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Vas a encontrar en estas páginas ocho cuentos que alternan la comedia, la violencia, el amor y la locura. En todos ellos existe una simbiosis entre realidad y fantasía. Están unidos, no por su narración, sino por un tema central: los sufrimientos ocasionados por la pandemia. Los excéntricos personajes intentarán sobrevivir a ella con su doble moral, sus contradicciones neuróticas, sus miserias y su cinismo.
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Seitenzahl: 65
Veröffentlichungsjahr: 2023
DIEGO MARTINI
Martini, Diego La muela del burgués y otros cuentos / Diego Martini. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3640-2
1. Cuentos. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Pura Fachada
Asado Etílico
Filosofía en la Garita
La Muela Del Burgués
La Glorieta De Belgrano
Amor Incondicional
Vagón Existencial
Yoga Aéreo
Febrero de dos mil veintiuno. Salí de compras en medio de un calor de locos. Pasé por la verdulería y tuve un conflicto con un covidiota que me dejó los nervios de punta. No le pude decir nada. Me asusté y me quedé callado. Consternado, caminé hasta la carnicería. Había una larga fila de personas aguardando en la puerta. No tuve más remedio que esperar. Me puse a pensar en el altercado y en las imprudencias que cometen los covidiotas. ¿Cuántas barbaridades debe tolerar la gente de bien? Me tocó entrar. Le conté mis reflexiones al carnicero mientras me preparaba una tira de asado banderita.
—¿Podés creer, Juan Carlos? Diez personas estábamos dentro de la verdulería. Ni dos, ni tres. ¡Diez! El covidiota entra sin el barbijo a preguntar cuánto está el kilo de tomates. ¿¡Podés creer cómo se cagan en todo estos tipos!? —Juan Carlos no me escuchó por el ruido que hacía la máquina cuando cortaba los huesos del costillar pero asentía con la cabeza.
Con la bolsa de asado banderita entre las manos, salí todavía refunfuñando. Llegué a casa agobiado por el calor. Fui directo al living, que es la sala más fresca. Necesitaba poder pensar tranquilo. Estaba harto de tolerar a los irresponsables que nos jodían la vida a los que nos seguíamos cuidando. Necesitaba poner las cosas en su lugar.
Mientras tomaba el té, le ordené a Fanny, mi esposa, que saque un turno para vacunarse con Layanqui. Les mandé una nota de voz a mis hijos para explicarles que no me visitaran hasta nuevo aviso. La orden gubernamental de permanecer aislados era la excusa perfecta. Necesitaba estar solo para pensar con claridad. Iba a darle una lección al covidiota. Así que mepuse a estudiar duro y parejo para tener argumentos en caso de tener una discusión. Bien calladito se iba a quedar. Pasé noches enteras leyendo, quemándome las pestañas. Leí a Nietzsche, Marx, Freud, Habermas, Wilber, Ingenieros, Lacan, Kant, Bagú, Bleichmar, Durkheim, Weber y Agamben. Cuando consideré que estaba listo, seguí leyendo. No quería tener ninguna duda. Cada tanto, me tomaba unos minutos para llevarle té frío a Fanny que permanecía aislada en el cuartito del fondo, luchando contra el Covid.
—Descansá Fanny —le decía al oído y la besaba en la frente con mi barbijo prolijamente colocado. —Quedate tranquila que a ese atorrante no le van a dar más ganas de joder a ninguna persona más.
—¡Estoy tranquila! —Me decía ella. —Sos vos el que está mal. Tenés que calmarte un poco, Osvaldo —se quejaba entre lamentos. —Acordate lo que pasó la última vez que te empecinaste lo terrible que fue para la familia.
Yo no le hacía caso. Ella no se comprometía con las cosas que no eran de su interés; menos aún cuando se trataba de mis conflictos vecinales.
Llegó marzo. Me sentía hecho pelota. Triste como un perro viejo y enfermo. Fanny tampoco estaba bien. Ahora había comenzado a vomitar una especie de bilis rojiza casi todas las tardes. La pandemia se nos hacía cada día más pesada. No quise salir más de casa. Le pedí a Fanny que se ocupara de pedir todo lo necesario por delivery. No fui más a ningún comercio, ni aunque fuera de cercanía.
