La princesa que creía en los cuentos de hadas - Marcia Grad Powers - E-Book

La princesa que creía en los cuentos de hadas E-Book

Marcia Grad Powers

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Beschreibung

Criada por un rey y una reina estrictos e inflexibles, la delicada Victoria crece soñando que algún día será rescatada por un príncipe encantador tal y como ocurre en los cuentos de hadas. Pero cuando es rescatada las cosas no suceden como tenía previsto y el príncipe deja de ser encantador y la princesa, siguiendo el consejo de un sabio búho, emprende un emocionante viaje por el Camino de la Verdad, al final del cual descubrirá que los cuentos de hadas pueden hacerse realidad. Este relato maravilloso, en la línea de EL CABALLERO DE LA ARMADURA OXIDADA, simboliza el viaje que todos hacemos en la vida a medida que separamos la ilusión de la realidad y descubrimos qué somos en realidad y cómo funciona ese milagro cotidiano que es la vida.

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Colección Narrativa

LA PRINCESA QUE CREÍA EN LOS CUENTOS DE HADAS

Marcia Grad Powers

1.ª edición en versión digital: julio de 2020

Título original: The Princess Who Believed in Fairy Tales

Maquetación: Isabel Estrada

Traducción: Elena Lampérez Sánchez

Corrección: M.ª Jesús Rodríguez

Cuidado de la edición: Francisco Javier Aguirre

Diseño de cubierta: Espacio y Punto

Maquetación ebook: leerendigital.com

© 1995, 2017, Marcia Grad Powers

Publicado por acuerdo con Wilshire Book Company 22647 Ventura Blvd #314, Woodland Hills, CA 91364-1416 USA www.mpowers.com © 2020, Ediciones Obelisco,

© 2020, Ediciones Obelisco, S.L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco S.L.

Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida

08191 Rubí - Barcelona - España

Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23

E-mail: [email protected]

ISBN EPUB: 978-84-9111-651-6

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

 

Portada

La princesa que creía en los cuentos de hadas

Créditos

Primera parte

Capítulo 1. Algún día llegará mi príncipe

Capítulo 2. La princesita y el «Código Real»

Capítulo 3. Más allá de los jardines de palacio

Segunda parte

Capítulo 4. El príncipe azul llega al rescate

Capítulo 5. El «Doctor Risitas» y el «Señor Escondido»

Capítulo 6. Siempre se aplasta la rosa más hermosa

Capítulo 7. Un acuerdo de la mente y el corazón

Capítulo 8. Hacer o no hacer

Capítulo 9. Una guía para vivir siempre feliz

Tercera parte

Capítulo 10. El camino de la Verdad

Capítulo 11. El mar de la Emoción

Capítulo 12. El Campamento de los Viajeros Perdidos

Capítulo 13. El Campamento de los Viajeros Perdidos

Capítulo 14. El país de Es

Capítulo 15. Viaje a un lugar llamado Memoria

Capítulo 16. El valle de la Perfección

Cuarta parte

Capítulo 17. El templo de la Verdad

Capítulo 18. El pergamino sagrado

Unas palabras de la autora

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1

Algún día llegará mi príncipe

Érase una vez una princesita delicada de cabellos dorados, llamada Victoria, que creía de todo corazón en los cuentos de hadas y en la eterna felicidad de las princesas. Tenía una fe absoluta en la magia de los sabios, en el triunfo del bien sobre el mal y en el poderoso amor capaz de conquistarlo todo. En realidad, toda una filosofía basada en la sabiduría de los cuentos de hadas.

Uno de sus primeros recuerdos de la infancia eran sus baños de espuma, que le daban una apariencia cálida y sonrosada, tras los cuales se acurrucaba bajo su edredón de plumas rosa entre un montón de suaves almohadas dispuesta a escuchar las historias sobre hermosas doncellas en peligro que le leía la reina antes de dormir. Vestidas con andrajos o bajo el hechizo de un sueño de cien años, cautivas en una torre o víctimas de una catástrofe, las rubias doncellas siempre conseguían ser rescatadas por un príncipe valiente, apuesto y encantador. La princesita memorizaba cada palabra que su madre pronunciaba y, noche tras noche, se quedaba dormida tejiendo maravillosos cuentos de hadas en su imaginación.

—¿Algún día llegará mi príncipe? –le preguntó una noche a la reina abriendo sus maravillosos ojos ámbar llenos de asombro e inocencia.

—Sí, cariño –le contestó la reina–, algún día.

—¿Y será alto, fuerte, valiente, apuesto y encantador? –le preguntó la princesita.

