La ragazza del secolo scorso - Hernán Toro - E-Book

La ragazza del secolo scorso E-Book

Hernán Toro

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Beschreibung

A partir del título del libro de la revolucionaria italiana Rossana Rossanda, La ragazza del secolo scorso, el autor del presente libro nos propone un cuento homónimo, que a su turno se lo da al libro, en el que se narra la variabilísima condición humana a través de dos personajes que, reencontrados por azar en las gélidas salas de una clínica varias décadas después de sus avatares políticos conjuntos, los enfrenta a las contradicciones emanadas imperceptiblemente de la vida misma. Los otros cuentos de esta colección dejan entrever igualmente hasta qué punto la vida degrada o exalta las existencias y las conduce por vías imprevisibles, como si los seres humanos fueran incapaces de gobernar su propio destino.

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Toro, Hernán

“La ragazza del secolo scorso” / Hernán Toro Cali : Programa Editorial Universidad del Valle, 2021.

178 páginas ; 21 cm -- (Colección: Artes y Humanidades – Narrativa)

1. Cuentos colombianos - 2. Narrativa Colombiana - 3. Literatura colombiana - 4. Autores vallecaucanos

C863.6 cd 22 ed.

T686

Universidad del Valle - Biblioteca Mario Carvajal

Universidad del Valle

Programa Editorial

Título:“La ragazza del secolo scorso”

Autor:Hernán Toro

ISBN:978-628-7500-87-7

ISBN-PDF: 978-628-7500-89-1

ISBN EPUB: 978-628-7500-88-4

DOI: 10.25100/PEU.7500877

Colección: Artes y Humanidades-Narrativa

Primera edición

Rector de la Universidad del Valle: Édgar Varela Barrios

Vicerrector de Investigaciones: Héctor Cadavid Ramírez

Director del Programa Editorial: Francísco Ramírez Potes

© Universidad del Valle

© Hernán Toro

Diseño y diagramación: Alejandro Soto Perez

_______

Este libro, o parte de él, no puede ser reproducido por ningún medio sin autorización escrita de la Universidad del Valle.

El contenido de esta obra corresponde al derecho de expresión del autor y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad del Valle, ni genera responsabilidad frente a terceros. El autor es el responsable del respeto a los derechos de autor y del material contenido en la publicación, razón por la cual la Universidad no puede asumir ninguna responsabilidad en caso de omisiones o errores.

Cali, Colombia, octubre de 2021

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

“LA RAGAZZA DEL SECOLO SCORSO”

ANALISTA DE DISCURSOS

AMOR POR LOS VENENOS

EL HACEDOR DE NUDOS

EL CARTÓGRAFO SECRETO

UCRONÍAS

NOTAS AL PIE

“La ragazza del secolo scorso”

“Les Bienveillantes avaient retrouvé ma trace.”

JONATHAN LITTELL. Les Bienveillantes.

