La mala entraña - Elena Alonso Frayle - E-Book

La mala entraña E-Book

Elena Alonso Frayle

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Beschreibung

Una madre angustiada sucumbe a una abyecta tentación durante un vuelo nocturno; una niña desvela el misterio atroz que oculta un inocente círculo de luz en el techo; una psiquiatra descubre los síntomas de una llamativa fobia, bajo la que subyace el miedo colectivo de toda una generación. El empeño de un grupo de jóvenes por escapar al tedio existencial mediante malvadas fechorías; la venganza inútil de una hija frente a su padre terrorista, el cinismo perverso de un amante ilusorio o el heroísmo estéril de una mujer frente a la brutalidad de la guerra son algunos de los temas que aparecen en los nueve cuentos que conforman La mala entraña: nueve aproximaciones al concepto del mal y a sus manifestaciones en las conductas humanas.  Elena Alonso Frayle sigue insistiendo en explorar los recovecos más turbios de nuestra intimidad, presentados ante el lector mediante el estilo elegante y sutil que caracteriza su prosa.

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SITIO DE FUEGO/231

LA MALA ENTRAÑA

Elena Alonso Frayle

Baile del Sol Ediciones | Apdo.Correos, 133 | 38280 Tegueste, Tenerife -lslas Canarias | [email protected]

A Yago, por su buena entraña

ÍNDICE

La mala entraña

Misericordia

Gente tan afín

La buena hija

La mujer promiscua

Tripofobia

La calle de Mary Quant

Amados hijos muertos

El ojo de Dios

La mala entraña

Conocían a muchos chicos que se dedicaban a gastar bromas, idear jugarretas o poner en práctica novatadas más o menor ingeniosas. Por ejemplo: marcar un número al azar y soltar un arsenal de obscenidades con voz afalsetada a una vieja medio sorda. Por ejemplo: asomarse al balcón y arrojar huevos y globos rellenos de agua que rara vez se estrellaban contra la cabeza de nadie. Por ejemplo: pulsar todos los botones del portero automático de un edificio y luego salir corriendo despavoridos. Zafiedades, gamberrradas, bromas de colegial. Nunca lo habían dicho en voz alta, pero los tres sabían que ellos estaban a otro nivel, que lo habían estado siempre, incluso en sus primeros tiempos. Lo de ellos se había convertido en una forma de vivir, en un estado de ánimo.

De hecho, empezaron modestamente, casi por casualidad. Y es cierto que al principio se valían sobre todo del teléfono. Pero no fueron ellos quienes lo buscaron, decía a veces Claudio, como si debiera a alguien una explicación. Nunca maquinaron nada ni hubo un momento en el que decidieran entregarse a esa afición. Fue el asunto el que les había salido al encuentro.

Ocurrió del siguiente modo: el teléfono sonaba a menudo en el domicilio de Claudio, a media tarde, donde solían reunirse los tres a la salida del colegio, encerrados en su habitación, un lugar espacioso y bien ordenado, con posters de reptiles en las paredes y una batería de focos halógenos que iluminaba la pieza con una claridad de quirófano. Compraban a escote Pepsi o cerveza de litro en el supermercado y se pasaban la botella de mano en mano, bebiendo del pico; escuchaban música con el estéreo a un volumen rabioso, despotricaban contra el profesor de Química, hojeaban el Playboy, o simplemente se sentaban a intercambiar hastíos, dejando resbalar las horas, esperando que la tarde se fuera convirtiendo en noche y llegara el crepúsculo, la hora de los vencejos, el momento de volver cada uno a su casa, para seguir amontonando minutos que en nada se diferenciaban de los anteriores. Su vida transcurría entre el colegio y esas lentas horas de la tarde, en las que el tiempo se les representaba como un gran vacío: algo que costaba mucho llenar.

