La cronarca sin sombra - Juanjo de Goya - E-Book

La cronarca sin sombra E-Book

Juanjo De Goya

0,0

Beschreibung

Vuelve Alexandra, con un final impresionante, durante estos años los lectores que han disfrutado de esta gran saga de fantasía tendrán respuesta a casi todos los enigmas de esta colección. Juanjo de Goya lo ha vuelto a hacer, es impresionante. El equilibrio se ha roto. La oscuridad se cierne sobre Inevitable. Los lemniscatas han hecho prisioneros a los cronarcas y amenazan con destruir la paz por la que tanta sangre se ha derramado. El destino de unos y otros recae en manos de Alexandra, cautiva en el Anillo Oscuro en contra de su voluntad e inmersa en una guerra que le es ajena. Junto a Jack, y con la ayuda de un extraño y enigmático individuo, deberá hallar la manera de huir y de restablecer la armonía antes de que sea demasiado tarde. Este es el final de la trilogía Bellenuit que ha dejado miles de fans de la saga, si te gusta la fantasía, es sin duda un final perfecto y redondo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 390

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice de contenido
Portada
Entradilla
Créditos
Dedicatoria
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
Extractos de los diarios de Viktor
Epílogo
Carta a los lectores
Más Nowevolution

.nowevolution.

EDITORIAL

Título: La cronarca sin sombra.

Saga: Bellenuit (vol. 3)

© 2012-2017 Juanjo de Goya.

© Ilustración de portada

y Diseño Gráfico: nouTy.

Colección:Volution.

Director de colección: JJ Weber.

Primera edición septiembre 2017.

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2017.

ISBN:978-84-16936-28-1

Edición digital noviembre 2017

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Más información:

nowevolution.net/ Web

[email protected] / Correo

nowevolution.blogspot.com / Blog

@nowevolution/ Twitter

nowevolutioned / Facebook

nowevolution

A Ramón y Pina,

 

1

 

 

 

 

 

«El tiempo se alarga y pesa

en este lugar herido

donde la noche se ha ido

y el día nunca regresa. »

 

Incontables años atrás, muchos más de los que puedo y quiero recordar, estos versos descansaban imperturbables en un descomunal fragmento de roca entre los escombros desprendidos del Anillo Negro. Muy poco quedaba de la majestuosidad de la imponente construcción, otrora indiscutible símbolo lemniscata, un hito de la creación que en ese particular instante no era más que un triste recuerdo derruido. Las miradas de los que allí nos encontrábamos contemplaban arrepentidas la desolación que cubría aquellas tierras baldías. Lo que con el tiempo llegaría a conocerse como Cisma CYD, había abierto una brecha insalvable entre las cinco grandes familias, un abismo que provocó la muerte de miles y asoló Inevitable. Nada ni nadie fue ajeno al caos que barría nuestro mundo, una epidemia de destrucción, odio y miedo de la que parecían alimentarse los lemniscatas. Tan solo habían transcurrido cuatrocientos años, pero ya nada quedaba de la paz con la que los Cinco Maestros pusieron fin a la oscuridad y el terror del que se habían servido nuestros antepasados para gobernar miles de años durante el Lemniscatazgo, una etapa que se resignaba a perecer y caer en el olvido.

Hubo una época en la que creía que el paso del tiempo enseña, que de lo malo se aprende y la tristeza y el sufrimiento cicatrizan en el corazón dejando huellas imborrables que nos instruyen, pero la realidad es bien distinta. Jamás aprendemos. Estamos condenados a repetir los mismos errores una y otra vez.

De aquel día recuerdo sobre todo el silencio, un silencio lúgubre y perturbador que se atragantaba y hacía difícil respirar. Allí hasta donde alcanzaba la vista, un mar de piedras se extendía bajo una nube de polvo negro. Y también recuerdo que Lem me apretaba la mano.

A pesar de su corta edad, nuestro padre quiso que presenciáramos la reconstrucción del Anillo, contradiciendo a nuestra madre, quien defendía su postura entre lágrimas, aterrada ante la posibilidad de vernos involucrados en la guerra de los lemniscatas. Sin embargo, mi padre, terco, obstinado y firme, blandía la importancia de una lección que ni mi hermano pequeño ni yo podríamos olvidar. «Será un día que pasará a la historia, hazme caso», dijo esa mañana temprano ante la preocupación de mi madre, que no pudo sino resignarse cuando abandonamos la casa en la que vivíamos para reunirnos con el grupo de lemniscatas al que pertenecía mi padre. Era uno de los muchos seguidores de Arle Taladar, único descendiente vivo de Roal Taladar, uno de los Cinco, el Maestro lemniscata más sabio y poderoso. Muy lejos de su antepasado, Arle era un lemniscata a quien el título de Maestro le venía grande. Había asumido el cargo con inevitable resignación y claramente abrumado.

Desde la muerte del último de los Cinco Maestros, sesenta años después del Alzamiento, el título, transformado en patrimonial, fue legándose de padres a hijos como si se tratase de un vulgar abalorio al que los sucesivos herederos se aferraban con enfermizo fanatismo, una obsesión patética por detentar la sombra del poder de sus ancestros que había corrompido y hecho enloquecer a muchos lemniscatas.

Arle era joven, carecía por completo de carisma y nadie habría dicho que fuese brillante, pero sus incondicionales, que no eran pocos, le profesaban un respeto casi reverencial. Y entre estos se encontraba mi padre.

De las cinco grandes familias, cada una fruto de uno de los cinco títulos de Maestro adquiridos, los Taladar eran los únicos que se mantenían en lo posible alejados del conflicto que diezmaba a los suyos, los únicos que mantenían relaciones con los cronarcas y los únicos que se preocupaban por reparar los destrozos causados por el enfrentamiento. De alguna manera, Arle Taladar se sentía enteramente responsable por la destrucción.

Lem y yo nos manteníamos a una distancia prudencial, alejados de los demás. Cuando el grupo con Arle a la cabeza se detuvo, nosotros también lo hicimos. Acabábamos de llegar y la vasta extensión de polvo y piedra se descubría ante nosotros. Solo había sobrevivido a la debacle la base del Anillo. Mi padre y los demás alzaban la cabeza compungidos, como si fuesen capaces de ver allí mismo, todavía en pie, el gigantesco anillo negro de más de doscientos hombres de altura.

