La novia raptada - Jennie Lucas - E-Book
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La novia raptada E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Premio Rita. Jerjes Novros no se iba a limitar a protestar por la boda de Rose. Iba a secuestrar a la hermosa novia para llevarla a su isla privada en Grecia. Una vez en su poder, aquella novia virgen tendría su oportunidad. Él, en cualquier caso, lo tenía claro: estaba dispuesto a darle a Rose la noche de bodas que se merecía.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Jennie Lucas. Todos los derechos reservados. LA NOVIA RAPTADA, N.º 2069 - abril 2011 Título original: The Virgin’s Choice Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-258-2 Editor responsable: Luis Pugni

ePub X Publidisa

La novia raptada

Jennie Lucas

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Promoción

Capítulo 1

PARECÍA un cuento de hadas hecho realidad. Hacía sólo tres meses, tenía que trabajar duramente en San Francisco para poder llegar a fin de mes. Desde hacía una hora, tras su boda con el barón Lars Växborg, se había convertido en toda una baronesa.

Rose Linden miró a su marido, que conversaba animadamente con una copa de champán en la mano, rodeado de un grupo de mujeres jóvenes en aquel espléndido salón de su castillo, en el norte de Suecia. Estaba muy atractivo con su elegante esmoquin y su cabello rubio.

Y ella era su esposa. Tenía motivos de sobra para sentirse feliz. Sin embargo, contemplando a Lars, sintió una especie de desazón.

–Una boda maravillosa, señora baronesa –le dijo su padre con una sonrisa–. Pero te veo un poco desmejorada estos últimos días, hija mía. ¿Has estado enferma o algo así?

–Es su noche de bodas, tonto –replicó la madre–. ¡Nuestra hija está maravillosa!

–¡Pero si está en los huesos! –dijo él mirándola de arriba abajo.

–Yo también me puse a régimen cuando nos casamos, para que me sentara mejor el vestido de novia. Pero, claro, eso fue antes de que tuviera a nuestros cinco hijos –dijo la madre con nostalgia–. Y por el amor de Dios, Albert, déjala que presuma de buen tipo, ya tendrá tiempo de ponerse gorda –añadió pasándole afectuosamente la mano por la cara.

Pero Rose ni siquiera sonrió a su madre como era habitual en ella. Tampoco le dijo que no había hecho nada para tratar de adelgazar. Se limitó simplemente a recordar los continuos halagos de Lars. Él la encontraba siempre perfecta en todos los sentidos.

Pensó que su inquietud sería debida a los nervios de la boda. Pero se sentía cada vez más mareada. ¿Sería porque no había comido nada desde el día anterior? ¿O tal vez porque le apretaba demasiado el vestido de novia?

Debía sentirse tan feliz y dichosa como la Cenicienta, toda de blanco y con su rutilante diadema de brillantes sobre el largo velo de encaje. Pero se sentía fuera de lugar en aquel castillo.

Vera, su madre, tenía muy buen ojo con sus hijos, no se le escapaba una. Pronto comenzaría a hacerle preguntas y ella no sabría qué responderle.

Dejó su copa sobre la bandeja del camarero que pasaba en ese momento.

–Voy a salir a tomar un poco de aire fresco.

–Te acompañamos.

–No, por favor. Será sólo un minuto. Necesito estar sola…

Se volvió y salió del salón. Caminó a través de los largos y desiertos corredores del castillo hasta llegar a la gran puerta medieval. Era una noche fría de invierno. Cerró la puerta de golpe tras de sí, produciendo un sonido cuyo eco retumbó a lo largo y ancho de los fantasmales jardines nevados del castillo.

Cerró los ojos e inspiró profundamente. Sintió el aire gélido de febrero en los pulmones.

Sí, estaba ya casada, pero… Siempre había pensado que sentiría... otra cosa.

