La Manito muerta - Daniel Silberman Abarzúa - E-Book

La Manito muerta E-Book

Daniel Silberman Abarzúa

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Beschreibung

La Manito muerta es un conjunto de cuentos que ilustran la vida de decenas de víctimas de la dictadura chilena después del golpe cívico-militar de 1973. En ellos, desde un registro familiar íntimo, narra el intento de individuos y familias por continuar con sus vidas a pesar del peligro, el miedo y la violación de sus derechos más fundamentales. Cada uno de estos relatos es una historia independiente. Están escritos en lenguaje simple y directo, por momentos crudo, pero que con certera maestría logran transmitirnos la atmósfera que se vivió en Chile en esa época, el horror, la crueldad de los represores y el dolor, interpelándonos con diversas emociones, así como también conmoviéndonos por su humor. El autor consciente de que la historia de nuestras culturas ha sido generalmente contada por hombres, desde voces y protagonismos masculinos, es que ha querido ampliar el registro hacia otras voces narrativas, como la de niños y mujeres. El libro fue escrito originalmente en hebreo y luego traducido al inglés y al castellano.

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© LOM ediciones Primera edición en Chile, septiembre 2022 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN impresa: 9789560016133 ISBN digital: 9789560016591 RPI: 2022-a-7432 Imagen de portada: Ilustración de David Silberman, 1974. Dibujo realizado por un compañero preso de nombre aún desconocido. Traducido del hebreo al castellano. Título original: Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 00 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

A Chicuela, con amor y cariño.

Apago las luces

Llego tarde a casa, casi a medianoche.He recorrido todo el día los campos de torturabuscándote, mi amor.Me niego a aceptar que te han llevado.Algunos días me pierdo como un río.Estaciono en la esquina y apago las luces.En un instante veo a Claudio pegado a la ventana frontal.Sus ojos agotados no aguantan más.A las ocho acostó a sus hermanos menores,Asegurándoles que mamá llegaría pronto.Y ahora intenta secar sus lágrimas antes de que lo vea.Claudio finalmente se duerme.Chalito me llama preguntando: «¿Dónde has estado?Al menos vuelves sin heridas. Teníamos un acuerdo, Mariana:Cada tres horas debes llamarme para dar señales de vida».Has volteado cada piedra de la ciudad para encontrar a Duvi.Con el tiempo terminarán arrancándote las tripas.Sí, algunos días me desvío…

Capítulo IGlisenti 1910

Son las 5 a.m. y suena el teléfono. Me despierto asustada pensando que es una llamada equivocada y espero que el teléfono deje de sonar. Es agosto, el invierno ha sido frío y los tiempos son de mucha tensión. La huelga de los camioneros prácticamente ha paralizado el país y, como todos saben –o como todos los que quieren saber–, la CIA la financia. Los camioneros se quedan en sus casas mientras los generosos bolsillos del Tío Sam pagan sus sueldos. Hay una enorme presión sobre la economía local, y el gobierno intenta desesperadamente reemplazar a los choferes en paro antes que la gente pierda la poca paciencia que le queda, luego de horas de hacer filas cada vez más largas en sus almacenes y supermercados buscando alimentos básicos. Por mientras, el teléfono del living sigue sonando. Me levanto rápido, antes que la nana se despierte.

«¿Aló? Buenos días. O buena madrugada, en realidad. ¿Quién es?».

«Qué linda está la madrugada, de hecho. ¿Sabes qué es lo mejor de morirse durmiendo durante la noche? Que al día siguiente no tienes que levantarte. ¡Buenos días, Gabi! Estoy en Santiago porque tengo unas reuniones por acá. Estaré en La Moneda casi todo el día, pero en la tarde tengo un ratito libre y necesito verte antes de volver a Chuqui».

«¿David? ¿Estás bien? ¿Sabes la hora que es?».