—Desde luego que sí. Tal y como lo has soñado e incluso más, pues será la luz de tu vida y tu razón de ser, ya que así está escrito.

—¿Y viviremos felices para siempre como en los cuentos de hadas? –le volvió a preguntar como si estuviera soñando, inclinando la cabeza y apoyando las manos en la mejilla.

La reina, acariciando el pelo de la princesita con suavidad y cariño, le contestó:

—Igual que en los cuentos de hadas. Y ahora a dormir, que ya es hora. –Le dio un cálido beso en la frente y se marchó de la habitación, cerrando la puerta con gran sigilo.

—Ya puedes salir, no hay peligro –susurró la princesita inclinándose a un lado de la cama y levantando uno de sus volantes para que Timothy Vandenberg III pudiera salir de su escondite–. Venga, chico –le dijo.

Su peludo amiguito saltó a la cama y fue a ocupar su sitio de costumbre junto a ella. En realidad, no se parecía a Timothy Vandenberg III sino a un chucho corriente, aunque la princesita lo amaba como si se tratara del más regio de los perros de la corona. Le dio un efusivo abrazo y de ese modo, felices y contentos, se quedaron dormidos.

Cada día la princesita se maquillaba con los coloretes de la reina, se vestía con uno de sus trajes de noche y se ponía sus zapatos de tacón, imaginándose que eran zapatos de cristal. Arrastrando por el suelo la enorme falda, se paseaba por la habitación moviendo las pestañas con coquetería, mirando con dulzura y diciendo:

—Siempre he sabido que vendrías, mi querido príncipe. En verdad, sería para mí un gran honor ser tu esposa. –Luego, representaba las escenas de rescate de su cuento de hadas favorito, recitando las estrofas de memoria.

La princesita se preparaba con gran afán antes de la llegada de su príncipe y nunca se cansaba de interpretar su papel. A los siete años, sabía mover las pestañas, mirar de forma coqueta y aceptar propuestas de matrimonio a la perfección.

Durante la cena, y tras haber formulado la princesita su deseo en secreto y haber apagado las velas de su tarta de cumpleaños rellena con dulce chocolate, la reina se levantó y le entregó un paquete envuelto con gran esmero.

—Tu padre y yo pensamos que tienes ya edad suficiente como para apreciar este regalo tan especial. Ha pasado de madres a hijas durante muchas generaciones y yo tenía tu misma edad cuando mi madre me lo entregó el día de mi cumpleaños. Esperamos que un día tú también puedas dárselo a tu hija.

La reina puso el paquete en las manos de su hija, quien, con gran expectación, desató la cinta y el lazo aunque sin precipitarse, pues así podría, siguiendo su costumbre, añadirlos intactos a su colección. Después, quitó el papel que lo envolvía sin romperlo y dejó al descubierto una antigua caja de música con dos estatuillas en la parte superior que representaban a una elegante pareja en posición de vals.

—¡Oh, mira –exclamó rozando con sus dedos las estatuillas–, es una doncella rubia con su príncipe!

—Ponla en marcha, princesa –dijo el rey.

Con cuidado de no darle demasiado fuerte, giró la pequeña llave y, al instante, el campanilleo de la canción: «Algún día llegará mi príncipe» se extendió por la habitación y la elegante pareja comenzó a dar vueltas y más vueltas.

—¡Mi canción favorita! –exclamó la princesita.

La reina estaba encantada:

—Es un presagio de tu futuro. Una prueba de lo que va a ocurrir.

—Me gusta mucho –dijo la princesita fascinada por la música y las estatuillas–, ¡gracias!, ¡gracias!

Victoria sólo esperaba el momento de subir a su habitación esa noche para jugar a solas con la caja de música y, a la vez, para poder hablar y compartir sus sueños con Vicky, su mejor amiga, aunque el rey y la reina insistieran en decirle que era imaginaria.

—¡Date prisa, Victoria! –le dijo Vicky con gran excitación tan pronto como se cerró la puerta–, ¡ponla en marcha!

—Ya voy –contestó Victoria, poniendo la caja de música en su mesilla y haciendo girar la llave.

Vicky comenzó a tararear «Algún día llegará mi príncipe» mientras su música llenaba toda la habitación.

—Venga, Victoria, vamos a bailar –le dijo.

—No sé si deberíamos hacerlo, creo que…

—Piensas demasiado. ¡Venga!

