La princesa prometida - William Goldman - E-Book

La princesa prometida E-Book

William Goldman

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Beschreibung

Este es el mejor libro del mundo. Hay mil razones para amarlo. Léelo y descubre la tuya. ¿De qué trata La princesa prometida? Bueno, es una historia de espadachines y de combates. Trata de amor eterno, de odio inmortal y de venganzas despiadadas. En esta novela salen algunos gigantes, un montón de villanos y de héroes, cinco o seis hermosas mujeres, monstruos bestiales y otros amables, y muchas aventuras y huidas y capturas. Hay muerte, mentiras, verdad, milagros e incluso algún que otro beso. Tras la muerte de su amado Westley, la bella Buttercup se compromete con Humperdinck, un malvado y mentiroso príncipe, para evitar una guerra. Pero, antes de la boda, una banda de mercenarios formada por Íñigo Montoya, el mejor espadachín del mundo; Vizzini, el hombre más inteligente del mundo; y Fezzik, el más fuerte, secuestra a la joven, y un misterioso pirata retará a los secuestradores para hacerse con la princesa.  La princesa prometida lleva generaciones maravillando a jóvenes y mayores por igual, combinando fantasía, diversión, humor e inteligencia con una habilidad deslumbrante. Este es uno de los grandes clásicos de la literatura universal, un brillante homenaje a la novela de aventuras.   "Aún recuerdo el delicioso rato que pasé leyendo La princesa prometida de William Goldman en una biblioteca del norte de Londres […] Enseguida quise escribir precisamente eso: un cuento de hadas para adultos." Neil Gaiman "Un clásico moderno, un cuento de hadas y una novela de aventuras en un solo libro sobre una hermosa heroína, un pirata, duelos y maravillas: una saga sobre el verdadero amor." The New York Times "Una de las novelas más divertidas, inteligentes, originales y conmovedoras que he leído en mucho tiempo." Los Angeles Times "Una fábula deliciosa que contiene todas las películas de aventuras de las sesiones de los sábados por la tarde, como si las hubieran escrito los hermanos Marx y los Monty Python." Newsweek "Nada sobra en La princesa prometida. Es una narración vibrante e inteligente, que te arrastra sin trampas y es moderna y atemporal." The Sunday Times

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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William Goldman
La princesa prometida
Relato clásico de amores y verdaderos y grandes aventuras escrito por S. Morgenstern
Traducción de Celia Filipetto

¡ATENCIÓN!

Nota del editor:

Si no habéis leído La princesa prometida, os recomendamos que vayáis directamente al comienzo del libro. Luego podéis volver al principio y leer las introducciones, que hablan de muchas cosas importantes que pasan en el libro. No hace falta que nos deis las gracias.

Introducción del autor a la edición conmemorativa del 30.º aniversario

Hace un par de semanas, esta introducción habría sido verdaderamente corta. Os habría preguntado: «¿Por qué compráis este libro?». O, para ser más exactos, la edición de este libro.

Os habría dicho: «Comprad la edición del vigésimo quinto aniversario. Tiene una extensa introducción de vuestro humilde servidor en la que hablo largo y tendido sobre los herederos de Morgenstern y los horribles problemas legales que he tenido con ellos. Esta versión del libro todavía está disponible, y lo que os interesa es lo mismo que me interesa a mí: que se publique de una vez por todas El bebé de Buttercup.

También os habría dicho que no hay novedades en el frente. Más de lo mismo. Pero ha llovido desde entonces, como se suele decir.

Ha sucedido algo nuevo.

Permitidme que os cuente cómo supe de la existencia del Museo Morgenstern.

Retrocedamos hasta 1986, en Sheffield, Inglaterra. Estamos en pleno rodaje de la película de La princesa prometida. Fue una época muy feliz para mí; por fin, la obra de Morgenstern cobraría vida en la gran pantalla. Había escrito el guion de la película hacía más de una década, pero nadie lo había «comprado», como dicen por ahí, hasta entonces.

Por lo general, no me gusta estar en el set de un rodaje. En una ocasión escribí que el mejor día de tu vida es el primer día que estás en un set y los peores son los días que vienen después. Son monótonos y horribles por diversas razones: (1) son realmente monótonos y horribles (aunque sé que no me creeréis), y (2) si eres el escritor, básicamente ya has cumplido tu misión.

Pongo nerviosos a los actores, pero, además (y si ya habéis leído esto antes, saltaos esta parte) tengo una capacidad increíble para estropear los planos. Cuando la cámara empieza a grabar, me escondo en algún rincón del set; sin embargo, no sabría deciros cuántas veces, justo antes de empezar, el director me pide que me aparte porque estoy en el lugar exacto donde acabará la escena.

Poco antes del día sobre el que estoy a punto de hablaros, estábamos rodando en el Pantano de Fuego. En un momento de la película, Cary Elwes (Westley) comienza a guiar a Robin Wright (Buttercup) a través del pantano.

Yo sé qué pasará a continuación: el pantano escupe una llamarada y el vestido de Buttercup se prende fuego. ¿Cómo soy tan listo? Pues porque Morgenstern lo escribió, yo adapté su texto para la novela y utilicé esa parte en todos los borradores del guion que escribí, y creedme, escribí unos cuantos.

Muy bien, estoy en el set del Pantano de Fuego, y Rob Reiner dice: «Cary, acción». Entonces, aparecen en escena dos actores maravillosos y yo me quedo mirando desde un rincón. Cary la guía a través del pantano, da un paso, otro paso y… en ese momento, el pantano escupe una llamarada y el vestido se prende fuego.

Y justo en ese momento (y esto es realmente humillante), empiezo a gritar: «¡Se le está quemando el vestido, se le está quemando el vestido!», y echo por tierra la escena.

Rob grita: «Corten», se vuelve hacia mí y, con una voz casi inaudible y armado de paciencia, me dice: «Bill, se supone que tiene que haber fuego en ese vestido».

Creo que contesté algo muy ingenioso, como «Ya lo sabía, perdona», y corrí a esconderme en un rincón.

Bueno, ahora podéis continuar leyendo.

La noche siguiente, estábamos rodando en exteriores, el ataque al castillo, y hacía frío. Un frío que pelaba. Todo el equipo iba abrigado, pero el viento se colaba por la ropa de todas maneras. No recuerdo haber pasado tanto frío en un rodaje. Todo el mundo estaba congelado.

Excepto André.

No puedo explicarlo, pero André nunca tenía frío. Quizá sea cosa de gigantes, nunca le pregunté. Aquella noche estaba sentado con las mallas que llevaba y, en la parte de arriba, tan solo tenía una finísima toalla que le cubría los hombros. (Evidentemente, no lo cubría por completo, pues era una toalla de un tamaño normal). Y, mientras hablábamos, y esto es totalmente cierto, docenas de personas se acercaron a él, lo saludaron y le preguntaron si quería que le llevasen un abrigo, una manta o cualquier cosa para que se protegiera del frío. Pero él siempre contestaba «No, jefe, grasias, jefe. Estoy bien», y se volvía para seguir hablando conmigo.

Me encantaba pasar tiempo con él. Acabo de empezar mi quincuagésima década en el loco mundo del cine y André era de lejos el personaje más popular de todos los sets de rodaje en los que he estado. Algunos de nosotros —creo que Billy Crystal también estaba en ese grupo— bromeábamos con escribir una serie para André, para que no tuviese que viajar los trescientos y pico días que la lucha libre requería. Creo que iba a llamarse algo así como Aquí llega André y trataría de un luchador que se hartaba de su trabajo y decidía hacerse canguro.

