La máquina del tiempo - Herbert George Wells - E-Book

La máquina del tiempo E-Book

Herbert George Wells

0,0

Beschreibung

En esta novela, paradigma del género de la ciencia ficción, H. G. Wells señaló algunas de las más serias preocupaciones científicas —insólitas si consideramos que se publicó por primera vez en 1895— como los problemas del espacio-tiempo y de la cuarta dimensión. Asimismo evidenció su profundo interés por la responsabilidad que tiene el hombre ante la sociedad y las consecuencias de sus actos para las generaciones posteriores. Sentados en el curioso artefacto tripulado por el viajero del tiempo, protagonista de esta fantástica aventura, llegaremos al más remoto de los futuros imaginados por escritor alguno. En el año 802.701 podremos descubrir lo que queda de la especie humana y del mundo, el último peldaño de la escalera de lo que con tanto orgullo llamamos civilización.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 177

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición digital, enero de 2024

Segunda edición, julio de 2021

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,

octubre de 1999

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30. Tel.: (571) 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá, D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Traducción

Enrique Santos Molano

Ilustraciones

Jairo Linares

Diagramación

Jairo Toro Rubio

ISBN DIGITAL 978-958-30-6752-5

ISBN IMPRESO 978-958-30-6370-1

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

Contendio

Prefacio

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

Epílogo

Herbert George Wells

Prefacio

El señor Knopf me ha solicitado un prefacio para esta colección de mis historias fantásticas1. Ellas están puestas en orden cronológico, pero permítaseme decir, justo al comienzo del libro, que para cualquiera que no tenga conocimiento de mi obra sería con toda probabilidad más agradable iniciar la lectura con El hombre invisible o La guerra de los mundos. La máquina del tiempo es un pequeño anticipo sobre la cuarta dimensión, y La isla del doctor Moreau puede resultar doloroso.

Estos cuentos se han comparado con la obra de Julio Verne, y hubo un tiempo en que algunos periodistas literarios insistieron en llamarme el Julio Verne inglés. En realidad, cualquiera sea el asunto por tratar, no hay ninguna semejanza literaria entre las invenciones precursoras del gran francés y estas fantasías. Su obra casi siempre contempla posibilidades actuales de invención y descubrimiento, de hecho logró algunos pronósticos notables. El interés que Verne provoca es uno en la práctica: escribió, creyó y narró cómo lo que puede llegar a ser no lo es en la época en que se concibe. Él estimuló a sus lectores al imaginar lo que podría ser y juntarlo con lo que de gracioso, excitante o picaresco pudiera sobrevenir. Muchas de sus invenciones han llegado a “ser verdad”. Por otra parte, estas historias de mi colección no pretenden llegar a ser cosas posibles; son ejercicios de la imaginación en un terreno muy diferente. Pertenecen a la clase de escritos que incluyen El asno de oro, de Apuleyo; las Historias verdaderas de Luciano, Peter Schlemihl 2y la historia de Frankenstein. Y también incluyen algunas admirables creaciones del señor David Garnett, Lady into Fox, por ejemplo. Todas son fantasías; no apuntan a delinear posibilidades serias; apuntan, claro está, solo a la misma cantidad de convicción que pueda conseguirse de un sueño atractivo. Deben al cabo capturar al lector gracias al arte y a la ilusión y no a la comprobación y al argumento, y en el instante en que él cierre las tapas y reflexione, permitirle entender su imposibilidad.