La princesita se colocó delante del gran espejo de bronce situado en una esquina de su habitación blanca y rosa. Siempre que se miraba en él, el reflejo que le devolvía le hacía sentirse tan bonita que le daban ganas de bailar. En ese instante, con la música de fondo, no pudo resistirlo. Comenzó a dar vueltas con gran elegancia a un lado y a otro, inclinándose hacia abajo y hacia arriba en una espiral mientras se dejaba llevar por un sentimiento que procedía de lo más profundo de su ser. Timothy Vandenberg III bailaba también, a su manera, jugueteando y dando vueltas sin cesar.

La sirvienta entró a preparar la cama como era su deber, pero se lo estaba pasando tan bien mientras la veía bailar con tanta alegría, que le costó más de lo habitual terminar su tarea.

De repente, la reina apareció por la puerta. La sirvienta no supo cómo reaccionar pues la había descubierto contemplando a la princesita en vez de atender a sus obligaciones.

Timothy, sintiendo al instante la presencia de la reina, se escondió debajo de la cama para ponerse a salvo.

Sin embargo, tan concentrada estaba la princesita con su baile que no se dio cuenta de la presencia de la reina hasta que le oyó decir a la sirvienta que se retirase. Se quedó paralizada en medio de uno de sus mejores giros.

—De verdad, Victoria –dijo la reina–, ¿cómo has podido hacer algo tan indecoroso?

La princesita se sintió humillada. ¿Cómo podía ser tan malo algo tan maravilloso?, se preguntaba.

—Si deseas bailar –le dijo la reina–, debes aprender a hacerlo bien. El Estudio Real de Teatro cuenta con magníficos instructores de ballet, una actividad mucho más digna que moverse de un lado para otro sacudiendo los brazos igual que una humilde plebeya y delante de uno de ellos, ¡ni más ni menos!

En ese momento, la princesita se prometió a sí misma no volver a bailar su canción «Algún día llegará mi príncipe» delante de nadie más en toda su vida, salvo en presencia de Timothy pues él era diferente. Desde que se lo encontró merodeando por los alrededores de palacio, hambriento y abandonado, le había confiado sus más íntimos secretos y él siempre le había correspondido con cariño, a diferencia de otras personas que conocía.

La reina se calmó y se quedó a hacer compañía a su hija mientras se bañaba esa noche. Le ayudó a ponerse su camisón lila de mangas abultadas y luego se sentó a su lado en la gran cama con dosel de encaje blanco.

Cogió el libro de cuentos de hadas que estaba encima de la mesilla y comenzó a leer en voz alta.

Muy pronto la princesita se vio de nuevo envuelta en el mundo mágico de la eterna felicidad. Se acomodó plácidamente, y el incidente anterior que tanto le había desconcertado se borró de su mente por completo.

CAPÍTULO 2

La princesita y el «Código Real»

La princesita paseaba por el estrecho y sinuoso sendero del jardín del palacio, intentando sostener una cesta en la que llevaba tres pequeños tiestos de hermosas rosas rojas, una paleta, unos fertilizantes, unos guantes de jardinería, una pequeña regadera y una gran toalla de lino del palacio. A su paso, los capullos de rosas y las flores de diversos colores, brillantes, rosas, blancas y amarillas, abrían sus nuevos pétalos hacia el sol con gran delicadeza, y su perfume llegaba hasta las copas de los árboles. Su alegre corazón cantaba mientras de rodillas colocaba la toalla junto a un montón de tierra ya preparada para ser plantada. El jardinero de palacio le había enseñado muy bien su oficio y sabía cuál era su tarea. Y así lo hizo sin mancharse apenas su blanco delantal.

Era tal la dulzura de su canto que, antes de colocar la primera planta en la tierra, los pájaros de los árboles, sintiéndose atraídos, se atrevieron a cantar al unísono con ella.

Una vez terminada su labor, regresó a palacio seguida por los pájaros mientras invadía con su melodía el vestíbulo real.

Era tan grande la algarabía y el gorjeo, que la princesita no oyó al rey que salía por una puerta cercana al enorme vestíbulo.

—Victoria –dijo con tono de enfado mientras se dirigía hacia ella–, deja de armar tanto alboroto ahora mismo. ¿No hemos hablado ya muchas veces de ello? ¡Es que no me escuchas!

La princesita se quedó paralizada ante la súbita presencia del rey.

