La princesa del Palacio de Hierro - Gustavo Sainz - E-Book

La princesa del Palacio de Hierro E-Book

Gustavo Sainz

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Beschreibung

Es la tercera novela de Gustavo Sainz (1974) y obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia. La única narradora de la novela es la protagonista que habla sin parar de sus amores, sus diversiones y del ambiente político, haciendo un retrato de la juventud de la clase alta mexicana de aquella época, con desparpajo, exageración y gracia. El autor logra captar el tono coloquial en una estructura sumamente libre, reproduciendo las frecuentes muletillas, los comentarios al margen y las mentiras de cualquier conversación trivial, con lo que el lector casi cae en la trampa de creer que sólo se trata de las confesiones de una chismosa frívola en un momento determinado, cuando en realidad contemplamos el panorama general de toda una década.Como Scherezada, la anónima protagonista de este libro habla convulsiva, violentamente, difiriendo un acontecimiento que nadie parece conocer. ¿A quién le hable? Está decidida a hacerse valer y al mismo tiempo asombrada de prevalecer, no en su perfección lógica si no en su inconsecuencia. Hablar es para ella una voluntad de rescatar las imágenes y los hechos en su friabilidad, cibración y carácter provisorio; una bárbara acumulación de recuerdos que se desbordan por banales, viles o nobles; un desbordamiento tal que anulará su educación sentimental precisamente exaltándola; un caudal de palabras que simulan la "escritura desatada" preonizada por Cervantes al concluir la primera parte del Quijote, y que terminará por desmitificarla a fuerza de mitificaciones y contaminaciones. Este discurso feroz, insensato y locuaz se produce por intolerancia del presente y de ella misma, en una romántica confianza en la disponibilidad de lo real y la certeza de que todos cumplimos también mediante el ridículo, el miedo, la fatiga y la crisis. Su recreación de algunos esquemas coloquiales lleva su palabrerío no al fetichismo ni a la tautología, sino a convertise en vida él mismo, o sea relación y aventura, error o inquietud, vergüenza, rigor y trauma de la costumbre.

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Primera edición en MINIMALIA, noviembre de 2007

Director de colección: Alejandro Zenker

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Viñeta de portada: Mauricio Morán

© 2007, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos.

03800 México, D.F.

Teléfonos y fax (conmutador):+52 (55) 55 15 16 57

[email protected]

www.solareditores.com

www.edicionesdelermitano.com

ISBN 978-607-7640-13-4

Señales

Pérdida y encuentro de la identidad de una princesa

1. Sé poco de enfermos

2. Atrapamiento y desazones consiguientes

3. Tenía cara de Chivas Regal

4. Lo palpable, lo mórbido

5. En El Palacio de Hierro ganaba poquitísimo dinero

6. Confluencias de cúmulos recuerdos y luzlatido cotidiano

7. Algunos verbos castellanos conjugados

8. Acoplamientos naturales

9. Hoy el galán de moda, dos funciones

10. ¡Que se me caigan los dientes si miento!

11. Dos senos ilustres se posan sobre un lecho atesado

12. Cierta avidez se había apoderado de nosotros

13. La muchacha fantasma de la Colonia del Valle

14. De las simpatías sentimentales o transiciones

15. Deja que tu cuerpo se entienda con otro cuerpo

16. Ay te pido y te pido, ay te pido y te pido por compasión

17. ¡Danzón dedicado a Europa y países que la acompañan!

18. Las fiestas de las relaciones elementales

19. Conjugaciones conyugales

20. Cada doscientos cuarenta y siete hombres

21. A propósito de la próxima metamorfosis social

Una llamada telefónica de trescientas páginas

Pérdida y encuentro de la identidad de una princesa1

Vicente Leñero

La conmoción que originó en 1964 la publicación en México de Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, no sólo tuvo implicaciones sociológicas. Al margen del escándalo desencadenado por el intento censor y de las discusiones sobre el valor antropológico de la obra, se abordaron polémicamente sus atributos literarios. Muchos se obstinaron en analizarla como novela, y aunque el error era evidente, es preciso reconocer que el trabajo de Lewis proponía caminos narrativos dignos de tomarse en cuenta. Uno de ellos, el empleo de la grabadora como instrumento para reproducir el habla coloquial, dio pie a que Emanuel Carballo —si mal no se recuerda— señalara atinadamente que las transcripciones magnetofónicas de Lewis cancelaban, a partir de ese momento, los alardes realistas de los escritores empeñados en calcar el lenguaje popular. Así como la aparición de la fotografía finiquitó el furor de la pintura naturalista, cuya máxima virtud era copiar al detalle lo que miraba el ojo, la aparición de la grabadora —indicaba el crítico— convertía ahora en infructuoso el esfuerzo imaginativo de los fotógrafos del lenguaje. Se liquidaba, pues, un recurso, pero al mismo tiempo se instituía otro: el aprovechamiento expreso de la cinta magnética, ya no con fines antropológicos sino con propósitos decididamente novelísticos. En Hasta no verte, Jesús mío, Elena Poniatowska ensayó con acierto esta gran posibilidad, y es muy probable que muchos otros escritores hayan usado y estén usando la grabadora para su trabajo creador. El hecho es que el aparato se ha convertido ya en un instrumento literario e incluso, a veces, en una especie de personaje o de nueva voz narrativa.

Con este último carácter, Gustavo Sainz introdujo en su primera novela, Gazapo (1965), la presencia de la grabadora. No se trataba allí de transcribir léxicos, sino de utilizar el aparato en la creación de originales puntos de vista: Menelao, el personaje central del relato, y a veces su narrador (punto de vista 1), se vale ocasionalmente de la grabadora en un esfuerzo por prolongar su memoria (punto de vista 2). Pero al mismo tiempo que el personaje dicta, bajo este segundo punto de vista, los acontecimientos que desea recordar, es el propio novelista Sainz quien parece utilizar la grabadora para dictar-escribir los monólogos de Menelao (punto de vista 3). Además de ingenioso, tal recurso —si de veras Gustavo Sainz dictó los monólogos dictados— debe calificarse como doblemente eficaz, porque logra transmitir el efecto real de un escritor trabajando con grabadora, y porque enriquece a su narrador con un enfoque adicional.

Habría mucho más que decir sobre la multiplicidad de puntos de vista en Gazapo, pero lo único que aquí se intenta es consignar “la obsesión de la grabadora” en el mundo novelístico de Sainz. Esta obsesión reaparece en su más reciente obra La princesa del Palacio de Hierro, pero con características totalmente distintas a las que se manifestaban en Gazapo. En La princesa del Palacio de Hierro la grabadora ya no funciona explícitamente como vehículo de un narrador, y no es posible sospechar siquiera que el novelista la haya utilizado para dictar su relato. Ahora Sainz parte de la popularización de la cinta magnética; da por sentado que a partir del descubrimiento de Lewis el uso del aparato es común y frecuente en el trabajo de escritores y periodistas, y concluye que lo que narrativamente hablando vale la pena hacer para dar un paso adelante es imitar, recrear el efecto producido por un personaje hablando frente a una grabadora. Es decir, como el uso y abuso de la grabadora han convertido en una realidad más las transcripciones de esta índole, a la literatura corresponde ahora imitar, retrabajar esa realidad y mantenerse así a la vanguardia del ingenio narrativo. El fenómeno equivalente en pintura es quizá más claro: la fotografía mata al arte naturalista, pero de inmediato un nuevo arte “naturalista” surge para recrear —para superar— los hallazgos fotográficos.

Toma de distancia

Como gran remedo de una grabadora transmitiendo lo que un personaje habla, está planteado el largo monólogo de La princesa del Palacio de Hierro. Las frecuentes muletillas características de cualquier conversación, los comentarios laterales, los tropezones, las bifurcaciones y extravíos que llevan a abandonar un tema, seguir largamente con otro y retomar al fin el inicial… hacen sentir el contacto con una transcripción magnetofónica, pero siempre sobre la base de que se trata de una invención literaria. Basta con analizar detenidamente la sintaxis y la variedad de enfoques secundarios que adopta el relato para confirmar que Sainz no ha realizado un trabajo antropológico similar al de Lewis, sino que remeda a este género con una necesaria dosis de ironía.

