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Después de perder su trabajo y de estar al borde del desahucio, Cassie Evans solo tiene dos opciones: conseguir un trabajo, y será mejor que sea cuanto antes, o reabrir su cuenta de Onlyfans, ya casi olvidada. Y justo cuando toda esperanza parece perdida, un anuncio para un puesto de niñera parece ser la solución para todos sus problemas. Todo parece perfecto, hasta que conoce a su posible jefe. Aiden Reid es uno de los chefs más reputados de la ciudad y está lejos de ser el padre soltero que Cassie había imaginado. Para sorpresa de Cassie, resulta ser la candidata perfecta, y Aiden le ruega que acepte el trabajo. Sin muchas opciones en su haber, Cassie acepta cuidar de la adorable Sophie, aunque eso implique vivir bajo el mismo techo que Aiden… Y es que Aiden no es un extraño, sino alguien que está muy familiarizado con ella, o, mejor dicho, con su cuerpo. El problema: él no la recuerda. Y mientras la relación va alcanzando temperaturas que ni el mismísimo Aiden sería capaz de controlar en su cocina, Cassie lucha por decirle la verdad.
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Seitenzahl: 556
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Después de perder su trabajo y de estar al borde del desahucio, Cassie Evans solo tiene dos opciones: conseguir un trabajo, y será mejor que sea cuanto antes, o reabrir su cuenta de Onlyfans, ya casi olvidada. Y justo cuando toda esperanza parece perdida, un anuncio para un puesto de niñera parece ser la solución para todos sus problemas. Todo parece perfecto, hasta que conoce a su posible jefe.
Aiden Reid es uno de los chefs más reputados de la ciudad y está lejos de ser el padre soltero que Cassie había imaginado. Para sorpresa de Cassie, resulta ser la candidata perfecta, y Aiden le ruega que acepte el trabajo. Sin muchas opciones en su haber, Cassie acepta cuidar de la adorable Sophie, aunque eso implique vivir bajo el mismo techo que Aiden…
Y es que Aiden no es un extraño, sino alguien que está muy familiarizado con ella, o, mejor dicho, con su cuerpo. El problema: él no la recuerda. Y mientras la relación va alcanzando temperaturas que ni el mismísimo Aiden sería capaz de controlar en su cocina, Cassie lucha por decirle la verdad.
«Inteligente, divertida, sexy y llena de tensión, La niñera es un exponente de las segundas oportunidades con un buen toque de picante. Voy a leer todo lo que publique Lana Ferguson».
SARA DESAI
«Ferguson narra la tensión sexual con complejos matices emocionales y una fuerte sensación de inevitabilidad en la conexión de sus protagonistas...».
PUBLISHERS WEEKLY
«Esta comedia romántica le da un giro moderno a los clichés tradicionales, trayendo al siglo XXI las historias de la niñera y el pasado secreto... Los fans de Julie Murphy y Sierra Simone adorarán esta aventura optimista y llena de sexo».
LIBRARY JOURNAL
LANA FERGUSON es una friki del sex positive y sus obras siempre tienen una buena dosis de picante. Cuando no está escribiendo, la encontrarás cantando canciones de musicales, discutiendo sobre por qué Batman es el mejor superhéroe y obligando a sus amigos a ver las ediciones extendidas de El Señor de los Anillos. Lana vive casi siempre en su cabeza, pero a veces se la puede encontrar persiguiendo a su corgi por algún que otro bosque.
A mi dulce madre, que una vez me preguntó:
«¿No te gustaría escribir libros para niños?»
Me dije que no me pondría nerviosa.
No pueden verme, en realidad. Entonces, ¿por qué me late tan fuerte el corazón?
Reviso el ángulo de la cámara y la ajusto por cuarta vez, luego vuelvo a examinar mi atuendo. Es un sujetador bonito y las bragas hacen juego; lo que viene después no es nada que no haya hecho mil veces antes.
Solo que, ahora, lo estaré haciendo para un público invisible a cambio de dinero.
Respiro hondo y me recuerdo a mí misma que lo necesito. Que es mi cuerpo y me estoy adueñando de él. Todo lo que haga de ahora en adelante es mi decisión, yo tengo el control.
Pensar eso me da coraje.
Respiro hondo. Compruebo que la peluca esté bien puesta. Me coloco bien la máscara.
Yo puedo.
Enciendo la cámara.
Oigo como Wanda chasquea la lengua en la cocina (que, por cierto, no queda tan lejos en un piso de sesenta y cinco metros cuadrados) y, cuando levanto la cara del terciopelo de su sofá, la veo agitando una espátula en mi dirección.
—Nada de lloriquear —me dice—. No te vas a quedar sin casa. Puedes dormir en mi sofá.
Le hago una mueca al susodicho sofá de terciopelo y ojeo el montón de periódicos que hay en uno de sus extremos, luego el televisor que desafía al tiempo y se niega a morir dentro de su carcasa de madera.
—No quisiera… abusar —titubeo, tratando de no herir sus sentimientos—. Ya se me ocurrirá algo.
En mi tercer año de Terapia ocupacional… perder mi trabajo en el hospital infantil no estaba en mis planes. Apenas me daba para pagar el alquiler con el sueldo y, ahora que han hecho recortes, mi piso (todavía más pequeño que el de Wanda, cruzando el pasillo) ya parece un recuerdo del pasado.
—¿Qué dices? —replica Wanda—. Sabes que esta es tu casa.
De un soplido, me aparto un mechón de la cara mientras me incorporo para sentarme. Hace ya seis años que conozco a Wanda Simmons; desde que me invitó a tomar el té un día en que me quedé encerrada fuera de mi piso a la semana de llegar. Que una mujer de setenta y dos años se convirtiera en mi mejor amiga no estaba precisamente en mi lista de prioridades, pero me encontré con una persona más interesante que yo.
—Wanda. —Suspiro—. Te quiero, pero… solo tienes un baño y el wifi brilla por su ausencia. Lo nuestro nunca funcionaría.
—Es la diferencia de edad, ¿no? —dice con un puchero.
—Para nada. Siempre vas a ser la mujer de mi vida.
—Piensa que siempre te queda esta opción.
—¿Y qué vas a hacer cuando traigas a tus hombres del bingo y yo esté tirada en tu sofá?
—Ah, no te molestaremos. Nos iremos a la habitación.
Pongo una mueca.
—Siempre en el barco de pasarlo bien, pero no tengo ninguna intención de estar al otro lado de estas delgadísimas paredes para escucharlo todo.
Wanda suelta una risita mientras remueve la salsa para sus albóndigas.
—Siempre puedes volver a hacer lo de los vídeos de tetas.
Suelto un quejido.
—Por favor, no los llames «vídeos de tetas».
—¿Y cómo los llamo? Son vídeos. Enseñas las tetas. Te pagan.
Dejo caer la cabeza contra el sofá. Me arrepiento un poco de haberle contado a Wanda mi… historia con OnlyFans, pero es que no había previsto que tuviese más tolerancia al tequila que yo. No es que me avergüence, ni mucho menos. Eran unos buenos ingresos. Aceptar dinero de gente que quería darse placer un rato fue una decisión fácil ante la inminencia de una factura de la universidad que no podía empezar a pagar de otra manera. Las nenas debían ganarse el pan. Algo parecido dijo Margaret Thatcher.
—Sabes que no puedo. —Suspiro—. Eliminé mi cuenta. Ya no tengo suscriptores. Me llevaría dos años recuperar la cantidad que tenía.
Además, ya aprendí la lección la primera vez. Al menos eso me lo guardé para mí.
—Y entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Has estado buscando trabajo?
—Lo intenté —refunfuño mientras paso en la pantalla de mi móvil los anuncios de «Se busca empleada» que, en su mayoría, no dieron ningún fruto—. ¿Por qué publican ofertas si no tienen intención de responder?