—Lo siento, papá –dijo con gran nerviosismo elevando la voz por encima del gorjeo y del trino de los pájaros–, la­mento que mi canto sea…

—Para los pájaros –le contestó–. Y muy bien pueden dar fe de ello esas infernales criaturas que se posan en el suelo y vuelan de acá para allá, saliendo y entrando por las ventanas del palacio y causando un gran alboroto cada vez que comienzas a cantar esas tonterías. –Sacudió los brazos para ahuyentar a los pájaros–. ¡Sácalos de aquí de una vez! Estoy reunido con los dignatarios extranjeros y no podemos hablar con todo este alboroto al que tú llamas canto.

—Sí, papá –contestó la princesita a la vez que intentaba por todos los medios no parecer abatida por este golpe mortal, pues sabía muy bien lo que podía pasar si se alteraba delante de cualquier persona, sobre todo de su padre.

Satisfecho, el rey dio media vuelta y al tiempo que se disponía a desaparecer por la misma puerta por la que había venido, apareció Timothy Vandenberg III que, ladrando con gran furia, se cruzó en su camino y estuvo a punto de derribarlo.

—¡Guardia –gritó el rey–, saquen a este chucho del palacio y asegúrense de que no vuelva!

—¡No, no papá! ¡Timothy no! ¡Que no se lo lleven, por favor!

—No es más que un estorbo, Victoria. –Se volvió al guardia y señalando la puerta, continuó–: El perro debe irse.

El guardia siguió a Timothy Vandenberg III que intentó escabullirse corriendo de un lado a otro, pero en el instante en el que el guardia lo iba a alcanzar, Timothy tropezó con un pedestal de alabastro y tiró al suelo de mármol un jarrón de hermosas rosas rojas de tallo largo.

La princesita, agarrando la pierna del guardia en el momento en el que se disponía a atrapar al perro, le rogó:

—Por favor, no se lo lleve. ¡Por favor!

La reina, que había oído el alboroto y había salido rápidamente para averiguar la causa, tomó a la princesita del bra­zo y la separó del guardia.

—Victoria, ¡te ordeno que dejes de comportarte de esta forma tan indecorosa ahora mismo! Tu padre tiene razón; un perro es un animal indigno de una princesa –miró a su alrededor con gran estupor y excla­mó–: ¡Mira todo este desorden!

La princesita intentó disimular su propio enfado y guardó silencio, aunque la expresión de su cara la delataba.

—¡Sabes muy bien cómo debes comportarte! –le dijo la reina, examinando con atención el gesto fruncido de la princesita–. Vete ahora mismo a tu habitación y repasa el «Código Real», sobre todo la parte que trata de la conducta distinguida y la indecorosa manifestación de las emociones. Y no salgas hasta que no haya una sonrisa en tu cara.

La princesita luchó para no dejarse llevar por el impulso que le empujaba a salir corriendo del vestíbulo y, en su lugar, un mar de lágrimas amenazaba con inundar sus ojos. Sin embargo, consiguió contenerlas aunque alguna pequeña lágrima errante corrió por su mejilla mientras subía por la gran escalera de caracol que le conduciría a su habitación.

Una vez en ella, derramó muchas más lágrimas mientras releía el «Código Real de Sentimientos y Conducta de Prin­cesas» colgado en un lugar destacado encima de su tocador. Había sido confeccionado con gran esmero por el calígrafo de palacio, enmarcado y colocado con gran acierto por el decorador quien, a su vez, había seguido las órdenes de la reina. En él se decretaba no sólo cómo debía mirar, actuar y hablar en todo momento la princesita, sino también lo que tenía que pensar y sentir. Asimismo, exponía con suma claridad los pensamientos y sentimientos que se consideraban improcedentes para su condición, si bien en múltiples ocasiones así era como sentía y pensaba. En ninguna parte se decía lo que tenía que hacer para evitarlo. Después de todo, ¿por qué debía ser una princesa?, se preguntaba.

—Crees que es por mi culpa como siempre, ¿verdad, Victoria? –le preguntó Vicky, esa vocecita que procedía de lo más hondo de su ser.

—¡Sí! Ya te he dicho miles de veces que íbamos a tener problemas como siguieras cantando, bailando, llorando y poniendo mala cara. ¡Es que no me escuchas!

—Te odio cuando hablas igual que el rey –le contestó Vicky.

—Lo siento, pero ya no sé qué debo hacer.

—Puedo cumplir el «Código Real», de verdad. Te lo demostraré. –Vicky levantó la mano derecha, se aclaró la garganta y dijo con gran solemnidad–: «Prometo seguir fielmente el «Código Real» en todo momento para ser buena, no, incluso más que eso, para ser perfecta. ¡Lo juro y que me muera, un beso al lagarto si así fuera!».