Desde el punto de vista formal, tal ironía estilística es condimento importante de la novela, porque contribuye a establecer el distanciamiento entre el novelista y su personaje-narrador. Como a cualquiera que escribe una novela “en monólogo”, a Sainz le importa sobremanera separarse del ser que habla en primera persona, para impedir toda sospecha de identificación mental e ideológica y comunicar el mundo de su protagonista con absoluta objetividad.

En su expresión más inmediata, la toma de distancia del novelista está dada en la antítesis sexual. Aunque no es un hecho insólito en la narrativa, sí es contrario a la costumbre y a los impulsos psicológicos primarios que un escritor varón haga monologar a lo largo de toda una novela a un personaje femenino. Esto, desde luego, no representa por sí solo una evidencia del distanciamiento —ni un deseo manifiesto del escritor de que así se deduzca—, pero Sainz agrega otras pruebas que no por eventuales dejan de tener importancia en ese intento separador. Una de ellas es la división en capítulos de la obra, que delata la presencia de un novelista armando y titulando los gajos de un monólogo ajeno, y otra es la inclusión de párrafos literarios de Oliverio Girondo que operan como comentarios o epílogos de cada capítulo y que forzosamente tuvieron que ser seleccionados por un organizador capaz de observar desde fuera a su protagonista mujer y, en consecuencia, desligado de ella.

La prueba definitiva del distanciamiento, sin embargo, es ajena a estos recursos laterales y no se descubre mediante un rastreo simplista. Para encontrarla hay que analizar a fondo la identidad de la protagonista, desentrañar su armazón literaria y concluir que más que un personaje de carne y hueso —como tal vez la considere el lector ingenuo—, la princesa de Sainz es un personaje de ficción. Aunque esta afirmación parece una perogrullada, el suscribirla exige relegar a un segundo plano todo esfuerzo crítico que pretenda —a favor o en contra de la novela— centrar el análisis en sus valores sociológicos y juzgar en función de ellos la postura del novelista. Absurdo cuestionar si Sainz aplaude o se burla del mundo frívolo de su princesa; si lo denuncia o lo encomia. Sainz está fuera de él, expresamente, intencionalmente. La protagonista no es un desdoblamiento del autor, es sólo su títere.

El intento por desenmascarar, de manera organizada, a esa muñeca de cuerda que monologa, conduce a tratar de responder a seis preguntas básicas: ¿quién habla?, ¿cuándo habla?, ¿cómo habla?, ¿a quién habla?, ¿por qué habla? y ¿qué es lo que habla?

¿Quién, cuándo, cómo?

La propia protagonista parece facilitar, tramposamente, las primeras respuestas. Se trata de una mujer que pertenece a la “clase acomodada” de la ciudad de México, y por datos concretos que ella misma aporta se deduce que nació en el año de 1938. Esto significa que, en la fecha de la publicación del libro, la princesa tiene 36 años. Aunque no es forzoso concluir así, el primer impulso del lector lleva a considerar que la novela está contada a esa edad, es decir: hoy mismo. Podría serlo por la actitud mental de la protagonista, a quien la experiencia adquirida y la lejanía temporal respecto de los hechos le permitirían referirse a ellos con la frialdad y el cinismo que no tendría una jovencita involucrada aún psicológicamente en sus aventuras, pero cualquier aprendiz de lingüista frenaría la suposición. El lenguaje coloquial de la princesa es ajeno, casi por completo, a los modismos del habla citadina de los años setenta, desconoce la terminología de “la onda”. Forzosamente entonces —y de acuerdo con esta pista— el discurso tiene que ubicarse a mediados de los setenta. Si se toma en cuenta un marco de referencia literario, se dirá que es anterior a 1966, fecha en que aparece la novela de José Agustín, De perfil, en la que se da carta de ciudadanía, y se genera, ese lenguaje juvenil de cuyos modismos no podría evadirse un personaje como la princesa. Atendiendo a esto, una fecha lógica para situar el monólogo sería 1965, cuando la protagonista tiene 27 años; edad que incluso casa mejor con su comportamiento psicológico.

Igual que a otras conclusiones, resulta relativamente sencillo llegar a esta deducción cronológica y pensar que se han encontrado claves importantes del libro. Sin embargo, el esfuerzo es inútil y produce criterios erróneos. A La princesa del Palacio de Hierro no se le puede analizar como un estudio antropológico de Lewis, porque su autor no es un sociólogo, sino un escritor malicioso que deforma a su conveniencia la realidad, que la está inventando con fines exclusivamente literarios y bajo un régimen que se propone ser verosímil, pero no verdadero.

Sainz podría tolerar que se situara el monólogo en 1965, pero seguramente se mofaría del hallazgo. Lo que ha provocado que la protagonista “ignore” el lenguaje de la onda es una razón más literaria que histórica. El escritor desconfía de la inestabilidad de un léxico que cambia casi a diario y que, por lo tanto, puede resultar inoperante al mes o al año de ser consignado en un libro. A diferencia de José Agustín, quien no sólo fotografía los modismos de cada instante, sino que se anticipa a ellos inventándolos —de acuerdo con la propia lógica de ese lenguaje—, Sainz prefiere apoyarse en un idioma coloquial cuyos giros, contemporáneos o no, ya han sido consagrados por el uso y tiene una categoría gramatical imperecedera.

Esto no impide que de pronto emplee términos “onderos”, que parecen contrariar la congruencia coloquial de la relatora y que hacen sospechar —para una óptica sociológica— un tropiezo del escritor. Lo que en realidad ocurre es que el punto de vista de la novela no es tan sólo el de la relatora. Ésta adopta sutilmente enfoques y estilos que corresponden a los personajes que en determinado momento se convierten en protagonistas de la historia, y esa nueva perspectiva demanda expresiones “de la chaviza”. Aunque superficialmente lo parezca, el monólogo no se rige, pues, por un punto de vista único, como tampoco, en consecuencia, existe una fecha única que lo ancle en un lapso estrecho de expedición.

Sainz consigue hacer sentir que se trata de una sola tirada, prácticamente instantánea, pero su hábil juego con el tiempo le permite abarcar —con genial disimulo— todo el panorama coloquial de una década. La protagonista habla en 1965, si se quiere, pero también puede hablar el día de hoy y utilizar entonces —moderadamente y de acuerdo con la perspectiva del personaje enfocado— una terminología actualísima. Otros datos de carácter anecdótico afianzan esta hipótesis de la fecha móvil en que se profiere el monólogo y de la absoluta conciencia que de ello tiene el escritor. Baste consignar las alusiones al boxeador Rubén Olivares, cuya fama pública es posterior a 1969.

¿A quién, por qué?

Es evidente que la narradora tiene un interlocutor y que Sainz —para subrayar su política de distanciamiento— no quiere que éste sea directamente el lector. El monólogo se vuelca sobre el lector, pero existe un intermediario. Gracias a él, el discurso no corre el peligro de convertirse en una confesión, ni en una toma de conciencia, ni siquiera en un recurso catártico capaz de redimir a la protagonista. No hay en el monólogo, ni en la novela toda —para decepción de los solemnes—, intención moralista alguna, ni afán de denuncia. En su temática propiamente dicha la novela es totalmente frívola, y de esa frivolidad derivan sus atributos literarios.