—Hay demasiada gente en esta ciudad. —Wanda chasquea la lengua—. Cuando me mudé, la gente te saludaba por la calle porque te conocía. Ahora parece un avispero. Es frenético. ¿Sabías que existe una tienda donde ni siquiera se usa tarjeta? Solo entras y sales. No se me iba la sensación de que estaba robando. Casi me da taquicardia.
—Sí, hablamos de ese nuevo local, ¿te acuerdas? Te ayudé a configurar tu cuenta.
—Ah, sí. Si nos despistamos, acabarán mandándonos las compras por el aire hasta la puerta.
—Wanda, odio ser yo la que te lo diga, pero eso ya lo hacen.
—¿En serio? Deberías configurarme eso también. Me ahorraría la caminata.
—Parece que al final no te opones tanto al futuro.
—Lo que tú digas. ¿Y la cafetería de la Quinta Avenida?
—No me darían permiso para hacer las prácticas de laboratorio en el campus.
—Bueno, Sal me dijo que le vendría bien un poco de ayuda con…
—No voy a trabajar ahí —respondo con firmeza —. Sal toquetea demasiado.
—Siempre me gustó un poco eso de él. —Se ríe Wanda.
—¿No tenemos ya una edad para ir así de salida por la vida?
—Soy vieja, Cassie. —Resopla—. No estoy muerta.
—En serio, no sé qué voy a hacer —me lamento.
—Fíjate otra vez en los anuncios. Tal vez has pasado algo por alto.
—Los he comprobado una docena de veces.
De todos modos, mientras Wanda me sigue sermoneando desde la cocina, releo la sección de ofertas de trabajo y pienso que, si la examino lo suficiente, veré un anuncio milagroso. ¿Por qué es tan difícil conseguir un trabajo que me permita hacer los trabajos de la facultad por las noches y tomarme un fin de semana libre para asistir a las clases en el campus? Que estamos en San Diego, no en Santa Bárbara. Tiene que haber algo que pueda…
—Mierda —digo de golpe.
—¿Qué? —Wanda sale de la cocina con la espátula en la mano.
—«Se busca niñera a tiempo completo. Imprescindible experiencia con niños. Alojamiento y comida gratis. Solo consultas serias».
—Mmm… No querrás tener que cuidar a los…
—«Salario inicial…». A la mierda.
—¿Es bueno? —Miro a Wanda boquiabierta y, cuando le digo cuánto ofrecen, suelta la palabra que suele reservarse solo para cuando pierden los Lakers—. Bueno, supongo que será mejor que los llames.
No me esperaba que Aiden Reid me respondiera tan rápido cuando le mandé un correo electrónico, y, desde luego, no me esperaba que estuviera tan desesperado por fijar una cita para la entrevista. Y hablando de citas, definitivamente no me esperaba que me propusiera encontrarnos en uno de los restaurantes más refinados de la ciudad; uno en el que no me puedo dar el lujo de comer y al que tendré suerte si me dejan entrar. ¿Así tienen entrevistas los ricos? Dudo que Sal me hubiera invitado a comer a un restaurante cinco estrellas para convencerme de cortar fiambre de pavo para él mientras sin querer me roza el culo con la mano.
Aun así, me he puesto mi vestido negro de tubo favorito, el que llevé en mi graduación, y espero que me haga parecer mucho más preparada de lo que me siento. Como ahora tengo la sospecha de que la familia para la que quiero ser niñera es más rica de lo que creía, se me ocurre que un poco de falsa seguridad me será de mucha ayuda.
O sea, me encantan los niños. Y cuando trabajaba en el hospital infantil aprendí que son el público objetivo de mis chistes malísimos, así que eso es una ventaja. Además, la única razón por la que quiero dedicarme a la terapia ocupacional es para intentar ser la persona que acompaña a los niños cuando no hay nadie más; así que, teniendo eso en cuenta, este trabajo debería ser pan comido, ¿no?
Eso me repito a mí misma.
Juro que la recepcionista del restaurante puede oler el espray corporal de vainilla que llevo puesto; de alguna manera, sabe que no me da ni para los aperitivos, pero fuerza una sonrisa y me acompaña hasta una mesa cuando le doy el nombre de mi posible futuro jefe. ¿Así vive la gente influyente? Me siento en la silla tapizada de seda sintiéndome como pez fuera del agua entre las velas encendidas y la música elegante. Dios, me da miedo hasta apoyar los codos en la mesa.
Se acerca un camarero y me pregunta si quiero empezar con algún aperitivo, y, como suponía la recepcionista de mirada prejuiciosa, pido agua. Bebo a sorbos mientras espero a que aparezca este tal Aiden (me parece un poco descortés llegar tarde a tu propia entrevista), intentando aparentar que siempre como en sitios así.
El restaurante en sí es el más bonito en el que he estado jamás. En mi vida he visto tantos centros de mesa de cristal como aquí, y Wanda pondría el grito en el cielo si viera los precios del menú. Estoy deseando contárselo más tarde y que se le pongan los ojos como platos.
—Disculpa —dice alguien.
La voz grave que murmura cerca de mi oído casi hace que me atragante con el agua, y un poco gotea de mi labio inferior y me cae por el mentón cuando toso para recuperarme. Presiono el dorso de la mano contra la barbilla para tratar de limpiarme y noto en mi línea de visión, que ahora está borrosa, unas manos grandes y un rostro que se empieza a dejar ver.
Mierda.
Mi cerebro sufre un cortocircuito durante unos segundos mientras intenta darle sentido a la aparición repentina de un hombre corpulento que lleva el pelo castaño y espeso peinado hacia atrás y que tiene la mandíbula marcada y los pómulos aún más marcados, y ¿tiene la boca más suave que la mía? Además, es alto. No es de esos altos que piensas que juegan al baloncesto (aunque podría, si quisiera), sino de esos a los que quieres pedirles que te alcancen algo solo para observar cómo se mueven sus hombros debajo de la camisa. Me doy cuenta de que este proceso mental no tiene mucho sentido, pero lo único que sé es que mido un metro setenta, tengo unas tetas que me han sacado de más de un apuro, un culo que desarrollé a base de sentadillas y una conexión emocional con el pan, y este hombre me hace sentir diminuta.
Y, por si todo esto no fuera suficiente para dejarme boquiabierta (que lo estoy, quiero decir, estoy literalmente babeando agua con gas), sus ojos harían el resto. Había oído hablar de la heterocromía, o al menos estoy bastante segura de que un profesor de Biología la mencionó al pasar, pero nunca lo había visto en persona. Sus ojos, uno marrón y el otro verde, contrastan entre sí; los colores no son intensos, sino sutiles, como té tibio y agua de mar que una no puede dejar de mirar.
Me doy cuenta de que estoy haciendo justo eso.
—Lo siento —balbuceo—. Me ha pillado desprevenida. —Cojo la servilleta y empiezo a secarme el mentón; ahora veo que el hombre lleva puesta una chaquetilla de chef blanca y un delantal del mismo color atado a la cintura—. Ah. Todavía no iba a pedir nada, estoy esperando a alguien.
—Entiendo. —Exhibe una hilera de dientes perfectos que llenarían de euforia a mi ortodoncista, y casi parece que se arrepiente de haberse acercado a la mesa. O tal vez eso es lo que estoy proyectando—. Creo que estás esperándome a mí. ¿Eres Cassie?
—Sí… —Ay, no. No me digas que acabo de babearme entera delante del hombre que quiero que me contrate—. ¿Usted es el señor Reid?
—Llámame Aiden, por favor, y tutéame. Me haces sentir viejo —contesta con una mueca.
Y viejo no es. No creo. O sea, es más viejo que yo, pero no es viejo. Diría que no tiene más de treinta años. Sigo mirándolo un poco como una idiota.