A sus veinte y nueve años, había empezado a despertar la compasión de sus amigas y de sus hermanos que estaban ya todos casados salvo su hermano menor. Le decían a menudo que era demasiado exigente, que a qué estaba esperando, que si todavía creía en el Príncipe Azul. Pero ella se había mantenido firme, sin querer conformarse con el primer pretendiente que le saliese. Había querido esperar hasta encontrar su gran amor.

Lars había aparecido un buen día en el restaurante de San Francisco donde ella trabajaba en el turno de mañana. Se había sentado a la barra y había pedido el desayuno especial.

San Francisco era una ciudad pintoresca y cosmopolita, muy diferente del pequeño pueblo costero del sur en el que ella había crecido, pero incluso allí, un hombre como Lars no pasaba desapercibido. Era un aristócrata rico y apuesto, afincado en Oxford, y que tenía su propio castillo medieval en Suecia. Desde el primer instante en que se conocieron, Lars había tratado de intimar con Rose por todos los medios.

Ella estaba acostumbrada a que los hombres la asediasen, aunque nunca había demostrado el menor interés por ninguno. Pero Lars era increíblemente romántico y sus atenciones y galanteos la habían conquistado. Hacía una semana que le había propuesto matrimonio.

–No puedo esperar un día más, quiero que seas mi esposa hoy mismo.

Ella había aceptado y él, a regañadientes, había accedido a esperar una semana para que pudiera asistir su familia a la boda. Aunque ella había expresado su deseo de que fuera un boda íntima en su ciudad natal, él había decidido hacer un boda por todo lo alto en su castillo de Suecia y lo había arreglado todo para que sus padres, su abuela y sus cinco hermanos con sus respectivas familias pudieran volar hasta allá.

Había sido una boda espectacular.

Y esa noche, harían el amor por primera vez.

¿Era eso por lo que estaba nerviosa? ¿Por qué?, se dijo ella. No había ninguna razón.

Sin embargo, al recordar la promesa que le había hecho a Lars de estar junto a él toda la vida, sintió un escalofrío que nada tenía que ver con el frío polar que hacía en el exterior.

Se acababa de casar con el hombre de sus sueños. ¿Por qué sentía tanto miedo? ¿Por qué tenía ganas de huir de allí?

Cruzó el puente sobre el foso helado y se encaminó hacia el jardín, que ofrecía un aspecto silencioso y fantasmal, todo cubierto de nieve. Avanzó, arrastrando la cola de su maravilloso vestido blanco de tul, levantando pequeños copos de nieve que brillaron cual diamantes a la luz de la luna.

La noche era oscura. Levantó la vista y se quedó sorprendida al ver unas franjas de luz de color verde pálido surcando el cielo. La aurora boreal. Ella nunca había visto nada igual. Era tan hermoso y a la vez tan extraño… Parecía algo mágico. Cerró los ojos.

–Por favor, que tenga un matrimonio feliz –dijo elevando una plegaria al cielo.

Pero cuando abrió los ojos, las luces de la aurora boreal habían desaparecido y el cielo estaba negro y vacío.

–Así que usted es la novia –dijo entonces una voz profunda a su espalda.

Rose se volvió produciendo un escalofriante sonido al rozar su vestido sobre la nieve helada.

Un hombre, oscuro como la noche, estaba de pie junto a tres vehículos todoterreno en el sendero de grava del jardín. Tenía el pelo negro y largo. La pálida luz de la luna iluminó un chaquetón también negro. Junto a él, crecía, entre ramas de muérdago, un solitario rosal lleno de escarcha y hielo.

Rose comenzó a temblar como si hubiera visto un fantasma.

–¿Quién es usted? –acertó a decir.

El hombre no contestó y avanzó hacia ella.

Había algo en aquel rostro sombrío y en aquella mirada malévola que despertó sus temores.

Comprendió de repente que se había alejado demasiado del castillo y se hallaba sola en aquel paraje. En el salón de baile, repleto de invitados bebiendo champán, estaría tocando en ese momento la orquesta. Nadie la oiría gritar.

¡Qué tontería! Estaba en Suecia. El lugar más seguro del mundo.

