La pasión de los poetas - Jorge Boccanera - E-Book

La pasión de los poetas E-Book

Jorge Boccanera

0,0

Beschreibung

Una selección personal de las historias sentimentales escondidas detrás del poema de amor de autores tan emblemáticos de la literatura hispanoamericana como Pablo Neruda, Delmira Agustini, César Vallejo, Rosario Castellanos, Ernesto Cardenal, Gonzalo Rojas, Gabriela Mistral o Vicente Huidobro. Una antología de biografías amorosas que destapa sus pasiones más dramáticas y turbulentas materializándolas en poemas consagrados universalmente. Una suerte de exorcismo poético repleto de erotismo, tragedia, desencuentros, abandono, soledad, romances tóxicos, liberadores y traumáticos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 429

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



LA PASIÓN DE LOS POETAS

JORGE BOCCANERA

LA PASIÓN DE LOS POETAS

LA HISTORIA DE LOS POEMAS DE AMOR

 

 

© Jorge Boccanera

© 2022, Malpaso Holdings, S. L.

C/ Diputació 327, principal 1.ª

08010 BARCELONA

ISBN: 978-84-18546-62-4

Imagen de portada:

Henri Rousseau. Le rêve, 1910

Todos los derechos reservados.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía, el tratamiento informático, la copia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

 

 

a Jeannette Ujueta Petersen

 

 

Nadie le salva el corazón a nadie

MARÍA MELEK VIVANCO

A MODO DE PRÓLOGO

Ni la poesía ni el amor son asuntos explicables. «Poesía eres tú», dijo Gustavo Adolfo Bécquer. De acuerdo, pero tú, ¿quién eres? La poesía es arena entre los dedos de la razón y lo que amamos –al decir del poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón– es un enigma a punto de ser descifrado. Quizá en ese «a punto de» esté la clave del merodeo de una frustrada cacería; inminencia y atisbo; vislumbre de un dibujo en la arena «a punto de» ser borrado por la ola.

Por todo esto, el intentar en La Pasión de los Poetas narrar la historia que palpita detrás de cada poema de amor duplica el misterio. El desafío tiene que ver con completar los espacios en blanco de una trama que late bajo la textura de los versos sin pretensión ninguna de explicar, aclarar, dilucidar nada respecto del hecho creativo. Cada poema habla por su cuenta y riesgo. Así, el relato acompaña, brinda una atmósfera, acerca un dato, una vivencia que coloca al lector junto a estas voces de carne y hueso.

La Pasión de los Poetas propone una especie de compañía que no sociedad, de vecindades que no consorcio; un diálogo entre instancias que comparten espacios mutables de ficción y realidad. Por un lado el reportaje de semblanza como mapa de cruces que intentan armar el perfil del personaje, siempre en el escarceo amoroso. Por otro lado, el poema como testimonio de una pasión; delirio que se desdoble en goce y soledad, locura y odio, deseo y nostalgia, celebración y lamento.

La historia de vida, que interpreta e informa a caballo entre la literatura y el periodismo, es un relato que se nutre de la investigación, el anecdotario, la crónica, las fotografías, las voces de terceros, la entrevista y el comentario crítico, tratando de capturar la respiración del personaje, sus gestos, su modo de vibrar en un aire íntimo de espontaneidad. Se trata de verlo desde un contexto histórico, cultural, social, que no excluye la perspectiva conjetural. El esbozo biográfico aparece, así, completándose con el poema de amor –piedra de toque ya de numerosas compilaciones sobre el tema en todo el continente– abierto a un combinado de voces, tonos enfundados en el ademán místico y la ironía. La devoción puede desembocar en arenga, la parquedad en rabia, la letanía en enumeración caótica. El registro es amplio y el torbellino desmadejado cruza por los paisajes oníricos del surrealismo, abreva en una poesía conceptual, pasa de la embriaguez al ensimismamiento. Aunque predomina en esta serie de sentimientos proclamados una marca confesional que es jadeo apegado a la oralidad. Así, este circuito dialogante lleva la marca de lo coloquial, en un monólogo conversado que muchas veces toma la forma de misiva, carta, esquela.

Los poetas inmersos en el tema amoroso cargan su ceguera. Miran, pero están imposibilitados de ver. Oyen, pero deambulan aturdidos por el sonido de su propia respiración: «Oigo la música de tu cuerpo en la yema de mis dedos», escribió el poeta peruano Xavier Abril. Y Julio Cortázar: «Fui una letra de tango/ para tu indiferente melodía».

Los versos circulan por el relato episódico, donde despuntan estilos diferentes que van desde la innovación vanguardista a la canción popular en un amasijo de modulaciones enlazadas a la celebración gozosa, pero también al sino trágico del suicidio y el asesinato, la libertad y la prisión, la soledad extrema y el donjuanismo, los amantes reales e imaginarios, las uniones ásperas o las pasiones plenas, el desencuentro de los viajeros y la escaramuza de las cartas donde las lenguas se atreven a todo.

En la cuerda de lo absoluto el amor instala un corazón dictador, insaciable y glotón, ávido y absorbente. Un pacto de muerte subyace entre aquel que está dispuesto a todo, pero a la vez le exige todo al amor: incondicionalidad, pureza, que sea ilimitado en el tiempo. La paradoja es que la devoción derive en temor: «Recibí un telegrama/ te quiero, dice. / ¿Y para qué será? Me digo tiritando», escribió el poeta chileno Jorge Montealegre. Para la construcción de estas historias sumé a los libros consultados y a las entrevistas con algunos de los personajes incluidos y sus biógrafos, el testimonio de sus familiares. Los versos circulan por el relato episódico y la historia cruza comentando los versos, aunque ni los versos tengan la pretensión de contar ni la historia insista más allá del anecdotario. Sino que, como quedó dicho, encuentran una manera de integrarse para introducir al lector en la calle donde resuenan las voces escritas. En el telón de fondo de estas historias relumbran los antecedentes de la pasión amorosa y el erotismo: El Cantar de los Cantares, la antigua poesía china, los cantos indígenas precolombinos, los textos del Siglo de Oro español. Y una línea transitada desde siempre por la lírica hispana que contiene densos rasgos de la versificación árabe y provenzal (los cantos de alborada o tagelieder, estudiados por Pound). Esa lírica provenzal que halló su más alta expresión a fines del siglo XII en el sur de Francia, aportando una emotividad y un decir no ajenos a la voz popular, y preparó el camino de Cavalcanti y Alighieri. Posteriormente, el Romanticismo y sus ecos tardíos –que aún perduran –plantearían una gama de incontables matices.