Los niños se volvían locos con él. Cuando iba al set del Pantano de Fuego, siempre estaba allí, con un niño sobre la cabeza, otros dos sobre los hombros y otro en cada mano. Eran los hijos del equipo que trabajaba en la película. Los niños se quedaban sentados en silencio y observaban el rodaje.

«Biiill». Hemos vuelto a aquella gélida noche y, por su tono de voz, sabía que nos adentrábamos en terreno farragoso. «¿Qué te paguese por ahoga mi integpgetasión de Fezzik?».

Le dije la verdad: que había escrito el papel para él. En 1941, cuando mi padre me leyó por primera vez la historia de Morgenstern, no tenía ni idea de que las películas se escribían, como es lógico. Simplemente eran algo que me encantaba ir a ver al Alcyon. Más tarde, cuando empecé a trabajar en la industria del cine y adapté esta historia para la gran pantalla, no tenía ni idea de quién debía interpretar el papel de Fezzik si la película terminaba por hacerse. Entonces, una noche, vi a André luchar en la tele. En aquella época, era joven; no creo que tuviese más de veinticinco años.

Helen (mi esposa por entonces, una psiquiatra de fama mundial) y yo estábamos viendo la lucha libre en la tele. O, mejor dicho, yo estaba viendo la tele; Helen traducía uno de sus libros al francés. «Helen, Dios mío, mira. Es Fezzik», grité.

Ella sabía de qué hablaba y lo importante que era para mí hacer una película de la historia de Morgenstern; entendía lo cerca que había estado de hacerse realidad y lo mucho que me disgustaba que siempre surgiera algún obstáculo que lo impedía. En una ocasión, intentó que aceptara la realidad: cabía la posibilidad de que la película nunca se rodara. Creo que estaba a punto de soltar la misma perorata de siempre cuando vio cómo miraba a André, que estaba dándole una paliza a unos cuantos tipos malos.

«Lo hará genial», dijo en un intento de convencerme con todas sus fuerzas.

Y allí estaba yo, diez años después, hablando con aquel increíble francés, al que siempre visualizaré con niños trepando por encima de él. «Tu interpretación de Fezzik es magnífica», contesté. Y era cierto. Sí, su acento francés era bastante evidente, pero, una vez te acostumbrabas, no había ningún problema.

«Me he esfogsado muchísimo. Es un papel mucho más pgofundo que el de Big Foot». (Otra de las ocasiones en las que no interpretó a un luchador fue cuando hizo de Big Foot unos años antes, creo que en Six Million Dollar Man). «Investigo mucho paga mi pegso». Me di cuenta enseguida de que «pegso» era como decía André «personaje». «¿Qué tipo de investigación haces exactamente?». Pensaba que iba a decirme que había leído la edición francesa unas cuantas veces.

«Escalo pog los acantilados», contestó.

«¡¿Los Acantilados de la Locura?!». Me quedé perplejo. No podéis imaginaros lo abruptos que son.

«Oh, oui, muchas veces, subo y bajo, subo y bajo».

«Pero, André, ¿y si te hubieras caído?».

«Tuve mucho miedo la pgimegaves,pego entonces me di cuenta de algo: Fezzik nunca dogmiguía».

De repente parecía que estaba manteniendo una conversación con Lee Strasberg.

«Y también luché con los gupos. Fezzik luchó con los gupos, yo luché con ellos. Estuvo bien».

Entonces, dijo la frase clave: «¿Has estado en el museo? Fue allí donde mejog pude documentagme».

Le contesté que no sabía de qué museo me hablaba.

André me habló de ello durante un buen rato…

¿Pero he estado alguna vez? No. Nunca he ido a Florin, nunca he pensado hacerlo. No, no es cierto. Sí que le he dado vueltas en alguna ocasión, pero no lo he visitado por una razón: tenía miedo de que aquel sitio me decepcionara.

La primera vez que estuve en Florin fue cuando Stephen King prácticamente me envió allí mientras me documentaba para el primer capítulo de El bebé de Buttercup. (Para más información, echad un vistazo a la introducción que escribí para la edición conmemorativa del vigésimo quinto aniversario; entenderéis muchas más cosas una vez hayáis leído ese texto —está incluida en esta edición, en la página 27)— junto con el capítulo de El bebé de Buttercup, que encontraréis al final de La princesa prometida.

En aquel primer viaje, pasé unos cuantos días en Florin City y la campiña que hay alrededor. Corrí como un loco y vi un montón de cosas, pero el museo estaba cerrado por obras cuando estuve allí.

Pensé que ya lo vería cuando volviese. Fuera cuando fuese.

Y resulta que fue mucho más pronto de lo que creía.

Es probable que ya sepáis esto, dado que, hace poco, mi nombre apareció en los periódicos de todo el mundo. Volví a ganar el Premio al mejor abuelo del año. Sacaba tanta ventaja al resto que decidieron no entregar la copa. Un anciano de la India aseguró que malcriaba a Willy, pero está claro que tenía envidia.

Dentro de poco iba a ser su décimo cumpleaños, y tenía una excelente oportunidad para tirar la casa por la ventana y hacer un gran regalo a mi nieto. La otra noche, estuve en casa de mi hijo, Jason, y de su mujer, Peggy, así que les pedí que me dieran alguna pista. indentmente tienen listas de cosas, pero en aquella ocasión no tenían ninguna. Los dos actuaban de manera muy extraña y murmuraron: «Ya se te ocurrirá algo», y, acto seguido, cambiaron de tema.

Llamé a la puerta de la habitación del chiquillo y le pregunté si podía entrar. Willy abrió la puerta en silencio, lo cual era extraño, porque normalmente siempre me grita que pase. «Quiero hablar contigo sobre tu cumpleaños», le dije. Debéis saber que Willy es un gran receptor. Se emociona mucho con cualquier cosa, incluso si es algo que ha escogido él; cuando se lo doy, su reacción es genial.

Lo único que me dijo es que me había portado tan bien con él a lo largo de los años que lo que yo quisiera regalarle estaría bien. «¿No se te ocurre nada?», insistí. Me contestó que no. Además, tenía un montón de deberes que hacer, así que, si no me importaba…

Me puse de pie para marcharme, pero, entonces, volví a sentarme, porque me di cuenta de algo: sabía exactamente qué quería, pero, por alguna razón, le daba vergüenza decírmelo.

Esperé.

Willy estaba sentado en silencio en su escritorio. Entonces, respiró hondo. Y volvió a hacerlo. Llegados a ese momento, yo ya lo veía venir, así que le solté «Sea lo que sea, ya te digo que no».

«A ver», empezó a decir Willy, y entonces tomó carrerilla. «Cumplir diez años no es moco de pavo en esta familia, porque cuando tú tenías diez años, te pusiste enfermo y tu papá te leyó, cuando mi papá cumplió diez años, tú le diste aquel libro, y entonces te diste cuenta de que debías abreviarlo y, bueno, yo voy a cumplir diez años y solo voy a cumplirlos una vez, y… y…».

A Willy le daba tanta vergüenza continuar que me señaló la oreja y susurró: «Te lo contaré al oído».

Y eso hizo.

No quiero parecer exagerado, pero la primera mañana que pasamos en Florin City, cuando la luz del sol tras romper el alba me despertó completamente y Willy el Niño roncaba en la cama contigua, fue sin duda uno de los mejores momentos de mi vida. Mi único nieto y yo estábamos juntos en el inicio de la aventura de su décimo cumpleaños en la ciudad donde había nacido Morgenstern. Nada puede superar eso.

Willy estaba hecho polvo por el viaje —otro punto para Florin Air—, así que tuve que sacudirlo un poco hasta que abrió los ojos, parpadeó y dijo «¿Eh?» varias veces antes de ser persona.