Durante algo más de un minuto nadie se movió ni tampoco se escuchó palabra alguna. El silencio se fundía con las insignificantes partículas de polvo que oscurecían y enrarecían el ambiente.

Lem jamás había visto el Anillo, pero miraba hacia arriba imitando a los demás mientras agarraba mi mano con inusual fuerza.

El Anillo Negro había sido mucho más que una bella, inmensa y aterradora figura recortada contra el cielo. Erigido durante el Lemniscatazgo, los lemniscatas habían hecho de él un símbolo. Fue su captura lo que determinó el cambio. Los lemniscatas impuros, término con el que los Cinco Maestros se referían a todos aquellos lemniscatas cuyo egoísmo, codicia, crueldad y avaricia impedían proteger la Creación y quienes habían gobernado Inevitable a través del miedo durante milenios, fueron desterrados, abandonados en algún lugar del que resultaba imposible retornar, y con ellos, sus doctrinas de terror. O eso se creyó entonces. Lo cierto es que muchos lemniscatas todavía creían en la superioridad de su poder y en el derecho a ejercer autoridad sobre todo y todos. Fue esto precisamente lo que enfrentó a lo largo de sucesivas generaciones a los descendientes de los Cinco, autoproclamados Maestros «por herencia y voluntad de la Creación».

—No hay nada.

Su vocecilla quebró el prolongado y fantasmal silencio. Una mujer se giró mirándonos con indulgencia. Éramos los únicos niños. Yo no tenía más de catorce años y Lem ni siquiera había cumplido seis.

La ausencia del Anillo Negro, roto en millones de fragmentos diseminados frente a nosotros, estremecía el corazón. Jamás he sentido un pesar semejante al de que aquel día. Sabía que podrían reconstruirlo, al fin y al cabo eran lemniscatas, hacen y deshacen a voluntad con la misma facilidad con la que cualquiera abre y cierra los ojos, pero la inexistencia que contemplábamos pesaba como una gigantesca losa, una imagen que ni siquiera un Anillo nuevo sería capaz de borrar. Y no me equivocaba. Tiempo después, frente a la copia, no pude evitar rememorar el vacío dejado por el original.

—Ya —contesté sin saber muy bien qué decir.

Lem arrugó la nariz con frustración, contrariado.

—¿Y qué miran? —preguntó señalando al nutrido grupo de inevitables, en su mayoría lemniscatas.

No supe qué responder. Encogí los hombros y dejé escapar un largo suspiro.

—¿Ves todas esas piedras? —le dije.

Asintió oteando el horizonte, curioso.

—Esas piedras —continué diciendo— antes de ser piedras eran el Anillo Negro.

Extendiendo el brazo que tenía libre, dibujé un enorme círculo en el aire ante la atenta mirada de Lem. Él jamás había visto aquel aro antes de su destrucción, pero su imaginación era portentosa.

«Ah», se limitó a decir.

Sonreí tímidamente y miré hacia el grupo de adultos. El embrujo colectivo se había disipado y parecían volver poco a poco del sueño en el que se habían sumido.

Arle Taladar dio un par de pasos, se encaramó no sin cierta torpeza a una roca y se giró para dirigirse a todos los presentes. Su mirada cansada estudió uno a uno los rostros que concurrían frente a él. Se frotaba las manos con nerviosismo, pero henchía el pecho queriendo mostrar mayor seguridad en sí mismo.

—Hermanos —comenzó.

—¿Quién es ese? —preguntó Lem apretándome la mano y tirando de mi brazo hacia abajo.

—Shh —. Lo hice callar.

—Lo reconstruiremos y volverá a ser lo que era —continuó Arle alzando ligeramente la voz—. Los lemniscatas impuros han ido demasiado lejos. Esto es un insulto a la Creación y no permitiré que vuelva a ocurrir. Hoy, aquí, ahora, esta guerra sin sentido terminará.

Entonces hizo una pausa, esperando la reacción de su público. No podía ver sus caras desde el lugar en el que me encontraba, pero intuí una mezcla de incredulidad y devoción. Eran conscientes de que la guerra no iba a terminar ese día, por mucho que se lo propusiera Arle Taladar. Sin embargo, albergaban cierta esperanza y querían creer. Tenían fe en el Maestro lemniscata.

—¿Se acaba hoy la guerra? —preguntó Lem con entusiasmo.

Me reí en silencio. Su inocencia era un rayo de sol en un día nublado.

—Eso ha dicho, pero no creo.

—¡Oh! —exclamó.

Parecía decepcionado. Nuestra madre siempre había intentado mantenernos alejados de la guerra. Se refería a ella como a algo muy lejano, pero mi padre, fiel seguidor de Taladar, se encargaba de que conociésemos la realidad que nos tocaba vivir entonces.

—Primero vamos a deshacernos de los restos —continuó de pronto Arle—. Los lemniscatas nos ocuparemos de los fragmentos más grandes y pesados. Dividíos en grupos y separaos para cubrir más terreno —le dijo específicamente a los suyos—. Los demás, quiero que busquéis entre los escombros cualquier cosa que haya sobrevivido a la destrucción. Con suerte, quizá podamos rescatar algún pedazo de historia. Tenemos mucho trabajo por delante, así que empecemos cuanto antes.

Se contaban más de cien cabezas, la mayoría lemniscatas, pero también había algún cronarca y unos cuantos inevitables comunes, aquellos que no poseían ninguna de las dos habilidades. En cierto sentido, el Anillo Negro no era sino una parte de todos nosotros.

Antes de reunirse con el resto de lemniscatas, nuestro padre caminó hasta donde nos encontrábamos Lem y yo, a cierta distancia del grupo, como observadores indiferentes.

—Dante, cuida de tu hermano —me dijo—. No quiero que molestéis a nadie ni arméis jaleo.

—¿Y qué vamos a hacer aquí? —protesté con insolencia.

Nuestro padre era un tipo serio y autoritario. Se esforzaba febrilmente en enseñarnos valores, pero carecía de la capacidad para tratarnos con cariño. La nuestra era una relación más bien fría.

Me miró con esa inflexibilidad del que se sabe al mando hasta que aparté la vista. Entonces nos habló de la importancia del momento que presenciábamos, de lo trascendente que sería para la historia y cuán afortunados éramos por tener la oportunidad de estar allí.

