La octava punta de la estrella - Juanjo De Goya - E-Book

La octava punta de la estrella E-Book

Juanjo De Goya

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Beschreibung

Vuelven las aventuras de Alexandra Bellenuit. Vuelve Inevitable, y ahora más complejo, con más información sobre su estructura y sus moradores, sin duda la saga Bellenuit se torna a un ritmo vertiginoso, en thriller, por supuesto la fantasía y la originalidad siguen más presentes que nunca. Entra en Inevitable, con esta segunda entrega. "Ocho son los cronarcas, al igual que ocho son las puntas de la Estrella". No son solamente nuestros actos, a veces, incluso, involuntarios, los que marcan nuestro camino, estos son tan solo las piedras que lo conforman; es nuestra naturaleza la que lo perfila y orienta. Alexandra, hasta ahora desconocedora de la suya, deberá aprender a controlar el tiempo, ese legado recibido de su padre. Tras el turbador encuentro con Viktor, regresará a Inevitable para dominar su nueva habilidad y desentrañar los secretos que nadie parece querer desvelarle.

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Indice

Portada

Créditos

Dedicatoria

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17

Agradecimientos

Otros Nowe

Qr Nowe

Título: La Octava punta de la estrella.

Saga: Bellenuit, vol. 2.

© 2012 Juanjo de Goya.

© Diseño Gráfico: nowevolution

Colección: Volution.

Primera Edición Junio 2013.

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2012.

ISBN: 978-84-941005-3-6

Versión digital 2013

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

 

Más información:

www.nowevolution.net / Web

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nowevolutioned / Facebook

 

 

 

 

 

 

 

A Cristina, mi madre, y Lola, mi madrina,

las dos estrellas que más brillan.

 

 

 

 

 

 

1

Calais, quince años antes.

 

—Ha sido una noche mágica. —Su voz francesa era suave y dulce como el caramelo—. Casi perfecta.

No podía dejar de mirarlo. Creía estar soñando y no quería despertar jamás. Nunca había sido tan feliz. Cuando estaba con él sentía que todo lo demás no importaba, que el tiempo se detenía. Y cuando no estaba, le faltaba algo, solo pensaba en él, en su boca, su nariz, sus manos, su voz; su príncipe. Una y otra vez, sus ojos miel acudían a su memoria y el corazón se le aceleraba. Pero ahora estaban juntos. Caminaban con las manos entrelazadas por la rue Richelieu, el linde norte del parc Richelieu, un paraíso verde de excepcional belleza con pinceladas rojas, amarillas y naranjas en los pétalos de las flores. La tenue luz de las farolas definía los gigantescos y altísimos árboles, defendidos por murallas bajas de setos perfectamente recortados. La noche era cerrada, las estrellas se escondían tras densas y amenazantes nubes grises. Sin embargo, nadie, ni aun poniendo todo su empeño, hubiera podido borrar la sonrisa de su cara. Se sentía dichosa.

—¿Casi? —preguntó él, intrigado, en un francés no tan pulcro.

Para él, era extraordinariamente difícil mejorar aquella más que perfecta noche. Había pasado casi una semana desde la última vez que la vio, y no dejó de mirar sus seductores ojos verdes oscuros ni un solo instante. Estaba hechizado, esclavizado por su mirada. Cenaron una mousse de foie, seguida de un exquisito rape con salsa de almendras, y posteriormente fresas descorazonadas y rellenas con gelatina de menta, caramelizadas con azúcar moreno, todo ello acompañado de una botella de suave champagne Armand de Brignac, en el elegante restaurante Histoire Ancienne. Ella le había hablado cientos de veces de aquel restaurante en el que su padre había pedido en matrimonio a su madre, y el brillo de sus ojos cuando le dijo dónde irían a cenar fue deslumbrante. Conservaría el recuerdo de aquel preciso momento toda su vida.

—Sí —respondió ella, melosa, guardándose las palabras con tristeza fingida.

—¿No te has divertido? —quiso saber él, comenzando a preocuparse.

—Claro, pero…

El silencio hizo que él se detuviera y la mirara, esperando que continuase, conteniendo por un instante la respiración.

—La noche se acaba, nos despediremos y no volveremos a vernos hasta dentro de una semana, y no sé si me acordaré del sabor de tus besos.

Ella calló con picardía y él sonrió. Recordaba con absoluta claridad la dulzura de sus carnosos labios, en ese momento los deseó más que nunca. La atrajo hacia sí, soltando su mano de la de ella, posándola con delicadeza en su espalda, y sus bocas se encontraron. Hundió la otra mano en sus rizos castaños y percibió el aroma de fresa que desprendía su cabello, dejándose embriagar por su fragancia.

—¿No puedes quedarte una noche más? —murmuró ella, abriendo los ojos—. Solo una, de verdad.

Con suavidad, él colocó un dedo bajo su barbilla y levantó su rostro hasta que sus miradas se encontraron.

—Ojalá pudiese, pero en un par de horas tengo que estar en el aeropuerto.

—¿Por qué no va otro? Siempre te toca a ti —dijo ella, apenada.

—Es parte de mi trabajo —añadió él mientras acariciaba cariñosamente una de sus mejillas con el pulgar—. Si lo hiciese otro, no me necesitarían y me despedirían.

—Mejor —respondió ella—. Así podrías quedarte aquí siempre.

Él sonrió.

—¿Qué te parece si cuando vuelva te traigo un regalo para compensar? —preguntó, tocando la punta de su respingona nariz con el dedo índice. Le encantaba su nariz.

Sus ojos ardieron llenos de curiosidad.

—¿Qué regalo me vas a traer? —quiso saber.

—No sería una sorpresa si te lo dijese —contestó, enigmático.

Ella le miró sin pestañear.

—Yo tendré otro para ti cuando vuelvas —resolvió.

—¿Sí? ¿El qué? —indagó él.

—¡Ah! Si tú no me lo dices, yo tampoco —dijo ella, divertida.

Él rió, y volvieron a entrelazar sus manos. Pasaron frente al musée des Beaux-Arts, en la acera opuesta, y recorrieron el resto de la rue Richelieu. Al final, doblaron a la derecha, continuando por la rue d’Edimbourg, la calle que limitaba el parc Richilieu por el este. La casa de los padres de ella estaba al principio, tras un alto seto y una puerta de madera de caoba, precedida de un pequeño patio y un jardín cubierto de flores de todos los colores posibles. Salvo por el motor de un coche que se perdía en la distancia, no se escuchaba ruido alguno.

—Parece que mis padres ya se han acostado —dijo ella.

Aquella calle era más oscura, las farolas que la iluminaban estaban más distanciadas entre sí, y ninguna luz provenía de la casa.

—Es tarde —añadió él.

Ella comprobó la hora en su reloj de pulsera. La aguja estaba a punto de marcar la una.

—No sé cómo lo haces, pero siempre me lías hasta tarde… —dejó caer la frase, a ver qué respondía él.

—¿Yo? —farfulló entre risas—. Será que te gusta mucho liarte hasta tarde.

Ella sonrió abiertamente. Su sonrisa era perfecta. Y a él le encantaba, aunque no tanto como sus ojos.

—Solo contigo —respondió ella, tocándole los labios.

Estaban justo frente a la puerta, detenidos, sin querer despedirse realmente. Con frecuencia, al llegar allí, pasaba el tiempo sin que ninguno tomase la iniciativa para decir adiós, incluso habían llegado a estar horas frente a la casa de sus padres.

—¿Me llamarás en cuanto llegues?

—Sí, no te preocupes.

—Más te vale que no te acerques a ninguna de esas americanas rubias de pechos grandes —dijo ella, con tono amenazador, jugueteando con uno de los botones de la camisa de él.

Él rió, y la miró con ternura.

—¿Por qué me iba a acercar a otra mujer, si ya tengo delante a la mujer con los ojos más bonitos del mundo? —formuló casi con seriedad.

—Ya, ya… —contestó ella, ladeando la cabeza, evitando mostrar alegría por el cumplido.

—No necesito a ninguna otra, sé muy bien a quién quiero —dijo antes de volver a besarla.