«¿Adónde vamos?», preguntó, pero entonces se contestó a sí mismo. «A la isla del Único Árbol, ¿verdad?».

Le había prometido que iríamos en helicóptero para que viese dónde habían invadido a Fezzik, dónde este había hecho la incisión con la espada y dónde había salvado a Waverly. (Deberíais haberme hecho caso antes, cuando os he dicho que fueseis al final del libro y leyeseis el capítulo de El bebé de Buttercup).

Negué con la cabeza.

«Ya lo sé, ya lo sé, no me lo digas… ¡a la habitación del castillo donde Íñigo mató al conde!».

Willy dio un salto de la cama y empezó a realizar sus movimientos de esgrima mientras decía «Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; prepárate a…», y dirigió la espada hacia delante. «… ¡morir!».

Le encantaba hacer aquello —él y sus amigos organizaban concursos para ver quién lo hacía mejor—, y a mí me encanta que le encante. Pero negué con la cabeza de nuevo.

«Haremos ese tour, desde luego, pero no hoy», contesté. Willy me hizo una señal para que continuase.

«El Museo Morgenstern abre dentro de poco. Será mejor que nos arreglemos».

Willy volvió a subirse a la cama entre gruñidos.

«Abuelo, por favor, por favor, por favor. ¿Tenemos que empezar por el museo? Odio los museos. Sabes que los odio».

«Pero te gustó el Salón de la Fama».

El verano anterior lo había llevado a Cooperstown.

«Pero eso era béisbol».

«Tengo que ir», contesté. «Ya está bien. Sabías que lo había planeado».

Lo cierto es que estaba a punto de decirle que volviera a dormirse. No había realmente ninguna razón por la que no pudiese visitar el museo por mi cuenta.

Pero no dije nada, y gracias al de arriba que no lo hice.

El Museo Morgenstern está a la izquierda de la plaza Florin. Es una preciosa casa antigua, construida quién sabe hace cuántos años. Para cuando llegamos al museo, Willy volvía a estar entusiasmado, que es su estado habitual, y caminaba dando brincos por delante de mí en la acera. Me sostuvo la puerta, hizo una reverencia cuando entré… y, entonces, dijo «¡Madre mía!» y se quedó petrificado. Frente a él, en el medio de la vieja y majestuosa sala, dentro de una vitrina preciosa y grande, estaba la espada de seis dedos.

Yo sabía que se encontraba allí. André me lo había contado; me lo había explicado todo con detalle durante aquella gélida noche que pasamos en Sheffield, pero, aun así, no estaba ni de lejos preparado para el impacto que aquella experiencia me causó. Había oído hablar de ella durante muchísimo tiempo; le había preguntado a mi padre hacía ya tantas décadas, cuando tenía diez años, qué la hacía tan especial, tan mágica, y qué aspecto podía tener…

Y allí estaba. El padre de Íñigo había muerto por aquella espada y toda la vida de Íñigo había cambiado a causa de ella, aquella hoja mágica, la mejor espada del mundo desde Excalibur.

Willy me agarró la mano y caminamos juntos hacia la vitrina. Sé que no tiene sentido, pero, en aquel momento, cuando la observé por primera vez, me pareció que bailaba.

«¿Se mueve?», susurró Willy. «Porque lo parece».

«Creo que es por la iluminación. Pero sí, tienes razón».

Había un grupo de personas alrededor de la vitrina: niños, viejos, todo tipo de gente, y lo extraño era que, cuando contemplábamos la espada, nadie se alejaba; continuábamos por el otro lado, la observábamos desde ahí, luego desde el otro lado y, después, por el último.

Un niño mucho más pequeño que Willy susurró con acento francés a una señora que supongo que sería su madre «Allo, mon nom est Inigo Mon-to-ya…».

«Suena mucho mejor como lo decimos nosotros», murmuró Willy.

Entonces, me percaté de algo: alrededor de la vitrina, había niños que simulaban empuñar la espada y pronunciaban las palabras de Morgenstern. Y no estoy seguro de cuándo el museo montó aquellas exposiciones, pero habría sido maravilloso que aquel gran hombre en persona hubiese contemplado lo que yo veía en ese momento.

Otra de las piezas que volvía locos a los chiquillos era un molde de los dedos de Fezzik. (André hablaba sin parar de él; me dijo que pensaba que sus dedos eran los más grandes del mundo hasta que vio aquella pieza). Willy la midió con mucho cuidado. «Su pulgar es más grande que toda mi mano», exclamó. Yo asentí. Sí que lo era.

Luego había toda una pared cubierta con ropa de Fezzik, muy bien planchada. Willy no hacía más que mirar hacia arriba, donde se habría encontrado la cabeza del gigante, y sacudía la cabeza, asombrado.

A continuación, se encontraba el vestido de boda de Buttercup, aunque costaba acercarse a él porque había muchas chicas a su alrededor.

Había tantas cosas que ver —una flecha apuntaba hacia otra habitación, donde se hallaba la máquina succionavidas del conde Rugen—, pero yo me moría de ganas de ver al conservador del museo; Stephen King le había escrito una carta para avisarlo de que iba a ir. El conservador me dejaría acceder al lugar en el que más necesitaba estar: lo llamaban el Santuario, y allí guardaban las cartas y las notas de Morgenstern. No estaba abierto al público, solo permitían el acceso a académicos, y eso era yo, tal día como aquel.

Hice un par de preguntas, me marearon un poco, pero, finalmente, dimos con el conservador. Era más joven de lo que imaginaba, claramente alguien brillante, y sus ojos reflejaban una auténtica dulzura.

Estaba sentado en su escritorio, en la esquina de la tercera planta. Su despacho estaba repleto de libros, lo cual no resulta nada sorprendente. Cuando entramos, levantó la vista y sonrió.

«Supongo que buscan la habitación de los niños», dijo. «Es la puerta de al lado. La mayoría viene a verla».

Sonreí, le dije quién era y que había venido desde Estados Unidos para documentarme en el Santuario un rato.

«Pero eso no es posible», contestó el conservador. «Solo se permite el acceso a académicos».

«Soy William Goldman», le dije de nuevo. «Stephen King le escribió una carta para avisarlo de mi visita».

«El señor King es un famoso descendiente de mi país, de eso no hay duda, pero no he recibido carta alguna».

(Debéis saber algo sobre mí: en momentos como aquel, puedo volverme muy paranoico. Lo que voy a contaros a continuación es cierto: cuando fui juez en el festival de cine de Cannes, me invitaron a una cena de etiqueta. Para mí, era algo muy importante. Mi matrimonio se venía abajo, iba a estar solo en el mundo por primera vez en toda una eternidad, y cuando llegué a la fiesta, todos los asistentes hablaban todas las lenguas imaginables, pero muy pocos hablaban inglés. Habían preparado tres mesas redondas y, por suerte, habían colocado tarjetas con el nombre de los comensales. Cuando nos avisaron para que tomáramos asiento, abandoné la esquina en la que estaba, solo, y me dirigí hacia la primera mesa como una bala.

Ninguna de las tarjetas que había allí tenía mi nombre.

Corrí hacia la segunda mesa y la rodeé.

Tampoco vi mi nombre.

Entonces, cuando llegué a la tercera y última mesa, la paranoia se apoderó de mí, porque estaba seguro de que no habría ninguna tarjeta con mi nombre en ningún asiento. Todavía me veo a mí mismo empapado en sudor cuando pensé que no habría ninguna tarjeta con mi nombre.

¿Os imagináis a alguien tan chalado?

