La maldición de Fortuna - Ángel Díaz Millán - E-Book

La maldición de Fortuna E-Book

Ángel Díaz Millán

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Beschreibung

Santiago es un anciano profesor de historia que tras quedar viudo y con un cierto desencanto de la vida, decide retirarse a una residencia cercana al pueblo donde se crio. Una vez allá, sin nada más que hacer que pensar y recordar, le alcanza una vieja obsesión de su vida, con forma indefinida de rostro de mujer y se materializa en un pacto cruel que le inmoviliza en su silla de ruedas y le aísla completamente de los demás, pero le permite al mismo tiempo vivir con total intensidad aquellos momentos de la historia que él elija, contemplándolos desde diversos personajes. La increíble experiencia le enriquece enormemente como persona y le permite descubrir que la presencia femenina que le ha permitido disfrutar de este don y castigo al mismo tiempo es un ente que ha marcado la historia humana con enorme crueldad e indiferencia. ¿Cómo podría un anciano amarrado a su silla de ruedas oponerse a un ser con un poder tan extraordinario y conseguir evitar el dolor que su actuación le supone a la humanidad?

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La maldición de Fortuna

Ángel Díaz Millán

© Ángel Díaz Millán

© La maldición de Fortuna

Febrero 2024

ISBN ePub:

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

Paseo de las Delicias, 23

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Índice

LA MALDICIÓN DE FORTUNA

LA RESIDENCIA

PLATEA. GRECIA AÑO 479 AC

LA VISITA

ROMA. FESTIVIDADES INAUGURALES DEL ANFITEATRO. AÑO 80 AC

ALCIBIADES. GRECIA AÑO 432 AC Y AÑO 415 AC

LAS NAVAS DE TOLOSA. ESPAÑA. AÑO 1212

LUIS E INÉS

UN CAMBIO DE EXPERIENCIA. INDIA AÑO 518 AC

EGIPTO. AÑO 1.333 AC

Emérita Augusta, Hispania. Año 19 A.C.

FRANCIS DRAKE. VIGO. AÑO 1.589

HIPONA. ÁFRICA. AÑO 430

DISCUSIONES

EL TRASLADO AL PUEBLO

EL SECUESTRO

LA LUCHA

EL ULTIMO VIAJE DE SANTIAGO

UN AÑO DESPUÉS

LA MALDICIÓN DE FORTUNA

LA RESIDENCIA

Los dos enfermeros de la residencia de ancianos abrieron de forma brusca la puerta que daba a la terraza, y al salir a la luz de la tarde tan abruptamente, tuvieron que fruncir el gesto, sorprendidos de lo rápido que estaba llegando la primavera y de que hubiera ya tanta luz justo a la hora de la cena.

Uno de ellos resopló con fastidio porque sabía que con una tarde tan agradable algunos de los abuelos iban a poner todo tipo de pegas y de excusas para poder quedarse allí, aunque solamente fueran unos minutos más. Pero era viernes por la tarde, él terminaba turno, y no podía irse hasta que estuvieran todos cenados, así que lo sentía, pero lo que tendrían que entender, al fin y al cabo, él había estado trabajando toda la semana, y en cambio ellos no tenían que hacer nada en todo el día. Así que todos a espabilar.

Le llamaban el Gertu y, aunque no se podía decir que fuera realmente una mala persona, no tenía muy buena prensa entre los residentes y el resto de los trabajadores. Lo que sí estaba claro es que tenía una dosis muy elevada de mala leche y un punto de amargura en su carácter que no era difícil que se convirtiera, con más frecuencia de la que él mismo deseaba, en gestos displicentes a quienes le rodeaban en el mejor de los casos y, todavía con más frecuencia, en desplantes y comentarios despectivos, dirigidos normalmente a sus compañeros o a los residentes.

El otro se llamaba Jesús, algo más mayor que el Gertu, porque los cincuenta ya no los cumplía, con un carácter reservado y algo seco, propio de la mayor parte de los hombres de su generación que vivían por aquellos montes. Jesús también terminaba turno, pero no tenía la ansiedad por salir del centro de su colega. Total, pensaba, para lo que tengo que hacer fuera tanto da estar acá que allá.

Jesús fue, sin embargo, el que fue anunciando a todos los residentes que estaban en la terraza que había que ir ya a cenar, que era la hora. Lo hizo sin especial amabilidad, pero sí con cierta fría profesionalidad. Gertu mientras tanto, sin palabras, fue directo a los que él sabía que iban a remolonear más y comenzó a tomarlos de los brazos para levantarlos, sin brusquedades, pero sin darles otra opción y sin ninguna amabilidad.

No habría en aquella terraza más de quince ancianos, de diferentes edades y estados físicos. Todos en silencio observando aquel atardecer, ya claramente primaveral, y disfrutando de la tibieza inesperada del sol. Los había en relativo buen estado físico, pero también algunos en sillas de ruedas y con movilidad más reducida. No era aquella residencia de pueblo un lugar que tuviera ningún tipo de especialización, sino que reunía en manada a toda la población geriátrica de aquella comarca en una mezcla totalmente aleatoria de edad, géneros y condiciones de salud.

Nadie protestaba, los más, aceptaban en silencio aquellas urgencias, aunque moviéndose sin prisas, y algunos hacían como que no se enteraban y prolongaban lánguidamente lo que fuera posible la muda contemplación de aquel cielo azul y la suave brisa que les llegaba desde el monte cercano.

Al principio los auxiliares no se fijaron en un anciano que estaba sentado en una especie de butaca al lado de su silla de ruedas en el extremo más lejano de la terraza, pegado al muro de la residencia y apartado de la valla donde se habían ido arremolinando todos los demás. No parecía contemplar el paisaje como los otros, sino que estaba completamente ensimismado, con los ojos abiertos, aunque extraviados, y una manta cubriéndole piernas y brazos. No pareció que hubiera oído la llamada y cuando el Gertu y Jesús habían conseguido sacar ya de la terraza a casi todos los ancianos él todavía permanecía olvidado y quieto.

El Gertu le vio al final, e inmediatamente se puso de mal humor. Vaya, cuando todo está funcionando perfecto siempre aparece alguno que la tiene que joder, pensó, e inmediatamente se fue directo hacia el último obstáculo que tenía para despejar aquella terraza y poder comenzar con la pesadez de la cena cuanto antes.

Sabía quién era, aunque no se acordaba de cómo se llamaba. No llevaba mucho tiempo en la residencia y hasta entonces no había dado mucho trabajo, aunque recordaba que algunas enfermeras habían comentado con extrañeza hacía unos días que le habían notado de súbito un bajón físico muy grande. Había pasado de ser un residente muy autosuficiente y educado, aunque hablara poco, a necesitar de pronto estar en silla de ruedas y a no volver a decir ninguna palabra.

—Bueno, tú, le dijo cuando llego a su altura. Llevamos un rato diciendo que es la hora de cenar, ¿es que no lo has oído?

Y como el hombre no reaccionó de ninguna forma ni hizo gesto alguno que indicara que era consciente que había alguien con él y que le hablaba, el Gertu comenzó a impacientarse muy rápido.