—Algún día me lo agradeceréis —sentenció antes de darnos la espalda y regresar junto al resto.

Arle Taladar reunió a los lemniscatas. Mi padre acudió presto y se unió al círculo que formaron en torno a la figura del Maestro. Mientras tanto, una mujer a la que el propio Arle había designado como encargada vociferó apremiante, llamando a los demás.

Ajenos, inexistentes para muchos, atrapados en una espera impuesta, Lem y yo nos sentamos, yo primero, él después, imitándome, apoyando la espalda en aquella roca tan inmensa y llena de verdad. «El tiempo se alarga y pesa / en este lugar herido». Y allí permanecimos durante qué sé yo cuánto.

—Sai —dijo Lem, temeroso de romper la concentración, en realidad sopor, en la que me creía abstraído.

Así es como él me llamaba. «Hermano mayor» en la olvidada lengua de Inevitable.

—¿Qué?

—Me aburro —confesó con gesto triste.

—Y yo —contesté al tiempo que me levantaba.

No vi a nuestro padre, pero a una veintena de pasos una pareja de lemniscatas estudiaba con detalle un fragmento desprendido bastante grande. A lo lejos divisé un grupo que se movía con lentitud entre los escombros y un poco más allá una roca se elevaba en el aire e inmediatamente después desaparecía, fundiéndose con la capa de polvo negro que todo lo cubría. Ese era el aciago destino de las piedras más vastas, juzgadas y sentenciadas por los que creaban y destruían.

—¿Jugamos a algo? —preguntó Lem.

Me reí con una estruendosa carcajada cuando vi su rostro ennegrecido, tiznado por aquella nube caprichosa a ras de suelo.

No entendió por qué me desternillaba, pero no tardó en unirse a mí cuando vio mi rostro, igualmente manchado.

—¡Estás negro! —señaló, divertido.

Me pasé la mano por la mejilla y en seguida la palma adquirió un color negruzco.

—¡Y tú!

Lem se miró las manos, negras después de haber toqueteado decenas de pedruscos, y esbozó una sonrisa orgullosa.

—¿Quieres dibujar conmigo?

Contempló su obra, satisfecho. Trazadas en el suelo, varias figuras irreconocibles, al menos por cualquiera que no poseyera la descomunal imaginación de mi hermano, se mostraban ante nosotros.

—¿Qué es eso? —quise saber.

Extrañado por mi pregunta, volvió a mirar sus dibujos.

—¿No los ves?

—¿El qué?

—¡Dragones! —exclamó.

Su imaginación no tenía límites. Soñaba cosas y seres que no existían, vislumbraba lugares que jamás había visitado pero que podía describir con un detalle tal que te hacía creer lo contrario, se inventaba olores que solo él percibía y fantaseaba cambiando la textura de lo que tocaba. Mi madre solía decir que se convertiría en el lemniscata más importante de la Creación, que concebiría criaturas increíbles y maravillosas y sería envidiado por todos.

—¿Y eso qué es?

Se humedeció los labios y posó un dedo uno de sus dedos índices sobre ellos con gesto reflexivo.

—Son como saurios, pero muy grandes —dijo al cabo de unos segundos—, mucho más grandes. ¡Y con alas! Pueden volar, como las nubes. Y tienen una cola larguísima, garras, y cuernos, y dientes muy afilados. Y si los tocas, están calientes, porque tienen fuego dentro.

Su entusiasmo crecía con cada palabra que abandonaba su boca. Examiné los dibujos de nuevo, pero sin éxito. Ni siquiera estudiándolos desde distintas posiciones fui capaz de reconocer lagarto alguno, y mucho menos un dragón.

—¿Fuego dentro?

Profirió un sí rotundo a modo de respuesta, muy serio, y después añadió que aquellas criaturas podían escupir llamas si se les antojaba.

Sonreí y le revolví el pelo.

—No sé dibujar tan bien como tú, pero mira lo que tengo.

De la faltriquera que llevaba atada con unas cintas a la cintura saqué una masilla muy elástica y flexible con la que formé una esfera casi perfecta. El resultado era una especie de pelota de goma blanda con la que solíamos jugar mi hermano y yo, y que iluminó su rostro nada más aparecer.

—¡Pásamela! —me urgió.

Nos entretuvimos lanzándonosla durante un rato. Por increíble que pareciese, no necesitábamos nada más para disfrutar y amenizar la interminable espera.

De vez en cuando estiraba el cuello y observaba en derredor. Las labores de limpieza de la planicie avanzaban a buen ritmo y ni rastro de cansancio, lo que me llevaba a deducir que estaríamos allí hasta que el cielo se oscureciera. En una de aquellas pausas busqué con la mirada a nuestro padre, pero no identifiqué su figura en ninguno de los grupos de lemniscatas, sin embargo me topé con la sonrisa de una mujer hermosísima que me cautivó durante un instante fugaz.

—¡Sai!

El tono quejumbroso de Lem me obligó a apartar la vista.

—¿Qué?

—No la has cogido —dijo señalando un lugar a mi espalda.

Al girarme vi que la pelota había ido a parar unos metros más allá de donde me encontraba. Fui a recuperarla, pero al agacharme hubo algo que atrajo mi atención, un movimiento furtivo tras una roca. Me acerqué con cautela, escrutando muy lentamente el entorno y entonces lo vi. Atemorizado, al amparo de una piedra, un infinitum de color gris clavaba sus dos enormes ojos en mí.

—Hola —susurré.

Jamás había visto un infinitum tan de cerca y me quedé maravillado, paralizado, incapaz de mover un solo músculo. Quería avisar a Lem, gritar para que se acercase corriendo, pero temía que el infinitum, al tratarse de criaturas de naturaleza huidiza, se marchase.

El pelaje que abrigaba su cuerpo estaba tiznado de negro, como sin duda también mi cabello, al igual que la piel de mi rostro. Se ocultaba parcialmente tras la roca, aunque en su mirada brillaba la curiosidad que le obligaba a abandonar la seguridad de aquel escondrijo.

—Tranquilo, no te voy a hacer nada —musité en el tono más amigable del que fui capaz.

Rodó a un lado, descubriendo su esférica forma por completo y sonreí al verlo, lo cual pareció agradarle.

Muy despacio, alargué mi brazo con intención de tocarlo, a lo que el infinitum respondió con un movimiento abrupto a la desesperada, ocultándose tras la piedra de nuevo.