A nivel latinoamericano, la pasión de los poetas pasa por diversas etapas hasta desembocar en el Modernismo con Rubén Darío y Amado Nervo, como cabezas de una cosmogonía particular. Reconocer la importancia mayúscula de este movimiento, de esta visión alimentada desde las plumas de Julio Herrera y Reissig, José Martí y Leopoldo Lugones, no impide ver la hojarasca de sus muchos epígonos que vaciaron su arrebato en una madeja de reverencias; una escena de película muda armada con interjecciones, puntos suspensivos, signos de admiración y grandes ademanes. Fuera de los desbordes, la lírica de los afectos ha sido, desde entonces a la actualidad, una línea tan vigorosa como imaginativa.

Detrás de cada poeta existe un diálogo de voces –Bécquer, Quevedo, Santa Teresa– enunciando una efusividad que, paradójicamente, zozobra justo cuando hace pie. «Bien sé que es atrevimiento;/ pero el amor es testigo/ que no sé lo que me digo/ por saber lo que me siento», dice Sor Juana Inés de la Cruz; en el contrapunto le responde un guitarrero repentista con esta copla: «Los primeros amores/ no sé qué tienen/ se meten en el alma/ salir no pueden». Al tema lo abordan tanto los poetas de libro como los de guitarra, los sonetistas como los decimeros, coincide el trovador con el poeta experimental. Un poeta argentino de la canción, Homero Manzi, escribe en su «Poema Confesado»: «Hace tanto tiempo que te espero/ que me parece haberte hecho con la carne del presentimiento». Un trovador popular venezolano entona una línea: «Me pasa que, en todo el cuerpo, solo tengo corazón», imagen que aparece reformulada en un libro de Vicente Huidobro; entonces, ¿la poesía de amor por aquí y allá?, ¿en boca de quién? De aquí y de todos lados; en muchas bocas, en muchos besos, en muchos libros, sí, pero también en el graffiti, el piropo, el refrán, la epístola.

El amor está en esa pregunta que Enrique Santos Discépolo acerca con una envoltura metafísica: «¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?»; y también en aquello que Luis Alberto Spinetta susurra a los oídos de la noche: «una mujer transportada es un misterio/ donde rozan sus pies dialogan flores/ y aparecen sangres».

Ya para Apollinaire, referente obligado de las corrientes de ruptura del siglo XX, el tema era primordial. En el autor de Zona –acota Saúl Yurkievich– «el amor se convierte en la causa primera, en el impulsor del cosmos. Como principio que liga todas las cosas, es el sostén de todo conocimiento». Entonces, ¿originalidad? Por supuesto que sí. En el tratamiento; vale decir, en una gestualidad propia que reúne a un tiempo la temperatura emocional y el modo de expresarla. De esa frondosidad quedan en el mejor de los casos algunos libros, algunos poemas o algunos versos. Como aquella línea de John Donne, «la muerte es muerte porque nos separa», en la que el poeta inglés alude al amor sin necesidad de nombrarlo. Un solo un verso se alza como un poema, en apariencia, breve, pero abierto a una constelación de que arroja allí y acá: unidad de dos y separación, tránsito y partida, sentido de la existencia, paso del tiempo y deceso; y por supuesto, las múltiples lecturas que ofrece cada texto: Acerco una en espejo: «La vida es vida, porque nos reúne».

La pasión de los poetas es también una mesa de bar donde dialogan algunos vates. Borges: «Me duele una mujer en todo el tiempo»; Macedonio Fernández: «Amor se fue. / Mientras duró/ de todo hizo placer. / Cuando se fue/ nada dejó que no doliera»; el chileno Jorge Teillier: «Junto a ti he sido, quien debiera haber sido»; y el mexicano Eduardo Casar: «Quisiera estar a dos pasos de ti/ y que uno fuera mío y el otro fuera tuyo».

La reyerta del deseo late en la lengua del que interpela, ruega, reflexiona, alaba, advierte, recuerda, exalta, interroga y venera, determinado en parte, amén de sus razones y sinrazones de índole personal e intransferibles, por las condiciones de la época. En este principio de siglo, dominado por la soledad social y el debilitamiento de los vínculos afectivos, el individuo vive agobiado por su propio aislamiento. Pero el amor, al decir del chileno Gonzalo Rojas, es una utopía que se cumple inesperadamente.

Pasión, a veces galantería, a ratos imprecación; compañía y soledad de aquel que arriba a un temblor y cree haber llegado a tierra firme: esa otra orilla entrevista en medio de la tormenta interior y que es apenas una tregua de espuma en medio de la marejada. Oleaje tramado con todas las botellas arrojadas al mar que portan en su interior cartas que expresan promesas, deseos, ruegos y despedidas. Se vive oteando el horizonte en busca de esa otra ribera/ hoguera donde pueda por fin arder el anhelo del abrazo: abrasarse.

Una de esas botellas lleva un mensaje con una línea de Paul Eluard: «Si te abrazo es para continuarte».

Jorge Boccanera

PABLO NERUDA

LA MUJER DEL PUÑAL

Flotando entre los restos de un naufragio. Siempre se siente así cuando llueve, y siempre llueve a cántaros sobre su juventud destartalada. ¿Por qué no habrá caído este mismo aguacero sobre su casa incendiada en su infancia, allá en Temuco? Habría mitigado el desamparo. Fue esa la primera vez que quedó viudo de un hogar; le volverá a pasar muchas veces. Eran casas precarias las de su infancia, a medio hacer, con escaleras sin terminar. A otra la llevó un terremoto. Con el tiempo, cada temporal le abre los ojos en un territorio irrefutable. «La tierra está hecha toda de agua», dice para nadie, envuelto en la soledad de su cuarto apenas amueblado mientras se palpa un brazo como si comprobara que también está hecho de barro, sepultado en esa marea que lo arrastra todo. La lluvia pone de rodillas a la vegetación y él, lejos de lamentarse, se siente uno con la inclemencia; experimenta cierto deleite por ese sonido que guarda murmullos, aullidos de monos, gorjeos, bramidos, chillidos de pájaros y ruidos de maderas quebrándose. De pronto escucha un galope sordo. Debe estar loco el jinete que se atrevió con este diluvio; sea quien sea –piensa– la lluvia ya lo habrá triturado.