—No va a dar resultado –predijo Victoria.

—¡Ah!, te lo he prometido, ¿no?

—Me lo has prometido ya cientos de veces.

—Pero nunca dije antes «lo juro».

—Ojalá el rey y la reina pudieran comprender que eres tú y no yo la causante de tantos problemas –dijo suspirando Victoria.

—No puedo hacer nada si piensan que soy un producto de tu imaginación –le contestó muy sumisa Vicky–; de todas formas, no va a volver a ocurrir. Ya lo verás.

La princesita no tenía muchas ganas de cenar esa noche y no le apetecía bajar, pero sabía muy bien lo que ocurriría si no lo hacía y si aparecía con cara larga. Sin embargo, sonreír a los demás mientras por dentro se sentía tan desgraciada era la lección más difícil de aprender, pero esta vez estaba decidida a conseguirlo.

Se obligó a sí misma a practicar diferentes sonrisas delante del gran espejo de bronce. El rey le había dicho muchas veces que su sonrisa era una bendición para sus ojos, aunque ahora no lo pareciera. Por fin, frustrada tras varios intentos, se conformó con esbozar una débil sonrisa y bajar al comedor real.

Durante la cena, la princesita se dedicó a dar vueltas a la comida y a estar más callada que de costumbre.

—¿Le ocurre algo a tu cena? –le preguntó el rey.

La princesita se movió algo nerviosa en su silla.

—Princesa, ¿me has oído?

—Sí –dijo con dulzura.

—Sí, ¿qué?

—Que ya le he oído –contestó con gran respeto.

—Bueno, ¿entonces?

—No le pasa nada malo a mi cena, papá –respondió con indiferencia, moviendo el tenedor de un lado a otro del plato esparciendo los fideos.

—Al parecer hay un problema –dijo la reina–, y te pido que me digas de qué se trata.

La princesita levantó la vista del plato.

—No es nada –respondió dejando aparte el tenedor y retorciendo la suave servilleta de lino en su regazo.

—Victoria, quiero que me des una explicación ahora mismo –le ordenó el rey–, y espero que no tenga nada que ver con ese perro sarnoso.

La princesita comenzó a ponerse nerviosa y a aclararse la garganta varias veces.

—No me atrevo a contároslo –dijo por fin entre dientes.

El rey y la reina continuaron presionándola y, al fin, incapaz de aguantar su mirada inquisitiva por más tiempo, reconoció que su corazón estaba triste.

—Quiero que vuelva Timothy.

—Tu padre lo ha dejado muy claro…

—¡Por favor! –le dijo el rey a su mujer de forma brus­ca–, yo me encargo de esto–. Se levantó de la mesa algo tenso y comenzó a pasear de un lado a otro con las manos a la espalda.

—Por favor, papá –dijo la princesita sin poder contenerse–, Timothy no fue el culpable de que casi te cayeras. Siempre pierde el control cuando Vicky se pone nerviosa. Y cuando le gritaste por cantar…

—¡Otra vez Vicky! ¡Tu madre y yo ya te hemos dicho que no puedes echar la culpa a ningún amigo imaginario de tu forma de ser!

—No es cierto –respondió Victoria con cierta timidez–, Vicky no es imaginaria, es real.

—Ya eres demasiado mayor para estas cosas –le dijo la reina–, ya es hora de que aprendas a distinguir entre lo que es real y lo que no. ¡La gente comenzará a murmurar!

Victoria dijo frunciendo el entrecejo:

—Me tiene sin cuidado lo que diga la gente. Vicky es real, habla, se ríe, llora y siente. Le encanta bailar, soñar, cantar y…

El rey estaba furioso:

—¡Vaya, así que ellaesla que atrae a todos esos horribles pájaros con su desafinado canto, la que causa semejante espectáculo delante de los criados y es la única responsable de que el perro se pasee delante de mis pies y la que grita y protesta cuando las cosas no le agradan! ¿Eso es lo que quieres decirme?

—Pero… pero… no lo entendéis –dijo Victoria con un tono de voz muy débil–, siempre os enfadáis con ella y, en realidad, es un ser encantador. Es maravillosa, dulce, divertida, simpática y… es la mejor amiga que he tenido jamás. ¿No podríais tratar de…?