«Sí, Gabriela, sí sé. Discúlpame, pero necesito un favor que es urgente. Estoy en el aeropuerto y en unos minutos un auto pasará a buscarme para llevarme a reuniones en las que estaré todo el día ocupado, así que preferí llamarte ahora. Espero no haberte despertado. ¿Cómo están Rubén y los niños?».

«Por supuesto que me despertaste. A Rubén también. ¿Crees que a esta hora tan temprano ya estamos de cabeza haciendo yoga? Los niños están bien, gracias».

«Dime ¿todavía tienes la llave del departamento del tío Shloime?».

«Sí, se lo estoy cuidando hasta que vuelva de Israel».

«Y la llave de su caja fuerte, ¿también la tienes?».

«Tengo todas sus llaves, David. ¿Qué necesitas de la caja fuerte? No puedo llegar y abrirla sin su permiso».

«Gabi, te explicaré todo en la tarde. ¿Vas a estar en tu casa a las 4? Pasaré por un rato muy corto, porque luego necesito llegar a Pudahuel para volar de vuelta al norte».

Cuando éramos chicos queríamos mucho al tío Shloime. Siendo uno de los menores de siete hermanos, la carga de ganarse la vida no cayó sobre él tan pesadamente como sí lo hizo sobre sus hermanos mayores. Mi papá y el papá de mi primo David empezaron muy jóvenes a trabajar vendiendo de puerta a puerta ropa y cualquier otra cosa que pudieran. Habían llegado cuando niños a Chile arrancando de los pogromos de Rusia, y como diría mi padre «llegamos el martes, y el miércoles ya estábamos vendiendo cigarrillos y otras chucherías, sin saber una sola palabra de español». Crecimos juntos, sintiéndonos más como hermanos y hermanas que como primos. Nuestros padres trabajaban duro. Mi padre, Gregorio, tenía un garaje, y el padre de David, Isacar, un negocio de chatarra. Más suerte tuvo el tío Shloime, quien siendo joven tuvo la oportunidad de ir a la universidad y estudiar medicina, convirtiéndose en doctor y en un orgullo para todos sus hermanos. Luego, al estallar la guerra por la independencia de Israel en 1948, el tío Shloime, en un arrebato de sionismo o quizás por aburrimiento, una pizca de coraje y un deseo de aventura, se ofreció como voluntario para «ayudar en el nacimiento de la nación». Tal como lo dijo: «¿No es para eso, entonces, que sirve ser obstetra?». La verdad es que para nosotros y para toda la familia era mucho más que un simple obstetra; se convirtió en el médico de cabecera de todos, aconsejándonos, consiguiéndonos remedios y siendo nuestra autoridad médica sobre cualquier tema. Durante la guerra participó en un convoy para liberar Eilat, «el punto más meridional del nuevo país», o «Um rash rash» como lo llamaban los árabes (este exótico nombre siempre me fascinó cuando niña). Mi papá me contó que el tío Shloime sirvió como el médico del batallón, haciéndose cargo de los heridos y cerrando las bolsas de cadáveres con los soldados muertos. En mi infancia me sentaba en el regazo del tío Shloime para escuchar sus historias de héroes, milagros y maravillas del país recién nacido; los dolores de la guerra, el magnífico desierto, el «nuevo guerrero judío» y, por supuesto, las batallas en las que había participado. Como testigo de sus palabras, el tío Shloime trajo de la guerra un revólver Glisenti modelo 1910, toda una reliquia italiana. Sin embargo mi padre no le daba mucho crédito a estas historias de guerra. «Si alguien intenta disparar ese juguete, no estoy seguro por qué lado saldría la bala. No es que importe tanto tampoco, porque las balas de esa chatarra vieja ya no matarían ni una mosca. Y sobre el honorable doctor… cómo decirlo, ¡no estoy muy seguro de que sepa usarla! Menos mal que no tuviste que dispararle a nadie, Shloime. ¡Todo un héroe! ¡Nosotros, que nos quedamos y nos ganamos la vida por nuestras familias, somos los héroes de verdad!», diría gritando desde el otro lado de la casa, guiñándole un ojo cariñoso a su hermano menor. La antigua Glisenti 1910 era como una medalla de héroe para el tío Shloime. Tenía una empuñadura suave de madera que había reemplazado a la original, que, probablemente, se había perdido en alguna guerra lejana en otro continente. El tío Shloime la adoraba tanto que la inscribió en el registro de armas de las autoridades chilenas, consiguiendo así una licencia que le permitió llevarla y mostrarla con orgullo en casi todas las reuniones familiares mientras contaba sus historias de guerra, lo que provocaba las entendibles protestas de las mujeres y la envidia de los hombres. Era tanta la atracción que generaba la Glisenti que acariciar su culata nos parecía casi como sentir que tocábamos una antigua y misteriosa joya preciosa.