A Rossana Rossanda no la veía desde hacía muchísimos años, más de cuarenta, desde la época en que éramos estudiantes universitarios y militantes monacales de causas políticas de izquierda. La reconocí de inmediato por su perfil inconfundible —había algo singular en ella encuadrado en un cierto canon de belleza helénica que había permanecido inalterable en su rostro— y por su hermoso cabello ondulado y abundante, antes negrísimo, retinto, y ahora clareado con vetas de tonos blancos. Estaba sentada en una sala médica, en medio de muchas personas, a la espera de ser llamada para que le tomasen una radiografía; lo supuse así pues la sala no estaba destinada a otro fin y yo mismo me encontraba esperando un examen semejante. Estaba en una de esas incómodas sillas en las que es inevitable deslizarse y quedar apoyado sobre las vértebras, con las piernas estiradas y el cuello tirado hacia adelante para compensar la tensión del cuerpo. Llevaba un vestido fino, de buen corte, un poco incongruente con la posición relajada de su cuerpo, más propia de una adolescente despreocupada que de una mujer madura y elegante. En su regazo reposaba quieta, cubierta por sus manos, como incubándola, una pequeña cartera de cuero. Parecía estar pensativa, y su mirada se perdía hacia un infinito mental que se abría más allá de la punta de sus zapatos, donde sus ojos se clavaban con firmeza. Debí controlar mi primera voluntad impulsiva de acercarme a ella pues supuse, sin más motivo que la irracionalidad de mi intuición, que no me reconocería. Para mí también habían transcurrido más de cuarenta años, y aunque los seres humanos conservamos unos rasgos básicos inmutables a lo largo del tiempo, yo creí, abrasado por una ráfaga fulgurante de premonición, que mis cambios físicos, tan radicales, anularían los indicios de reconocimiento, por más enfáticos que éstos fueran. Mi cabello también había encanecido, pesaba unos treinta kilos más que en mi juventud, y mi rostro no sólo había sido envilecido por la edad sino también deformado por una embolia cerebral que me había torcido y paralizado la mitad de la cara (sin hablar de los efectos deplorables en la articulación de mis palabras). En un tiempo extraordinariamente corto, logré pensar, sin embargo, en el sentido que tendría acercarme a ella. Rossana Rossanda había salido de mi vida y de mis pensamientos casi tan pronto habíamos terminado nuestros estudios universitarios y cada cual había tomado el camino que le había dictado su vida, y si bien me ocurría, sobre todo en los primeros años posteriores, evocarla con simpatía, su imagen se fue difuminando con el tiempo hasta su disolución total. Ella se había vuelto nada para mí. Sé que, de alguna manera, el olvido es el destino que nos persigue a todos los seres humanos, lo que reforzaba la idea de la inutilidad de cualquier gesto de acercamiento pues, si tal premisa era válida, ella también me habría debido olvidar. Tomar consciencia abrupta de esta realidad dolorosa me entristeció. Fue ese temor el que me contuvo. Sin embargo, una luz de duda se filtró en mi ánimo: ¿podría afirmar lo anterior de forma concluyente si sólo verla me reavivaba en un instante su memoria nítida? Como Platón, para quien las ideas reposan en cada cual y basta sólo develarlas para que asomen a la superficie de la mente, así yo, en ese momento del encuentro, despertaba en mí el recuerdo de Rossana Rossanda dormido por años en mi pensamiento.

No sé por qué pensaba, sin embargo, preso en el huracán de un pensamiento vertiginoso, que estaba dejando pasar una oportunidad única; no sé única de qué, pero el sentimiento de ocasión desperdiciada me acosaba con fuerza. Entonces, más por un arrebato incontrolado que por una decisión sopesada, me acerqué a ella. Algo interior temblaba en mí. “Rossana”, le dije desde un ángulo en que ella no me veía; pero no reaccionó. Quizás mi voz, sofocada por la ansiedad, había sido muy débil para ser audible. “Rossana Rossanda”, dije de nuevo, esta vez con más vigor. Ella giró el rostro y me miró. Por unos pocos segundos intensos pareció bucear en el fondo de su memoria buscando identificar al extraño que se dirigía a ella en unos términos que quizás habían perdido su significado desde muchos años atrás pero que resonaban en su cabeza como un llamado lejanamente reconocible. Entonces, de súbito, su rostro fue iluminado por una especie de haz de luz: “Antonio”, dijo, “Antonio Gramsci”.

Rossana Rossanda y yo, Antonio Gramsci, nos habíamos sentido atraídos en nuestra época de jóvenes militantes de izquierda. Pero nunca nos confesamos nada, quizás porque cada uno de nosotros, a pesar de nuestra joven edad, tenía ya su propia relación emocional consolidada y porque el fuerte sesgo moralista de la izquierda de aquel entonces levantaba un tabú infranqueable que juzgaba improcedentes tales desviaciones afectivas. Era, sin duda, una nefasta influencia china, la de los feroces años de la “Revolución Cultural”, que había penetrado hasta la médula nuestra maleable sensibilidad juvenil. (Viéndolo en perspectiva, no dejaba de ser una posición increíble: nosotros éramos hijos de los años sesenta, supuestamente años libertarios. Y sin embargo…). En dos ocasiones habíamos estado al borde de revelarnos nuestros sentimientos. La primera aconteció en un hospital psiquiátrico, donde, después de haber asistido a un acto político con los trabajadores del sindicato de esa entidad —que incluyó, en una escena de inaudita filiación surrealista, el canto del himno nacional en coro con los locos del asilo, que también lo bailaban con gestos estrambóticos—, debimos pasar la noche obligados por un intempestivo toque de queda. Pero, como es fácil imaginarlo, tales circunstancias no eran las más propicias para una declaración de semejante naturaleza. Nos limitamos a recorrer los oscuros corredores patibularios, con un trasfondo fantasmal de quejidos y gritos hirientes que no cesó en toda la noche, y a medio dormitar helados de frío y transidos de hambre en una incómoda banca pública. La segunda tuvo lugar durante una visita a una población cercana a donde habíamos ido para sostener una actividad política partidista, e, imprevistamente, por razones de seguridad, habíamos tenido que permanecer allí. Pasamos la noche en la casa de un obrero de la construcción simpatizante de nuestro ideario: dormimos en camas distintas en la misma pieza pero no nos atrevimos a dar el paso que reclamaba nuestra sangre hirviente y dejaba traslucir nuestra respiración desapacible, y que quizás habría transformado nuestras vidas comunes. Toda la noche la pasamos expectantes, incapaces de dormir con tranquilidad. Al día siguiente regresamos a nuestra ciudad. Curiosamente, nunca comentamos ninguna de esas dos situaciones y nuestra relación de amistad partidista continuó como si jamás tales circunstancias hubiesen ocurrido, pero estoy seguro de que tanto ella como yo las debimos haber registrado en nuestras memorias personales. Es probable que lo que habría de ocurrir en este encuentro fuese una dolorosa prueba de esta afirmación. Nuestra relación fue un fuego de artificio pasajero arrastrado inevitablemente por el viento del tiempo.