El teléfono sonaba a menudo en esas tardes sin relieve, sí, demasiado a menudo, y lo atendía el propio Claudio, porque no había nadie más en su casa; su madre era divorciada y siempre andaba en otra parte. «No, se ha equivocado, aquí no es», decía Claudio de malos modos. Colgaba abruptamente y regresaba a la habitación. «Otra vez los de Vinos Medrano», anunciaba con el gesto contrariado. «Serán plastas», comentaba Raúl o César, «para qué llaman aquí». Sacudían la cabeza con indiferencia y expulsaban al aire insolentes volutas de humo, de esos cigarrillos que fumaban a escondidas, aprovechando que en casa de Claudio campaban a sus anchas. Pero el timbre del teléfono interrumpía con insistente regularidad sus combates contra el tedio. Pronto descubrieron que no se trataba de una equivocación puntual: el número de la casa de Claudio debía de figurar en algún lado por error como el de una compañía que se dedicaba al suministro de vinos y licores. Vinos Medrano. La gente llamaba con cándida despreocupación para hacer sus pedidos. Barricas de crianza, damajuanas de mosto, cerveza de barril. Un día, en lugar del habitual chasquido brusco del plástico contra la horquilla poniendo fin a la comunicación, oyeron cómo Claudio decía con voz pausada y madura: «Tomo nota: diez cajas de reserva del 76. Sí. Descuide, en una semana lo tiene allí. Sin falta».

Así es como empezó todo. Rellenando quiméricas planillas y albaranes invisibles para clientes a los que imaginaban esperando con creciente desazón la llegada de sus encargos. Enseguida se dieron cuenta de las posibilidades inagotables de diversión y se turnaban para atender el teléfono. Cuando le tocaba a él, Claudio adoptaba una actitud aplomada, acorde con esa aureola de jefe que le confería el hecho de haber sido el iniciador de todo el asunto. César y Raúl, apostados en el pasillo, le hacían señas silenciosas, para incitarle a reír, para jalearlo o para inspirarle en sus respuestas; si las cifras del pedido eran inusualmente altas, se pasaban un dedo afilado por el cuello, evocando la futura decapitación de alguien, de algún empleado, de algún oscuro contable al otro lado del hilo telefónico. Después se juntaban de nuevo en la habitación y hacían recuento de presas. Se figuraban la impaciencia del responsable de compras de un hotel de la costa, que llamó para «despachar el pedido habitual del verano», y que ese año, gracias a ellos, se vería incapaz de afrontar la demanda de la temporada alta y perdería suculentos beneficios. Se reían un poco, hasta que un halo de tensión en torno a la boca hacía que la expresión de sus rostros pareciera más de dolor que de regocijo. Pero entonces Raúl, o tal vez César, les recordaba el caso de la secretaria de esa empresa de catering que, con vocecita meliflua, había encargado con carácter urgente mil quinientas botellas de Rioja para un evento eminentísimo —eso dijo—, al que estaba previsto que acudiera el Presidente en persona. Se la representaban enferma de preocupación, angustiada por ese vino que no terminaba de llegar, por esas copas vacías para el Presidente y sus invitados, de las que ella sería responsable. «La pondrán en la calle de una patada en su eminentísimo culo», decía César, amagando un puntapié en el aire, y los demás reían con estrépito, echando la cabeza hacia atrás, hasta que se les llenaban los ojos de lágrimas. Después se encogían de hombros, los rostros de nuevo pálidos e inexpresivos a la luz desfalleciente del atardecer, cruzaban los brazos sobre el pecho y guardaban silencio. Al otro lado de la ventana, el cielo se iba oscureciendo con rapidez y empezaba a poblarse de bandadas de vencejos que iniciaban su cacería vespertina en rápidos vuelos, emitiendo punzantes graznidos, que ni siquiera llegaban a oírse dentro de la habitación. La pulsión atávica de la música en los altavoces hacía temblar el piso y ellos, sentados en la cama, sentían la vibración pasar a través del cuerpo. Encendían un pitillo, miraban al techo, ensimismados, y suspiraban con desgana, deseando que el teléfono repicara de nuevo en el corredor.