—Claro —respondo, e intento reponerme mientras me aparto de la mesa y le extiendo una mano con torpeza—. Soy Cassie. Cassie Evans.
La boca se le tuerce cuando ve la mano extendida, lo que me hace arrepentirme de inmediato de haberla ofrecido como si estuviera actuando del hombre de hojalata en una versión de teatro independiente de El mago de Oz, pero ahora no puedo retirarla. Él la estrecha en lo que solo puedo interpretar como una muestra de amabilidad, señala mi silla con un gesto y espera a que me siente antes de hacerlo él en la que está frente a mí.
Carraspeo y trato de olvidar que hace un minuto casi le escupo agua al hombre más sexy del mundo y de quien quiero con muchas ganas que me pague una cantidad ridícula de dinero por cuidar a su hija. «Su hija», me recuerdo. Esto es una entrevista de trabajo. Así que no es para nada apropiado que siga pensando en las manos inmensas que tiene. Manos que mi lóbulo occipital, por cierto, nota que no exhiben ningún tipo de anillo.
Basta, cerebro.
En cualquier caso, debería dejar de mirarle las manos. Aunque sean tan grandes que hagan que una chica calcule mentalmente cuándo fue su última cita.
—Así que… —tanteo, nerviosa—, eres cocinero. —Emito un quejido, porque de inmediato me arrepiento de la palabra que he elegido—. Perdón. Quiero decir, chef. Eres chef, ¿no?
Increíble, pero no llama a nadie para que me echen; en su lugar, sonríe.
—Sí. Cocino aquí.
Bendito sea por seguirme la corriente.
—Eso es… genial. —Echo un vistazo a nuestro alrededor, a las lámparas de araña relucientes y al pianista que toca por ahí, detrás nuestro, y asiento con la cabeza en señal de aprobación—. Es muy glamoroso.
—Sí —concuerda—. Soy jefe de cocina.
—¿De verdad? Qué sofisticado.
—Sofisticado —repite y parece divertido—. Sí… Disculpa que te haya pedido reunirnos en el trabajo. He estado… Bueno… Ha sido una locura últimamente.
—No pasa nada. Me pareció que era raro hacer algo así en una cena, sobre todo en un lugar como este, pero me imaginé… —Hubiera estado bien iluminarme antes de haber empezado a balbucear, pero, de todas maneras, acabo dándome cuenta. Caigo en qué implica lo que acaba de decir. Cierro la boca de golpe al tiempo que el calor me inunda el rostro; bajo la cabeza, avergonzada, y me cubro los ojos—. Ay, Dios. No es una cena. Querías que habláramos en tu descanso.
—Debí haber… sido más claro en el correo electrónico.
Ay, por favor. Trata de defenderme. Que alguien me mate.
—Soy un desastre.
—No, no —intenta decir—. No pasa nada.
—Dios, soy una idiota. Me he puesto este vestido y…
—Es un vestido muy bonito.
—Seguro que piensas que estoy loca…
—En serio que no.
—A veces soy tan estúpida… Perdón.
Parece que mi crisis mental le haga gracia. No sé si eso mejora o empeora la situación.
—Puedes pedir algo —ofrece—. Si quieres. No me molesta.
—Gracias, pero tal vez tenga que ir a vomitar. Me voy por donde he venido, ¿no? Esto ya es un desastre.
—Espera, no. —Alarga una mano cuando me muevo para levantarme—. No te vayas.
Freno mi intento de escabullirme. No hay forma de que todavía me esté considerando para el trabajo, ¿no? Tal vez él también esté loco.
—¿Todavía me quieres entrevistar?
—Para ser sincero, eres la que mejores credenciales tienes, de lejos. Formación en reanimación cardiopulmonar, licenciatura en terapia ocupacional con especialización en psicología… Tu último trabajo fue en un hospital infantil. Y solo me dijeron cosas buenas de ti cuando comprobé tus referencias. Casi sonaba a que habían odiado despedirte.
—Sí, me sentí muy mal cuando lo hicieron —admito—. Fue un problema de financiación, lamentablemente. Me encantaba el trabajo.
—Bueno. —Se ríe—. Espero poder aprovechar lo que ellos se pierden. Cuando recibí tu currículum, no me lo podía creer.
—Pero, ahora que me conoces, empiezas a pensar que lo falsifiqué, ¿no?
Suelta una especie de risa, la boca apenas abierta, y baja la mirada hacia la mesa, como si tuviera miedo de hacerme pensar que se está riendo de mí, aunque estaría en su derecho, si tenemos en cuenta este horrible primer encuentro.
—No. No creo que lo hayas falsificado. Aunque tengo curiosidad: ¿por qué buscas un puesto de niñera con la experiencia que tienes?
Me vuelvo a hundir en la silla, luego me inclino sobre la mesa y suspiro sonoramente.
—¿Puedo hablar con total sinceridad?
—Preferiría que lo hagas —responde y se inclina hacia mí, intrigado.
—Estoy cursando el último año del programa de Posgrado en Terapia ocupacional y, como dije en el correo electrónico, me quedé sin trabajo por los recortes. Los alquileres aquí son ridículamente caros y, la verdad, necesito el dinero. Lo de habitación y comida gratis no es algo a lo que le haga ascos. Sería genial no tener que preocuparme por eso además de todo lo otro.
—Cierto. Respecto a eso… —Luego frunce el ceño y yo doy por hecho que ahora va a decirme que, en realidad, no puede permitir que una desquiciada como yo se acerque a su hija—. Debo aclararte que solo somos mi hija y yo. Tendrías habitación propia, por supuesto, casi toda una planta para ti sola, total privacidad y todo eso, pero… quiero ser cien por cien transparente contigo, por si te incomoda.
Tengo veinticinco años, sería la primera vez que viva con un hombre atractivo y la situación parece salida directamente de Pequeñas grandes amigas. Me muero por preguntar qué papel tiene la otra parte progenitora en este contexto, aunque sea para cortar el baboseo mental, pero el cerebro me grita que ese no es el paso correcto. Está bien, tiene un buen empleo, una sonrisa preciosa y no parece un asesino.
—No creo que vaya a ser un problema. —Fuerzo mi sonrisa más profesional—. Sin embargo, ya que estamos siendo transparentes… Estoy inscrita en un programa bimodal en la Universidad de St. Augustine, en San Marcos.
—¿Eso qué significa?
—Significa que la mayoría de las actividades son virtuales, y me he estado ocupando de ellas por las noches, después del trabajo, pero dos fines de semana al mes debo asistir a clases en el campus. Lleva más tiempo que el programa normal, pero me he estado manteniendo sola y hace que sea más fácil trabajar. Sin embargo, la mayoría de los empleos a los que me he estado postulando no han podido aceptar mis horarios, lo cual es un inconveniente.
—No voy a fingir que llego a casa a un horario decente todas las noches —reflexiona Aiden con el ceño fruncido—. Mi trabajo es estresante… lo cual es decir poco, la verdad. Mi trabajo es una pesadilla, a veces. La mayoría de días tengo las mañanas libres, y a veces no tengo que venir hasta la tarde… pero las noches se pueden estirar. ¿Crees que es un problema? En general, Sophie se acuesta a las nueve. Estoy seguro de que, una vez que le des de comer y la prepares para irse a dormir, podrías hacer tus trabajos de clase.
—¿Sophie? ¿Tu hija?
Aiden sonríe de una forma nueva; es una sonrisa que transmite calidez y orgullo, pero esa sensación choca con el destello de tristeza que aparece en sus ojos.
—Sí. Es… la mejor. Tiene nueve años, pero parece mucho mayor. Es tan inteligente que, a veces, se pasa de lista.
—Así suelen ser las niñas pequeñas. —Me río, pensando en mí—. ¿Y los fines de semana que tengo clase? Llegaría por la tarde. Para poder ocuparme igual de la cena, por supuesto.