Ella se dejó llevar, cerrando los ojos, disfrutando de los últimos minutos de la noche con él. Sabía que tenía que marcharse para poder llegar al aeropuerto y coger el avión que le llevase a Nueva York. Su trabajo le obligaba a viajar constantemente, pero eso hacía que se deleitase y aprovechase cada uno de los segundos que podía tenerlo entre sus brazos.

—Debo irme ya o terminaré perdiendo el vuelo —dijo él, separándose muy despacio, aún envuelto en el aroma de fresas de sus rizos.

—Promete que volverás —dijo ella, aceptando con resignación su marcha.

—Te lo prometo, Charlotte. Antes de lo que te imaginas, nos volveremos a ver —respondió, sin olvidarse de enmarcar sus palabras con su encantadora sonrisa.

Ella le dio un beso fugaz y cruzó la puerta exterior de la casa de sus padres. Subió el par de escalones del porche, y antes de entrar se giró, sonrió y se despidió agitando la mano. Siempre bajo la atenta mirada de él.

En cuanto se encontró solo, en aquella calle desierta y silenciosa, se adentró en el parc Richelieu. Necesitaba un lugar aislado y más o menos oscuro para crear una esfera. No quería llamar la atención ni que nadie presenciase su desvanecimiento, por lo que caminó hacia el interior del parque. Apenas alumbrado por las farolas que escoltaban los laberínticos paseos que se perdían entre la frondosidad de árboles, flores y arbustos, no se encontró con nadie en el camino. Sin embargo, para asegurarse, prefirió penetrar hasta el corazón del parque, donde un pequeño lago servía de frecuente postal para visitantes y enamorados.

Caminaba tranquilo, sin preocupaciones, cuando una voz turbó su calma.

—Viktor, Viktor, Viktor.

Era una voz herrumbrosa, conocida, pronunciando su nombre muy lentamente. Se giró de pronto, sobresaltado, queriendo que no fuese quien creía que era, pero se encontró de bruces con la realidad, convertida en el peor de sus temores: lo sabían. Apoyando la espalda en el tronco de un gigantesco árbol, un hombre con los brazos cruzados y actitud burlesca lo miraba. Bajo un chaleco negro de cuello bajo, vestía una camisa blanca, remangada hasta el codo, y una corbata de color gris. Su rostro estaba fuera del alcance del resplandor de cualquier farola, por lo que se mantenía parcialmente oculto. Pese a ello, solo les separaban unos metros y Viktor lo reconoció inmediatamente.

—Patrick —murmuró, estupefacto.

Una sonrisa taimada se dibujó en la cara del hombre apoyado en el árbol, o eso creyó Viktor ver.

—Bonita noche para pasear, ¿no te parece? —Su voz ronca rasgaba las palabras pronunciadas en inglés.

—¿Qué haces aquí? —inquirió en el mismo idioma Viktor, a la defensiva.

—¿Y tú? —respondió Patrick, despegándose del árbol y avanzando hacia él.

En una de las muñecas llevaba una cinta negra perfectamente acomodada. Cuando abandonó las sombras, Viktor pudo contemplar la cicatriz con la forma del símbolo del infinito que lucía en el lado izquierdo de su cuello. Iba impecablemente afeitado, y algunas hebras grises se advertían en su corto cabello negro.

—Estaba a punto de marcharme —dijo Viktor.

—Haces bien, no me gustaría que perdieses… el avión. Porque ahora… viajas en avión, ¿no?

Les había escuchado hablar. Les había visto. Lo sabía.

Viktor dio un paso atrás con intención de alejarse.

—¿Tienes mucha prisa? —dijo Patrick—. Pensaba que íbamos a hablar de nuestro pequeño secreto.

Viktor contuvo la respiración. Lo sabe, pensó. Por un instante había querido creer que el encuentro era fortuito, fruto de la casualidad, pero Patrick estaba allí por él, por él y por Charlotte. Ya solo les separaban un par de pasos, mientras, Patrick sonreía con arrogancia.

—No se lo digas a nadie —dijo llevándose el dedo índice a los labios—, pero uno de los cronarcas ha roto una de las Leyes Mayores. ¿No te parece increíble?

Viktor tragó saliva. Estaba perdido: era su fin. Sabía que el día en que lo descubrieran podía llegar, pero no tan pronto. Había albergado la esperanza de tener mucho más tiempo y no sabía cómo reaccionar. Poniendo la palma derecha hacia arriba, intentó crear una esfera, pero Patrick fue más rápido. Agitó su mano con un movimiento circular y, antes de que la esfera roja se gestase, dos esposas aparecieron en las muñecas de Viktor, uniéndose la una a la otra, como si estuviesen imantadas, frustrando su tentativa.

—¿De verdad creías que podrías escapar? —murmuró Patrick, gruñendo con autosuficiencia—. ¿Aún no te has dado cuenta de que somos infinitamente más poderosos?

Intentó zafarse de las esposas, pero era inútil. Limitaban sus manos por completo.

—Arthur va a sentirse decepcionado. Te tiene en gran estima.

Viktor agachó la cabeza con resignación y bajó los brazos con toda la dignidad que pudo reunir en el movimiento menos torpe que le permitían las esposas.

—Ese es vuestro problema. No sabéis en qué lugar deberíais estar —añadió Patrick con rabia—. Alguien se tiene que ocupar de mostraros cuál es vuestro sitio.

Se mantuvo en silencio. Sabía que cualquier cosa que dijera podría empeorar aún más, si cabe, la situación. Aunque Patrick quería que hablase y sus sarcásticas palabras no cesaban.

—Aunque parece que tú te has buscado tu propio sitio en el Otro Lado. —Mientras hablaba, caminaba rodeando a Viktor, que se mantenía estático—. Y debo reconocer que es un sitio interesante. Sin embargo, yo hubiese escogido una álter diferente: nunca me han gustado con el pelo rizado.

Viktor entrecerró los ojos con furia.

—Pero debe de ser todo un prodigio para que merezca la pena condenarse, quebrantando una Ley Mayor. Quizá debería llevármela a Inevitable y hacerle creer que es...

No podía soportarlo más y se giró colérico. Patrick mantenía un gesto displicente.

—No te atrevas a tocarla —dijo con la mirada clavada en los ojos negros de Patrick.

—¿O qué?

Este agitó su mano nuevamente con un movimiento circular e hizo aparecer una silla negra de aluminio con un alto respaldo detrás de Viktor. Con soberbia, puso la otra mano en el pecho de Viktor y lo empujó. El cronarca cayó sobre la silla, pensando que se iría contra el suelo.

—No has detenido suficientes relojes como para hacerme frente.

Patrick hizo aparecer una cuerda que quedó anudada en torno a los tobillos de Viktor, a los que fijó así a las patas de la silla.

—¿No sería interesante que fuese a buscarla? Me pregunto cómo reaccionaría si supiese qué eres. No está bien mentir, Viktor —dijo, negando con la cabeza.

En ese momento, escucharon pasos acercándose. Patrick miró hacia el lugar del que provenían los pasos con indiferencia. Estiró el brazo, con la palma hacia arriba, y dibujó un arco moviéndolo hacia su cuerpo.

—Alters, siempre tan inoportunos.

Segundos después, una pareja joven apareció en el camino. Paseaban ajenos a lo que estaba ocurriendo unos metros más adelante. La chica reía, agarrando al chico por la cintura, y este tenía su brazo sobre los hombros de ella. Estaban detrás de Viktor, podía escucharlos. Patrick los miraba con una mezcla de desprecio, curiosidad e indiferencia.

—¿Esto es lo que quieres? —formuló.

Viktor no respondió. Se limitó a mantener un silencio incómodo.

La pareja continuó caminando, no parecían ver ni escuchar lo que tenían delante. La escena entre Patrick y Viktor era invisible para ellos. Cuando pasaron a su lado, Viktor giró la cabeza y les siguió con la mirada.

—Así es como debe ser, Viktor. No existimos.

Con pena, expulsó una bocanada de aire, agachando la cabeza.

—¿Me vas a echar a tus perros?

La pareja pasó de largo, distraída, pendientes el uno del otro.

