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Síntesis grandiosa de lírica, ciencia y filosofía, La naturaleza, el mayor poema latino con la Eneida, arquetipo de poesía científica e insólita muestra de didactismo inspirado, parte de la doctrina física atomista para liberar al hombre de sus miedos a la muerte y a los dioses. Muy poco sabemos a ciencia cierta de Tito Lucrecio Caro (primera mitad del siglo I a.C.), quien sin embargo es autor de uno de los mayores poemas de toda la latinidad. De rerum natura, su única obra conocida, es un poema didáctico en seis libros, un inusitado caso de poesía científica, en el que se expone de modo detallado el sistema físico de Epicuro, basado en el atomismo de Demócrito y Leucipo. Además de ser un gran tratado acerca del mundo material que pretende dar cuenta de los mecanismos y la esencia íntimos de la realidad, La naturaleza lo aborda todo: la composición del universo, formado por átomos y vacío, el carácter del conocimiento, del alma (explicación de los sueños, de los efectos psicológicos del miedo y la inseguridad) y de la mente, la historia del mundo y de la humanidad, el funcionamiento de los movimientos celestes, de los fenómenos meteorológicos... Todo este asombroso saber enciclopédico, y el convencimiento con el que se expresa, no tiene como fin, sin embargo, la mera erudición ni el acúmulo de datos, sino que persigue una finalidad ética: liberar al hombre de sus miedos a través de la explicación racional sobre la materialidad del mundo. Sin embargo, esta materialidad no impide el libre albedrío, puesto que el hombre es capaz de comprender los mecanismos más recónditos del todo y adaptarse a ellos, a fin de llevar una vida basada en la serenidad y el placer mesurado. He aquí, pues, que un poema de fondo filosófico materialista deviene fuente de liberación y aun de salvación personal.
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Seitenzahl: 683
Veröffentlichungsjahr: 2016
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BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 316
Asesores para la sección latina: JOSÉ JAVIER ISO y JOSÉ LUIS MORALEJO .
Según las normas de la B. C. G., la traducción de este volumen ha sido revisada por FRANCISO PEJENATURE RUBIO .
© EDITORIAL GREDOS, S. A.
Sánchez Pacheco, 85, Madrid, 2003.
www.editorialgredos.com
Este trabajo se incluye en el Proyecto de Investigación «Liber» (BFF2000-0366) de la Dirección General de Investigación del Ministerio de Ciencia y Tecnología.
REF. GEBO397
ISBN 9788424936938.
Nacido en el primer decenio del s. I a. C. y muerto hacia mediados de la centuria1 , el poeta Tito Lucrecio Caro vive en unos tiempos de violenta inestabilidad y fuertes disensiones civiles2 que habrían de cambiar la faz de Roma y el Mediterráneo. Nos han llegado pocos datos e inseguros sobre su vida, que parece llevada según aquella regla de su maestro Epicuro (Samos 341-Atenas 270 a. C.) que aconsejaba vivir a escondidas3 .
Desconocemos el lugar de su nacimiento4 . Algunos lo han querido situar en la Campania, territorio por donde deambulan simpatizantes del epicureísmo5 , otros en la Galia Cisalpina, patria de Catulo y Virgilio6 , pero lo único probable es que residiera largos años en Roma según dejan ver muchos detalles de su poema7 : los entrenamientos militares en el Campo de Marte, las procesiones orgiásticas de Cibeles, los espectáculos teatrales y escenografías palaciegas8 .
Sobre la clase social a la que perteneció sólo es posible hacer conjeturas. Hay quien ha defendido que era de familia noble, pues los Lucretii aparecen en los Fastos como detentadores de magistraturas9 . Pero, aunque la gens Lucretia era ilustre y antigua, tenía también ramas plebeyas. Otros reparan en cambio en su cognomen Caro (Carus) , que, acaso de estirpe celta, era frecuente en esclavos, y suponen por ahí que fue un liberto10 . Un apoyo para encuadrarlo en la clase de los clientes modestos parece prestarlo la dedicatoria del poema a un rico y poderoso Memio (I 26). Pero el tono que usa Lucrecio en sus palabras es más bien de amistad juvenil, e incluso parece hablar con cierta autoridad de preceptor y ofrecer a su discípulo algo más valioso que lo que podría obtener de él11 .
Es del todo inseguro que hiciera un viaje de formación por tierras helénicas, a pesar de que «su cognomen , Caro, reaparece en medio de un grupo de epicúreos asentados en la isla de Rodas, de los que hace mención una carta anónima adjuntada por vía epigráfica entre los textos fragmentarios de Diógenes de Enoanda» 12 . Este Diógenes fue un apóstol tan entusiasta del epicureísmo que grabó en un muro de su ciudad, en tierras de Anatolia, pasajes de tratados, cartas y aforismos de la secta , que se han ido rescatando desde el año 188413 .
Que en unos versos del poema Lucrecio aparezca como quien está familiarizado con peleas matrimoniales y prácticas favorables a la fecundidad de «nuestras esposas», como dice literalmente (IV 1277), no es ninguna prueba de que estuviera casado.
Y al referirnos a su muerte topamos con una historia que rueda por los siglos como leyenda infamante desde que San Jerónimo, en escueta nota, afirmara que el poeta se había intoxicado con un filtro amoroso y había enloquecido, si bien pudo escribir su poema (que luego corregiría Cicerón) en intervalos de lucidez antes de acabar suicidándose14 . Todo esto acaso no sea más que una fábula tipificadora como tantas que se han adherido a las biografías de los antiguos filósofos (las vidas de Sócrates o Diógenes el Cínico están hechas de ellas y casi de nada más), o el resultado de una serie de vagas alusiones que cuajan en un persistente malentendido 15 . El caso es que el cuento prende y forma parte ya de la memoria de los siglos. Sobrevuela o impregna cualquier juicio que se haga sobre el poeta. Los editores renacentistas, que con una suerte de horror al vacío aprovechan todo para confeccionar sus «Vidas» de Lucrecio, lo recogen y amplifican16 . Los estudiosos modernos oscilan entre una aceptación llena de suspicacia17 y el rechazo o menosprecio más decidido de la noticia18 . Unos la consideran perjudicial pero operante19 , otros la despejan como niebla que impide ver al verdadero poeta20 , alguno21 ni siquiera la toma en cuenta (pues la calumnia, ya se sabe, medra con su refutación). Hay en toda la historieta, es evidente, una intención de desacreditar a Lucrecio. La pretendida locura anularía cada verso del poema (pues el autor no sabe lo que dice), mientras que el acto final, el suicidio, refuta por vía práctica el mensaje de una doctrina que se proclama gozosa pero que no sabe mantener al que la enseña en la felicidad mínima de seguir vivo22 .
De rerum natura (‘Sobre la naturaleza’) es sin duda un calco del título griego Perì phýseōs. Ya ahí se le planteó a Lucrecio un problema de adaptación por culpa de la exigüidad del vocabulario filosófico latino, que él llama «pobreza de la lengua» (I 832). Y no hay equivalencia exacta: mientras el término griego phýsis habla de ‘producción’ o ‘brote’, el latino suena más de la cuenta a ‘nacimiento’23 .
Sólo podemos dar una fecha aproximada de la publicación del poema. La única noticia datable que contiene es muy imprecisa: dice el poeta que tanto a él como a su lector y destinatario Memio les es difícil trabajar y concentrarse en tiempos de zozobra para la patria (I 41). Se detecta en la expresión una indudable ansiedad que puede corresponder a muchos momentos de la agitada vida de Roma24 . Pero tenemos de otra parte una referencia contenida en una carta de Cicerón a su hermano Quinto (II 9, 3) fechada en febrero del 54. La nota es preciosa y no podemos pasar sin ocuparnos de sus detalles. Cicerón habla del poema lucreciano dando a entender que tanto él como Quinto lo han leído: «Los poemas de Lucrecio, tal como escribes, así son: con muchos deslumbres de talento y sin embargo de mucho artificio. Pero ya veremos cuando vengas …»25 . La mayoría de los estudiosos se inclina a pensar que cuando la carta se expide no sólo la ejecución de la obra había concluido, sino que además el poeta había muerto26 .