El rey reaccionó como era normal en él en tales situaciones, le dio una severa reprimenda mientras la señalaba con el dedo y la miraba con el rostro encendido de ira. Su enfado culminó cuando le gritó:

—¡Eres demasiado delicada, demasiado sensible, Victoria! Tienes miedo de tu propia sombra y eres muy soñadora. ¿Qué te ocurre?, ¿por qué no puedes ser como las demás princesas? –A continuación, y dando muestras de una gran frustración dijo–: ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

La reina intentó calmarle, pero, como de costumbre, sólo consiguió empeorar la situación. Los dos comenzaron a discutir sobre la princesita como si ella no estuviera presente. Ésta, que sólo deseaba poder desaparecer, bajó la cabeza y miró fijamente al mantel que tenía delante para evitar, así, sus miradas. No podía soportar verse reflejada en sus ojos ya que sólo servían para recordarle que todo lo hacía mal. Enseguida, sus heladas miradas y sus enojadas voces volvieron a mortificarla:

—¡Míranos cuando te estamos hablando, Victoria! –le ordenó el rey.

La princesita alzó sus grandes ojos llenos de miedo, incapaz casi de oír sus palabras pues Vicky gritaba con todas sus fuerzas para acallar sus voces.

Transcurridos unos angustiosos minutos, la reina dijo:

—¡Mira lo que has conseguido, Victoria! Has vuelto a decepcionar a tu padre. Las princesas deben ser fuertes, es más, son modelos de perfección en la corte. Estoy segura de que ya lo sabes y también de que hay una forma correcta e incorrecta de ser, de actuar y de sentir. Pues bien, ¡vas a saber cuál es la diferencia, jovencita, de una vez por todas! Vete a tu habitación ahora mismo, quédate allí y, por amor de Dios, ¡borra esa expresión de tu cara!

Por un lado, Victoria estaba abatida por todo lo que había pasado y, por otro, los gritos de Vicky le producían un terrible dolor de cabeza. A decir verdad, en eso se había convertido Vicky: en un tremendo dolor de cabeza. Vicky seguía hablando sin parar mientras la princesita subía la escalera de caracol del palacio. «Si las princesas son todas como ellos dicen, es muy probable que nosotras no seamos unas princesas reales. Apuesto a que la cigüeña les trajo un bebé equivocado». «¡Eso es, ya lo sé, Victoria…, Victoria! –repitió Vicky elevando cada vez más la voz–, ¿me estás escuchando?».

—¡Tú –gritó Victoria en tono acusador cuando entraron en la habitación–, tú eres la débil y la que tiene miedo de todo. La única que siente lo que no debe y la que sueña cosas que, posiblemente, no van a ocurrir. ¡Incluso me haces decir lo que no debo! Tú eres la única a la que no le importa el «Código Real» y soy yo la que siempre tiene problemas.

—Yo soy así –le contestó Vicky en un tono de voz tan bajo que Victoria tuvo que hacer un gran esfuerzo por oírla–, y no debo ser bastante buena, así que nunca te llevarás bien con ellos mientras siga a tu lado. Lo mejor que puedo hacer es marcharme y no volver jamás.

—¿Qué voy a hacer? –protestó Victoria–, tienes que mantenerte alejada del rey y de la reina. Tal vez si te escondieras debajo de la cama desde ahora mismo…

—¿Ah, igual que Timothy, igual que un perro? Me niego a esconderme ahí debajo. Es su lugar secreto y quiero que él se quede ahí, como siempre.

—No puedo hacer nada para que vuelva, pero sí que puedo hacer algo por ti –le contestó Victoria–, tengo que esconderte en algún sitio, y debajo de la cama es el único lugar que se me ocurre.

Vicky aceptó, aunque no estaba muy entusiasmada con la idea. Sin embargo, una vez a salvo debajo de la cama siguió hablando de lo injusto que era el «Código Real», del odio y del mezquino comportamiento del rey y de la reina, de la soledad que sentía debajo de la cama todo el día, de que no era la persona más apropiada para ser la mejor amiga de nadie y de que seguía queriendo marcharse para no regresar jamás.

Esa misma noche, sintiéndose demasiado cansada para tomar su burbujeante baño de espuma y para escuchar cualquier cuento de hadas, Victoria rechazó la compañía de la sirvienta y de la reina y se metió en la cama, mientras Vicky no dejaba de hablar.

Incapaz de poder dormir, le pidió que se callara. Pero, en lugar de eso, guiada por su impulsividad salió a gatas de su escondite y saltó a la cama de Victoria, hundió su cara entre las almohadas y empezó a llorar. Las lágrimas mojaron la sedosa colcha y llegaron hasta el suelo.