Patrick emitió un ruidito desairado.

—Eso sería un desperdicio. Justo, pero un desperdicio.

La respuesta desconcertó a Viktor.

—Ambos podemos conseguir lo que queremos, sin necesidad de que tu secreto llegue a más oídos. Nadie tiene por qué enterarse de tu pequeño… affaire con una álter.

Viktor odió la estúpida sonrisa que se enmarcó en la cara de Patrick. No se imaginaba qué podría querer a cambio, pero estaba seguro de que el precio sería caro. Sin embargo, no podía olvidarse de los ojos de Charlotte y sabía que caería en el juego de Patrick, costase lo que costase.

—¿Qué es lo que quieres?

La sonrisa de Patrick se ensanchó con satisfacción.

 

 

 

 

 

 

2

 

 

Durante un instante, Alex sintió que su corazón se paralizaba por completo. Reconocía al hombre que aguardaba en el umbral de la puerta de su casa de las fotos que había contemplado a hurtadillas, buscando entre los viejos recuerdos de su madre, aprovechando los momentos en los que esta no se hallaba en casa. Su fuerte mandíbula y sus ojos de color miel eran inconfundibles. Sin embargo, toda la vitalidad que transmitía en las viejas fotografías se había perdido. Era alto, de complexión normal. Vestía una camisa azul claro de manga larga y unos pantalones azul marino. Parecía cansado y se apreciaba preocupación en su mirada.

El silencio se instauró entre ambos. Transcurrieron varios segundos sin que ninguno de los dos moviera un solo músculo. Mientras, Flocon entornó los ojos con hostilidad. Viktor pareció sorprenderse por su presencia allí, sobre el hombro de Alex.

—Un infinitum —dijo, contemplando a la pequeña y peluda criatura blanca con sorpresa.

Mamá.

Sin prestar atención a sus palabras o al propio Flocon, Alex se abrió paso a través del umbral, intentando empujar a Viktor, y se adentró en la casa.

Él se apartó, dejándola pasar.

—¿Dónde está mi madre? ¿Qué has hecho con ella? —preguntó casi histérica, sin volver la vista atrás.

Viktor cerró la puerta con rapidez una vez que Alex se encontró dentro.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá! ¿Estás bien? ¿Dónde estás? —llamaba a su madre en francés, el idioma que utilizaban para hablar entre ellas.

Alex no sabía hacia dónde dirigirse exactamente. Miraba a un lado y a otro desde el vestíbulo: escaleras arriba, hacia las habitaciones, y a su izquierda, donde a través de un arco se ingresaba al salón, desde el que se podía acceder a la cocina.

—Tranquila, Alexandra —dijo Viktor con un tono sosegado—. Tu madre está bien. Está en la cocina.

Sin pensarlo, Alex cruzó el salón tan rápido como pudo, con la vista puesta en la puerta de la cocina. Flocon se mantenía en su hombro.

Cuando abrió la puerta, se encontró con su madre de pie, apoyando las manos sobre la encimera de mármol negro de la isla, con la cabeza gacha. Ya era casi totalmente de noche en el exterior, por lo que se podía advertir a través de la ventana que daba al jardín, y la luz estaba encendida.

—¡Mamá!

Su corazón latía endiabladamente rápido mientras se acercaba a ella. Algo no iba bien, su madre no se movía, parecía una estatua. Los largos rizos le caían por delante de los hombros, pero no se movían ni un ápice.

—Mamá —repitió vacilante, sin fuerza.

Se acercó a ella y posó con cautela, en un movimiento lento, sus dedos sobre el dorso de la inmóvil mano de su madre. La piel estaba fría.

Flocon saltó sobre el mármol, contemplando la escena desde otra perspectiva. Sus ojos verdes iban de Alex a su petrificada madre con pena y tristeza en su reflejo.

¿Por qué estás congelada? Todo es normal otra vez, pensó. Como parte de una acción natural, dirigió su mirada al reloj colgado sobre la puerta del jardín trasero. Las agujas rojas se desplazaban con absoluta normalidad. Eran casi las siete y media.

—He tenido que detenerla. —La voz de Viktor irrumpió en la quietud de la cocina—. No sabía… cómo reaccionaría al verme. En su recuerdo estoy muerto.

Él. Es su culpa.

Viktor mantenía la distancia, sin llegar a cruzar la puerta. Flocon lo miró con tirantez, y Alex se volteó muy despacio, observándolo. Realmente parecía cansado. Nada en su expresión o en su postura indicaba hostilidad.

—Haz que vuelva a moverse —quiso ordenarle, pero el tono de su voz dejó la frase en un pobre intento.

Sentía que estaba a punto de llorar.

—Lo haré, te lo prometo —dijo Viktor, clavando su mirada en la de su hija—. Pero no aquí ni ahora. Tenemos que irnos.

—¡No voy a ir contigo a ninguna parte! ¡Todo es culpa tuya! —gritó, encontrando nuevas fuerzas en el rostro de su madre.

Él pareció sorprenderse con la cólera que vertebraba las palabras de Alex.

—Comprendo que estés enfadada, pero debes confiar en mí. Todo lo que he hecho ha sido por vosotras. Este lugar no es seguro, y solo puedo protegeros si no saben dónde estamos, Alexandra.

Viktor se acercaba con pasos precavidos.

—¡Déjanos tranquilas! —aulló rodeando la isla, poniéndose al otro lado, alejándose de Viktor—. ¡Quiero que te vayas!

Flocon entrecerró los ojos, furioso.

Viktor se detuvo y alzó los brazos, pidiendo calma, mostrando las palmas de sus manos.

—Escúchame —dijo—. Las dos estáis en peligro.

Alex advirtió cómo sus ojos miraron por un instante casi inapreciable la pulsera de esferas en su muñeca.

—Fuiste tú quien detuvo el Tiempo. Paralizaste a los cronarcas, a los tuyos —remarcó Alex, osada—. Tú eres el peligro.

En ese momento, se acordó de las palabras de Desiré: «No contaba contigo cuando obligué a Viktor a terminar con el resto de cronarcas».

El hombre soltó una fuerte exhalación.

—Era la única forma de ganar tiempo.

—Desiré… —farfulló Alex, ensimismada en el recuerdo.

Viktor frunció el ceño.

—Dijo que te había obligado a terminar con los cronarcas. —Las palabras salieron casi sin fuerza.

Momentáneamente, el nombre de Desiré cambió la expresión de Viktor.

—Desiré no es más que una marioneta —dijo Viktor, negando con la cabeza—. Es su tapadera. ¿Cómo la has conocido?

Alex estaba confusa.

—Es igual. Todo lo que hayas escuchado en boca de Desiré no es más que un entramado de pensamientos y recuerdos creados en su cabeza para ocultar la verdad —explicó Viktor.

—La… ¿verdad?

—No tenemos tiempo, Alexandra. Te lo explicaré todo más adelante. Ahora hemos de irnos. Os tengo que dejar en un lugar seguro.

La duda asaltaba el corazón de Alex. Quería confiar en él, pero habían pasado demasiadas cosas, la más importante: las había abandonado.

—Quiero que la descongeles —dijo, señalando a su madre.

Viktor resopló con intensidad audible.

—Hace catorce años crearon un recuerdo en su cabeza en el que yo estaba muerto —explicó con cierta melancolía—. Ahora puedo deshacer el recuerdo, pero necesito tiempo. Algo de lo que no disponemos. Te prometo que la descongelaré, pero cuando nos hallemos en un lugar seguro.

¿De qué está hablando?

Flocon parecía haberse relajado y rodaba hacia las manos frías de Charlotte.

—¿Quiénes crearon ese recuerdo ? —Alex estaba harta de carecer de respuestas. Tenía la sensación de que solo surgían preguntas y más preguntas.

Con resignación, Viktor respondió.

—Los lemniscatas.

—¿Por qué? —quiso saber Alex, extrañada.

Viktor dudó un instante antes de contestar.

—Porque… se lo pedí yo.

Alex se llevó la mano al pecho, y miró a su madre. Su rostro estaba ensombrecido por la cascada de rizos y por tener la cabeza gacha, pero parecía triste.