—Oye, que no tenemos toda la tarde, le dijo, mientras le llevaba la mano al brazo para agitarlo levemente, como quizás para descartar que le hubiera pasado algo y realmente no pudiera oírle. El hombre no reaccionó, aunque se le notaba perfectamente despierto y sereno, con la mirada fija en un punto del infinito. El auxiliar decidió entonces moverle con más energía y agitó primero el brazo y después el hombro del anciano, sin conseguir obtener de él ninguna reacción.

Jesús observó la escena con preocupación, y decidió acercarse. ¿Le habría dado algún tipo de ataque a ese hombre? se preguntó mientras observaba con fastidio como el Gertu comenzaba a agitarle cada vez con mayor insistencia y sin ninguna consideración

—Oye tú, oye ¡venga!

Le decía una y otra vez. Y al fin, la fuerte agitación, casi agresiva, ahora ya de todo el cuerpo, pareció hacer reaccionar al hombre, quien de pronto giró la cara hacia ellos y les dijo:

—¡Molón Labé! y lo repitió hasta tres veces, como en una letanía ensayada.

—¿Cómo dice?, preguntó Jesús extrañado.

—¿Pero este es extranjero? le preguntó a su colega.

—¡Qué extranjero ni que leches!, respondió el Gertu, con una irritación que ya no estaba controlando. Este cabronazo es de un pueblo de aquí cerca, aunque oí que ha vivido siempre en Madrid. Nos está vacilando porque además creo que lleva tiempo sin querer hablar

Jesús, ya francamente preocupado, trató de que el Gertu dejara de casi empujar al anciano.

—Oye, macho, que te estás pasando, déjale, a ver si va a haber tenido un ictus, acuérdate del Raimundo aquel que se nos murió hace un par de meses.

—Qué ictus, ni que hostia, le respondió muy seco el Gertu, mírale joder, está perfectamente, nos está mirando y se le ve bien entero. ¡Pasa de nosotros, eso es todo! y enseguida insistió con sus sacudidas y gritos.

A los pocos segundos de pronto el anciano volvió a decir, ¡molón labé! y entonces pareció ver al Gertu por primera vez con ojos enormemente abiertos y expresión de absoluta sorpresa. Y Levantó muy levemente las manos con gesto interrogativo.

—¡Que he dicho que a cenar ya, joder! decía el Gertu que, cansado de intentar hacerle reaccionar, simplemente agarró la silla por detrás, quitó el freno, le subió encima sin ninguna consideración y empezó a empujarle en dirección a la puerta sin esperar ya que les ayudara. Jesús, se quedó atrás protestando ligeramente por lo brusco de los movimientos, y antes de que salieran de la terraza le preguntó a lo lejos, ¿oye eso que has dicho de molón labé significa algo?

Cuando el Gertu giró la silla para empujar la puerta con su espalda el anciano quedó un segundo mirando directamente a Jesús y le dijo que sí con la cabeza de forma insistente y mirada suplicante.

El auxiliar quedo un poco extrañado con todo aquello, aunque lo olvidó después mientras daban la cena para todos y esperaban con paciencia a que dieran cuenta de la sopa de fideos y la tortilla francesa que tocaba y llegara la hora de su relevo.

Pero esa noche, cuando estaba ya en su casa, se acordó de pronto mientras escuchaba a su mujer sorber sonoramente una sopa de fideos, bien parecida a la que habían servido en la cena de la residencia, y contó el incidente con el anciano y como repetía aquellas dos palabras tan raras.

Entonces su hijo adolescente, que cenaba pegado a su tablet, a pesar de que sabía que a sus padres no les gustaba, y que se habían resignado a no poder casi comunicarse con él y verle enfrascado a todas horas con el dichoso internet, e incluso habían acabado cediendo a que en las cenas también estuviera con su maldito cacharro con tal de no tener bronca continuamente, decidió mostrar a su padre la utilidad de Google y puso las dos palabras a ver qué significaban.

Papá le dijo, mira son dos palabras griegas. Mostrándole la imagen que daba Wikipedia

—¿Griegas? dijo Jesús pensativamente, pero si este tío es de aquí joder, ¿qué hace hablando en griego? Y ¿quéé significan pues?

El chaval estuvo leyendo unos segundos antes de contestar.

—Pues, déjame ver, significan….., ven y tómalas…, por lo que veo aquí, pero por lo visto es una frase famosa. La dijo el rey este de la película de los espartanos al rey persa cuando le pidió que se rindiera.

—No entiendo nada, dijo Jesús, que además de no saber mucha historia, tampoco había visto la película de los 300 ni conocía todos los juegos que había en internet sobre el tema.

—¡Tómalas!, ¿pero tomar qué?

—Las armas papá, explicó el hijo con paciencia, pero contento de poder mostrar al fin la utilidad de su tablet. El rey persa, que estaba atacando Grecia con un ejército enorme, le pidió a Leónidas, que era el rey cachas de los soldados espartanos, que entregara sus armas, o sea, que se rindiera, pero Leónidas le dijo algo así como ven tú a por ellas. Y por lo visto es una frase famosa.

Jesús negó con la cabeza mientras terminaba su sopa.

—Seguro que este abuelo se dedica también a ver todas estas chorradas de películas vuestras y acaba con los sesos fritos de tanta tontería. Y se olvidó por completo del incidente mientras esperaba que su mujer le pasara la fuente con la carne y las patatas.

Jesús durmió esa noche a pierna suelta, sin ninguna complicación fuera del cada vez más acostumbrado y molesto paseo al baño.

Sin embargo, Gertu no tuvo la misma suerte que su compañero. Se acostó tarde, después de haber estado tomando algunas copas con los amigos por los bares del pueblo, y como ya era perro viejo en lo de beber y mal dormir, había tomado todas las precauciones habituales, incluidas el beber agua con generosidad, algo de comer justo algo de acostarse y una pastilla de ibuprofeno. Con todo eso debería haber dormido hasta bien entrada la mañana, pero no contó con las pesadillas. Desde niño, seguramente por alguna película que hubiera visto o alguna historia que le hubieran contado o vaya usted a saber por qué motivo, pero siempre había tenido mucho miedo a los vampiros. Con los años había conseguido tener ese miedo más o menos controlado y olvidado. También habían ayudado mucho todas aquellas películas tan de moda entre los adolescentes sobre vampiros romanticones, y que parecían mucho más cantantes de rock o modelos metrosexuales, que los monstruos que habían atemorizado sus noches infantiles. De esos había podido reírse y ridiculizarlos. Pero esa noche tuvo seguramente la pesadilla más terrorífica que recordaba.

En sus peores pesadillas había una escena recurrente en la que él estaba con gente, pero de repente algo sucedía y se quedaba sólo y a oscuras, buscando desesperado un interruptor de la luz a tientas por una pared desconocida y con un terror creciente porque en el fondo sabía lo que eso significaba, aunque intentara evitar ese pensamiento como fuera. Entonces le oía, mucho antes de que pudiera verlo, y su pánico absoluto le confirmaba con total seguridad quien era: aquella presencia negra y desdibujada que destilaba maldad y con unos colmillos que destacaban por encima de todo. Normalmente en ese momento se despertaba con el pulso disparado y sudando. Pero esa noche no fue tan afortunado. Esa noche el monstruo se hizo más visible que nunca y le agarró con fuerza poniendo sus colmillos a milímetros de sus ojos. Entonces le oyó hablar con claridad, con una vos ronca y susurrante, como con eco. Y lo que le dijo fue que si volvía a molestar a Santiago le visitaría cada noche en largos e interminables encuentros. Con voz temblorosa, Gertu preguntó, pero ¿quién es ese Santiago?