Después de un abrazo cálido y prolongado, nuestras primeras frases estuvieron encaminadas, como siempre ocurre en momentos similares, a saber en qué andaba cada cual. Supe, pues, que todavía ejercía la profesión de arquitecta —cuyos estudios adelantaba en la época a la que me he venido refiriendo—, en una empresa prestigiosa de la ciudad; que se había casado con un economista a quien yo nunca había conocido, muy ajeno al mundo del que proveníamos, y tenido hijos que ya vivían independientemente; que se encontraba bien en la vida, salvo por un asunto de salud que le había sobrevenido en los últimos meses y por el cual se encontraba en esa sala de espera. No quiso dar pormenores del mal que la aquejaba, y yo juzgué indelicado inquirirlo. Mis historias personales se asemejaban mucho a las suyas: me encontraba instalado con comodidad en la existencia, casado, con hijos autónomos, tenía una situación económica holgada y mis inquietudes vitales eran puramente hedonistas: la música, la gastronomía, el arte. También coincidíamos en un mal de salud que, en mi caso, no era tan reciente: había sufrido unos años atrás un ictus cerebral que me había deformado y paralizado medio rostro y del que nunca me había podido recuperar enteramente. Aún me eran muy visibles sus procaces huellas en mi cara y en la impropia pronunciación de palabras que contuvieran consonantes de articulación alveolar. Nos contamos todos estos episodios como quienes sólo quieren dejar un registro, la constancia de la ocurrencia de un hecho objetivo, pero en ningún momento buscamos que nuestras propias miserias suscitaran la compasión del otro. Yo temía, sin embargo, que mi rostro transfigurado le produjera una cierta repulsa o empañara la imagen que ella se estaba formando de mí. Ella debió haber imaginado mi preocupación: “Luces muy bien”, me dijo con una cierta coquetería, quizás para contrarrestar el probable juicio autodestructivo que me horadaba. Me debí haber sonrojado pues los halagos femeninos siempre me han desestabilizado emocionalmente. Yo, de mi parte, la encontraba bella y deseable, pero me pareció una ridiculez hacérselo saber ahora, en las circunstancias en que nos encontrábamos, y después de haber tenido la posibilidad de decírselo tantas veces tantos años atrás y no haberlo hecho.