El poema, ya lo hemos señalado, tiene un destinatario al que se interpela en varios pasajes como Memio o Memíada, esto es, alguien perteneciente a la familia nobilísima de los Memmii que, según la Eneida27 , remontaba su origen al héroe troyano Menesteo. El aludido suele identificarse con Gayo Memio, un inquieto y ambicioso aristócrata casado con Fausta, hija del dictador Sila. Su biografía está más llena de noticias que la de Lucrecio. Memio había combatido a las órdenes de Pompeyo en Hispania (77 a. C.). Como tribuno en el año 66, logró el aplazamiento del desfile triunfal de L. Luculo y, como pretor en el 58, se enfrentó a propuestas legales de César y tuvo mando sobre tropas28 . Ejerció como gobernador de Bitinia en Asia Menor el año 57. En su viaje a la provincia llevó con él a los poetas Helvio Cinna y Catulo29 (que, con camaradería tabernaria, lo moteja de cicatero con los amigos y perdulario)30 . Es casi seguro que los patrocinaba31 . Por culpa de ciertas ilegalidades confesadas no logró el consulado del año 54 para el que gozaba del apoyo de Julio César. Dos años más tarde, acusado de ambitu (irregularidades electorales), marcha desterrado a Atenas. Allí lo vemos metido en un asunto que lo pone en relación, aunque sea de modo externo y material, con la secta de los epicúreos. En efecto, Cicerón le aconseja por carta32 , obrando según dice a instancias de su amigo el epicúreo Ático33 , renunciar al derecho, validado por el Areópago, de construir sobre el solar y las ruinas de la casa y el jardín de Epicuro situados en los suburbios de Atenas. Aparte de este lance, poco parece que debió de interesarse el ambicioso Memio en una doctrina como la epicúrea, que predicaba la renuncia de las glorias políticas y militares34 . Pero, eso sí, tuvo barruntos de orador y poeta, y fue sin duda hombre de buen gusto y aficionado a las letras. Ovidio35 nos informa de que escribió poesía amatoria con desparpajo. Memio, pues, habría estado más interesado en la literatura como ornato que en la filosofía como forma de vida. Su muerte ocurre probablemente antes del 46. Lucrecio no alaba ni directa ni indirectamente (como imponen los usos) a su dedicatario. Acaso Memio no merecía alabanzas y Lucrecio lo escogió como interlocutor precisamente por eso, por sustentar como ninguno una mentalidad que obstaculiza y desafía al maestro y consejero36 . Y como paradigma de una clase dirigente tan descarriada como refractaria a cualquier remedio moral, Memio metía de rondón el poema en su desapacible contexto histórico37 . Es un cuadro social de guerras civiles, aspiraciones encontradas, acumulación de riquezas, luchas de clase, corrupción sin freno38 . Las ideas de decadencia lleva en último término a la sensación de acabamiento y derrumbe del mundo39 . El poema es espejo de la penuria moral de su época, a la que diagnostica, juzga y a su modo propone remedio. Es como si en un trasfondo de violencia y locura valiera la excepción que puso Epicuro a su consejo de abstenerse de intervenir en los negocios públicos40 .
Una larga tradición de poesía didáctica prepara y dispone la obra de Lucrecio. Estaban los ejemplos venerables de Hesíodo y los filósofos anteriores a Sócrates que expusieron sus doctrinas en verso. Pero a lo largo de su desarrollo histórico, sobre todo en la edad llamada alejandrina, la poesía didáctica osciló entre temas elevados41 y triviales42 . Surge igualmente en esta edad, saturada de libros y literatura, el metaphrastḗs , versificador profesional que se limita a retocar el vocabulario o remover el orden de la prosa de un tratado cualquiera para sacar un mediocre producto poético. Pero el De rerum natura va en serio, no es ni trivial en su contenido ni pedestre en su lenguaje. Pretende ser el receptáculo de un mensaje que provoque en el ciudadano un profundo cambio de mentalidad y conducta. No se corresponde, que sepamos, con ningún tratado epicúreo que le sirva de pauta; nada de eso, sino que el propio autor de algún modo reanuda con sus lectores la tarea entusiasta de iluminación y liberación que en su momento desempeñó con él el Maestro. No oculta su pedagogía sino que desvela el truco supremo de endulzar con versos la amarga prosa. Su intención declarada es quitarle así al razonamiento la aspereza que sin poderlo remediar le acompaña: rationem … dulci contingere melle43 .
Sin embargo, en lo hondo de su actividad poética, Lucrecio no concibe la poesía como mero excipiente del medicamento filosófico; no faltan en él alusiones más o menos secularizadas a las raíces misteriosas o sagradas de la inspiración44 . Tampoco es que compusiera, como a veces se dice con anacrónica admiración, una epopeya de la ciencia (entendida al menos según nuestra moderna concepción servil o tecnológica) sino que se limitó, como él mismo expone, a dar brillo en versos latinos a los ocultos hallazgos de los griegos (I 136-137) y a publicar un canto luminoso sobre un tema descolorido, poniendo en todo un toque de gracia inspirada (IV 8-9). Será docto como piden las convenciones de su tiempo, pero huirá de todo culteranismo caprichoso o exhibicionista, pues sólo los estúpidos admiran lo que se encubre con expresiones torcidas (I 642). «Huye, bendito, de todo tipo de cultura al iniciar la singladura de tu bajel»45 , había ordenado Epicuro. Lucrecio procuró por ello resolver la paradoja que suponía el que la doctrina de su Maestro se transmitiera en un poema tachonado de inevitables referencias cultas46 . Porque es que los filósofos, y Platón el primero47 , habían recelado siempre de los poetas. Epicuro vio en la poesía una actividad inútil y un daño para la verdad, que se desfigura con el uso traslaticio y ambiguo del lenguaje; la consideró un peligro para el alma, toda vez que suscita en ella pasiones y fantasmas48 . El sabio, según él, estará capacitado para opinar sobre poesía pero «en la práctica, no compondrá poemas»49 . Lucrecio desobedece al Maestro50 . Y no fue el primero en hacerlo. Tenemos el caso del contemporáneo Filodemo de Gádara (110-35 a. C.), epicúreo asentado en Italia, abierto y erudito, que compuso refinados epigramas51 . Comoquiera que sea, Lucrecio se consideró venturosamente libre y dispensado del duro veto de Epicuro.
Ante todo, hay que establecer las relaciones del De rerum natura con los textos epicúreos. El autor deja claro desde los primeros versos que él es un propagandista fiel de Epicuro. Su entusiasmo por el Maestro es evidente, pero resulta muy difícil sin embargo medir el grado de fidelidad con que trasmitió sus doctrinas. Más todavía si tenemos en cuenta que ninguna obra importante de Epicuro nos ha llegado completa. Diógenes Laercio, un erudito tardío, incluyó en su biografía de Epicuro (X 139-154) unas breves «Opiniones principales» (Kýriai dóxai) y tres importantes cartas pedagógicas: una dirigida a Heródoto (X 35-83) sobre tema físico (que se corresponde con los libros I, II y V de Lucrecio); otra dirigida a Pitocles (X 84-116) sobre tema meteorológico (como el libro VI); una tercera dirigida a Meneceo (X 122-134) sobre ética (materia que se halla disuelta en el poema latino). Aparte, el llamado Gnomologio Vaticano , descubierto en 1888, recupera unas ochenta y una sentencias (algunas de las cuales coinciden con las «Opiniones principales». El Perì phýseōs , un prolijo tratado en treinta y siete libros, de los que calcinados papiros nos restituyen extensos fragmentos, aporta el título y la ordenación general del De rerum natura52 . La adaptación lucreciana no se atiene, pues, a ninguna obra conocida de Epicuro. Porque Lucrecio, según él mismo reconoce, quiso libar como abeja en los escritos de Epicuro para condensar y rehacer lo mejor de sus palabras (omnia nos itidem depascimur aurea dicta , III 12). El poema es así un conjunto orgánico y original de doctrinas epicúreas con un sesgo o punto de vista peculiar. Tiene presente ante todo la realidad física donde está encerrado el hombre y en la que, como una parte suya, despliega su conocimiento y sensaciones, sus posibilidades y garantías de felicidad.