—Ya lo sabes, fue la lacónica respuesta.

Y entonces sí, Gertu finalmente despertó con el pulso acelerado y sudando. Le costó horas volver a conseguir conciliar el sueño y para entonces ya tenía más que decidido no volver a acercarse jamás a aquel anciano por ninguna razón.

Sus hijos no entendían que hubiera decidido irse precisamente a aquella residencia.

Ya se lo esperaba, pero era algo que tenía más que decidido. Y por mucho que insistieran no pensaba cambiar de opinión. Claro que, en realidad, bien mirado, no insistieron quizás tanto como parecía que hubiera sido lo lógico.

Papá, no tiene sentido, le decía su hija Inés. Tú lo que tienes que hacer es quedarte en algún sitio en Madrid o por los alrededores, un sitio donde yo te tenga cerca y pueda acercarme a verte en caso de necesidad. Y en seguida se corrigió, bueno y cada vez que pueda, ya sabes lo complicadas que son las cosas.

El asentía comprensivo, siempre que ella buscaba excusas o simplemente no le venía bien algo culpaba a lo complicadas que eran las cosas, pero él nunca tuvo muy claro en realidad cuáles eran aquellas cosas. Suponía, basándose en lo que ella misma le contaba muchas veces, que se refería a su trabajo, a sus hijos, a los horarios, las actividades extraescolares, aquella intensa vida social tan importante para ella...

La adoraba, era su niña pequeña y siempre lo sería, y pese a que la veía como perdida y siempre agobiada entre las mil cosas que se empeñaba en mantener funcionando a la vez, ella era una persona esencialmente buena y positiva. Lástima que ella no se permitiera ni unos instantes de contemplación y de pararse a ver lo que realmente era más importante, y no quemar su vida siempre cargada de responsabilidades auto infligidas y prioridades mal enfocadas.

Sabía que, aunque ella también lo adoraba, se había convertido para ella en una pesada carga, una agobiante combinación entre remordimientos de no ir a verle más e incómoda responsabilidad de estar pendiente de él. Y que ella era incapaz, por lo menos en ese momento de su vida, de cambiar aquello o manejarlo de otra forma más serena.

Y en cuanto a Luis, su hijo mayor, él tampoco decía mucho, ¿qué le iba a decir en realidad? Vivía en Bruselas hacía ya varios años, y apenas iba por Madrid a verle. Los primeros años sí que iba, pero desde que murió Belén comenzó a venir cada vez menos. Santiago vivió aquello al principio con dolor, tratando de ser aquello que no era y hacer las cosas que a él no le salían; ser más comunicativo y detallista. Estar muy pendiente de él y mantener un contacto primero telefónico, y más adelante usando whats up o cualquier otro aplicativo. Hasta que llegó a un punto de aceptación que le trajo paz; había cosas que él no podía cambiar. Lo único que podía exigirse a sí mismo era salir de su área de comodidad y estar pendiente, sí, pero sin exagerar, sin forzar la naturalidad de cómo eran los dos y de cómo era su relación. Las relaciones y las personas evolucionan. Hay que cuidarlas, sin duda, pero también hay que aceptar que cambian. Desde entonces, cada vez le veía menos, aunque había conseguido que la relación no se enfriara, cuando hablaban era como si se hubieran acabado de ver. Suponía que eso era algo que resulta más natural a los hombres, pero que para una mujer no es lo mismo. Por eso quizás trataba de manejar la relación con Inés de una forma diferente.

En cualquier caso, la decisión era suya. Para Luis que él estuviera en una residencia en lugar de en casa y que la residencia estuviera cerca o lejos de Madrid en realidad no le cambiaba nada.

—¡Cómo que no papá!, protestaba él, si tengo que ir urgente a verte no es lo mismo que estés cerca del aeropuerto o no. Muy lógico ciertamente.

—Pero hijo, si hay alguna urgencia no eres tú quien puede solucionarla, que tardes un poco más o menos no va a cambiar nada. Eres imposible a veces papá, le rebatía inútilmente él, sabes de sobra a qué me refiero.

En el caso de Inés sabía que la estaba haciendo un favor, aunque ella ahora lo viera como un nuevo problema en su vida.

—Pero papá, estás siendo egoísta, ¿no ves que cada vez que te quiera ir a ver me obligas a mí y a mi familia a conducir tres horas? así solamente voy a poder verte pocas veces y cualquier cosa que pase voy a estar lejos.

Santiago sabía que al principio su hija se agobiaría con la nueva situación, pero enseguida quedaría libre del remordimiento de no ir a verle continuamente sabiendo que estaba al lado de su casa. Era mejor para todos. Además, seguro que le llamaría a diario. Siempre lo hacía. Era parte de cómo era ella.

Y aparte de sus dos hijos en realidad no le quedaba mucho más. Tenía conocidos en Madrid sí, algunos, bien pocos ya, la mayor parte recuerdo de su trabajo de tantos años en la universidad, y otros eran amigos que había ido haciendo a lo largo de los años, pero de los que de una manera u otra se había ido distanciando poco a poco. Desde que perdió a Belén se había ido encerrando cada vez más en sí mismo y perdiendo el interés por salir y ver a la gente. Se había obligado a hacerlo sin ganas muchas veces y mucha gente bien intencionada le había insistido en que debía mantener una vida social activa y le habían llamado muchas veces sin esperar que fuera él quien tomara cualquier iniciativa. Todos en realidad le apreciaban mucho, y él se lo agradecía de corazón, pero realmente todos habían adorado a Belén, de forma que por ella seguían muy atentos y pendientes de él. Y Santiago lo apreciaba, pero aquello no le llenaba y cada vez le costaba más esfuerzo. Además, ya estaba cada vez más cerca de los ochenta y notaba que la energía se le iba apagando. A ver si va a ser depresión papá, le insistía su hija, convencida, con cierta razón, de que él había sido incapaz de rehacer su vida. Pero él negaba, no hija, no tiene nada que ver con la depresión, en todo caso con un cierto desencanto con la vida.

Y cada vez más se acordaba de su pueblo, del que había salido para estudiar en la universidad y al que solamente había vuelto desde entonces en veranos y navidades. Y cada vez menos.

Nunca había querido a nadie en su vida tanto como a su mujer Belén. Y desde que la conoció en el último curso de su carrera ya no volvió a haber ninguna otra mujer en su vida. Él siempre la calificó como un ser lleno de luz y de paz, y cuando la perdió después de aquella cruel y rápida enfermedad hacía ya cinco largos años, con ella se fue su capacidad de apreciar la vida y de querer disfrutarla. Simplemente perdió el interés. Siguió queriendo a sus hijos y siguió con sus valores e ideas e incluso con sus sueños de aportar su granito de arena a hacer del mundo un lugar un poco mejor, pero de alguna forma sentía que todo aquello ya no tenía nada que ver con él. Siguió pendiente de todo lo que ocurría a su alrededor, de las noticias del mundo y de las personas que conocía y apreciaba, pero ahora lo hacía como un espectador, como alguien que estuviera a distancia de lo que ocurría y cada vez más empezó a girar su mente y su atención al pasado más que al presente o al futuro.