Ahora, sorprendentemente casi treinta años después, el tío Shloime viajó de nuevo a Israel. Se fue bajo la excusa de «querer ver cómo ha evolucionado el joven Estado», aunque sospecho que fue a tantear secretamente la posibilidad de irse lejos del país socialista en que se había convertido Chile. Y como Rubén y yo vivíamos en el mismo departamento en el que crecí, en el mismo edificio justo debajo del tío Shloime, este me pasó sus llaves, encargándome que le abriera a la señora del aseo y mantuviera todo en orden hasta que volviera de Israel.

Exactamente a las 4 de la tarde el conserje llama avisándome que alguien me busca. Como había prometido, mi primo David llegó puntual. Él siempre fue el más alto entre todos los primos, diferencia que incluso aumentó a medida que crecíamos. Su contextura delgada y sus hombros caídos debido a un problema en su pulmón derecho aparentemente le sumaron unos cuantos centímetros más; «١٩٣ centímetros de sensibilidad», decía con orgullo su mamá, la tía Acala. Ahora él aparecía en mi puerta luciendo más delgado, preocupado y cansado. Tenía 34 años, estaba casado y tenía tres niños chicos. Cuando Allende asumió como Presidente, David era considerado uno de los profesionales más destacados en el Partido Comunista, por lo que fue nombrado subsecretario de Minería del Gobierno. Sin embargo, a los pocos meses se desilusionó de la política y su conservadurismo, su desesperante lentitud, sus maquinaciones y eternas negociaciones. Habló con el Presidente pidiéndole un cargo más apropiado a su profesión de ingeniero civil; el Presidente estuvo de acuerdo y David fue enviado a la lejana Chuquicamata, a más de 1200 kilómetros al norte de Santiago, a donde llegó como gerente general de Cobre Chuqui, la empresa a cargo de explotar las minas chilenas de cobre. Mientras algunos de sus colegas y parte de su familia (los que lo querían, al menos) pensaban que este cargo lo mantendría lejos del partido, David estaba tremendamente entusiasmado con la idea de dirigir la mayor industria de exportación del país siendo tan joven. El trabajo a cargo de las minas –las más grandes a cielo abierto del mundo– era una gran responsabilidad y un enorme desafío profesional que le daba la oportunidad de concretar sus profundas y vanguardistas convicciones sociales.

Y ahora él está aquí, en la puerta de la casa de mi infancia, mirándome con la misma sonrisa de siempre, esperando pacientemente a que terminara de examinarlo con mis ojos y lo invitara a entrar. Él sabía que aunque fuera una visita corta, luego yo daría un completo detalle de ella a sus papás, a los míos y a todos los tíos, tías y primos, contándoles cómo estaba él, su esposa Mariana y sus hijos.

«¿Cómo estás, Gabriela? Te ves muy bien, pero ya sabes que cuando joven te veías incluso más linda». Esa era su manera de expresar amor. «¿Cómo está Rubén, te está tratando bien o debería llevarlo a tomar algo para hablar con él?» .

«Todos sabemos cómo terminó esa última vez que fueron a tomarse algo juntos después del funeral de la tía Paulina… Los vecinos todavía se quejan de tus cantos debajo de sus ventanas a las 3 de la mañana. Sí, todo está bien entre nosotros, ya te contaré, pero primero entra».