No poca importancia tiene que Lucrecio siguiera el ejemplo de los poetas filósofos que precedieron a Sócrates y se ocuparon ante todo del tema de la naturaleza. En hexámetros expusieron su doctrina Jenófanes, Parménides y Empédocles. El atomismo, punto central de la física epicúrea, al depender casi por completo de los venerables Leucipo y Demócrito, facilitó a Lucrecio la tarea de fundir epicureísmo y tradición presocrática. Pero su mentor ideal fue sin duda Empédocles. Empédocles (493-433 a. C.) compuso un poema Sobre la naturaleza del que se conservan trescientos cincuenta versos, lo suficiente para colegir que pretendía explicar el mundo a partir de unos pocos principios básicos cuyo comportamiento aclara su estado presente y sobre todo la complejidad de los seres vivos. Un Salustio, que acaso es el mismo que el historiador, compuso unas Empedoclea , endebles a decir de Cicerón, pero que pudieron despertar la admiración de Lucrecio por el filósofo poeta. Lo cierto es que en su poema Empédocles se muestra seguro de sí mismo hasta la fanfarronería (Lucrecio en sus prólogos aparece lleno de confianza y entusiasmo); en el prólogo habla de la brevedad de la vida, las limitaciones del conocimiento humano y los riesgos de la presunción (Lucrecio advierte constantemente sobre los límites y dificultades del conocimiento); invoca a la Musa de blancos brazos pidiéndole «tal conocimiento como es lícito oír a criaturas de un día»53 (también Lucrecio alude a las Musas). Hay en el poema griego un destinatario llamado Pausanias y una alabanza de Pitágoras (Memio y Epicuro hacen el mismo papel en el De rerum natura). El filósofo griego exalta la felicidad del sabio54 (como hace el latino una y otra vez). Incluso la adaptación alegorizante de la estampa homérica de los amores entre Venus y Marte puede que la intentara Empédocles antes que Lucrecio55 .
Para que el poema didáctico de Lucrecio no fuera un monumento aislado no faltaban tampoco ejemplos ambiciosos dentro de la propia literatura latina. Ya hemos mencionado los Empedoclea de Salustio. Poco sabemos del carmen Pythagoreum de Apio Claudio (censor en el 312 a. C.), si tenía una temática (la amistad) o simplemente se trataba de un acopio de aforismos. Ennio (239-169 a. C.), el padre de la literatura latina, publicó un Epicharmus , traducción de un poema sentencioso sobre la naturaleza falsamente atribuido a Epicarmo de Sicilia. Macrobio (VI 5, 12) menciona a un tal Egnacio como autor de un De rerum natura y trasmite dos hexámetros que suenan dentro de los modos refinados de los poetae noui pero también con visos lucrecianos: roscida noctiuagis astris labentibu’ Phoebe (frag. 2 Morel). Plutarco, en la vida de Pompeyo (cap. X) habla de un Quinto Valerio Sorano (muerto el 82 de C.), poeta de intereses filosóficos, que había compuesto un poema místico-filosófico inspirado en el panteísmo estoico56 y que empezaba con una invocación a Júpiter muy similar al arranque del De rerum natura: Iuppiter omnipotens regum rerumque deumque / progenitor genetrixque (frag. 4 Morel).
Lucrecio no fue un ingenio lego. En su poema se refleja una vasta cultura literaria que no es exclusivamente filosófica. En el contexto del poema la entonación didáctica, fría y objetiva, se ve interrumpida, a veces muy bruscamente con otras de carácter épico, trágico o satírico. Revela por ahí el poeta doctus que conocía a Homero, Hesíodo, Eurípides (sacrificio de Ifigenia) y Tucídides (peste de Atenas), a los líricos arcaicos (síntomas corporales de la pasión)57 , a Calímaco y a algunos autores de epigramas y poetas helenísticos. No sorprende entonces que presente a Epicuro levantándose como un sol que borra con su luz la de los otros astros (III 1044), tal como el epigramista Leónidas de Tarento había presentado a Homero (Antol. Palat. IX 24).
Lucrecio se asoma desde su escuela a otras: «Algunos de los cuadros más celebrados de Lucrecio», observa A. Dalzell, «derivan de la tradición filosófica: los átomos en el rayo de sol se remontan por lo menos a Demócrito (Aristóteles, De anima 404a 1-6); la carrera de antorchas y la famosa imagen de la miel en el borde de la copa están anticipadas por Platón en las Leyes (776b y 659e); el ejemplo del anillo58 fue usado por Meliso de Samos (DK 1, 274; B8, 3), y la importante comparación de los átomos con las letras del alfabeto aparece en dos pasajes de Aristóteles, que tratan de la teoría de los átomos de Leucipo y Demócrito (Metaf. 985b 15-19 y Sobre la generación y la corrupción 315b 9-15)»59 .
Se atribuye al cínico y populachero Bión de Borístenes (s. III a. C.) el ejercicio de la prédica filosófica que utiliza módulos expresivos familiares y formas dialogadas (patentes en el comienzo del libro II y los finales de los libros III y IV de Lucrecio). Pero los epicúreos, y Lucrecio con ellos, eran más serios y formales y se acercan más a los tonos fríos y especulativos.
El De rerum natura encierra sus propias complicaciones, pero en cuanto a temas y procedimientos está firmemente enraizado en el medio intelectual y artístico de la tardía República. La influencia de la literatura es más notoria, claro es, en los proemios, digresiones y finales60 . Hay en Lucrecio idéntico regusto arcaico en el léxico, afán moralizador y pesimismo en sus propuestas que en el historiador Salustio. Muestra una hipersensibilidad erótica tan acusada como la de Catulo (aunque el amor es pasión que el poeta filosófico denuncia y reprueba, mientras el poeta lírico sin más documenta). La tensión entre arcaísmo clasicista (bajo el patronazgo de Ennio) y helenismo culterano (traído por el movimiento innovador de los poetae noui) se resuelve en cierto predominio de la primera tendencia. No se adhiere a la escuela de poetas filohelénicos, pero algunas de sus maneras son parecidas: la rica doctrina, el uso de la mitología, la precisión en el vocabulario61 .
El epicureísmo tuvo una temprana pero pasajera presencia en Roma. Ateneo (XII 547a) y Eliano (Hist. varia IX 12) refieren la expulsión de los epicúreos de nación griega Alcio y Filisco en el s. II a. C. (no se sabe si el año 154 o el 174) y atestiguan que un senadoconsulto les impidió la fundación de una escuela en Roma. El siglo I a. C. ve asentarse en Roma movimientos innovadores: el aticismo en oratoria, el neoterismo en poesía y el epicureísmo en filosofía. Estos tres movimientos se enlazan en una trama que se revela «en el hecho de que Licinio Calvo fuera a un tiempo orador aticista y poeta nouus , el hecho de que Torcuato, el interlocutor epicúreo de Del supremo bien y del supremo mal , fuera quizá aquel al que Catulo dedicó el poema 61, el hecho de que el destinatario del De rerum natura fuera quizá aquel mismo Memio de cuya cohors en Bitinia formó parte Catulo, el hecho de que, en su biografía de Ático, Cornelio Nepote citara juntos a Lucrecio y Catulo62 como los dos mayores poetas de su época, el hecho de que César profesara el epicureísmo y estuviera próximo a la oratoria aticista, y, finalmente, el hecho de que Cicerón, el representante cualificado del tradicionalismo político, ético, ideológico y cultural, no ahorrara sus andanadas ni contra los epicúreos en sus obras filosóficas, ni contra los aticistas en las retóricas (y sobre todo en El orador) , ni contra los neṓteroi (así definidos por él irónicamente) en sus cartas»63 .