Había sido profesor de historia en la universidad durante toda su vida, y la historia fue siempre su pasión obsesiva hasta que la presencia de su mujer y el nacimiento de sus hijos le llevó a una vida diferente en la que la historia era el trabajo y su familia el centro de su vida. Tuvieron muchísimos amigos, viajaron mucho e hicieron muchas cosas. No se podía quejar. Belén fue siempre la fuerza motriz que le llevaba hacia la vida, hacia la gente, hacia hacer cosas y crecer como persona. Sin ella, poco a poco, la inercia de su pasión obsesiva por la historia se hacía más fuerte, sobre todo ahora que ya se había jubilado y no se trataba de ganar un sueldo o cumplir su deber con la enseñanza.

Y con aquella vuelta imparable a su antigua pasión, volvió también un recuerdo que en una época anterior le había obsesionado y que había podido acorralar en algún rincón de su mente durante muchos años, olvidado pero latente. Al principio, solamente se le aparecían retazos de recuerdos, ráfagas de un rostro entrevisto entre la gente, de una sombra huidiza, de una duda permanente. Comenzó a prestarle más atención a esos recuerdos de forma distraída al principio, sin recordar que ya hacía mucho tiempo que se había prohibido a si mismo con enorme esfuerzo no volver a dejarse arrastrar por aquella obsesión, y cuando quiso darte cuenta de su error, ya estaba enganchado de nuevo, aunque ahora era diferente porque ya no era una presencia insinuada o huidiza lo que le atormentaba sino solamente un recuerdo. Así parecía por lo menos algo controlable, de modo que tampoco le dio demasiada importancia.

Nunca le había hablado a nadie de ello. O quizás sí. Ya no estaba seguro. Pertenecía a aquel mundo entre el sueño y la imaginación que nadie conseguiría entender y que, además, por ser un rostro de mujer, siempre sería malinterpretado. Los amigos se reirían preguntando si estaba buena y la familia pensaría que estaba mirando otras mujeres que no eran su esposa. Nada más lejos de la realidad.

Había pensado que precisamente volver a su pueblo, a sus recuerdos de infancia, y a su casa antes de morir, aunque fuera en una residencia, le ayudaría también a dejar atrás aquella obsesión. Qué ingenuidad por su parte, como la del niño que no entiende el mundo que le rodea.

Sus hijos tenían razón, sin duda, qué sentido tenía irse a aquel lugar tan alejado por mucho que estuviera en el mismo valle que su pueblo. Si no salía nunca de allí, si ya no quedaba nadie de su familia ni de sus amigos en aquel lugar, si en realidad aquello ya nada tenía que ver con el lugar donde se había criado. Nunca se lo discutió, ¡joder claro que tenían razón! él podía estar un poco senil seguramente, pero en general su mente seguía por ahora funcionando con las mismas imperfecciones de siempre, así que se daba perfecta cuenta de que no tenía sentido lógico lo que estaba haciendo. Aparentemente. Porque para él sí que tenía todo el sentido del mundo. Allí no suponía un problema para nadie y no se le ocurría ningún otro lugar en el mundo donde tuviera más lógica acabar, cerrar su círculo. Y seguía siendo un lugar hermoso. En aquellos atardeceres soleados que les dejaban salir a la terraza o al jardín cerraba los ojos para sentir los aromas y sonidos de aquellos bosques que habían formado parte siempre de él. Y podía dejarse llevar completamente por la dulce melancolía de los recuerdos. Siempre había oído que cuando uno se hace mayor recuerda mucho mejor las vivencias lejanas del pasado que las inmediatamente ocurridas, del mismo modo que también siempre oyó que a medida que uno se hace mayor el tiempo pasa cada vez más deprisa. Pero no se podía imaginar hasta qué punto y con qué intensidad todo aquello era cierto y se volvía una realidad palpitante. La primera vez que oyó lo de que el tiempo pasa más deprisa cada vez fue a un cura de su colegio, no tendría él más de seis o siete años. Estaba paseando con él por el patio durante el recreo. La frase le llamó la atención y se le quedó en la memoria, sí, también en parte porque en aquel momento de su vida un curso escolar se le antojaba como una eternidad interminable y le hacía gracia pensar que alguien comentar que un año pudiera pasar tan rápido.

Cómo le gustaba recordar especialmente las escapadas con sus amigos a la salida del colegio. Se le estaban viniendo a la memoria infinidad de detalles que creía perdidos para siempre. Tardes de futbol y risas, juegos a policías y ladrones o al escondite, ¡Churro, media manga y manga entera! Y todos saltando como borricos sobre las espaldas de los demás. Y algo más tarde las chicas, con todo el revuelo emocional que trajeron a las apacibles y sencillas vidas del grupo de amigos. Le gustaba revivir todas aquellas memorias y aquellas juergas sencillas. Atesoraban las anécdotas divertidas que les ocurrían y luego las contaban una y otra vez durante años y cada vez les hacían más gracia. Y a la hora de la cena la sonrisa cálida de sus padres y la paz de la casa. Cómo no iba a querer volver allí, aunque nada de todo aquello siguiera existiendo más que en su mente. Aquel mundo había desaparecido por completo. Simplemente ya no estaba. Las calles del pueblo seguían siendo muy parecidas, con la iglesia y su campana estrepitosa, la plaza y aquellas callejuelas que llevaban al puente y a los prados. Todo seguía allí, con algunos cambios, pero lo realmente importante, su familia y sus amigos ya no. Habían desparecido. No repentinamente, eso no, habían ido transformándose gradualmente y desapareciendo a lo largo de mucho tiempo y él siempre lo había percibido con claridad y por eso siempre se había empeñado en ir allá de vez en cuando, incluso cuando ya sus padres habían fallecido y los amigos se habían acabado yendo casi todos, y los pocos que quedaron habían cambiado mucho.

Toda su infancia se había convertido en historia, Y él precisamente era experto en historia. Siempre le maravillaba el secreto de la vida, cómo generaciones enteras con todas sus vivencias, sus emociones, sus sufrimientos, simplemente pasaban y dejaban de existir. Desaparecían por completo cuando moría la última persona que lo conservaba en sus recuerdos. Y sólo quedaba la historia... le parecía increíble que la gente le diese tan poco valor a la historia, Pero ¡si lo es todo! estamos aquí como resultado de todo lo que ha ocurrido antes de nosotros, y cometemos una y otra vez los mismos errores y tenemos los mismos problemas que los que nos precedieron.

Pero mejor no seguir con esas reflexiones. Iba a acabar donde siempre. Recordaba perfectamente aquel lejano día en Roma cuando toda su obsesión empezó. Su lengua estaba desatada, alegre, tras haber bebido un montón de espumante en una trattoria cerca de los museos vaticanos. Estaba con sus viejos amigos de siempre haciendo el viaje de final del colegio, el comienzo del fin de su vida en el pueblo, y estaban disfrutando de la experiencia de conocer un país diferente y de su estrenada independencia tan lejos de casa. Habían coincidido en el restaurante con un grupo de chicas de Valencia y no habían perdido la ocasión de acercarse a ellas con cánticos socarrones y chistes salidos de tono contados estridentemente. Ellas les siguieron las bromas con buen humor y mejor disposición y pronto estaban todos en la misma mesa pidiendo un número desmesurado de botellas de aquel espumante que tanto dolor de cabeza daba por la mañana siguiente. Ya casi antes de que se fueran alguien criticó la inutilidad de estudiar todos aquellos antiguos monumentos de Roma y de la historia en general. Y claro, a Santiago le faltó tiempo para contradecirle y hacer una acalorada defensa de la historia. Estuvo especialmente inspirado ese día. Todos le escucharon con atención y consiguió que la conversación cambiara completamente y que se enfocara durante un buen rato en Roma y lo que aquella ciudad había sido. El resto de las mesas les escuchaban con interés, aunque fueran italianos en general. Alguno de los camareros, que chapurreaba algo de español, se animó también a intervenir y pronto estaban hablando de uno de sus grandes personajes favoritos: Julio Cesar.