—No, no, espera. No quiero hacerte daño —dije a la vez que retiraba la mano—. ¡Vuelve!

Intrigado por mi insistencia, reapareció asomándose, temeroso. Parpadeó dos veces y en esta ocasión no me moví ni un ápice, ni siquiera cuando a cierta distancia, a mi espalda pero acercándose, escuché la voz de mi hermano.

—¿Qué pasa? ¿Hay algo ahí?

Un relámpago de inquietud cruzó la mirada de la pequeña bola gris, pero no se guareció, permaneció asomado.

Levanté el brazo, tratando de indicar a Lem que se aproximase muy despacio, y le insté a callar con un siseo, sin apartar la vista de los ojos del infinitum, que permanecía estático e inalterable.

—No te asustes.

Sabía que en cualquier momento se marcharía. Rara es la oportunidad de compartir un espacio tan reducido con un infinitum. Decenas de miles de años de Creación no han servido para arrojar siquiera un minúsculo haz de luz sobre ellos, tan viejos como la noche, cautelosos, discretos y, ante todo, independientes. Vagan con libertad, ajenos a nosotros, ilusos dueños del mundo, que los veneramos y respetamos casi como seres superiores. Y digo casi porque muy poco era —y todavía es— conocido de estas criaturas extrañas que bien podían haber surgido de la desbocada imaginación de mi hermano, pero que en realidad nos preceden en el tiempo.

—¿Eso es un infinitum? —entonó Lem, titubeante.

El infinitum alzó la vista por encima de mi hombro y se encontró con los ojos estupefactos de mi hermano. Supuse que huiría, pero me equivoqué: la bolita se quedó allí, atraída por la ilusión en los acuosos ojos de Lem.

—Sí —repliqué, aún perplejo.

—¡Es como una pelota! —exclamó.

Se sentó a mi lado, apoyando los codos sobre sus menudas rodillas y sujetándose la mandíbula con las manos.

La criatura rodó entonces, mostrándose, y dio un par de botes. Lem rio alegre y el sonido de su carcajada animó al infinitum, que continuó botando.

—Está sucio como nosotros —dijo entre risas.

Jamás olvidaré aquel instante; quedó grabado en mi memoria para la eternidad. El júbilo dibujado en la mueca de Lem, el dichoso polvo negro, fragmentos del Anillo aquí y allá, la mirada inocua del infinitum, el silencio ahogado en la carcajada de mi hermano. Ese fue el instante que precedió a mi martirio. Lo que veo cuando cierro los ojos y lo que me amedrenta en sueños.

De súbito, todo se precipitó. Un repentino, brusco e inesperado movimiento de Lem provocó que el infinitum se apartase de un salto, espantado, y se alejase de nosotros. Hipnotizado por los brincos de piedra en piedra de la criatura, no reparé en mi hermano, que salió disparado tras la bolita gris todavía riendo.

—¡Lem! —grité.

Pero no me escuchó. Absorto, perseguía al infinitum todo lo rápido que sus aún cortas piernas le permitían, salvando cualquier obstáculo en su camino.

El infinitum se dirigió hacia un grupo de inevitables que recogían libros destrozados de entre los restos de lo que pudo haber sido una biblioteca. Pero ante la alarma de estos al ver una de aquellas esquivas criaturas perseguidas por un niño, de improvisto cambió de rumbo, dirigiéndose hacia dos jóvenes lemniscatas que en ese preciso momento alzaban una gigantesca losa negra sobre sus cabezas.

—¡Espera, Lem!

Justo cuando estaba a punto de alcanzarlo, tropecé con una roca y caí de bruces. El golpetazo fue terrible y el dolor, tan insoportable que no pude levantarme. Y fue allí, tirado en el suelo, lacerado por el severo impacto, cuando mi vida cambió para siempre.

Concentrando toda su atención y habilidad en el colosal fragmento que hacían girar muy lentamente en el aire y que poco a poco se desgastaba, fundiéndose con el polvo negro, los dos lemniscatas no eran conscientes de lo que ocurría a su alrededor. Arrogantes, impacientes e inexpertos, características propias de su juventud, creían tener la tarea bajo control, cuando ni siquiera se habían preocupado de establecer un perímetro de seguridad. Pero no los culpo. Las desgracias se habían ido sumando una a una de forma inevitable.

El infinitum botó sobre el hombro de uno de los lemniscatas y este, desconcertado por el roce, torció el cuello durante lo que pareció una décima de segundo. Al ver a la peluda criatura, su cuerpo reaccionó instintivamente apartándose, con tan mala fortuna que Lem, a la carrera tras la bola saltarina, se estrelló contra él. Mi hermano cayó a un lado y el lemniscata perdió el equilibrio tambaleándose hasta golpear a su compañero, derribándolo. El suelo recibió a ambos y sin nadie ocupándose de ella, a merced de la gravedad, la gigantesca losa negra se abatió sobre los tres cuerpos allí tendidos, sepultándolos bajo su aplastante peso.

Fue terrible. Desgarré el silencio con un penetrante y prolongado grito cargado de rabia e impotencia. Cerré los ojos y por un instante sentí cómo mi corazón dejaba de latir.

—Lem —dije en un susurro apenas audible.

Entonces sucedió. No pude percibirlo porque nunca antes lo había hecho, pero el tiempo se detuvo una milésima de segundo y después comenzó a retroceder. La monstruosa roca negra se izaba muy lentamente, como si estuviese atada a una cuerda y alguien tirase del otro extremo.

—No puedo creerlo —escuché que decía una voz desgastada a mi espalda.

Me incorporé como buenamente pude, todavía dolorido por la caída, y me volví para encontrarme con un anciano de abundante barba blanca.

—Se ha terminado —dijo con una enigmática sonrisa y la mirada perdida en el enorme fragmento que se elevaba sobre los cuerpos de los dos jóvenes lemniscatas y el de mi hermano.

—¿Qué?

—Por fin se ha acabado.

Dejó caer un libro que hasta el momento agarraba, se llevó la mano a la frente y echó la cabeza hacia atrás.

—Ya está —añadió. Y en su voz advertí que algo muy pesado abandonaba su cuerpo.