Pues, adivinad: tampoco había ninguna tarjeta con mi nombre en la tercera mesa. Resulta que la organización había metido la pata. Esta historia es verídica).

Y, bueno, en ese momento empecé a venirme abajo. ¿Me había imaginado que King escribiría una carta? No, en absoluto. Me había dicho que quería que El bebé de Buttercup fuese auténtico. Por eso había venido hasta aquí.

Pero entonces pensé: ¿por qué no me había dado a mí la maldita nota para que yo mismo la entregase en persona? (En este momento me estaba volviendo loco pensando que si hubiera llevado encima la maldita nota de King y la hubiese entregado, el conservador me la habría devuelto y habría dicho que no era experto en la caligrafía de Stephen King y que, gracias, pero no, no podía permitirme acceder al Santuario).

Me sentía tan impotente allí de pie, delante de mi querido nieto, que me volví y estaba a punto de irme cuando Willy dijo: «Abuelo, es un error, llámalo».

Odio el móvil, pero tenía uno para hacer llamadas internacionales durante el viaje. La noche anterior, habíamos llamado a Jason y a Peggy cuando llegamos al hotel.

Así que marqué el número de teléfono de la casa de King, en Maine, me pasaron con él y le expliqué la situación. Se portó genial.

«Dios, lo siento mucho, Bill. Debería haberte dado la maldita nota. Florin tiene el peor servicio de correos de toda Europa, seguramente llegará allí la semana que viene. (De hecho, la nota llegó dos semanas después). «¿Está Vonya en el museo hoy? Pásamelo».

Creo que el conservador oyó su nombre porque asintió con la cabeza y extendió la mano para que le pasase el teléfono. Se lo di y él se levantó de su escritorio, caminó hacia el pasillo y comenzó a moverse de un lado para otro mientras decía «Por supuesto, señor King» y «Haré todo cuanto esté en mi mano para ayudar, señor King, de eso puede estar seguro».

Willy levantó la mirada hacia mí al oír esto y me hizo una señal de aprobación con el índice y el pulgar (con discreción, debo añadir) y, al instante, Vonya regresó con nosotros.

Nos indicó que lo siguiéramos y murmuró «¿Qué puedo decir? Ya saben cómo funciona el correo».

Le dije que me alegraba que todo se hubiese aclarado.

«Estoy realmente avergonzado, señor Goldman. El señor Stephen King me ha dicho quién es usted».

Debería haberme preparado para lo que vendría después; ese «quién es usted» debería haber hecho que me pusiera en guardia.

Entonces, soltó la bomba.

«He leído muchos de sus libros, ¿sabe? Era una especie de fan suyo. Usted era un escritor sensacional… hace tiempo».

No debería haberme afectado tanto. Pero sé por qué lo hizo. Porque me daba miedo que fuese cierto. Había escrito algunas obras decentes. Sin embargo, de eso hacía mucho tiempo, y había sido en otro país. Era una de las razones por las que tenía tantas ganas de sumergirme en la escritura de El bebé de Buttercup. La princesa prometida había hecho que quisiera ser novelista. Albergaba la esperanza de que Morgenstern me ayudaría a convertirme de nuevo en un novelista.

Willy exclamó: «Todavía lo es».

«Bah, no pasa nada», le dije. «De verdad».

Mi nieto me miró y yo traté de esconder lo que sentía, pero captó lo que mis ojos ocultaban.

El malvado Vonya nos guio durante unos cuantos pasos más, abrió una puerta, nos indicó que entrásemos y se marchó.

Y nos quedamos solos en el Santuario.

Willy todavía estaba furioso. «Odio a ese tipo», dijo.

¿Acaso creéis que no tuve ganas de abrazarlo en ese momento? No obstante, me contuve y me limité a contestar en un susurro: «Es hora de ponerse manos a la obra», y comenzamos a examinar la estancia.

No era especialmente grande. Había miles de cartas, todas clasificadas, álbumes de fotos de familia, todas las imágenes tenían un pie en el que se explicaba el significado de aquellas instantáneas.

Pero lo que yo buscaba eran los cuadernos. Morgenstern era famoso por ser un hombre meticuloso, pero, mientras me ubicaba, examiné los álbumes de fotos a fin de hacerme una idea de cómo era su vida durante la mejor época de su carrera como escritor.

Entonces oí a Willy decir algo sorprendente.

«¿Sabías que el conde Rugen iba a matar a Íñigo?

Me volví hacia él y pregunté: «¿Pero qué dices?».

Señaló el cuaderno que había cogido de una estantería y comenzó a leer.

«“Esta mañana me he despertado pensando que Rugen debería matar a Íñigo. Sé que con esto perderé lo de ‘Hola, me llamo Íñigo Montoya’, y lo echaré de menos, pero si Íñigo muriese aquí, Westley tendría que enfrentarse a Humperdinck y a Rugen, todo esto cuando hace muy poco que lo han matado, y, por favor, recuerda que Westley es tu verdadero héroe”».

Para entonces, ya estábamos sentados en una mesa, echando un vistazo al diario de La princesa prometida.

¿Sabía alguien de la existencia de algo así?

Un verdadero milagro. Estaba sentado allí, en el Santuario de Morgenstern, con mi nieto, mientras los recuerdos de mi padre, leyéndome con su inglés limitado y cambiándome la vida para siempre, me invadían.

Willy pasó la página y prosiguió con la lectura.

«“He decidido que Íñigo no debe morir. He pasado la mitad de la noche en vela y, por fin, he tratado de escribir la escena en la que mata a Rugen mientras repite esa frase una y otra vez hasta que, finalmente, exclama: ‘Quiero que me devuelvas a Domingo Montoya, hijo de perra’. Y cuando he escrito esas palabras, me he dado cuenta de que lo que más deseaba en el mundo es algo que no puedo tener: recuperar a mi padre. Por eso, Íñigo tendrá su triunfo y vivirá, y Westley deberá contentarse con vencer a Humperdinck”».

Willy levantó la vista del diario y dijo: «Guau, estuvo a punto de fastidiar su propio libro».

Asentí con la cabeza e hice memoria. Me preguntaba si alguna vez había pensado algo así. Recuerdo que detesté tener que matar a Butch y a Sundance, pero debía hacerlo, porque, en la vida real, habían terminado tal y como yo lo había escrito, y no podía cambiar la historia solo para tener un final feliz.

Pero, hete aquí a Morgenstern, un hombre que tenía mucho que ver con mi vida, haciendo lo que más detestaba —pensar en cambiar la historia—, y eso me molestó.

A ver, hace siglos que Florin no es una potencia europea. Pero es cierto que hubo un tiempo en que fue importante. Si leéis libros sobre la historia de Florin, como yo he hecho, sabréis que sí, existió un tal Vizzini aunque, para satisfacción de la mayoría de los expertos, nunca se ha demostrado que fuera un jorobado. Sí, tenía una pierna más corta que la otra, eso sí que lo sabemos. Y sí, también sabemos que era siciliano.

Y sí, contrató a Fezzik y a Íñigo. Y Fezzik batió récords en el mundo de la lucha turca, algunos de los cuales son sorprendentes a día de hoy. E Íñigo Montoya todavía es el mejor espadachín de la historia. Leed cualquier libro sobre el arte de la esgrima.

Muy bien. Vizzini los contrató, y ya sabéis por qué, no tuvieron éxito: el hombre de negro impidió que se salieran con la suya y Buttercup sobrevivió. Y ahora, vayamos a la parte decisiva: Íñigo mató al conde Rugen. Eso forma parte de la historia florinesa. Yo estuve en la habitación donde el malvado noble murió. (Una vez más, los expertos no se ponen de acuerdo con respecto al lugar exacto de la muerte del conde. Personalmente, me trae sin cuidado si falleció cerca de la mesa de billar o en una esquina).