Y justo en ese momento es donde Santiago creía que había empezado todo

Probablemente bajo la impresión de algunas lecturas recientes sobre la vida de Julio Cesar se le llenó la boca con un montón de datos y de información sobre él, dejando a todos muy impresionados.

Alguien, no recordaba quien, le preguntó si entonces Cesar había sido un genio, un elegido. Y Santiago respondió sin pensarlo mucho, un genio posiblemente, sí, como tantos genios de tipos tan diferentes han existido en la humanidad, pero seguramente lo que hizo diferente es que fue un elegido. Pero, un elegido de quién, le insistieron. Y la respuesta a él mismo le sorprendió: de la Fortuna, de quién si no, fue sin duda un mimado de ella, alguien especial con quien ella se encariñó. Dichas aquellas palabras sintió algo fuerte y diferente, no sabría decir qué, y mientras la conversación sobre Cesar y Roma fue poco a poco languideciendo y las risas y canciones volvieron a imponerse él no conseguía centrarse en simplemente seguir pasando un buen rato. Se sentía observado de alguna forma, inquieto, y estuvo así toda la noche hasta que el alcohol embotó completamente todos sus sentidos y finalmente se quitó la sensación de encima.

Pero esa noche tuvo inquietantes pesadillas en las que se mezclaba Cesar, la antigua Roma, las chicas valencianas y escenas de guerra y muerte, pero todo ellos revuelto en una serie de erráticas imágenes que se sucedían frenéticas y sin ningún sentido, de forma que no conseguía concretar ninguno de aquellos huidizos recuerdos y lo único que le quedaba claro de sus sueños era precisamente aquel rostro de mujer, que no tenía ni idea de cómo encajaba en todos aquellos sueños, y que, aunque todavía no lo sabía, lo iba a acompañar siempre a partir de aquel momento.

PLATEA. GRECIA AÑO 479 AC

Cerró los ojos, obediente, muy escéptico todavía de que aquello fuera a tener algún sentido, pero profundamente intrigado y secretamente vibrando de emoción de que lo que le había prometido pudiera llegar a ser cierto.

Estaba en la cafetería de la residencia, sólo y ligeramente apartado en la esquina donde terminaba la barra y no había espacio para ninguna mesa, como era lo habitual. Allí no solía ponerse nadie porque solamente había espacio justo para una persona y quedaba en un ángulo en el que las camareras normalmente no te prestaban atención. Era un sitio cómodo para quien prefería observar y mantenerse aparte. Esta vez se había acercado un taburete de madera, un tanto desvencijado, para poder encaramarse y tener la barra a una distancia cómoda para poder coger su cerveza cuando se le antojara sin ninguna dificultad. Sonrió recordando las palabras de Inés sobre que a su edad ya no debería beber cerveza, si acaso alguna infusión. No se daba cuenta de que precisamente a su edad no le quedaba mucho más que hacer que darse sus pequeños caprichos. Y el hombre, por mayor que sea, no puede vivir solo de infusiones.

Una de las camareras se le acercó entonces viniendo por detrás y dándole un buen susto. Ya se disponía a decirle que no le apetecía nada más cuando, repentinamente notó en ella un cambio, y reconoció en ella aquella risa irónica que conocía tan bien en sus pesadillas. Se le quedó mirando, como helado de espanto, sin que se le ocurriera nada que decir y sintiéndose observado por aquellos ojos, de pronto profundos e intensos y tan diferentes a cualquier otros. Sin saber muy bien por qué no se sintió sorprendido, sino que en realidad estaba esperando que algo así ocurriera en cualquier momento, quizás llevara esperándolo toda la vida, así que, con una serena y rendida sumisión, esperó a que por fin pudiera empezar a entender las claves de todo aquello. Pero lo que ella le dijo no sólo no le aportó ninguna explicación de aquella desconcertante y huidiza presencia de tantos años, ni se le presentó, ni le saludó, sino que, con palabras concisas y rápidas, y sin perder en ningún instante la mueca divertida y quizás condescendiente, le propuso de forma pragmática y sin introducción alguna, el trato más absurdo y delirante que jamás hubiera podido imaginarse. Se le agolpaban las preguntas, pero ella parecía saberlas todas sin que él hubiera tenido la menor oportunidad de plantearlas y las rechazaba con un simple gesto que él sorprendentemente entendía sin dificultad.

Hizo un gesto levemente apremiante. Venga Santiago, que tú precisamente no tienes todo el tiempo del mundo. Es la oportunidad de tu vida, en el fondo lo que siempre soñaste. No seas tonto y déjate llevar, qué más da por qué y cómo. Es un privilegio créeme, no creo que hombre alguno jamás haya tenido este privilegio.

El dudaba, no en realidad de la propuesta sino que solamente quería entender, quería comprender...

—Vamos Santiago, rebatió ella ya con un tono ligeramente cansado y añadiendo una mueca impaciente a su gesto permanentemente irónico. ¿Es que tienes algo que perder?

Él se asustó entonces pensando que ella iba a irse sin explicarle nada, sin volver, y dejándole con aquella curiosidad infinita, con aquella necesidad de saber. No eso, no. Así que habló sin pensar, acepto, dijo, nada más y nada menos. Y sintiendo como si al decir aquello se estuviera arrojando a una sima peligrosa, oscura e imprevisible.

La sonrisa irónica volvió.

—Bien hecho Santiago. Pues para qué perder más tiempo. Prueba la mercancía amigo.

—¿Ahora mismo? se sobresaltó y observando a su alrededor y viendo como nadie en el local parecía ni haber reparado en que aquella conversación estaba teniendo lugar.

Ahora, susurró ella entonces más que habló. Y él oyó en algún lugar de su cabeza. Empezamos con Platea, ¿verdad? Y cerrando los ojos él pensó, más que dijo, que sí. Sin sorprenderse ya en absoluto de que lo conociera tan bien. Se le podían haber ocurrido un millón de posibilidades y quizás si le hubiera preguntado hubiera dicho alguna otra cosa, pero cómo no, ella tenía razón. Platea era sin duda la mejor elección. No hubo ni necesidad de concretar alguno de los miles de detalles o posibilidades que aquel nombre sugería. Sabía que la elección de ella en el fondo sería la elección que salía directamente de su voluntad sin filtros de dudas, olvidos o cualquier otro ruido. Aquella batalla siempre le había resultado fascinante.

Acertó a decir, ¿cómo? y ella le respondió, solamente cierra los ojos. Así que ya sin más vacilaciones los cerró sintiéndose en ese instante más vivo que lo que recordaba en mucho tempo.

Cuando los abrió, o al menos mentalmente lo hizo, la escena simplemente excedió cualquiera de sus más secretamente salvajes expectativas.