«No, no, Gabi, primero subamos al departamento del tío Shloime. Te pido que abramos la caja fuerte y veamos el asunto que necesito resolver; luego vemos cuánto tiempo nos queda para otras cosas. Nos podemos tomar un café mientras te cuento cómo está todo. Vamos, no tenemos mucho tiempo porque el chofer me espera abajo».

«Primero entremos, David. No puedo hablar contigo sobre esto aquí en el pasillo... ¿Qué necesitas de la caja fuerte? Tienes que entender que no puedo abrírtela sin autorización del tío Shloime».

David miró para todos lados para ver si algún vecino nos escuchaba, dándose cuenta de que no era el lugar apropiado para conversar. Viendo que no había nadie, como de mala gana entró después de mí. Tan pronto como pasó la puerta, la cerró y se aseguró de que la empleada no estuviera escuchándonos desde la cocina. David empezó a darme un contexto de la situación: «Gabi, tú sabes que todo está muy tenso. Este mes hubo un intento de golpe que falló a último minuto solo gracias a que un grupo de oficiales del Ejército está comprometido con nosotros y nos apoya. Pero no sé cuánto tiempo aguantemos con los malditos gringos haciendo todos los esfuerzos posibles en derrocarnos. Me enteré de que en el Ministerio de Relaciones Exteriores hay una desconexión total con Washington, quienes ni siquiera esconden sus intenciones. Si hay otro intento de golpe y, Dios no lo quiera, tiene éxito, puede pasar cualquier cosa. Todo el mundo estará en riesgo, ¿entiendes? No solo quienes estamos involucrados en política. ¿Rubén? Él puede olvidarse de su trabajo como productor de televisión. ¿Juan Antonio? ¿El hermano de Mariana, que trabaja como periodista en una oficina estatal? Su pelo largo sería una excusa suficiente para que lo tomen detenido. Incluso todos nuestros parientes que no están metidos en política, solo por conocerme, pueden estar identificados y correr peligro. ¿Por qué crees que apenas vengo a visitarlos? Es cierto que he estado ocupado, pero también quiero mantener distancia y no ponerlos en riesgo».

«David, no entiendo nada a dónde va todo esto. Leí los rumores que aparecieron en los diarios, pero no creo que sean fundados. Hay suficientes oficiales del Ejército que están comprometidos con el gobierno de Allende. Estamos en Chile y aquí siempre hemos tenido democracia, y eso no va a cambiar. ¿Qué necesitas de la caja fuerte del tío? Hasta donde sé, ahí no hay nada importante ni de valor».

«Gabi, necesito la pistola italiana antigua en caso de que necesite defenderme. No sé qué va a pasar y la quiero solo por precaver. El gobierno decidió que no le daría armas a nadie para no generar pánico ni arriesgar accidentes a mano de cualquier idiota. Necesito la pistola del tío Shloime».

«¿Cualquier idiota? ¿Y tú, al menos sabes cómo usar un arma? ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una pistola en tus manos? El tío Shloime confió en que yo cuidaría sus cosas; tienes que entender que no puedo llegar y abrir la caja fuerte para ti, así que olvídate, porque no puedo ayudarte con lo que me pides».

«Gabi, te olvidas de que soy un poco mayor que tú. Eras una niñita cuando el tío Shloime nos dejaba a Mario y a mí tomar la pistola. Incluso una vez fuimos juntos cerca de Farellones y disparamos tres cartuchos enteros de balas sobre la nieve».

«¡Ah! Así que dispararon una vez, hace mil años, cuando chicos. ¡Eso cambia todo! David, escúchame: no te daría la pistola ni aunque fueras un tirador olímpico. No sin su permiso».

«Gabriela, no te lo estoy pidiendo. Necesito esa arma, no entien…».