«“Pero no podía invertir el transcurso de la historia por el bien de mi historia y permitir que Íñigo muriese de esa manera, como un fracasado, después de todo por lo que había pasado para vengar a su padre”».

«Sáltate eso», ordené a mi acompañante. «¿De qué otra cosa importante habla?».

Willy leyó un par de páginas más, se detuvo y gruñó.

«Shakespeare», contestó. «¿De verdad lo tengo que leer?».

Le indiqué que continuase leyendo el diario de Morgenstern.

«“He estado dando vueltas durante casi toda la noche. Me ha venido a la cabeza aquel recuerdo de cuando era un niño y mi padre me llevó a Dinamarca, al castillo de Elsinor. Me contó que justo allí, entre aquellos muros, había tenido lugar el mayor drama de toda la historia. El de Hamlet. (Según el folclore islandés, se llamaba Amleth). Y, a continuación, me explicó que su tío había envenenado a su padre y, luego, se había casado con su madre, y me dijo que me encantaría leer esa historia cuando fuese un poco más sabio.

Shakespeare utilizó esa parte de la historia y la engrandeció, pero, esencialmente, no alteró la historia para que se ajustara a sus necesidades. Por ejemplo, no hizo que Hamlet muriese como un fracasado.

Como yo había estado a punto de hacer con Íñigo si hubiera permitido que perdiese en combate contra el malvado Rugen.

Debería sentirme avergonzado por haber estado a punto de hacer algo así. Íñigo se merece un lugar en nuestra historia. Westley es el mayor héroe que tenemos. No debo quitarle valor a sus triunfos.

Prometo ser mucho más cuidadoso en el futuro”».

No os podéis imaginar lo bien que me sentí en ese momento.

Entonces, de repente y aunque parezca mentira, llegó la hora del almuerzo. Habíamos estado sentados más de dos horas seguidas, pasando las páginas del diario lentamente. Ni siquiera habíamos leído una décima parte del contenido.

«Ojalá pudiéramos llevárnoslo al hotel», dijo Willy. Pero sabía que eso no era posible; las paredes estaban cubiertas de carteles que indicaban con severidad en todos los idiomas imaginables que no se podía sacar nada de aquella habitación, sin excepción alguna.

«¿No has visto ningún diario sobre El bebé de Buttercup?», pregunté.

«No». Willy negó con la cabeza. «Apenas había diarios. Puede que ni siquiera escribiese ninguno».

Se dirigió a la estantería de los diarios y colocó el de La princesa prometida.

«Creo que le preguntaré a Vonya. Es posible que lo tenga en su despacho o en otro sitio».

«Abuelo, no creo que eso sea muy buena idea».

«Es una pregunta de nada. ¿Qué tiene de malo?».

Entonces, Willy el Niño me miró.

«¿Qué?».

«No hables con ese hombre, no dejes que te diga nada».

Tenía razón. Salimos del Santuario y del museo, y empezamos a buscar un sitio donde comer. Hacía fresquito, y Willy llevaba una chaqueta, pero se había dejado el abrigo en la habitación del hotel y quería volver a por él, así que eso hicimos.

Me tumbé en la cama y Willy, todavía con la chaqueta puesta, fue al baño. Salió al cabo de un buen rato, se dirigió al salón de la suite, se entretuvo un minuto y, luego, me llamó.

«Abuelo».

«¿A quién te refieres?». A Willy no le gustaba que bromease.

«Ja, ja, ja».

«Abuelo, ¿qué?».

«¿Qué opinas de un pájaro gigante?». Estaba junto a la puerta. «¿Recuerdas el final de ese capítulo de El bebé de Buttercup en el que Fezzik cae al vacío mientras sujeta a Waverly? ¿Qué te parecería que un pájaro parlante gigante volase por debajo de ellos y los salvara?».

«¿Un pájaro parlante? Por favor… Puede que los historiadores no sepan si Fezzik sobrevivió o no, pero estoy seguro de que Morgenstern nunca se rebajaría a hacer algo tan estúpido. Quiero decir que ¿por qué no hacer que las rocas del fondo sean de goma para que Fezzik rebote durante un rato y así los dos se salven? Eso tiene tanto sentido como lo que acabas de decir».

«¿Ah, sí, señor Sabelotodo?».

Willy salió escopetado y, al instante, volvió y empezó a leer.

«“Ojalá hubiese pensado en cómo iba a salvar a Fezzik antes de que saltase del acantilado. Podría haber alargado el brazo y agarrado a Waverly en el último momento. ¿Por qué me meto en estos fregados? El problema de Hamlet se repite una y otra vez. ¿Hasta dónde podemos manipular la verdad en nombre del arte?”». Willy pasó la página y continuó: «“Creo que el principal problema que tengo con salvar a Fezzik es que me cuesta lidiar con la existencia de un pájaro gigante. A pesar de que he visto el esqueleto y de que algunos de los científicos más importantes del mundo me han asegurado que un ave así surcó los cielos hace tiempo, tengo la sensación de que un rescate legendario como ese pecaría de coincidencia. Quién sabe cómo acabaré resolviendo este problema”».

Salté de la cama antes de que terminase de leer y me quedé mirando fijamente lo que estaba leyendo. En ese instante supe lo que había hecho, lo había escondido en su chaqueta, y sabía por qué lo había hecho: para que yo lo tuviese y no volviesen a insultarme. Y también sabía que lo devolveríamos en un par de horas y que nadie se enteraría de que había salido de aquella habitación.

Se lo quité de las manos con cuidado, le eché un vistazo y vi que me enteraría de cosas de la infancia de Westley, antes de que se convirtiese en mozo de labranza, de la gran historia de amor de Fezzik, del desengaño amoroso de Íñigo, de las pesadillas de Buttercup que comenzaban a hacerse realidad, de los problemas de memoria de Max Milagros y del monstruo más hambriento que habitaba el mar que descubre que hay humanos, deliciosos humanos, viviendo en la isla del Único Árbol.

Tenía el diario de El bebé de Buttercup en mis manos. Increíble.

Ahora, lo único que debía hacer era pasar la página…

Y, queridos lectores, si, como se suele decir, pasáis la página, ¿qué os encontraréis?

Pues la introducción para la edición del vigésimo quinto aniversario a la que, con suerte, ya le habréis echado un vistazo. Y a esta introducción la sigue mi versión de las «partes buenas» de La princesa prometida y el único capítulo acabado y abreviado de El bebé de Buttercup. Pero, por favor, no perdáis la esperanza.

Nunca he trabajado tan duro como lo he hecho en estos últimos días, a veces solo, otras con el niño prodigio que se muere de ganas más que vosotros de que termine de documentarme y acabe el libro.

He dejado de hacer promesas. Pero sí os haré esta promesa (la misma que le hice a Willy cuando lo llevé a visitar la tumba de Fezzik. André ya había estado allí años atrás. Para documentarse más sobre su «pegso», dijo): antes de que se publique la edición del quincuagésimo aniversario, tendréis El bebé de Buttercup.

Espero de antemano que os guste… y si no, no me lo digáis…

Introducción del autor a la edición conmemorativa del 25.º aniversario

Sigue siendo el libro que más me gusta de todos.

Y ahora más que nunca desearía haberlo escrito yo. A veces me gusta fantasear que lo hice, que me inventé a Fezzik (mi personaje favorito), que mi imaginación hubiera evocado el engaño de la iocaína y la consiguiente batalla de los ingenios y los muertos.

