La muerte de la bailarina - Gustavo Adolfo González Rodríguez - E-Book

La muerte de la bailarina E-Book

Gustavo Adolfo González Rodríguez

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Beschreibung

Un pequeño pueblo ve convulsionada su vida cotidiana tras encontrar muerta a una mujer de 40 años, la bailarina del cabaret, en la pensión donde vivía. Su muerte repentina es un misterio que desata fabulosas conjeturas en los lugareños.

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© LOM ediciones Primera edición, marzo 2021 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN impreso: 9789560013859 ISBN digital: 9789560014207 RPI: 2021-A-532 Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

Para Annie Pauget

Índice

Ahora

Mucho antes

Ahora

Mucho antes

Ahora

Mucho antes

Ahora

Poco antes

Mucho antes

Ahora

Poco antes

Mucho antes

Poco antes

Mucho antes

Ahora

Poco antes

Mucho antes

Antes

Mucho antes

Poco antes

Ahora

Mucho antes

Poco antes

Ahora

Antes

Ahora

Antes

Ahora

Antes

Ahora

Muy poco antes

Antes

Muy poco antes

Ahora

Ahora

La mañana de un viernes en que encontraron el cadáver de la bailarina despuntaba un radiante día de primavera. El cabo Carrasco recordaría por siempre la impresión que se llevó al ver a la muerta. Era un cuadro de tristeza plena, configurado por ese cuerpo raramente hermoso y de rostro prematuramente envejecido (abandonado por la vida antes de la llegada de la muerte) que yacía sobre el destartalado catre en el modesto cuarto, en un contraste grotesco con los cerezos floridos asomados en el estrecho ventanal donde reventaba el sol con un trasfondo de trinos de gorriones.

Doña Eufrasia, la dueña de la pensión, sostenía la hipótesis de que la pobrecita había fallecido de soledad y pena. En el cabaret de mala muerte donde hacía cada noche un estriptis a cambio de comida y algunos pesos, aventuraron que la mató una intoxicación alcohólica, aunque nadie supo precisarle al cabo Carrasco con quién o quiénes había estado bebiendo la mujer. El doctor Zúñiga, un jovencito que hacía su práctica en el hospital del pueblo y debió oficiar de médico legista en este caso, diagnosticó improvisada y preliminarmente, a la espera de la autopsia, una cirrosis hepática terminal.

Cuando el juez Correa llegó para hacer el levantamiento del cuerpo, circulaban (entre el mercado, la antesala del club de rayuela y los cotorreos de las vecinas) por lo menos cinco versiones de la causa de muerte de la bailarina.

Torciendo la boca, don Lisandro hablaba de un crimen cometido con exquisito sadismo por un amante de ocasión que se aprovechó para robarle los ahorros pacientemente reunidos por la mujer durante diez años. Por su parte, el doctor Zúñiga se negó a comentar si en el cadáver había trazas de relaciones sexuales previas a la muerte, con lo cual no hizo sino alimentar esta fantasía.

Las suposiciones de que la bailarina guardaba una pequeña fortuna dieron alas en don Domingo a la variable de un crimen con fines de hurto, obra de algún misterioso forastero que venía siguiéndole los pasos desde mucho antes de los doce meses transcurridos desde que ella arribara al pueblo. Una tercera variante de la tesis del asesinato, lanzada por don Enrique, especulaba que se trató de un crimen por encargo, ordenado por la esposa de un dueño de fundo que inexplicablemente se había prendado de la cabaretera.

Todos seguían torciendo la boca en murmullos incomprensibles cuando se hablaba de las identidades del supuesto amante sádico, del forastero ladrón o del hacendado y su esposa despechada.

Las versiones cuarta y quinta versaban sobre el suicidio de la mujer. En un caso, don Desiderio decía que tragó veneno para ratones mezclado con un litro de vino que compró en un clandestino camino a la pensión tras abandonar el cabaret. Por último, don Rodolfo aseguraba, bajando la voz, que la mujer se ahorcó colgándose desnuda de una de las vigas del cuarto y que el cabo Carrasco aceptó unos pesos de doña Eufrasia para descolgar el cadáver antes de la llegada del médico y del juez y vestirlo con una raída camisa de noche, evitándole así un mal rato a la dueña de la pensión y el desprestigio para su negocio.