En esos años los teléfonos eran siempre de baquelita, no contenían silicio en las entrañas y carecían de memoria digital. Uno nunca sabía con quién hablaba, el eco de las voces se perdía en el entramado anónimo de las ondas. Eran voces sin dueño, voces desprovistas de alma, a las que resultaba imposible rastrear. Cuando los clientes de la vinatería comenzaron a reclamar furiosos, ellos tres se limitaron a afirmar que se habían equivocado de número y colgaban el aparato con un clic suave. Hasta que las llamadas cesaron por completo: alguien se habría encargado de enmendar el error numérico en los listines telefónicos. Y el insistente silencio que llegaba del pasillo les hizo darse cuenta de que, durante todo ese tiempo, habían estado en realidad a merced de aquellos a quienes creyeron en sus manos. Entonces decidieron que tenían que cambiar el enfoque, pasar a la acción: tenían que ser ellos quienes eligieran a los dueños de las voces.

Claudio les habló de esa pizzería que acababa de abrir en el barrio, un local humilde con manteles de cuadritos y velas sobre las mesas. «El propietario es de Ecuador. Ha estado trabajando de limpiaplatos durante tres años y, con lo que ha conseguido ahorrar, ha abierto un negocio propio». Miraba a sus amigos con los ojos entrecerrados, chispeantes. «¿Cómo es que conoces tantos detalles?», preguntó César. Claudio dio una larga chupada a su cigarrillo y exhaló una densa nube de humo. «De todo se entera uno si se mantiene alerta», dijo, y la palabra «alerta» sonó equívoca en sus labios, como si tras ella se ocultara algo terrible, amenazador. Claudio siempre daba la impresión de estar maquinando algo, constantemente frío y en guardia. Irradiaba una especie de desapego del mundo, como si no terminara de tomárselo en serio o le asustara hacerlo. Había algo en su manera alevosa de mirar que delataba una desesperación latente, cierto impulso secreto que lo empujaba a mostrarse cínico, burlón. Como si la mínima concesión a la empatía fuera a revelar a los demás una parte inconfesada de su personalidad, algo que guardaba cuidadosamente dentro de sí mismo. César escrutó su cara, en busca de señales que revelaran algo más sobre el asunto del ecuatoriano. «¿Y qué tiene eso de interesante, si puede saberse?», inquirió, «¿qué nos importa a nosotros que haya abierto una pizzería en el barrio?». Claudio sonrió mostrando unos incisivos grandes y desparejos. «Admite encargos por teléfono», contestó con expresión riente, malévola.

Encargar pizzas para direcciones elegidas al azar se convirtió en el pasatiempo que quebró la monotonía del otoño. Espaciaban con cuidado las llamadas y alternaban la distribución topográfica de las calles escogidas. Quienquiera que tomaba nota de los pedidos al otro lado del teléfono jamás mostró desconfianza ni verificó datos ni solicitó un número de comprobación. Reunidos en la habitación de Claudio, comentaban entre risas la jugada del día; imaginaban el recorrrido del motorista con sus pizzas humeantes —siempre pedían tres o cuatro de una vez—, el regreso de vacío hasta el restaurante, con las cajas de cartón apestando a orégano frío, vencidas de derrota; el estupor del ecuatoriano al comprobar lo fácilmente que se precipitaba su estrecho margen de ganancia por el sumidero de todas esas pizzas huérfanas. Después ponían un disco de Police o de Los Secretos, elevaban el volumen de la música y se abismaban en sus reflexiones, satisfechos, porque los tres percibían la colosal distancia que los separaba de aquellos meses en los que debían limitarse a esperar con paciencia las llamadas de los clientes de la licorería. Ahora eran ellos quienes levantaban a voluntad el auricular y ejercían el derecho soberano a elegir sus víctimas. Aunque ellos nunca hubieran empleado esa palabra, «víctima». Ellos se limitaban a ejecutar un ritual, de reglas tan imprecisas como impenetrables; un ritual que se hallaba en la base misma de su hermandad.