Primero el sol brillando en lo alto, limpio y claro, con pocas nubes, después el ruido atronador de decenas de miles de voces cantando. Creyó reconocer aquello que cantaban, pero no pudo concentrarse en ello ante el alud de sensaciones que lo desbordaban. El cielo azul, el brillo del sol reflejado en los metales, las voces roncas y sonoras que cantaban, las emociones que sentía que le llegaban incontroladas apabullando y acorralando las suyas propias. Pasión, odio, miedo, orgullo, todo revuelto en un poderoso cocktail que no le permitía pararse a analizar todo lo que aquellos ojos le estaban transmitiendo.

Estaba cansado, lo notaba en las piernas y en el brazo que empuñaba aquel escudo. Trató de pensar, pero no resultaba sencillo porque se le venían encima todas aquellas emociones ajenas. Era curioso porque no captaba ninguna brizna de pensamiento, pero percibía con una intensidad descarnada aquellas emociones como tañidos de una campana gigante que rebotaban dentro de un espacio cerrado y lo atravesaban en oleadas. Pero su mente racional y ordenada luchó porque necesitaba centrarse y entender lo que estaba pasando. Eso era parte indispensable de la experiencia, al menos para él. Consiguió empezar a procesar toda aquella información que le llegaba por sus sentidos dejando de momento de lado todo el impacto emocional.

Estaba en una segunda fila de una formación que se extendía diez o doce hombres a su derecha y de forma interminable hacia su izquierda. Delante tenía un guerrero que llevaba puesto un casco con cimera y una armadura que le cubría la espalda y los hombros, pero dejaba al aire los fuertes brazos. El mismo debía llevar puesto un casco similar porque la visión estaba limitada. Sí, sin duda llevaba aquellas mismas protecciones que veía en los demás de alrededor y que reconoció inmediatamente como el casco corintio con la cimera normal de los soldados espartanos. Llevaba un escudo en la mano izquierda protegiendo el cuerpo de su compañero que estaba a ese lado mientras que el escudo que él tenía delante era el del guerrero de la derecha. Lo normal. Lo que siempre había leído. Llevaba una lanza en la mano derecha que en ese momento estaba apoyada en tierra.

Más allá se veía una gran llanura, con un monte en el fondo y un pequeño río unos cientos de metros más adelante. Sin duda era el río Asopo. Al otro lado del río los vio. Los estaba buscando. El ejército persa. Una línea enorme de soldados que abarcaba todo el horizonte al alcance de la vista limitada por las protecciones de su casco. Se estaban moviendo hacia el río y de hecho vio que un grupo muy grande de caballería ya estaba cruzando el río. Atacaban. Venían directos hacia ellos.

Claro por eso estaban cantando. Ahora sí que terminó de reconocer lo que cantaban; era el pean del Dios Apolo, el himno guerrero tantas veces cantado por los espartanos. Estaban a punto de entrar en combate.

Intentó conseguir girar la cabeza a la izquierda para observar el aspecto del ejército griego, pero él no tenía el control de aquel cuerpo y no pudo ver nada. Sabía que los espartanos formaban a la derecha de aquel ejército griego combinado de varias ciudades, como era el privilegio y responsabilidad de los mejores soldados del ejército. Así frenaban la tendencia normal de la mayoría de los soldados menos entrenados de irse hacia el lado de donde les venía la protección del escudo de su compañero. Si los mejores guerreros no corregían esa querencia desde la derecha toda la formación se desplazaría y correría peligro de romperse.

Por cómo estaba situado en las filas él debía ser, sin lugar a dudas, uno de los soldados de más categoría del ejército espartano. Sonrió mentalmente. Sin duda lo que habría pedido si le hubiera permitido pedirlo.

Y súbitamente le llegó la orden de marchar. Quien la dio estaba muy cerca de él. Con toda seguridad había sido Pausanias, el regente de Esparta en aquel tiempo y general de aquel ejército formado por Esparta, sus esclavos ilotas y el resto de las ciudades griegas. Todos unidos para derrotar definitivamente a Mardonio quien había quedado al frente del gran ejército persa tras la derrota naval de Salamina. Privados por el triunfo ateniense de la posibilidad de recibir avituallamientos por mar los persas no pudieron mantener en Grecia un ejército tan enorme y el emperador marchó de vuelta con una parte de las tropas dejando a Mardonio al mando de un todavía muy poderoso ejército con la misión de terminar el trabajo al volver el buen tiempo y aplastar todas aquellas ciudades griegas.

La orden se fue repitiendo hacia la izquierda por un coro de voces cada vez más lejanas y se pusieron en marcha.

Y Santiago dejó de pensar en los detalles, le costaba un enorme esfuerzo hacerlo en aquella mente ajena, y prefirió dejarse llevar por las sensaciones.

Avanzaron a buen ritmo cuesta abajo (todavía se recordó a sí mismo que ese fue el gran acierto que la historia reconocía al general espartano al plantear la batalla: consiguió que los persas cargaran cuesta arriba en una zona pedregosa que no dejaba maniobrar a su caballería mientras que ellos podían cargar a la carrera favorecidos por el terreno. Creía recordar que esto lo habían conseguido fingiendo una retirada previa —claro, ahora entendía por qué notaba las piernas un poco cansadas. Llevaban días formando para la batalla durante horas sin que acabara de ocurrir, y justo ese día acababan de fingir una retirada y tenían que haber estado de pie firmes y después marchando por varias horas)

Notaba la concentración del soldado espartano y cómo marchaba pendiente de mantener la formación con el mismo ritmo que todos los demás. Notaba también cómo se le aceleraba el corazón y cómo le caían gotas de sudor por la cara y una fuerte carga de agresividad iba imponiéndose poco a poco al resto de las emociones. El miedo, sin llegar a desaparecer, quedaba arrinconado, y cualquier sensación de cansancio desaparecía.

Los persas cada vez estaban más cerca. Ya podía ver sus caras desde la distancia. Al menos la de los guerreros que formaban a la izquierda del ejército persa. Llevaban unos escudos rectangulares que no brillaban al sol como los de los espartanos y espadas largas. Muchos llevaban barbas y había entre ellos una mezcla abigarrada de colores y vestiduras, muy diferente a la total uniformidad de los espartanos.

Orden de correr. Una vez más venía de muy cerca a su derecha y se fue repitiendo en eco cada vez más lejano hacia su izquierda.

Aumentaron su velocidad, pero manteniendo exactamente la misma formación y sin que nada más cambiara. ¡Estaban cada vez más cerca, a punto de chocar! Santiago reconoció por un momento su miedo propio y personal y sintió ganas de gritar Lo habría hecho a todo pulmón si hubiera podido pero los espartanos permanecían en mudo y profesional silencio de quien no ha hecho otra cosa en la vida que prepararse para ese momento y ensayarlo innumerables veces hasta la extenuación. Sin embargo, los persas gritaban con fuerza, un rugido ronco y sobrecogedor que se unía también al griterío que venía desde la parte izquierda de su ejército.

A pesar de la cantidad de adrenalina que debía llevar el soldado espartano circulando por sus venas y su entrenamiento Santiago notó cómo las piernas protestaban. Pero la carrera ya terminaba, en unos segundos iban a chocar. Intentó cerrar los ojos y poner las manos por delante de forma instintiva pero afortunadamente el espartano no reaccionaba a sus pensamientos de ninguna manera.