Aquel hombre y su locura no me interesaban en lo más mínimo, así que me levanté y cojeé en dirección a Lem sin perder de vista la enorme roca que lentamente aún ascendía, torturado a cada paso que daba por un acuciante y casi insufrible dolor. Temí lo peor mientras me aproximaba. El cuerpecito de Lem no mostraba signos de vida, tampoco los de los lemniscatas. Las tres siluetas formaban un todo con la sombra proyectada del fragmento del Anillo en el aire.

—¡Espera, chico! —gritó el anciano.

Ignoré su llamada y continué mi sufrida carrera. La piedra podría volver a caer en cualquier momento y tenía que sacar de allí a Lem antes de que sucediera. No sabía cómo ni quién elevaba la inmensa losa, ni por cuánto tiempo más sería capaz de hacerlo, así que apreté el paso cuanto pude, ignorando el tormento que padecía mi rodilla. Y tras recorrer lo que me parecieron decenas de kilómetros en lugar de unas cuantas decenas de pasos logré llegar, angustiado y apenas esperanzado. Me detuve justo antes de cruzar la línea que separaba luz y oscuridad, en el límite de la sombra aterradora.

Los pulmones me ardían y el dolor se hizo más real cuando el peso de mi cuerpo descansó sobre la pierna lastimada. La inmensidad de la roca que pendía de la nada sobre mi cabeza me sobrecogió. Tragué saliva y, haciendo acopio de fuerzas, me sacudí el miedo y crucé la raya que se interponía entre mi hermano y yo.

Me acerqué con prudencia, muy despacio, deseando que todavía respirase y que los lemniscatas pudieran salvarlo. Si por el contrario yacía muerto, no habría ninguna esperanza.

Resulta irónico que unos seres con la capacidad de crear vida no puedan devolvérsela a una criatura que la ha perdido, pero ese es el estigma de los lemniscatas, un yugo que nos persigue.

De pronto atisbé un apenas perceptible movimiento del brazo de mi hermano y un torrente de esperanza se inyectó en mi corazón.

—¡Lem! —grité.

Con energías renovadas, me abalancé sobre su cuerpo menudo y me arrodillé junto a él. Tumbado de lado, se cubría el rostro con un brazo, se diría que apaciblemente dormido. Entonces posé con mucha delicadeza la mano sobre su costado, susurrando su nombre, temiendo despertarlo, mas algo extraño e inesperado ocurrió. Como si no existiera, como si fuese un ente de luz, como si formase parte de un sueño, mis dedos no llegaron a rozarlo, sino que lo atravesaron. Estupefacto, retiré mi extremidad al instante e inmóvil contuve la respiración. Nada se antojaba diferente cuando estudié anonadado la palma de mi diestra, incluso recorrí con el índice de la mano opuesta las líneas que surcaban mi piel. Aquello era irreal. Supuse que la mente me había jugado una mala pasada, fruto de la tensión y el pánico, así que volví a intentarlo. Desafortunadamente me equivocaba y lo comprendí cuando por segunda vez mis dedos traspasaron el cuerpo de Lem.

—Es inútil. No es tu hermano, sino su sombra.

El anciano se encontraba justo detrás de mí.

—¿Qué está pasando? —pregunté, atemorizado.

—Cuando el tiempo retrocede son sombras intangibles.

—¿Qué?

Entonces sabía muy poco sobre el tiempo. Criado en una familia lemniscata, nada se me había enseñado al respecto, a excepción de lo que atormentaba a los cronarcas, la imposibilidad de volver atrás. El tiempo solo tenía una dirección, hacia delante. Por lo que, en consecuencia, aquel anciano demente debía de sufrir algún trastorno.

De presencia abatida, hombros caídos y considerable estatura, sus ojos, bajo unas frondosas cejas canas, me miraban afligidos, lastimeros, como apiadándose.

—Llevo mucho tiempo esperando que aparecieras —dijo. Y en su voz reconocí un hastío infinito.

—¿De qué habla? —repliqué, enajenado—. Tenemos que sacar a mi hermano de aquí. Y a esos dos lemniscatas también —añadí apuntando a las otras dos figuras bajo la gigantesca losa.

Una sonrisa desconcertante surgió en su rostro enmarcada por la profusa barba del color de la nieve.

—Mira —dijo él, señalando con una inclinación de la cabeza hacia los lemniscatas.

Cuando volví el rostro, los cuerpos de los dos inevitables que allí yacían se levantaban, pero de una manera muy extraña y lenta. Sus movimientos carecían de naturalidad, como si una fuerza exterior gobernase sus músculos y tirase de ellos.

—¿Qué ocurre? —inquirí, atónito.

—Ya te lo he dicho. El tiempo está retrocediendo —contestó.

El cuerpo de Lem también se movía, tan despacio y artificialmente como el de los otros.

—Pero… —balbucí mirándome las manos—. Nosotros…

—Lo sé —dijo el anciano—. Ni tú ni yo retrocedemos con él.

—Y cómo…

—Esto es tu Tránsito, chico. A partir de ahora tuyo es el poder.

Me levanté con torpeza, evitando tocar a Lem, ignorando el dolor de la rodilla.

—¿Poder? ¿Qué poder?

El anciano volvió a sonreír de aquella manera tan enigmática.

—El poder de hacer retroceder el tiempo, de cambiar el curso de los acontecimientos, de decidir quién vive y quién muere.

No bromeaba. Su rostro revestido de arrugas denotaba absoluta seriedad y yo no pude más que callar.

—Solo uno puede ostentar el poder y ahora ese uno eres tú. Y no te imaginas cuantos años he esperado que sucediera. En más de una ocasión he querido abandonar, pero este poder arrastra consigo una gran responsabilidad, la de esperar al siguiente Tránsito.

—¿Tránsito? —musité.

—Dentro de mucho tiempo, o poco, quién sabe, el destino es caprichoso, ocurrirá lo que ahora está ocurriendo. El tiempo comenzará a retroceder sin que tú lo hayas decidido. Entonces lo sabrás. El poder se habrá transferido a otro individuo y tú quedarás libre. Siempre transcurre de la misma manera: un suceso traumático desencadena el Tránsito. En tu caso es este —señaló hacia arriba y después a mi hermano—, y ahora está en tus manos decidir lo que ocurrirá. Pero no te preocupes, tendrás todas las oportunidades que quieras para salvar a tu hermano. El Tránsito determina tu Cero Absoluto, el límite hasta el que puedes hacer retroceder el tiempo.