Asistieron con indiferencia al cierre de la pizzería al cabo de unas semanas. «El tío se habrá arruinado, no me extraña», dijo Claudio con una sonrisa ambigua. Torció la cabeza a ambos lados, haciendo sonar las vértebras del cuello. «Y ahora qué», preguntó César. «Ahora tendremos que esmerarnos», respondió Claudio, y la sonrisa se había transformado en otra cosa, en algo turbio e indefinible. Y se esmeraron, pero aquella fue la peor época, pensarían después. Pedir taxis por teléfono para inexistentes pasajeros era un mediocre sucedáneo del asunto de las pizzas. Se les ocurrió algo mejor. La madre de Raúl trabajaba en una agencia literaria y tenía acceso a los números privados de muchos escritores famosos. Sabían, porque Raúl lo había oído en su casa, que por esas fechas se fallaba un premio literario de gran resonancia, de los que coronan con un halo de prestigio mítico, casi sobrenatural, la biografía de un escritor; uno de esos premios que todos los autores esperan en secreto conseguir y que todos están convencidos de merecer. Raúl se las arregló para copiar a escondidas unos cuantos números de la agenda de su madre y ofreció a sus amigos una lista con varios nombres de novelistas, poetas y dramaturgos. A algunos solo los conocían de oídas; había uno que todos detestaban por sus gafas de culo de vaso y por esa bufanda blanca con la que solía pasearse por las calles de la ciudad. Un poeta muy famoso también les caía gordo por la manía de aludir siempre a su perro, al que dedicaba sus libros, y a un joven novelista al que los medios se referían siempre como «gran promesa» se la tenían jurada por su devoción confesa por un equipo de fútbol rival. Finalmente se decidieron por un anciano escritor de quien, según leyeron por ahí, todos los expertos, año tras año, vaticinaban que sin duda sería el ganador. Pensaron que aquello les ponía las cosas más fáciles. Claudio era bastante bueno en las asignaturas de letras, y no le fue difícil redactar unas cuantas líneas convincentes a modo de justificación de la decisión del jurado. El viejo atendió la llamada apenas empezó a sonar, y a ellos, más tarde, les provocaría enormes carcajadas imaginárselo durante días pegado al teléfono, las piernas varicosas trémulas de ansiedad, desgranando el poco tiempo que le iba quedando para lograr el dichoso premio de una bendita vez, pues sabía que no lo otorgaban a los muertos. El hombre asintió con monosílabos complacidos a las loas desaforadas a su obra que Claudio recitó al teléfono. Las consecuencias no se hicieron esperar. La noticia saltó rápidamente a los medios, y ellos, en la habitación de Claudio, imaginaban muertos de risa al viejo marcando los números de los periodistas, tratando a duras penas de contener el temblor de los dedos devastados por la artrosis, ahuecando la voz para comunicar ufano que por fin podía anunciarse al mundo la ratificación indubitable de su gloria. Los periodistas no se preocuparon en exceso por corroborar la información —una primicia no admite demoras— y la noticia se propagó en cuestión de horas, como la mecha de una bomba, sin vuelta atrás. Lo mejor, claro está, fue lo que vino después. La cadena de perplejidades y desmentidos, el bochorno y los agravios, la humillación. Claudio compró durante un par de días el periódico en el quiosco y, por las tardes, leyeron juntos las crónicas de la sección cultural. En un diario salía la foto del viejo, a quien los periodistas habían sorprendido a la puerta de su casa. Miraba la cámara con ojos lechosos bajo unas cejas blancas y despeinadas; tenía la boca abierta y la mandíbula le colgaba floja y como sin vida. Claudio recortó la fotografía y César, que era el artista del grupo, se entretuvo una tarde añadiéndole unos retoques con rotulador: le pintó unas gafas redondas de sabio despistado, espesos bigotes, patillas de bandolero y una sonrisa tontorrona, angelical. Los demás rieron al verlo; Claudio le dio a César un puñetazo en el brazo, sin fuerza, después rasgó el papel y lo arrojó a la papelera. Pronto el tema dejó de ser noticia en la prensa y ellos también perdieron interés, hasta olvidarlo por completo. Ni siquiera llegaron a enterarse de la muerte del escritor, apenas unas semanas después. Los periódicos dieron cuenta sin demasiada estridencia del súbito fallecimiento; hubo quien insinuó la posibilidad de un suicidio y un corresponsal de un semanario lírico, muy dado a los arrebatos, escribió en su columna que el autor, sencillamente, había muerto de desgarro.