—¡Basta ya –insistía Victoria por lo bajo–, no puedo soportarlo más. Vas a mojarlo todo. Además, te van a oír. ¿Qué te pasa?, ya sabes que existe una forma correcta e incorrecta de ser, de actuar y de sentir y ¡vas a saber cuál es la diferencia, jovencita, de una vez por todas!

—¿Qué vas a hacer? –le preguntó Vicky con voz llorosa.

—Lo que debía haber hecho hace mucho tiempo. ¡Voy a esconderte en un sitio del que no puedas salir de forma inesperada ni causarme ya más problemas!

—¡Pensaba que eras mi amiga pero ya veo que no es así! –le contestó gritando–; eres tan mezquina como el rey y la reina.

—No me eches a mí la culpa. ¡Todo esto es por tu culpa! Te dije que te mantuvieras alejada de ellos –le contestó Victoria, levantándose de la cama al instante, al tiempo que resbalaba con sus pies descalzos en el suelo mojado por las lágrimas y encendía la lámpara de la mesilla–, ¡entra ahí ahora mismo! –le ordenó, señalando uno de los armarios roperos al otro lado de la habitación–, y no quiero oírte gritar ni quejarte.

Así pues, sacó a Vicky de la cama, que gritaba sin parar, la arrastró por el suelo, la metió a empujones en el guardarropa y cerró la puerta de golpe. Luego, con el mismo tono de voz empleado muchas veces por la reina, le dijo: «Estoy haciendo esto por tu propio bien, Vicky». A continuación, colocó la llave dorada en la cerradura y la cerró con firmeza.

—¡No la cierres! Te prometo que no saldré, Victoria. Lo juro y…

—Tus promesas no significan nada –Victoria tiró la llave dentro de su ajuar de novia, de madera blanca, con ramos de rosas tallados a mano que decoraban las esquinas–. Te conozco, empezarás a hablar, a gimotear y a abrir la puerta del armario para contarme esto o aquello cada vez que te apetezca y…

—No puedes esconderme –le gritó Vicky a través de la puerta–, formamos una pareja. Prometimos ser las mejores amigas pasara lo que pasara, ¿te acuerdas?

—Eso fue antes de que te convirtieras en mi peor enemiga –le contestó Victoria.

—¡Victoria, por favor, por favor, déjame salir de aquí! –le suplicó Vicky, dando golpes desesperados en la puerta–, te necesito. Se supone que siempre vamos a estar juntas. ¡No me dejes sola!, tengo mucho miedo, Victoria. Seré buena y haré todo lo que me pidas pero, por favor, ¡déjame salir!

Victoria volvió a sentarse en su gran cama de dosel y ya sola, débil y agotada, se tapó los oídos con los enormes almohadones para no oír los sollozos de Vicky que traspasaban la puerta del armario. Por fin, éstos se convirtieron en gemidos y, más tarde, en silencio. Victoria levantó una punta de su edredón de plumas y lo acercó a su pecho para sentir su suavidad. A continuación, exhausta, se sumió en su particular mundo de los sueños en donde no hay lugar para la tristeza.

A la mañana siguiente, antes de que la princesita se levantara, el rey apareció por la puerta de su habitación con una rosa roja, una tímida sonrisa y una caja llena de figuras geométricas de madera de distintos colores, cortadas con gran esmero por el fabricante de juguetes del reino.

—Buenos días, princesa –le dijo, entrando radiante en su habitación y sentándose a su lado en la cama–, me parece que hoy vamos a comenzar un poco más tarde a construir nuestra casita de muñecas.

—¿La casa de muñecas?… ¡Oh!, hoy es domingo –le contestó tan cansada que apenas podía incorporarse–, hoy no me apetece, papá.

—Vamos, princesa. Aquí nunca desaprovechamos un domingo, ¿verdad? –le respondió colocándole la rosa delante de sus ojos–, pensé que tal vez devolverían la encantadora sonrisa a esos labios sonrosados.

La princesita miró primero la rosa y luego al rey, en cuya cara se esbozaba una sonrisa y un gesto de súplica. Como en muchas otras ocasiones, seguía sin saber lo que debía pensar, hacer o sentir.

El rey la cogió y la sentó en su regazo. La rodeó con sus brazos, envolviéndola con las amplias mangas de su bata de suave terciopelo.

—¡Oh, mi querida hija! Eres realmente hermosa –le dijo. La princesita sintió cómo el pecho del rey se henchía de orgullo mientras la abrazaba.

—Te quiero, papá –le dijo la princesita.

El rey bajó la vista y contempló el hermoso regalo de cabellos dorados que sostenían sus brazos y le respondió:

—Yo también te quiero, princesa. –Victoria sabía muy bien a lo que se refería el rey.