En este género de historias, el auténtico interés miente en sus elementos no fantásticos y no en la invención misma. Hay llamados a la simpatía humana que son tanto como una novela “simpática”, y en los que el elemento fantástico, la propiedad extraña o el mundo extraño se usan solo para echar al aire e intensificar nuestra natural reacción de asombro, temor o perplejidad. La invención nada significa en sí misma, y cuando asuntos de tal calibre son emprendidos por escritores chapuceros que no entienden estos principios elementales nada puede concebirse más de necio y extravagante. Cualquiera puede inventar seres humanos al revés, o mundos semejantes a pesas repelidas por la gravitación. La circunstancia que hace que semejantes ficciones sean interesantes consiste en su traslación a términos comunes y una inflexible exclusión de otras maravillas del relato. Entonces deviene humano. ¿Cómo le gustaría sentirse y qué no desearía que le sucediera? Es la pregunta típica si, por ejemplo, los cerdos pudieran volar y uno de ellos pasara a velocidad vertiginosa sobre su cerca. ¿Cómo le gustaría sentirse y qué no desearía que le sucediera si de repente usted fuera convertido en un asno y no pudiera comentar con nadie al respecto? ¿O si usted se volviera invisible? Sin embargo, nadie pensaría dos veces la respuesta, si las cercas y las casas también hubiesen volado, o si por doquiera las personas fueran transformadas en leones, tigres, gatos y perros, y si de cualquier modo todos pudieran desaparecer. Cuando todo puede pasar, nada conserva el interés.

Para que el escritor de cuentos fantásticos pueda ayudarle al lector a jugar el juego de manera adecuada, está obligado a socorrerlo en cada uno de los posibles pasos, encaminados a domesticar la hipótesis imposible. Debe envolverlo en una incauta concesión sobre alguna suposición plausible y ganárselo con su historia en cuanto la ilusión prenda. En ello consistió la ligera innovación que tuvieron mis cuentos al publicarse por primera vez. Hasta aquí, excepto en la exploración de fantasías, el elemento fantástico se ha producido como por arte de magia. Frankenstein invariable, que aprovecha alguna treta pasmosa para animar a su monstruo artificial.

Estas eran inquietudes sobre los asuntos del espíritu; pero hacia finales del siglo XIX resultaba difícil condensar incluso una creencia transitoria que se apartara de la magia por mucho tiempo. A mí me ocurrió que podía sustituir con ventaja la común entrevista con el diablo o con un mago, mediante el empleo ingenioso del parloteo científico. No fue un gran descubrimiento. Solamente tomé el fetiche material de la época y lo adapté a la teoría actual tanto como me fuera posible.

Tan pronto como la magia del fraude se ejecutó, el oficio exclusivo del escritor de ficción ha consistido en conservar, por sobre todo, lo humano y lo real; toques de detalle prosaico son una adherencia rigurosa e imperativa a la hipótesis. Toda fantasía extra ajena a la suposición cardinal le dará de inmediato a la invención un toque de bobería irresponsable. Así, en cuanto la hipótesis se lanza, todo el interés se vuelca sobre el interés de mirar los sentimientos humanos y los caminos humanos, desde el nuevo ángulo adquirido. Uno puede mantener la historia dentro de los límites de algunas experiencias individuales, como lo hace Chamisso en PeterSchlemihl, o expandirla en una amplia crítica de las instituciones y de las limitaciones humanas como en los Viajes de Gulliver. Mi temprana, profunda y sempiterna admiración por Swift aparece una y otra vez en esta colección, y se evidencia en la predisposición particular de reflejar en estas historias la política contemporánea y las discusiones sociales. Es un hábito incurable de los críticos literarios lamentar cierta pérdida artística y de inocencia de mi primera obra y señalarme hábitos polémicos en mis años tardíos. Este hábito quedó establecido a partir de 1895 cuando, en una revista, el señor Zangwill lamentó que mi primer libro, La máquina del tiempo, se identificase en sí mismo con “nuestros presentes disgustos”. La máquina del tiempo es, en verdad y por completo, una crítica filosófica y polémica de la vida, y así de lo demás, igual que Hombres como dioses, escrita veintiocho años después. Ni más ni menos. Nunca he tenido la capacidad de evadirme de la vida ordinaria y de la vida en general, ni de verlas como diferentes de la vida en la experiencia individual, y en ningún libro he escrito sobre esto. Discrepo de la crítica contemporánea en hallarlas inseparables.

