La mujer perfecta - Charlotte Lamb - E-Book

La mujer perfecta E-Book

Charlotte Lamb

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Beschreibung

James nunca había estado enamorado. ¿Qué tenía que ver el amor con casarse? Lo único que necesitaba era la mujer adecuada, una que no pretendiera cambiarle la vida... Entonces, ¿por qué encontraba tan atractiva a Patience Kirby? Con su salvaje cabello rojo y aspecto de duende, no se parecía en nada a las frías rubias en las que él había tratado de encontrar la esposa perfecta. James estaba acostumbrado a un estilo de vida tranquilo y ordenado mientras que el hogar de Patience estaba lleno de niños, ancianos, calor, cariño... ¿Era así como se sentía uno cuando se enamoraba?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Charlotte Lamb

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La mujer perfecta, n.º 1003 - mayo 2021

Título original: An Excellent Wife?

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-598-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CUANDO el teléfono empezó a sonar en el despacho exterior, James no le hizo caso, esperando que contestara su secretaria o, en todo caso, su ayudante actual, una chica con el cabello de un color amarillo imposible, el de un pollito de un día, lo que le pegaba bastante dado que, en su opinión, tenía el mismo cerebro y la enervante costumbre de asustarse cada vez que le hablaba. Pero ninguna de las dos contestaba al teléfono, así que, como no lo podía soportar más, se levantó y salió.

–¿Por qué no contestáis ese teléfono?

Pero allí no había nadie. Ni en el despacho de su ayudante.

Al parecer, todo su personal de secretariado había desertado. Y lo había dejado todo como un buque fantasma. Los ordenadores estaban encendidos, el fax recibiendo… pero no había ningún ser humano a la vista. Y el teléfono seguía sonando.

James se inclinó a descolgar el teléfono y el cabello negro le cayó sobre los ojos. Ya le estaba creciendo demasiado e iba a tener que ir a la peluquería, pero no tenía tiempo. Esa semana estaba demasiado ocupado.

–¿Diga?

La persona que llamaba pareció sorprendida por su tono cortante, pero luego se oyó una voz femenina que le dijo:

–Quiero hablar con el señor James Ormond, por favor.

La señorita Roper tenía una rutina habitual para recibir llamadas y él la siguió al pie de la letra en esta ocasión.

–¿Quién le llama?

–Me llamo Patience Kirby, pero el señor Ormond no me conoce.

Él ya se había dado cuenta de ello. El nombre no significaba nada para él y no iba a desperdiciar su precioso tiempo con esa mujer. Para eso le pagaba a la señorita Roper.

–Llame más tarde –dijo empezando a colgar.

Pero antes de que lo pudiera hacer, la suave voz le suplicó:

–¡Oh, por favor! ¿Es usted el señor Ormond?

–Llame más tarde –repitió él justo cuando su secretaria y su ayudante entraban a toda prisa en el despacho.

–¿Por qué tengo que perder yo el tiempo contestado al teléfono? ¿Dónde han estado?

La chica rubia se estremeció aterrorizada como preguntándose por qué la señorita Roper la había elegido a ella y se metió en su despacho sin decir nada.

James había adquirido la costumbre de dejar que su secretaria se ocupara de las nuevas contrataciones y los despidos.

–Lo siento mucho, señor Ormond –dijo la señorita Roper–, las chicas de administración le estaban dando una pequeña fiesta a Theresa y nosotras fuimos a llevarle nuestros regalos. Se marcha hoy, como ya sabe…

–No lo sabía. Ni siquiera la conozco. ¿Quién es?

–Theresa Worth. Es operadora de teléfonos, una chica con el cabello negro corto y con gafas.

–Ah, esa chica. ¿Por qué se marcha? ¿Ha conseguido un trabajo mejor? ¿O es que la ha despedido?

–Va a tener un hijo.

Él levantó las cejas.

–¿Está casada?

–¿No lo recuerda? Se casó el año pasado y le dimos una fiesta. Usted nos dejó usar la cafetería.