—Pero… —Ella te quería, estoy segura, pensó.

—Nuestra relación era tan peligrosa para ella como para mí —relató Viktor con un deje de sufrimiento en la voz—. Cuando supe que estaba embarazada, no podía permitir que os pasase nada. Era lo mejor, para las dos.

—La… —Miró a su madre—. Nos… abandonaste. —Sus ojos verdes estaban a punto de encharcarse. Quería llorar, pero las lágrimas no acudían.

Flocon la contempló, y su mirada se apenó.

Las palabras pesaron en el corazón de Viktor, lo notó en su cara.

—Siempre he velado por vosotras, pero tenía que mantenerme alejado. Si se hubiera sabido de vuestra existencia… no habría podido protegeros. Tampoco a mí. Cada día que pasa me arrepiento de haber tomado aquella decisión, pero soy feliz sabiendo que estáis vivas. He tenido que hacer cosas horribles para ocultaros de Inevitable, y ahora soy… —Agachó la cabeza odiándose a sí mismo—. Pero no hay vuelta atrás.

Viktor se acercó a la isla y puso su mano sobre la de Charlotte, mirándola con ternura. Después miró a Alex.

—Te buscan —dijo Alex, de pronto.

—Por eso tenemos que irnos. Aquí estabais a salvo mientras creían que hacía lo que ellos querían, pero ya habrán descubierto que los cronarcas no están muertos.

—Ellos también te buscan —añadió Alex.

Viktor asintió.

—Natural, he quebrantado varias Leyes Mayores. ¿Cómo sabes que me buscan? —indagó Viktor.

«Si aparece, estará involucrado en problemas muy serios», recordó con nitidez las palabras de Arthur.

—Arthur dijo que te buscarían.

—¿Has hablado con Arthur? —preguntó Viktor, totalmente absorto.

Alex no comprendió su reacción.

—Sí. Yo los… descongelé. —Era difícil definir qué había hecho porque ni siquiera ella lo sabía.

—¿Qué? —exclamó Viktor, anonadado—. ¿Cómo es eso posible?

No sabe nada, pensó Alex.

—Había una esfera en casa de Desiré —comenzó a explicar Alex—. Cuando la toqué, se puso roja, como las esferas de la pulsera. —Bajó la mirada hasta su muñeca, y él la siguió—. Ella dijo que tú la habías dejado allí.

—La casa de Desiré es donde Patrick se reunía conmigo. Una cortina que cubriese sus pasos, desde donde me manipulaba, chantajeándome con descubriros al resto de Inevitable; y cosas peores —explicó Viktor—. Dejé allí la esfera absoluta antes de marcharme de Inevitable. Creé un recuerdo en la mente de Desiré para que pensase que me había enviado a exterminar a los lemniscatas, y así ganar tiempo.

Patrick. Ese era el nombre que Arthur había dicho. El lemniscata con el que vendría.

—¿Creaste? Creía que los cronarcas solo controlaban el Tiempo.

Entonces, Alex se acordó del «niño Arthur». Le había dicho que Viktor se lo hizo y que no sabía cómo.

—Ya no soy solo un cronarca —dijo Viktor, cerrando los ojos—. Ese era su plan desde el principio. No lo supe hasta que era demasiado tarde. Querían robarme o aprender a crear mis habilidades temporales para su propio beneficio, para no necesitarnos más. Pero algo salió mal y lo que hicieron fue darme las suyas.

Cronarca y lemniscata al mismo tiempo, pensó Alex. Algo le decía que Viktor no se sentía cómodo con su nueva condición.

—¿De verdad los descongelaste? ¿Cómo llegaste a ellos? —Viktor se mostraba ahora ansioso por conocer las respuestas, dejando a un lado la prisa. Formuló las preguntas con interés y naturalidad, como si fuese una conversación normal entre padre e hija.

Alex, en cambio, se veía en una situación irreal, con su madre paralizada a su lado, hablando con su padre muerto, y con una bola blanca con ojos verdes rodando sobre la encimera. Un mechón de cabello caía sobre su rostro y se lo recogió tras la oreja. Las lágrimas aún se debatían sobre si derramarse o no.

—La primera vez, con una cuerda para llegar hasta la esfera que había en la Brecha. La segunda, según parece, creé una esfera que nos llevó a la sala del árbol.

Viktor estaba atónito, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Nos? —se extrañó.

—Sí, a mí y a Jack, un observador.

—¿Me estás diciendo que creaste una esfera que te condujo a la sala, que además la atravesaste llevando a alguien contigo, y que devolviste el Tiempo a la habitación?

El rostro de Viktor evolucionó de la sorpresa a una carcajada contenida. Quizás era orgullo.

Alex asintió con timidez.

—¿Algo más o eso fue todo? —preguntó casi riéndose.

—Bueno… en casa de Desiré se detuvo el Tiempo… —dijo Alex.

Luna. Pensó en la amabilidad de las palabras de la observadora y en la traición que se reflejó en sus ojos cuando Desiré le clavó la daga. Jamás volvería a verla. Sintió su corazón ensombrecerse a la par que agachaba la cabeza, mirando a la bolita blanca. Estiró un brazo y acarició a Flocon, que botó alegre.

—Es impresionante. No tienes siquiera catorce años. ¿Cómo es posible? —dijo Viktor, aparentemente para sí mismo. En ningún momento había apartado su mano de la de Charlotte—. Escondí la pulsera dentro de tu mochila para poder encontrarte cuando el Tiempo se detuviese por completo, tras los saltos —dijo volviendo sus ojos sobre los de Alex—. Gracias al vínculo que tengo con la pulsera podría haberte localizado, estuvieses donde estuvieses. Pero el Tiempo se detuvo antes de lo que creía. Me había ocultado en los alrededores, pero cuando volví a buscarte… ya no estabas. Y no podía cruzar a Inevitable sin la pulsera, estaba atrapado en «Este Lado». No esperaba que tú sí lo hicieses.

Alex se llevó la mano contraria a la pulsera de esferas mientras escuchaba el relato de Viktor sin parpadear. Por fin averiguaba cómo había llegado a su mochila. Pero no dejaba de darle vueltas a todo lo que había ocurrido.

—Si Desiré no te obligó… ¿por qué lo hiciste?

Viktor tomó aire y lo expulsó lentamente. Él había hecho preguntas y era justo que respondiese. Aunque no les sobrase el tiempo.

—Reunirlos —dijo con melancolía en la voz, refiriéndose a los cronarcas— y detener el Tiempo era la única forma de ir por delante de los acontecimientos. Querían que los matase, que el Tiempo dejase de existir para siempre en el Otro Lado, aquí —se corrigió, como si fuese una falta de respeto—. No tenía opción: temía por vosotras. —Apretó con fuerza la helada mano de Charlotte—. Lo he hecho desde que descubrieron mi relación con tu madre. Os he protegido a cambio de servirles, pero lo que me pedían era demasiado. Retrasé todo lo que pude el momento desde que supe qué querían en realidad. Durante años, simulé no controlar el poder de crear y destruir, pero el tiempo pasaba. La única forma que tenía de escapar de su control era fingir que había hecho lo que pretendían que hiciese, huir y poneros a salvo antes de que los Eternos se nos echasen encima.

Sus palabras sonaban sinceras. Ciñéndose a su relato, lo único que extraía Alex era que había congelado a los cronarcas para no tener que matarlos. ¿Es bueno? Ha hecho todo por nosotras, ¿no?

—¿Eternos? —Alex no sabía a quiénes se refería.

—Los perros de los lemniscatas. Son la justicia en Inevitable. Se llaman a sí mismos Eternos. En teoría, son imparciales, ajenos a ellos y a nos... los cronarcas. —Alex vio en sus ojos el dolor de verse excluido—. Pero todos en Inevitable saben que están a las órdenes de los lemniscatas. Por mucho que digan lo contrario, son perros. Seguramente ya nos estarán rastreando. Por eso tenemos que irnos cuanto antes.

Todo lo que decía Viktor parecía bastante convincente. Pero una sensación de miedo invadió el cuerpo de Alex. Miró a su madre y después a Flocon, que permanecía atento, expectante, como si esperase que dijera algo.