La filosofía epicúrea no era sólo un conjunto de escritos sino que se mantenía viva y pujante64 , con sus prédicas y diatribas orales en la Italia de la época, particularmente en la región de Campania. Porque el epicureísmo tenía vocación expansiva y en cierto modo fue la única filosofía misionera y proselitista que hubo en Grecia. En su impulso moral se encerraba una profunda simpatía hacia el hombre extraviado y doliente. Hacía proclama doctrinaria de un esquema salvador65 y produjo cierta conmoción social66 . Cicerón llegó a exclamar: «Los epicúreos han invadido Italia»67 . Según él, muchos se acogían al epicureísmo «bien porque era fácil de entender, bien por la seducción del placer y sus atractivos, bien porque, no habiendo otra cosa mejor, se tomaba lo que estaba más a la mano»68 . Atestigua69 que en Roma y su entorno, la única actividad editorial filosófica fue durante un tiempo epicúrea. Calpurnio Pisón, el cónsul del 58 y gran rival de Cicerón, fue protector de Filodemo de Gádara70 . Así que, como se ve, no eran pocos entonces los simpatizantes y seguidores de Epicuro, gente de toda condición y laya.
Veamos cómo ciertos usos y maneras del epicureísmo se reflejan en Lucrecio. En primer lugar la estima de la escritura. Epicuro estableció vínculos de amistad con sus discípulos tal como Sócrates, pero no desdeñó como él la escritura (al contrario, fue un escritor prolífico) ni los conocimientos sobre la naturaleza (que el Sócrates platónico considera innecesarios). Lucrecio emprende la ardua tarea de trasmitir por escrito ideas y conceptos de una filosofía nacida dentro de una larga tradición de textos y aquilatada en el discurso y la polémica. Como fiel y modesto emisario, si de algo se enorgullece es de su labor de poeta y traductor. Atrevimiento fue componer en latín, pues en esto «se aparta de los maestros de la escuela, para quienes sólo los que hablaban griego llegaban a ser realmente sabios»71 .
Viene luego el talante coloquial. En Epicuro no se ha perdido la raíz dialogada del saber filosófico, que requiere una actitud abierta en los interlocutores, frente al dogmatismo irracional y cerrado de las creencias. «En una disputa entre personas amantes del razonamiento» —aseguraba— «gana más el que pierde, debido a que aprende más que ninguno»72 . Todo el poema de Lucrecio está impregnado de intención persuasiva, quiere convencer más que exponer o teorizar en el ámbito de la razón pura.
El epicureísmo era una doctrina salvadora y que ponía la salvación «en la celosa clausura sobre sí misma del alma individual para tutelar la propia imperturbabilidad en medio de las tempestades de la vida humana, gracias al poder iluminador de algunos principios»73 . Lucrecio es decididamente apostólico, quiere convertir a su oyente. Algunas manifestaciones patrióticas (sinceras a pesar de todo) salen al paso de las censuras y recelos que podía suscitar su doctrina. Por este afán regenerador, que fija la mirada en las viejas constumbres perdidas, la doctrina adquiere una cierta pátina romana. Lo que Lucrecio añade al epicureísmo es el creer casi sin decirlo que las enfermedades sociales de Roma podrían remediarse con la aceptación de las doctrinas de Epicuro.
En la antigüedad los filósofos se sienten parte de una comunidad que los abarca a todos. No es tanta la rivalidad entre las sectae como la fuerte oposición que establecen todas frente a los más, al vulgo de los que no filosofan. «Jamás pretendí agradar al vulgo», decía Epicuro, «pues lo que a él le agradaba no lo aprendí yo y, por contra, lo que sabía yo estaba lejos de su comprensión»74 . A la expansión de la filosofía ponía restricciones temperamentales y étnicas (si es suyo el texto trasmitido): «Pero, está a disposición de cualquier complexión corporal ni de cualquier raza llegar a ser sabio»75 . Es verdad que Lucrecio, en sintonía con su Maestro, no espera que todos acojan su mensaje pero su mensaje es para que todos lo acojan. Es la cara elitista de la escuela.
Y muy cerca de ella está su cara heterodoxa. El epicureísmo mostraba cierta radical oposición a las otras filosofías, al proponer el placer como piedra de toque para cada acto moral o suprimir la intervención divina en el universo y la historia76 . Si Lucrecio tiene una «gran esperanza de gloria» (laudis spes magna , I 923) no es tanto por sus invenciones poéticas sino por su destrucción de los miedos religiosos (I 932) a través del desvelamiento de los enigmas de la física (I 933).
También es cierto que la escuela epicúrea fue poco flexible y se mantuvo igual a sí misma entre las otras sectae , más acomodaticias y cambiantes. Jamás un epicúreo se atrevería a retocar la doctrina del Maestro aunque fuera en el punto más insignificante. Prueba de ello es el respeto rayano en la adoración que se le profesaba al fundador y sus dogmas. No es de extrañar por tanto que Lucrecio glorifique a Epicuro con lenguaje de tono religioso. Lo ensalza sucesivamente como vencedor sobre la religión (I 75), como pater y rerum inuentor (III 9), como dios civilizador (V 19) y héroe cultural ateniense (VI 2). Pero a la postre damos con una paradoja: de un exclusivista cenáculo helénico que veneraba la prosa del Maestro Fundador y aceptaba gustoso una cierta tiranía intelectual, el vocero más conspicuo ha resultado ser un discípulo de última hora, un poeta que ni siquiera escribe en griego. El destino incierto de los escritos lo quiso así77 .
Ya nadie cree en la composición descuidada o imperfecta del De rerum natura. Su estructura está hecha de partes grandiosas, bien definidas y trabadas. La materia no abarca la conocida distribución ternaria del sistema epicúreo —teoría del mundo, de la conducta humana, del conocimiento— sino que se limita a exponer la parte física e incluir en ella algunos esbozos de las otras dos. De esta manera, el poema se ocupa ante todo del mundo como realidad objetiva y funciona, pues, como un simulacrum de la rerum natura78 . Este trasunto verbal de la naturaleza se reparte y constituye en tres pares de libros: I y II versan sobre los átomos y el universo como objeto total y único; III y IV explican la naturaleza del alma y la mente con sus operaciones; V y VI describen el mecanismo de los movimientos celestes, narran la historia del mundo y la humanidad, dan razón de los fenómenos meteorológicos y las epidemias. Cada par de libros acaba con una visión pesimista o cuadro de disolución (fin del mundo, desvaríos de la pasión amorosa, peste de Atenas).
Aunque la obra no desarrolle, como hemos dicho, una doctrina moral sistemática y ni siquiera se detenga en el concepto cardinal del placer (hēdonḗ) , disuelve estos temas a lo largo de su trama: hay invitaciones al buen vivir en los proemios, surgen aplicaciones morales extraídas de tal o cual aspecto de la cosmología, están ahí las peroratas contra el miedo a la muerte y la pasión amorosa. Tampoco hay una doctrina sobre el ser de los dioses porque ella es algo así como una silueta que se perfila después de haber dibujado el marco de la realidad: sabiendo cómo está constituido el mundo se sabe cómo lo habitan los dioses y qué son. Así la ética y la teología se desprenden de la mera mostración de los principios físicos y cosmológicos.
Una importancia decisiva tienen en la economía de la obra los proemios. Las convenciones del género didáctico piden una invocación que ponga al poeta en contacto con las fuentes divinas del saber y una dedicatoria que traiga un interlocutor cercano y explícito. En los comienzos de cada parte es conveniente hacer una recapitulación de lo dicho y proponer lo que sigue. Pero los proemios lucrecianos no se limitan a eso y adquieren un particular color y patetismo e inducen un clima en el espíritu del lector79 . La distribución tripartita de la materia hace que cobren singular importancia los exordios de los libros I, III y V. El más largo y elaborado es el del libro I que comienza con una invocación a Venus (1-49) a la que sigue una propuesta temática (50-61)80 , la alabanza de Epicuro (62-79), unas consideraciones sobre los males de la religión (80-101), las penas del infierno (102-135) y las dificultades técnicas de poner en versos latinos las enseñanzas del sabio griego (136-148). En los otros proemios reaparecen los elogios de Epicuro, héroe de la verdad (III 1-30, V 1-53 y VI 1-42) y otros temas centrales como la felicidad sencilla y asequible del sabio (II 1-61), el temor a la muerte (III 42-93) o la dulzura de la poesía (IV 1-25). En ninguno de los libros falta la recapitulación de lo ya enseñado y la propuesta de lo que se va a enseñar (II 62-66, III 31-40, IV 26-53, V 54-90 y VI 43-91). Algo descolocado queda una suerte de proemio interno para conjurar el miedo a lo nuevo (II 1023-1047). Al final hay una breve llamada a la musa Calíope (VI 92-95) que se corresponde lejanamente con la inicial advocación a Venus.