Lástima, fue Morgenstern quien lo inventó todo y yo debo conformarme con el hecho de que al menos mi resumen (aunque fui aniquilado por todos los expertos florineses en 1973: las críticas en las revistas especializadas me envilecieron; en toda mi carrera como escritor, tan solo Boys and Girls Together ha recibido peores diatribas) acercara a Morgenstern a un público estadounidense más amplio.

¿Existe algo más intenso que los recuerdos de infancia? Nada, al menos para mí. Todavía tengo un sueño recurrente de mi pobre, triste padre, leyéndome el libro en voz alta… aunque en el sueño ni era pobre ni estaba triste. Había tenido una vida maravillosa, la vida que merecía por su honradez, y mientras leía, su inglés, tan alejado de la realidad, sonaba espléndido. Y él era feliz. Y mi madre estaba tan orgullosa…

Pero la película es el motivo por el cual volvemos a estar juntos. Dudo que mis editores se hubieran lanzado a hacer esta edición si la película no se hubiese rodado. Si estás leyendo estas líneas me apuesto dólares contra dónuts a que has visto la película. Cuando llegó a la gran pantalla tuvo un éxito moderado, pero el boca a boca la recuperó cuando salió en formato vídeo. Si tienes hijos, probablemente la habrás visto con ellos. Robin Wright, en el papel protagonista, empezó su carrera cinematográfica como Buttercup, y estoy seguro de que todos nos volvimos a enamorar de ella en Forrest Gump. (Personalmente, creo que ella es la razón de que ocurriera este fenómeno. Era tan encantadora y cariñosa que te hacía suplicar interiormente que el pobre bobo de Tom Hanks acabara viviendo felizmente con alguien así).

A la mayoría nos gustan las aventuras de cine. Quizá antiguamente, cuando Broadway era lo que más se llevaba, a la gente le gustaban las obras teatrales, pero creo que eso ya no ocurre. Y apuesto a que nadie le pide a Julia Louis-Dreyfus que cuente los entresijos del rodaje del episodio número 87 de Seinfeld. ¿Y las historias de los novelistas? ¿Podéis imaginaros arrinconando a Dostoievski para suplicarle que cuente anécdotas divertidas de la redacción de El idiota?

De todos modos, hay algunos recuerdos cinematográficos relativos a La princesa prometida que he pensado que probablemente no conocéis.

Me había alejado un tiempo de la redacción de mi guion de Las poseídas de Stepford para sintetizar el libro de Morgenstern. Y entonces, alguien de la Fox se enteró del proyecto, se hizo con una copia manuscrita del libro, le gustó y se interesó por hacer una película basada en él. Estamos hablando de principios de 1973. Ese «alguien» de la Fox era el llamado Greenlight Guy (citado de ahora en adelante como GG).

En revistas como Premiere, Entertainment Weekly y Vanity Fair puedes encontrar listas inacabables de «Las cien figuras más poderosas» en un estudio cinematográfico. Todos esos idiotas tienen títulos: vicepresidente encargado de tal, director ejecutivo encargado de cual, etcétera.

Lo cierto es que son todos unos pelotas.

Hay una sola persona por estudio que tiene algo parecido al poder y esta es el GG. Veréis, el GG es quien puede hacer que una película se haga realidad. Él (o ella) es quien suelta los cincuenta millones de dólares… si tu peli está destinada al festival de Sundance. Triplicad esa suma si se trata de una peli de efectos especiales.

Bueno, el caso es que al GG de la Fox le gustó La princesa prometida.

Problema: no estaba seguro de que se tratara de una película, de modo que hicimos un trato peculiar: ellos comprarían el libro, pero no comprarían el guion a menos que decidieran sacar el proyecto adelante. En otras palabras, los dos conservábamos nuestra mitad del pastel. De modo que, aunque estaba cansado porque justo había finalizado el resumen, seguí trabajando lleno de energía y me puse a escribir el guion inmediatamente después.

Mi estupendísimo agente, Evarts Ziegler, vino a la ciudad. Ziegler fue la persona que orquestó el contrato de Dos hombres y un destino, el cual, junto a The Temple of Gold, mi primera novela, me cambió la vida como lo que más. Fuimos a almorzar a Lutèce, charlamos, nos gustamos y nos despedimos; yo me marché a mi oficina del Upper East Side, en un edificio que tenía piscina. Por aquel entonces solía nadar cada día, puesto que tenía problemas de espalda y la natación me aliviaba el dolor. Y me dirigía a la piscina cuando me di cuenta de ello: no quería nadar.

No quería hacer nada más que llegar pronto a casa. Porque estaba temblando terriblemente. Llegué a casa, me metí en la cama y los temblores se habían convertido en fuego. Helen, mi esposa, una superestrella de la psiquiatría, llegó del trabajo, me echó un vistazo y me llevó directamente al New York Hospital.

Me visitaron todo tipo de médicos; todos sabían que había algo grave, pero nadie tenía ni idea de qué podía ser.

Me desperté a las cuatro de la madrugada. Y entonces supe de qué se trataba. De alguna manera, la terrible neumonía que había estado a punto de matarme cuando tenía diez años —la principal razón por la cual mi padre me leía La princesa prometida era ayudarme a hacer más llevaderos aquellos primeros días tan angustiosos posteriores a mi estancia en el hospital— había vuelto a completar su misión.

Y justo entonces, en ese hospital (y, sí, estoy convencido de que eso os va a sonar a locura), mientras despertaba en pleno delirio, de algún modo supe que, si iba a vivir, tenía que volver a aquel lugar en el que estuve de niño. Y empecé a gritarle a la enfermera de noche… porque, de alguna manera, mi vida y La princesa prometida estaban unidas para siempre.

La enfermera entró en la habitación y le dije que me leyera el Morgenstern.

—¿Qué, señor Goldman?

—Empiece por el Zoo de la Muerte —le dije. Luego añadí—: No, no, olvídese de eso; empiece por los Acantilados de la Locura.

Se acercó a mirarme, asintió y me dijo:

—Oh, vale, es exactamente por donde voy a empezar, pero olvidé el Morgenstern en mi despacho; voy a ir a buscarlo.

Lo siguiente que supe es que entraba Helen. Acompañada de unos cuantos médicos más.

—Fui a tu despacho. Creo que cogí las páginas que querías. Y bien, ¿qué quieres que te lea?

—No quiero que tú me leas nada. Helen, a ti nunca te gustó este libro, tú no quieres leerme, lo haces solo para seguirme la corriente. Y, además, no hay ningún papel para ti.

—Podría hacer de Buttercup…

—¡Venga ya, si tiene veintiún años!

—¿Es un guion de cine? —intervino entonces un médico muy guapo—. Yo siempre quise ser actor de cine.

—Usted será el hombre de negro —le dije. Luego señalé al doctor alto que había junto a la puerta—. Y usted inténtelo con Fezzik.

Fue así como escuché el guion por primera vez. Esos médicos y mi ingeniosa mujer esforzándose por interpretarlo en medio de la noche mientras yo me helaba y sudaba y la fiebre me hervía por dentro.

Al cabo de poco me desmayé. Y recuerdo haber pensado justo antes que el doctor alto no lo hacía nada mal y que Helen, aunque era un error de casting, era una buena Buttercup, así que daba igual si el médico guapo resultaba rígido: yo iba a sobrevivir.

Bueno, ese fue el comienzo de la vida del guion cinematográfico.

El GG de la Fox lo mandó a Richard Lester, a Londres (Lester había dirigido, entre otras, Qué noche la de aquel día, la primera espléndida película de los Beatles), nos reunimos, trabajamos y solucionamos problemas. El GG estaba encantado. Éramos un equipo lleno de empuje.