—¿Adónde? Nos encontrarán.

—No mientras yo esté con vosotras —respondió Viktor, negando con un movimiento de cabeza—. Puedo ocultarnos para que no nos encuentren jamás.

Ante ella se presentaba la oportunidad de una vida en familia, en el exilio, pero una vida en familia al fin y al cabo. Sus padres reunidos, juntos, y ella. El único precio era todo lo demás. Tendría que sacrificar todo lo que conocía, nuevo y viejo, por su bien y el de sus padres.

¿Cómo reaccionará? Alex pensaba en su madre, y se imaginaba la situación una vez estuviesen a salvo: Mira, mamá, papá ha vuelto. Es de otro mundo, puede detener el Tiempo y… crear y destruir… cualquier cosa. Estamos en no sé dónde y vamos a… tampoco sé dónde, porque nos buscan todos los de su mundo. Ah, por cierto, yo también puedo detener el Tiempo.

—Alexandra —pronunció su nombre Viktor.

Alex se había quedado aletargada, pensando.

—Arthur dijo que podía ir a su escuela para… estudiar.

La idea de ir a aquella escuela y controlar el Tiempo había sido una proyección maravillosa en su cabeza, pero la idea parecía alejarse.

Viktor profirió un muy leve suspiro.

—Normal, si has hecho todo lo que me has contado, creerá que eres excepcional. Eres muy joven y tus aptitudes temporales parecen impresionantes. —Se sentía orgulloso de ella y de lo que había sido capaz de hacer, aunque Alex no lo percibió—. Pero nos buscarán, y no sé qué pasará si nos encuentran. —Levantó la vista hacia el techo—. Bueno, sí sé lo que me pasaría a mí, pero no sé qué os harían a vosotras. En la escuela no estarías a salvo. No permitiré que os ocurra nada.

Alex barajaba mentalmente otras alternativas a huir y esconderse para siempre mientras acariciaba el suave pelo de Flocon y este cerraba los ojos con placer.

—¿Por qué no cuentas la verdad? Si le cuentas la verdad a Arthur, lo entenderá, estoy segura. Y podrá ayudarte. Ellos son…

—He roto demasiadas leyes, Alexandra —la interrumpió Viktor—. Ya es tarde para la verdad. Además, no me creerían. Patrick ha ocultado muy bien la verdad.

—Patrick —dijo Alex, desenfocando la mirada.

Patrick. Arthur. Vendrán en cualquier momento.

Viktor se quedó embelesado mirando a su hija.

—Arthur dijo que iba a venir ahora. Quería ayudarme a explicar a mamá todo sobre mí e Inevitable, para que pudiera asistir a su escuela. —Las palabras salían con prisa de la boca de Alex—. Y dijo que traería a Patrick.

Viktor palideció.

—Tenemos que irnos. Ya —resolvió Viktor, soltando la mano de Charlotte e irguiéndose en toda su altura.

Era considerablemente alto, bastante más que Charlotte y que Alex, que era algo más baja que su madre.

Ella, por el contrario, no movió un solo músculo. Buscó en los ojos de Flocon qué hacer o cómo reaccionar, pero no encontró respuesta.

—Alexandra, no hay otra salida —dijo su padre.

¿No la hay?

—Confía en mí —añadió Viktor, rogando con la mirada.

Miró una vez más a su madre. ¿Qué harías tú?, le preguntó sin pronunciar palabra. Quería confiar en su padre, pero no había nada que respaldase su historia; y no eran más que palabras. Podía ser mentira, por muy real que pareciera. No sería la primera vez. Había engañado a su madre, antes de que ella naciese, fingiendo su muerte, y jamás había intentado hablar con su propia hija. ¿De verdad se ha preocupado por nosotras todos estos años? Aunque, por otro lado, Viktor podría habérselas llevado por la fuerza. Sin embargo, se mostró abierto, esperando que Alex tomase la decisión por su cuenta, de manera voluntaria. Y eso sin contar que ahora podía crear pensamientos y recuerdos en la cabeza de los demás. Crear y destruir.

Un escalofrío repentino azotó su piel. Examinó a Viktor, un padre al que jamás había conocido, con ojos suplicantes, que parecía esperar una respuesta, una única y posible respuesta. ¿Y si digo que no?, pensó, posando sus ojos en los de él. ¿Me obligará?

Con nerviosismo, se mordió el labio inferior.

—¿Cómo…? —comenzó, apartando la mirada—, ¿cómo creas un recuerdo dentro de alguien?

Por alguna razón, sentía miedo de semejante poder.

Viktor cerró los ojos. Por un momento pareció que no iba a responder, que se avergonzaba de ello, pero estiró su brazo izquierdo, señalando con el dedo índice sobre la superficie marmórea de la isla, y en un parpadeo surgió de la nada un cojín rojo bajo Flocon. Este se apartó con un bote, sorprendido. Y Alex abrió los ojos maravillada.

—No es mucho más difícil que crear cualquier otra cosa —explicó Viktor, contemplando la reacción de su hija—. Solo hay que tener muy claro el recuerdo, sin dejar ningún elemento al azar. Podría resultar fatal para la persona en cuestión, por eso requiere más tiempo. Y borrarlo lleva incluso más; si borras lo que no debes, puede ser una catástrofe.

Viktor cerró la mano con un movimiento suave y el cojín se evaporó para mayor asombro de Alex. Flocon se inclinó hacia un lado, rodando, extrañado, e inmediatamente después, Viktor volvió a señalar sobre la encimera y un vaso lleno de agua se materializó junto a la mano de Alex. Ella levantó la mirada hacia su padre, y este esbozó una tenue sonrisa en su cara.

—Tenemos que irnos, Alexandra. Responderé a todo lo que me quieras preguntar, pero tenemos que...

Las palabras quedaron suspendidas en el aire. El timbre de la puerta principal sonó con fuerza.

El color de la cara de Viktor pareció desvanecerse, y miró con apuro a Alex, que tragó saliva.

—Necesito la pulsera, Alexandra.

Ella arrugó la nariz, y los ojos de ambos terminaron en la pulsera.

¿Esto es todo lo que quiere? ¿La pulsera? ¿Ha venido aquí solo por la pulsera?

Un nudo se formó en el estómago de Alex.

—Para sacaros de aquí necesito ver las esferas y poder atravesarlas, Alexandra.

El tono de sus palabras contenía un matiz urgente. Con un par de pasos, se desplazó de nuevo hasta la isla, apoyando las manos, situándose frente a Alex.

Es su pulsera, no tengo derecho a quedármela, pensó con rabia. Lo odiaba en ese momento. Todo lo que había querido era la pulsera.

Ella, con solemnidad, se la quitó y la posó en el centro de la superficie de mármol negro, separándose después. La sensación que recorrió su muñeca fue indescriptible. Por un lado, un gran peso había abandonado su mano. Pero también experimentó un vacío en el corazón, como si ahora estuviese indefensa.

Las esferas plateadas contrastaban elegantemente con el color de la encimera de la isla. Viktor no hizo nada durante el siguiente instante, pero cuando el timbre volvió a sonar alargó el brazo, agarrando la pulsera, y se la colocó con premura. Ante la gélida mirada de Alex y la curiosidad de Flocon, suspiró hondamente, dando la sensación de liberarse de una pesada carga.

Ella pensó que en cuanto la tuviese puesta crearía una esfera y se iría, pero no fue así. Viktor le hizo un gesto, instándola a guardar silencio, y le dio la espalda. Permaneció inmóvil, dirigiendo su oído hacia la puerta principal a través de las puertas de la cocina y del salón. Ella lo imitó, aunque no pudo escuchar nada.

El timbre sonó dos veces más, con insistencia y, justo cuando Alex iba a decir algo, un fuerte estruendo acabó con el silencio. Fue como si la puerta de madera del vestíbulo cediese y se destrozara en cientos de astillas. Se asustó y contuvo el aire.

¿Qué ha pasado?

Flocon botó con el estrépito y se subió al hombro de Alex.

