Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
"Cuando llegué a mi casa, lo primero que hice fue meterme en el baño, bajarme la bombacha y ver qué pasaba en ese lejano y enigmático mundo de abajo: solo una débil mancha amarillenta, que nunca tuvo en sus planes volverse colorada, y un algodón que me hacía muecas burlonas con su cara de muñeco de nieve gordinflón". ¿Con qué herramientas se mide el trayecto que va de la niñez a la adolescencia? ¿Con qué palabras se escribe el primer beso en la boca? Con literatura. ¿En cuántos hilos puede desmenuzarse ese instante en que una niña deja de ser niña? ¿Qué tamaño tiene el mundo de sus pensamientos? ¿Cómo crecen los fantasmas cuando muere una madre joven? La mancha trascendental es una novela de pasaje e iniciación y duelo, que logra armar un mundo singular colmado de inocencia y perspicacia. Es a su vez una muestra muy vívida de una mirada a la intimidad de una familia judía de clase media, pero sobre todo del mundo infinito que cabe en el imaginario de una niña de doce años frente a los cambios, tanto internos como familiares, a principios de la década del setenta.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 112
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Satz, Regina
La mancha trascendental / Regina Satz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-631-6505-70-5
1. Novelas Biográficas. 2. Narrativa Argentina. 3. Adolescencia. I. Título.
CDD A863
© 2024, Regina Satz
Primera edición, abril 2024
Dirección comercial Sol Echegoyen
Dirección editorial Julieta Mortati
Asistencia editorial Eleonora Centelles
Coordinadora de edicionesJacqueline Golbert
Editora Elvira Woinilowicz
Jefa de corrección María Nochteff Avendaño
Corrección Florencia Capelli y Patricia Jitric
Diseño y diagramaciónLara Melamet
Asistente de diagramación Ángeles Fato
Ilustraciones Regina Satz
Conversión a formato digital Estudio eBook
Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.
Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina
www.pampublicaciones.com.ar
A Maruca
Gracias a Claudio, Roxy, Mora y Adrián por su gran apoyo
“Pero, en el segundo curso, la fuerza que se desvela se halla sometida todavía a los instintos tenebrosos de la infancia. Instintos animales, vegetales, cuyo juego resulta difícil detectar, porque la memoria no los conserva durante más tiempo que el recuerdo de ciertos dolores y porque los adolescentes se callan ante la proximidad de las personas mayores. Se callan y adoptan los modales de un mundo distinto. Esos grandes comediantes saben erizarse de pronto como una bestia o armarse de humilde dulzura como una planta, y nunca divulgan los oscuros ritos de su religión”.
JEAN COCTEAU, Los niños terribles
Escucho las conversaciones a través de los anteojos de carey que parecen un díptico transparente, dos cuadros que muestran las cosas que van pasando.
En el pequeño espacio que hay entre los anteojos y yo, se produce el recorrido que hace la realidad para meterse en mi persona.
Acá estoy yo
una nena menudita
anteojuda y orejuda.
¡Ah! También un poco narigona
que tiene once años
y que siente miedo de las cosas
que pueden pasar de repente.
¿Qué hay de lindo en mí?
Los ojos grises
la cinturita
y los labios gruesos.
Siempre me acomodo los anteojos para comprobar su presencia.
Todavía me sobresalto cuando pienso que hace poco ese curandero de Bahía Blanca casi me los roba. Mis abuelos creían en él. Me llevaron a ese teatro donde el señor curaba las enfermedades de los ojos.
La abuela me ordenó de repente con su voz chillona:
—¡Andá! ¡Te toca a vos! ¡Subí al escenario!
Había que dejar los lentes en una urna y yo los dejé obedientemente.
La abuela siempre me dice: “Andá para esto y andá para lo otro”.
Andá a comprar voibos, mostrame la cointa, reclamá el descointo y traeme el voilto.
Cuando se queja de algo siempre dice “oi oi oi”. ¿Será que el “oi oi oi” se mete por entre medio de las palabras como si el dolor formara parte de todo?
Para ayudarla a superar el vicio de transformar el diptongo “ue’” en “oi”, se me ocurrió dibujarle en una tablita de madera las palabras más difíciles, haciéndoselas repetir una y otra vez: cue-ro, hue-vo, fue-go, Sa-muel, Ca-ruhé, Ma-nuel.
Pasa muy a menudo que el orgullo que siento por mi triunfo contra el tozudo diptongo se vea extinguido de golpe al escuchar su voz, desde el fondo del gallinero, y ajena al tiempo que ignora, al igual que ella, su propio transcurrir:
—Andá a buscar al aboilo de una boina vez y que prenda el foigo que tengo un frío que me moiro.