En apoyo a cada una de las supuestas causas se citaban detalles inéditos del examen del cadáver y una posterior autopsia que nunca estuvo claro si se realizó y que entró por tanto a formar parte también de la red de decires y rumores. Don Domingo reparó en que en el ataúd la amortajaron con un vestido de subido cuello, a ella que siempre lució escotes en el pueblo, lo cual confirmaba el afán de encubrir, según don Rodolfo, las señas dejadas por la soga en el suicidio y, para otros, los hematomas del estrangulamiento con que el asesino la sacó de este mundo.

El traslado del cuerpo sin vida desde el hospital hasta la funeraria de la Beneficencia Pública demoró dos días. Dos días que en la mente de varios vecinos se invirtieron en una meticulosa autopsia de la cual no quedó ningún protocolo. No obstante, hubo quienes aseguraron que en los intestinos y las vísceras de la bailarina se encontró veneno suficiente para paralizar y matar a un toro, mezclado con el olor ya putrefacto de un litro de vino y el puchero de papas que fue su última cena.

Algunos refutaban esa versión para asegurar que los exámenes de los legistas verificaron profundas heridas en el bajo vientre de la mujer que le atravesaban todo el aparato reproductor, aunque apenas se advertían en la superficie de la piel. La víctima, decían, fue atacada con un punzón y el asesino le tapó la boca tanto en el momento de agredirla como en su interminable desangre interno que se prolongó hasta el amanecer, cuando el victimario comprobó que estaba cumplida su misión y abandonó el cuarto y la pensión antes de que doña Eufrasia se despertara. Era un asesino profesional, afirmaron, contratado por la dama que no soportó los amores de la bailarina con su marido, y por eso burló la vigilancia de los perros que apenas aullaron en el antejardín del caserón.

Don Luis, el almacenero, recordaba aquella tarde de octubre en que la primavera se diluía en un prematuro calor veraniego, cuando vio a la mujer cruzar la plaza desde el paradero del bus interprovincial. Vestía una suerte de traje sastre marrón, gastados zapatos blancos de taco aguja abiertos en la punta que dejaban ver, pese a las medias de nylon, uñas furiosamente esmaltadas en rojo y una gastada blusa de raso que alguna vez fue celeste. Cargaba además en su hombro izquierdo una cartera verde de cuero brillante y en la mano derecha una anacrónica valija de cartón, ya carcomida en los bordes.

Don Luis recordaría siempre esa expresión entre tímida y profesional con que la forastera entró a su tienda. Recordaría ese rostro estragado más por las arrugas de los sufrimientos que de los años, de una palidez permanente, mal disimulada por el exceso de colorete. Se le grabaron también unos ojillos celestes, entrecerrados a costa de un inicio de miopía, y una cabellera rubia recogida en un moño, ni rala ni abundante, que dejaba asomar canas primerizas.

Su rostro transmitía un aire de timidez y caminaba un tanto encorvada, como si tuviera vergüenza de su cuerpo, porque pese a los años que evidenciaba y a contrapelo de su vestimenta modesta y gastada, el traje sastre dejaba adivinar unas caderas bien proporcionadas, un vientre plano y unas piernas fuertes, vigorosas.

En los corrillos que se formaban a menudo en el almacén tras la muerte de la bailarina, don Luis pudo ufanarse de que fue el primero que la vio en el pueblo y escuchó su voz. «Una gaseosa, si me hace la fineza», fue lo que dijo, con una exagerada modulación y un registro tembloroso, como si estuviera obligada a hacerse escuchar aun contra sí misma. Le hizo gracia que pidiera una gaseosa, usando esa expresión tan anacrónica, en lugar de una bebida o simplemente una Coca-Cola o una Bilz, como decía todo el mundo.