El chubasco es hoy en Rangún es el mismo que ayer en Temuco; como son iguales los hombres en cualquier lugar del planeta, estén vestidos como él, de traje blanco y sombrero cucalón, o con túnicas color azafrán como aquellos que llenan las calles birmanas. Doblado sobre su asiento escucha llover en silencio. Arriba de su cabeza sobrenada el humo del enorme cigarro que fuma una mujer tendida sobre una esterilla; es Josie Bliss, la pantera birmana, y aunque Rangún significa «lugar donde se acaban los peligros»; hay cierto aire amenazante en esos ojos charolados y vivos que semejan un avispero. La había encontrado en el muelle, «el sol pegaba en ella como en una herradura» escribió ese mismo día, y unió el azar con sino trágico como si juntara las puntas de un pañuelo: «Caminamos juntos a sumergirnos/ en el placer amargo de los desesperados».

A sus veintitrés años Pablo Neruda está en un interregno. Rangún es un punto de partida. En el cruce de ese aguacero, el joven provinciano fragua la marca de su osadía poética y la entraña de su temperamento. Un documento ajado lo acredita como cónsul con un sueldo fantasma en la capital de Birmania, donde sella documentos aduaneros que acreditan el envío a Chile de cargamentos de té y parafina sólida. Cada cuatro meses llega un barco de Calcuta y se repite la consabida operación. ¿Para eso había viajado tanto? Después de todo, por algún lado debía comenzar ese itinerario serpenteante de su vida, motivado por la pasión de explorar los mundos que hay abajo de este mundo. En 1927 había salido de Chile rumbo a Buenos Aires en un derrotero de cruces –Portugal, España, Francia– que, tras el Mediterráneo, culminó en una hilera de palmeras africanas. Del Chile austral a Djibouti, el país más caliente de la tierra; de Chiloé a Sumatra, de Santiago a Ceilán. El poeta se está buscando y ese es un buen inicio. A tantos kilómetros de Temuco encuentra imágenes de infancia; no es de extrañarse que en cualquier momento se tope con Exmelin, el médico pirata que inspiró a Salgari en sus historias pobladas de tigres y filibusteros en la Malasia.

Pero no sólo el paisaje es diferente; ha cambiado una urdimbre de amigos y familiares por una soledad sin orillas, y en asuntos del corazón da un salto de lo medroso a lo temerario. La razón de esto último es esa Josie Bliss enfundada en una túnica blanca y fumando un puro. La pantera birmana mueve en el aire un pie desnudo; delicada y brutal, tierna y salvaje, sabe acariciar a su Pablo como si le inventara otra piel; sabe hablarle en una lengua cantarina y llevarlo de la mano por mercados y templos. Se comporta como una reina y como toda soberana pide lealtad; no subordinación, sino acatamiento tácito a una fidelidad absoluta a la que presta vigilancia. Para el poeta es una mujer perfecta, salvo ese detalle, los extremados, exagerados, celos. Por esa grieta van a filtrarse la furia y la sospecha.

Cómo confiar en alguien que anda por la vida con un nombre prestado, pregunta ella. Neruda no responde y recuerda sus apodos; el primero, «El Canilla», cuando chico, debido a su figura extremadamente delgada. Luego «El Jote», volcado despectivamente a designar la vida bohemia. Le habían colgado ese letrero cuando era un adolescente de capa negra y sombrero, enamorado de una señorita de otro rango social. También se llamó «Sachka», un personaje de novelas rusas, hasta que adoptó para siempre el apellido de un narrador checoslovaco, Neruda. Era una forma de enmascararse frente a la ira desmedida de su padre que no aceptaba poetas en su familia.

Por momentos, la estación de las lluvias en Rangún que se extiende de mayo a octubre, lava todos esos rostros, deshace esa suma de identidades hasta dejarle el Neftalí original, su nombre y el de su madre fallecida. Abrazándolo por el cuello, la pantera birmana, la «maligna», dice que cuando ella muera su familia arrojará sus restos a las aguas del río Irawady. Con la frente apoyada en el pecho del poeta, trata con trabajo de deletrear el Nefatlí Ricardo Eliecer Reyes. Tampoco esa nativa birmana se llama como dice; Josie Bliss es apenas un seudónimo inglés, la impronta del colonizador que Neruda rechaza; la huella del británico imperial que vela su saciedad en hoteles y clubes exclusivos.

Él sufre el desajuste de la extranjería, esa dislocadura que es duelo múltiple de amigos, lugares, paisajes y amores que han quedado demasiado lejos. Angustiado, escribe: «Vivo lleno de una substancia de color común, silenciosa... como sombra de iglesia o reposo de huesos». Come de una paradoja: la de ser el viudo de cosas que no han muerto. Lo consuela ese maridaje indestructible con la lluvia; puede oír aquí los mismos goterones que perforaban el techo de cinc de su casa de infancia y estallaban con notas musicales sobre los cacharros metálicos. De niño le gustaba un vals que solían tocar sus tías al piano, «Sobre las olas»; aunque luego y para siempre, sólo escuchará la música del oleaje. Él, justamente, que con el tiempo se transformará en coleccionista de los objetos más diversos –mascarones de proa, caracoles, relojes marinos, cajas de música, libros de viajes y botellones de vidrio– nunca tendrá un aparato para escuchar discos.

Su color preferido es el azul, así el oleaje y también Josie, quien, asegura el poeta, posee el azul de «exterminadas fotografías» y de las «estrellas de cristal desquiciado». La birmana lo mira escarbar sobre unas cartulinas de colores; sabe que le va a dedicar un poema, él mismo se lo ha dicho «se titula “Josie Bliss”», y ella asiente contenta, aunque haya cosas que no logra comprender del todo, como cuando él dice sentirse olvidado «en un día repartido». ¿Repartido entre quiénes? ¿Olvidado por quiénes? Si ella está allí para juntar todas sus partes en el cuenco de su mano, para reunirlo en un solo beso largo con gusto a ceniza, a alcoholes macerados, a sangre; si lo lleva prendido en su respiración como la pedrería de su nariz y las orejas y su frente.

Josie es la desnudez y la ferocidad de la entrega. Al fondo de su noche abre las alas un pavo real. Posesa, cimbra entre los brazos del poeta al tiempo que descarga un collar de palabras en una lengua que él desconoce. Los ojos bien abiertos, como si se lanzara desde una pendiente, muestra su corazón agitado, bañado en ácidos del delirio y la cólera. Su cuerpo se tensa y se arquea como la hoja de una daga filosa que el joven chileno sujeta con fuerza. En el aire sofocante de la casa flotan jadeos, resoplidos, voces rotas y rezos astillados.