“Rossana Rossanda y Antonio Gramsci”: pronunciamos nuestros nombres de militancia y nos reímos. Ni que decir que ésos no eran nuestros nombres civiles. Para evitar eventuales identificaciones de las fuerzas de seguridad del Estado y sus consabidas represalias (que en nuestro país han ido siempre desde la simple tortura hasta la muerte), era costumbre de todos adjudicarnos un nombre ficticio, que generalmente tomábamos prestado de nuestro santoral revolucionario. Era divertido, pero el juego tenía profundas connotaciones ideológicas. Rossana Rossanda, la revolucionaria italiana de quien ella había tomado el nombre, había publicado en 1968 un lúcido ensayo titulado L’anno degli studenti (El año de los estudiantes), en el que adhería a los fogosos y creativos movimientos estudiantiles que habían proliferado justamente durante ese año en el mundo entero. La pasión de ese texto la había deslumbrado, y juntos, ella y yo, leíamos fragmentos en voz alta, repetíamos a dúo párrafos enteros aprendidos de memoria y discutíamos ardorosamente sus ideas tan estimulantes. Dicho sea al pasar, Rossana Rossanda había contribuido a la creación de Il Manifesto, una publicación muy crítica, para denunciar las aberrantes mistificaciones de las políticas socialistas de la Unión Soviética. Era una luchadora incansable. Tales posiciones habían servido de fundamento al Partido Comunista Italiano para expulsarla de esa organización en uno de sus congresos nacionales. Años después, pero ya apenas con las hilachas del recuerdo de mi amiga sobreaguando en mi memoria, comencé a leer el inquietante libro de esta autora italiana llamado “La Ragazza del secolo scorso” (La chica del siglo pasado), y a medida en que avanzaba, la imagen de mi amiga recuperaba en mi mente la fuerza que antes había tenido. El libro, publicado en el 2005 (treinta y siete años después de L’anno degli studenti, es decir, con su autora de una edad ya avanzada depositada en pleno siglo XXI), era un balance descarnado de su trayectoria política en las décadas finales del siglo XX que, basado en un precepto kafkiano (“En tu lucha contra el mundo, apoya al mundo”), derribaba las columnas de ese templo sagrado de la izquierda italiana y arrastraba a todos sus ocupantes hacia la muerte. La chica del siglo pasado era ella, por supuesto, Rossana Rossanda, vista a sí misma y a sus congéneres a través de un espejo sin contemplaciones. De alguna manera, su revisita al pasado era un juicio sin piedad, y su efecto, su transformación podría resumirse en decir que no hay pasado a salvo, no hay pasado definitivamente establecido.

En lo tocante a mi pseudónimo, confieso, con algo de rubor todavía, que lo elegí por el prestigio del crítico italiano y no por conocer sus textos. Me daba estatus.

“¿Sabes que creo que Rossana Rossanda está todavía viva?”, le dije. “No puede ser, ya era vieja entonces”, rió. Yo también reí. Y agregué: “Hace poco leí un libro suyo, y por curiosidad busqué en Google: no hay ninguna información sobre su muerte”. “Pero en Google no hay que confiar ciegamente”, dijo, no sé si con esperanza. “O a lo mejor ella es eterna. Los mitos de izquierda tienen la piel dura”, aventuré, quizás tanteando sin proponérmelo el terreno para ver en qué andaba políticamente. Aunque dejó su risa detenida en la cara, me pareció percibir que una sombra, quizás de incomodidad, había cruzado como una ráfaga fulgurante por sus ojos, y fue claro que el comienzo de una frase se le había quedado atragantado. ¿Qué había en mi comentario —aparte de una notoria mordacidad— que pudiera incomodarle? Me parece que, por más sutil que pareciera o por inconsciente que hubiera sido mi intención, algún destello había percibido. En verdad, la exploración valía también para mí pues ese encuentro podría permitirme comprender mejor mi propia condición, tan necesitada de contrastes, tan sumergida en los espejos cómplices. La emoción que había sentido al ver a Rossana Rossanda no me impedía, sin embargo, presumir que era una mujer perfectamente engranada en los mecanismos de integración social, a años luz de los intereses políticos que alguna vez habíamos compartido. Nada lo probaba fehacientemente, pero su halo corporal lo sugería. No sería el primer caso de metamorfosis radical, relativicé. Por lo que podía decir de manera general de mí mismo, yo había terminado por ser un personaje agnóstico y tremendamente escéptico frente a cualquier proyecto político contemporáneo. Muy pocas esperanzas abrigaba en el género humano después de haber transitado por diversas organizaciones de izquierda, de haber participado en múltiples manifestaciones callejeras, de haber lanzado cócteles Molotov contra los vehículos policiales, de haber firmado documentos de apoyo a intelectuales perseguidos o de condena a los regímenes autoritarios. Los acontecimientos políticos ocurridos en los países socialistas y la torpeza de los grupos nacionales de izquierda fueron poco a poco socavando la base de esperanza en que, por años, había asentado mis pies. Ya no creía en ellos, es cierto, pero tampoco me había permitido la infamia de convertirme en un servidor oficial. En el fondo, entonces, sentía que no disponía de ningún recurso ético para condenar la nueva postura —que estaba por demostrar, por lo demás— de Rossana Rossanda.