El choque no fue tan duro. Se mezcló, eso sí, el griterío, ahora ya ensordecedor con el ruido de miles de hombres chocando y las primeras armas cruzándose. Notó un frenazo en seco y enseguida comenzó a apretar su escudo contra la espalda del guerrero que tenía delante para empujarle y hacer retroceder a los persas mientras blandía su lanza por encima de la cabeza y los guerreros de la primera línea las blandían a la altura del costado.

Y comenzó la experiencia más intensa que jamás hubo vivido. Sintió la ferocidad crecer en su interior y quiso golpear y matar a los de enfrente. Mantuvo su escudo a la izquierda protegiendo a su vecino de los golpes de espada y escudo que le daban con violencia. A la vez empujaba a su compañero de adelante y también trataba de herir con su lanza a los feroces rostros que le gritaban delante de ellos siempre que alguno se ponía a la distancia adecuada.

No tenía ni miedo ni cansancio, notaba la fuerza de los brazos bien entrenados del guerrero espartano y agradecía la profesionalidad con que él y los demás iban ganando metros a base de empujar a los de enfrente y cómo iban hiriendo a los persas con lanzazos precisos. Sintió algunas veces cómo su propia lanza hería a algunos de sus enemigos. En la cara, en los brazos, una vez incluso atravesando sin demasiada dificultad su escudo de mimbre. Aunque con ese golpe estuvo a punto de perder la lanza.

Comenzó a pisar cuerpos enemigos en su avance. Notaba cómo los de la tercera fila los remataban con sus lanzas y luego los iba pisoteando todo el ejército. No sintió pena ni remordimiento. Al revés. Estaba completamente lanzado en su furia destructiva y sólo pensaba en eliminar al adversario.

Y de pronto se gritó una nueva orden y todos los de la primera fila retrocedieron y él haciendo un movimiento lateral muy rápido se vio de pronto en primera fila relevando a su compañero. No le dio tiempo a pararse a contemplar sus sensaciones porque enseguida dos soldados persas intentaron golpearle con sus espadas y él ensartó a uno de ellos de un lanzazo directo que le atravesó el escudo. El persa cayó y él esta vez sí que se quedó sin lanza, así que rápidamente sacó de la funda que tenía en el costado una espada corta con la que comenzó a lanzar golpes al otro enemigo. Entonces, alguien le hizo llegar una lanza desde las filas de atrás sin mediar palabra y la tomó con un movimiento rápido y casi rutinario mientras dejaba caer la espada.

Y seguían avanzando, cada vez más deprisa. Santiago notaba cómo los persas cargaban con menor ímpetu y comenzaban incluso a recular. No había visto caer a uno sólo de los suyos y sin embargo el suelo había quedado lleno de guerreros enemigos. El mismo había perdido la cuenta de los que había eliminado con su lanza. Los golpes de las largas espadas persas no podían con los escudos de bronce de los espartanos, y al tener que dar los golpes echando el brazo hacia atrás dejaban siempre todo el flanco derecho sin más protección durante unos instantes que aquellos escudos no metálicos que eran fácilmente atravesados por las armas de Esparta. Además, los espartanos avanzaban dando lanzazos y cuchilladas sin dejar ninguna fisura en el muro de escudos y los persas desesperaban cada vez más al no conseguir perforar aquel erizo cuyas púas sin embargo los estaban masacrando.

Santiago lo notó perfectamente. Llegó el punto que los rivales perdieron cualquier mínimo orden y comenzaron a tratar de arrojarse sobre ellos a oleadas de individuos aislados y a la desesperada, con lo que cada vez resultaban blancos más fáciles para los imperturbables espartanos. Aquello comenzó a convertirse en una carnicería.

Entonces lo vio, probablemente tratando de evitar la desbandada de su ejército en el sector que se enfrentaba a Esparta, Mardonio consiguió llegar con parte de su caballería. Era evidente quien era él por cómo le rodeaban sus hombres y por lo llamativo de la panoplia de armamento y armadura que llevaba. Le sorprendió que entonces él mismo se agachara al suelo rompiendo por un instante la absoluta disciplina de sus movimientos, dejara la espada en el suelo por un segundo y agarrara una piedra. En ese momento los persas ya no les atacaban, sino que intentaban mantener una cierta distancia mientras retrocedían, dejando espacio a la caballería para que se acercara. Pero los caballos, sin el impulso ciego que les alienta en una carga, no se dejaban guiar contra aquel muro de hombres acorazados con sus lanzas implacables. Daban algunos caracoleos y los jinetes no podían hacer más que arrojar de lejos alguna lanza que era fácilmente rechazada por los escudos. Y entonces Santiago vio cómo su brazo se echó hacia atrás y lanzó con gran fuerza la piedra directamente contra el que tenía que ser Mardonio, que recibió el impacto en la frente y cayó fulminado del caballo. Varios de sus hombres desmontaron para atenderle y enseguida comenzaron a gritar en una lengua que Santiago no entendía. Pero sin duda el mensaje era que Mardonio había muerto porque inmediatamente el desorden del ejército persa se convirtió en un caos absoluto y muchos guerreros arrojaron sus armas al suelo y trataron de huir empujando a sus compañeros de las filas anteriores que no se habían enterado de qué ocurría pero que al ver aquello decidían también darse la vuelta y huir. Pero en la inmensa confusión de miles hombres que no sabían que ocurría, de los caballos mezclados con ellos y de todo el polvo levantado en realidad no conseguían alejarse de allí, sino que quedaban atrapados en un remolino confuso donde nadie sabía qué dirección tomar y muchos de espaldas a la línea espartana, que implacable y sin alterarse, seguía con el mismo orden y sin desfallecer masacrando a cientos de hombres y después pisoteándolos mientras avanzaba.

Y entonces, de pronto, sintió una sacudida, una confusa conmoción y se vio como de golpe casi lanzado contra el taburete del bar en la que había estado todo el tiempo sentado. De hecho, cayó al suelo con gran estruendo y revuelo de piernas, brazos y taburete.

Tirado en el suelo y dolorido, ahora sí que sentía que podía de nuevo dar órdenes a su cuerpo. O al menos que su cuerpo obedecía parte de las que le daba, porque entre la confusión, lo retorcido de la postura y el dolor no conseguía que sus miembros respondieran a todo lo que les pedía.

Notó como alguien vino en su ayuda, trataban de incorporarlo y separarlo de la banqueta caída. ¿Por qué no conseguía ayudarles? ellos le movían como un fardo y él trataba inútilmente de ayudarles con los movimientos e incorporarse de la forma más natural posible. Pero no funcionaba. No pudo dejar de sentir cierta cínica diversión al recordar los movimientos firmes y bien coordinados del soldado espartano comparados con la inmensa torpeza e impotencia que sentía. No, algo no iba bien.

—Ponedle aquí, sobre la barra oyó decir a alguien.

Y sintió como quedaba tumbado sobre la fría y dura superficie. Notaba a varias personas alrededor de él tocándole para ver si estaba bien y él trataba de tranquilizarles y explicarles que sólo había sido una caída, que no había que montar todo ese lío, pero no lo conseguía. No conseguía abrir la boca para explicarlo y no conseguía levantar la mano para hacerles un gesto de agradecimiento..., ¡no conseguía nada!, la impaciencia y la frustración comenzaron a ser reemplazadas por la angustia.

—¿Qué me está pasando?, ¡esto es serio!