El hombre hizo una pausa y miró en derredor. Después continuó:

—En cualquier momento todo se detendrá y ese será tu Cero Absoluto, pero debes actuar con celeridad porque solo permanecerá así durante unos minutos. De inmediato el tiempo reemprenderá su curso. Y si quieres modificar algo, tendrás que hacerlo en ese intervalo. Ya has comprobado que mientras retrocede no puedes tocar ni alterar elemento alguno. Esas son las reglas.

Observé primero a mi hermano, que permanecía en el suelo, y luego a los dos lemniscatas, que ya estaban casi por completo de pie, recreando a la inversa el golpe entre ambos que los había llevado al suelo.

—No obstante, chico —continuó el anciano—, te recomiendo, y este es el consejo de alguien que ha vivido muchísimos años, que no hagas ningún cambio. Nunca. Cualquier alteración, por pequeña e insignificante que sea, acarrea un número infinito de consecuencias. Lo que en un principio puede parecer una buena decisión, créeme, al cabo de una década no lo habrá sido tanto.

—Pero, ¡yo no soy cronarca! —protesté.

Antes de que el tiempo se detuviese, tal y como el anciano predijo, recuerdo haber pensado en mi padre y en la magna decepción que sentiría si mis habilidades lemniscatas no se manifestaban.

—Es indiferente —replicó el viejo—. Yo ni siquiera soy cronarca o lemniscata. El poder de hacer retroceder el tiempo es independiente a todo.

De pronto, con gesto adusto, calló. Sus hombros se tensaron y su mirada se desvió. Allí donde sus ojos apuntaban vi al infinitum gris que había perseguido Lem.

—El infinitum —murmuré.

La criatura saltarina se alejaba dando botes.

—Son criaturas especiales —dijo el anciano—. El retroceso del tiempo no les afecta. Solo ellos y nosotros somos conscientes de lo que ocurre.

Repentinamente un escalofrío recorrió mi espalda. El viejo pareció también sentirlo.

—Ya está aquí —dijo, grave—. El tiempo se ha detenido.

No fui consciente hasta ese momento de la crudeza de mi situación. Un frío inesperado invadió mis entrañas, erizando el vello de mi piel, como si el invierno hubiese llegado en un parpadeo. La nube de polvo que bañaba la planicie se transformó en algo tangible, una gigantesca, agobiante e hirsuta tela de araña. Y nada parecía moverse. Pero lo más inquietante era el silencio. Desolador, hermético, implacable.

—¿Por qué yo? —pregunté al cabo, todavía abrumado.

El anciano se encogió de hombros.

—Yo tampoco tuve elección. Ocurrió.

—¿Y ahora?

—Este es tu Cero Absoluto. Por mucho que lo intentes, nunca podrás hacer retroceder el tiempo más allá de este instante.

—¿Y cómo lo hago?

—¿El qué? ¿Hacer que el tiempo retroceda?

Asentí, inmerso de lleno en aquella locura.

—No te preocupes, chico, aprenderás. Ahora es momento de decidir.

Extendió los brazos, invitándome a contemplar los cuerpos yacientes bajo el fragmento del Anillo suspendido en el aire.

—Dos opciones. La primera, permitir que los acontecimientos se desarrollen como supuestamente deberían. La segunda, intervenir.

—Pero van a morir —apunté.

—Eso no lo sabes —dijo—. Es posible. Después de todo, una piedra bastante grande está a punto de aplastarlos. Sin embargo, no lo has visto morir, así que no puedes saber lo que ocurrirá.

Acaricié el rostro de Lem y me reconfortó sentir su piel, ya no era una sombra.

—Sea como sea, chico, date prisa porque el tiempo regresará en cualquier momento. Y no creo que quieras permanecer aquí cuando ocurra.

El anciano se retiró, apartando la maraña de polvo negro de su camino, como un explorador que se adentra en la selva virgen, y se cobijó al amparo de la luz.

Mentiría si dijese que entonces un atisbo de duda empañó mi juicio. Ni siquiera dediqué un mísero segundo a los dos lemniscatas. Cogí y levanté como mejor pude el cuerpecito de Lem, rígido como una estatua pero afortunadamente ligero como el del niño de seis años que entonces era, y abandoné renqueando la acechante sombra de la losa negra apenas unos segundos antes de que el tiempo reanudase su marcha.

Junto al anciano y posando a Lem el suelo, sentí a mi espalda el inmenso estruendo que provocó la roca al caer. Y en mi cabeza escuché los fútiles gritos de los lemniscatas sepultados, las dos primeras víctimas de una lista tan larga que requeriría de varias vidas para leerse.

—Sai —murmuró, asustado, mi hermano.

Indefenso, tendido a mis pies, estaba confuso.

—Lem.

Me agaché, sintiendo un dolor punzante en la pierna que parecía querer demostrarme que aquello había sido real y no un producto de mi imaginación, le ayudé a incorporarse y lo abracé, consciente de que una parte de mi hubiese muerto con él.

—Recuerda —dijo el anciano posando su arrugada mano en mi hombro—, solo hasta el próximo Tránsito.

Ni él ni yo pudimos predecir que habrían de transcurrir más de quince mil años hasta la noche del Tránsito de Alexandra Bellenuit.

 

 

 

 

 

 

 

 

2

 

 

 

 

 

Uno no olvida el silencio. Los recuerdos se adhieren a nosotros dejando huellas indelebles, cicatrices, a veces evidentes, en ocasiones imperceptibles, que nos acompañan queramos o no. Podemos ignorar que existen, bloquearlos o aislarlos en una remota celda de nuestra mente, pero no nos abandonan. A menos que un lemniscata así lo quiera. Los más experimentados somos capaces de hacerlo, eliminar un recuerdo para siempre. Pero es una práctica cruel de la que he procurado hacer uso solo como último recurso, a la desesperada, aunque me he visto obligado a recurrir a ella demasiadas veces. Cuando un recuerdo desaparece deja un vacío, una triste, profunda e irreparable ausencia que te consume, algo que lamentablemente he presenciado y sufrido. Pero, por fortuna, el silencio permanece en mi memoria. Y no hay silencio igual al que reina cuando el tiempo retrocede.