Los dos han quedado exhaustos sobre la cama. Por la tarde cuando ella abre los párpados lo encuentra leyendo lo de siempre, novelas de Lawrence y algunas policiales; el tiempo allí es remiso como si la lluvia pudiese dilatarlo aún más. Josie se incorpora y se arregla el pelo azabache; adelanta la cabeza para cepillárselo y busca con la mirada su túnica roja. Cuando sale del baño ya está vestida, faltan nomás los brazaletes de ámbar. Su sonrisa deja al descubierto una hermosa dentadura nacarada; cada vez que sonríe de ese modo el poeta sabe que es una invitación a recorrer las calles de la ciudad. Salen y caminan de la mano, ella dos pasos delante. Cruzan por callejuelas estrechas repletas de gente, abordan un ricksha tirado por un nativo silencioso, bajan y continúan a pie hasta un mercado atestado de fragancias desconocidas. Josie sigue con atención los diferentes rostros de asombro del poeta compenetrado en saber el origen y la utilidad de los objetos más extraños. La miseria es la marca de las calles de ese Rangún que el chileno trata de capturar entre el desconcierto y la fascinación. Lo mejor y lo peor del mundo conviven en ese punto, donde la indigencia más atroz pasa por la puerta de templos con paredes laminadas en oro. Recorren luego la calle de los leprosos hasta llegar a la pagoda de Shwedagon, construida dos mil quinientos años atrás con cúpulas doradas que se recortan contra un cielo turquesa.

A ratos él piensa en su lejano Temuco, sus castillos de madera; y por un momento las imágenes se superponen: en la jungla montañosa de Birmania cantan los pájaros de su infancia y sus amigos de juventud, Romeo Murga, El «Cadáver» Valdivia y Alberto Rojas Jiménez, corren entre los elefantes que se bañan a orillas del río Irawady. Los tres beben vino, ríen a carcajadas. Es inevitable que el recuerdo de sus amigos lo trasporte hacia una mujer, Terusa, el amor de provincia, la niña de Temuco, alegre y luminosa; él la busca bajo todos los nombres con que la llamaba, «Marisol», «mi andaluza», «muñeca», como si ella pudiera aparecer de pronto en el rumor de las callecitas entre los fumaderos de opio y los encantadores de serpientes. A la distancia se agigantan sus ojos negros y se multiplica su donaire. La gracia le sobraba. Él era apenas un adolescente agónico aturdido por la timidez y la vacilación; un poeta premiado en los Juegos Florales de Temuco frente a nada menos que a la Reina de la Primavera. A Terusa le dedica algunos versos de Crepusculario y El hondero entusiasta, pero su presencia cobra mayor espesor en los Veinte poemas de amor y en toda la Canción Desesperada, donde el poeta recorre un cementerio de besos no dados a sabiendas de que aún «hay fuego en esas tumbas». A ella le dedica uno de sus poemas más populares, el número veinte: «Puedo escribir los versos más tristes esta noche./ Escribir por ejemplo: “La noche está estrellada,/ y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”». También, la fundación de un amor impone nombres, y Neruda acude al Dannunzio de Canto de sangre y de lujuria y toma el nombre de «Paolo», aunque en su relación con Terusa haya más de platónico que de lujuria. Cuando parte a estudiar a Santiago a principios de los años veinte le envía varias cartas. En sucesivas misivas que se prolongarán hasta 1924, le dice: «¿Recuerdas allá las tardes en los biógrafos cuando nos mirábamos largamente?». «Yo caigo de repente en ataques de soledad, de cansancio, de tristeza, que no me dejan hacer nada y que me ponen amarga la vida». «Reina, de las estrellas y de la nieve. ¿De qué más quiere S. M. que le hable este poeta? Te puedo hablar de muchas cosas. Mi reino es más grande que el tuyo. Tú eres reina de la Primavera mientras que yo soy rey del Otoño y del Invierno». «Mi vida no la cambiaría por la del príncipe más alto». «¿Nunca has abandonado tu cabeza de señorita para dolerte un poco del abandono de este niño que te ama?». «Nos alejamos, ¿verdad? ¿O me parece a mí?». «La vida tuya, Dios, si existe, querrá hacerla buena y dulce como yo la soñé. ¿La mía? ¡Qué importa! Me perderé por un camino, uno de los tantos que hay en el mundo... No, ya no puedo escribirte. Tengo una pena que me aprieta la garganta o el corazón. Mi Andaluza ¿todo se terminó? Di que no, que no, que no».

No hay duda de que del nombre de ese galán que firma como Paolo, dará pie al seudónimo que le acompañará por siempre a Neruda. Es el mismo que envía fotos a Terusa y le dibuja un personaje, el mono «Pepe», gran bailarín. Finalmente, le alcanza un álbum forrado en cuero con hojas de cartulina repleto de versos en el que anota: «Caminé por la arena y escribí tu nombre y el mío: Paolo y Teresa». En la misma arena podría añadir otros nombres borrados por la espuma del tiempo: Blanca Wilson, hija de un herrero de Temuco, o la fogosa viuda Amalia Alviso Escalona, o María Parodi, o Loreto Bombal. Una de sus frustraciones había sido Helena, nada menos que la hermana del poeta Pablo De Rokha, una mujer llamativa por su belleza a quien Neruda propuso matrimonio. Lukó, sobrina de Helena, cuenta que fue su abuelo quien se interpuso en esa relación argumentando que «una señorita no podía casarse con el hijo de un ferroviario». Los rostros pasajeros cruzan callados por su desamparo; apenas uno de ellos, el de Albertina Azócar, sobrevive en el eros de la nostalgia. Nombrarla es estremecerse.

Está por escribirle desde su casa de Birmania, siempre con la sensación de estar conversando en voz baja con esa mujer reservada, hecha de sigilo. Coloca el encabezamiento: «Rangún, 1927», donde antes puso Puerto Saavedra, Santiago, Valparaíso o Ancud. Con ella ha iniciado un intercambio de correspondencia desde 1921, aunque cada vez del otro lado hay menos respuestas. Albertina es dueña de una parquedad que primero lo complace y excita –«Me gustas cuando callas, porque estás como ausente/ y me oyes desde lejos y mi voz no te toca./ Parece que los ojos se te hubieran volado/ y parece que un beso te cerrara la boca»–, y que luego se convertirá en desazón. Josie ha entrado de pronto, el poeta debe disimular sus papeles íntimos entre formularios aduaneros; es preciso andarse con cuidado, la birmana es una exploradora celosa y lo que no ve lo huele, y lo que no huele lo adivina.