Sin hacer caso a su instinto, que le decía que se diera la vuelta y echase a correr, Rose se quedó en el sitio, se cruzó de brazos y alzó la barbilla desafiante esperando la respuesta del desconocido.

El hombre se detuvo a escasos centímetros de ella. Era muy alto, musculoso y tenía unos hombros muy anchos.

–¿Está aquí sola, pequeña? –dijo al fin, con un diabólico brillo en sus ojos negros.

Rose sintió un escalofrío por todo el cuerpo, pero se armó de valor y movió la cabeza con gesto negativo.

–Hay cientos de personas en el salón.

–Sí, pero tú no estás en el salón. Estás aquí, sola. No sabes lo fría que puede resultar aquí una noche de invierno.

Volvió a sentir un escalofrío, pero ahora de forma más intensa.

A pesar del calor tan agradable que había en el salón del castillo, de los jerseys que se había llevado, de los halagos de Lars diciéndole que era la mujer perfecta y de la belleza de los paisajes que rodeaban el castillo, no se había sentido a gusto una sola vez en aquel lugar casi polar, rodeado de hielo y nieve. Pero no iba a decirle eso a aquel extraño.

–No me asusto fácilmente por un poco de nieve.

–¡Qué valiente! –exclamó el hombre de los ojos negros recorriéndola de arriba a abajo con su ardiente mirada–. Pero sabe a lo que he venido, ¿verdad?

–Sí, claro que sí –respondió ella, desconcertada.

–¿Y a pesar de todo no sale corriendo?

–¿Por qué iba a hacerlo?

–¿Asume entonces toda la responsabilidad por su delito? –preguntó el hombre, mirándola como si intentara penetrar en el fondo de su alma.

Era un hombre muy corpulento y de apariencia brutal, pero resultaba difícil verle la cara. En medio de las sombras de la noche tenuemente iluminada por la luna, parecía un vampiro absorbiendo cada rayo de luz reflejado por la nieve. Todo en él, desde el color de su pelo y de sus ojos hasta su chaquetón, era tan negro como la noche. Había algo en él que daba miedo.

Sin embargo, Rose no se movió del sitio, permaneció inmóvil. Miró de reojo hacia el castillo para tranquilizarse. Su esposo y su familia se encontraban allí. No había ninguna razón para asustarse. ¡Todo eran imaginaciones suyas!

–¿Llama usted delito a mi boda? Admito que, tal vez, haya sido excesivamente suntuosa, pero no creo eso sea un delito –dijo muy serena, y añadió luego al ver que el hombre permanecía impasible–: Lo siento. No debería gastar bromas. Debe haber hecho un largo viaje para asistir a nuestra boda, y todo para llegar con una hora de retraso. No me extraña que esté molesto.

–¿Molesto?

–Venga conmigo al salón a tomar una copa de champán –le propuso ella mientras comenzaba a retroceder instintivamente unos pasos hacia el castillo–. Lars se alegrará de verle.

–¿Eso es otra broma? –dijo el hombre, soltando una carcajada.

–¿No es usted amigo suyo?

–No. No soy su amigo –respondió él, acercándose a ella. Rose sintió su cuerpo muy cerca del suyo, como una amenaza. Tenía que salir huyendo de allí sin perder un instante. Estaba en juego su seguridad.

–Disculpe –dijo ella con la voz entrecortada, tropezándose con el vestido mientras trataba de retroceder de nuevo–. Mi marido me está esperando. Cientos de personas, incluidos guardias de seguridad y policías, están esperando a que abramos el baile de recién casados…

No pudo continuar. El hombre la agarró por el brazo con fuerza para evitar que escapase.

–¿Casados? –repitió él mirándola como si quisiera matarla por haber dicho esa palabra.

–Sí… ¡Déjeme por favor, me está haciendo daño!

El hombre de negro la sujetó con más fuerza mientras recorría su cuerpo de forma insolente con la mirada, desde sus pechos hasta el anillo de brillantes que llevaba en la mano izquierda.

Finalmente la miró a los ojos con una expresión diabólica.