Al ocuparnos de la estructura compositiva topamos con la cuestión tan debatida de si está completo y acabado el poema81 . Entre los indicios de que no lo está entraría el pequeño detalle de que no aparezca en ningún lugar de la obra la consabida sphragís , sello o firma de autor que no falta en los poemas didácticos de Virgilio y Ovidio. Pero esto puede ser un rasgo epicúreo: el discípulo calla su nombre y engarza en un verso, por una vez tan sólo, el nombre del Maestro (ipse Epicurus obit , III 1042). Otra señal de imperfección serían los pasajes repetidos, pero siempre podemos achacarlos a intenciones estilísticas del autor o a percances de la transmisión manuscrita. Una base más firme para asentar la suposición de un De rerum natura inacabado se ha creído extraer de un verso que promete aclarar extensamente la naturaleza y sede de los dioses (quae tibi posterius largo sermone probabo , V 155). Pero deducir de ahí que la vida de los dioses habría sido el tema de un irrealizado libro VII no es legítimo, desde el punto y hora que en lo que sigue el poeta aclara la verdadera naturaleza del cielo, pretendida morada de los dioses, y llega a afirmar taxativamente en el libro VI (92-95) que ése será el último de todos. Así pues, «resta como mera hipótesis la opinión de que al final del actual libro VI, por ley de isonomía, habría de seguir el tratado sobre la naturaleza de los dioses prometido anteriormente (V 153 ss.), símbolo de la felicidad perfecta y prueba en la naturaleza de los motus auctifici , para compensar el efecto de la espantosa peste de Atenas, que de modo impresionante muestra al hombre sometido a los motus exitiales »82 .
Y es que cuanto más se le lee y medita, más deja sentir el poema su honda armonía y el equilibrio de sus partes. Una serie de nexos, anticipaciones, transiciones y llamadas internas revelan que no sólo el todo sino cada libro está completo. Por ello hoy día los estudiosos, provistos de un mejor conocimiento de la literatura arcaica y despojados de prejuicios clasicistas, se inclinan casi todos a pensar que el poema se sostiene tal como está y que si algo le falta es tan sólo una última mano (un caso no muy diferente del de la Eneida de Virgilio)83 .
Ya hemos establecido la tema de contenidos: a uno y otro lado el mundo de lo pequeño y lo grande, y en el centro el hombre como el escudriñador de ambos. La exposición doctrinal empieza, pues, con lo que los antiguos llamaban una ‘fisiología’, discurso sobre la naturaleza íntima y total de las cosas, el átomo y el universo (libros I y II).
Nada viene de la nada y nada se vuelve nada (I 151-264). La materia está compuesta de cuerpos, simientes o primordios invisibles instalados en el espacio vacío: son los átomos (I 265-417). Cada cosa es una combinación de átomos y vacío, y lo demás (incluido el tiempo) es sólo un accidente o propiedad de ellos (I 418-502). Los átomos son macizos, perdurables, sin partes y mínimos (I 503-634). El universo es infinito y nada hay fuera de él; infinitos son el espacio, la materia y el número de los átomos (I 951-1113).
El movimiento de los átomos produce el mundo con los hombres, no para los hombre por causa divina (II 62-183). Tal movimiento nunca es hacia arriba, sino que cae produciendo peso, si bien una leve desviación garantiza los choques y la potestad de los seres vivos sobre sus movimientos (II 184-293). Las figuras de los átomos son diferentes en unos y otros, lo que explica las cualidades heterogéneas que se dan en una misma cosa (II 294-477). Es limitado en cambio el número de las clases de átomos diferentes en figura, aunque sean infinitos los átomos de cada clase (II 478-729). Los átomos carecen de cualidades secundarias como color, olor, sabor, temperatura (II 730-864). Lo viviente sensible está hecho de átomos insensibles, pues vida y sentido depende tan sólo de la ordenación de átomos en un conjunto, y todo en suma proviene de átomos y en ellos se resuelve (II 865-1022). Hay un infinito número de mundos que se forman y destruyen (II 1023-1174).
Hasta aquí la doctrina del primer par de libros. Se trata, como se ve, de una explicación del universo en términos únicamente de redistribución de la materia en movimiento. Vida y mente son propiedades que emergen, una vez que cierta ordenación de átomos lo consiente. Pese a ello se advierte en el sistema de Lucrecio una acusada propensión al uso de símiles y metáforas vitalistas. Hay que tener en cuenta que la más llamativa construcción de la naturaleza es el ser vivo. No es de extrañar por tanto que el atomismo derive en primera instancia de la experiencia que se tiene con el nacimiento, sustento y muerte de los organismos. El intercambio y reordenación de materia viva que se hace en el nacer y morir, comer y defecar. Los cadáveres se hacen polvo y en el polvo brota el grano: todo se arma y se desarma en el almacén y taller incansable de la naturaleza. El atomismo lucreciano, revestido de lenguaje poético, recibe de ahí una fuerte impronta vitalista. Los primeros ejemplos de seres que los agregados de átomos producen son en el De rerum natura los vivientes: hombres, peces, aves, reses, árboles (I 161-5). Los átomos se denominan, por eso, ‘semillas de seres’ (I 59), ‘cuerpos engendradores’ (I 132).
Reparemos también en la radical rebeldía contra las trampas del antropocentrismo84 . Una concepción naturalista auténtica supone un gran esfuerzo de imaginación: saltar por encima del hombre y sus ilusiones, verlo como parte del todo, someterlo a la ley universal. Requiere además una inmensa modestia: es como si el sabemos de la misma substancia del mundo nos volviera a los hombres insubstanciales. De ahí que siempre se haya tenido al atomismo como una concepción hiriente para el narcisismo de la especie humana. No es un bálsamo sino un cauterio doloroso para las heridas de un ser aislado y consciente; por eso «es instructivo que el materialismo haya sido adoptado en aquella coyuntura por los mismos ajenos motivos morales en nombre de los cuales ha sido usualmente rechazado»85 .
Otros conceptos que lleva aparejado el atomismo son los de azar y ley, presentes en una sentencia del fundador Demócrito («Todo lo pueden espontaneidad y necesidad»86 ) y aliados por la matemática y física modernas en las leyes llamadas ‘leyes de azar’. En Lucrecio el acaso y la necesidad conviven armónicamente como las dos caras de la moneda: el vocabulario carga las tintas sobre lo obligatorio y forzoso en la naturaleza87 , pero cierra cualquier rendija por donde pueda colarse el finalismo88 . Por eso la tradición filosófica deísta no dejó nunca de percibir con razón que él y los atomistas habían puesto la casualidad en el trono de la providencia89 .
Frente al átomo se alza el infinito. Los antiguos recelaban del espacio sin fin y el tiempo perdurable (las penas eternas de los malvados suelen presentarlas como tareas cíclicas: sube y baja de Sísifo con la piedra, idas y venidas de las Danaides con los cántaros cascados); veían el mar y el cielo como una ausencia, un vacío, el abismo; no los inscriben en su poesía como imagen de soledad y grandeza porque más bien son objetos que les repelen. Epicuro asume fervorosamente el principio de lo infinito, en contraste abierto con la teoría aristotélica de la finitud del mundo. En ciertos pasajes de Lucrecio, incluso, se percibe una suerte de ebriedad de infinito90 . Sólo por imperativos de la filosofía, pues, un poeta se atreve a inscribir el infinito en sus versos a través de la fantástica imagen del arquero que se acerca a las murallas del mundo y lo prolonga disparando siempre más allá.