Afuera, la lluvia sigue cosiendo las islas. Al poeta le llama la atención un archipiélago cercano de, según él, doce mil islas ignoradas, las Maldivas, bajo cuyas aguas crece un jardín de ámbar y corales negros. Neruda escucha esa lluvia que se le ocurre amiga de soñadores y desesperados, una lluvia que estrella mariposas de vidrio sobre los roqueríos. Es un aluvión hecho de cosas derrumbadas. El poeta se despereza y habla en voz alta como si pudiera detener un conjuro: «Llueve como llueve Dios», «como si saliera la lluvia por vez primera de su jaula», y ya está bajo el agua, de la mano de Josie, apurando el paso para abordar el tren nocturno que los lleva a Mandalay, la ciudad de oro, última capital de los reyes birmanos. Allí, entre el esplendor de templos, pagodas y monasterios budistas, respira un aire de religiosidad, una vida cotidiana sostenida por lo ceremonioso y lo ritual.

En días siguientes la pareja visita la ciudad de Bagan, los budas en las cuevas de Pindaya, el volcán Popa y los jardines flotantes del Lago Inle. Todo le llama la atención al poeta, pero hay algo que lo descoloca, que reclama para sí el calificativo de majestuoso y que pertenece a un orden desconocido: los elefantes. Los está viendo bañarse a la orilla del río Irawady, adonde ha ido solo, sofocado por una borrasca interior, esa nostalgia que lo desborda y le hace ver solamente lo carcomido, lo trizado, todo lo mordido, quebrantado, desplomado. Un guía corre de aquí para allá; es increíble que el hombrecito de turbante con una vara en la mano pueda organizar a aquella manada de elefantes, esos seres pomposos, soberanos, aún más que el tigre de Sumatra que vio hace poco con sus cinco hembras, en la misma jungla que guarda jabalís gigantes y orangutanes que llegan a pesar cien kilos. Se aproxima la fecha de un desfile religioso y el guía, abocado a la tarea de domesticar a los elefantes, se esfuerza en colocarles un yugo de madera alrededor del cuello y un lazo de mimbre en las patas.

De regreso a la casa saca sus cartulinas de colores dispuesto a escribir. La misma extranjería que lo angustia lo empuja a un desahogo que expresa uniendo, al mismo tiempo, el primer día de la Creación con el Apocalipsis. En la extensa jornada de un nuevo trabajo aún en proceso, Residencia en la tierra, todo rueda por el suelo pudriéndose, haciéndose polvo; es «el derrumbe de lo erguido, el desvencijamiento de las formas, la ceniza del fuego (...) el deshielo del mundo. La angustia de ver lo vivo muriéndose incesantemente: los hombres y sus afanes, las estrellas, las olas, las plantas en su movimiento orgánico, las nubes en su volteo, el amor, las máquinas, el desgaste de los inmuebles, y la corrosión de lo químico, el desmigamiento de lo físico (...) El poeta se angustia por el sentido de su vivir. Es la falta de su necesario sentido lo que le hace ver la vida como un naufragio hacia adentro. Y el náufrago manotea procurando hallar un asidero fuera de sí, pero el único sentido que le entregan las cosas es no tener sentido», apunta el crítico Amado Alonso.

Neruda guarda los papeles del que será seguramente un libro decisivo, bastante avanzado, y que se unirá a una producción sostenida, la de un poeta que apenas cruzados los veinte años cuenta con cinco títulos publicados: Crepusculario, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Tentativa del hombre infinito, Anillos y El habitante y su esperanza.

Josie Blis duerme profundamente. Neruda se dispone a recostarse, aunque primero toma la precaución de colocar el mosquitero que lo protege de esos zancudos que no dan tregua. Apenas se acuesta lo rodea el brazo de la birmana, y al mismo tiempo que siente el abrigo del gesto que lo ampara piensa en las amenazas proferidas por esa mujer que está a su lado; esa Josie que duerme allí dócil, sumisa, pero cuyos celos exagerados suelen transformar en una fiera. Quizá tenga un cuchillo debajo de la almohada, tal vez intente envenenarlo con el té de la mañana; todo podría ocurrir, ella misma se lo ha dicho en uno de sus tantos ataques de ira: «De aquí no vas a poder escapar con vida».

Le cuesta conciliar el sueño. De nuevo se siente impactado, como cuando a los dieciséis años llegó a Santiago para estudiar en el Pedagógico; aunque este último viaje había sido más extenso, atravesando lugares que brillan en los atlas –Colombo, Batavia, Singapur– hasta llegar a su casa de Rangún donde está encerrado con todos sus recuerdos. Es ahora un joven dividido, trasplantado, vuelto de golpe un veterano de los viajes. Acaba de cambiar de piel. Siente cómo se desprende la membrana que llevaba inscriptas vivencias recientes y a la vez remotas; las de un adolescente habitando en un conventillo de Santiago un cuarto lleno de chinches, durmiendo sobre un catre de fierro apenas cubierto por una manta indígena, un joven que a veces empeñaba su reloj en «La Tía Rica» para alimentarse.

Por la mañana se dirige al puerto a recibir un barco con la mercadería rumbo a Chile; son grandes los deseos de embarcarse, correr hacia los brazos de sus amigos y hablarles de los elefantes que beben agua en la fuente de la ciudad, contarles del olor a musgo y madera de sándalo, los cocoteros, el peinado cilíndrico de su mujer birmana y sus pies pequeños, los niños rapados que visten túnicas rojas y los sombreros cónicos que usan los hombres de Tsipaw. Seguro que, entre el entusiasmo del encuentro y el vino tinto, sus amigos no se van a conformar con esos asuntos; habría que añadir alguna historia, tal vez la leyenda de los espíritus favorables, los Bya Ma que llegaron a fundar ese territorio al que denominaron Mya Ma, «tierra maravillosa», para luego entregarlo a los seres humanos.