Por muchos años, todos los años, he producido una o más de estas “fantasías científicas” como las han denominado los críticos. En mis épocas de estudiante, nos inquietaba mucho conversar acerca de una posible cuarta dimensión en el espacio; la idea razonablemente obvia de que los acontecimientos podían presentarse en un rígido entramado cuatridimensional espacio­-tiempo se me ocurrió, y ha sido utilizada como la trampa mágica para dar un vistazo al futuro que se oponía a la plácida elevación de una era en que la evolución constituía una fuerza prohumana que hiciera las cosas cada vez mejores para la humanidad. La isla del Dr. Moreau es un ejercicio de blasfemia juvenil. Ahora y entonces, aunque rara vez lo admito, el universo me proyecta una mueca espantosa. Gesticuló en esa época, y yo hice lo que pude para expresar mi visión acerca de la inútil tortura de la creación. La guerra de los mundos, como La máquina del tiempo, fue otro asalto a la autosatisfacción humana.

Bajo el influjo de la tradición de Swift, estos tres libros son ásperos a conciencia; pero yo no soy ningún pesimista ni tampoco un optimista, en realidad. Este es un mundo por completo diferente, en el cual una sabiduría premeditada parece tener una oportunidad perfectamente clara. Después de todo es, más bien, una baratija que equilibra las cargas por el lado siniestro. Las historias de horror son tan sencillas de escribir como las historias divertidas y regocijantes. En Los primeros hombres en la Luna, he procurado mejorar la puntería del disparo de Julio Verne, con el objetivo de contemplar la humanidad a distancia y parodiar los efectos de la especialización. Verne no desembarcó en la Luna porque nunca supo de la radio ni de la posibilidad de transmitir un mensaje. Así, él hizo que su disparo retornara; pero, equipado con radio, yo me las arreglé para alunizar y echarle un vistazo al planeta.

Los dos últimos libros están claramente en el lado optimista. El alimento de los dioses es una fantasía sobre el mejoramiento de los asuntos humanos. En la actualidad, cada quien realiza este mejoramiento. Vemos cómo el mundo entero se encamina hacia ello, en desorden; pero en 1904 no había una idea predominante. Un poco antes yo lo deduje trabajando sobre las posibilidades del próximo futuro, en un libro especulativo titulado Anticipaciones (1901). La última historia es utópica. El mundo es aireado y limpiado en su totalidad por la caritativa cola de un cometa.

Hombres como dioses, escrita diecisiete años después de En los días del cometa, y no inserta en este volumen, fue casi la última de mis fantasías científicas. Como no causaba terror ni espantaba, no tuvo mucho éxito, y en ese entonces estaba cansado de parlotear con parábolas juguetonas sobre un mundo empeñado en autodestruirse. Me he convencido demasiado de la fuerte probabilidad de muy enérgicas y dolorosas experiencias humanas en un futuro cercano, como para estar jugando con ellas otro tanto; pero he rematado dos nuevas fantasías sarcásticas, no incluidas aquí, El señor Blettsworthy en la Isla Rampole y La autocracia del señor Parham, en las cuales pienso que puse cierta festiva amargura, antes de desistir del todo.

La autocracia del señor Parham gira alrededor de los dictadores, y los dictadores giran alrededor de nosotros; pero nunca se ha hecho un esfuerzo por sacarla en una edición realmente barata. Obras de este tipo, tan torpemente criticadas en nuestros días, tienen muy escasa probabilidad de encontrar lectores apropiados. Las personas reciben el simple aviso de que en mis libros hay ideas y se les previene contra su lectura, y así un recelo fatal ha envuelto a estas últimas. “¡Productos embriagantes!”. No es bueno que yo diga que son del todo más fáciles de leer que las primeras, y mucho más oportunas.