—Ya no me interesan los mitos, ni los de izquierda ni los de derecha— respondió a mi provocación como un eco tardío, borrando de un solo corte la risa que había dejado instalada en su rostro. Que no me hubiera respondido de inmediato mostraba hasta qué punto la incomodidad supuesta era cierta.

—Pero Rossana Rossanda era más que un mito— metí un dedo en la pequeña herida que se había abierto, sin saber por qué adoptaba una actitud rugosa.

—¿Sabes una cosa? Poco pienso en aquella época— dijo con aparente desdén después de breves segundos, como sugiriendo que el tema le aburría.

En realidad, la sombra que se había cruzado un poco antes por sus ojos había retornado, densa, bronca, como una nube cargada de electricidad restituida por las corrientes de un viento intempestivo.

—No pensarla no la suprime— comenté, muy platónico tardío, evidentemente, insistente sin saber por qué en mi actitud hostil.

Reaccionó automáticamente: “Para decirlo con pocas palabras, creo que fue un tiempo básicamente perdido”.

Lo afirmó con sequedad, sin dilaciones. Las fuerzas eléctricas que se entrechocaban en el vientre de la nube habían producido su primera descarga. ¿”Un tiempo básicamente perdido”? Era bastante fuerte. Sentí prosperar en mí un sentimiento de malestar.

—No creas que yo soy de esos nostálgicos que piensan que todo tiempo pasado fue mejor. Pero no comparto que sea un tiempo perdido. Nos fue muy útil en la vida. En su momento y después, ¿no?

Rossana Rossanda me miró con cara de condescendencia fingida. Yo aproveché para agregar, haciéndome el chistoso, quizás para ablandar la atmósfera que cada vez se volvía más pesada: “Lo único seguro es que todo tiempo pasado fue anterior”. Por supuesto, la frase no era mía, y no vi por qué razón debía confesar que pertenecía a Javier Krahe, un cantante español que mucho escuchaba.

—Hubiera sido más grato hacer otras cosas, más placenteras, más… corporales— remató ella con una pizca de perversidad asesina, su rostro grave y ligeramente triste sumergido en el pasado: el rayo había tocado mi corazón en pleno.

Por unos instantes, el aire quedó vibrando.

—Tal vez— concilié vagamente por puro instinto de salvación.

Hubo un silencio largo que casi vuelca los muebles de la sala. Había sido, sin querer y sin saber por qué, un cruce de frases afiladas, el recibo de un toro a portagayola mal terminado para el matador, si se entiende lo que digo.

—Pero es grato verte, me siento muy bien— rompió ella el hielo que se estaba cristalizando.

Sonreí para mis adentros: el “pero” con el que había iniciado su frase me confirmaba la validez de la amarga metáfora taurina con la que mi espíritu había calificado el duro intercambio de palabras.

—Yo también, créeme.

Y tan pronto pronuncié esta frase, pensé que entonces había sido su turno de sonreír para sus adentros: ¿Por qué había dicho yo “créeme”? ¿Pensaba yo, entonces, que podía no creerme?

Yo no comprendía muy bien por cuáles razones, por añadidura en un tiempo tan corto, me había deslizado por este camino hostil. Pues había sido yo, sin duda, no ella, quien lo había trazado. No creía tener ninguna autoridad para juzgar a los seres humanos, menos a Rossana Rossanda, con quien, como lo he dicho, sólo me unían experiencias gratas y cuyo recuerdo, ahora que ella reaparecía, me agradaba. Es verdad que estas experiencias habían acontecido muchos años atrás, y el tiempo, según había leído recientemente en una novela de Haruki Murakami, sedimenta unos sentimientos borrascosos de una capacidad destructiva devastadora aun en las condiciones en principio menos propicias. Tal verdad podría explicar, por ejemplo, el odio mortal que pueden llegar a profesarse parejas que han vivido juntas por muchos años. O los odios fraternales, capaces de reducir a cenizas todos los nexos afectivos, tan profundos entre hermanos. Por razones que escapaban a nuestro entendimiento, una alquimia secreta que oficia sordamente en nuestros corazones transforma en su contrario el amor más puro. También podía discutir o ignorar a Murakami, y de esa forma tranquilizar al perro furioso de mi espíritu. Pero tenía una tendencia muy fuerte a creer en los escritores, y la fe, como se sabe, no admite controversias.