–Los dos merecen arder en el infierno por lo que han hecho.

–¿Qué dice? ¿De qué está hablando?

–Lo sabe de sobra –contestó él con voz desolada–. Igual que también sabe por qué he venido.

–¡No! –exclamó ella, forcejeando para tratar de soltarse–. ¿Está loco? ¡Suélteme! ¡Déjeme!

Un soplo de aire le levantó el velo, dejando al descubierto su maravilloso pelo rubio que llevaba recogido en un moño. Rose percibió el peligro que emanaba del cuerpo de aquel hombre extraño, y por un momento, se sintió inmersa en una pesadilla medieval de hielo, fuego y vikingos.

¡Pero aquello no era un sueño! Él la agarraba con fuerza, haciendo inútiles sus forcejeos.

–Tal como me imaginaba, es una embustera. Lo que no me esperaba era que fuera tan hermosa.

–Creo que usted se equivoca. Debe confundirme…

Rose se humedeció los labios resecos, mientras el hombre seguía atentamente cada uno de los movimientos de su lengua.

El fuego que veía en su mirada provocaba en ella un ardiente calor que se extendía por todo su cuerpo, desde la boca y los pechos hasta el vientre y el centro mismo de su feminidad.

–No, no hay ninguna equivocación –dijo él fuera de sí, agarrándola ahora por los hombros–. Usted ha cometido un delito y es hora de que lo pague.

–¡Usted debe de estar borracho… o loco!

Le propinó un par de patadas en las espinillas, consiguió soltarse y salió corriendo desesperada hacia el castillo. Aquel castillo que representaba ahora para ella el calor, la música, su marido, su familia, la seguridad y la vida.

Pero no pudo llegar. Se lo impidió el desconocido. La agarró con fuerza y la levantó como una pluma, apretándola contra su pecho. Se dirigió con ella en brazos en dirección a los vehículos que había estacionados.

–¿Qué está usted haciendo? ¡Deténgase! –exclamó ella pataleando y agitando los brazos–. ¡Déjeme! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!

Pero no acudió nadie. Nadie podía escuchar sus gritos en el interior del castillo, en cuyo salón de baile la orquesta tocaba alegremente un vals.

Al llegar a donde estaban los tres vehículos todoterreno, el hombre la llevó al que estaba aparcado en último lugar. Rose oyó arrancar casi al mismo tiempo los tres motores. Gritó y trató de luchar denodadamente, pero su secuestrador era mucho más fuerte que ella.

La empujó dentro del vehículo en la parte de atrás. Luego se sentó a su lado y cerró la puerta.

–En marcha –dijo.

El conductor pisó el acelerador, y el coche arrancó bruscamente despidiendo una nube de grava y polvo de nieve al deslizarse sobre el suelo helado. Por delante de ellos, los otros dos coches enfilaron en dirección a las oscuras montañas boscosas de la región.

Rose vio por la ventanilla de atrás cómo el castillo desparecía poco a poco de su vista.

Con un grito ahogado, miró al loco que tenía a su lado, al oscuro desconocido que la apartaba de todas las personas a las que amaba.

–Me ha secuestrado el mismo día de mi boda –dijo con un hilo de voz–. ¿Qué quiere usted de mí?

El hombre la miró con odio y desprecio. Ella, asustada, trató de apartarse de él y se acurrucó en el borde del asiento, pegada a la puerta. Su delicado vestido blanco de tul estaba ahora desparramado por el interior del vehículo.

El hombre esbozó una sonrisa siniestra. Luego, se inclinó hacia ella mirándola de forma perversa.

Rose pensó que iba a golpearla y cerró los ojos resignada. Pero, en cambio, lo que hizo el extraño fue arrancarle la diadema y el velo.

Ella abrió entonces los ojos y vio cómo el hombre bajaba la ventanilla, arrojaba con rabia ambas cosas a la carretera y volvía luego a subir suavemente la ventanilla.

Rose miró hacia atrás y vio por un instante el brillo de los diamantes y el vaporoso velo blanco ondeando al viento en medio de la nieve como una bandera de rendición a la luz de la luna.