En el centro de la obra aparece una psicología, discurso sobre el alma, las sensaciones y el conocimiento. Alma (anima) y mente (animus, mens) son componentes unitarios del hombre y están hechas de átomos lisos y redondeados que les otorgan fluidez (III 94-417).
El alma es mortal y hay pruebas abundantes de tal cosa: su propia naturaleza atómica, la clara dependencia del cuerpo en el nacimiento y desarrollo del ser humano, la íntima trabazón de alma y cuerpo, la incapacidad de los sentidos para actuar por sí solos (III 418-669). Se niega una existencia del alma anterior al nacimiento (III 670-805). El alma no cumple ninguna de las condiciones de la inmortalidad (III 806-829).
¿Cómo funciona la mente? ¿Qué le permite sentir y conocer? La respuesta está en los simulacros, unos efluvios desprendidos de las cosas, que atraviesan el aire por todas partes, dando lugar durante la vigilia y el sueño a visiones, olores y sonidos (IV 26-268).
Los simulacros de la vista son como membranas o cáscaras atómicas velocísimas que sin parar se desprenden de la superficie de los objetos y, viajando en línea recta, permiten explicar la visión directa y las imágenes de los espejos, así como varios fenómenos e ilusiones ópticas (IV 324-521). El oído percibe igualmente unos simulacros de sonidos que, a diferencia de los de la luz, son capaces de cruzar por conductos torcidos (IV 522-614). Los efectos del gusto vienen provocados por los átomos de diversa textura al penetrar en los poros del paladar (IV 615-672). El olor no alcanza tanto como la visión o el oído porque los átomos que forman su simulacro son más gruesos y proceden del interior del cuerpo oloroso (IV 673-705). Las alucinaciones y ensueños están formadas por simulacros que vagan por el aire y se mezclan (IV 722-822).
Hambre y sed son movimientos compensatorios de la pérdida de átomos (IV 858-876). Los mismos animales, inducidos primero y movidos luego por simulacros, son capaces de echar a andar en un acto de volición real (IV 877-906). El sueño se produce por escapatoria de partes del alma (IV 907-961). Los ensueños afectan a hombres y animales, y les provocan reacciones y cambios, como la polución nocturna del adolescente (IV 962-1057). A partir de ahí se explica la pasión amorosa (IV 1058-1287).
Se echa de ver en todo ello que la teoría del conocimiento (teoría que los epicúreos llamaron ‘canónica’) estriba en la sensación, roca firme y único asidero que impide naufragar en el mar del escepticismo (IV 502-512). Y todas las sensaciones, además, se reducen al tacto. Mientras la mano toca los objetos, los otros sentidos han de valerse de un contacto mediatizado por los simulacros, fantasmas atómicos de corporeidad sutil pero tan real como la de los objetos duros y firmes.
Hay no obstante cierto punto de exageración en este sensualismo radical. Con afectado tono desaprensivo se afirma sin más que el sol y la luna son del tamaño que se ven (V 564-578), o se enuncia alegremente un movimiento más rápido que el de la luz (II 162).
Algunos motivos conductores del poema son, diríase, de carácter metodológico: la confianza en la razón, el propósito de argumentar sobre la base firme de las sensaciones, las analogías que operan mediante el paso de lo chico a lo grande y de lo visible a lo invisible, la dificultad no invencible de penetrar en las causas. Cuando se da con un hecho especialmente problemático, entonces hay que atenerse al principio de las causas múltiples. A veces, en efecto, un fenómeno puede explicarse de muchos modos y no es bueno limitarse a una sola razón entre varias (IV 500-506; V 526-533; VI 703-711), porque lo importante no es tanto dar con la verdadera como no dejar el suceso disponible para una atribución a los dioses. Por eso, entre todas estas maravillas de los sentidos (pues lo más extraño del mundo es que haya seres que puedan conocer el mundo) Lucrecio no quiere que olvidemos que los objetos artificiales están hechos con un fin, pero no así los seres naturales ni sus partes y miembros, que surgen antes de promover su utilidad (IV 823-857).
Para los antiguos la cosmología explica el mundo en su totalidad y grandeza, mientras que la que llaman ‘meteorología’ versa sobre los objetos de lo alto: astros y fenómenos atmosféricos. Cosmología y meteorología ocupan los libros V y VI, y toda su doctrina descansa sobre la firme base de la materia atómica estudiada en la física. El dogma epicúreo pretende establecer la mortalidad del mundo y aclarar el origen de los cuerpos celestes y la tierra, para que el hombre pueda contemplarlos serenamente sin recaer en miedos religiosos (V 55-90).
Cielo y tierra no son divinos ni eternos, ni están hechos para uso y bien de los hombres (V 91-323). El mundo es mortal, pues si fuera eterno, guardaría memoria de civilizaciones incontables, tendría una solidez absoluta, no tendría un espacio exterior desde donde recibir golpes y no mostraria conflictos entre sus partes y elementos que presagian su fin (V 324-415).
El mundo se ha formado por conglomerados azarosos de átomos que, a causa del peso, se van disponiendo en elementos de tierra, mar, aire y éter (V 416-508).
Una o varia explicación puede darse sobre los cuerpos celestes, el sostenimiento de la tierra en el espacio, los tamaños del sol y la luna, su luz y calor, el día y la noche, las fases lunares y los eclipses (V 509-770).
Lo mismo cabe decir de la tierra y su historia. De la tierra nacieron plantas y monstruos entre los que perduraron las formas más capaces y armónicas (V 771-924). De la tierra salió igualmente la raza humana que se organizó en las primeras comunidades, a la vez que en ellas por evolución de los gritos animales fue articulándose el lenguaje y se halló el uso del fuego, surgió la religión, la metalurgia y la guerra, el vestido, la agricultura, la música y el canto, dentro de una felicidad sencilla, pronto rota por los desarrollos de la civilización (V 925-1457).
Tampoco los meteoros, sucesos más cercanos a los hombres que los astros pero igualmente sobrecogedores, son obra de dioses (VI 42-95). Se aportan explicaciones para los fenómenos atmosféricos: truenos y rayos, corrientes violentas de agua, nubes y lluvia (VI 96-534); y para los terrestres: terremotos, mares que lluvias y ríos no hacen rebosar, volcanes, crecidas de ríos como el Nilo, aguas que emanan gases, pozos y manantiales que se enfrían y calientan, el magnetismo y las epidemias (VI 535-1286).
¿Para qué podía servir el aporte de todos estos datos de la ciencia natural expuestos con abigarramiento de enciclopedia? Ya había advertido Epicuro que el estudio y conocimiento de la naturaleza no es para el sabio un fin en sí mismo, sino que tiene como meta el proporcionar sólidos fundamentos a la vida dichosa. El programa lo había diseñado con exactitud: «No es preciso indagar en la ciencia de la naturaleza según vanos axiomas y leyes arbitrarias, sino como exigen los hechos visibles. Porque nuestra vida no tiene necesidad ni de un sistema particular (idiologías) ni de opiniones vanas, sino de transcurrir en paz»91 .
Así pues, no cabe pensar que los epicúreos fueran unos campeones de las ciencias positivas. Como casi todos los filósofos desde Sócrates, las despreciaron más o menos. Epicuro jamás aconseja a los suyos que participen activamente en el desarrollo de unas ciencias, que en cierto modo considera acabadas y cuya utilidad es ante todo moral. Es algo parecido a la actitud predominante en la Edad Media cristiana, que admite que la ciencia revela la labor de Dios creador sobre un mundo hecho «con número, peso y medida»92 , pero no deja de considerar a esa misma ciencia como tarea mundana y secundaria.