—Me las puedo arreglar —responde Aiden, tras considerarlo un momento—. Digo, me las he arreglado hasta ahora, al menos. En el peor de los casos, ¿podrías recogerla por aquí esos días? Podría jugar con su consola en la oficina mientras te espera. Ya está acostumbrada, lamentablemente.
—¿Y tu hija? ¿Está de acuerdo con todo esto? ¿Con el tema de la niñera?
—Ya ha tenido niñeras —asiente Aiden, pensativo—. Pero ninguna… encajó del todo. Yo… ¿Puedo hablar de nuevo con sinceridad?
—Prefiero que lo hagas —respondo, imitando su actitud anterior.
Aiden vuelve a reírse, y yo pienso que tendré que esforzarme en no provocar tanto sus risas para conservar mi cordura, si voy a vivir con él. Es una risa preciosa.
—Es solo que… necesito ayuda, Cassie, si te soy sincero. Estoy haciendo esto completamente solo y es mucho más difícil de lo que creía. O tal vez es precisamente tan difícil como creía. No lo sé. Sophie puede ser muy… obstinada, y eso me ha dificultado encontrar a alguien que esté dispuesta a quedarse. Llevo semanas buscando un reemplazo para la última niñera, porque quería encontrar a la mejor para Sophie, y no se postuló ni una sola persona que esté la mitad de preparada de lo que lo estás tú. Han sido semanas de hacer malabares con los horarios y, a estas alturas, estoy desesperado.
—Eso es ser… sincero.
—Puedes salir corriendo cuando quieras.
Es extraño, pero no tengo ningún deseo de hacer eso. Hay algo en este hombre de voz cansada, con esos ojos bonitos y esa risa que provoca aleteos en el estómago, que hace que sea un poco difícil decirle que no. Por no mencionar la increíble cantidad de dinero que ofrece.
—Entonces, ¿cómo funcionaría? Si digo que sí.
—Bueno, me encantaría que empieces lo antes que puedas —me contesta—. ¿Quizás puedas venir este sábado? Podría presentarte a Sophie y mostrarte la casa. Dónde te quedarías y todo eso… Eso, si aceptas el trabajo.
Sería tonta si no lo hiciera, ¿no? O sea, ¿cuándo va a aparecer algo así de bueno? Claro, me intimida la idea de ser la responsable directa de la hija de otra persona, y ni hablar de la idea de vivir en su casa… sobre todo la casa de este hombre… Pero bueno. No creo que sea una oferta que realmente pueda permitirme rechazar, estando en la posición en la que estoy.
—De acuerdo.
Asiento mirando a la mesa al tomar la decisión, cruzo una mirada con Aiden y, una vez más, tiendo la mano a través del espacio sin pensarlo, algo de lo que me arrepiento de inmediato.
En serio, ¿por qué sigo haciendo eso?
Por suerte, Aiden suspira aliviado y me la envuelve en la suya, mucho más grande.
—Entonces, ¿quieres el trabajo?
—Siempre que tú me quieras —respondo con confianza, o eso espero.
Trato de no pensar en cómo se le abren los ojos cuando escucha la forma rara en la que he construido la oración; no sirve de nada arrepentirme ahora mi verborrea. Menos mal que está desesperado.
Y, definitivamente, no estoy pensando en cómo su mano se traga la mía.
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Me encanta cómo acabas.
Para cuando llega el sábado, Aiden y yo ya hemos acordado mi horario y los detalles de mi sueldo. Mientras tanto, he logrado convencerme de que el trabajo será genial, aunque solo sea para calmar los nervios que me genera vivir con un hombre sexy y estar rezando por que su hija no me odie. Sin embargo, por más segura que esté de mi nueva profesión, Wanda no está tan convencida. Durante todo el tiempo que paso poniendo mi ropa en bolsas (cosa fácil, dada la poca cantidad que he reunido a lo largo de los años y que he considerado digna de conservar, además de los básicos), Wanda se adjudica la tarea de interrogarme sin cesar, indagando en cada detalle del hombre misterioso con el que me mudo «como si fuera lo más normal del mundo».
—¿Y si ni siquiera tiene hija?
—Sí tiene hija —respondo poniendo los ojos en blanco.
—Podría ser todo un ardid para atraerte hasta su casa y encerrarte en el sótano.
—Vive en una casa adosada —le digo—. Ni siquiera creo que tengan sótano.
No estoy tan segura de eso, pero Wanda no tiene por qué saberlo.
—Tenemos que pensar alguna palabra clave.
—¿Palabra clave? —Dejo de meter calcetines en la bolsa de viaje.
—Claro. —Wanda asiente pensativa, sentada en mi cama/sofá—. Por si no puedes hablar.
—¿No estarás mirando demasiadas series policíacas?
—No te parecerá tan gracioso cuando te esté alimentando a base de comida para bebés y te obligue a disfrazarte.
—Sabes que eso es un fetiche, ¿no? —Me río.
—Estás de broma. —Su expresión de sorpresa me hace reír más.
—Hay gente que paga una buena cantidad de dinero para dar comida de bebé a chicas guapas y que se disfracen.
—¡Guau! —Wanda sacude la cabeza—. ¿Dónde estaban esas cosas en mi juventud? Me hubiera librado de varios turnos en la biblioteca.
—Te encantaba trabajar en la biblioteca —le recuerdo.
—Me hubiera encantado muchísimo más si me hubieran pagado para desnudarme ahí.
—En otra vida —le digo con una risita—, hubieras sido la reina de OnlyFans.
—Y que no se te olvide. —Chasquea la lengua.
Incluso mientras lanzo mis últimas prendas del armario a una bolsa, siento que Wanda me mira desde el otro lado de la habitación. Termino de llenarla y la cierro antes de centrarme en ella.
—¿Qué?
—Solo quiero que tengas cuidado —dice con un poco más de dulzura—. El mundo está lleno de bichos raros.
—Estaré bien —la tranquilizo, y finjo que su preocupación no me da ganas de sonreír. Puede que sea una cascarrabias el noventa por ciento del tiempo, pero Wanda me cuida más que mi propia madre, que nunca se molestó mucho en hacerlo—. Te lo prometo. Es un buen sueldo, y él fue muy, pero muy amable. Incluso le revisé el perfil de Facebook, y sí tiene una hija. —Y además es guapa. En serio, qué genes, esta familia—. Aparte, si veo que la energía es mala, me puedo ir, ¿vale?
—Vosotros, los jóvenes, y vuestras energías —masculla—. Cuando yo tenía tu edad, no teníamos energías, teníamos instinto.
—Te das cuenta de que es casi lo mismo, ¿no? Y podrías dejar de rezongar y ayudarme con el equipaje.
Wanda se cruza de brazos.
—Debo descansar la espalda. Tengo una partida de bingo esta noche.
No le pido explicaciones: no quiero saber si necesita descansar antes del bingo o antes de recibir a quien sea que seguro que vaya a traer a casa después. Con Fred Wythers se peleó la semana pasada, así que imagino que él no va a ser.
—¿No eres tú la que siempre dice que está vieja, no muerta? —Me enseña el dedo corazón y me río—. Oye, ¿sabías que la uña de ese dedo es la que crece más rápido?
—¿Sabes dónde te puedes meter tus datos curiosos?
Me muerdo el labio para no sonreír y redirijo mi atención a hacer el equipaje. Asiento con la cabeza para apreciar el buen trabajo que he hecho y pienso que mi piso, de alguna manera, parece más grande ahora que está casi vacío. Los muebles se quedan, ya que estaban aquí cuando llegué. Además, no los voy a necesitar, porque tendré mi propia habitación amueblada en la casa de Aiden.
Solo siento un mínimo aleteo de mariposas en el estómago cuando me acuerdo de que voy a vivir bajo el mismo techo que Aiden Reid.