«¿Entiendes tú lo que estás diciendo, David?» Ni Dios quiera haya un golpe, ¿pero imaginas lo que pasaría? Habría soldados en todos lados; ¿tú crees que esa pistola vieja te serviría para algo? Solo te pondría en riesgo. ¿Tengo que recordarte que tienes una esposa y tres niños? ¡Si te encuentran van a arrestarte! Dios mío, no puedo creer siquiera que esté imaginándome esa posibilidad... En todo caso si eso pasara estoy segura de que ellos entenderán que eres un profesional que solo trabaja y en pocos días te soltarían».

«Gabi, no tengo tiempo. Te lo pido: necesito esa pistola. El chófer me está esperando abajo. La situación es mucho más delicada de lo que crees. Han pasado un montón de cosas que no puedo contarte ahora. ¿Qué crees que haría el tío Shloime en esta situación? Él ya me la habría pasado. Él no se va a enojar contigo, él entendería».

***

Pasaron cuarenta años. El hijo menor de David pronto cumplirá 50 años y está sentado en mi sala de estar en Tel Aviv mientras le cuento la historia de la pistola por primera vez. En septiembre de ese 1973 maldito, Chile entró en un verdadero caos. La Fuerza Aérea bombardeó La Moneda y Allende junto a muchos otros fueron asesinados. Todavía escucho su discurso final mientras La Moneda era destruida; una transmisión de radio que se interrumpe, su voz escuchándose terriblemente metálica, asustada, sabiendo que el final está cerca y, sin embargo, llamando a todos los trabajadores a que se presenten a sus labores manteniendo la calma, serenos…

«En este momento definitivo, el último en que yo pueda dirigirme a ustedes (…) me dirijo, sobre todo, a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros; a la obrera que trabajó más, a la madre que supo de nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la patria, a los profesionales patriotas (…)»

Mi primo David fue juzgado por un Consejo de Guerra infame, sin derecho a defensa, en un juicio que duró cinco minutos y que lo condenó a 13 años de prisión en la Penitenciaría de Santiago, junto con muchos de sus amigos. Pero sus días como prisionero político no duraron demasiado, porque un año después, en octubre de 1974, fue secuestrado desde la Penitenciaría por agentes de la policía secreta de la dictadura sin que se volviera a saber de él nunca más. Aparentemente fue torturado antes de que lo mataran. Estoy segura de que la Glisenti no lo hubiera salvado, incluso podría haber significado que lo asesinaran inmediatamente después de su arresto. Aún cuarenta años después siento la culpa apretándome la garganta y golpeando mi estómago mientras le cuento la historia a mi sobrino.

Él me abraza y me pregunta: «¿Y la pistola, tía Gabi, dónde quedó?».

Le doy una mirada a Rubén, quien entendiendo inmediatamente y sin decir nada se levanta hacia su escritorio; escucho la combinación de la caja fuerte, la puerta y el cajón que se abren. Luego de unos segundos Rubén vuelve con un pañuelo de terciopelo verde que conozco muy bien, incluso después de años sin abrir ese cajón. Mi sobrino recibe el pañuelo, y mientras lo desenvuelve, la Glisenti se descubre entre sus manos, que acarician la suave y gastada empuñadura, mientras ella, como haciéndonos un guiño, brilla bajo la luz.

Capítulo IIEl papel nunca supo tan bien

Son las 9 de la mañana y en la radio solo se escuchan reportes contradictorios y fragmentados de lo que pasa en Santiago. Insisto en mis intentos de contactar a Duvi por teléfono, pero en su oficina nadie contesta. Es la mañana del 11 de septiembre de 1973 y aún no imagino cómo este día cambiará nuestras vidas. Despierto con una extraña intuición y decido no mandar a los niños al colegio. Se me pasan un montón de ideas y recuerdos por la cabeza, incluyendo todas las llamadas y preparativos que hemos hecho los últimos meses en caso de que algo pase: a quién contactar en caso de emergencia, qué decir o a dónde ir. Hasta que escucho la llamada. Levanto el pesado teléfono negro tan rápido que pareciera que fuera una pluma. Me recuesto en el sillón de cuero negro, apoyo el teléfono en mi falda y levanto el auricular.