—¡Un aplauso para esta nena valiente! ¡Ahora ve bien! ¡Miren qué lindos ojos tiene y nadie se había dado cuenta!—dice el presunto doctor con un tono de asombro exagerado—. Ahora le podremos decir lo bonita que es. Admitámoslo,señores, en la escuela todos la debían llamar la anteojuda del grado, ¿no es cierto, chiquita? ¿Cómo te dicen en la escuela esos niños crueles? Petisa anteojuda, ¿no? ¡Qué malos son los chicos! Pero gracias a este doctor, tu vida va a cambiar para siempre.
Al bajar del escenario sentí que me habían arrancado una parte del cuerpo. Luego, permanecí un rato más sentada en la platea con los abuelos, observando a un gordito pecoso a quien, no sé cómo, lo dejaron subir al escenario con un sánguche de salame, pero se le cayó y no sabía cómo hacer para recuperarlo. Agacharse quedaba mal, aunque amagaba gestualmente con hacerlo. El doctor dijo riendo, en complicidad con el público:
—¡Ja, le importa más el sánguche que los lentes!
Todos se rieron
también los gordos
los anteojudos, todos.
Y cuando por fin el gordito se agachó
y se le vio la raya del culo
fue entonces que se rieron tanto
que me puse valiente
salté al escenario y rescaté mis anteojos.
Recuperar la dignidad era recuperarla por mí, por el gordito y, por supuesto, por la raya de su culo.
Mi abuela me dijo de todo, con los correspondientes diptongos trastocados, pero el abuelo me miró con sus ojos tranquilos, bondadosos y celestes. Le dicen San Martín, porque se llama José y porque es igualito al otro.
Entre los anteojos y yo, algunas cosas quedan guardadas como en un limbo, esperando volver a mí algún día.
En el almacén de mi mamá, El enanito, escucho que tienen que operar a la hija de una clienta de un tumor en la cabeza y que solo tiene nueve años. ¿Será la enana muerte que mata a los niños?
Miro para arriba observando el mundo de los grandes. Veo salir de las bocas de esas madres la inefable tragedia, la palabra “tumor”, lo irremediable, lo incurable. Veo salir de las bocas de las madres un único grito ahogado.
—La tienen que pelar y desnudar para operarla.
Rodeando el mostrador, mientras mi mamá baja y sube la máquina de cortar fiambre, esas palabras salen de los labios sufrientes de las mujeres: pelarla. Imagino la redondez de su cráneo entregándose a unos hombres que van a cortarlo como a una naranja. Entregar su redonda cabecita inocente. La inocencia siempre es redonda.
Empiezo a sospechar y a reconocer signos de la belleza y su romance con el dolor.
—¡Mirá!, hay un montón de paquetes de figuritas, agarrémoslos ahora que mami está charlando con esa señora.
Ser las hijas de la dueña del almacén y tener todos esos paquetes cerrados de las figuritas de Caperucita Roja es un privilegio más grande que ser de clase alta.
Calentamos agua en el depósito y abrimos los paquetes con vapor.
Mirroca, la gatita, está inquieta. Se mueve cuidadosamente, hurgando en lugares estrechos y oscuros. Sus pezones están hinchados y rosados: nos dijeron que está preñada.
Todavía tenemos en nuestras bocas los quince chicles Yum Yum de banana. Muy atrás quedó el clímax de los quince chicles juntos, con su sabor creciente, usurpadores de la totalidad de nuestro espacio bucal. Perdieron todo el sabor y se convirtieron ahora en una asquerosa y enorme bola de goma que transforma y dilata nuestras voces.
Mientras seguimos con la operación “apertura de sobres de figuritas”, desde el almacén se escucha que se sumaron más mujeres a la dramática charla de la hija de la clienta que tiene el tumor en la cabeza.
Con mi hermana, ya abrimos todos los paquetes y en ninguno está la figurita número uno: el rostro completo de Caperucita Roja.
Pasando por los cajones de bebidas, envases y trastos, bajamos al sótano donde funciona El Triángulo de Oro, la joyería que mi papá logró tener gracias a una ayuda económica familiar, en sociedad con Víctor Hernández (el tío Víctor) y Luis Benito Naveiro, nombres y apellidos que mi papá pronuncia siempre juntos, como si no alcanzara solamente con “Víctor” o “Luis”.
El almacén y la joyería retratan la escena de dos mundos, antagónicos pero próximos, que transcurren a la par: el mundo de mi mamá, arriba, y el mundo de mi papá, abajo.
Arriba siento la futura putrefacción del fiambre y abajo, la insipidez y eternidad del oro.
Les bajamos del mundo de arriba unos pebetes de jamón y queso. Vamos a aprovechar el clima que se generó para preguntarle a mi papá algo que nuestra mamá nunca nos supo explicar: por qué el almacén se llama El enanito.