Para Lucrecio la naturaleza no es obra perfecta de dioses sino una improvisadora incansable que únicamente conforma islas de orden cuando el azar le ofrece un resquicio para hacerlo: es la famosa ineptitud de la naturaleza (atechnía tês phýseōs). Para el hombre la naturaleza puede resultar malvada93 . Una amarga invectiva contra ella (V 195-234) la convierte en territorio donde el hombre pisa «como náufrago arrojado por las olas fieras»94 . No es, pues, la naturaleza la que nos acoge al nacer con manos maternales, sino que nosotros a nosotros nos salvamos mediante la conciencia de la realidad. Sólo ese saber nos consuela y salva en la zozobra.
La historia de la humanidad, que es el paso de la horda al Estado95 , se presenta de modo ambiguo. Primero el hombre aprende de la necesidad exterior y luego de su propia reflexión e inventiva. Pero el verdadero y único progreso no consiste en las innovaciones del ingenio humano (perjudiciales las más de las veces) sino en el control de los tumultos interiores que permite alcanzar una suerte de calma (ataraxía) a la que sigue luego como un don la vida moderada. Epicuro, por tanto, no teme enfrentarse con desprecio a los especialistas de un saber cuando en un momento dado dice que respecto a los astros hay que forjarse una opinión acorde con las apariencias, «sin asustarse de chocar con los artificios (techniteías) serviles de los astrónomos»96 . Porque, como se ve, los epicúreos ponen la ciencia, tomada como conocimiento puro de las realidades físicas, al servicio de un ideal ético y social. No se ocupan lo más mínimo de aquel otro aspecto liberador de la ciencia aplicada que nos hace sospechar a quienes vivimos bajo el manto protector de máquinas y farmacología que si los antiguos hubieran podido vivir con pararrayos y antibióticos habrían dejado de pensar en Júpiter y epidemias enviadas por la ira divina todavía mejor que con la lectura de los libros V y VI del De rerum natura. Pero también a los hombres de hoy les suena muy moderno el recelo lucreciano hacia la tecnología —las pocas máquinas que aparecen en el poema son instrumentos de muerte— o hacia una economía que mira a la obtención de bienes superfluos, actividades que a la postre vienen a parar en destrucción e infelicidad. El progreso según Lucrecio exaspera los deseos, construye ámbitos artificiales para proyectos inducidos que a la larga traen desdichas97 . Los sufrimientos que nos impone la naturaleza son pocos y pequeños si los comparamos con los que derivan de la civilización o, sobre todo, con la imagen falsa y exagerada del dolor y la muerte que nos fabrica nuestra ignorancia: «Lo insaciable no es la panza, como el vulgo afirma, sino la falsa creencia de que la panza necesita hartura infinita», decía Epicuro98 . Porque la compasión solidaria con el hombre sufriente era uno de los pilares de la doctrina de Epicuro 99 . Sus seguidores romanos, con Lucrecio a la cabeza, se mostraban como guerrilleros de la felicidad individual que se alzan contra los disciplinados y severos soldados de la uirtus. La rueda fatal de guerra, ley y negocio produce en las almas dolor y miedo y unas ansias insaciables que a su vez alimentan los conflictos y reanudan el ciclo. Para parar esta rueda fatal Lucrecio propone la autentificación o naturalización de los deseos, conjura toda forma de miedo y busca extender la paz desde el ámbito pequeño y asequible de la amistad (philía/amicitia).
Lucrecio poetiza la perplejidad que experimenta la mente humana cuando asiste al plan extraño y fecundo de la naturaleza y proclama que debajo de todo ese orden aparente no hay ningún propósito. Como sentenció el biólogo Jacques Monod en un famoso libro puesto bajo la advocación de Demócrito, «todas las religiones, casi todas las filosofías, una parte de la ciencia, atestiguan el insaciable, heroico esfuerzo de la humanidad negando desesperadamente su propia contingencia»100 . El hombre, fabricando dioses e ideas endiosadas para enaltecerse, no cesa de gritar inútilmente: no somos cualquier cosa, ¡somos nosotros! Epicuro y Lucrecio, sin tonos de tragedia, enseñan que la eventualidad de la raza humana la debe hacer mansa, solidaria y dichosa.
En el De rerum natura conviven varias ideas de lo divino. Si por un lado los dioses son ficciones de los relatos legendarios, oscuros símbolos de las grandes fuerzas psíquicas y naturales, meros nombres de sentido traslaticio, por otro están presentes de verdad en los intersticios del universo como felices y duraderas conjunciones de átomos.
Pese a todo esto, la divinidad irrumpe en el mismo proemio de la obra, que es nada menos que una invocación solemnísima a la diosa Venus. El poeta parece tomar fuerzas cuando arranca en estilo elevado, sometiéndose a una tensión extrema que sólo el curso lento de muchos versos habrá de liberar. A su vez les hace comprender a sus oyentes que ingresan en una estancia digna de sus puertas: algo grave y trascendente aguarda allí dentro. De todos modos, no deja de ser llamativa esta cohabitación, aunque sea preambular y poética, de materialismo y misticismo. ¿Adónde va a parar esta oración que el descreído Lucrecio dirige a la diosa Venus? Si los dioses son impasibles, como quería Epicuro, ¿para qué invocarlos? De ahí que este proemio haya sido uno de los pasajes más discutidos. Lucrecio usa en él un lenguaje litúrgico101 , obrando un poco como el deísmo abstracto de los masones, hurta y remeda la simbología y los gestos del ritual católico. Venus es palabra cargada de acepciones, un signo a la vez político y filosófico: trae la concordia ordinum y representa asimismo la uoluptas que impulsa la carrera de los animales en celo (I 12-23), trasunto de la corriente interior de la naturaleza, el río imparable de las generaciones en el momento de enlazar una con otra. No cabe, pues, estrechar el sentido del mito, el mito siempre es polisémico. No basta decir: «Venus es para Lucrecio una simple metonimia poética como él mismo explica (II 655 ss.), al referirse a nombres de dioses como Neptunus, Ceres, Mater deorum y otros»102 . La Venus lucreciana es un nudo de significados. Ella, como madre legendaria del pueblo y patrona de la familia de Memio, el amigo del poeta103 , encuadra el poema en la vida civil romana. Pero, más allá de la historia, la diosa es, como hemos dicho, la fuerza que pone en movimiento la producción de seres vivos en la naturaleza (y por ahí puede representar la uoluptas epicúrea), es fuerza amansadora que acompasa la paz del sabio con la paz exterior, cumple, en fin, funciones propias de la Musa otorgando gracia y facilidad de estilo a la poesía, es la belleza que se manifiesta a la vez en la palabra y la naturaleza. Los antiguos son capaces de creer con la imaginación (porque sus dioses son ante todo eídōla). Lucrecio introduce además una viñeta mitológica (I 32-40) en la que Venus seduce y apacigua a Marte104 . Se ha querido ver a la divina pareja como un reflejo de las fuerzas de Amor y Discordia que Empédocles puso en la base de la realidad105 . Pero Marte no se presenta como símbolo inexorable de destrucción, sino como un ser sensual, con los rasgos dulces y casi serviles del amante elegíaco, que a partir de ahí sale para siempre de un poema que tantas veces habla de conflicto y muerte.
En la invocación a Venus no hay que ver ninguna trágica antinomia. Para evitar cualquier malentendido, en un salto brusco desde la región poética a la filosófica, Lucrecio —él y no ningún lector frustra curiosus — coloca junto a la invocación de Venus, el principio básico de la indiferencia y extrañeza de unos dioses a los que «ni acciones virtuosas / ni el enojo y la cólera los mueven» 106 . Cada dios es un perfecto fainéant y en el juego de la vida humana queda apartado en un terreno neutral. Quedan así claras las cosas.
Además de Venus y Marte hay otras figuras míticas montadas en escenarios mitológico: Ifigenia (I 80), Faetonte (V 369), los pobladores del infierno (III 978-1023), Hércules (V 22) y la Gran Madre (II 600). Pero, al igual que en el proemio, el epicúreo pone en guardia sobre el carácter simbólico de todo esto (II 652-659/680). De este modo el poeta se sintió libre de traer seres divinos a sus versos, pues muchas veces un dios no es más que una mera translatio uerbi como la que en el pasaje se autoriza:
concedamos también llamar a la tierra
con el nombre de Madre de los Dioses ,
aunque tal madre fabulosa sea (II 658-660).