Notó como le llevaron en camilla a la enfermería de la residencia y después a una ambulancia. Le hablaban para tranquilizarle, pero él no conseguía ni siquiera asentir para mostrar que les escuchaba. Aquello tenía que ser una pesadilla de la que se despertaría de un momento a otro. Notó que le pusieron una vía en la mano e inmediatamente después una sensación de tranquilidad y abotargamiento comenzó a apoderarse de él. No le dio tiempo a procesar que le debían estar sedando antes de desvanecerse.

LA VISITA

Su navegador indicaba 15 kilómetros y 32 minutos para llegar. Ir deprisa y forzar la marcha para ganar apenas cinco minutos le hacía absurdamente sentirse un poco mejor, y aunque ella se daba cuenta de lo paradójico que era aquello aun así no se lo cuestionaba ni por un segundo. Simplemente necesitaba sentirse un poco mejor.

La llamada le había despertado cuando apenas llevaba unos minutos dormida. Y enseguida comenzó a organizarse. Tenía que ir por supuesto, y tenía que ir ya mismo, sin perder tiempo, ¿quién sabía si a su padre le había dado un ataque o un derrame o sabe Dios qué cosa terrible y apenas tenía tiempo de verle?

En apenas unos instantes organizó mentalmente todos los detalles: quién iba a llevar a los chicos al colegio y quién los iba a recoger, las instrucciones que tenía que darle a Dolores para recoger la casa y preparar la cena para el día siguiente, lo que iba a decir el whats up para su jefe, a qué hora mandarlo, el mail para sus compañeros, la reunión que había que cambiar, el reporte que tenía que preparar sin falta lo podría seguramente hacer en el hospital, allí siempre hay tiempos de espera. Tendría tiempo de irlo pensando durante el viaje, al fin y al cabo, eran casi tres horas. Qué pena que no pudiera ser tren o avión porque le daría tiempo para tenerlo todo terminado..., ¡ah sí! y tenía que cancelar la comida con su amiga Rosa. Podía organizar todo eso en la hora siguiente y preparar una pequeña maleta por si acaso. ¿Despertaba a su marido? al principio pensó que no, para dejarle descansar pero si él se despertaba y no la veía se llevaría un buen susto, así, que bueno, se despediría de él y se lo explicaría todo cuando estuviera lista para salir. Se levantó, sin ya ninguna pereza, y fue a elegir la ropa mientras pensaba si el día se lo tenía que tomar de vacaciones o por ser algún tipo de emergencia familiar no contaba..., bueno al fin y al cabo no siempre se podía coger todos los días y trabajaba muchos fines de semana, la empresa lo entendería, sí, lo malo era si su padre iba a protagonizar muchos de esos casos, ella no conseguiría entonces estar presente en todos. ¡Por favor, ella no era una super mujer! Iba a elegir unos vaqueros y una blusa con chaqueta, pero se detuvo a considerar que si al final volvía antes quizás tuviera que pasar por la oficina o dependiendo de la hora ir a buscar a los chicos ella, y no quería aparecer por el colegio así, de modo que cambió su elección a un pantalón más de vestir y una blusa blanca formal y válida para cualquier cosa. Buscó también un jersey para el viaje porque supuso que haría frío y un chaquetón por si acaso. Se preparó rápidamente un café con tostadas mientras cogía su móvil y por si acaso su laptop. Comprobó que estuviera cargando y ya de paso comprobó que el de su marido también estuviera cargándose porque tendrían que hablar al día siguiente. Tomó su café de pie mientras consultaba sus mensajes en whats up y en las diversas redes sociales. Todavía tuvo tiempo mientras comenzaba a enviar los mensajes planeados a buscar los documentos médicos de su padre y a coger su antiguo móvil porque por alguna razón el nuevo todavía no se había acoplado bien al bluetooth del coche. Bajó en el ascensor planeando cómo usar la red del nuevo para el antiguo y cómo ponerlos para poder usar los dos durante el viaje. ¡Se dio un golpe en la frente! había olvidado despedirse de su marido y de paso dar un beso a los chicos. Dio al botón para subir a su piso de nuevo y comenzó de nuevo a sentirse culpable por no sacar el tiempo suficiente para ir a ver a su padre más a menudo.

Vio las luces en la distancia antes de comenzar siquiera a entrever el edificio del hospital. Había llegado por fin. Las cinco y media de mañana, no estaba mal, pensó, había sido bastante rápida. Bostezó porque la hora le hizo recordar que tenía sueño, pero inmediatamente volvió a sus reflexiones interrumpidas en las que se entremezclaban el reporte de la oficina que tenía que preparar y cómo lo iba a estructurar, con lo que le había contado su amiga Luisa sobre la relación con su madre hacía unos días, ¡qué fuerte!, y con la necesidad que tenía de organizar una cita con la tutora de la niña porque la notaba dispersa y sus notas estaban bajando... el coche patinó levemente entonces en la curva de entrada al hospital. Tenía que decirle a su marido que mirara la presión de las ruedas, no lo iba a hacer todo ella, y ya que estaba, que mirara el aceite también... Resopló mientras pensaba que no había avisado a su hermano. Bueno, reflexionó enseguida, ¿qué iba a hacer él en medio de la noche tan lejos? si las cosas se complican le aviso ahora cuando me entere bien de cómo está papá..., ¿habrá sitio para aparcar cerca de urgencias? si no lo hay a esta hora es que no lo hay nunca, reflexionó, mientras veía un montón de huecos con satisfacción. Bien, voy a llegar enseguida, ha habido suerte.

Cerró el coche rápidamente y se dirigió a la que le pareció la puerta de entrada de urgencias, aunque en ese momento no consiguió ver ningún cartel. Se notaba que era un pequeño hospital que atendía a varios pueblos más o menos grandes, pensó, no a ninguna ciudad que realmente se pueda considerar como tal. Estaba realmente muy tranquilo y hacía frío tan temprano, menos mal que se había acordado de traer un chaquetón. Se dirigió directa a recepción y mostró su DNI antes de comentar nada con una sonrisa y un saludo de buenos días cargado de tono amistoso con el que intentaba hacerse simpática a la enfermera que la observaba con aspecto cansado y sin mostrar ningún interés.

Le explicó que habían llevado a su padre allí en ambulancia desde la residencia hacía algunas horas y que le habían dicho que no podía moverse. Fue a mostrar los papeles médicos de él cuando ella le preguntó mecánicamente:

—¿Nombre del paciente? Santiago Robles.

—Fecha de nacimiento y número de la seguridad social por favor

Inés dejó a un lado cualquier intento de comunicarse amistosamente con ella y se limitó a darle los datos pacientemente. Cuando terminó, ella le indicó que podía entrar a la zona de boxes que quedaba nada más pasar la puerta a la izquierda, que preguntara allí a algún celador. Y sin más dejó de prestarle atención y se concentró en alguno de los papeles que tenía desparramados por el mostrador.

Probablemente influenciada por el olor a hospital y las batas, Inés comenzó a sentirse muy inquieta, ¿cómo estaría él ?, oh, ¡por favor, que esté bien!, llevo todo el viaje pensando en un montón de cosas y no me he parado lo suficiente a pensar en él, en cómo lo debe estar pasando, en lo sólo que se sentirá aquí tan lejos de todo... y enseguida la permanente sensación de remordimiento que siempre se asociaba a su padre.