Ocurre que hay libros imaginativos que no tocan la imaginación, y una lenta parálisis planea sobre ellos. Considero que me empleo mejor ahora aproximándome a la realidad, intentado trabajos de análisis de nuestras hondas perplejidades sociales en obras como El trabajo, salud y felicidad de la humanidad y Después de la democracia. El mundo, en presencia de realidades catastróficas, no necesita de fantasías catastróficas. Este juego ha terminado. ¿Quién ha de necesitar las chanzas ficticias del señor Parham en Whitehall, cuando a diario podemos ver al señor Hitler en Alemania? ¿Qué invención humana puede competir contra las fantásticas bromas del Destino? Estoy equivocado al quejarme de los revisteros. La realidad ha ocupado una página en mi libro y se las ha arreglado para sustituirme.

H. G. W.

1

El Viajero a través del Tiempo (pues convendrá llamarlo así al referirse a él) nos exponía un asunto secreto. Sus ojos grises brillaban y centelleaban, y su rostro, habitualmente pálido, se veía encendido y animoso. El fuego ardía con intensidad, y el resplandor suave de las lámparas incandescentes era capturado por las burbujas que, como lirios de plata, brillaban y subían por nuestras copas. Nuestras sillas, diseñadas por él, nos abrazaban y consentían, no se limitaban a servirnos de asiento; y reinaba allí esa atmósfera exuberante de sobremesa, en que los pensamientos corren sutiles, liberados de las trabas de la precisión. Y él —enfatizando los temas con su alargado dedo índice— nos la explicó así, mientras nosotros, acomodados plácidamente, admirábamos su diligencia al enseñar esta nueva paradoja (o así lo creíamos) y su fecundidad.

—Deben prestarme toda su atención. Tendré que controvertir una o dos ideas casi universalmente admitidas. La geometría que les han enseñado en el colegio, por ejemplo, se funda en un concepto inexacto.

—¿No es un poco excesivo respecto a nosotros ese comienzo? —terció Filby, un polémico personaje pelirrojo.

—No pienso pedirles que acepten algo sin un motivo razonable para ello. Pronto ustedes admitirán lo que yo necesito que admitan. Desde luego, ustedes saben que una línea matemática de espesor nulo3 carece de existencia real. ¿Les enseñaron esto? Tampoco la tiene un plano matemático. Estas cosas son meras abstracciones.

—Todo eso está bien —aprobó el Psicólogo.

—Ni poseyendo nada más que longitud, anchura y espesor puede un cubo tener existencia real.

—Eso lo rechazo —dijo Filby—. Claro que un cuerpo sólido puede existir. Todas las cosas reales...

—Es lo que cree la mayoría de las personas, pero aguarde un segundo. ¿Puede existir un cubo instantáneo?

—No le entiendo —dijo Filby.

—¿Puede un cubo, que no lo es en absoluto durante cierto tiempo, tener una existencia real?

Filby quedó pensativo, y el Viajero a través del Tiempo prosiguió:

—Es evidente que todo cuerpo real debe extenderse en cuatro direcciones: tener longitud, anchura, espesor y... duración; pero por una debilidad propia de la carne, que les explicaré enseguida, nos inclinamos a olvidar este hecho. En realidad, existen cuatro dimensiones, tres a las que llamamos los planos del espacio, y una cuarta, el Tiempo. Sin embargo, hay una tendencia a formar una distinción falsa entre las tres primeras dimensiones y la última, pues ocurre que nuestra conciencia se mueve entre intermitencias en una dirección a lo largo de la última, desde el principio hasta el final de nuestras vidas.

—¡Eso! —dijo un hombre muy joven, mientras hacía esfuerzos espasmódicos para volver a encender su cigarro en la llama de la lámpara—, eso es... muy claro, en verdad.

—Ahora, es bastante notable que esto se olvide con tanta frecuencia —continuó el Viajero a través del Tiempo en un leve acceso de buen humor—. En realidad, esto es lo que significa la Cuarta Dimensión, aunque algunas personas hablen de la Cuarta Dimensión sin tener idea de lo que es. Es solamente otra forma de considerar el Tiempo. No hay diferencia entre el Tiempo y las otras tres dimensiones del Espacio, excepto que nuestra conciencia se mueve a lo largo de ellas. Pero algunos mentecatos han captado el lado equivocado de esa idea. ¿No han oído lo que esas personas han dicho acerca de la cuarta dimensión?