Mi papá se queda en suspenso unos segundos, hace girar los cubitos de hielo del whisky que le sirvió el tío Víctor, se toma el tiempo necesario para apoyarse en el escritorio, como en las películas, y saborea lentamente la bebida junto al pebete y las palabras que va a pronunciar.
—Cuando hicimos la colimba con el tío Víctor, una noche nos escondimos con otros muchachos para jugar al truco y tomar whisky. Cada vez que el gordo Naimoquín tenía flor decía:
Por el río Paraná viene navegando un piojo
FLOR de susto si un enano
se transforma en un titán.
—Lo veníamos escuchando desde hacía un montón y siempre nos preguntábamos qué tenía que ver el enano y el titán en la flor del truco, hasta que esa noche el tío Víctor le preguntó:
—Naimoquín, ¿quién carajo es el enano?
Ahí contó la historia de Adam Rainer, un sobrino de un pariente austríaco de no sé quién, que a los quince años intentó alistarse en el ejército para ir a la guerra del 14 pero, pobre tipo, lo rechazaron por enano. Lo más increíble fue que, después de unos años, le agarró una enfermedad que lo hizo volverse un gigante como de dos metros y pico. Y sin mayor explicación concluyó:
—Fue así que decidimos ponerle “El enanito” al almacén. No me pregunten por qué no le pusimos “El gigante”.
Mi hermana y yo nos miramos apretando el labio inferior en simultáneo, cosa que hacemos a menudo cuando algo nos sorprende mucho.
—Lo que siempre me pregunto —concluye mi papá— es qué habrá pasado con su pene. ¿Le habrá crecido proporcionalmente?
En este caso mi hermana y yo adelantamos exageradamente el labio inferior, como hacemos cuando nos avergonzamos por algo que dice.
La secretaria de la joyería es una experta en escuchar sin demostrar nada. Tipea en la máquina de escribir con sus uñas rojas y largas. Mi hermana y yo la miramos extasiadas: de señoras con batón, pasamos a la chica de vestido de satén y del salchichón primavera, al estuche azul con pulseras de oro y nácar.
En los cumpleaños, o en las fiestas familiares, siempre me hacen subir a un banquito para imitar a los cantantes de moda. Se ríen cuando imposto la voz y hago los movimientos característicos de cada uno.
Hay una tía de una tía, Tanti Memi, muy viejita y solterona, de ojos saltones, que tiene fama de provocar el mal de ojo. Observo que está siempre de pie, con los brazos apoyados en un bastón y una media sonrisa de lejos, arrinconada en la pared.
Cuando diviso su presencia hago fuerza por desaparecer de su vista.
Nunca sé si aplauden a esta sombra peculiar o a mí misma, ni tampoco imagino cómo se verán desde afuera las cosas que pasan dentro de mí.
Como un tornado a la menos uno
un mecanismo especial
tal como gira lo lento
dentro de lo rápido
Tanti Memi queda clavada
en el transcurrir de los minutos
moviéndose muy despacio.
Acomoda sus huesudas caderas
en ese ángulo exacto
que le ofreció la vida para reinar.
“Yo soy aquel que cada noche te persigue
Yo soy aquel que por quererte ya no vive”.
Lo que tengo que lograr es cantar y gesticular, poniéndome al resguardo de la mirada amenazante, protegerme de los hiperbólicos ojos de Tanti Memi y hacer los cuernitos —como me enseñó la abuela— para no ser ojeada, a la vez que imitar los gestos de todos los cantantes de moda: Leonardo Favio, Palito Ortega, Sandro y, principalmente, Rafael, con los movimientos de brazos y manos evitando cualquier sospecha y sin arruinar, por supuesto, la performance. La visión de Tanti Memi me inquieta y le temo, es cierto, pero como el temor es una sospecha, lo puedo controlar. Lo que no tengo es miedo, que sin duda es un sentimiento que paraliza.
Igual no sirven de nada tantos esfuerzos y destrezas artísticas, porque siempre al otro día, todos opinan que estoy ojeada y que hay que llamar a otra tía, la tía Frida, para curarme.
La cuestión es que ahora hay que soportarla a ella, poniéndome pis de no sé quién en la frente.
Entonces comprendo que en realidad de quien verdaderamente me debo cuidar es de la tía del pis, porque suele suceder que, por evitar un mal, se llega a un mal peor. No importa, todo vale la pena en pos del arte y de hacer el show.
Mi hermana y mis primas, recién llegadas de Bahía Blanca, conversan en la pequeña cocina, sentadas en la mesada, aburridas. Ellas son más grandes, tienen de trece a diecisiete. El aburrimiento a esa edad, cuando es de madrugada, suele producir cosas fatales.
Sucede una embriaguez
cuando es verano
y se respira el azul de la noche.
El cuerpo se transforma
en un peregrino
que viene en busca de respuestas
y bebe el aire contaminado
y confuso de los oráculos.
La noche es una pitonisa
que susurra palabras