Ante el interlocutor inaudible que sólo de cuando en cuando parece interrumpirla, casi siempre para sacarla de un tropiezo verbal o para responder a preguntas imperativas, la relatora confiesa haber pasado ya por una experiencia psicoanalítica de la que, por supuesto, se burla. El hecho es importante porque confirma que la intención del monólogo no es catártica. Además, pocas veces la protagonista se refiere a sus sentimientos, y cuando lo hace es siempre de manera superficial, para trazar el marco de referencia de una anécdota, para dar a ésta una ambientación. Todo ello evita que el lector se comprometa sentimentalmente con la protagonista, cosa en que ha evitado caer también el autor como postulado básico de su tarea noveladora.

No hay chantaje alguno para ganar lectores por el camino del melodrama; tampoco para causar esa repugnancia —igualmente fácil— que por la ruta del odio o de la rabia hace brotar una corriente efectiva entre personaje y lector. Para llegar al corazón de la protagonista, para penetrar en lo que se llamaría su esencia —quizá su drama— el autor exige tolerar la frialdad que en última instancia transmite el personaje y asomarse al mundo de lo que no dice, de lo que oculta, de lo que disimula, de lo que deforma; comprender que la mujer que habla es una mitómana.

Qué

Es difícil demostrarlo en un análisis tan breve como éste, pero la clave que permitiría resolver todas las claves de La princesa del Palacio de Hierro se encuentra en el hecho de que Sainz ha creado —consciente o inconscientemente— un personaje mentiroso.

Si por un momento se considera a la protagonista como un ser de carne y hueso que se planta delante de un interlocutor pasivo en un lugar donde el escritor ha instalado el micrófono oculto de una grabadora, resulta fácil conceder que la actitud de chisme, de interminable chisme que adopta esa mujer tiene una alta dosis de mitomanía. Ella sospecha que su historia, que sus aventuras, no tienen nada de extraordinarias, no son suficientemente insólitas ni apasionantes ni maravillosas, y porque lo sospecha, su empeño mayúsculo consiste en amplificar con todos los recursos posibles esas aventuras. No cesa de hablar tratando de conseguirlo y cae en los absurdos, en la deformación, en la exageración característica del que engaña para interesar, para convertirse en importante…

Si a este razonamiento se agrega el criterio de que más que un personaje de carne y hueso, la protagonista es un ser de ficción, y por tanto un artificio, una mentira, la novela de Sainz adquiere una dimensión insospechada.

Sobre la base de una lógica rigurosa que en ningún momento violenta la congruencia de la protagonista ni la verosimilitud individual de los personajes que pueblan su vida, Sainz teje una complicada red de engaños literarios. Las aparentes contradicciones, los sutiles cambios de punto de vista, la movilidad cronológica, el remedo de la transcripción magnetofónica, el distanciamiento clave entre el autor y su relator, son los elementos formales de su gran mentira narrativa.

No importan de manera fundamental las aventuras de la princesa ni lo mucho o poco que diviertan al lector o le permitan asomarse al mundo frívolo de la realidad mexicana; es en vano que la protagonista las deforme para convertirse en un ser superior, maravilloso, para quien la oye o para quien la lee… Lo apasionante del libro no depende tanto de esas falacias, sino del hecho de que ella —muñeca de cuerda, personaje de ficción, inocente mitómana— esté construida como un símbolo feliz de la enorme mentira que es al fin de cuentas toda novela.

1 Este artículo fue originalmente publicado en Diorama de la cultura, suplemento cultural de Excelsior, el 15 de diciembre de 1974.

Este libro estará dedicado siempre a Brenda,

quien lo inspiró, y a mi amigo Arnaldo Coen,

su primer lector y promotor entusiasta,

a Corina Preciado, por su interés

y expectativas, y a Claudio y Marcio Sainz,.

por su complicidad, confianza y compañía.

1. Sé poco de enfermos

Oye, pero la tipa estaba de sanatorio. Se vestía de hombre, con sombrero, corbata y todo, tú, ¿y sabes a quién se parecía? Bueno ¿te acuerdas de Mercedes, la que era novia de mi hermano? Sí, diablos, ésa que le ponía los cuernos, ésa que le veía la cara ¿no? Pregúntame si para entrar se los tenía que limar detrás de todas las puertas ¿eh? Y no era que se pareciera, sino que se ponía a maquillarse igualito, a peinarse igualito, a vestirse ¿no?, a fumar igual, todo igual igual. Y en la bolsa, tú, donde los hombres traen sus credenciales y las tarjetas de crédito y el pañuelo para limpiar sus venidas, ella traía las pomaditas. No me lo vas a creer, pero la detenía un agente de tránsito y ella se metía la mano al sobaco, como para sacar su credencial de influyente y no, ay no, señor, estoy muy fea, y chíngale, un tubito como de pasta de dientes, tú, lleno de pomada que se tiene que aplicar en la pierna, pues cada vez que se asusta, o se sobresalta, o se altera, o se pone nerviosa ¿no?, le sale una ronchita roja en salva sea la parte, y ella tiene que sacar un tubito y levantarse la tela del pantalón y exprimir sobre la manchita el gusanito blanco y masajear, sobar, acariciar, mientras el agente repite: su licencia. Vestida de Hombre ¿no? Y era muy amiga de mis vecinas, las de Guadalajara Pues, y estaba siempre en su casa o les hablaba a todas horas o venían a visitarme. A veces salíamos juntas ¿no? Casi siempre salíamos juntas.

Las de Guadalajara eran flacas flacas, pero tenían muy bonita cara. Y eran de un nervioso, tú, como una pareja de pájaros, la mayor con cierto aire resuelto, manoteando siempre como si nadara entre nosotras o marchara golpeando una gran tambora ¿no?; la otra riendo, abriendo desmesuradamente los ojos, chisporroteando como un cerillo para después deprimirse como gorrioncito achicopalado, o resfriado, o agónico, para al rato volver a palmotear con las manitas huesudas, toda feliz, exhalando suspiritos cortos y fulgurantes ¿no?, como una luz de bengala. Junto a ellas, La Vestida de Hombre y yo parecíamos de cartón ¿cómo se dice?, de papel maché.