Con ágiles zancadas, Viktor llegó hasta la puerta de la cocina y echó un rápido vistazo a lo que había al otro lado.

—Patrick —murmuró, dándose la vuelta hacia su hija.

Proveniente del salón, Alex pudo distinguir la gutural voz de Arthur.

—Es Viktor. Tenemos que…

No consiguió entender el resto de la frase, pero escuchó su propio nombre. Era evidente que Arthur hablaba con otra persona. Patrick, probablemente, tal y como había insinuado su padre.

Viktor no prestó atención a las voces. Mientras se daba la vuelta y se dirigía hacia Charlotte, con el codo pegado a la cintura, colocó la mano con la palma hacia arriba. Alex no pudo verla, pero una esfera roja apareció en la cocina de su casa, justo entre ella y su madre.

—Debemos marcharnos —dijo sin mirar apenas a Alex.

Una vez más, le dio la espalda. Vio que bajaba los brazos, totalmente estirados, hasta los muslos, con las manos abiertas, ofreciendo las palmas a la puerta de la cocina. A continuación, los levantó a la vez con un movimiento seco y fugaz, y Alex presenció cómo un enorme muro de hierro surgía del suelo, tapiando la puerta. Su presencia gris plateada, severa, parecía haber convertido la cocina en una habitación inexpugnable.

Atónita, tragó saliva.

—Vámonos, no durará mucho.

La voz de su padre se volvió autoritaria mientras rodeaba la isla y se situaba entre Charlotte y ella.

—Pero…

Alex se sentía tan fuera de lugar que se quedó paralizada. Escuchó la puerta chocar con el muro de hierro cuando la intentaron abrir desde el otro lado.

—No es más que un muro.

Cada una de las palabras de aquella frase rasgaba el aire como si lo cortase; era una voz casi rota.

—Alexandra —apremió Viktor—, pon tu mano en mi brazo.

Ella lo miró. Apretaba con fuerza la mano de Charlotte y movía el brazo contrario buscando algo suspendido en el aire: la esfera que Alex no podía ver ahora que no tenía la pulsera. Entonces estiró su mano y se aferró a la camisa de su padre.

De pronto, el muro de hierro se deshizo como si fuese de gelatina. El hierro se fundía, dejando una masilla uniforme sobre el suelo de la cocina. Allí había un hombre con el pelo casi por completo gris, una camisa de cuello bajo de un blanco impecable, con una corbata negra y un pantalón del mismo color. Tenía una peculiar marca en el cuello, un tatuaje o una cicatriz, que parecía un símbolo de infinito. Tras él se encontraba la inmensa figura de Arthur, con la trenza pelirroja que nacía en su barbilla y la misma camiseta con cuello de pico con la que le había dejado antes de volver a Dover.

Tanto el desconocido como Arthur alzaron sus manos. Alex no entendió qué pretendían, pero Viktor movió el brazo con el que buscaba la esfera de arriba abajo, y ellos parecieron contrariados.

—¡Vámonos! —bramó.

Al tiempo que su padre gritaba, Patrick agitó su mano con un movimiento circular rapidísimo, e inmediatamente Alex sintió un latigazo eléctrico, un calambre descomunal en su mano que la obligó a separar los dedos de la tela de la camisa de Viktor. Y en ese momento, Charlotte y su padre desaparecieron con un destello cegador.

 

 

 

 

 

 

3

 

 

La mano le ardía. Sintió una corriente que recorría sus dedos y los entumecía.

—Alexandra —dijo Arthur—, ¿estás bien?

El gigante pelirrojo se acercó a ella, mientras que el otro hombre se mantenía junto a la puerta de la cocina. Sus inescrutables ojos negros la recorrieron de arriba abajo.

—Arthur —murmuró, frotándose la palma adormecida con la otra mano.

Alex miraba con incredulidad el espacio vacío que antes había ocupado su madre. Estaba sola, otra vez.

—No te preocupes, la encontraremos.

Le temblaban las rodillas. No pudo contener las lágrimas, y tímidas gotas de tristeza se abrían paso a través de sus mejillas.

Condescendientemente, el enorme cronarca la arropó con su colosal brazo. A su lado, parecía una muñeca. Flocon se frotaba contra el cuello de ella con ternura, perdiéndose bajo los finos hilos de cabello negro.

—¿Qué ha pasado? ¿Te ha quitado la pulsera? —quiso averiguar Arthur.

Alex bajó la cabeza, avergonzada.

—No —consiguió decir entre sollozos—. Se la di.

Arthur la apretó con fuerza contra sí, con cariño, haciéndole ver que no era culpa suya, queriéndole decir con un simple gesto que la comprendía y que no se culpase.

—Avisaré a los Eternos —intervino la voz que arañaba el aire—. El rastro de la esfera aún está vivo.

Arthur asintió sin responder.

El hombre que le acompañaba cerró los ojos y echó su cabeza hacia atrás. Alzó el brazo derecho y con el dedo índice trazó un único símbolo. Su dedo parecía dejar una estela azul brillante mientras dibujaba, como si fuese un pincel y el aire un lienzo. El resultado era un círculo casi perfecto.

Alex, con los ojos, ahora de un verde asombrosamente claro, aún empañados por las lágrimas, levantó la vista y contempló el símbolo frente al hombre de pelo cano. Sus miradas se encontraron dentro, a través del fino hilo azul brillante dibujado, y él sonrió. La sonrisa que mostró su cara era, o más bien quería ser, amistosa.

«Los perros de los lemniscatas. Son la justicia en Inevitable», recordó que había dicho su padre hacía algunos minutos, hablando sobre aquellos que se hacían llamar Eternos. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, y apartó los ojos de los de aquel hombre.

—¿Estás bien? —susurró Arthur.

La miraba desde arriba. Para encontrar sus ojos azules tenía que forzar el cuello casi hasta el límite.

—Su padre se ha llevado a su madre, dejándola sola. ¿Cómo quieres que esté? —intervino el otro hombre.

Arthur lo miró con severidad, pero no articuló palabra alguna.

—Él… —balbuceó Alex—. Yo… creía que… mamá…

No era capaz de organizar sus pensamientos y las ideas se atropellaban en su lengua.

—Tranquila —la calmó Arthur, frotando con suavidad su hombro—. Patrick, crea una infusión de sombra.

Obediente, el otro hombre agitó su mano con un movimiento circular y sobre la isla apareció un vaso de cristal con un líquido de color negro dentro. Arthur lo atrapó con su enorme mano.

—Esto te ayudará a tranquilizarte. Es una infusión de flor de sombra —dijo cediéndole el vaso—. Será mejor que te sientes. Vayamos al salón, estarás más cómoda.

Invitándola a moverse, colocando la mano en su espalda, la condujo fuera de la cocina, y ella se dejó llevar. Flocon seguía pegado a su cuello con ojos tristes. Cortésmente, volviendo a sonreír, Patrick sostuvo la puerta. Alex no le dedicó ni una mirada, procuraba evitarle. Además, caminaba sumida en sus pensamientos. La presencia de Arthur era reconfortante, pero la de Patrick era turbadora. Dudaba sobre la veracidad de las palabras de Viktor, pero algo le decía que no debía confiar en el lemniscata.

Ya en el salón, en el ventanal de la pared opuesta a la cocina, la noche se mostró incuestionable. Las paredes de color crema estaban iluminadas por una lámpara colgada en el centro de la estancia, sobre el sofá en ele tapizado en negro. Sin embargo, lo que llamó la atención de Alex fue la ausencia de puerta principal. Como el vestíbulo y el salón se unían en una falsa pared, un par de columnas que creaban la ilusión de separación, pudo ver los cientos de fragmentos de madera estallados que cubrían el suelo del recibidor. Arthur dirigió a Alex al sofá, sentándose a su lado. Su figura era tan inmensa como cuando estaba de pie. Con cierto reparo por el color del líquido del vaso que sujetaba con cuidado entre las dos manos, dio el primer sorbo. Pese a lo que pudiera haber imaginado, su sabor era agradable. Era dulce, y la garganta se relajaba al paso de la bebida.

—Muchos temen utilizar la flor de sombra por su color y sus características, pero lo cierto es que su infusión es el mejor calmante que se puede encontrar —dijo Arthur.