Después le preguntó por una casa de pensión donde conseguir albergue y así llegó, enviada por el almacenero, hasta la residencial de doña Eufrasia, una casona de dos pisos a tres cuadras de la plaza principal y a cinco del cabaret donde ella encontraría trabajo al día siguiente. Allí ocupó el último cuarto al final del pasillo que atravesaba toda la segunda planta, frente al baño común.

Doña Eufrasia le tomó simpatía desde el comienzo, porque era tan educada y gentil a pesar de trabajar en la vida nocturna. Siempre discreta, incluso para concurrir a misa los domingos con un recatado chaleco celeste que le cubría el escote. Se sentaba en las últimas bancas, lejos de las miradas incómodas de las feligresas que acompañadas por sus maridos e hijos se ubicaban cerca del altar. Con esa misma discreción, nunca se atrevió a comulgar en domingo, en cambio con toda regularidad iba el segundo jueves de cada mes a confesarse.

El padre Jacques, su confesor, un cura belga taciturno y ya anciano, pronunció un responso de circunstancia en el cementerio durante el funeral de la bailarina y jamás nadie escuchó de él algún comentario sobre la difunta y sus periódicas confesiones. Fiel a su ministerio, el sacerdote guardó los secretos del confesionario, con lo cual canceló, según supusieron muchos, el único camino de esclarecimiento del pasado y de las razones de la muerte de la mujer.

Los socios del club de rayuela, que a menudo se daban cita al caer la tarde en el restaurante contiguo al negocio de don Luis, iniciaron sus propias rondas de confesiones, a veces con el propio cabo Carrasco, ya incorporado en sus corrillos como un contertulio más. Así, muchos revelaron, mientras lanzaban miradas de soslayo hacia la calle por donde podrían irrumpir imprevistamente sus esposas, que más de alguna vez fueron hasta el cabaret a ver a la bailarina en su estriptis. Contaron que al desnudarse adoptaba un aire profesional, con movimientos increíblemente sensuales para su edad, mientras fijaba en su rostro una inexpresiva sonrisa de muñeca. Más de alguna vez la invitaron a su mesa y ella siempre aceptaba, pero a la pregunta de qué va a servirse, respondía invariablemente «una gaseosa, si me hace la fineza», tal cual la escuchó el almacenero la primera vez.

No parecía alcohólica, aunque su abstinencia no era garantía de que alguna vez no lo hubiera sido. El cabo Carrasco, reservado como siempre, escuchaba a quienes proclamaban su recaída en el trago que la arrastró al suicidio y a los que suscribían la versión de que su asesino la obligó a tragar un litro de vino antes de darle muerte. En las discusiones no faltaban quienes reivindicaban la versión ya más tradicional de que bebió para darse valor y tragar el veneno para ratas.

Los que compartieron alguna vez la mesa con ella en el cabaret la calificaban indistintamente de hipócrita, recatada o mojigata, recordando que esa misma mujer, que minutos antes se había desnudado en el escenario a la vista de todos, se sonrojaba al escuchar cualquier chiste o comentario obsceno, limitándose a esbozar una tímida sonrisa y bajar los ojos como reacción. Hablaba muy despacio, con un hilo de voz apenas inteligible entre los ruidos de la música y las botellas y el estruendo de los zapateos de los bailarines. Ella, que se contoneaba una noche al son de un ritmo árabe en el número de los siete velos y otra con una movida rumba para el estriptis del trópico caliente, no bailaba junto a los demás y se disculpaba elegantemente con los hombres que la invitaban a salir a la pista.

Cuando la bailarina aceptaba ir a una mesa, se defendía también con discreción y efectividad de quienes intentaban abrazarla y desviaba suavemente, y a la vez enérgica, las manos de los que estaban sentados a su lado y pretendían acariciarle las rodillas o muslos por debajo del mantel. Claro que esto nadie lo mencionaba en las tertulias crepusculares de recuerdos sobre la muerta.