Íbamos con frecuencia a un lugar que estaba en un sótano, en el sótano de una casa muy antigua. Se llamaba Las Dos Tortugas y el dueño era un señor muy chistoso. Entonces fíjate que él tenía todo el sótano decorado de manera muy burdelesca, así, como de casa de citas, porque ponía, en unos cuartos ponía… Sótanos, sótanos como los que se usaban en las casas antiguas para almacenar cosas… Ponía redes, en otro pintaba cosas, pero donde estaba el cuarto principal, donde se supone que se concentraba la gente y ¡vaya si se concentraba!, tenía todo lleno de brujas, brujas con escoba y todo ¿no? Colgadas. Chiquititas así, colgadas. Y a todas les enchuecaba las patitas para que se parecieran a mí, digo, todas las brujitas eran yo, tenían las patitas hacia adentro, como camino yo, como me paro yo. Entonces, cuando se iban acabando mis zapatos tenía como consigna ineludible ¿verdad?, que los tenía que ir dejando allí, porque como yo siempre bailaba, bueno, era la que animaba más, la que bailaba más. Era conocidísima ¿te imaginas? Y todos me querían mucho… Aparte de que no dejaban entrar a gente de mi edad ¿no? Aunque a veces llegaba y tampoco me dejaban entrar, porque había espectáculos medio fuertes. Entonces me decían no, no entres. Con mi hermano siempre ¿eh? Nunca sola. O con Las Tapatías o con La Vestida de Hombre, pero nunca sola. No, no entres, porque ahorita está medio fuerte. Y es que había señoras haciendo estriptís y cosas así. Pero iba gente de toda, de toda… Iban saliendo de fiestas, del cine, de moteles, claro, si conocían al dueño, digo, a ese muchacho alto, morado y con la panza en forma de pera. Iban prostitutas, iban golfas, iba Gabriel Infante, siempre de zapato blanco y pantalón así entubado de abajo y de aquí muy ancho. Entonces allí bailábamos. Era un lugar para bailar y siempre se concentraba allí la gente de ambiente, los chéveres y los superchéveres. Y una vez íbamos saliendo mi hermano y yo y dijo mi hermano: hijos, escucha eso, yo creo que a algún pendejo le están robando los tapones. Y le digo: puta sí, sí es cierto. Entonces empezamos a ver los coches, todos los coches que estaban estacionados allí, y que vamos viendo que era nuestro coche, que lo estaban desarmando tres tipos. Entonces mi hermano dice ay, carajo, si es mi coche, y que empieza a correr para alcanzarlos. Entonces los rateros vieron que se atravesaba corriendo y se subieron a un viejo ford que estaba estacionado en doble fila. Entonces mi hermano, el idiota, hazme favor, en lugar de dejarlos ir, alcanzó al ford y se agarró de una ventanilla, digo, trató de abrirles la portezuela, pero arrancaron como chiflido y apenas y pudo agarrarse de una ventanilla, como en las caricaturas. Y corría unos pasitos y tenía que alzar los pies, porque el coche iba demasiado aprisa ¿no? Unos pasitos y volaba un cachito. Los tipos le pegaban en la cara, le daban de cachetadas y él aferrado, bien aferrado. Hasta que se soltó ¿no? Entonces regresamos y nos metimos volados en Las Dos Tortugas. ¿Qué les pasó? Porque teníamos una cara que pregúntame si de indigestión con chayotes. Y mi hermano resollando como toro de lidia. Entonces uno de los muchachos que estaban allí trabajaba en alguna cosa de servicios, una oficina de agentes secretos o algo así. Imagínate, era tan secreto que todos lo sabíamos. Para esto, mi hermano venía como loco, repite y repite, nueve veintisiete doscientos cuarenta y tres, y repite y repite y repite así su placa, la placa de los tipos esos ¿no? Y ya fue y dio los datos. Entonces el muchacho dijo que iba a dar parte y que no sé qué, que no nos preocupáramos. Total, nunca hizo nada ¿verdad? Y nos quedamos sin tapones. Pero lo importante es que alrededor de la pista estaban colgados como treinta pares de zapatos míos. O cuarenta. Era yo La Popular ¿te imaginas?

Por esos días La Vestida de Hombre me hizo un tango por teléfono. Me dijo fíjate nada más que me estoy muriendo, tengo un dolor en la vesícula. Ah, no, en la boca del estómago. Parece que se me acaba de reventar una de mis úlceras y fíjate que estoy desesperada, me estoy muriendo, por favor, encuéntrame una enfermera muy barata, porque no puedo estar sola y mi mamá se fue a Israel. Y la clásica pendeja, aquí, La Madre Abadesa, dijo no, óyeme, no, vente a mi casa y mañana rapidísimo buscamos un hospital, no vaya a ser que caigas en un hospital malo, mira, vente a mi casa y mañana buscamos. Pues mira, todavía no le acababa de decir buscamos… Yo creo que la cabrona me acababa de hablar de la esquina de mi casa, de la caseta, porque ya había llegado. ¿Y sabes cómo llegó? Con sus ceniceros, con sus cuadros de la pared, con sus pomadas y todos sus aditamentos, de plano, para venir a establecerse. Ay, no te quiero contar cuando la vi, casi me desmayé. Es que me privaba. De mi papá olvídate, y de mi mamá, olvídate. Llegó y se posesionó primero de un cuarto, después del teléfono, y a los doce días ya éramos sus sirvientes. ¡Sus sirvientes!

¿No te importa que todos los sábados se iba con diferente galán de fin de semana? Y los galanes entraban a mi casa y esperaban a que acomodara su ropa y todo. Mi papá y mi mamá privados de privados. Luego, por ejemplo, salía entre semana, y yo le decía ay, por favor, llega temprano porque nos dormimos como a las doce, no llegues después de esa hora porque los criados, las sirvientas, los mozos, todos se acuestan y ya no queda nadie que te pueda abrir y tenemos que salir nosotros, por favor, ven temprano. ¡Ranas sifilíticas! Llegaba a las cuatro o a las cinco de la mañana. Y allí nos tienes a mi mamá y a mí, que teníamos que levantarnos y abrirle la puerta. Mi papá en esa época viajaba mucho. Yo la odiaba, pero nunca has visto un odio más terrible. Entonces fíjate que fraguábamos raptarla, ofenderla, hacerle mala cara. Y llegaba La Tapatía Chica y oye, gorda, fíjate que qué crees, que este, que te dieron permiso para que te vengas con nosotras un par de semanas a Acapulco, porque tu mamá se va a ir siempre a San Antonio a comprar ropa y dice que para que no te quedes sola prefiere mandarte con nosotras. Qué padre ¿no? Entonces oye, pues qué bueno, que no sé qué, pues yo también estaba desesperada. Y La Vestida de Hombre oyendo, muy triste porque no podía acompañarnos. Y las sirvientas iban a tener vacaciones, así que nadie podría atenderla en la casa. Total, me fui a Acapulco y mi mamá se fue a los Estados Unidos. Se trataba de ver si se salía ¿no? Pero dijo que iba a cuidar la casa y le lavó el cerebro a mi papá. ¿Y sabes por cuánto tiempo se quedó? ¡Como cinco meses! Yo ya estaba en las locuras, no te imaginas. Mi mamá no la podía ver. Decía bueno, si te hubiera dicho esta niña oye, ¿puedo vivir en tu casa? Pero te dijo oye, mañana me voy…

Bueno, pero total, La Vestida de Hombre, en una de las veces que habíamos salido, de las infinitas veces que salíamos juntas, me presentó a un muchacho que hablaba mucho. También era de Guadalajara Pues y parecía monje. Tenía como tres narices, una abajo de otra, así que se le veía una nariz grandísima, y parecía que siempre estaba diciendo mentiras con cara de fraile, a mí me parecía. ¿Sabes quién? Te he platicado otras veces de él. De veras parecía monje, o un viajero sin valija, de esos que ves en el aeropuerto esperando que llegue el carrito con los equipajes para pasar la aduana, así, como que algo les falta siempre y medio quieres que llegue y no, y mientras tanto revisan la cara de los presentes. Bueno, creo que lo has visto. Trabajaba en los tribunales y después fue secretario del ministro de, sí, ese que viste en, pálido, muy pálido, como cadáver de monaguillo.

Entonces me invitó a salir, empezó a invitarme a salir. En fin, un día me habló y estábamos las cuatro amigas juntas ¿no? Y Las Tapatías tenían hambre y no teníamos dinero, así que decidimos que nos invitara a cenar. Bueno, para que tengas una idea más clara, él era como un obispo y como un camello al mismo tiempo, como El Obispo de los Camellos…

Los lunes cerraban Las Dos Tortugas, así que fuimos a otro lugar que estaba donde quedaba el Astoria. Los dueños creían que habían hecho un restorán para gente más o menos bien, pero la mera verdad es que estaba repleto de gente muy baja. Era más bien frecuentado por gente corriente ¿no? Pero era un lugar muy chistoso y nos quedaba cerca, y siempre había muchachos muy vivitos y muy coleando y eso me gustaba. Imagínate: nosotras salíamos con puros cadáveres ¿no? Entonces estábamos allí muy tranquilas, sin sospechar para nada que una de nosotras iba a cometer un crimen, y otra a abortar cuatro veces, y otra a volverse loca; fascinadas con la música de los mariachis. El Monje siempre me invitaba a salir y total, esa noche no había podido resistirlo más y decidimos gorrearle la cena, así que le expliqué que iría con mis amigas. Y ya cuando llegó le dijimos que a ese restorán porque nos desbielaban el paté, el pan francés que daban, la plebe y el decorado, tú, porque los manteles eran rojos y las sillas muy blandas y muy acogedoras ¿verdad? Tibias también… como amantes.