—Creo que ya he terminado —le digo a Wanda.
—Supongo que sí. —Wanda ojea las bolsas desparramadas por el suelo—. Me apuesto lo que quieras a que el próximo inquilino va a ser un bicho raro.
—Tal vez resulte ser tu alma gemela.
—No necesito nada de eso —resopla.
Su independencia es admirable, eso seguro.
Wanda nunca sentó cabeza en su larga vida; hasta donde sé, siempre saltó de un hombre a otro. Que no se malentienda: hace que parezca divertido, pero seguro que debe sentirse sola a veces. Me gusta pensar que nos necesitábamos la una a la otra en la misma medida, cuando se cruzaron nuestros caminos. Wanda adoptó el papel de madre y mejor amiga al mismo tiempo; me abrió las puertas de su casa y me trató como la hija que nunca tuvo. No estoy tan convencida de haber sabido qué era el cariño real hasta que la conocí.
—¿Y estás segura de que es una buena idea? Todavía podrías hacer vídeos de tetas.
Contemplo esa posibilidad, a sabiendas de que a Wanda le gusta vivir indirectamente a través de mi emprendimiento de OnlyFans (en serio, esta mujer se perdió su verdadera vocación), y sí que sería una forma de ganar dinero fácil, si pudiera reconstituir un grupo de seguidores, pero no me atrevo. No después de lo que pasó.
—Estoy segura —asiento, más que nada para mí misma—. Puedes decirme que me vas a echar de menos, ¿eh?
—¿Echarte de menos? —Suspira y me da una palmadita en el hombro—. Si no vienes a visitarme, voy a ir a buscarte.
La abrazo y respiro el aroma familiar de su perfume Elizabeth Taylor White Diamonds y de un poco de talco que, por alguna razón, siempre me ha resultado reconfortante.
—Irá bien. Ya lo verás.
Wanda sigue poco convencida cuando se desprende del abrazo y, mientras empiezo a apilar las cosas que han quedado sueltas, preparándolas para el servicio de mudanza que mañana llevará el resto de mis cosas, yo hago mi mejor esfuerzo por parecer tan segura de la situación como finjo estar.
La casa adosada de Aiden está en un barrio cerrado, un área residencial tranquila con casas de tres plantas alineadas a lo largo de la calle. La de Aiden en particular tiene un pequeño jardín muy bonito, cercado por un muro de ladrillos y cerrado con una cancela de hierro. Aparcado enfrente, mi viejo Toyota parece un pez fuera del agua entre las impecables hileras de casas adosadas, pero, en su defensa, yo también. Verifico una vez el número de la casa mientras abro la verja, y, cuando me acerco a la puerta de entrada, solo estoy un poquito nerviosa.
Me aferro a la correa de mi bolsa de viaje y la aprieto contra el hombro cuando por fin reúno el valor para tocar el timbre; solo llevo lo necesario para pasar la noche, hasta que mañana llegue el resto de mis cosas. De golpe, me doy cuenta de que voy a vivir con unos extraños, ¿y si Aiden sí es un bicho raro?
Dios.
Intento sacar el móvil del bolsillo para avisar a Wanda de que ya he llegado, pero entonces la correa se me resbala del hombro y la bolsa cae al suelo, y a través del cierre semiabierto, algunas de mis cosas se desparraman en el porche. Me arrodillo y empiezo a recuperar los objetos desperdigados y a devolverlos dentro, mientras pienso en que esto es lo último que necesito: que mi nuevo jefe me encuentre recogiendo mi ropa interior en la puerta de su casa.
—Mierda, mierda, mierda.
Y, porque el universo es un hijo de puta, Aiden Reid me encuentra exactamente así: en medio de un fracaso personal, soltando palabrotas en su porche y con mi ropa interior en la mano. Por otro lado, a juzgar por las manchas de harina que cubren el conjunto de camiseta negra (ajustada, muy ajustada) y delantal negro que lleva puesto, y que se extienden incluso más arriba, hasta sus mejillas, por no mencionar ese… algo pegajoso que gotea y se desliza por el frente de los pantalones (menos ajustados, pero no menos perturbadores), me parece que esta vez, quizás, estamos en paz.
—¿Estás —mis ojos aprecian su aspecto desaliñado— bien?
Sus ojos saltan de mi figura aún en cuclillas a las bragas verde fosforescente con corazones que tengo en la mano, y luego a mi cara.
—¿Y tú?
—Ay. —Siento calor en la nuca mientras me apresuro a meter mi ropa interior en la bolsa, me la cuelgo del hombro y me pongo de pie—. Estoy bien. Solo he tenido un percance. Parece que tú también. —Tomo las riendas de la situación para no pensar en cómo Aiden acaba de ver mis bragas y señalo la mancha viscosa de sus pantalones.
Él hace un gesto de impotencia, y el suspiro suave que se le escapa me provoca algo raro en el estómago.
—Sí… —Observa el desastre que es su camiseta y luego me sonríe avergonzado—. Por casualidad… —Se muerde el labio. No debo pensar demasiado en eso—. ¿No dominarás el arte de hacer tortitas?
—¿Tortitas?
—Ven, pasa. —Aiden asiente con un movimiento rápido de la cabeza y señala hacia las escaleras que tiene detrás.
Lo sigo a través del portal y subimos hasta la primera planta, donde la escalera desemboca en lo que parece el salón y la cocina. Reconozco a la niña pequeña que está sentada en la barra de la cocina cuando nos acercamos; tiene el pelo del mismo tono que su padre y los labios bien apretados en un puchero. Parece más adusta de lo que mostraban las fotos de Facebook. También noto que el desastre de la camiseta y los pantalones de Aiden se extiende al suelo y a la mitad de la encimera.
—Queríamos… hacer algo bonito por ti —me dice Aiden—. En tu primer día.
—Papá quería —gruñe la niña, con el volumen justo para que yo lo capte.
Aiden le lanza una mirada severa. Le queda bien. Tampoco debo pensar demasiado en eso.
—Nos pareció que podían gustarte unas tortitas, pero… qué vergüenza.
—Parece que estáis teniendo problemas —señalo divertida—. Nunca he visto semejante lío para cocinar tortitas.
Aiden se mira los pies como un niño que ha roto el jarrón de su madre y no se lo quiere decir.
—Se me cayó el bol con la mezcla. Esto es un desastre.
—Sí —me permito recorrer con los ojos su parte frontal otra vez, solo a fines investigativos, por supuesto—, ya veo.
—No se me dan bien las tortitas —admite, casi como si le doliera.
—¿No eres chef? —pregunto, ladeando la cabeza.
—No están en mi menú. —Hace algo con la boca que se asemeja peligrosamente a un puchero, y no debería funcionar en un hombre de su tamaño, pero, por alguna razón, lo hace—. Sophie dice que no le gustan, pero estoy bastante seguro de que no le gustan las mías, así que ahora es personal. Estaba probando una receta nueva, pero… —Señala con un gesto el desastre—. Obviamente, no ha salido como esperaba.
—Ya veo que no. —Le dedico una sonrisa amplia: me doy cuenta de que en serio necesita ayuda.
Dejo la bolsa junto a las escaleras y contemplo el lugar. La cocina es elegante y moderna, tiene armarios negros y una encimera de mármol gris: todo lo que una esperaría de una casa lujosa en esta parte de la ciudad. Las baldosas son de un gris similar, tal vez más claro, y cubren todo el suelo hasta el borde de la sala de estar integrada que aparece más allá, donde se funden con un alfombrado gris de aspecto suave que descansa bajo muebles de cuero negro.
Deduzco que a Aiden no le entusiasma mucho el color.
—Qué casa tan bonita. Me gusta el… esquema de color que elegiste. —Vuelvo la cabeza y veo a Aiden con el ceño fruncido.