«Chicuela, soy yo. Hubo un Golpe en Santiago. No creas nada de lo que dicen las radios oficiales. Los aviones de la Fuerza Aérea deben estar bombardeando La Moneda ahora mismo. No puedo creerlo. Escucha las noticias en vivo de Radio Magallanes».

Trato de contestar algo, decir una palabra, pero David no me da tiempo.

«Mariana, escúchame bien: no hay tiempo, cada palabra y minuto cuentan. Estamos en serio peligro. Tienen que irse de la casa ahora, tan rápido como puedan. No se lleven nada, no hay tiempo. Agarra el auto, recoge a los niños del colegio y llévatelos a la casa de los Encalada. Carlitos y Elda ya saben todo y están esperándote».

Le trato de decir que los niños están conmigo porque esta mañana no los llevé al colegio. Estoy confundida y no entiendo cuando escucho que estamos en serio peligro: ¿se refiere a nuestra familia, a los ejecutivos y mineros de Cobre Chuqui, o a todos? ¿Cómo es que Encalada ya sabe y está esperándonos? ¿Le avisó antes de llamarme? Antes de seguir pensando en estas cosas o decidir enojarme, David me interrumpe para seguir dándome instrucciones: «Quédate donde los Encalada todo el tiempo que puedas y no te muevas de ahí sin antes escuchar de mí o de algún contacto de absoluta confianza. No vuelvas a la casa bajo ninguna circunstancia, por nada del mundo, ni siquiera para buscar ropa. Menos sola. Mariana, no vas a saber de mí los próximos días; voy a tener que esconderme hasta que veamos para dónde va todo esto».

«Pero, Duvi, te necesito para…»

«Chiquelita, tenemos que ser fuertes y aguantar, te prometo que esto va a pasar. Tengo que moverme ahora, cada minuto cuenta. Dales un beso mío a los niños. Ah, y lo más importante: olvídate desde ahora de los nombres, direcciones y teléfonos de todos nuestros amigos y conocidos. La verdad es que es imposible saber lo que va a pasar».

Nos quedamos con Elda y Carlitos por tres o cuatro días, no recuerdo bien. Ellos tampoco mandaron a sus hijos al colegio, así que el gran grupo de niños tuvo casi un campamento de verano juntos, en medio del invierno. Habíamos conocido a la familia Encalada hace poco en Chuqui, pero como pasábamos mucho tiempo libre juntos nos hicimos rápidamente buenos amigos. Elda era profesora y Carlitos ingeniero civil, muy profesional, y a pesar de que no se había involucrado mucho en política era evidente que no podía volver hoy a su lugar de trabajo. La tentación de correr a casa a buscar algunas pocas cosas personales (los juguetes favoritos de los niños, por ejemplo) era casi imposible de resistir, pero el problema se resolvió muy rápidamente, tan temprano como al día siguiente. Un convoy con cinco Jeeps del Ejército llegó a la casa de los Encalada. Un joven oficial bajó del primer vehículo y se dirigió directamente a la puerta de la casa, mientras el resto de los soldados se distribuía estratégicamente por la calle y la casa. Tocó el timbre y dio dos fuertes golpes a la puerta. Educado pero firme, me informó que estaba bajo arresto domiciliario. No tengo idea de cómo sabían que yo me encontraba ahí ni tampoco le pregunté. Por suerte no me preguntó dónde estaba David ni tampoco entró a registrar la casa de nuestros anfitriones. En vez de eso, miró hacia adentro hasta donde más pudo desde donde estaba parado en la entrada, solo para darse cuenta de que los niños estaban jugando en el living, hasta ahora, que se acercaron a nosotros, haciéndose un silencio inquietante. Los ojos de los niños se fijaron en el oficial, esperando –al igual que lo hacíamos los adultos– a que las palabras salieran de su boca.