Entonces lo despidieron y entró un nuevo GG a sustituirlo.

He aquí lo que ocurre por ahí cuando esto ocurre: el viejo GG es desposeído de sus condecoraciones y de su derecho a ir al Morton’s los lunes por la noche y se marcha, muy enriquecido —tenía un contrato blindado por si ocurría lo inevitable— pero caído en desgracia.

Y el nuevo GG toma el trono con una sola ley pero marcada a sangre y fuego: nada de lo que su predecesor tenía en marcha debe ser continuado. ¿Por qué? Imagina que se lleva a cabo. Imagina que es un gran éxito. ¿Quién se lleva los laureles? El viejo GG. Y el nuevo GG, que ahora puede ir al Morton’s los lunes por la noche, tiene los días contados, pues sabe que todos sus compañeros están murmurando: «El muy cabrón… no era su película».

Es la muerte.

Así que La princesa prometida quedó enterrada, presumiblemente para siempre.

Y me di cuenta de que el control del asunto se me escapaba de las manos. La Fox tenía el libro. Y qué más daba si yo tenía el guion; podían encargar otro. Así que hice algo de lo cual me siento genuinamente orgulloso. Volví a comprar el libro al estudio, con mi propio dinero. Creo que se quedaron con la sospecha de que tenía algún plan o algún negocio entre manos, pero no era así. Simplemente no quería que ningún idiota destruyera lo que me había dado cuenta de que era el proyecto más importante de mi vida.

Después de un buen rato de negociaciones volvía a ser mío. Ahora yo era el único idiota que podía destruirlo.

Leí hace poco que la excelente novela de Jack Finney Time and Again ha cumplido cerca de veinte años y todavía no se ha llevado a la gran pantalla. La princesa prometida no tardó tanto, pero tampoco mucho menos. No tomé apuntes, así que todo esto sale de mis recuerdos. Comprendedlo, para que alguien haga una película se necesitan dos cosas: pasión y dinero. Resulta que a mucha gente le gustó La princesa prometida. Sé de al menos dos GG distintos a quienes les gustó con locura. Que me estrecharon las manos para cerrar el trato. Que se morían de ganas por hacerla más que cualquier otra película.

Los dos fueron despedidos el fin de semana anterior al inicio de la producción. Un estudio (de pequeño tamaño) incluso cerró el fin de semana anterior a empezar a mover la producción. El guion empezó a adquirir cierta reputación: un artículo de una revista lo citaba entre los mejores guiones que jamás se habían rodado.

Lo cierto es que, después de una década o más, pensé que nunca ocurriría. Cada vez que había interés, me quedaba esperando a que algo fallara en el último momento… y siempre sucedía. Pero, sin yo saberlo, las cosas se habían puesto en marcha diez años antes de lo que al final sería mi salvación.

Cuando la película Dos hombres y un destino terminó de rodarse, me alejé de la industria cinematográfica durante una temporada. (Ahora volvemos a finales de los años sesenta). Quería probar algo que no había hecho nunca: el ensayo.

Escribí un libro sobre Broadway llamado The Season. Durante un año entero fui al teatro cientos de veces, tanto en Nueva York como fuera, y vi todo lo que había en cartel al menos una vez. Pero la obra que fui a ver más veces fue una excelente comedia llamada Something Different, escrita por Carl Reiner.

Reiner me prestó una ayuda inestimable y me cayó muy bien. Cuando salió The Season le mandé un ejemplar. Al cabo de unos cuantos años, cuando La princesa prometida estuvo terminada, le mandé la novela. Y un día, él se la dio a su hijo mayor.

—Aquí la tienes —le dijo a su hijo Robert—. Creo que te va a gustar.

Entonces a Rob le faltaba una década para empezar su carrera como director cinematográfico, pero nos conocimos en 1985 y Norman Lear (Dios lo bendiga) nos dio el dinero para empezar a rodar la película.

Mantengamos viva la esperanza.

Hicimos la primera lectura del guion en un hotel de Londres, en la primavera de 1986. Rob estaba allí, y también su productor, Andy Scheinman. Estaban también Robin Wright y Cary Elwes, Buttercup y Westley. Y Chris Sarandon y Chris Guest, los villanos, el príncipe Humperdinck y el conde Rugen; y Wally Shawn, el genio malvado Vizzini. Mandy Patinkin, que interpretaba a Íñigo, estaba muy presente. Y sentado a solas, en silencio —siempre intentaba permanecer sentado en silencio— estaba André el Gigante, que era Fezzik.

No era el típico grupo de Hadassah.*

Yo estaba sentado educadamente en una esquina. Dos de las figuras más importantes de mi época en el mundo del espectáculo, Elia Kazan y George Roy Hill, me dijeron lo mismo en unas entrevistas: cuando llega el momento de la primera lectura, el trabajo más importante ya está hecho. Si habías podido trabajar con el guion y encontrar el reparto adecuado, entonces tenías la oportunidad de hacer algo de calidad. Pero si no, no importaba lo bien hecho que estuviera todo lo demás; nunca saldrías del pozo.

Esto probablemente sonará a locura para los no iniciados, es normal; pero es muy real. La razón por la que suena a locura es esta: la revista Premiere todavía no nos rondaba cuando estábamos preparando el guion. Entertainment Tonight tampoco estaba en el momento del casting. Solo estuvieron allí cuando rodamos una toma, que es la parte menos importante de la realización de una película. Recordad esto: el rodaje es solo la fábrica que junta las partes del coche.

A. R. Roussimoff era nuestra apuesta más fuerte aquella mañana de ensayo. Tenía el apodo de André el Gigante y era el mejor luchador del mundo. Yo me había convencido de que si alguna vez se hacía la película, él debía interpretar a Fezzik, el hombre más fuerte.

Rob también pensó que André podía ser una buena opción para el papel. El problema era que nadie era capaz de localizarlo. Luchaba más de 330 días al año, siempre andaba de un lado para otro.

De modo que seguimos adelante con nuestro trabajo e intentamos encontrar a otro actor. Vinieron tres tipos grandullones —bueno, estamos hablando de tipos inmensos—, pero no eran gigantes. En algún momento encontramos a un gigante, pero, o bien era incapaz de actuar, o bien era flaco, y un gigante flaco no era en absoluto lo que necesitábamos.

Y, mientras tanto, ni rastro de André.

Un día, Rob y Andy estaban en Florin acabando de buscar las localizaciones, cuando recibieron una llamada: André estaría en París la tarde siguiente. Volaron para encontrarse con él. No les fue fácil, puesto que desde Florin no había vuelos directos a ninguna capital europea. Por no mencionar que sus horarios dependen de los pasajeros: todos los vuelos desde Florin van a tope porque se esperan a tener el avión lleno para despegar. Hasta permiten que la gente viaje de pie en los pasillos. (Yo solo lo había visto una vez, en Rusia, en un vuelo de pesadilla de Tiblisi a San Petersburgo). Al final, Rob y Andy tuvieron que contratar un pequeño avión de hélice para llegar a la reunión. Y llegaron al Ritz, donde el recepcionista les indicó, con un extraño tono de voz: «Hay un hombre que les espera en el bar».

Para mí, André era como el Pentágono: por mucho que te hayan dicho lo grande que es, cuando te acercas, lo es mucho más.

André era mucho más grande.

Oficialmente, pesaba unos 250 kilos y medía 2,30 metros. Pero él no estaba muy seguro y tampoco pasaba mucho tiempo pesándose en la báscula por la mañana. Me contó que una vez estuvo enfermo y perdió 45 kilos en tres semanas. Pero, aparte de esto, nunca hablaba de sus dimensiones.