Cuando Josie se ausenta de la casa, el poeta aprovecha para escribirle a su Albertina; aunque duda luego en enviarle la carta a esa mujer siempre distante que conoció en el Pedagógico. Fue con aquella compañera de colegio que dejó los escarceos temerosos por una relación más intensa. Dadas las fechas de sus cartas es fácil deducir que en Santiago ve a Albertina sin dejar de escribirle a Terusa, y que ambas motivaron pasajes de varios de sus libros, especialmente los Veinte poemas. El flechazo con Albertina ocurrió en 1921, y el intercambio epistolar durará once años. En el inicio comparten clases de francés, latín, gramática y psicología, hasta que el padre de Albertina Rosa resuelve enviarla a estudiar a Concepción. Desde distintos puntos de Chile el poeta le escribe a mano con tinta azul, negra, roja, verde, ocre, agregando autorretratos, dibujos y planos de las pensiones que habita; en las cartas la llama Marisombra y Netocha, Mocosa y Arabella, también es la Rosaura del Memorial de Isla Negra. Las esquelas tienen un tono de charla, de espontaneidad: le dice que cuando tenga una hija la llamará «Manzana», le pide que le cuente su vida, le promete un caracol amarillo que cante como el mar, se lamenta de estar encerrado por la lluvia, le anuncia el envío de un retrato de Pola Negri. Siempre reservada, de manos blanquísimas y rostro inmutable, Albertina recibe un alud de esquelas del poeta; si la sacuden las cartas, esa mujer de boina gris se guarda de demostrarlo. La relación lacónica tiene en el extremo opuesto de la muchacha silenciosa a aquél que desde distintos lugares del mundo no cesa en su demanda noticias, palabras, algunas señales, tan luego un gesto. O acaso no se da cuenta de las penas del solitario que clama: «Qué soledad, Dios mío! Por qué mi madre me parió entre estas piedras?». ¿Acaso no la conmueven sus insomnios, sus pesadillas? Él alterna palabras dulces con reclamos ásperos: «Con tu corazón seco, nada me dices» (...) «tú me escribes apenas» (...) «Me estás echando al olvido». Puede que sea culpa del correo, que las cartas de ella se hayan extraviado, que estén traspapeladas, pero ¿dónde? Y de nuevo él: «¿Por qué callas así, tan obstinadamente?» (...) «Por qué esa frialdad para todo, hasta para ti misma?»

Quiere que ella lo alcance en Rangún, desea tenerla cerca, le propone casamiento. Muy de vez en vez recibe algún retrato de su Albertina y unas pocas palabras. Se duele de que sea tan escueta. Le cuenta que un fakir le dijo que podía adivinarle el nombre de la mujer amada y en un trozo de papel le escribió «el querido nombre». Con el tiempo su tono se torna dramático, habla de despedidas y de muertes, de cuánto le cuesta estar solo. Las muchas palabras de amor no pueden cimentar un puente, aunque él repita línea a línea cuánto la quiere. Según Volodia Teitelboim, biógrafo del poeta chileno, Albertina habría suscitado los versos de: «Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,/ te pareces al mundo en su actitud de entrega./ Mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ y hace saltar al hijo del fondo de la tierra».

Las calles estrechas son sacudidas por el paso de los elefantes con mantas de colores vivos en el lomo; llevan la cabeza y la trompa enmascarada. Los nativos acompañan con flautas y tambores. El elefante guía carga diez cofres de oro, uno de ellos guarda el diente de Buda. Neruda dice que por todos lados ve estatuas con «esa sonrisa de suavísima piedra» y escucha de labios de un nativo la leyenda que sostiene que Buda fue engendrado por un elefante blanco. Inesperadamente un elefante joven se aparta de la manada, parece incontrolable, los guías tratan de contener sus embestidas, está en celo. Cuando los elefantes se excitan sexualmente se les inflama una glándula de la cabeza, le explica Josie. Neruda y su birmana corren entre la multitud y se desencuentran. Cada uno vuelve por su lado a la casa. Cuando él traspasa la puerta ella lo está esperando sentada en el piso con la cabeza oculta entre los brazos, disgustada y más que eso, irritada, colérica; en el suelo está regada la ropa del poeta, sus libros de Whitman, Lawrence, Eliot, sus papeles de trabajo, sus lápices, sus sellos. Otro ataque de celos ha puesto fuera de sí a la birmana, que lo insulta con palabras desconocidas que suenan a hierros afilándose unos con otros. No entiende que él aprendió a amarla fuera ya de la nostalgia por una Terusa que se evapora y una Albertina que se niega. Pero Josie tiene celos de todo, del pasado y de lo que vaya a venir, también de los cuadernos a los que él dedica tantas horas. Tiene celos de las cosas extrañas que gusta coleccionar, una piedra azul, un caracol, una vieja madera de barco; celos de la lluvia que le lame los pasos. Pero esa noche la furia la ha llevado más lejos. Está de pie con una mano atrás, escondiendo un cuchillo indígena mientras sigue profiriendo amenazas. El poeta junta algunos de sus papeles, se refresca la cara y cierra los párpados tras el mosquitero; sabe que esa tela fina que impide el paso de los zancudos no podrá detener el arrebato de su mujer, enajenada, vehemente, que ha decidido que solo la muerte podrá unir definitivamente sus vidas. Cuando ella se queda profundamente dormida, Neruda se incorpora y con el máximo sigilo recoge algunas pertenencias y sale de la casa. Camina hasta el muelle bajo el incendio de un cielo que amanece. Se oye el motor de una embarcación a punto de partir hacia Colombo. Cuando pone un pie en el barco sabe que está partiendo para siempre del lugar y del corazón de Josie Bliss. Carga en una bolsa el borrador de Residencia en la tierra y en la proa de la barcaza que cruza lentamente el golfo de Bengala escribe su tango. Ese extranjero atormentado ya es alguien, un viudo de sí mismo que ha perdido las cosas de la infancia, que ha extraviado la infancia de las cosas. De pronto, sin aviso, como si el cielo hubiese recibido una atroz cuchillada, se descarga una lluvia torrencial.

TANGO DEL VIUDO

Oh maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,

y habrás insultado el recuerdo de mi madre

llamándola perra podrida y madre de perros,

ya habrás bebido sola, el té del atardecer

mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre

y ya no podrás recordar mis enfermedades, mis sueños nocturnos,

mis comidas,

sin maldecirme en voz alta como si estuviera allí aún

quejándome del trópico de los coolíes corringhis,

de las venenosas fiebres que me hicieron tanto daño

y de los espantosos ingleses que odio todavía.

¡Maligna, la verdad, qué noche tan grande, qué tierra tan sola!

He llegado otra vez a los dormitorios solitarios,

a almorzar en los restaurantes comida fría, y otra vez

tiro al suelo los pantalones y las camisas,

no hay perchas en mi habitación, ni retratos de nadie en las paredes.

Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría por recobrarte,

y qué amenazadores me parecen los nombres de los meses,

y la palabra invierno qué sonido de tambor lúgubre tiene.

Enterrado junto al cocotero hallarás más tarde

el cuchillo que escondí por temor de que me mataras,

y ahora repentinamente quisiera oler su acero de cocina

acostumbrado al peso de tu mano y al brillo de tu pie:

bajo la humedad de la tierra, entre las sordas raíces,

de los lenguajes humanos el pobre sólo sabría tu nombre,

y la espesa tierra no comprende tu nombre

hecho de impenetrables substancias divinas.

Así como me aflige pensar en el claro día de tus piernas

recostadas como detenidas y duras aguas solares,

y a golondrina que durmiendo y volando vive en tus ojos,

y el perro de furia que asilas en el corazón,

así también veo las muertes que están entre nosotros desde ahora,

y respiro en el aire la ceniza y lo destruido,

el largo, solitario espacio que me rodea para siempre.

Daría este viento del mar gigante por tu brusca respiración

oída en las largas noches sin mezcla de olvido,

uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel del caballo.

Y por verte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa,

como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada,

cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo,

y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma,

y la paloma de sangre que está solitaria en mi frente

llamando cosas desaparecidas, seres desaparecidos,

substancias extrañamente inseparables y perdidas.

DELMIRA AGUSTINI

LA FRÁGIL, LA FEROZ

La «Nena», como la llamaban en la casa a esta mujer de veintisiete años, se despierta de un largo sueño una tarde fresca y lluviosa de junio en medio de una escena pavorosa: su propio asesinato a manos de un amante que –en una trama de personalidades desdobladas– es el mismo hombre con el que estuvo casada meses atrás. Nacida en Montevideo en 1886, Delmira Agustini fue, así, para siempre una veinteañera.

Quizá, el hecho horrendo había sido anunciado en las líneas de la mano de su poesía y ella, alertada desde niña, debió urdir un sueño, construir una malla cerrada para impedir aquel desenlace. Ese erotismo vehemente nunca igualado en nuestra lengua, esa efusividad teñida por un sentimiento de muerte, de amantes que se consumen uno en el otro, dice una y otra vez: «Y estrecharé tu sombra hasta apagar mi cuerpo». Para escapar de esa sombra que le pisaba los pasos, Delmira se desmarca constantemente. La única certeza es que toda ella configura un enigma. Sobre la cuerda tensada de las especulaciones, se desliza en puntas de pie una jovencita robusta de bucles y ojos que cambian de color según el biógrafo que los mire, pero que delatan siempre un fondo de turbulencia.

El final del personaje confirma una historia de reveses. Esa misma palabra, revés, sirve para designar el espacio real; porque en el reverso de esa «Nena» existe una «hembra espléndida» –en palabras de su compatriota, la poeta Idea Vilariño– y en el dorso de la joven contenida hay una mujer exaltada; en el envés de su precocidad está escrito el final.

MUÑECA CACHETONA Y CANARIO ROTO

La niña no tiene amigas y no se separa de su muñeca y su canario. La muñeca es de madera con brazos y piernas articulados, vestida de seda celeste, medias de red y zapatos negros; la cabeza de porcelana lleva una cabellera rubia. El canario vive embalsamado. Contra lo que podría suponerse, estos tres personajes nada tienen que ver con lo estático, porque fuera de la asfixiante trama hogareña suelen dialogar entre sí. En el insomnio de Delmira la casa se transforma en una selva; en su cuarto crece una vegetación exuberante por la que cruzan animales salvajes. La visitan personajes misteriosos que conversan animadamente con su muñeca y elogian entusiasmados el gorjeo del canario.

Solitaria y guarecida en su hogar, Delmira asoma al exterior recién en la adolescencia para tomar clases de francés. Cumple doce años al momento de escribir sus primeras composiciones. Su sonrisa tiene custodia, unos progenitores que la sobreprotegen: su madre argentina, María Murtfeldt, una mujer religiosa, corpulenta y celosa que alguien describió como una neurótica con cara de bulldog. Y un poco más lejos, su padre uruguayo, Santiago Agustini, un rentista dedicado a especulaciones financieras, siempre diligente en la tarea de correr tras los cuadernos borroneados de la joven. Rescata de esa maraña de tachaduras unos versos que su caligrafía impecable logra vestir con encajes. Cuando no está encerrada en su cuarto leyendo libros de Baudelaire, D’Annunzio, Pierre Loti, Nervo, Samain, sale con sus padres a pasear. Suelen caminar por la calle 18 de Julio y detenerse en algún banco de la plaza Cagancha. Allí Delmira, de infaltable sombrero emplumado y sombrilla, arroja maíz a las palomas mientras su padre comenta las bondades de su profesora de piano, Mme. Bemporat. La «Nena», que antes cursó la instrucción primaria sin salir de los límites de su casa, estudia simultáneamente francés, piano y pintura. Precisamente en las clases de plástica que imparte el profesor Domingo Laporte, conoce a quien será su único amigo, el escritor André Giot de Badet.

Una tarde, el padre porta un rostro orgulloso y una revista que su mujer le arrebata de las manos; urgidos por leer una nota dedicada a su hija, quedan absortos desde el título: «Una poète précoce». El momento de gozo se repite, ya que la «Nena», que ha cumplido dieciséis, es figurita repetida de las publicaciones Rojo y Blanco y La Pétit Révue. En la primera publica «Poesía», en la siguiente le traducen el texto «La violeta». Es un tiempo de aparente calma familiar aunque de evidente turbulencia social. El gobierno del presidente Batlle se enfrenta al sublevado caudillo nacionalista Aparicio Saravia, levantado en armas.

La adolescente Delmira, que no permanece ajena a nada, escribe por esos años la columna «Legión Etérea» en las páginas de la revista La Alborada. Escudada en el seudónimo de Joujou, traza el perfil de personajes femeninos –artistas, intelectuales– de la época; le interesan las mujeres creativas y de temple. Tiene dieciocho años cuando la actriz Sara Bernhardt se presenta en el teatro Urquiza de Montevideo. Para verla, Delmira llega puntual acompañada por su madre y se ubica en la primera fila; la sensualidad de la jovencita está rubricada por su mirada transparente y el cabello sujeto a la altura de la frente con un broche de perlas. Su madre, que no deja de abanicarse, luce un vestido entero color negro y un sombrero que remata en copete o penacho. Los ojos de Delmira tratan de no toparse con los de María Murtfeldt, porque podría descubrir su secreto: está enamorada del periodista Amancio Solliers.