La época de exámenes los mantuvo entretenidos durante varias semanas, pero seguían reuniéndose algunas tardes. Rememoraban hazañas y reían hasta que ya no salía ningún sonido de su garganta, entonces, repentinamente callados, se asomaban a la ventana, se acodaban en el alféizar con sus cigarrillos humeantes y contemplaban las bandadas de pájaros en el atardecer, dando vueltas y más vueltas sobre el horizonte de azoteas y antenas de televisión, como si buscaran algo con ansiedad y zozobra. «Son vencejos», les dijo una vez Claudio, «esos bichos no aterrizan nunca, se pasan literalmente toda la vida en el aire: comen, copulan y hasta duermen volando». «No me digas que eres de los que se traga los documentales de la segunda cadena», apostilló Raúl. «Eres un ignorante, Raúl», intervino César, «no hace falta ver documentales para haber oído hablar de los vencejos». Señaló uno de los pájaros que volaba muy bajo; «qué cortas tienen las patas», dijo. Claudio asintió, «tienen una morfología extraña, pensada solo para permanecer en el aire; por eso no bajan nunca, porque si aterrizan, luego les resulta extraordinariamente difícil remontar el vuelo». El vencejo dio varias vueltas muy cerca de su ventana, desplazándose con un rápido batir de alas entre los cables eléctricos. De pronto emitió un grito muy agudo. Raúl retrocedió un paso, asustado. «¿Habéis oído eso?», dijo Claudio. «Ese chillido es la razón por la que en muchos países al vencejo se le conoce como “pájaro del diablo”». Se quedó callado, contemplando el vuelo en espiral del ave, hasta que lo perdió de vista. «Nunca descansan, nunca. Tienen que terminar exhaustos de tanto volar», dijo. Catapultó al vacío la colilla encendida de su cigarrillo y cerró la ventana. Volvieron a acomodarse de cualquier manera en el espacio, repartidos en la cama, en el suelo, en la única silla de la habitación. Ese día ya no volvieron las risas ni el hilarante recuento de hazañas. En el aire aún palpitaba el desagradable grito del pájaro.

Aparte de enumerar acciones pasadas, también se esforzaban en urdir futuras maniobras. Eran conscientes de que dependían en exceso del teléfono, y algo en su interior les hacía sentir vagamente avergonzados por ese anonimato tras el que se parapetaban. Así que, con la llegada del buen tiempo, decidieron dar otro paso al frente y salir de su guarida, en la casa de Claudio, y los tres percibieron que aquello equivalía a una nueva conquista. Apostarse en el casco viejo de la ciudad y proporcionar direcciones erróneas a los turistas despistados que preguntaban por una calle, por un museo o por un monumento sirvió durante algún tiempo para colmar los largos días del verano. A veces se reunían en la plaza y esperaban a que alguna pelota con la que jugaban los más pequeños terminara por llegar a sus pies. Entonces uno de ellos la atrapaba con dos manos y cuando el niño se acercaba para pedir por favor que se la devolvieran, esperaría un momento y miraría al pequeño a los ojos antes de lanzarla por encima de la tapia a sus espaldas, hacia un baldío inaccesible. Ni siquiera les complacía en exceso presenciar el llanto desconsolado del niño.