Cuando entramos en mayo no pude tolerar más el encierro. Por recomendación de Fanny, tuve una sesión online con un psiquiatra que me dijo que siguiera estudiando, que continuar con esa actividad me iba hacer bien para distraerme de mis pensamientos distorsionados. Coronafobia o algo así fue su diagnóstico. ¿Coronafobia? ¡Eso es cosa de putos!, pensé. Pero no le dije nada. El psiquiatra me recetó antidepresivos y ansiolíticos. Eso me vino bien.
Con el correr de los días comencé a sentirme mejor. Decidí visitar a Fanny después de mis almuerzos para verla un poco más. Al ingresar a su cuarto, me la encontraba mirando el techo, con el ventilador prendido y algunos alimentos enlatados sobre la colcha. En cuanto me veía, se esforzaba por incorporarse, me miraba con una media sonrisa, y emitía una respiración pedregosa de anciana asmática.
—Tenés que animarte a salir un poco, aunque sea a dar una vuelta manzana —me decía. —¡Te va a venir bien, Osvaldo!
Yo apenas podía entender lo que decía adivinando algunas de sus palabras.
—¡Basta, Fanny! Voy a seguir leyendo todo lo que se me dé la gana. No me rompas más los huevos. Acostate y tomate la temperatura.
Después de ubicarla en su lugar, le tocaba la frente, me ponía alcohol en las manos y me iba al living a seguir estudiando. No toleraba verla así. Por las tardes me relajaba en la hamaca paraguaya del jardín, acariciaba el lomo de mi mascota y leía un poco más. Si me alcanzaba el tiempo, me dormía una siesta. Más hacia el atardecer, para despabilarme, nadaba unos largos en la pileta casi fría. Entonces la angustia cedía un poco. Sin embargo, seguí encontrándome agotado. Quise explorar la obra de los rusos en su idioma original y fracasé; alcancé a leer algo de Tolstoi y Dostoievski pero ese esfuerzo descomunal no me sirvió para nada. Fuí por los franceses y tampoco conseguí extraer algo útil para mi cometido.
Entendí que asimilar semejante obra literaria, filosófica y sociológica no solo era un trabajo infinito sino que no me iba a servir. Era difícil que esos conocimientos cobraran vida en mi interior. No me estaba transformando en el superhombre que quería ser para enfrentar al covidiota; solo estaba asimilando pasivamente esas ideas. Me estaba llenando de debilidad.
Dejé de estudiar. Me zambullí en la práctica de la meditación zen. No sé de dónde saqué la idea, pero se me puso que necesitaba trascender el mundo conceptual y adentrarme en el reino de lo no manifiesto.
—El conocimiento es Preciado, es Preciado. El conocimiento es Preciado, es Preciado. —Comencé a repetir esa frase, a modo de mantra durante siete largos días y siete largas noches.
—El conocimiento es Preciado, es Preciado. El conocimiento es Preciado, es Preciado.
Durante una meditación profunda, sumergido en un estado alterado de conciencia, capturé la señal cósmica y me aboqué de lleno a la lectura de la obra de Paul Beatriz Preciado. Sus textos me atraparon por completo. Entendí las nuevas formas de control y de normalización. Me di cuenta de que mi cuerpo no me pertenecía. Yo solo era la consecuencia de un discurso hegemónico que estaba incrustado en mi cabeza. Comprendí que era necesaria una transformación radical antes de resolver el conflicto con mi vecino.
Hurgué en el armario de Fanny en busca de una peluca rubia y enrulada. Encontré también una pollera corta que podía servirme, zapatos de tacos y un lápiz labial. Tuve todo lo necesario para deconstruirme y poner fin a mis actitudes heteronormativas.
Ahora sí, travestido, comencé a fumar mi cigarrillo de la noche parado a los pies de la cama de Fanny. En actitud meditativa, la observaba convulsionar. No había mucho que pudiera hacer por ella más que aceptar el momento presente y observar con atención consciente cómo se despedía de este mundo mi querida esposa. No iba a permitir que la asistieran con un respirador deshumanizado creado por la ciencia de ninguna manera. Esa era otra artimaña del discurso hegemónico.
Por fin fue veinticuatro de agosto y emprendí el viaje hacia la casa del covidiota. Salí temprano. Para juntar coraje, vagué antes por la placita del barrio viendo cómo los vecinos sin tapabocas paseaban a sus mascotas. Sentí felicidad al notar que ahora ya podía tolerar esos polémicos modos de afrontar el virus.