–Lo recuerdo.

Y era cierto, la habían dejado hecha un desastre. El personal de limpieza se había quejado amargamente al día siguiente.

–¿Se va para siempre o es sólo una baja por maternidad?

–No, señor, su marido y ella se vuelven a Yorkshire. Theresa no va a volver.

–Muy bien. Parece haber sido toda una molestia.

–Es muy popular –le dijo la señorita Roper indignada–. Nos cae bien a todos. Y le aseguro, señor Ormond, que no hemos estado fuera más que un momento. Además, les dije a los de la centralita que no pasaran ninguna llamada hasta que estuviéramos de vuelta. Lamento mucho que lo hayan molestado. Haré que quien le haya pasado la llamada venga a disculparse con usted en persona.

–No, no se moleste. Ya he perdido bastante tiempo. Sólo asegúrese de que no vuelva a suceder.

–Así será –le prometió ella ruborizada.

–¿Por qué no me dijo que se marchaban del despacho? Cualquiera podría haber entrado a robar o habría podido sacar información confidencial de los ordenadores.

–No sin las palabras clave, señor Ormond. Nadie puede entrar en nuestros ordenadores privados sin ellas y usted y yo somos los únicos que las tenemos. Lamento no haberle dicho que nos íbamos, no quería interrumpirle.

–En ese caso, ¿por qué se han ido las dos? Podía haberse quedado esa chica. Por lo menos podría haber respondido al teléfono, aunque no pueda tomar un mensaje correctamente.

Desde el otro despacho, se oyó un gemido y la señorita Roper lo miró reprobatoriamente.

–Lisa hace lo que puede, señor Ormond.

–Pues no es suficiente.

–Eso no es justo. Créame, es una chica muy capaz y trabaja mucho. Es sólo que usted la pone nerviosa.

–No me imagino por qué.

Luego, James entró en su despacho y trató de concentrarse de nuevo en el trabajo, pero la señorita Roper llamó poco después.

–Lamento molestarlo. Ya sé que tiene una semana muy ocupada.

Sin levantar la mirada, James agitó una mano.

–Sólo asegúrese de que esto no vuelva a pasar, siempre tiene que haber alguien ahí fuera, no les pago para contestar yo mismo al teléfono. ¡Si seguimos así, pronto querrá que me escriba yo mismo las cartas!

–Usted no sabe escribir a máquina, señor Ormond.

James la miró fríamente.

–¿Se supone que eso es un chiste o un sarcasmo?

–No, simplemente ha sido la aseveración de un hecho.

Eso lo dijo sin parecer arrepentida y se acercó a la mesa de él como si tuviera más que decir.

–¿Y bien?

–Una tal señorita Kirby está al teléfono y quiere hablar con usted.

–¿Kirby? ¿Patience Kirby?

–Eso es, señor, Patience Kirby. ¿Se la paso?

–¿La conoce?

–¿Yo? No, señor Ormond, no la conozco. Pensé que usted sí.

–Bueno, pues no es así. ¿Quién es?

–No tengo ni idea. No se lo pregunté, dado que di por hecho que se trataba de una llamada personal.

–¿Qué le dio esa idea?

–La señorita Kirby.

–¿Lo hizo? No me sorprende. Mientras ustedes estaban fuera respondí a una llamada suya y entonces fue la primera vez que oí su nombre.

–¿Le paso entonces la llamada?

–Por supuesto que no. Averigüe lo que quiere y ocúpese de ello usted misma.

–Sí, señor.

Luego, la señorita Roper salió, cerró la puerta y James siguió con su trabajo hasta que, un rato después, sonó el teléfono de su mesa.

–¿Sí?

–La señorita Wallis, señor –dijo la señorita Roper con el tono impersonal que solía utilizar cada vez que se refería a Fiona.

James era muy consciente de que Fiona no le gustaba nada a la señorita Roper y, sospechaba que esa hostilidad era mutua, pero Fiona se limitaba a ser fría con su secretaria. Fiona nunca desperdiciaba energía con alguien a quien no considerara una amenaza.