Cuando veían algún portal abierto en los aledaños del barrio, entraban y agarraban las cartas que sobresalían de los cajetines de los buzones, después las abrían sentados en algún lugar prudentemente alejado y leían en voz alta el contenido; la mayor parte eran facturas de la luz o informes del banco: estados de cuenta, insulsos recibos de cuotas de hipoteca y notificaciones de saldo, casi siempre deudor. Todo el mundo debía dinero, constataron; algunos vecinos de la zona estaban con el agua al cuello, y el saberlo les proporcionaba un sentimiento de superioridad que no tenía nada que ver con la curiosidad chismosa que habrían experimentado sus propios padres ante la jugosa información. A veces, en lugar de extractos de cuenta, atrapaban postales acharoladas, enviadas desde Roma o desde París o tal vez desde Cancún, que repetían los mismos textos anodinos como si los remitentes se hubieran copiado entre ellos. Pero lo que más les gustaba era interceptar cartas de amor; sentían una especie de gozosa náusea ante el olor del papel levemente perfumado, que se pasaban unos a otros fingiendo exageradas arcadas. Normalmente era Claudio quien leía las frases en voz alta y los demás escuchaban con la cabeza baja, la mirada absorta en las cáscaras de pipas diseminadas a sus pies o en los chicles pegados sobre la acera, como si él fuera el maestro y ellos sus aplicados discípulos, atentos siempre a detectar esas líneas que constituían el más preciado botín: allá donde el autor del mensaje, si era un hombre, de forma más o menos velada, confiaba la fragilidad de unos amores incipientes al albur de una posible reacción o respuesta o señal por parte de la destinataria de la carta. Una señal que, naturalmente, nunca habría de llegar. Igual que habían hecho con aquellos clientes de Vinos Medrano, se imaginaban la angustia de esperas eternamente dilatadas, las esperanzas regresando de vacío y la incomprensión ante un silencio que truncaba para siempre lo que, de no haber mediado su providencial intervención, podría haber culminado en decenios de feliz vida en común. Eran tiempos en que no existían los mensajes electrónicos ni tampoco era posible recurrir a fraseados instantáneos para resolver la incertidumbre mediante un leve parpadeo en una pantalla de cuarzo líquido. Eran tiempos en que resultaba más difícil dilapidar las palabras, y sus dueños, los dueños de las palabras, eran conscientes de su incontrovertible densidad. Pero también por eso cuando faltaban, cuando las palabras no llegaban, el silencio que surgía tenía calidad de abismo, y si uno se asomaba perdía pie, lo ganaba el vértigo y debía retirarse vencido, incapaz de tirar de un hilo que rescatara siquiera un murmullo, un fragor, un eco de lo que nunca fue dicho. De lo que quedó varado en esos ovillos de papel que ellos formaban con la cartas después de leerlas o en los aviones que hacían planear por encima de sus cabezas, soplando en la punta con aliento tibio antes de echarlo a volar, para consolidar su rumbo, para que llegaran más lejos. Aunque los endebles aeroplanos siempre terminaban cayendo en picado a sus pies, precipitándose sobre las cáscaras y las colillas, donde quedaban olvidados entre los chicles, las hojas secas, los envoltorios de celofán.

A la vuelta de las vacaciones, a César, que había visto por la televisión un programa en el que se apelaba a la cooperación ciudadana para atrapar delincuentes, se le ocurrió una nueva idea para animar el comienzo de curso: llamar a la policía y dar nombres de vecinos o conocidos, denunciar gritos y peleas, indicios de malos tratos infantiles o de violencia doméstica. Tras las expediciones del verano les disgustó emboscarse de nuevo tras las voces impostadas y los susurros incógnitos, pero se consolaban diciéndose que el anonimato era, en este caso, imprescindible y hasta fomentado por las autoridades, para facilitar los cauces de colaboración. Una vez más, ellos se limitaban a obtener partido de las circunstancias; las oportunidades se les presentaban como instrumentos cedidos por un demiurgo complaciente o por un demonio tentador. Y el asunto, también en esta ocasión, resultó sorprendentemente fácil. En aquella época de máxima tensión ciudadana por los atentados terroristas y por el auge del narcotráfico, nada más efectivo que adjudicar al profesor de Química sospechosas bolsas de deporte en el ascensor y delatores olores a manipulación de sustancias prohibidas filtrándose por el sumidero del patio. El profesor faltó a clase un viernes y cuando volvió al colegio el lunes siguiente, las medialunas violáceas bajo sus ojos sugerían, calculando por lo bajo, una extenuante jornada de interrogatorio en las dependencias policiales. Raúl y César intercambiaron miradas cómplices mientras el profesor escribía en el encerado, con pulso aún levemente tembloroso, complicadas fórmulas que explicaban la composición de la materia. Claudio tenía la vista clavada en la pizarra y parecía concentrado, como si de verdad le interesara asomarse al entramado invisible del universo y descubrir las leyes que lo guarecen del caos; su pierna izquierda no dejaba de moverse y el talón golpeaba el suelo rítmicamente, con un sonido metálico.