Luego el todoterreno tomó una curva y desaparecieron de su vista.

–¿Cómo se ha atrevido a hacer una cosa así? –le dijo ella llena de indignación.

–Todo era falso –respondió el hombre con frialdad.

–¿Qué dice usted? Era una pieza de un valor incalculable. Ha pertenecido a la familia de mi marido durante generaciones.

–Falso –repitió él–. Tan falso como su boda.

–¿Qué?

–Ya me ha oído.

–Usted está loco.

–Usted sabe bien que su matrimonio ha sido una farsa. Igual que sabe quién soy yo.

–¡No lo sé!

–Me llamo Jerjes Novros –dijo él, mirándola fijamente.

Rose había oído a Lars pronunciar ese nombre con desprecio delante de sus ayudantes y guardaespaldas. Ahora el enemigo de su marido la había secuestrado.

Rose se quedó de repente sin respiración. Eso significaba que aquello no era ningún error ni un sueño. Había sido secuestrada por el enemigo de su marido. Y, a juzgar por lo que había visto, era un villano cruel y despiadado.

–¿Qué se propone hacer conmigo? –le preguntó ella.

–Nada. Absolutamente nada –replicó él con una sonrisa escalofriante.

Pero ella no le creyó ni por un instante. Tenía que escapar de allí. Trató de abrir su puerta, pero estaba bloqueada.

El hombre entonces la agarró por las muñecas.

–No puede escapar.

–¡Socorro! –gritó ella, aunque sabía que era inútil–. ¡Que alguien me ayude!

–Nadie va a venir en su ayuda, Rose Linden –le dijo con los ojos llenos de odio–. Eres… mía.

Capítulo 2

NO se había imaginado que ella pudiera ser tan hermosa. Mientras el todoterreno circulaba a través de las carreteras nevadas, Jerjes Novros miró a la pequeña rubia que tenía sujeta por las muñecas. Al verla tratando de escaparse, se había abalanzado sobre ella de forma instintiva, apresándola entre su cuerpo y el cuero del asiento.

Jerjes podía sentir su aliento y oler el perfume a ropa limpia y a flor de té que emanaba de su piel. Con cada suspiro, sus pechos se marcaban bajo el vestido tan ceñido que llevaba, pareciendo pugnar por salir de su encorsetada prisión.

Se sintió excitado y trató de apartar la mirada de su cuerpo.

Se suponía que él no deseaba a Rose Linden. Sólo la despreciaba. Y quería utilizarla.

¿Por qué estaba sintiendo entonces aquel súbito arrebato de deseo?

A él le bastaba desear a una mujer para acostarse con ella. No sentía el menor interés por conocer sus sentimientos. ¿Para qué podría servirle? Tampoco sus amantes eran tan inocentes. Ellas tenían sus ambiciones, codiciaban su cuerpo, su dinero, su poder o las tres cosas a la vez. Él sabía que todo el mundo tenía un precio.

Pero desear a la mujer que tenía ahora a su lado suponía un desafío, incluso para él. Sabía que Rose Linden era una mujer inmoral, despiadada y ambiciosa. Pero no se había imaginado que fuera tan hermosa. Ahora podía entender por qué Lars Växborg se había arriesgado tanto celebrando aquella falsa boda. Cualquier hombre querría tener una mujer así.

Ella lo miró, aún jadeante y asustada. Tenía el pelo suelto después de que él le deshiciera el moño, al arrancarle el velo y la diadema. En su rostro de porcelana resplandecían unas mejillas sonrosadas. Sus ojos, enmarcados por unas pestañas largas y espesas, eran del mismo color turquesa del mar Egeo. Sus labios eran carnosos y su cara reflejaba la indignación y la rabia que sentía en ese momento.

Tenía el aspecto de una mujer que acabase de hacer el amor de forma ardiente y apasionada.

La deseaba.

Y eso le hacía sentirse más furioso. Pensó que ella era la culpable. Debía estar provocándole, tratando de seducirle, para intentar librarse así de su castigo.