Décadas habían pasado, casi una vida, una de tantas, desde la última vez que hice retroceder el tiempo. Entonces me juré que nunca más, que se había acabado, que estaba harto y que jamás volvería a alterar su curso. Y fui fiel a mí mismo como nunca antes lo había sido. Me recluí de propia voluntad en el Anillo Negro, ahora conocido como Oscuro, desentendiéndome de la promesa contraída, esperar al siguiente Tránsito, ese que nunca llegaba y que tanto me había hecho padecer. Cientos de existencias en mi haber, cada una de ellas con sus alegrías y sus penas.

Mi maldición: envejecer y prevalecer sobre todo y todos por culpa de aquel compromiso inquebrantable, haciendo retroceder el tiempo para volver a ser joven una y otra vez, a la espera del Tránsito que habría de librarme de las esclavizantes cadenas que arrastraba desde aquel aciago día entre las ruinas del lugar en el que ahora me encontraba.

El Anillo, la prisión de la noche eterna, vería perecer el poder. Todo terminaría donde había comenzado, pensaba entonces, creyéndome ganador de una partida de ajedrez en la que no era jugador, sino pieza. Iluso, me había encerrado en una celda, aguardando el inevitable final. Pero una vez más, el destino me demostró cuán equivocado estaba tensando los hilos de los que yo pendía al tiempo que introducía en escena una nueva y joven marioneta de ojos verdes.

Jamás olvidaré la primera vez que escuché su voz. «¡No tengo miedo a la oscuridad!», había gritado. Se me había helado la sangre cuando oí aquel chillido.

Mi celda se encontraba frente a la suya, aunque la oscuridad en la que nos sumíamos me imposibilitaba ver. Sin embargo, tras el tremendo alarido, una luz brotó iluminando los escasos diez metros en los que se encontraba atrapada, mostrándome una mujer joven, casi una niña, con el ojo izquierdo amoratado y cegada por el repentino resplandor. Pero aquello duró solo un instante, porque el telón de sombras volvió a caer. Sonreí con melancolía entonces. Esa sucia artimaña no me era desconocida, y no por haberla padecido, no soy más que un viejo loco y cansado para ellos, sino por presenciar la primera vez que se puso en práctica.

Maldita la mañana en el apogeo de la Gran Guerra que un lemniscata cuyo nombre ya no recuerdo había sugerido a Arle Taladar hacer uso de tal vil treta para sonsacar unas pocas palabras a un cronarca.

Tal y como esperaba, la luz regresó y pude ver de nuevo a la chica, agachada en una esquina junto a una caja de cristal que encerraba en su haber una criatura blanca.

—Un infinitum —murmuré, sorprendido. Y sin todavía saber lo que ocurriría días después, por casualidad, en mi mente se agolparon fugazmente imágenes de mi Tránsito, Lem, el anciano y la infame bola gris.

Perdido en mis recuerdos, no advertí el retorno de la profunda oscuridad hasta que una voz masculina me devolvió a la realidad. Se dirigía a ella y provocó que mi curiosidad despertase del letargo al que años atrás había sido sometida con férrea voluntad.

Quise ver, así que con un único y extenso parpadeo adapté mi vista a las sombras. Nunca me he detenido a pensar en la facilidad con la que puedo alterar cualquier elemento. Supongo que quince mil años de experiencia como lemniscata dotan a uno de una maestría sin parangón.

La chica parecía asustada, se apoyaba en la pared como si temiese desplomarse y oteaba la oscuridad tratando de identificar a su interlocutor, que se mantenía a unos metros del vidrio que lo separaba de la muchacha.

Le preguntó por el paradero de un tal Viktor, lo que me llevó a deducir que era el motivo por el que aquella chica había sido llevada al Anillo, pero el lemniscata dio por concluida la conversación y se marchó.

Entonces yo no estaba al tanto de lo que había ocurrido; no fue hasta más tarde cuando la propia Alexandra me puso al corriente de todo. Sin embargo, intuía que algo serio había sucedido y que el tal Viktor, a quien ella conocía, era el culpable.

Observé con interés durante algún tiempo más. A continuación se sentó junto a la jaula de cristal que encerraba al infinitum blanco, abrazándose las piernas, meditabunda, y permaneció en silencio un largo rato hasta que el sueño la venció, y sin haber derramado una sola lágrima, lo que provocó mi admiración. Incluso la voluntad del más valiente se quebraba a las pocas horas en aquel lugar. Lo he presenciado muchas veces.

A la mañana siguiente se despertó para encontrarse con la insondable oscuridad que nos envolvía. Aterrada, sin duda hambrienta, buscó consuelo en la caja de cristal, a la que se abrazó, y así permaneció unas cuantas horas más antes de volver a quedarse dormida.

Allí dentro no existe el tiempo. El sueño y la ausencia de luz trastornan por completo la percepción del paso de minutos y segundos. Uno está tan cansado que cierra los ojos pensando que la luna ya reina en el cielo cuando el sol apenas acaba de despuntar. Ese desorden te destroza. El cuerpo nunca termina de adaptarse, vive permanentemente desorientado, incapaz de discernir la noche del día, y sientes que lo único que quiere es dormir, descansar.

Un repentino haz de luz la despertó. Alumbraba un punto en el centro de la celda en el que aquel lemniscata, de nuevo al otro lado del vidrio, de espaldas a mí, había hecho aparecer un vaso de agua y un plato con un bollo de pan. La chica quiso levantarse, pero sus músculos entumecidos le dificultaron la tarea. Burlón, el hombre corpulento hizo desaparecer la comida entre carcajadas y entonces se escuchó la voz de un segundo individuo que de súbito obligó al primero a no emitir ruido alguno. «Basta de juegos», había dicho.

—Patrick —dije para mí.

Conocía bien esa voz. Profunda, desgarradora, imperativa. Perfecta para alguien a quien todos temían por sus inigualables facultades lemniscatas.

Ordenó al otro hombre que se marchase e iluminó la celda con una intensa luz blanca que momentáneamente cegó a Alex y me permitió verlo frente al cristal, observando con curiosidad a su cautiva. Su pelo estaba cubierto de canas, no como la última vez que había hablado con él hacía casi una década. Y cuando materializó un par de sillones en el interior de la celda y tomó asiento después de hacer desaparecer el panel de vidrio con un gesto de su mano, también vi que más de una arruga surcaba su rostro.