Aquella tarde, cuando se reunieron en su casa, Claudio dijo que la idea no había estado mal, pero que, en realidad, habría sido mucho más interesante si, en lugar de implicar a personas que conocían, hubieran elegido nombres al azar en el listín de teléfonos. «Nombres de personas de las que no volveremos a saber nada, hombres y mujeres de sombra a los que elegimos por el más riguroso y caótico azar, sin un propósito determinado». Tenía un aspecto desmejorado y en los ojos le brillaba una antorcha extraña, un frenesí. Y entonces les habló de un cuento que acababa de leer, un cuento de Graham Greene, el que escribía novelas de espías. «Trata de una pandilla de chavales de Londres, después de la guerra, cuando toda la ciudad estaba arrasada por las bombas. Un día deciden destruir la casa de un viejo que vive con el orgullo de que su edificio se hubiera salvado de los bombardeos alemanes. Los críos se organizan y le echan la casa abajo, no dejan ni un ladrillo en pie», dio una calada a su cigarrillo y dejó que el humo saliera lentamente por los agujeros de la nariz. «¿Por qué hicieron eso?», preguntó Raúl, «¿tenían algo en contra del tipo?». Claudio negó con la cabeza. «No entiendes nada», dijo, «el cuento trata de ser una metáfora de los estragos de una guerra. Los críos esos ejercían el mal por instinto, pero ni siquiera eran conscientes de hacer algo malo; ellos querían cambiar la realidad mediante la destrucción. Al fin y al cabo, la destrucción no deja de ser una peculiar manera de crear». Lo último lo dijo bajando mucho la voz; a sus amigos les costó entender las palabras. Claudio miraba al vacío, por encima de la cabeza de Raúl, con expresión avejentada, como si en lugar de diecisiete años tuviera cuarenta. César se atrevió a preguntar por qué les hablaba de ese cuento. «¿Insinúas que lo que hacemos nosotros es también una metáfora?», preguntó, «y de qué, a ver, de qué; nosotros no hemos vivido una guerra. Tampoco vamos por ahí tirando la casa de nadie». Claudio no contestó enseguida. Esperó hasta que la canción terminó en los altavoces. Cuando se hizo el silencio en la habitación, habló con voz enronquecida: «Lo nuestro no es metáfora de nada. Lo nuestro es la aplastante realidad. La única que tenemos». Después se levantó para cambiar el disco en el estéreo. Afuera la tarde moría lánguidamente y las bandadas de vencejos exhibían su nerviosismo volando en círculos altos y concéntricos, como si hubieran perdido el rumbo y no supieran qué perseguían o si siquiera perseguían algo.