Entonces que se acerca el capitán de meseros. Que viene el capitán de meseros y nos dice ¿una copita? Preguntó si queríamos una copa o no. Y una de Las Tapatías, con las manos sobre el pecho trinó queremos cenar. Y no, gracias, nada, nada, nada, soy abstemio dijo El Monje. Y la carta, tú, que gruñe la otra de Guadalajara. Y el capitán ofreciendo un vermut, un oporto. Se lo acaban rapidito. Una ginebra. Y no, no gracias, nada, en dúo, en trío, un cuarteto. Y su voz decía oporto, vermut, ginebra, y como que en realidad quería decir otra cosa. Su voz se resbalaba por nuestros cuerpos como una cosa absurda y tierna que despertaba escalofríos sensuales… Al mismo tiempo su mirada era tan fuerte que podía hacer saltar todos tus botones… Y ¿qué crees? Fíjate que fue por la carta, la trajo y que se queda parado allí, junto a nosotras ¿no? Al Monje le sonaban las tripas, algo como el ruido de la calefacción. Junto a él, La Vestida de Hombre, idéntica a Mercedes, pasaba los dedos por la carta como si estuviera escribiendo en máquina. Y Las Tapatías asentían y movían las manos y proponían cosas ¿no? El capitán allí, accesible e insensato… Entonces vimos lo que queríamos, ordenamos todo, no recuerdo qué, aunque en esa época me fascinaba la ensalada césar, acabábamos de descubrir la ensalada césar. Entonces el tipo apuntó y vino otro mesero y se llevó la nota y él siguió parado allí, junto a nosotros, junto a mí y La Tapatía Chica, con los brazos colgados como sin fuerzas, la cara áspera, inocente y vulgar. Eso que yo lo veía ¿no? Y decía qué raro, pues éste, aquí parado, así nomás, parado. Y tomé un cigarro y se precipitó a encenderlo, tú. Bueno, eso era normal, pero seguía allí. Entonces empezamos a comer con las canciones alegrando el ambiente. Trajeron los entremeses y todos nos afanamos en despedazarlos, como si estuviéramos desarmando relojes, metidísimos con las aceitunas. La Tapatía Grande repasaba la carta como si hojeara parsimoniosamente un gran misal en una boda de lujo en la Basílica de Guadalupe…

Entonces entraron muchos galanes corriendo, una bola de muchachos corriendo. Eran como nueve o diez muchachos y entraron como tromba y atraparon a otro que estaba cenando, sentado, de espaldas a nosotros. Pensamos que era una broma o algo así, una venganza, algún pleito, algo por el estilo, pero el capitán nos dijo no es nada con un guiño maloso, todos son mis amigos… Mientras tanto, al tipo lo pusieron junto a un pilar ¿se dice pilar? Junto a una columna ¿no? Era muy guapo y lo empezaron a besar en la boca, a desvestir… Eran hombres ¿no? Todos hombres y lo besaban y se atacaban de risa… Las Tapatías se inclinaban sobre sus platos picoteando como gallinas y El Monje y La Vestida de Hombre se me borraron por completo, a pesar de que La Reina de las Pomadas se masajeaba ya por doquier ¿verdad? Y empezaron a llegar unas tipas… ¡Clásicas golfas! Y que me agacho para seguir con la sopa y que el capitán me la quita. ¡Habrase visto! La sopa se toma caliente, afirma con tersa voz de mandolina rasgando órdenes e insinuaciones, se la voy a calentar… Y por estar viendo a las golfas —una faldota de algodón, un bolso escocés de pelos rojos, unos zapatos de tacón dorado—, ni pude protestar… La sopa se toma caliente… ¡Diablos circuncidados! Su voz era su mejor arma y tanteaba con ella fueran las que fueran las palabras que pronunciaba, los cuerpos que le gustaban, toqueteando, abalanzándose y acariciando…

Entonces al rato ¿no?, El Monje y yo plática y plática, pero yo nerviosísima porque el capitán trajo la sopa y se quedó parado allí, mirándonos fijo fijo, con la mirada muy fija y ándenle, tómense su sopita, como diciendo ¿les gustaría acostarse conmigo?, sí, todos juntos, El Monje inclusive. Su sopita… ¡Una enorme sonrisa ávida! Total, de repente que callan los cancioneros y sólo se oye el escrach de La Vestida de Hombre. Que lleno la cuchara de sopa, ¿no? Y de repente estamos rodeadas de mariachis, doce, trece, quince mariachis. ¿Dije que Las Tapatías comían como gallinas? Fíjate que vivían junto a mi casa y se creían Las Clásicas Muchachas Muy Vividas, tú, las que se las sabían de todas todas ¿no? Bueno, llegan los mariachis y preguntan que si queremos una pieza cerniéndose sobre nosotros. La Tapatía Grande aparta su libro de actas, digo, la carta, se vuelve muy despacio, como escudriñando su pasado, inmediatamente dueña de la situación y dice no, muchas gracias, no, gracias, deveras no… Entonces se van, fajándose las carrilleras, reajustándose los enormísimos sombreros, rayando las espuelas contra el piso de piedra, pero a los dos minutos vuelven a venir, más prietos que antes y sacando las panzas, las grandes panzas de pulqueros… Que si no queríamos que nos tocaran algo… Y volvimos a decir que no, que no queríamos nada, nada, aunque La Vestida de Hombre por lo bajo y con risitas nerviosas empezó a hacer chistes de esos sobadísimos como “tóquenme La Panchita”, y ya sabes. Pero se volvieron a ir. Entonces El Monje precipitó su nariz hacia mi regazo y propuso ¿deveras, deveras no quieren oír nada especial? ¿Deveras?

Al rato vienen otra vez, pero entonces que se dirigen al capitán, como siempre haciendo guardia al lado de Las Tapatías ¿no? Y éste los escucha y luego se dirige a mí con gran algarabía de mis amigas. Señorita, díganos qué canción le gustaría oír… Tose sobre la ensalada y traga saliva. No, no, ninguna, de verdad no queremos oír ninguna canción… Y oh, así que… Entonces El Monje, inesperado, como cuando abres una llave y el chorro sale muy fuerte, que dice no, no, las señoritas no quieren oír ninguna canción, no. Y que se inclina el capitán, tú, una especie de pieza de ajedrez, un incisivo alfil negro tropezando con un peón que no le corresponde; que se agacha muy suavemente, y con mucha cortesía, con mucha dulzura, con mucho mundo, afirma no, no, no, si usted no la va a pagar, si el que la va a pagar soy yo… Y entonces que se dirige a mí, como si me conociera desde 1954, digo, desde la prehistoria, y que dice bueno, ¿tú quieres oír alguna canción?, lascivo y hasta un poquito molesto… La Vestida de Hombre empezaba a rascarse, y las de Guadalajara Pues fingían mantener una calma increíble… Así que confusa y todo, pero como para componer la situación, complaciente y blanda ¿no?, casi asustada, pregunté con un suspiro, ¿se saben Consentida? Y chíngale, que se sueltan, tracata cata catán catón, a cantarla. Me cantaron como cinco canciones, tú, y el capitán seguía allí, paradito, muy orgulloso y grandotote, libertino y calculador. Se me atragantó un pedazo de lechuga y por un momento adopté una postura llena de desesperación, después de la cual volví a mi cara de ¿este camión pasa por la calzada de Tlalpan? Hasta los adolescentes que habían llegado y las golfononas se volvían a mirarnos ¿no?