Estuvieron charlando en el bar y luego subieron a la habitación de Rob, donde revisaron el guion. Un par de cosas quedaron claras: André tenía un acento francés que echaba para atrás y, mucho peor, su voz parecía salir de un sótano.

Rob se la jugó; le dio el papel. También grabó la parte de André en una cinta; línea a línea, con las inflexiones de la voz supuestamente incluidas, de modo que André se lo pudiera llevar en sus desplazamientos y aprenderse el texto en los meses previos al inicio de los ensayos.

El ensayo de aquella mañana londinense fue intencionadamente ligero: un par de lecturas del guion, pocos comentarios. Hacía una tarde espléndida cuando paramos un momento para almorzar, y encontramos un restaurante cerca con mesas en la calle. Era perfecto, excepto que la silla era demasiado pequeña para André: el ancho adecuado para una persona normal, así que los reposabrazos estaban demasiado juntos. Había una mesa dentro que tenía un banco, y alguien nos sugirió que comiéramos allí. Pero André se negó en redondo, de modo que nos quedamos fuera. Todavía lo veo separando los reposabrazos, embutiéndose en la silla, y observando luego cómo volvían a juntarse, apretándolos durante el resto del almuerzo. Comió muy poco, y los cubiertos parecían de bebé, como encogidos en comparación con el tamaño de sus manos.

Después del almuerzo volvimos a ensayar, ahora ya con escenas, y André trabajaba con nuestro Íñigo, Mandy Patinkin. Estaba claro que André se había estudiado las cintas de Rob, pero era innegable que sus lecturas eran lentas, con más de un tic mecánico.

Interpretó una de las escenas del momento en que se acaban de reencontrar. Mandy intentaba obtener un poco de información de André y este le respondía con una de sus lentas lecturas aprendidas de memoria. Mandy, como Íñigo, intentaba apresurar a Fezzik. André le contestó con una de sus respuestas lentas y maquinales. Volvieron atrás y lo intentaron una y otra vez. Mandy, como Íñigo, pidió a André y a Fezzik que fueran más rápido; pero André respondía con la misma lentitud.

Y fue entonces cuando Mandy gritó «¡Más rápido, Fezzik!» y, por sorpresa, le dio un bofetón en toda la cara.

Todavía veo los ojos de André, abiertos como platos. Creo que era la primera vez que le abofeteaban fuera del ring desde que era niño. Miró a Mandy… y se hizo una breve pausa. Un intenso silencio se apoderó de la estancia.

Y entonces André empezó a hablar más rápido. Simplemente, se puso a la altura de las circunstancias, le dio más ritmo y energía. Casi podíamos leerle la mente: «Ah, así es como se hace fuera del ring, vamos a probarlo un rato». En realidad, aquella bofetada fue el principio de la época más feliz de su vida.

Para mí también fue una época fantástica. Después de haber esperado más de una década, el libro más importante de mi juventud cobraba vida ante mis ojos. Cuando estuvo acabado y finalmente lo vi, me di cuenta de que, en toda mi carrera, solo me han encantado dos de las películas en las que he trabajado: Dos hombres y un destino y La princesa prometida.

Pero la película hizo mucho más que complacerme. Le dio nueva vida al libro. Volví a recibir aquellas maravillosas cartas. Hoy he recibido una —palabra de honor de boy scout— de un chaval de Los Ángeles que había sido abandonado por su Buttercup y, después de diez años de separación, se enteró de que ella tenía problemas. Así que le mandó un ejemplar de la novela y, bueno, evidentemente hoy vuelven a estar juntos. ¿No creéis que es maravilloso —en especial para alguien como yo, que se pasa la vida en su cueva, escribiendo— ayudar así a otro ser humano? No puede ser mejor.

Por supuesto, junto a lo bueno, también tengo de qué lamentarme. Lamento los problemas legales que tuve con los herederos de Morgenstern, sobre los que ya hablaré más adelante. Lamento que Helen y yo acabáramos haciendo pfffft. (No es que no lo viéramos venir, pero ¿era necesario que se marchara el mismo día que se estrenaba la película en Nueva York?). Y lamento que los Acantilados de la Locura se hayan convertido en la mayor atracción turística de Florin, haciendo de la vida de sus guardas forestales un infierno.

Pero así es la vida en la tierra, no se puede tener todo.

* Asociación de mujeres judías, muy popular en Estados Unidos. (N. de la T.)

La princesa prometida

Este es el libro que más me gusta de todo el mundo, aunque nunca lo he leído.

¿Cómo puede ser semejante cosa? Haré lo imposible por explicarlo. Cuando era niño, los libros no me interesaban nada. Detestaba leer, no se me daba nada bien y, además, ¿cómo dedicarme a la lectura cuando había montones de juegos esperándome? El baloncesto, el béisbol, las canicas: era incansable. Incluso llegué a ser bastante bueno. Si me daban una pelota y un patio vacío, era capaz de inventarme triunfos en el último segundo, triunfos que hacían saltar las lágrimas. El colegio era una tortura. La señorita Roginski, que fue mi maestra desde los cursos tercero al quinto, no paraba de decirle a mi madre: «Tengo la impresión de que Billy no se esfuerza lo suficiente». O: «Cuando le pongo un examen, Billy lo hace realmente muy bien, sobre todo si tenemos en cuenta su actitud en clase». O, con más frecuencia: «Señora Goldman, no sé qué vamos a hacer con Billy».

«¿Qué vamos a hacer con Billy?». Esa pregunta me persiguió durante aquellos primeros diez años. Fingía que no me importaba, pero en el fondo me sentía petrificado. Todo el mundo y todas las cosas me dejaban de lado. No tenía amigos de verdad, ni una sola persona que compartiera conmigo mi desmesurado interés por los deportes. Parecía ocupado, muy ocupado, pero supongo que, de apurarme, habría reconocido que, a pesar de tanto frenesí, me encontraba muy solo.

—¿Qué vamos a hacer contigo, Billy?

—No lo sé, señorita Roginski.

—¿Cómo es posible que suspendieras esta prueba de lectura? Yo misma te he escuchado utilizar cada palabra con mis propios oídos.

—Lo siento, señorita Roginski. A lo mejor es porque no estaba pensando.

—Siempre estás pensando, Billy. La cuestión es que no estabas pensando en la prueba de lectura.

Lo único que podía hacer era asentir.

—¿Qué ha ocurrido esta vez?

—No lo sé. No me acuerdo.

—¿Estarías otra vez pensando en Stanley Hack?

(Stanley Hack era el tercer base de los Cubs de esa y muchas otras temporadas. Lo había visto jugar en una ocasión, desde las gradas, e incluso a esa distancia tenía la sonrisa más dulce que había visto jamás; hasta el día de hoy, juraría que me sonrió varias veces. Lo adoraba. Además, bateaba como los dioses).

—No, en Bronko Nagurski. Es un jugador de fútbol. Un gran jugador, y el periódico de anoche decía que a lo mejor vuelve a jugar otra vez para los Bears. Se retiró cuando yo era pequeño. Pero si volviera y si yo lograse que alguien me llevase a un partido, podría verlo jugar y, a lo mejor, si quien me llevara lo conociese, tal vez lograría que me lo presentasen después, y a lo mejor, si tuviese hambre, podría invitarle a un bocadillo de los míos. Trataba de imaginarme qué tipo de bocadillo le gustaría a Bronko Nagurski.

La señorita Roginski se hundió en el asiento.

—Tienes una imaginación soberbia, Billy.

No sé qué le contesté. Probablemente «gracias» o algo por el estilo.

—Aunque no logras sacarle partido —prosiguió—. ¿Por qué será?