—Sabe bien —contestó Alex, dando un nuevo y placentero sorbo.

Mientras lo hacía, se dejó embriagar por el acaramelado olor de la infusión. Los efectos parecían presentarse rápido, porque enseguida se sintió mucho mejor.

Contempló la chimenea de mármol de la esquina más próxima a la puerta de la cocina. Sobre la balda de madera negra reposaban diferentes objetos decorativos, entre los que se encontraba una elegante y estilizada flor de metal. Su madre adoraba esa flor.

Mamá, ¿dónde estás?

Después miró la pantalla de plasma, colgada como si se tratase de un cuadro frente al sofá, entre dos estanterías de libros. En la negrura de la pantalla evocó la esfera roja de Marine Parade, el paseo marítimo.

—¿Te encuentras mejor?

La robusta voz de Arthur la devolvió a la realidad.

Alex asintió, en tanto que Flocon saltaba sobre su regazo, esquivando hábilmente el vaso de la infusión de sombra que ella sostenía. La bolita rodó ladeándose en sus muslos, y sus ojos buscaron los de Alex. Sonrió sutilmente y la mirada de Flocon brilló con entusiasmo.

—Ya están aquí, Arthur.

Jamás se le olvidaría a quién pertenecía aquella voz, era inconfundible. Le ponía nerviosa cómo desgarraba las palabras. Patrick aguardaba en la puerta de la cocina con una expresión solemne. Tras él, varias figuras parecían moverse.

Arthur se levantó con agilidad y expulsó una gran bocanada de aire. Por un momento, Alex creyó entrever cierta incertidumbre en el cronarca.

—No tardaremos mucho —le dijo—, quédate aquí.

La puerta de la cocina se cerró tras ellos, aunque las paredes de la casa no eran especialmente gruesas, por lo que las voces se hacían audibles. Dejando a un lado sus pensamientos, se concentró en escuchar toda la conversación.

—Arrthurr —dijo una voz masculina que parecía tener un problema con la pronunciación de la letra erre.

—Tiamant, Nina —respondió la grave y conocida voz del cronarca pelirrojo.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué nos habéis hecho venir?

La que preguntaba era una mujer de voz aguda y temperamental.

—Viktor —intervino Patrick—. Acaba de atravesar una esfera en esta misma habitación. Tenéis que rastrearlo y dar con él. Se ha llevado a la álter.

¿Álter?

—¿El crronarrca desterrrado? ¿Tan prronto se deja verr?

—Sí —contestó Patrick.

—¿Dónde estaba la esferra? —preguntó aquella voz de hombre tan peculiar.

—Aquí —indicó Patrick.

—Nina seguirrá el rrastrro. Es la mejorr. Y un crronarrca no deberría suponerr un prroblema.

—Aún no sabemos por qué —dijo Arthur—, pero es capaz de crear y destruir. No os resultará fácil localizarlo. Pero debéis hacerlo, puede llegar a resultar peligroso.

Lemniscatas, pensó Alex. ¿De verdad habrán sido ellos? ¿Y si me mintió? Lo único que quería era la pulsera.

Todos callaron durante un segundo. Por debajo de la puerta, Alex advirtió el resplandor del destello blanco que sucede a las esferas que son atravesadas. Se preguntó por qué no podía ver las esferas y sí el resplandor ahora que ya no tenía una pulsera, pero no le dio importancia y dejó que el pensamiento escapase. Intuía que la mujer había abandonado la cocina.

—¿Cómo es posible, Arrthurr?

—Estamos en ello —sentenció Patrick bruscamente.

—Hay muchas cosas sobre Viktor que no sabemos —respondió Arthur—, demasiadas. Pero todas y cada una de ellas serán investigadas hasta dar con la verdad.

—Me dijerron que había una niña. ¿Es cierrto?

—De Viktor y la álter, según dijo la observadora —expuso Patrick.

—De la obserrvadorra ya hablarremos. Se os han descontrrolado, Patrrick.

—Es un caso aislado, está bajo control.

El tono de Patrick era firme.

—¿Segurro? —dijo el tercer hombre—. Los crronarrcas me dijerron que la obserrvadora había contrrolado y manipulado a Viktorr. ¿Ahorra son más poderrosos que cualquierr inevitable?

—Nos encargaremos del asunto; los observadores son cosa nuestra. No incumbe al Círculo Eterno.

—Eso ya lo verremos.

—Lo veremos —culminó Patrick desafiante.

«Todos en Inevitable saben que están a las órdenes de los lemniscatas», había dicho Viktor. Pero, tal y como se hablaban Tiamant y Patrick, nadie lo diría. Mentiroso, pensó en su padre.

—¿Y cómo es posible que los lemniscatas no supieseis de la existencia de la niña? —quiso saber el tal Tiamant.

—Sus aptitudes temporales son inigualables. Probablemente sea más inevitable que álter. Jamás había existido un ser de su condición, no creo que tengamos que ceñirnos a las reglas establecidas —intervino Arthur.

—¿Dónde está ahorra? —indagó el hombre.

—Está en el salón —señaló Arthur.

—¿Qué va a serr de ella?

Alex contuvo la respiración.

—Nosotros nos ocuparemos. Quiero que vaya a Aeternus —respondió Arthur—. En la escuela estará bien, y a salvo.

Tiamant emitió un ruido que Alex identificó como una especie de carcajada.

—¿Sin las prruebas? —inquirió.

—Detuvo el Tiempo en Inevitable, en la casa de la observadora; hizo que volviese a circular dentro del Corazón, en la estancia donde Viktor nos había dejado paralizados; creó una esfera directa a esa misma sala y llevó consigo a un observador —enumeró Arthur—. Y aún no tiene catorce años. ¿Te parece que necesita pasar las pruebas?

Casualidad. Ni siquiera sé cómo hice esas cosas, pensó Alex. Se sentía abrumada a causa de las altas expectativas que Arthur parecía haber depositado en ella.

—Llegarrá lejos, segurro.

—Astrid cuidará de ella mientras encontráis a su madre —dijo Arthur—. Pero quiero un par de Eternos protegiéndolas día y noche. Desconocemos las intenciones de Viktor y es mejor que estemos preparados.

Astrid. Alex la recordaba, era la cronarca más joven. ¿Qué ocurrirá si no llegan a encontrarla? ¿Dónde se la habrá llevado? Quería creer que su madre estaría bien. Estaba completamente segura de haber visto amor en los ojos de Viktor cuando se posaban en los de Charlotte. No le hará daño, se decía una y otra vez.

Flocon se había quedado dormido en su regazo. Contemplar cómo dormía era tranquilizador, y además la infusión parecía haber hecho efecto. Se hallaba relajada, quizá demasiado para todo lo que estaba ocurriendo.

—No hay ningún prroblema. Aunque lo encontrrarremos y no serrá necesarrio.

—No estés tan seguro —dijo Patrick.

—¿Dudas de nuestrra capacidad, Patrrick?

—¿Dónde estabais cuando Viktor detuvo el tiempo en el Otro Lado? ¿Qué hicisteis para solucionarlo? ¿Tenéis que esperar a que una niña, que no se ha criado como inevitable, se haga cargo? —lo provocó Patrick.

Su voz cortante no hacía más que potenciar el desafío que ya mostraban sus palabras.

—Sabes que no podemos entrrarr en el Corrazón —alegó Tiamant con resentimiento.

—Ya basta —intervino Arthur.

Los otros dos se callaron al momento. Alex estaba cada vez más convencida de que Viktor no había dicho la verdad sobre los Eternos y su relación con los lemniscatas.

—El Tiempo ha dejado atrás todo. Centraos en el ahora y en lo que está por venir.

—¿Qué intenciones crrees que tendrrá Viktorr, Arrthurr? Tú lo conoces mejorr que nadie. ¿Sabe algo la niña? Quierro interrrogarrla.

Alex se llevó la mano a la boca para contener un grito ahogado que se formaba en su garganta.

—Es una niña, Tiamant. No permitiré que te la lleves al Círculo —respondió Arthur.