Entonces vino la carne y déjeme aderezarla, dijo, y metió las manos en mi plato. La visión de unas manos parecidas tocándome los senos me llenó de un temor repugnante. El tiempo se arrastraba penosamente. ¡Un desmadre! Y lo peor es que todo parecía decidido ¿cómo te diré?… El capitán, inclinando su odiosa jeta andaluza por encima de mis cabellos. Aspiraba ostensiblemente su olor… Pero entre la ensalada y el postre podían ocurrir muchas cosas ¿no? Por ejemplo, mis vecinas descubrieron, entre los muchachos que alborotaban, al Loco Valdiosera. No te imaginas qué muchacho tan guapo, tan guapo. Increíblemente guapo. Entonces, cuando lo vieron, dijeron mira, es el Loco Valdiosera ¿no? En esa época no tenía ni idea de quién era el Loco Valdiosera. Imagínate: yo cuidadísima, todo el tiempo en la casa. Mis papás tenían que conocer el pedigrí de las familias que tratábamos, porque si no, no me dejaban cruzar palabra con nadie, ni buenos días, ni buenas tardes, ni buenas. No tenía yo ni idea, no. Entonces empezaron a platicar de ese muchacho, que era conseguidor, que era contrabandista, que era drogadicto, que había matado a un tipo, que era corredor, que era karateca, que había filmado una película, que tenía un burdel, que vivía en Los Ángeles, total, que era un galanazo que tenía una vida padrísima… Entonces empezaron a comentar que allí estaba ese muchacho, que no sé qué ¿verdad? Y le preguntaban al capitán y él asentía, medio molesto, pero complacido al mismo tiempo ¿no? Gruñía más bien. Y El Monje no ganaba para sustos, pero se hacía el disimulado con esa habilidad provinciana de esconder la cola entre las piernas tan suya. Entonces yo quedé impresionadísima ¿no? Porque la verdad es que nunca había visto a un muchacho tan guapo.

Y de pronto las muchachas, las golfonas que te dije, que empiezan a eructar y a toser y a gritar y que vuelven el estómago sobre los manteles rojos y los platos de comida de la otra mesa. Y ¿crees que los mariachis callaron?, ¿que el capitán se movió? Así que no acabamos de cenar. De angustia, tú. El Monje fumaba y fumaba y a mí me temblaban las manos, no sé si de la emoción o del miedo. Y entre los aspavientos de Las Taparías y los automasajes de La Vestida de Hombre, los movimientos de meseros que cambiaban todo de lugar en las mesas vecinas y las risotadas de los muchachos, parecía que nos íbamos a pique. Yo quería escapar. Y La Vestida de Hombre dijo es mejor que nos quedemos, hay que tranquilizarnos. Y todos opinaron lo mismo. Entonces pedimos café…

Yo trataba de distraerlos, ¿no? O hablaba para relajarme, para tranquilizarme, y La Vestida de Hombre me secundaba. Entonces empezamos a hablar del Abacosobatá… Había un chou en esa época ¿te acuerdas? Estaba en Los Globos y había venido de Cubita la Bella, era uno de los principales, de Cuba, sí, de La Habana. Entonces nosotros éramos tan, pero tan enamorados del chou que íbamos diario. Las Tapatías, mi hermano, La Vestida de Hombre y yo. Sobre todo mi hermano y yo íbamos diario diario. Nos teníamos fusiladísimo el chou, fusiladísimo, eso de que en la casa de repente cargábamos a una sirvienta y hacíamos el número ese, porque así le hacían ¿no? Al principio cargaban a una vieja en el chou, la cargaban y entraban bailando y así lo hacíamos ¿no? Y de repente nos entraba el santo a todos y cogíamos el plumero y las cosas con que se hacía la limpieza en la casa y nos revolcábamos en el suelo poseídos, gritando peor que cerdos… Y a todos nos entraba dizque el santo. Todo lo hacíamos. Hasta las cosas que, bueno, sabíamos las canciones que cantaban allí, con coros y todo, teníamos miles de canciones puestas. Llegaba cualquier muchacho y cantábamos y hacíamos como que traíamos el cordón del micrófono y lo hacíamos a un lado, lo aventábamos con el pie y balanceábamos las caderas, lamíamos el micrófono. Teníamos chous puestos, de canciones, de bailes. Llegaba un amigo y lo primero que hacíamos era imitar el chou ¿no? Cuando vayas a la casa te lo hacemos, le dijimos al Monje. Y sí, dijo sí.

Entonces allí en Las Dos Tortugas, un día, ¡oh maravilla!, van llegando todos los del Abacosobatá. Entonces olvídate, eran nuestros maximazos, para nosotras eran, bueno, y los habían invitado. Entonces nos hicimos muy amigos mi hermano y yo de ellos. Puros negros… Horribles ¿no? Pero sensacionales, padres padres. Con un sentido del ritmo, tú, y de la música, bueno, que para qué te cuento. Entonces un día en una cena de mi hermano, porque era cumpleaños de mi hermano… Bueno, les dijimos a mis papás fíjense que vamos a hacer una cena. Sí, perfecto, qué quieren, para que les compre, qué van a hacer de cenar, para cuánta gente. Vamos a ser más o menos veintitrés y queremos estar sentados a la mesa. Y queremos que nos hagan arroz con pollo o frijoles con puerco, cualquiera de las dos cosas. Entonces mi papá, que deveras olvídate, era esplendidísimo, dice, pero cómo ¿arroz con pollo? Sí, sí, sí, arroz con pollo. Pero por qué. Así queremos comer… Y es que es la comida típica de los negros ¿no?, sobre todo en Cuba, es un platillo así de los principales ¿no? Entonces cuando llegan, estábamos, bueno, nos hicieron nuestra cena con todo lo que dijimos, todo lo que tú quieras. Y entonces ah, pues de repente mi papá bajó para ver quiénes estaban y cómo iba todo. Estábamos uno dos tres veintiún negros del Abacosobatá, todos los negros del Abacosobatá y nada más mi hermano y yo de blancos, los únicos blancos. Entonces, cuando mi papá nos vio, subió y le dijo a mi mamá hay puros negros, hay puros negros en la casa. Imagínate el susto de mi mamá… Empezó a gritar sube tantito, sube. Y apenas me vio empezó quiénes son esa bola de negros que dice tu papá que están allá abajo. Son nuestros amigos… Y nos pusimos a reír. La Tapatía Chica olía a orégano, su hermana dijo que el capitán murmuró que todo apestaba a fábula, y El Monje se reía tan chistoso, no sé cómo lo hacía: rechinaba los dientes, sí, rechinaba los dientes…

Bueno, no, mi mamá, cada cosa que le pasaba… Porque aparte fíjate que acababa de descubrir que teníamos un cuarto oscuro ¿no? Había un cuarto en la casa que nadie usaba. Entonces, como mi mamá nunca pelaba nada, porque es toda discreción, digo, distracción, nosotros tomamos un cuarto y lo pintamos de negro y cambiamos todos los focos por focos rojos. Y cerrábamos con llave ese cuarto. Entonces les habíamos dicho a mis papás y a todos que era nuestro cuarto literario. Éramos La Vestida de Hombre, mi hermano y yo. Vivíamos en la casa y cada día a uno de nosotros le tocaba limpiar los sillones, tirar las colillas y ventilar aquello. Porque en las noches, como mis papás estaban en su cuarto, recibíamos allí a los amigos. Entonces mis papás no sabían dónde estábamos, si abajo o arriba, en realidad no les importaba. Habíamos puesto unos sofás, un tocadiscos, unas cosas así. Entonces encendíamos los focos rojos y allí llegaban todos nuestros cuates… En las mañanas abríamos las ventanas para que se oreara el cuarto, para renovar el aire ¿no? Pero lo dejábamos siempre con llave… Entonces, un día, no sé cómo estuvo, La Vestida de Hombre había hecho el quehacer y había dejado la puerta abierta. Sí, la dejé sin llave, dijo. Entonces de casualidad que a mi mamá se le ocurre abrir y abre la puerta y se va encontrando con un cuarto negro, con el piso pintado de negro y los muebles negros, con los focos rojos y todo. Y como ella nunca se había dado color del cuarto, que empieza a dar de gritos desquiciada, ¡un burdel!, ¡un burdel! ¡Tienen un burdel!