Siguiendo con su ritual de cada semana, la princesita y el rey construyeron una casa de muñecas. Una vez terminada, la princesa entró a gatas y se sentó con las piernas cruzadas mientras el rey se tumbaba en el suelo boca abajo, metiendo con gran dificultad la cabeza y los hombros por la entrada a la que ellos llamaban puerta principal. Tomaron chocolate caliente servido por el cocinero del palacio en unas tazas iguales.

El rey se llevaba la taza a la boca mientras se apoyaba con los codos, lo cual no le resultaba nada fácil. De vez en cuando, alguna gota de chocolate le corría por los brazos y llegaba hasta las mangas de su bata real, aunque no lo mencionaba.

Todo estaba yendo tan bien que Victoria decidió hacer las paces, de una vez por todas, con el tema de Vicky. Pero fue un auténtico desastre, pues en el mismo momento en el que mencionó su nombre, el rey se levantó enfadado, derribando de paso la casa de muñecas.

—Vicky no existe, ¿me oyes? –le dijo gritando–, ¡me rindo!, ¡eres imposible!

La princesita se cubrió la cabeza con los brazos mientras las pequeñas y coloreadas piezas geométricas caían a su alrededor.

—Lo siento, papá –consiguió decir con voz temblorosa.

Pero el rey salió muy enojado de la habitación, dejando a la princesa sentada en el suelo al lado de un montón de escombros y completamente aturdida.

CAPÍTULO 3

Más allá de los jardines de palacio

Todo es distinto desde que Vicky se ha ido», pensaba Victoria mirando a través de la ventana de su habitación un día por la tarde. Sus ojos se detuvieron ante un árbol delgado y solitario que se divisaba en lo alto de una pequeña colina más allá de los jardines de palacio. Nunca le había prestado mucha atención hasta entonces, pero ese día le dio la impresión de que el árbol se sentía triste y solo ahí fuera. Dejó escapar una lágrima esporádica que recorrió lentamente su mejilla. Pensaba que era muy triste sentirse tan solo y, a la vez, no poder contárselo a nadie también suponía una tremenda soledad. Mientras recordaba que no debía sentirse de ninguna de las dos formas, ni sola ni triste, comenzó a dolerle la cabeza.

Las cosas no le habían ido tan bien como pensaba desde que encerró a Vicky, pues aunque cumplir el «Código Real» sin la presencia de Vicky era mucho más fácil, ser perfecta en todo seguía siendo una ardua tarea.

Por alguna razón, no podía apartar los ojos del árbol y, como se sentía tan triste y tan sola, decidió bajar las escaleras e ir a pasear por los jardines cuya belleza antaño tanto le había alegrado. Cuando llegó a la cima de la pequeña colina más allá de los jardines, se sentó en el duro suelo debajo del árbol solitario y se apoyó en su tronco, sosteniendo entre las manos su pesada cabeza.

—Nunca jamás seré lo bastante buena…, da igual por mucho que me esfuerce –dijo suspirando Victoria.

—Bastante buena, ¿para qué? –le preguntó una voz.

La princesita se incorporó al instante y comenzó a mirar en todas las direcciones.

—¿Quién ha dicho eso? –preguntó.

—¿Quién?, ¿quién?, yo lo digo –respondió la voz.

Parecía como si la voz viniera del árbol.

—¿Quién eres? –preguntó la princesita.

—¿Quién eres? –repitió la voz–, ésa es la cuestión.

—Está bien, te lo voy a decir yo primero –dijo Victoria levantándose muy despacio para que su dolor de cabeza no fuera mayor, y haciendo su mejor reverencia prosiguió–: Soy la princesa Victoria, hija del rey y de la reina de esta corte. Vivo en el palacio al otro lado de los jardines, soy la número uno de mi clase en la Real Academia de Excelencia. Intento por todos los medios seguir siempre las normas del «Código Real de Sentimientos y Conducta de Princesas». Se me da mejor plantar rosas que jugar al softball [01] y antes tenía un perro que se llamaba Timothy Vandenberg III. Sufro en ocasiones terribles dolores de cabeza… como el que tengo ahora mismo.

—Es muy interesante, princesa, pero aún no me has dicho quién eres.

—¡Esto es demasiado! ¡Claro que sé quién soy! –contestó Victoria muy indignada.

—Todo el mundo debe saber quién es, pero pocos se conocen en realidad.

—Me estás confundiendo.

—Saber que se está confundido es el primer paso para dejar de estarlo.