–Querido, lo siento. Voy a tener que cancelar la cena de esta noche. Tengo una de mis migrañas.

–¿Queso o chocolate?

–¡Me conoces bien! Queso, querido, cuando cené anoche con mi padre me serví un poco de brie. Tenía un aspecto delicioso y pensé que no me iba a afectar, pero no ha habido suerte. Esta mañana me desperté con una fuerte migraña.

–¿Cómo puedes ser tan tonta? ¿Por qué arriesgarte a tener una migraña sólo por un pedazo de queso?

No era muy propio de ella ser tan débil con las tentaciones, pero tenía una migraña cada semana o dos por ceder a su pasión por el queso o el chocolate.

–Ya sé que es una locura, pero tomé muy poco, James, y a mí me encanta el brie.

–Eres desesperante. Espero que por lo menos tengas tus pastillas.

–Me las acabo de tomar, pero todavía no han hecho efecto. Estoy en la oficina, pero me voy a ir a casa a tumbarme en una habitación oscura. Probablemente tarde ocho horas en pasárseme. Lo siento, James. ¿Mañana por la noche?

–Tendrá que ser el sábado. Mañana ceno con los Jamieson. Llámame el sábado por la mañana. ¡Y no comas más queso! ¡Ni chocolate!

Ella le mandó un beso.

–No te preocupes. Adiós, querido.

James colgó irritado porque la velada se le hubiera ido al traste por algo tan tonto. Iban a ir a cenar a un nuevo restaurante que alguien les había recomendado, luego a bailar. Era la manera favorita de quitarse las tensiones del día para los dos. A ambos les encantaba la atmósfera llena de humo y ruido de su club favorito.

Fiona era una rubia de hielo con el cabello de la textura del algodón de azúcar y unos fríos ojos azules. Llevaban saliendo un año y él sabía que su familia y sus amigos esperaban que se comprometieran algún día.

Probablemente ella era la chica más adecuada con la que él había salido y sería una esposa excelente para un hombre de su posición, pero todavía no se lo había propuesto.

Fiona trabajaba en la empresa de su padre, tenía una mente muy ágil para los negocios, era alta, elegante y con mucho sentido del gusto. James admiraba su aspecto, sus vestidos y su piso en Mayfair, además de su Aston Martin rojo, coche por el que ella sentía pasión, una pasión que a James le parecía a veces mucho mayor que la que demostraba por él.

Pero el caso era que él tampoco estaba seguro de lo que sentía por ella. ¿Estaba enamorado? Tenía que admitir que no lo sabía, ya que nunca antes lo había estado.

Se había encaprichado de chicas de vez en cuando, se había acostado con algunas de ellas, aunque no con Fiona, que le había dejado muy claro que ella no quería saber nada del sexo antes del matrimonio. James había tratado unas cuantas veces de hacerla cambiar de opinión, pero cuando ella se negó, a él no le importó demasiado. Sorprendentemente, no estaba desesperado por acostarse con ella.

Sabía que eso significaba que no estaba enamorado de ella, ¿pero qué tenía que ver estar enamorado con casarse? No era necesario estar enamorado para tener un buen matrimonio, lo único que había que hacer era elegir la mujer adecuada.

Alguien que compartiera sus aficiones e intereses, una mujer hermosa como Fiona, que haría que los demás hombres lo envidiaran, que presentara un buen aspecto durante las cenas y que pudiera hablar de negocios o política racionalmente sin emocionarse demasiado o perder la frialdad.

Lo que le incomodaba un poco era que ninguno de los dos estuviera muy decidido a dar el salto final. Ambos estaban muy cómodos como estaban.

Entonces, sonó de nuevo el teléfono.

–¡Creo que le he dicho que no quiero interrupciones! Espero que esto sea urgente.

–Lo siento, señor Ormond, pero la señorita Kirby ha vuelto a llamar e insiste en hablar con usted. Es la cuarta vez que llama y no me puedo librar de ella.