«Ni usted ni sus hijos tienen autorización para salir de esta casa, señora, hasta nuevo aviso. Si lo hacen, serán detenidos inmediatamente. Un soldado se mantendrá como punto fijo en la calle para asegurarse de que sigan estas órdenes. Buen día». Golpeó sus talones de forma militar –un sonido que siempre me ha parecido violento–, dio la vuelta y se fue. Por la ventana vimos cuatro jeeps alejándose, mientras la patrulla de soldados del quinto y último jeep se quedó reconociendo y rastreando la calle, tratando de elegir el lugar más conveniente para su misión, mientras los curiosos ojos de los vecinos se asomaban a través de las cortinas para tratar de ver qué pasaba en el barrio.

Al tercer día sonó el teléfono. Quien llamaba era el mayor Reveco, el militar jefe a cargo de Chuquicamata. No lo conocía, pero sabía de su existencia y su nombre, por cierto. No era cercano con David, pero hasta donde yo sabía se tenían aprecio mutuo. Reveco me dijo que había rumores de que mi marido había cruzado la frontera hacia Argentina. No lo creí ni siquiera un segundo: ¿desde cuándo el Ejército confiaba en rumores y, más improbable aún, los compartía con civiles? También me informó que me autorizaba para ir a las oficinas de Cobre Chuqui y que la patrulla de soldados que se encontraba fuera de mi casa sabía de esto y me dejarían ir. «Estoy en la oficina de su marido en este momento. No he tocado nada y no lo haré hasta que usted llegue a recoger sus pertenencias. Le recomiendo que venga ahora porque no estaré aquí mucho tiempo más».

Me senté en silencio, aún sosteniendo el teléfono en mi mano luego de haber terminado de hablar. Me permitían ir a recoger sus pertenencias, pero no tenía idea sobre el paradero de mi marido amado. No tenía cómo contestarles a mis hijos sobre dónde estaba su papá, si acaso le pasó algo o lo estaban buscando. El hecho de que el oficial no me preguntara dónde estaba, a mí, la única persona del mundo a la que le habría enviado un mensaje, era una mala señal. Me preocupaba sentir que podían estar dirigiéndome a la oficina solo para hacerme caer en una trampa para arrestarme ahí y así evitar hacerlo frente a mis vecinos. Después de discutirlo con los Encalada, decidimos que iría a la oficina acompañada por Elda. Pensamos que quizás de esa forma no se atreverían a hacerles daño a dos mujeres que andaban juntas.

Llegamos a la oficina de mi marido en 15 minutos, escoltadas por un joven soldado. El mayor Reveco nos esperaba; estaba dando todo tipo de órdenes en el teléfono, con una voz calmada, sin gritar, de pie junto a la silla que usaba mi marido. A pesar de que habían pasado unos días, me sorprendió ver que la oficina seguía muy ordenada, como si David se hubiera ido esa misma mañana. Nada de esto encajaba con las historias de horror que venían de Santiago: el bombardeo del palacio presidencial, el asesinato de Allende, las detenciones masivas y los fusilamientos a detenidos en plena luz del día. A mujeres que caminaban por la calle los soldados les arrancaban los pantalones ordenándoles que volvieran a sus casas a ponerse una falda. Y a jóvenes de pelo largo y suelto, entre los que se encontraba mi hermano menor, los soldados les dieron como «regalo» un burdo corte de pelo. Una vez dentro de la oficina, Reveco cortó rápidamente el teléfono apenas advirtió nuestra presencia. En tono tranquilo y escueto nos dijo que el paradero de mi marido era desconocido y que, hasta donde él sabía, no estaba en manos de ningún grupo militar. «Una unidad de las Fuerzas Especiales llegará de Santiago en unos días, y asumo que la oficina en la que estamos ahora será registrada de arriba a abajo. Quería darle la oportunidad de venir a recoger sus pertenencias personales. Naturalmente, debo estar presente mientras lo hace y deberá mostrarme cualquier artículo que desee llevarse para que yo lo autorice».