—No, por mi parte —dijo el Corregidor.

—Simplemente esto: como lo entienden nuestros matemáticos, se cree que ese Espacio tiene tres dimensiones que pueden denominarse Longitud, Anchura y Espesor, siempre definible por referencia a tres planos, cada uno de ellos en ángulo recto respecto a los otros; pero algunas gentes filosóficas se han preguntado: ¿por qué precisamente tres dimensiones? ¿Por qué no otra dirección en ángulos rectos con las tres restantes? E incluso han intentado elaborar una geometría cuatridimensional. El profesor Simon Newcomb expuso esta teoría en la Sociedad Matemática de Nueva York hace un mes, más o menos. Ustedes saben cómo sobre una superficie plana, que solo tenga dos dimensiones, podemos representar la figura de un sólido tridimensional, y ellos, de modo semejante, piensan que por modelos de tres dimensiones podrían representar uno de cuatro, si fueran capaces de dominar la perspectiva de la cosa. ¿Lo captan?

—Así me lo parece —murmuró el Corregidor, y con el ceño fruncido se sumió en un estado de introspección, moviendo sus labios como el que pronuncia palabras místicas—. Sí, creo que ahora lo comprendo —dijo al rato, y se animó de un modo por completo pasajero.

—Bien, no me importa comentarles que estoy trabajando en esta teoría de las cuatro dimensiones desde hace algún tiempo. Algunas de mis deducciones son curiosas. Por ejemplo, he aquí el retrato de un hombre a los ocho años, otro a los quince, otro a los diecisiete, otro a los veintitrés, y así en lo sucesivo. Todas estas, por así decirlo, son sin duda secciones, representaciones tridimensionales de su ser cuatridimensional, el cual es fijo e inalterable.

—La gente de ciencia —prosiguió el Viajero a través del Tiempo después de la pausa requerida para la apta asimilación de sus palabras— sabe muy bien que el tiempo es solamente un género del espacio. Aquí tenemos un conocido diagrama científico, un indicador del clima. Esta línea que señalo con mi dedo muestra el movimiento del barómetro. Ayer estaba así de alta, anoche descendió, esta mañana volvió a subir y ascendió poco a poco hasta aquí. Con seguridad, ¿no ha marcado el mercurio esta línea en cualquiera de las dimensiones del espacio generalmente admitidas? Pero, por cierto, tal línea ha sido trazada, y, en consecuencia, debemos concluir que lo fue a lo largo de la dimensión del tiempo.

—Pero —dijo el Médico con la mirada fija en el carbón que ardía en la chimenea— si el tiempo es solamente una cuarta dimensión del espacio, ¿por qué se ha considerado siempre como algo diferente? ¿Y por qué no podemos movernos en el tiempo como nos movemos en las otras dimensiones del espacio?

El Viajero a través del Tiempo sonrió.

—¿Está seguro de que podemos movernos con libertad en el espacio? Podemos ir a la izquierda o a la derecha, hacia delante o hacia atrás con libertad suficiente, y las personas siempre lo han hecho. Admito que nos movemos con entera libertad en dos dimensiones; pero ¿hacía arriba y hacia abajo? Ahí la gravitación nos limita.

—No exactamente —dijo el Médico—. Para eso tenemos los globos.

—Pero antes de los globos, excepto por los saltos espasmódicos y las desigualdades de la superficie, el hombre no tuvo libertad de movimiento vertical.

—Sin embargo, pudo moverse un poco hacia arriba y hacia abajo —dijo el doctor.

—Con mucha mayor facilidad hacia abajo que hacia arriba.

—Y usted de ninguna manera puede moverse en el tiempo, no puede escapar del momento presente.

—Mi querido señor, es justo en lo que está usted equivocado. Es justo en lo que el mundo entero está equivocado. Siempre estamos escapando del momento presente. Nuestras existencias mentales, que son inmateriales y que no tienen dimensiones, corren a lo largo de la dimensión del tiempo con una velocidad pareja desde la cuna hasta el sepulcro. Igual que viajaríamos hacia abajo, si comenzáramos nuestra existencia a ochenta kilómetros por encima de la superficie de la Tierra.