Pero no contaba con que él era un hombre despiadado y sin corazón.

Sus secuaces habían estado vigilando el castillo de Trollshelm desde que se había enterado de la celebración de aquella supuesta boda. Había planeado secuestrar al barón para obligarle a revelar el paradero de Laetitia. Sabía que Lars Växborg era demasiado astuto para dejarse atrapar, pero no había podido esperar más. Había pasado un año, no sabía en qué condiciones estaría Laetitia. Podría estar muriéndose.

Había irrumpido en las puertas del castillo con todos sus hombres armados, aun a sabiendas de que su aventura podría acabar trágicamente. Entonces había visto a la novia de su enemigo saliendo del castillo, paseando por el jardín a la luz de la luna. Al verla iluminada por las luces sobrecogedoras de la aurora boreal, había decidido cambiar los planes y aprovechar la ocasión.

Lo sabía todo acerca de Rose Linden, aquella camarera americana que había dilapidado la fortuna de Laetitia en joyas, pieles y ropa de diseño. La ambiciosa cazafortunas que no había tenido escrúpulos en jurar fidelidad a un hombre para convertirse en una baronesa millonaria, respetable a los ojos del mundo.

Sintió un odio feroz hacia ella mientras la sujetaba por las muñecas en el asiento trasero, y percibía el perfume de su piel.

–No va a salirse con la suya –afirmó ella, jadeando.

–¿No? –replicó él con ironía, tratando de apartar la vista de aquellos pechos que subían y bajaban de forma cada vez más rápida al ritmo de su respiración.

–Mi marido…

–Usted no tiene marido.

–¿Cómo que no? ¿Qué le ha hecho? –exclamó ella, presa de pánico–. ¿No habrá sido capaz de…?

–Sabe muy bien a lo que me refiero.

–No le habrá hecho nada, ¿verdad? –insistió ella con la cara muy pálida.

Jerjes había tenido efectivamente la tentación de matar a Växborg, pero había llegado a la conclusión de que podría ser contraproducente. Probablemente, Växborg tendría retenida a Laetitia en algún escondite inhóspito. Si lo mataba, nunca conseguiría dar con ella.

–Déjeme marchar y le doy mi palabra de que no le diré nada a nadie –susurró Rose Linden.

–¿Su palabra? –dijo él con desprecio–. Los dos sabemos el valor que tiene su palabra.

–¿Cómo puede decir eso? –replicó ella con voz ahogada en lágrimas–. ¡Ni siquiera me conoce!

–Más de lo que cree. Y ahora usted y su amante van a pagar por…

No pudo terminar la frase, porque ella se revolvió contra él y comenzó a darle patadas con el tacón de los zapatos. El conductor estuvo a punto de salirse de la carretera al sentir un fuerte golpe en la espalda del asiento. Luego ella se puso a dar patadas a la ventanilla con tal fuerza que Jerjes tuvo que agarrarla de los tobillos para que no acabase rompiendo el cristal.

–¡Basta ya! –le ordenó él, echándose sobre ella para tratar de reducirla.

–¡Maldito sea! ¡Es usted un cobarde! ¡Un criminal! Mi esposo lo encontrará y lo detendrán. ¡No conseguirá salirse con la suya!

Siguió forcejeando y, cuanta más resistencia ofrecía, mayor era el deseo que despertaba en él.

–¡Estese quieta de una vez!

Ella dejó de luchar, dirigiéndole una mirada de odio y desafío que consiguió acrecentar aún más el deseo de él.

El vehículo comenzó a aminorar la marcha. Vieron entonces un jet privado esperándoles en una pista de aterrizaje abandonada, barrida por un fuerte viento que levantaba los copos de nieve.

Rose sintió pánico. El todoterreno se detuvo.

–No haga esto, por favor –susurró ella llorando–. Haya lo que haya entre Lars y usted, no me obligue a subir a ese avión. Sea usted quien sea, déjeme volver con la gente que amo. Déjeme volver con mi marido.