—Me… gusta el negro.
—Jamás lo hubiera imaginado —bromeo. De repente me fijo en que sigue cubierto de mezcla—. Cierto. Las tortitas. —Escudriño la cocina con la mirada—. ¿Tienes otro delantal?
Aiden se apresura a sacar un delantal (qué sorpresa) negro. Me lo pongo y me lo ato a la espalda mientras sonrío a la niña, que me sigue midiendo en silencio desde la barra.
—Tú debes de ser Sophie —tanteo—. Soy Cassie.
—Eres mi nueva niñera —dice ella con solo una pizca de amargura.
—Sí. He oído que has tenido varias.
—Solo cuatro —murmura.
—¿Cuántos años tienes, Sophie?
—Nueve.
—Guau. Eres bastante mayor. Dudo que necesites una niñera.
—Eso dije yo. —Resopla—. Puedo cuidarme sola.
—Por supuesto —asiento con cara seria antes de acercarme y bajar la voz—. Aquí, entre tú y yo, necesitaba algo de compañía. No tengo muchos amigos. Casi tuve que rogarle a tu padre para que me diera el trabajo, ¿sabes?
Sophie parece desconfiar, y aprieta los labios un buen rato hasta que, por fin, baja la mirada hacia la encimera.
—Yo tampoco tengo muchos amigos.
—Bueno… podríamos ser amigas, ¿no? ¿Qué opinas?
Sophie me observa de arriba abajo, como si se lo estuviera pensando.
—Eres guapa —termina diciendo.
—No tanto como tú —la elogio, efusiva—. ¡Me encantan tus pecas!
—Las pecas no son bonitas —me contradice con los ojos entrecerrados.
—Tienes razón. —Suspiro y me llevo los puños a las caderas—. Son preciosas. —Sophie pone los ojos en blanco, pero insinúa una sonrisa al mismo tiempo. Noto que no sufre la misma anomalía que su padre, pero tiene los ojos del mismo verde suave que el ojo derecho de Aiden, color que complementa la bonita tonalidad de su cabello. Ahora es encantadora, pero ya puedo ver que va a ser una bomba cuando crezca. En serio, qué genes—. Bueno. Limpiemos el primer intento, ¿vale?
La expresión de Aiden sigue siendo de total confusión, como si no pudiera creer que, con su nivel de destreza culinaria, le haya salido mal algo que sabe hacer todo el mundo; pero se dirige en silencio y con pasos pesados a un armario y saca una escoba y un trapo húmedo.
—Lo siento —me dice—. De verdad queríamos prepararte algo rico para darte la bienvenida.
—No pasa nada. —Me encojo de hombros, me quito la goma de la muñeca y recojo el pelo—. Sophie y yo lo tenemos controlado, ¿no?
—¿Y yo por qué tengo que ayudar?
—Necesito una ayudante cualificada si voy a hacer tortitas —respondo con seriedad—. Tú pareces perfecta para el trabajo.
Todavía no parece confiar mucho en mí, pero las ganas de comer tortitas deben ser mayores que su recelo, porque se baja del taburete con un saltito indeciso, cruza la cocina con cautela y se pone a mi lado.
—Supongo que sí.
No sonríe para nada.
Ya me cae bien.
El segundo intento de preparar tortitas es mucho menos accidentado que el primero: termina con la cocina despejada y un chef (no especialista en tortitas) muy corpulento y su versión pequeña ocupados.
—Qué buenas están —exclama Sophie—. A papá nunca le salen bien. Siempre le quedan muy pastosas.
—Ah, entonces sí te gustan —le reprocha Aiden y mira las tortitas como si lo hubieran ofendido—. Debería comprar una batidora de verdad.
—¿No tienes una batidora? —Le sonrío con el tenedor en la boca.
—No cocino mucho dulce.
—Es evidente —le digo con una sonrisa de oreja a oreja—. Sabes que existe una premezcla, ¿no?
—Esas cosas van en contra de todo lo que soy —me responde con desdén.
—Sí. Esto es claramente mejor —ironizo con expresión seria y apuntando con el tenedor a la vajilla en remojo en el fregadero.
—A partir de ahora, las tortitas debe hacerlas siempre Cassie —decreta Sophie.
Aiden me echa una mirada agradecida y tengo que esforzarme mucho para no quedarme contemplando el brillo incompatible de sus ojos.
—Me parece que, por el bien de la cocina de tu padre, es lo mejor —concuerdo, impasible.
—Qué fácil es criticar. —Aiden reprime una risa.
Cuando los platos están vacíos, Sophie se acaricia la barriga y emite un sonido de satisfacción con una sonrisita a juego en la cara.
—Supongo que eres guay —me dice, y enseguida oculta su sonrisa detrás de una expresión más severa—. Pero no puedes entrar en mi habitación.
—Ni se me ocurriría —le aseguro—. Aunque tú puedes entrar en la mía, si quieres. Hay juegos de mesa entre las cosas que me traen mañana. —Me vuelvo hacia Aiden—. Por cierto, ¿dónde está mi habitación?
—Ah, sí. Claro. —Se baja del taburete para quitarse el delantal y, cuando se pasa la tira del cuello por la cabeza, se le flexionan los músculos de los brazos y se le marcan contra el algodón ajustado de las mangas. No es algo que haya notado nunca antes en un hombre, bíceps contra mangas—. Está abajo. ¿Te la enseño…?
—Genial. —Bajo de un saltito de mi asiento, cojo el bolso que había dejado junto a las escaleras y me lo cuelgo del hombro—. Te sigo.
—La planta baja será toda tuya —me explica Aiden cuando nos acercamos al rellano de abajo—. El dormitorio tiene baño en suite, y hay una televisión, así que no debería faltarte nada, pero si necesitas que te consiga algo más, solo pídemelo.
Aiden me señala la puerta que está junto a la entrada, para que yo la abra, y detrás hay una habitación que es casi más grande que mi piso. La cama doble con dosel está cubierta por ropa de cama gruesa y gris (inesperado); la cómoda y las mesitas auxiliares son de un negro lustroso que combina con la decoración del resto de la casa. Admiro boquiabierta el dormitorio e intento recordar cuándo fue la última vez que dormí en una cama tan buena. Creo que nunca.
—Si quieres cambiar algo —dice Aiden detrás de mí con suavidad—, podemos…
—Es perfecto. De verdad, es más bonito que mi piso.
—Qué bien. —Oigo que suspira, aliviado—. Quiero que estés a gusto.
—Te ha ido mal de verdad con las niñeras, ¿eh?
—No te haces una idea. —Aiden se apoya contra el marco de la puerta—. Sophie ha sufrido mucho. Creo que por eso se porta mal, a veces. Siempre hago todo lo posible por que se abra y charle conmigo, pero es… —Inhala por la nariz solo para exhalar por la boca y sacude la cabeza—. A veces, es como si habláramos idiomas distintos.
—¿Pasó algo…? —Dejo caer mi bolso sobre la alfombra y me rasco el cuello, incómoda—. Espero no estar sobrepasándome, pero me pareció que debería saber… Así no diré nada que pueda herir sus sentimientos sin querer, ¿sabes? La madre de Sophie, ¿está…?
Por un instante, no responde y se mordisquea el labio, como si tratara de decidir cómo abordar el tema. Sé que tiene que haber una historia y odio haber preguntado en mi primer día, pero detesto todavía más la idea de, en algún momento, meter la pata porque no sé lo que pasó.
—Falleció —dice por fin Aiden, casi en un susurro—. Hace casi un año. Una apoplejía.
—Ay, Dios. —Me esperaba un divorcio desagradable o algo así. No eso—. Es horrible. Siento mucho tu pérdida.