No pude evitar sonreír al pensar que el todopoderoso Patrick había aceptado el paso del tiempo como algo inevitable, recuerdo que siempre alteraba su propia imagen para mostrarse más joven, pero me inquietaban tantas atenciones. Cada detalle parecía orquestado.

Invitó a Alex a sentarse frente a él y le ofreció unos sándwiches que hizo aparecer sobre una pequeña mesa. Ella se mostró reticente y hasta que el líder de los lemniscatas no liberó al infinitum, que para mi asombro saltó de inmediato sobre el hombro de ella, no se acomodó en el sillón ni se atrevió a beber o comer.

Desde el primer momento tuve la sensación de que algo no encajaba. La escena rezumaba engaño; una artimaña en pos de su confianza.

Mientras Alex devoraba los modestos manjares que su estómago ansiaba, Patrick le explicó que aquello era un malentendido, un desafortunado error y que su única intención era averiguar dónde se encontraba el tal Viktor.

Pronto quedó al descubierto que Viktor era el padre de la chica, un hombre peligroso que eternos, cronarcas y lemniscatas buscaban. También me enteré de que se habían servido de su aspecto para atraparla. Una lemniscata de piel negra que apareció envuelta en una gabardina beis ceñida a su estrecha cintura hizo una demostración frente a mi celda, transformándose en un hombre blanco, supuestamente el tal Viktor. No obstante, la joven prisionera parecía desconocer el paradero de su padre.

Patrick, obstinado, perseverante en su empeño, recurrió entonces a una esfera absoluta que la mujer le entregó, dispuesto a hacer uso de ella para acceder a los recuerdos de Alex. Esta palideció ante la idea en un primer momento, pero más tarde aceptó cuando su madre y lo que el tal Viktor le había hecho fue mencionado. Algo inesperado ocurrió durante el proceso. El casi omnipotente lemniscata no consiguió entrar en la mente de ella y montó en cólera.

Incluso yo me sorprendí. Los acontecimientos se precipitaron de manera inesperada y no tuve tiempo para pensar en la única explicación posible: ella era la próxima. Nadie puede acceder tampoco a mis recuerdos, se ayude o no del poder de una esfera absoluta. Nuestra mente está sellada: territorio prohibido.

Completamente enajenado, Patrick hizo reaparecer el vidrio que cerraba la celda y ordenó a la mujer que trajera a un chico que al poco rato surgió de entre las sombras casi arrastrado por el otro lemniscata. Su estado era lamentable, la camiseta llena de sangre, golpes por toda la cara y apenas consciente de lo que ocurría a su alrededor. Lo dejaron caer allí mismo. Alex rompió a llorar, acosada por las preguntas del líder de los lemniscatas, que se mostraba implacable y dispuesto a lo que fuese con tal de lograr lo que quería.

Durante una fracción de segundo, cuando vi a la mujer sacar una daga de su gabardina y agacharse junto al muchacho, pensé en intervenir. Aquello estaba llegando demasiado lejos, y si no lo hacía yo, nadie lo haría. Las lágrimas de Alexandra perforaban mi corazón como puñales y la sonrisa maniaca e indiferente de Patrick me avergonzaba. Su obsesión por el tal Viktor no parecía tener límites. En sus ojos vi que dejaría morir al chico con tal de provocar una reacción en Alex. ¿En qué estaba pensando? Una respuesta no justificaba la tortura de dos críos indefensos.

Entonces sucedió. La mujer negra clavó la hoja hasta casi la empuñadura en la espalda de Jack y Alex gritó su nombre, un chillido penetrante, de un dolor hondo e insoportable que me despedazó el alma y del que no pude librarme hasta que el tiempo comenzó a retroceder.

Muy despacio, la sangre que manaba de la herida se reintroducía en el cuerpo del muchacho, mientras que la daga, aferrada firmemente por la mano de la mujer, abandonaba la fisura que había creado momentos atrás.

De mi boca escapó un largo y profundo suspiro que se llevó consigo el lastre de una eternidad, un suplicio que por fin acababa.

—Se ha terminado —susurré.

Por un instante recordé a un joven yo y a mi lado creí ver al anciano, su enigmática mueca y el alivio de su mirada.

—Hoy soy yo el viejo —dije sonriendo a su fantasma, que inmediatamente se desvaneció.

Volví entonces mi atención a Alex. La inmensidad del silencio había ahogado su grito. Miraba a un lado y a otro, desorientada, apoyando las manos sobre el vidrio que la mantenía presa. Dos surcos de lágrimas recorrían sus mejillas.

—Floc, ¿qué ocurre? —le dijo al infinitum sin perder de vista la daga que la mujer parecía retirar de la espalda de Jack a cámara lenta.

No había tiempo que perder, así que hice desaparecer el panel de vidrio de mi celda, dejé atrás las sombras y crucé el pasillo esquivando a la lemniscata y el cuerpo yaciente del muchacho.

—Espera, te sacaré de ahí —dije.

Mi imprevista aparición la sorprendió y, temerosa, retrocedió un par de pasos. El infinitum blanco sobre su hombro me miró, hostil.

—¿Quién… eres? —preguntó con cierta angustia.

Sus ojos, de un color verdísimo, me examinaron minuciosamente y en seguida le revelaron que un viejo esquelético, ojeroso, marchito, de caminar torpe y voz desgastada no suponía amenaza alguna.

—Las preguntas, después —contesté—. Ahora tengo que sacarte de aquí.

Coloqué la palma sobre el cristal que nos separaba y lo hice desaparecer.

—Cómo… —comenzó a enunciar.

Ignorándola, me dirigí hacia Patrick abrigando la esperanza de encontrar lo que había creído no volver a necesitar y que yo mismo había entregado al lemniscata años atrás. Sentí un gran desahogo al identificar mi anillo en el anular de su mano diestra.

Mientras tanto, Alex corrió hacia Jack y se arrodilló junto a su cuerpo.

—Jack —musitó.

Quiso acariciar el cabello del muchacho, pero experimentó una sorpresa mayúscula cuando su mano atravesó la cabeza igual que si tratase de un haz de luz.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué…?

—Es su sombra, no puedes tocarlo mientras el tiempo retrocede.

En la expresión de estupefacción que apareció en su rostro me reconocí a mí mismo. Por un instante vi el cuerpecito de Lem en el lugar del de Jack; y el blanco del pelaje de Flocon se volvió gris, como aquel infinitum que habíamos perseguido.