Entonces que nos traen el café. ¡Un burdel! ¡Un burdel! Que nos sirven el café ¿no? ¡Tienen un burdel! Primero a Las Tapatías, luego a mí, después a La Vestida de Hombre y por último a nuestro anfitrión, el capitán con una risita condescendiente. Estábamos tomándolo ¿no? Bueno, estaba muy caliente y yo esperé a que se enfriara un poco, o tenía risa, no sé. Tienes que conocer el cuarto literario, decía La Tapatía Chica. Ah, no, les estaba explicando las canciones del Abacosobatá. Y de repente me estaba llevando la taza a la boca y que viene el capitán y me detiene la mano. Su mano prieta llena de pelos, brrr… No, no, no, no, no, permítame, por favor. Y que me quita la taza, tú, y que se la lleva, como había pasado con la sopa. Y yo digo por qué me la quita. Y me dice señorita, perdóneme, pero el café se toma caliente. El Monje me miraba con ojos desorbitados y nariz pinochesca. Mis amigas se botaban de risa ¿no? Es que estoy esperando que se enfríe, dije con suavidad. Perdóneme, pero se lo voy a calentar. Y El Monje con las manos en su taza, como si las tuviera amarradas. ¡Pero yo estoy esperando que se enfríe! No, nada de eso, el café se toma bien calientito. Diablos castrados, para no hacer mucho escándalo, o para no llamar la atención del muchacho guapo que había llegado y me miraba de vez en cuando, pues me quedé callada ¿no? Ya qué dices. Al pinche Monje le hubiera tocado protestar ¿verdad?

Al ratito, tú, que viene y vuelve a servir. Entonces, fíjate que le digo oiga. Pero en vez de escucharme propone ¿van a tomar un coñac? No, fíjese que no, muchas / Es que una cena sin coñac no es cena. Soy abstemio dijo El Monje, vivaz, soy Abstemio de Valle Arizpe… Y espérenme tantito dijo el capitán, nosotras con la bocota abierta como el foro del Palacio de Bellas Artes. Y que se va y trae el coñac. Cortesía de un servidor, dice melifluo y cumbanchero. ¡Tortugas ninfómanas! Y El Camello más serio que fraile en cuaresma ¿no? Ni levantaba la vista.

Estábamos otra vez tomándonos el café y que viene con otra jarrotota de café y nos vuelve a llenar las tazas ¿no? Oiga, no, de verdad, ya no queremos, ya no queremos, muchísimas gracias… Los abusos se renovaban. Estábamos reteserias y no sabíamos qué hacer. Algo pegosteoso se derramaba sobre todas las cosas. Desde los aperitivos a los que habíamos renunciado no había ninguna esperanza. La situación se nos resbalaba de las manos. Y el capitán sí, sí, otro poquito, sí, los ojos centelleantes, les va a caer retebien su café… Y bebíamos tantito y volvía a llenar las tazas. Óyeme, parecía un restorán respetable y estaba lleno de gente. Y por si fuera poco, en el líquido ese nos podían poner cualquier cosa. Y las golfas aquellas seguían allí, unas encima de la mesa, manoseando y dejándose manosear, pero haciendo un escándalo de cuatro orquestas… Total, otra vez nos empezó a llenar las tazas y El Monje no protestaba, no pedía la cuenta ni nada. El guapo guapo y la mitad de su pandilla desaparecieron en uno de los baños y la conversación decayó definitivamente. Porque habíamos estado hablando ¿no? Como disimulando que estábamos en una situación fuera de lo común, como fingiendo que eso nos podía pasar a nosotros como si nada, que habíamos vivido más de la cuenta, pero mucho más ¿no? Mucho más… el maldito café no se acababa nunca y mi respiración era aceleradísima…

Al ratito, cuando El Monje estaba distraído viendo cómo La Vestida de Hombre se aplicaba pomada bajo un seno, le hice señas al capitán y le pedí que me trajera la cuenta… Bueno, nada más con la mano, como escribiendo en el aire. Le hice así, que nos trajera la cuenta. Él se había ido a llenar una vez más la jarra de café ¿no? Y Las Tapatías parecían palomas con sueño. Y entonces fíjate que el capitán se voltea y dice muy despacio, muy estudiado, muy cortés, hasta elegante y teatral a un tiempo: no, de ninguna manera, no. Y yo le decía que sí con la cabeza, con las manos, con todo el cuerpo. Y él no. Pensé resistir hasta el último instante y darle luego una patada con todas mis fuerzas, reventarle los huesos. Oye, le digo al Monje de Jalisco, fíjate que no nos quieren traer la cuenta. Y La Vestida de Hombre llena completamente de pomada lloró: ay, pero por qué. Y les digo pues quién sabe… Entonces una de Las Tapatías que se levanta, flaquita flaquita, pero muy brava, y que grita ¿nos van a traer la cuenta o no? De perfil, casi transparente, parecía que no había dicho nada. No, gruñó el capitán, todavía no, acercándose. Las mesas, los meseros y los demás parroquianos oscilaban peligrosamente. Entonces Las Tapatías, como en un destello, dijeron vámonos, aprisa. El Monje hizo a un lado su silla, incorporándose. Yo no traté de moverme. Pese a mi repulsión sentía cierta curiosidad por lo que iba a ocurrir. ¿O me faltaba valor para gritar de miedo y de estupefacción?

Entonces corrió el capitán y les cerró el paso, inesperado, impidiéndoles cualquier movimiento. Yo me levanté como impulsada por un resorte. La Vestida de Hombre se inclinó como para abrocharse un zapato o ponerse pomada en un tobillo, pero en realidad gateó debajo de la mesa tratando de escapar. Hasta El Monje dio un paso adelante con cara de pendejo ¿no? Cierta inspiración diabólica descendía sobre el capitán peludo y nosotros parados allí, sin atrevernos a hacer nada, y ni modo que yo lo atacara a cachetadas ¿no? Entonces empezamos a sentir el calor… Como de tortillería, no te imaginas… Entonces empezamos a sentir el sudor. Y el capitán estaba más cerca de mí que de nadie más, apestoso a vino, cornudo, con los vellos erizados en las manos amenazadoras, su rabo inverosímil encubierto. La Vestida de Hombre bajo la mesa, toda confusa y paranoica, trataba de pasar entre las piernas de la Tapatía Grande y que ésta se desternilla, aletea, se encoge con un ruido desconocido. Y nosotros con nuestras sonrosadas caras de pendejos…

Y fíjate que cuando nos subimos al coche, El Monje dijo: oye, tú, pues qué se traería el tipo este ¿eh? Fue el mejor comentario del mundo, ganó el Premio Nobel para Comentarios ¿no? Imagínate a una de Las Tapatías derrumbándose desmadejada, a mí pensando que nos habían puesto algo en el café, a la otra tipa presa entre la silla y la mesa, en fin, al capitán tendiendo la cuenta como si nos amenazara con una pistola, soplándonos en la cara su aliento impuro, con mucho humo todo esto, y mucho calor y ruido, manteles rojos y enormes risotadas de mujeres semidesnudas en las mesas vecinas. ¡Nuestro estupor intentaba retrasar el acontecimiento que se acercaba! Las muchachas y yo, una vez afuera, lo celebrábamos a carcajadas. ¿Lo conjurábamos? Oye, tú, pues qué se traería el tipo este ¿eh? Ya ni la amuelas le gritaban Las Tapatías… Se nos estaba aventando horrible, dije mientras cerraba la portezuela… Él ponía en marcha el motor. ¿Ustedes creen que era eso?, gemía. Y metió la reversa, enderezó el coche. Ahorita mismo me regreso, decía, y arrancó a moderada velocidad, muerto de miedo… La verdad es que nos sentíamos aliviadas, más y más aliviadas a medida que nos alejábamos del restorán. Abrí la ventanilla y total, ya no queríamos saber nada del Monje. Ahoritita mismo me regreso, gritaba…

Si alguien me hubiera dicho esa noche que iba a terminar acostándome con él, y no sólo eso, enamorada de él, hubiera flotado de incredulidad, me hubiera vuelto azul de incredulidad… Me hablaba por teléfono con frecuencia ¿no? Pero francamente tardamos mucho en volvernos a ver y yo creía que nunca más iba a salir con él…

(“Aunque parezca mentira —estas humillaciones— este continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.”)