—Fue… repentino. Nadie lo vio venir. Era muy joven, después de todo. —Suspira y se pasa los dedos por el pelo. Luego agrega—: Era increíble. Una madre maravillosa. Todo esto le salía mucho mejor que a mí. Todavía sigo intentando averiguar cómo hacerlo sin ella.
De repente me siento mucho peor por todos los pensamientos que siguen dándome vueltas acerca de sus enormes manos.
—De verdad que lo siento —repito, sin sonar muy convincente—. ¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?
—¿Cómo? —Aiden arruga las cejas—. Ah. No. No estuvimos casados. Ni siquiera vivíamos juntos. —Debo parecer confundida. Seguro que por eso decide aclarar—: Sophie fue… una sorpresa. Rebecca y yo nos conocimos en una fiesta en nuestro último año de universidad, y salimos un tiempo de forma esporádica. Cuando Rebecca se enteró de que estaba embarazada, intentamos tener una relación en serio, pero desde el principio quedó bastante claro que nunca iba a funcionar. A pesar de eso, hicimos lo posible por criarla juntos con la menor cantidad de sobresaltos. Por el bien de Sophie.
—Ah. —Me miro los zapatos, todavía un poco incómoda—. Debe haber sido duro para Sophie.
—Sí —coincide Aiden—. Perdón por tirarte todo esto encima. Pensé que podría ayudarte a entenderla más.
—No, me alegra que me lo hayas contado —contesto con franqueza—. Gracias.
—A decir verdad, podría haber estado más presente durante estos últimos años. Cuando me ascendieron a jefe de cocina entré en una vorágine y… no me dediqué a ella como debería. Ahora pago las consecuencias.
Entonces siento una punzada de compasión por Sophie, porque sé muy bien cómo es que la carrera de tus padres vaya antes que tú. Pero bueno. Por lo menos, parece que Aiden se está esforzando.
—Nunca es demasiado tarde, ¿no? —Esbozo una sonrisa alentadora—. Todavía es pequeña. Ya lo resolverás.
—Ojalá tengas razón —me responde Aiden con una sonrisa igual de tenue. La gran habitación parece más pequeña ahora que solo estoy ahí de pie como una idiota, sonriéndole al chico guapo que me mira desde la puerta, y al final debo usar la clásica estrategia de echar un vistazo distraído al dormitorio, fingir que admiro la pintura de… ¿Eso es humo? ¿Humo abstracto? En serio, tengo que colar algo de color en esta casa—. Bueno. —Aiden debe percibir mi energía incómoda, puesto que, en este momento, decide apartarse del marco de la puerta—. Bien. Te… dejo deshacer la maleta.
—No tengo muchas cosas —admito—. Lo demás llega mañana.
—Cierto. Bueno. Puedo mostrarte el resto de la casa cuando termines. Toda la primera planta es la zona de día. Mi dormitorio y el de Sophie están en la segunda. Te dejo hacer, entonces —remata Aiden.
No respiro hasta que lo pierdo de vista, y me insulto en voz baja por mi comportamiento para nada guay, digno de quien no ha visto a un hombre sexy en su vida. Aunque, por otro lado, en realidad nunca he vivido con un hombre sexy. Sobre todo, nunca he vivido con un hombre que intenta (sin éxito, pero es medio tierno) hacer tortitas y se preocupa por cómo conectar con su hija.
«Es un trabajo», me recuerdo. «Solo es un trabajo».
Apuesto a que la ropa de cama de Aiden también es negra.
Es la primera vez que me mandan un regalo.
El envoltorio reluce, pero es lo que hay dentro lo que atrapa mi atención.
El juguete es más grande que cualquier cosa que haya usado antes, y trago saliva incluso al extraerlo de la caja. ¿Me entrará algo tan grande? Levanto la nota que venía con el paquete y una adrenalina extraña me recorre el cuerpo al pensar en que hay un hombre, en algún lugar, que quiere mirarme mientras uso esto. Y está ahí imaginándoselo todo en este momento.
Qué ganas de verte usar esto. A.
Termino de guardar mis cosas y, cuando vuelvo, encuentro a Aiden sentado leyendo el periódico. Sophie no está por ningún lado. Imagino que estará en la habitación en la que no puedo entrar. Él se ha cambiado la camiseta por una limpia (también es negra, pero de otra tonalidad, si es que eso existe; así que punto para él, supongo); del tono monocromático del pantalón deportivo gris que lleva puesto no me quejo, visto cómo le queda. Tiene el pelo menos arreglado que la noche en que lo conocí, revuelto y rizado a la altura de las sienes, como si apenas se lo hubiera secado con la toalla después de ducharse para quitarse de encima la mezcla para tortitas de antes. Lo hace aún más joven de lo que parece normalmente.
Aiden levanta la mirada del periódico cuando se da cuenta de que me he quedado parada en el último escalón, incómoda; dobla las páginas y me dedica una sonrisita.
—¿Instalada?
—Sí. —Me cruzo de brazos; me siento rara. La idea de que ahora vivo aquí me abruma—. El dormitorio es increíble.
—Me alegro. Si te falta algo, no dudes en decírmelo. Me ocuparé de lo que sea.
Dios mío.
En lugar de responder, me acerco al sillón y me siento sobre mis piernas dobladas. La verdad, agradezco que lleve ropa de estar por casa, así no me siento tan mal por los leggins y la camiseta holgada que me he puesto. O sea, ya sé que no habló de uniforme ni nada, pero aun así…
Pero vaya, que esos pantalones me desconcentran.
—¿Algo interesante? —Con un movimiento de cabeza, señalo el periódico que sigue leyendo.
—La verdad, no. —Se encoge de hombros—. Más que nada, los compro por los crucigramas.
¿Por qué me parece tierno?
—¿Sabías que los crucigramas modernos tienen su origen en los acrósticos de la Grecia clásica?
—¿Cómo sabes eso? —me dice bajando el periódico y arqueando una ceja.
—Lo leí en la tapa de una botella de Snapple —respondo—. De ahí saco el ochenta por ciento de lo que sé.
—Debes beber muchísimo Snapple.
—Uf, un montón. Me debe correr té de melocotón por las venas, a estas alturas.
Aiden sonríe y sacude la cabeza.
—¿Algún otro dato interesante que deba saber?
—Los humanos somos un poquito más altos por la mañana que por la noche.
—Eso no puede ser verdad —replica con el ceño fruncido.
—Es cierto.
—No me lo parece. —Se ríe.
—Pero apuesto a que hoy te mides para comprobarlo.
—Mmm… —Considera la posibilidad con expresión culpable—. Me reservo el derecho a permanecer callado.
Todavía sonriente, Aiden gira otra página, y yo tamborileo los dedos contra el muslo.
—Así que… ¿esta noche no trabajas?
—Tendré que ir más tarde. Antes del servicio de cena. —Me dirige una mirada fugaz—. Pero quería asegurarme de estar aquí cuando llegaras.
—Gracias. —Luego hay un silencio un poco incómodo. Es resultado de dos extraños que ahora conviven, estoy segura—. Entonces… —Me muevo un poco en el sillón para poder mirar hacia otro lado que no sea el rostro de Aiden, que también me desconcentra bastante—. ¿Cómo será? ¿Sophie me pondrá tierra en la cama esta noche o dejará que empiece a sentirme segura antes de usar todo el arsenal de Solo en casa contra mí?
Aiden vuelve a reírse y, joder, qué sonido más bonito.
—Tal vez debas fijarte en que no haya nada encima de las puertas antes de abrirlas, para estar segura.
—Por lo menos tengo baño propio —señalo—. Quizás deba vigilar el champú, para que no le ponga crema depilatoria dentro.
—Lo más grave que puede hacer es dejar las toallas tiradas en el suelo —se queja él, como un padre típico—. Uno le compra un toallero y ella las tira al lado. Y ya ni hablemos de los zapatos en el suelo del dormitorio.