—Pero la gran dificultad es esta —interrumpió el Psicólogo—. Usted puede moverse en todas las direcciones del espacio, pero no puede moverse en el tiempo.

—He ahí el germen de mi gran descubrimiento, aunque usted se equivoca al decir que no podemos movernos en el tiempo. Por ejemplo, si evoco con vivacidad un incidente, regreso al momento de su ocurrencia: me transformo en un distraído, como dice usted. Salto atrás por un momento. Por supuesto no tenemos cómo permanecer atrás por algún tiempo, no más de lo que podrían un animal o un salvaje sostenerse casi dos metros por encima del piso. Pero al respecto el hombre civilizado está mejor que el salvaje. Puede, no obstante la gravitación, elevarse en un globo, y ¿por qué no ha de ser posible que en últimas sea capaz de detener o de acelerar su dirección a lo largo de la dimensión del tiempo, o incluso de dar la vuelta y de viajar en el sentido opuesto?

—¡Oh!, eso... —empezó Filby— no puede ser.

—¿Por qué no? —dijo El Viajero a través del Tiempo.

—Va en contra de la razón —dijo Filby.

—¿Qué razón? —dijo el Viajero a través del Tiempo.

—Puede usted demostrar con argumentos que lo blanco es negro —dijo Filby—, pero nunca me convencerá.

—Quizá no —dijo el Viajero a través del Tiempo—; pero ahora empieza usted a vislumbrar el objeto de mis investigaciones en la geometría de cuatro dimensiones. Hace mucho que tengo una vaga concepción de una máquina.

—¡Para viajar a través del Tiempo! —exclamó el Hombre Muy Joven.

—Que viaje sin distinción en cualquier dirección del espacio o del tiempo, como tenga a bien su conductor.

Filby se limitó a soltar una carcajada.

—Pero llevé a cabo una verificación experimental —dijo el Viajero a través del Tiempo.

—Podría ser en extremo conveniente para un historiador —sugirió el Psicólogo—. Por ejemplo, ¡se podría viajar al pasado y confirmar el aceptado relato de la batalla de Hastings!

—¿No cree que podría atraer la atención? —dijo el Médico—. Nuestros antepasados no eran muy tolerantes con los anacronismos.

—Podría uno aprender el griego de los mismísimos labios de Homero y de Platón —insinuó el Hombre Muy Joven.

—En cuyo caso usted sería suspendido en las primeras clases. Los sabios alemanes han mejorado mucho el griego.

—Entonces ahí está el futuro —dijo el Hombre Muy Joven—. ¡Calculen! Uno podría invertir todo su dinero, dejar que se acumulen los intereses, y precipitarse hacia delante.

—A descubrir una sociedad —dije— erigida sobre bases estrictamente comunistas.

—De todas las teorías descabelladas y extravagantes... —comenzó el Psicólogo.

—Sí, así me lo parecía, y por eso nunca he hablado de esto hasta...

—¡Verificación experimental! —grité—. ¿Va usted a verificar eso?

—¡El experimento! —chilló Filby, que tenía cansado el cerebro.

—De todos modos déjenos ver su experimento —dijo el Psicólogo—, aunque todo es una patraña, como usted bien sabe.

El Viajero a través del Tiempo nos rodeó con una sonrisa. Enseguida, sonriendo levemente y con las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones, caminó fuera de la habitación a paso lento y oímos cómo sus zapatillas se arrastraban por el largo corredor hacia su laboratorio.

El Psicólogo nos miró.

—Quisiera saber a qué ha ido.

—Algún juego de manos o algo por el estilo —dijo el Médico, y Filby quiso contarnos de un nigromante que él había visto en Burslem, pero antes de que concluyera su introducción, retornó el Viajero a través del Tiempo y se hundió la anécdota de Filby.