2. Atrapamiento y desazones consiguientes

Un día centrado, tú, quiero decir un martes que era como jamón en medio de un lunes y un miércoles, bueno, fuimos al centro una amiga y yo. Íbamos por la avenida Juárez y le contaba del guapo guapo: porque allí había quedado toda la conocencia, en habernos visto en un lugar oscuro. Porque si de algo estaba segura es de que me había visto. Y del capitán de meseros, tú. Bueno, de eso y de estar viendo al muchacho que besaron entre todos y las golfas que volvían el estómago ¿no? Dónde que el día anterior me había enterado que el capitán peludo recogía todas las noches a las golfononas y las llevaba a quién sabe dónde. Creo que tenían varios departamentos y se citaban allí con otros tipos, una cosa rarísima ¿no? De manera que galanes y golfas, golfos y galanas, todos eran una. ¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí, que salí con una amiga que iba al sicoanalista ¿no? La acompañé al sicoanalista… Las mujeres que van al sicoanalista como que no tienen mucho que hacer ¿verdad? Y esta amiga era igual que yo de tarada, igual. ¿Sabes quién? Mercedes, la que había sido novia de mi hermano. Y como su sicoanalista no sabía telepatía, pues tenía que ir a verlo, y el cabrón no hacía más que incitarla a hablar de su vida sexual. Claro que estaba casado ¿no? Y sigue casado con la tipa que conoció en la escuela y lo obligó a terminar la carrera, que hasta lo acompañó a doctorarse en París ¿no? Pero eso no importaba. Le interesaban a madres las técnicas masturbatorias, las caricias de los pretendientes y las inquietudes, en fin, y mi amiga soltaba siempre toda la sopa, toda, y como no tenía otro amigo que la invitara a hablar de su vida sexual, pues se entregó después de veinticuatro sesiones de confidencias. Y ahora tenía sentimientos de culpabilidad y no sabía si culpar al sicoanalista de ser un abusivo profesional, o si cambiarse a otro consultorio ¿no? Total, decíamos que una siempre tenía la absoluta seguridad de que el cabrón sicoanalista nunca iba a decir nada, por temor a desprestigiarse ¿verdad?

Íbamos caminando y de repente, tú, que nos empiezan a seguir dos muchachos. Cuando nos dimos cuenta y me voltié que descubro que uno de ellos era el guapo guapo. ¡Me muero del susto! Así, me muero del susto. Y entonces lo primero que advierto es que estamos muy cerca del cine Variedades, es decir, muy cerca de la oficina de una amiga mía. Entonces subimos corriendo a la oficina y la vemos luego luego, pues es recepcionista, y le digo qué crees. Le dije qué crees, nos viene siguiendo el Loco Valdiosera, porque para ese día ya todo mundo sabía quién era el Loco Valdiosera. Imagínate: yo no hacía otra cosa más que hablar por teléfono ¿verdad? Y me subí a esconder porque me dio un susto mayúsculo ¿no? Entonces subimos a escondernos.

Pasamos como cuatro horas en esa oficina: que un café, que los nuevos chismes, en fin, hasta se nos olvidó el Loco Valdiosera. Juntando nombres y hechos de cualquier manera, Mercedes habló del verdadero amor de su vida, conmovidísima, llegando a puntuar su relato con algunas lágrimas y terminando con una sonadita de nariz. Entonces bajamos y nos estaban esperando en la puerta. Eran como las seis de la tarde, tú, y habíamos subido a la oficina de mi amiga a eso de las tres y media. Y créemelo o no, estaban esperándonos en la puerta… Creo que no teníamos más que un peso en la bolsa ¿no? Pero paramos un taxi. Señor, señor, le dijimos al chofer, llévenos por favor. Y nos subimos sin saber cómo íbamos a pagar. Tomamos un libre ¿no? Y nos alejamos rápidamente del Loco Valdiosera, sorprendido pero sonriente, como si al perder esta batalla no perdiera nada importante. Despreciativo quizás. Y ya no hicimos ninguna de las cosas que teníamos que hacer. Creo que íbamos a buscar algún vestido o alguna cosa así. Y nos fuimos para la casa, ¿no?, para la casa…

Cuando llegamos les hablé a Las Tapatías para contarles el chisme y nos invitaron a una fiesta. Ya sabes que eran mis vecinas, así que nos cambiamos (yo le presté una combinación a Mercedes) y fuimos. Era una fiesta convencional, tú, con la clásica gente bien que visitaba nuestras casas. Es decir, una reunión normal, sin nada extraordinario. Una fiestecita para beber, bailar y platicar, exactamente igual a la docena de fiestecitas que Las Tapatías, mi hermano y yo acostumbrábamos organizar a cada rato ¿no? Que un amigo, que un ponche, que una cubita, que mucho gusto, que un baile…

Total, estábamos en la fiesta y de repente que llega un amigo que se llama Tito Caruso al frente de una horda grandísima, como de quince amigos entre hombres y mujeres. La fiesta era en una casa tipo Pedregal, con muchos cristales, al ladito de donde vivíamos entonces ¿nunca fuiste? Yo estaba bailando no me acuerdo con quién. Entonces tocaron a la puerta y abrieron. Entonces entró Tito Caruso con sus quince amigos, y entre esa bola, tú, no lo vas a creer, venía el guapo guapo, deslumbrante y medio acelerado, pero muy guapo, eso sí, muy guapo, con gabardina y sombrero, como un artista de cine ¿cómo se llama? El de esa película de gángsters, tú. Bueno, pues venía igual, de gabardina londinense con el cuello subido y todo… Había muchas moscas. Debe haber sido primavera o verano, ya sabes que en México nunca se nota, pero hacía un calor del carajo y el guapo guapo irrumpió allí con su gabardina y su sombrero, muy castigador. Abrieron la puerta y entró, sí. Yo ya estaba tan impresionada que dejé de bailar y me quedé mirándolo porque me impresionaba muchísimo. Como una gota de aceite hirviendo sobre una barra de mantequilla, la gente se apartó para dejarlo pasar; como la vagina de una puta deseosa de terminar aprisa. Entonces se acercó y me dijo ¿bailamos? ¡Ay, cómo me gusta recordar esto! Su sonrisa inundaba mi vida entera. Su presencia cobraba unas dimensiones gigantescas y llenaba la casa de una especie de sábanas tibias, de seda, por las que resbalaban todas las tonterías de mi vida. Y entonces me puse a bailar con él. Cabizbaja, trataba de hundirme muy despacio en su olor, de adherirme a sus músculos tensos y amorosos…

Pero en eso, no sé cómo estuvo, dos de los muchachos que estaban allí comenzaron a pelear ¿no? Se empezaron a pelear y entonces todo se puso requetepeligroso, porque peleaban y se arrojaban contra los vidrios. Fracaso terrible de los vidrios con todo y lo que reflejaban, tú. Derrumbe absoluto de los vidrios. Rompieron miles de vidrios y cosas, miles de cosas. Se arrojaban las sillas y pronto unos empezaron a ayudar al que iba perdiendo y un oleaje tremendo de caras agrias, espaldas, bocazas hinchadas de groserías y escupitajos, trompadas, nalgadas, cuerpos que se deshacían en nudos increíbles, cabezas hundidas, no sé cómo describirte ese infierno. Todos se le fueron encima al que ganaba, un animalazo de uno noventa de estatura, recto como un semáforo en alto y pelirrojo. Hasta con las patas de una mesa que se rompió le estaban pegando. ¿Y yo? Pregúntame dónde estaba… Pregúntame, ándale…