Su poesía por esos años es deudora del Modernismo –será la marca de sus primeros dos libros– exhibiendo lo más exterior y exótico de esa escuela. La jovencita insomne, que escribe de noche en delicados papeles de Japón, flota entre príncipes, olimpos, dioses de la mitología, piedras preciosas y paisajes de Oriente, aunque luego se deslizará hacia otras zonas sacudida por la fuerza de sus imágenes y una textura montada en cierta atmósfera de trance.

Hay varias Delmiras: la que pasea con una mirada distraída por un parque apenas sobresaltado por el paso del tranvía, y la que sueña siempre un más allá en el espacio de una entrega abismal donde el amor se torna sobrehumano y el deseo adquiere savia a fuerza de ser soñado. Sufre insomnio y el sonambulismo convoca en su cuarto a formas difusas que se corporizan y se desvanecen.

A los veinte Delmira se compromete con Solliers, pero la relación sólo dura un año. Ella es mucho más que una jovencita compuesta y reservada. Integra el elenco de teatro que interpreta la pieza El violín mágico de Francois Copée, en funciones a beneficio de las víctimas del terremoto de Valparaíso, Chile. Pero el dato más importante es que está a punto de editar su primera obra El libro blanco (1907) con el subtítulo de «Frágil». Aquí donde dice «frágil» debe decir «¡cuidado!», porque detrás de esa mesura habitan garras y rugidos. El libro revela un decir contundente: «¡La vida brota como un mar violento/ donde la mano del amor golpea». Pasa «de la región puramente platónica en que se movía, a una conciencia de la realidad carnal, ya más dolorosa, a veces sombría», asegura Clara Silva. Y más adelante a una decidida «poesía del cuerpo, pero del cuerpo como campo agónico de lo erótico», según Idea Vilariño.

En 1908 conoce a Enrique Job Reyes, un joven dedicado a la venta de ganado en pie. La relación transcurre en aparente sosiego ante la vigilancia de la madre de la novia. Poco intuye esa María Murtfieldt voluminosa, de infaltable batón y continuos dolores de cabeza, que circula una turbulencia por las cartas y los encuentros íntimos de los jóvenes. En un momento Delmira le formula a un Reyes descolocado, escandalizado, el deseo de que la posea y se fuguen. Como siempre, conviven en ella dos personalidades: la poeta que es impulso y arrojo: «Amor, la noche estaba trágica y sollozante/ Cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura» (...) «Imagina el amor que habré soñado/ en la tumba glacial de mi silencio»; y la jovencita que le envía cartas a su novio en una especie de media lengua infantil: «Yo recibí la cartita de E. mu tempranito. Ya falta poquito para vernos si Dios tiere... Yo creo que los días se han volvido más largos... La nena se quedó ayer tan mejorcita cuando sabió que E. venía, que a la tarde pudió salí un poquito a tomar el sol».

Por otro lado, el tránsito literario de Delmira es acelerado, publica Cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacíos (1913). Entre la aparición de estos volúmenes fallece el poeta Julio Herrera y Ressig –genio disonante que sacudía la sociedad con sus desplantes desde la Torre de los Panoramas– y llega a Montevideo el escritor Anatole France para dar una serie de conferencias. Pero Delmira vibra con otra noticia, la que anuncia el arribo próximo del poeta nicaragüense Rubén Darío. Nadie comprende su felicidad, su cuerpo girando en la pista del Club Uruguay en un baile homenaje a Roque Sáez Peña, de paso por Montevideo y a punto de asumir la presidencia argentina. Le gustaría gritarle a todos esos rostros solemnes que va a pisar Montevideo el mismísimo autor de Azul. Pero se deja estar, la cabeza inclinada sobre el hombro de su novio Enrique y sus pasos abandonados sobre el balanceo de un vals.

Darío llega a Uruguay como parte de una gira que incluye Barcelona, Lisboa y Buenos Aires, entre otras ciudades. Por el diario, Delmira se entera de la actividad del nicaragüense, quien además de los banquetes y homenajes se da tiempo para escribir su biografía, «La vida de Rubén Darío escrita por él mismo», para la revista argentina Caras y Caretas.

En el mes de julio de 1912 Darío visita a Delmira y emite, sobre sus textos, un juicio rotundo que irá como prólogo de su último y quizá más logrado libro, Los cálices vacíos. Con ojo clínico señala: «De todas las mujeres que hoy escriben en verso, ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini... Y es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en el orgullo de su inocencia y de su amor, a no ser Santa Teresa en su exaltación... Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de habla española... pues por ser muy mujer dice cosas exquisitas que nunca se han dicho». Las ponderaciones se suceden. Alfonsina Storni afirma: «Respira toda la obra de Delmira una femeneidad feroz»; en términos laudatorios se agregan comentarios de Miguel de Unamuno, Federico de Onis, Enrique Díez Canedo, Carlos Mastronardi, Rafael Barret.

Delmira recibe además una foto autografiada de Darío, que si bien entiende su poesía ha eludido su interioridad, «las fogosidades de su temperamento», diría el cauto Enrique Job Reyes; un ímpetu donde combaten una mustia normalidad y el vigor de la exaltación. Eso mismo le expresa en una carta a Darío, sus luchas y pedidos de ayuda en medio del «torbellino de mi locura»; agrega: «Pienso internar mi neurosis en un sanatorio». Una frase más, «he resuelto arrojarme al abismo medroso del casamiento», coloca a la felicidad en el espacio del azar. Por su parte Darío en una misiva firmada como «El Confesor», le recomienda tranquilidad y confianza en el destino.

A la poeta le pesa la soledad. Su único amigo, André Giot de Badet está por partir a Francia, donde escribirá comedias musicales y canciones para Josefina Baker. Un día quiebra el aislamiento la visita del crítico Alberto Zum Felde; Delmira está en la sala, sus dedos repletos de anillos aferrados a la muñeca de madera. La madre, siempre cerca, toma la palabra y habla por ella: «Los versos son su mayor placer, pero también son su tormento. A veces su tensión nerviosa es tanta que temo que se enferme. Yo casi preferiría que no los hiciera». Cuando Felde se despide de la muchacha, se lleva esta imagen de su mesura: ella es como «una leona aprisionada en las ternuras de una jaula doméstica».

EL AMANTE FANTASMA