A ninguno le extrañó cuando Claudio sugirió que ya era hora de planear algo que involucrara a una chica. Todos ellos habían tenido algún escarceo con muchachas de su clase, y la lectura del Playboy les había aleccionado suficientemente sobre los misterios del sexo. Claudio les había contado que un par de veces, ya de noche, después de que ellos volvieran a sus casas, él se había internado por los barrios más sórdidos de la ciudad y se había ido de putas, pero sus amigos nunca terminaron de creérselo del todo. Raúl, ante la propuesta de Claudio, sugirió un campeonato de polvos. «Podemos asignar puntos a las tías de la clase. Gana el que consiga más puntos en menos tiempo». César levantó el índice, reclamando atención. «Pero cuanto más repugnante, más puntúa. Elsa la gorda tiene bonus, por el morbo. Cuando empiece a hacerse ilusiones, le decimos la verdad». Raúl le arrojó un almohadón a la cabeza. «No jodas, me has fastidiado la idea, ya se me han quitado las ganas». Claudio los atendía sin un solo gesto, sin parpadear siquiera. Después comenzó a negar teatralmente, moviendo la cabeza de un lado a otro, mostrando una decepción exagerada. Estaba recostado sobre la cama y se había subido la capucha del chándal, que le cubría el pelo por completo; la nariz picuda sobresalía entre la sombra y parecía muy grande. Tenía un vago aire de penitente o de monje medieval. «Sois unos simples», dijo con voz punzante. Después añadió: «Esta vez lo haremos distinto. Esta vez actúo yo solo. Vosotros, si queréis, podéis presenciar el final, cuando caiga el telón». César y Raúl intercambiaron una mirada. César se levantó y dio unos pasos sobre la alfombra. Encaró a Claudio con los brazos cruzados:

«¿Ahora has decidido actuar en solitario?», le preguntó con una sonrisa temblándole en los labios, «¿ya no nos necesitas para tus maldades?». Claudio se enderezó con parsimoniosa dignidad y tardó en hablar. «¿Maldades?», repitió por fin. «La maldad se ejerce en solitario», continuó en tono sentencioso, «asalta en soledad, como las enfermedades. Si se comparte ya no es maldad, sino un pretexto». «¿Un pretexto para qué?», preguntó César dando otro paso hacia la cama. Claudio de nuevo permaneció en silencio, rumiando su respuesta; paseó sus dedos de tarántula sobre la colcha, sacudió una mota de polvo y luego miró a César. «Un pretexto para espantar el horror de reconocerse malvado». Volvió a recostarse sobre la almohada, una mano bajo la nuca y los ojos, pequeños y movedizos, recorriendo el techo. César miró de nuevo a Raúl con un gesto de incomprensión. Raúl se encogió de hombros, levantó las manos y mostró las palmas, como si no pudiera hacerse cargo de la explicación.

A medida que avanzaba el otoño, los días eran cada vez más cortos, el sol decaía con rapidez y los vencejos desaparecían del cielo destemplado de la tarde cuando todavía faltaba mucho para que la jornada hubiera terminado. Raúl y César abandonaban el hogar de Claudio en cuanto llegaban las primeras sombras, con la sensación de que ahora su amigo los necesitaba menos, de que su nuevo ensimismamiento y los anunciados planes de actuación en solitario marcaban algo así como el final de una época, el principio de una caída. Claudio no les dio demasiadas explicaciones sobre lo que andaba maquinando; un día les dijo que había conocido a una chica, una mochilera holandesa que estaba recorriendo Europa en Interrail y que estaba de paso en la ciudad. Ocupaba una habitación en un hostal donde no admitían visitas, pero no había resultado demasiado difícil colarse allí una mañana. «Por eso falté a clase anteayer», explicó Claudio, «estuve con ella en su habitación. Nos pasamos toda la mañana follando». Sus amigos dieron un respingo al escuchar aquello. «¡Una guarra!», dijo César sin ocultar el deje de admiración, «¿cuándo nos la vas a presentar? ¿Está buena?». Claudio parpadeó con calma antes de responder; los ojos le brillaban ligeramente febriles y una sombra violácea le oscurecía las mejillas. «Yo ya me he despedido de ella. Sale mañana en un tren a primera hora, en dirección a Portugal. Y le he hecho un regalo». Al decir esto último esbozó una inequívoca sonrisa. Claudio y Raúl se dispusieron a escuchar cuidadosamente; el instinto les avisaba de que lo más importante vendría a continuación.