El rechazo de Epicuro hacia la religión anda emparejado con aquellos recelos suyos hacia la poesía que antes mencionamos. Los antiguos eran conscientes de que sus dioses, pues toman forma a partir de historias trasmitidas en relatos poéticos, tenían por así decirlo carne de versos107 . Epicuro considera la poesía como un «mortífero sustento de mitos»108 y pone los datos del conocimiento natural como fundamento irrenunciable de la desmitificación. Sólo la liberación del miedo a los dioses puede dar la felicidad entendida como calma interior alejada de toda ebriedad intelectual o mística.
Epicuro no niega decididamente a los dioses. Y obra así porque en la cuestión de los contenidos mentales es lo que la filosofía clásica llama un realista craso. Para él todo pensamiento deriva de una imagen y toda imagen de un cuerpo; si de forma clara nos llegan en sueños y apariciones simulacros de los dioses, es que de ellos, de sus cuerpos verdaderos y materiales, se han desprendido. De este modo, obligado por su propia gnoseología a admitir la presencia de los dioses, su ateísmo se limita a empujar a los dioses a tierra de nadie: los entremundos (metakósmia) donde llevan una vida indiferente a las súplicas y pecados de la humanidad109 . Ya en la mitología los dioses son hermanos mayores de los hombres, envueltos e incluidos en el mundo. Epicuro no los niega ni los saca del mundo, sólo los aparta y arrincona110 . El dios epicúreo es también una proyección del ideal de sí mismo que se traza el sabio, invulnerable a deseos y temores 111 .
Contra el sacrificio, que es el centro de la religión antigua (y casi el único acto religioso universal que ha detectado la etnografía) se manifiesta en dos ocasiones: I 80-101 (muerte de Ifigenia) y II 352-366 (lamento de la vaca por su temerillo). Para Lucrecio el sacrificio quebranta una ley natural de conservación de la vida y supone la irrupción de una ley primitiva y bárbara en el mundo civilizado (I 101). Su carácter utilitario o preventivo carece de fundamento, toda vez que los dioses están desterrados y aislados en sus entremundos (II 646-651), desde donde llegan a las mentes de los hombres sólo efluvios de serenidad y alegría (VI 75-78).
La creencia en los castigos de ultratumba es sometida por el poeta-filósofo a un proceso de racionalización que introduce el infierno en el corazón de los desprevenidos: la propia vida de los necios se vuelve infierno112 y cada pecado es un desgarro íntimo que no necesita castigo en el más allá113 .
Recordemos aquí que la concepción del saber como contrapeso de la superstición y sus miedos no es exclusiva del epicureísmo, sino que recorre toda la filosofía griega desde los sofistas114 . También Cicerón es un ilustrado a su manera cuando escribe: «Pero con el conocimiento de la naturaleza de la realidad entera nos aliviamos de la superstición (leuamur superstitione) , nos libramos del miedo a la muerte, no nos dejamos perturbar por la ignorancia de la realidad»115 . En cambio Lucrecio no hace distinción entre religio y superstitio. Los estudiosos cristianos quieren rescatar al poeta ateo de su infierno y pretenden que Lucrecio distinga entre la verdadera piedad y la falsa opinión sobre los dioses. No hay nada de eso si se lee bien el poema116 . Como afirmó Epicuro: «De verdad hay dioses y evidente es su conocimiento. Pero tal como la mayoría los cree, no son. Y es que no los ponen a salvo pensándolos así. El impío es no quien elimina los dioses de la mayoría, sino quien aplica a los dioses las opiniones de la mayoría»117 . Este reproche es una ironía habilidosa (heredada y repetida por los librepensadores sucesivos), no la propuesta de una religiosidad depurada (que jamás que se sepa defendieron los epicúreos). Y Lucrecio no lanza sus ataques contra las formas de la religiosidad popular118 , sino sobre todo contra la visión teológica del mundo.
Difícil es perder uno el miedo a la muerte, casi imposible hacer que los demás lo pierdan. «Contra cualquier otro peligro» —decía Epicuro— «se puede hallar fácilmente resguardo, pero frente a la muerte vivimos como en una ciudad sin murallas»119 . Conjurar ese miedo, mediante la aceptación plena de la mortalidad, es la intención de todo el poema, pero su enunciado se concentra en la última parte del libro III120 . Como cualquier dolor de la muerte propia se pone en alguna zona imaginaria de pervivencia, hay que empezar por convencerse de que con el cuerpo acaba toda sensación (III 830-869) y que son figuraciones vanas las que la gente se hace sobre los padecimientos del cadáver: su soledad de familia e hijos, la ausencia de placeres, la podredumbre y opresión del sepulcro. Porque todo en la muerte es como estar dormidos (III 870-930). Aceptar el común destino y salir de un error que causa miedo nos dispone para la felicidad (III 1024-1075). Todas las angustias del hombre vienen de no aceptar plenamente el acabamiento definitivo del yo. En uno de esos pasajes llenos de patetismo que tachonan el poema sale a escena la Naturaleza que como madre riñe a unos hijos glotones de experiencia y los invita a ceder el puesto en el banquete de la vida a nuevos comensales (III 931-977). El filósofo, pródigo de su existencia, la consuma con un gesto de chulería: «…nos iremos de la vida tras echar un enorme escupitajo contra la vida y contra los que neciamente se apegan a ella…»121 . Lucrecio, además, tiene una explicación sobre el continuo afanarse de los hombres en procura de riqueza y honores: codicia, ambición y envidia no son más que expedientes para hurtarle en vano sus derechos a la muerte (III 59-86).
«Es preciso reír y al mismo tiempo filosofar»122 , decía Epicuro. Lucrecio fabricó una doctrina de la felicidad basándose en el reconocimiento de la desgracia. El desvelamiento de la verdad se hace exasperando una conciencia de la fragilidad humana, que obliga a atenerse a lo esencial e imprescindible. Y estos mínimos lucrecianos vienen a ser el átomo en el mundo físico, el tacto en el tema del conocimiento y el placer en el ámbito de la moral. Ya algunos de los primeros discípulos de Sócrates habían propuesto el placer como principio básico de la moral, pero frente a ellos que buscan el placer activo, Epicuro proclamó la superioridad del estático. Por eso, como veremos, no le gusta la pasión amorosa, fuente de alteraciones y motor de acciones perjudiciales para el individuo. Hay en Epicuro cierta pasividad desprendida y un gusto por la renuncia. Pero toda su doctrina converge hacia la felicidad. Ser feliz es fabricarse buenos recuerdos, y por eso dice: «Quien un día se olvida de lo bien que lo ha pasado se ha hecho viejo ese mismo día»123 . Hay que llegar a la muerte cargado de alegría. La felicidad humana, ya se ha visto, es incompatible con la creencia en dioses y con el miedo a la muerte. Aunque el ideal sea la calma interior (ataraxía) , la dicha puede convivir con las pulsiones humanas. Lucrecio afirma paladinamente que hay recintos del carácter que la razón no puede y acaso no debe asaltar (III 288-322). El método para alcanzar la felicidad no impone la destrucción del temperamento, sólo requiere su control124 .
La furibunda (y celebrada) perorata que contra la pasión amorosa lanza Lucrecio al final del libro IV encaja dentro de esta concepción de la felicidad como calma controlada. El amor es un hecho físico explicable por la carga y descarga de átomos en el cuerpo del hombre, no una pasión inspirada por los dioses. El prudente se libera de los embelecos culturales y literarios del amor por el procedimiento de echar su simiente en un cuerpo cualquiera sin dedicarle una atención exclusiva (IV 1058-1076), porque el amor, incluso el feliz y correspondido es siempre irrealizable cuando no desgarrador (IV 1077-1140). Los inconvenientes del amor contrariado no hace falta nombrarlos (IV 1141-1145). Pero, aunque lo mejor sea no enamorarse, el sabio, si no hay más remedio, condesciende al amor rutinario y benévolo del matrimonio (IV 1278-1287).