–¿Ha averiguado quién es? ¿Le ha dicho de qué quiere hablar conmigo?

–Dice que quiere hablar de usted sobre su madre, señor.

James se puso tenso y pálido.

–¡Mi madre está muerta y usted lo sabe muy bien! No sé lo que quiere esa mujer, pero no quiero hablar con ella, ni ahora ni nunca. Cuelgue y dígale a los de la centralita que no pasen más llamadas de la señorita Kirby.

Luego, colgó y se acomodó en su sillón, mirando al techo.

Nadie le había mencionado a su madre desde que tenía diez años y se había desvanecido de su vida para siempre. No había pensado en ella desde hacía años y no quería hacerlo ahora.

¿Qué perseguía esa tal Kirby? ¿Un intento de chantaje? ¿Debía hacer que la señorita Roper llamara a la policía o a la empresa de seguridad que tenía contratada la empresa?

James bebía rara vez y, casi nunca en su oficina, pero se dirigió al pequeño bar de su despacho y se sirvió un whisky de malta. Miró su reloj y vio que le quedaba media hora antes de reunirse con Charles. Se lo bebió y volvió al trabajo.

Estaba en la última página de un informe cuando le llegó un ruido confuso de fuera y frunció el ceño. ¿Ahora qué?

Alguien estaba gritando… la señorita Roper. Nunca antes la había oído gritar.

–¡No, no la quiere ver! Mire, lo siento… ¡No puede entrar ahí! ¡Deténgase…!

La puerta se abrió de golpe y un lío de cuerpos entró en su despacho. Tres cuerpos, para se más exactos. La señorita Roper, su ayudante descerebrada y una tercera mujer pelirroja que rodó por el suelo.

James se quedó tan asombrado que ni se movió, se quedó allí sentado, mirándola.

Agarrándose a un sillón para no caerse, la señorita Roper empezó a darle explicaciones a punto de ponerse a llorar.

–Le dije… me dijo que no podía… se abrió paso… Lo siento. Hice lo que pude… no me hizo caso….

Su ayudante ya estaba retrocediendo aterrorizada. James no se percató de ella.

La desconocida estaba a sus pies. Literalmente, ya que de repente le agarró uno con todas sus fuerzas.

–¡No me voy a ir hasta que no hable con usted!

James miró de nuevo a la señorita Roper.

–¿Es ésta quien creo que es, la tal Kirby?

–Patience Kirby –dijo la chica mirándolo con sus ojos azules–. Por favor, señor Ormond, déme cinco minutos de su tiempo, eso es todo lo que pido. No me iré hasta que no lo haga.

–Llame a seguridad, señorita Roper.

La señorita Roper salió entonces.

–Y usted ya puede levantarse –le dijo a la chica–. No la voy a escuchar. Si no sale de aquí inmediatamente, mi personal de seguridad la echará. ¡Y suélteme el pie!

Ella lo hizo, pero inmediatamente lo agarró por la pierna con los dos brazos.

–¿Por qué no me quiere escuchar?

–¡Suélteme! Se está poniendo en ridículo. Puede meterse en serios problemas. Puedo hacer que la detengan por entrar aquí y asaltarme físicamente.

–Tengo un mensaje de su madre.

–¡Mi madre está muerta!

–No, señor, está viva. No se creerá en serio que está muerta, ¿verdad?

–¡Mi madre está muerta!

–¿Su padre le dijo eso? ¿Todo este tiempo ha creído que ella estaba…? Oh, eso es terrible –dijo la chica empezando a llorar.

James la miró incrédulamente.

–¡Deje eso! ¿Por qué llora?

–Es tan triste… Cuando pienso en usted… ¿Cómo le pudo mentir así su padre? Sólo tenía diez años y le dijo que su madre estaba muerta. Debió rompérsele el corazón.

Y así fue. Recordaba la frialdad que lo había invadido, la sensación de verse traicionado y abandonado. Por supuesto, su padre no le había dicho que su madre estuviera muerta. No era un hombre dado a las mentiras. Le había contado la fría y amarga verdad, que su madre se había ido con otro hombre y los había dejado, que nunca más la volvería a ver.