Quise hacer derivar nuestra conversación hacia aspectos menos conflictivos haciéndole preguntas sobre su familia y su vida cotidiana. Pero en la medida en que ella iba hablando, se perfilaba con nitidez ante mis ojos la imagen de una mujer por completo diferente a la que yo había conocido, enteramente funcional a un sistema de vida y a unos valores que yo aborrecía. Ya lo dije: no me considero con ninguna autoridad para juzgar a nadie, pero ver la forma tan descarnada de un cambio tan radical no me llevó a pensar en transformaciones… perdonables, circunstanciales, sino en dimensiones más profundas de la condición humana en las que, salvo pusilanimidad expresa, nadie puede transar. De todas las palabras que navegaban por mi mente, la que mejor resumía su comportamiento era “traición”. Traición no a ella o a mí, sino al género humano en su totalidad. En lo que a mí concernía, se me hacía insoportable escucharle esa visión de la vida.

—Pero eres una mujer aburguesada—le dije riéndome, en realidad nervioso, como si de esa manera amortiguara el impacto agresivo de mis palabras.

La clásica campana de boxeo que salva providencialmente a los combatientes sonó revestida en esta oportunidad de la voz de una enfermera que reclamaba la presencia de Rossana Rossanda. Dijo, claro, su nombre legal (que yo había olvidado por completo), y sentí un extrañamiento vago pues no me era reconocible bajo esa denominación. Se levantó, y de paso hacia la sala interna donde se le practicaría la radiografía me obsequió, con desprecio evidente, una sonrisa marinada en una salsa en la que predominaba el ácido sabor del reproche.

Quedé un poco culpabilizado y confuso. Aunque no era el momento para que yo me pusiera a reflexionar con detenimiento en las ideas de Haruki Murakami, recordé fugazmente, sin embargo, que, según el novelista japonés, a algunas personas les bastaba con existir para que otras sufrieran. Viéndolo con atención, quizás ésa era la razón profunda que en ese momento emergía en cuerpo y alma y se atravesaba en nuestro encuentro fortuito: una especie de perversión innata, que habitaba en mi corazón, afloraba más allá de mi propia voluntad para herir a alguien a quien sólo debía afecto. El aislamiento social en que siempre había vivido, con algunas salvedades, quizás evidenciaba esa condición patológica. Tenía fama de intratable, de huraño, de ser una persona cuyo mayor enemiga era ella misma. Por lo demás, atribuirle a Rossana Rossanda la responsabilidad total de su conversión en “mujer burguesa” era desconocer que, como ocurre en la casi totalidad de las vidas, lo que termina siendo el destino final de cada cual ha sido decidido por otros y por circunstancias incontrolables, muchas veces invisibles, muchas veces jamás percibidas. Yo había sido, pues, injusto con Rossana Rossanda. Injusto y cruel, porque nada, a no ser esa hipotética naturaleza enferma congénita de la que he hablado, me había forzado a transformar un encuentro que presagiaba ser agradable en una contienda verbal hostil.

Reapareció pronto. Yo no estaba muy seguro de lo que podría pasar, pero aún si ella partiera sin decir una sola palabra más, o si se sentara a mi lado y me insultara con odio minucioso, yo encontraría justificada su reacción. Pero, en cambio, se dejó caer, pesada, sobre una silla a mi lado con cara compungida. Entendí que algo malo debía haber pasado en la radiografía. “¿Pasa algo?”, le pregunté. Estuvo sin mirarme y en silencio por largos minutos. Entonces respondió: “Parece que tengo un problema serio”. No dijo cuál, y yo tampoco merecía el derecho a preguntarle detalles. Me quedé callado. “En fin”, dijo finalmente con un suspiro hondo. “Ya veremos qué pasa”. Hizo un ademán de levantarse que yo contuve con la presión de mi mano sobre su antebrazo. Sentí bajo mi piel su temperatura olvidada, el flujo paciente de su sangre. “No te vayas”, dije, y había algo de súplica en mi voz. Entonces, como si la descubriera, miró mi mano, y en su mirada había un cierto asco. Adivinando lo peor, me apresuré a agregar para disolver la dureza de su reacción: “Quería darte excusas”. “¿Por qué? ¿Por lo de ahora o por lo de antes?” Era su turno de hurgar en las heridas abiertas. “Quizás por ambas”, dije. “¿‘Quizás’? ¡Ay, Antonio!”, dijo, deshaciéndose de mi mano como quien se sacude un insecto repugnante. “No he escuchado en mi vida una palabra más burguesa que ‘quizás’. Y lo es porque es una táctica embozada para poder saltar por cualquier ventana. ¿Por qué no asumes las cosas sin coartadas, sin tretas? Habría que ver cuál de los dos es más burgués, si yo, que sí, soy burguesa, y lo asumo sin mala consciencia, o tú, falsamente alejado pero verdaderamente instalado en la vida que dices condenar”.