Tal vez por respeto a esa invariable conducta de ella, don Nicolás, el dueño del cabaret, se abstenía de sumarse al coro de comentarios sobre la mujer y su muerte que se montaba cada noche en su local. Deducía que, a la postre, nadie la conocía, con la excepción de él mismo y, posiblemente, del cura Jacques y doña Eufrasia. Ninguno de los que especulaban sobre su muerte se interesó alguna vez por conocer el verdadero nombre de la bailarina, que unas noches era la Odalisca del Oriente y otras la Pantera del Trópico, según los ya desteñidos carteles que se colgaban a la entrada del cabaret.

También sabía y recordaba su nombre el joven cajero del único banco local, donde la bailarina llegaba cada comienzo de mes a cambiar por efectivo el cheque extendido a su nombre por don Nicolás. Un cheque austero, como lo definió el propio cajero ante el juez Correa cuando fue interrogado. Porque la bailarina cobraba poco, le bastaba con tener dinero para pagar puntualmente el cuarto de pensión y comprar escasas provisiones en el almacén de don Luis. Ella misma lavaba su ropa a mano en la artesa instalada en el patio de la residencial y recurría a doña Eufrasia para que le prestara su plancha de carbón y su costurero cuando necesitaba remendar alguna prenda.

Como era ajustada en sus gastos, las vecinas y vecinos insistían en que amasaba pacientemente una fortuna, con billetes que escondía bajo el colchón de su pobre cuarto de pensionista. Por eso, tras su muerte el juez Correa dispuso una revisión a fondo de los enseres de la difunta, incluso con autorización para que los carabineros indagaran en sus espacios más íntimos.

Fue inútil. No se encontraron fajos de billetes ni alcancías repletas de monedas. Por eso, la hipótesis del asesinato con fines de robo cobró fuerza, aunque siempre quedó espacio para otras especulaciones que descartaban la posibilidad, muy cierta, de que la bailarina fuera irremediablemente pobre, sin posibilidades de ahorrar ni esconder un centavo.

Así lo atestiguaban también sus escasos bienes, que cabían en su valija de cartón. Cuatro mudas de ropa interior, incluyendo las enaguas. Un traje de dos piezas y un abrigo más bien gastado para el invierno. Dos faldas, tres blusas, el chaleco celeste y un vestido veraniego de un modelo pasado de moda. Sus trajes profesionales, el de los siete velos, el disfraz de pantera y los dos bikinis de lentejuelas, quedaron en el cabaret y el juez no se preocupó de reclamarlos.

Entre las pertenencias de la difunta había tres libros, ya ajados por las continuas lecturas: Desolación, Mujercitas y El Conde de Montecristo. De entre las páginas del segundo se deslizó un gastado recorte con la reproducción de una acuarela que representaba a una bailarina clásica. Había también un cuaderno de cien hojas, de las cuales ochenta estaban ocupadas por una perfecta caligrafía de letra pequeña, con prosas y poemas supuestamente escritos por la difunta. El juez revisó minuciosamente los textos, se conmovió por la tristeza que transmitían la mayoría, pero no encontró señales que contribuyeran a aclarar los vínculos familiares de la bailarina o posibles desajustes emocionales que la hubieran conducido a la muerte. Finalmente accedió a los ruegos de la dueña de la pensión y le entregó la valija «en custodia» hasta que apareciera un pariente de la difunta a reclamarla.

«Pobre, pobrecita», repetía doña Eufrasia. Insistía en que la bailarina era la mujer más buena que había visto, aunque nunca pudo dar seguridades de que la conocía a fondo, de que alguna vez se hubieran contado sus respectivas vidas o que al menos cebaran un mate sincerándose mutuamente acerca de sus dichas y desgracias. Como obviamente doña Eufrasia no participaba en los conciliábulos masculinos del pueblo, compartía sus juicios acerca de la difunta con sus escasos pensionistas a la hora del almuerzo, las demás vecinas que acudían día a día al almacén de don Luis, o con quienes coincidía los sábados en la feria libre o los domingos en la salida de la misa.

