas gracias, tomaré un café.

La entrevista fue breve. La inteligencia de las respuestas de Jennifer superó todas las expectativas de Marsh, y este la contrató aun antes de que terminara el café. Y eso que Jennifer Dunning era la tentación en persona. Marsh se dijo que podría controlar la situación.

–¿Cuándo puedes empezar? –preguntó, confiando en que no fuera más tarde de la semana siguiente.

En lugar de contestar, Jennifer miró a su alrededor como si no lo hubiera oído.

–¿Ha encontrado alguien para las labores domésticas?

–No, ¿por qué? –preguntó Marsh, frunciendo el ceño–. ¿Está muy sucia?

Jennifer sonrió.

–No es eso, sino que en el anuncio se ofrecía también un puesto para alguien que hiciera las tareas domésticas y se mencionaba un alojamiento en la casa.

–Así es… ¿por qué? –preguntó Marsh con curiosidad.

–Podría empezar mañana mismo, si es que me puedo instalar en el alojamiento que ofrece a la asistenta –dijo ella sin titubear–. Tengo mis cosas en el coche.

Se produjo un silencio sepulcral unos segundos.

–¿Ha traído todas sus cosas a una entrevista? –preguntó Marsh–. ¿Y si no la hubiera contratado?

–Habría encontrado otra cosa –dijo ella, encogiéndose de hombros. Luego sonrió y Marsh sintió una sacudida desde la cabeza a… prefirió no pensarlo–. Y no lo he traído todo, o habría necesitado un camión.

Preguntándose si no habría cometido el mayor error de su vida, Marsh dijo:

–Señorita Dunning, ¿está segura de que quiere este trabajo?

–Jen –dijo ella.

–¿Perdón?

–Que prefiero que me llame Jen –dijo ella–. Y sí, estoy segura –lo miró con inquietud–. ¿Por qué? ¿Ha cambiado de idea?

–No –dijo él, sacudiendo la cabeza a la vez que se reprendía por no decir que sí.

–Fantástico. Entonces, ¿puedo instalarme aquí hasta que encuentre una asistenta?

–Sí, claro –dijo él–. Aunque, dadas las respuestas que he recibido, puede que tarde en contratar a alguien.

–¿Qué tipo de respuestas? –preguntó Jennifer frunciendo el ceño.

–Que está demasiado aislado, demasiado lejos de Dallas o de una ciudad grande… –enumeró Marsh, con otro encogimiento e hombros.

–¿Demasiado aislado? –preguntó Jennifer, atónita–. ¡Pero si hay un montón de pueblos cerca y las montañas están llenas de turistas! Por eso mismo dudo que pueda encontrar alojamiento cerca –volvió a sonreír con una de sus luminosas sonrisas–. Es un sitio perfecto.

Marsh sintió un escalofrío recorrerle la espalda y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

–¿Quiere ver el apartamento?

–Sí, por favor –Jennifer fue hacia a la puerta–. Voy a por mis cosas.

–Lleve el coche al lado del garaje. Allí hay un acceso privado al apartamento.

Jennifer solo tenía dos maletas, un par de bolsas y una caja de cartón mediana. Cuando la levantó, Marsh gruñó al ver que era pesada.

–Son libros –dijo ella, sonriendo–. Una chica debe llevar siempre sus libros –dijo Jen, siguiendo la dirección que le indicó Marsh.

Al cruzar el garaje, Jen vio cuatro coches en sus correspondientes cubículos: tres de lujo y un remolque para caballos.

Marsh abrió una puerta y Jennifer lo siguió por una escalera. «Quizá no es tan buena idea», se dijo. Pero al instante se reprendió: «Vamos, Jennifer, no eres una niña. ¿O crees que Grainger va a intentar algo con su ayudante?». Solo de pensarlo, sintió una presión en el estómago que no fue del todo desagradable. Decidida a ignorar esa sensación y diciéndose que estaba siendo una tonta, siguió adelante.

Marsh dejó la maleta en el suelo y abrió con una llave que sacó del bolsillo.

–Después de usted –dijo, dejándole pasar.

–Gracias –dijo Jennifer. Y de inmediato se sintió gratamente sorprendida por la comodidad del salón al que entraron.

–Lo siento –dijo él suspirando–. Sé que todo necesita una buena limpieza. De haber sabido…

–Yo misma me ocuparé –dijo ella, interrumpiéndolo.

A medida que hablaba, Jen fue a ver el dormitorio, el cuarto de baño y, finalmente, la cocina. Marsh la siguió y cuando ella se volvió bruscamente, estuvo a punto de chocar con él.

–Perdón –dijeron los dos al unísono.

Jen rio.

–¿Qué le parece?

–Me gusta –dijo ella–. La cocina es fabulosa.

–¿Sabe cocinar? –preguntó Marsh.

Jen le dedicó una sonrisa risueña.

–Soy una excelente cocinera. Prácticamente crecí entre fogones.

–Vaya –Marsh titubeó antes de decir–: Yo soy un desastre. La última comida decente que he tomado fue hace dos semanas en un restaurante.

–Es una lástima –dijo ella–. A mí me encanta cocinar.

–¿Quiere que le pague por hacerlo?

–¿Qué quiere decir? –preguntó ella.

–Le subiré el sueldo si se ocupa de la cocina principal.

Jen le tendió la mano.

–Acaba de contratar a una cocinera –sintió un cosquilleo al entrar en contacto con la áspera palma de la mano de Marsh.

Le había sucedido lo mismo al estrecharle la mano cuando llegó, aunque había querido creer que se debía a los nervios de la entrevista.

Afortunadamente, el contacto fue breve. Marsh le soltó la mano y, ya en la puerta, se volvió.

–No hace falta que empiece mañana mismo. Tómese los próximos tres días para instalarse. Yo estaré en el despacho. Si necesita algo… –indicó con la cabeza un teléfono–, marque el uno. ¿Alguna pregunta?

–Sí. Como asumo que no hay comida, ¿dónde está la tienda más próxima?

Marsh frunció el ceño.

–Deje la compra para mañana. Hay cosas abajo, en la despensa y en el congelador. Puede venir conmigo y traerse lo que quiera.

–Muy bien –Jen lo siguió.

El piso inferior se alcanzaba por una amplia escalera en el otro extremo del rellano, que bajaba hasta un amplio vestíbulo en la parte delantera de la casa.

Al pie de la escalera Marsh giró a la izquierda y tomó otro pasillo que llevaba a la cocina. A través de las puertas de cristal del comedor, Jen vio un amplio patio con una piscina.

–La cocina es toda suya –dijo él–. Yo voy al despacho.