—Si supiese algo, Viktor se la habría llevado, como hizo con su madre. Sin embargo, la dejó aquí, sola. La abandonó —dijo Patrick.

—¿Sugierres que lo hizo a prropósito?

—Ella tenía su pulsera y él quería recuperarla. Hizo que la niña se la entregase, y cuando la consiguió se fue con la álter, lo único que le importaba y lo que de verdad había venido a buscar —expuso Patrick.

Se la di… Tonta, tonta, tonta.

—Hay muchas cosas que no sabemos —dijo Arthur.

—Cuando derribé el muro, Arthur, vi perfectamente como ella agarraba el brazo de Viktor —explicó Patrick—. Pero justo antes de atravesar la esfera se soltó, y después parecía que le dolía la mano. Lo más probable es que Viktor crease algún tipo de dolor en su mano para que se soltase y no atravesase la esfera con él y su madre.

Alex se acarició la palma de la mano en la que había sentido el calambre. Se sentía engañada, aunque extrañamente calmada por la infusión de sombra.

—¿Qué tiene esa álterr de especial? ¿Qué se sabe de ella? —preguntó Tiamant.

—Nada —respondió Patrick—, aparte de lo obvio: una hija en común.

—¿Es posible que a trravés de ella consiguiese el poderr de crrearr y destrruirr?

—¿Cómo? Eso es ridículo —preguntó Arthur.

—De alguna forrma ha tenido que hacerrse Viktorr con las habilidades lemniscatas. No podemos descarrtarr posibilidades. Si tanto le interresa la álterr, tiene que haberr un motivo.

Alex se sintió confundida.

—Por ahora eso no importa. Ya habrá tiempo de averiguarlo —sentenció Arthur—. Vuestro único objetivo debe ser encontrarlo, Tiamant. Sabes tan bien como nosotros que alguien con las dos fuentes de poder no debe campar a sus anchas. No queremos que vuelva a repetirse el pasado. Es peligroso.

¿El pasado? ¿A qué se refiere?

—Volverré al Círrculo Eterrno y pondrré a todos en esto.

—Bien —dijo Arthur—. Envíame aquí a los Eternos que escojas para proteger a Alexandra y a Astrid, lo antes posible.

Alex advirtió otro destello bajo la puerta.

—¿Quieres un lemniscata con ellas? —formuló Patrick.

—No sois suficientes, Patrick —respondió Arthur—. Astrid se hará cargo.

—Incorporaremos tres más en cuanto termine el curso.

—¿Tres a la vez?

—Tú lo has dicho, no somos suficientes. He tenido que bajar el nivel para que no nos afectase.

—No te precipites, Patrick.

En la voz de Arthur había un deje de consternación.

—Piensas demasiado en el pasado. No volverá a ocurrir —dijo Patrick.

—Esperemos que no.

¿Qué ocurrió? Arthur parecía realmente preocupado por algo que había pasado tiempo atrás.

—Te avisaré si averiguamos algo —concluyó la conversación Patrick.

Un nuevo destello se hizo visible bajo la puerta de la cocina. Alex dejó el vaso vacío de la infusión de sombra sobre la pequeña mesita de salón, situada entre el sofá y la televisión, y se sentó con naturalidad, evitando despertar a Flocon, que seguía sumido en un profundo sueño.

La presencia de Arthur llenó el salón cuando abandonó la cocina.

—Hay que ocuparse de esa puerta —dijo, mirando hacia el vestíbulo y los pedazos de madera esparcidos allí—. ¿Estás mejor?

Se sentía realmente relajada. La infusión parecía haber funcionado. Era consciente de lo que había ocurrido: el reencuentro con su padre muerto, la conversación, las mentiras, su madre y el abandono. Pero todo eso se quedaba apartado a un lado, como si no fuesen problemas lo suficientemente grandes como para pensar en ellos y preocuparse.

—Sí —respondió, queriendo sonreír.

—Los Eternos encontrarán a tu madre, no tienes de qué preocuparte.

El gigantesco pelirrojo, con su larguísima barba trenzada, se sentó de nuevo en el sofá junto a Alex.

—Viktor… —balbuceó ella.

Como adivinando lo que pensaba, Arthur dijo:

—Se ha tenido que tomar muchas molestias para manteneros al margen de Inevitable. Han sido muchos años. Lo que significa que se ha preocupado por vosotras lo suficiente como para que podamos pensar que tu madre estará bien.

Por mí no se ha preocupado mucho. Me ha abandonado, pensaba. Y Patrick no parece tan malo como él quería hacerme creer.

—Me… engañó —dijo Alex con tristeza, arrepentida por haber sido tan ingenua—. Solo quería la pulsera y a mi madre. ¿Por qué tuvo que llevársela?

Arthur tomó aire muy lentamente y lo expulsó igual de rápido.

—No lo sé, Alexandra —dijo él—. Pero serás la primera en enterarte cuando lo sepa.

—¿Y si… le hace daño?

—¿A tu madre?

El rostro apesadumbrado asintió.

—Conozco a Viktor —dijo Arthur entrelazando las manos—. Puede que esté actuando de forma extraña, pero jamás hará daño a tu madre. Es más lógico pensar que se la ha llevado para protegerla.

—¿De qué? —quiso saber Alex.

—Viktor ha quebrantado las Leyes Mayores, Alexandra. Algo que ningún inevitable debe hacer, y mucho menos un cronarca. Seguramente pensó que la utilizaríamos para encontrarle. Un vínculo de amor puro es muy fuerte y fácilmente rastreable.

Desiré apareció en su cabeza. Recordaba haber escuchado palabras similares de la boca de la observadora de Ishq, hablando sobre vínculos y amor.

Las lágrimas luchaban contra la infusión de sombra, pero el apaciguador efecto del líquido negro las contenía.

—Pero… yo… que… —comenzó a decir, titubeante—, ¿qué va a ser de mí? ¿Qué pasará si…?

Los ojos azules de Arthur la miraban directamente.

—¿Aún quieres ingresar en Aeternus?

Controlar el Tiempo. Podría haberla salvado. Si supiese como hacerlo, la hubiese descongelado, habría creado una esfera y habríamos ido adonde él no nos pudiese encontrar jamás, pensó, con la imagen de su madre congelada en la cocina presente.

Su corazón le indicaba que necesitaba aprender a dominar el Tiempo. No quería volver a verse inútil si su madre la necesitaba. Pero odiaba a Viktor, no quería ser como él. Con delicadeza, acarició el suave pelaje de Flocon.

—Ojalá todo pudiera volver a ser como antes —dijo Alex.

Las comisuras de los labios de Arthur se curvaron hacia arriba, ocultas tras la frondosidad de su barba, en un gesto de entendimiento.

—¿Antes de qué? —preguntó.

A Alex le pareció intuir que sonreía cuando la miró.

—De todo —respondió ella sin contener ni un ápice de la rabia que acumulaba—. De encontrarme la pulsera, de ver la esfera, de ir a Inevitable… Cuando solo estábamos mi madre y yo, y nuestra vida era una vida… normal.

—Pero volvería a ocurrir —espetó Arthur.

Alex entornó los ojos, como si no hubiese entendido lo que decía el cronarca, y su rostro se transformó en una mueca de ignorancia.

—Si el Tiempo retrocediese, algo del todo imposible, todo volvería a ocurrir del mismo modo.

Arthur puso un punto a su frase con una enigmática sonrisa torcida.

—El curso del Tiempo es lineal, Alexandra. No hay forma de cambiar algo que ya ha ocurrido. Cada una de las decisiones que se presentan en nuestro camino importan.

—Pero yo no decidí que ocurriera todo… —dijo Alex.

—¿No? —interrumpió Arthur—. Cuando encontraste la pulsera, ¿alguien te obligó a ponértela?

Alex negó, con un suspiro de resignación.

—¿Te obligaron a cruzar la esfera y llegar a Inevitable?

—No, pero no tenía… —contestó ella.

—¿Te obligaron a buscar la forma de entrar en el Corazón del Tiempo?

—No había otra…

—¿Y quién te obligó a ayudarnos?

Alex calló y agachó la cabeza con gesto serio.