«Murió de pena y soledad», reiteraba doña Eufrasia, aunque nunca admitió ni negó que las penas y soledades la hubieran llevado al suicidio o a la descabellada relación con el asesino que la ultimó, en la variante del crimen por encargo de la despechada esposa del latifundista prendado inexplicablemente de la cabaretera, lo cual a su vez constituía otra especulación de incierto asidero.

Al final lo que había era eso: un desparramo de especulaciones más un elenco de hipótesis de casi imposible encadenamiento. Sin relación causa-efecto, la muerte de la bailarina era apenas una muerte, alimentada pueblerinamente por fantasiosos dramatismos de asesinato o suicidio. Pero por lo menos era además un misterio. Un misterio sumergido en un mar de secretos, donde todos ignoraban el pasado de la difunta, apenas unos pocos conocían su nombre y solo un cura mal genio sabía de sus posibles pecados.

Con la excusa de la investigación en curso y del secreto de sumario, también el juez Correa alimentaba misterios y especulaciones. Secreto de sumario sobre la autopsia. Lo mismo en cuanto a la declaración del cabo Carrasco, quien se sentía cómodo con ese silencio impuesto que lo ponía a salvo del acoso de los contertulios para que contara cómo lucía el cadáver de la bailarina cuando entró a su pieza y le permitía eludir aclaraciones sobre el posible pago de doña Eufrasia para que descolgara y vistiera precariamente el cuerpo ya sin vida.

No faltaban entonces las sospechas de que el propio magistrado forzara el secreto de sumario y diera largas infinitas a la investigación con vistas a archivar algún día el caso sin sentencia, para que pasara al olvido. Sospechas que muchos tenían pero que no se atrevían a manifestar por respeto a la ley y el temor a ser encausados por desacato o calumnia, porque el solo hecho de suponer segundas intenciones al juez implicaba apuntarlo como involucrado, sino en la muerte, al menos en pasajes de la vida reciente de la mujer.

El secreto de sumario sobre la supuesta autopsia alimentó también las murmuraciones acerca del doctor Zúñiga. El joven médico, que hacía su internado en el pequeño hospital del pueblo, era no solo reservado sino irremediablemente tímido. Así resultó natural que se sometiera disciplinadamente a la orden del juez Correa, guardando un hermético silencio sobre lo que fue su examen del cadáver de la bailarina y los fundamentos de su diagnóstico de cirrosis hepática terminal.

Doña Ester, una cuarentona de prominente busto, esposa de don Domingo, contaba divertida en su coro de amigas que el médico era en esos días un atado de nervios. Fue a verlo al consultorio a propósito de una posible bronquitis e intentó sonsacarle información sobre la muerta sin resultados. Cuando debió auscultarla, ella se desprendió de la blusa y le preguntó con su mejor sonrisa: «¿Doctorcito, me saco también el sostén?».

–Entonces –contaba doña Ester– a él se le cayó el estetoscopio de puro susto y me dijo «no, no, no. No es necesario», y le temblaba la voz con aquello de expire y exhale. Hasta tuvo que hacerme dos veces la receta porque la primera vez escribió mal el nombre del remedio… –remataba su relato entre carcajadas.

Algunos días después se comentaba que don Domingo se enteró de la jugarreta de su esposa. Doña Zunilda se lo reveló a su marido, don Rodolfo, quien, un tanto escandalizado, se lo hizo saber con toda la discreción del caso a su compadre. A don Domingo no le hizo ninguna gracia y le ordenó dos cosas a su mujer: primero, que se portara con decoro y no hablara de eso con sus amigas. Segundo, que ni por broma volviera a coquetear con el doctorcito Zúñiga. Se decía que rubricó ambas prohibiciones con cuatro golpes en las nalgas y la espalda de su esposa. Claro que esta fue una anécdota menor, rápidamente olvidada, en el maremágnum de habladurías sobre la bailarina y su muerte.