Sus palabras eran demoledoras, y no las esperaba tan radicales. Me quedé en silencio sin saber qué contestar. También intuía que dar respuesta a su violento alegato era alimentar un fuego cruzado que nos dejaría tendidos a ambos. “¿Has revisado tú, tan dado a los balances por lo que veo, en dónde están tus amigos, los que enarbolaban todas las banderas contestatarias y hacían parte de todas las impugnaciones?”, encadenó ella con su andanada. “Pues si no lo sabes, te lo diré. Porque aunque no lo creas por tus prejuicios machistas, también me entero de lo que ocurre. Pues bien, la mayoría de nuestros compañeros de entonces han optado por varios caminos no propiamente edificantes: se entregaron al negocio de las drogas, se volvieron funcionarios celosísimos del Estado que querían destruir, se casaron por la iglesia, bautizaron a sus hijos en las pilas de agua bendita de las iglesias que habían jurado incendiar y más tarde les financiaron estudios en las universidades donde sólo iban los odiados hijos de la burguesía, aparecen en las páginas sociales de los diarios, participan en negocios corruptos, se integraron a grupos de autodefensa de extrema derecha… Ni sigo. O sí, sigo, o han adoptado una posición ridícula de autonomía y distancia, supuestamente crítica, como tú, justamente como tú, que sólo trasluce una incapacidad total para ver la vida de frente. ‘¡Mujer burguesa!’ Al menos yo no trampeo. Y no me pidas piedad diciéndome que hay excepciones, que hay personas que conservaron intactos sus principios. Porque son eso, excepciones. La regla sigue intacta”.

Esta vez, la campana sonó a mi favor, y borrosamente tuve el sentimiento de que era también una campana que doblaba por mí, por supuesto, por quien siempre han doblado las campanas. “Pedro Rodríguez, favor pasar a la sala dos”, había dicho la enfermera. Por un instante me fue difícil reconocer que me llamaban. Al segundo llamado tomé consciencia de que era yo el interpelado. Me levanté. Rossana Rossanda me miró con lástima: “Así que te llamas en verdad Pedro Rodríguez. Lo había olvidado. ¿Habrá un nombre más anodino, más burgués que ‘Pedro Rodríguez’? Ve, Pedrito, no te preocupes, debes tener un lipoma, cualquier cosa inocua, te hacen un cortecito y te lo sacan sin problema. No morirás: los mitos de izquierda tienen la piel dura…”. Y vi que se alejaba con paso decidido, indignada pero seguramente purificada.

Mientras me preparaban para la radiografía, pensaba de nuevo en Murakami. Estaba confundido, y tal vez su sabiduría podía orientarme y darme un poco de paz. Le había leído que cuando una mujer llama a un hombre después de muchísimos años de no verse, es mejor que éste no se haga ilusiones pues lo que ese acto significa no es que no le ha olvidado sino que no le ha perdonado.

Probablemente Rossana Rossanda, que no me había llamado pero que por razones secretamente conectadas con mi situación había reaparecido en mi vida en una especie de llamado en acto, me estaba diciendo en realidad que lo que no había pasado entre nosotros no podría ser por ella ni olvidado ni perdonado. Ese era en verdad el mensaje cifrado que me estaba enviando. Mi hermenéutica política, fiel a mi costumbre de escabullir la realidad, eludía lo fundamental de sus palabras pues situaba el problema en otra dimensión. Las diferencias políticas, sedimentadas tras cuarenta años, eran tal vez la máscara detrás de la cual se escondían los reproches verdaderamente fundamentales. Al pensarlo, sentí que algo vacilaba dentro de mi corazón. De alguna forma, a la manera de las Enérides, esas diosas inclementes de la mitología griega, las Furias de la mitología romana, Rossana Rossanda era esa “ragazza del secolo scorso” que resurgía desde las profundidades oscuras de nuestros lejanos tiempos comunes para dictar contra mí, sin piedad, una sentencia condenatoria largamente aplazada.