Como no me entregó ninguna caja para llevarme las cosas asumí que solo podría recoger lo que Elda y yo pudiéramos llevar en nuestras manos. Miré alrededor y vi varias fotos enmarcadas de los niños y parte de la familia, el pisapapeles que mi papá le regaló cuando nos casamos, su corbata favorita colgando en la percha detrás de la puerta y otras pertenencias. Comencé a apilar algunas cosas en su escritorio para luego decidir qué valía la pena llevarme. Reveco se mantuvo al costado de Elda en la entrada de la oficina, dándome espacio para recoger cosas, pero dejándome bien en claro que seguía cada uno de mis movimientos. Abrí cajones, removí lápices, encontré una chequera vieja, una agenda con asuntos de la empresa –que el oficial me advirtió inmediatamente que no podía llevarme– y otros objetos, cuando de repente encontré un papel arrugado que por alguna razón me dio un mal presentimiento. Lo abrí tratando de disimular mi nerviosismo y de pronto entré en pánico: era una lista con nombres, direcciones y números de teléfono de compañeros del partido con puestos en el gobierno y de funcionarios de Santiago y otras ciudades. Conocía a algunos de esos nombres, a unos incluso en persona por las incontables reuniones nocturnas que habíamos tenido en el living de nuestra casa. De reojo vi a Reveco observándome y acercándose a mí para ver qué estaba escrito en el papel.

Sin pensar un segundo lo que estaba haciendo arrugué el papel en una bola y me lo metí en la boca, masticándolo tan rápido como pude y llenándome la garganta de saliva para tragármelo como fuera posible. Reveco se me vino encima con sus brazos levantados hasta arriba de sus hombros. Pensé que me iba a zamarrear o cachetear para forzarme a escupir el papel, pero de pronto sus manos se quedaron suspendidas en el aire con sus dedos huesudos medio torcidos, lo que le dio un aire ridículo, un poco cómico incluso, aunque en ese momento no había nada de gracioso con el terror que sentía. Demoró unos segundos en recomponerse: «Señora ¡¿sabe que su estúpido acto es motivo suficiente para que le dispare?!». Su voz se elevó por primera vez: «Confié y usted me responde de esta manera. De ahora en adelante recogeremos cada objeto juntos».

Tragué como pude el papel y seguimos hurgando las cosas de David juntos en completo silencio durante unos minutos más, aunque en mi corazón ya había resuelto no buscar más y quedarme con las pocas cosas que ya había puesto en el escritorio, para no arriesgarme a encontrar ningún otro documento importante. Todavía me quedaban pedazos húmedos de papel mezclados con saliva; era difícil tragar todo, me sentía como una ardilla masticando y revolviendo los restos dentro de mi boca, tratando de disimularlos en caso de que tuviera que decir algo o mostrar que no escondía nada dentro de mí. Vi a mi buena amiga Elda pálida, paralizada y con la boca abierta en la esquina de la oficina, seguramente sin creer lo que había hecho. Terminé de recoger las pertenencias de David, le hice un gesto con mi mano al oficial y con un hilo de voz le pedí a Elda que me ayudara.

«Entonces estamos listos. Es mi deber informarle que usted ya no se encuentra con arresto domiciliario», dijo Reveco, volviendo a usar su tono calmo de voz. «¿Cuáles son sus planes para los próximos días?».

«La verdad es que… mire, ni siquiera he pensado en eso. Me ha pillado desprevenida para contestar su pregunta».

«Personalmente, si me permite decirlo, me gustaría no verla más por acá. Es posible que sobrevengan acontecimientos poco agradables dentro de los próximos días. ¿Usted es de Santiago, cierto? ¿Tiene su propio vehículo, correcto? ¿Por qué entonces no se lleva a los niños y vuelve a la capital?».

«¿Cómo podría irme dejando a mi marido? ¿Tengo autorización para salir de Chuqui? ¿Están las carreteras abiertas o bajo control militar?».