Mucho antes

Un domingo especial: 8 de diciembre. Temprano la vistieron con el traje de primera comunión, toda blanca, con la cabellera rubia parcialmente oculta por el velo. Tenía ocho años, nunca antes se había sentido tan hermosa, tan parecida a María, la virgen que la observaba desde el altar mientras se arrodillaba para recibir la hostia. Luego, las fotos de rigor en la plaza del pueblo. «No te muevas, mira el pajarito». Tres tomas le hizo el fotógrafo con su cámara de cajón y fuelle. En la primera estaba sola, con el blanco misal entre las manos. La segunda, junto a sus padres y la tercera con sus tres hermanos y su hermana, cinco años menor que ella.

Su madre colocó diligentemente las tres imágenes en el álbum familiar, antes de afanarse en los últimos preparativos del gran almuerzo. La mesa se armó bajo el parrón, con tablones sobre caballetes y un gran mantel blanco que tapaba las rústicas maderas. Llegaron tías, tíos y primos a festejar a la niña, junto a los abuelos maternos. El cura, que también fue invitado, compartió la empanada de entrada y bebió discretamente un vaso de vino, antes de marcharse para atender otras invitaciones de feligreses en ese día tan especial. «Una pena que no pueda quedarse a almorzar con nosotros, padre. No sabe lo que se pierde: el asado de cordero está riquísimo», le dijo su madre al sacerdote.

«Venga, mi niña linda», la llamó su padre cuando terminaron los postres y la hizo sentar en sus rodillas. Entre orgullosa e incómoda escuchó cómo la elogiaba ante los familiares, al tiempo que la estrechaba en sus brazos y le transmitía su aliento a vino y tabaco. La más rubiecita, la primera de su curso en la escuela, la más inteligente de todas, que ya a los cinco años sabía leer y escribir. «Será doctora o abogada, ¿verdad, mi amor?», dijo mientras le estampaba un ruidoso beso en la mejilla y le palpaba los muslos por sobre el vestido blanco de primera comunión.

«Ni doctora ni abogada, quiero ser bailarina», pensaba ella. Guardaba en su velador una lámina a colores con la reproducción del cuadro de Degas: la esbelta mujer inclinada, atándose la zapatilla de ballet. Fue con sus hermanos al único teatro y cine del pueblo cuando se presentó una compañía de danza clásica venida de la capital y quedó fascinada con las evoluciones de bailarinas y bailarines al ritmo de piezas musicales que jamás había escuchado.

A falta de música culta en su hogar, ensayaba frente al espejo con cualquier tema que transmitía la radio, desde pasodobles, tangos, polkas, milongas, mambos y rancheras, hasta charlestón y fox-trot. A menudo era sorprendida en sus fantasías bailables por Evaristo, su vecino y amigo que cada día saltaba la pequeña tapia que separaba los dos patios para jugar con ella.

Jugaban a todo: a las adivinanzas, al luche, al salto del cordel, a la cocina con pasteles de barro e incluso a juegos masculinos como las bolitas o el trompo. Pero ella prefería sobre todo bailar para Evaristo, aunque el niño, un año mayor, se burlara a veces, pero generalmente terminaba aceptando ser su pareja, tomarla de la cintura y ensayar torpemente los pasos de un ritmo que igual podía ser un vals, un corrido o un bolero. Bailar para acompañarla, siempre torpe, en un pasodoble de Los Churumbeles de España, en un mambo de Pérez Prado o en un chachachá de la Sonora Matancera.

Jugaban y bailaban con inocente alegría, riéndose de sí mismos, desatendiendo los llamados de sus madres para hacer las tareas escolares, aunque respondían cumplidamente a los llamados para compartir unas onces de té con leche y pan con palta.

Un micromundo infantil poblado de ilusiones sobre el futuro. Ella le aseguraba a Evaristo que tal vez sería doctora o abogada solo para satisfacer a su padre, pero que al mismo tiempo seguiría con la danza y el ballet