—Nada de toallas en el suelo de mi baño. Entendido.
—Uy. —Parece ligeramente avergonzado—. No. Es tu dormitorio. No me escuches, soy…
—¿Un loco del orden?
—No diría eso —murmura—. Me gusta que las cosas estén en su lugar.
Es extrañamente adorable que intente fingir que no es un controlador total, cuando se le nota a kilómetros de distancia.
—Entiendo. —Mantengo el rostro serio—. ¿Supongo que es un mal momento para contarte lo de mi red colectiva de hormigueros, entonces? —Ante el rostro horrorizado de Aiden, no puedo evitar soltar una carcajada—: Es un chiste.
—Qué graciosa.
Más silencio. Odio el silencio. Siempre me pone nerviosa. Decido cambiar de tema:
—Seguro que a Sophie se le está haciendo duro adaptarse a esta nueva vida.
—Ha sido duro, sin duda. —Apoya el periódico en el sofá—. Estaban muy unidas. Es decir, seguro que sabes cómo funciona el vínculo entre madre e hija.
—En realidad, no —contesto con un intento de sonrisa, que resulta forzado.
—Uh. Mierda. Lo siento. ¿Está…?
—Está viva, no te preocupes. —Me río con amargura—. Mis padres no se dedicaron mucho a la crianza. Hace… mucho que no hablo con ellos.
—Lo siento —repite él.
—La vida es así. Supongo que no los puedo culpar de que eso de ser padres se les diera mal, ya que nunca quisieron serlo, para empezar.
—Yo diría que sí puedes —objeta—. Como padre bastante mediocre, soy experto en la materia.
—No me pareces un padre mediocre. —Sonrío—. Digo, estás aquí, la estás cuidando. Ya es muchísimo.
—Supongo. —De pronto, la mirada de Aiden se pierde—. Lo intento.
—Con eso vale. Los niños solo quieren que lo hagas lo mejor que puedas.
La boca de Aiden esboza algo que no termina de ser una sonrisa, pero se le parece, y sus ojos se cruzan con los míos en un movimiento rápido; me cuesta desviar la mirada de sus iris color verde y café.
—Gracias por eso.
—Bueno, deberíamos repasar un poco más qué es lo que necesitas de mí. —Vuelvo a cambiar de tema.
—¿Lo que necesito de ti? —Aiden levanta las cejas.
Ay, mierda. ¿Ha sonado raro? En mi cabeza no sonaba raro.
—Sé lo básico, y tú me explicaste tus horarios y las alergias de Sophie, pero ¿hace alguna actividad después de la escuela? ¿Juega al fútbol o algo de lo que tenga que estar al tanto? ¿Tienes una lista de contactos de emergencia, familiares o algo así? No querría dejar entrar a algún loco que finja que es su tío.
—Ah. —Aiden me observa desplegar las piernas, sigue el movimiento con el que dejo caer los pies al suelo, y reflexiona—. Todavía no se ha inscrito a ninguna actividad. Después de todo, aún se está adaptando. No tiene ningún tío loco, que yo sepa. Mis padres viven en la otra punta del país, así que, en realidad, solo los vemos en Navidad. Rebecca tiene una hermana, Iris, así que quizás venga ella, de vez en cuando, a ver a Sophie. Puedo dejarte el número de teléfono del restaurante y, por supuesto, debería darte el mío y tú a mí el tuyo.
—¿Cómo?
—No es muy práctico comunicarnos por correo electrónico —señala—. Ya que estamos viviendo juntos y eso.
Tenía que recordármelo.
Estoy viviendo con este hombre atractivo. No es que el recordatorio sea razón para alterarme tanto, dado que es todo contractual. Tampoco es que importe. No es para nada relevante lo agradable a la vista que es Aiden, porque soy la niñera y él ni siquiera es una posibilidad. Casi que me reiría de toda esta línea de pensamiento: Aiden tiene éxito y es apuesto y jamás me correspondería. Seguro que trae mujeres a casa todo el tiempo.
Ay, Dios. No había pensado en eso. Espero, con toda sinceridad, no tener que enterarme pronto de si tengo razón.
—Cierto —logro decir—. Mi número. Dame tu teléfono, así me envío un mensaje. —Aiden levanta las caderas del sofá para meterse la mano en el bolsillo y sacar su móvil, y creo que no necesito explicar por qué este movimiento hecho por un hombre sexy con pantalones deportivos grises me hace apartar la mirada. Me lo da y enseguida veo su fondo de pantalla, una foto de él y una Sophie sonriente en lo que parece un parque. El viento les alborota el pelo, y aquí la sonrisa de Sophie es amplia y radiante, con un hueco por donde aún le crece uno de los incisivos—. Qué foto tan bonita —comento.
—Fue un día fantástico. —Aiden sonríe con ternura—. No fue mucho después de… lo de Rebecca.
—Lo siento —digo, y temo haber tocado una fibra sensible—. No quería…
—No, no. De verdad. No pasa nada. Es el primer recuerdo que tengo de Sophie sonriendo así. Después de lo que pasó. Me gusta recordarlo.
—Entiendo —respondo en voz baja—. Es una foto muy bonita.
—Gracias.
Me mando un mensaje, el móvil me vibra en el bolsillo.
—Listo. Me aseguraré de mandarte un mensaje si prendo fuego a la casa.
—Te lo agradezco. —Se ríe.
—Es una cuestión de educación, me parece. —Me encojo de hombros.
—Por supuesto.
Está abriendo la boca para añadir algo cuando se oyen pasos pesados que bajan por las escaleras, y un destello de pelo castaño aparece en mi visión periférica cuando Sophie aterriza en el último escalón.
—Papá, el mando a distancia se está quedando sin pilas —resopla la niña—. ¿Tenemos más?
Aiden cierra la boca y lo que sea que haya estado a punto de decir muere en su lengua, pues se levanta del sofá y camina hacia la cocina.
—Están en el cajón junto al fregadero —le responde—. Ahora te las traigo.
Vuelvo la cabeza y veo que Sophie me está observando.
—¿Vas a prepararme el desayuno?
—Depende —contesto con calma—. ¿Me vas a ayudar?
—¿Alimentarme no es tu trabajo?
—Puede ser. —Presiono los labios y asiento con la cabeza, como reflexionando—. Pero sabes que está en mí decidir si comes borsch o pizza, ¿no?
—¿Qué es eso?
—Sopa de remolacha, básicamente —aclara Aiden por encima del hombro, mientras sigue buscando las pilas—. Está muy rica. Aunque es un poco agria. Le queda bien la smetana.
—Qué asco. No me puede dar eso de comer, ¿o sí?
Aiden se da la vuelta, se apoya en la encimera, con las pilas ya en la mano, y le dirige una mirada indiferente, encogiéndose de hombros:
—Ella es la jefa cuando yo no estoy.
Sophie se vuelve y entorna los ojos, y cuando le dedico mi sonrisa más dulce, frunce el ceño.
—Bueno —claudica—. Te ayudo. Pero nada de remolacha.
Coge las pilas que le ofrece su padre y sube las escaleras pesadamente, mientras Aiden me sonríe desde la cocina, divertido.
—No se lo vas a poner fácil, ¿eh?
—No es el plan —le aseguro—. Hasta que os deshagáis de mí.
—Puede que seas la única persona de esta ciudad que de verdad tiene alguna oportunidad de manejar a mi hija. Creo que no te puedo dejar ir, lo siento.
Sé que está bromeando, pero igualmente me provoca algo raro en las entrañas.
—Bueno —digo levantándome del sillón, en voz bien alta para agregarle dramatismo, y golpeo un par de veces las palmas—. ¿Dónde guardáis la remolacha?
—¡Nada de remolacha! —grita Sophie desde la planta de arriba.
Aiden se cubre la boca con la mano para esconder la risa.