–¡Pero ella no está muerta, está viva! –le dijo Patience Kirby.

–Para mí está muerta.

Entonces entraron tres hombres de seguridad.

–Apártenla de mí –dijo James.

La chica los miró y ellos vieron su rostro lleno de lágrimas y labios temblorosos. Uno de ellos dijo incómodo:

–Será mejor que se levante, señorita.

Otro le ofreció la mano.

–Vamos, señorita, deje que la ayude.

–.No. No me voy a mover –dijo ella agitando la cabeza.

–Bueno, no se queden ahí. ¡Levántenla! –ordenó James inclinándose para soltarse.

La mano de ella resultó más pequeña de lo que se había esperado y sintió algo extraño en el interior de su pecho. La agarró y la hizo levantarse con él, cosa que ella hizo sin problemas, pero con la cabeza muy baja.

–Su madre está viva, señor Ormond –dijo luego ella en voz baja–. Está vieja y arruinada… y sola. La haría muy feliz verlo a usted. Está sola en el mundo y lo necesita.

–Quiere decir que necesita dinero –dijo él cínicamente.

–Bueno, no tiene demasiado. Eso es cierto… sólo su pensión y, cuando paga su renta, apenas le queda con qué vivir. Pero yo le doy tres comidas al día y…

–¿Le da tres comidas al día?

–Está viviendo conmigo.

¿Sería esa chica hija de ella? El estómago se le hizo un nudo a James. No le gustó nada la idea. ¿Era ella su hermanastra? ¿La hija del hombre con quien su madre huyó hacía veinticinco años? La miró a la cara tratando de buscar algún parecido, pero no encontró ninguno. La chica no se parecía a nadie de su familia.

–Llevo un pequeño hotel, una especie de asilo –le dijo Patience–. El Servicio Social local me envía ancianos que necesitan un lugar barato para vivir. Así conocí a su madre hace tres meses. Es una mujer muy frágil. Cumplirá sesenta años la semana que viene, pero parece mucho mayor, ya que ha llevado una vida muy dura. Ha vivido fuera, en Francia e Italia, cantando en hoteles y bares, por lo que me ha dicho. Ganaba muy poco, sólo lo justo para seguir tirando. Yo pensé que no tenía a nadie en el mundo y luego un día me habló de usted. Me dijo que no lo había visto desde que usted tenía diez años. Piensa en usted todo el tiempo, tiene fotos suyas y recortes de periódicos por todas partes en su habitación. Daría lo que fuera por volverlo a ver aunque fuera sólo una vez. Usted es todo lo que tiene en el mundo ahora y está enferma, el médico no cree que viva más de dos años.

James se daba cuenta del público que tenían, los tres de seguridad, la señorita Roper, su ayudante…

–Mi madre eligió marcharse con un hombre hace veinticinco años, dejándonos sin más a mi padre y a mí. Ya es demasiado tarde como para que ahora venga a pedirme ayuda, pero si nos deja su nombre y dirección, haré lo necesario para que empiece a recibir una especie de pensión.

–¡Eso no es lo que ella quiere! ¡Quiere verlo a usted!

–¡Pero yo no quiero verla a ella! Ahora, estoy muy ocupado, tengo una cita para almorzar y he de salir.

–No me marcharé de aquí hasta que me prometa que vendrá a verla por lo menos una vez.

James se dirigió entonces a los de seguridad.

–¡Quieren sacarla de aquí de una vez?

Los tres dieron un paso adelante.

–Por favor, venga, señorita.

Ella se sentó en el sillón de James y lo miró desafiantemente.

–¡Me quedo aquí!

Los tres hombre miraron desesperadamente a su jefe.

–¡Levántenla y sáquenla de aquí! Si es que quieren seguir conservando sus empleos.

Ante esa amenaza, los tres agarraron de mala gana a Patience por brazos y piernas y, a pesar de los esfuerzos de ella, empezaron a llevarla hacia la puerta.