Las muertes apócrifas - Hernán Toro - E-Book

Las muertes apócrifas E-Book

Hernán Toro

0,0

Beschreibung

El señor Sacramento Heredero ha mantenido por años algo que, dicho sin subentendidos malévolos, puede ser catalogado como "doble vida". Es así, es un hecho objetivo, no teñido de carga moral alguna. En efecto, a lo largo de su existencia ha logrado pulir, como si fuera una moneda sagrada, una reputación brillante de contador experto en asuntos tributarios. Es el lado visible de su luna. En su oficina, multiplicada como en espejos móviles por numerosos empleados al servicio de sus propósitos, hormiguean desde representantes de grandes empresas hasta simples personas buscando la orientación providencial de un hombre que ha logrado, frisando los peligrosos bordes dentados de la ilegalidad, reducirles el monto de unos impuestos estatales juzgados, no sin razón, abusivos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 211

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Toro, Hernán, 1948-

Las muertes apócrifas / Hernán Toro. -- Cali : Programa Editorial Universidad del Valle, 2018.

112 páginas ; 24 cm.-- (Colección artes y humanidades - Cuentos)

Incluye índice de contenido

1. Cuentos colombianos - Colecciones 2. Ensayos colombianos

3. Muerte - Cuentos I. Tít. II. Serie.

Co863.6 cd 21 ed.

A1598700

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Universidad del Valle

Programa Editorial

Título: Las muertes apócrifas

Autor: Hernán Toro

ISBN: 978-958-765-792-0

ISBN PDF: 978-958-765-793-7

ISBN-EPUB: 978-958-507-023-3 (2023)

Colección: Artes y Humanidades-Cuentos

Primera edición

© Universidad del Valle

© Hernán Toro

Diseño de carátula: Hugo H. Ordoñez Nievas

Diagramación: Jorge Alejandro Soto Pérez

Este libro, o parte de él, no puede ser reproducido por ningún medio sin autorización escrita de la Universidad del Valle.

El contenido de esta obra corresponde al derecho de expresión del autor y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad del Valle, ni genera responsabilidad frente a terceros. El autor es el responsable del respeto a los derechos de autor y del material contenido en la publicación, razón por la cual la Universidad no puede asumir ninguna responsabilidad en caso de omisiones o errores.

Cali, Colombia, julio de 2018.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

ESCRITOR DE OBITUARIOS

ELVIS PRESLEY

ASTOR PIAZZOLLA

FRANÇOIS RABELAIS

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

JORGE LUIS BORGES

JOSÉ ALFREDO JIMÉNEZ

NOTAS AL PIE

Este libro está dedicado aPatricia y a Alejandra

Las citas inventadas son indestructibles.MANUEL VÁSQUEZ MONTALBÁN

ESCRITOR DE OBITUARIOS

El señor Sacramento Heredero ha mantenido por años algo que, dicho sin subentendidos malévolos, puede ser catalogado como “doble vida”. Es así, es un hecho objetivo, no teñido de carga moral alguna. En efecto, a lo largo de su existencia ha logrado pulir, como si fuera una moneda sagrada, una reputación brillante de contador experto en asuntos tributarios. Es el lado visible de su luna. En su oficina, multiplicada como en espejos móviles por numerosos empleados al servicio de sus propósitos, hormiguean desde representantes de grandes empresas hasta simples personas buscando la orientación providencial de un hombre que ha logrado, frisando los peligrosos bordes dentados de la ilegalidad, reducirles el monto de unos impuestos estatales juzgados, no sin razón, abusivos. Es el rey de los cruces de cuentas imprevistos y de los atrevimientos matemáticos, ducho en la interpretación perspicaz de los decretos impositivos. Algunos atribuyen su sagacidad al contacto sistemático que sostiene con contadores de su país de origen, Argentina, de donde llegó apenas salido de la niñez, y con quienes, ya adulto, entabló vínculos profesionales que no han cesado de enriquecerse gracias a una especie de hermandad secreta que los une. Entre ellos circula información privilegiada y de altísima calidad. Sus clientes terminan siempre complacidos con los beneficios que el señor Heredero les procura gracias a sus argucias legales y lo gratifican no sólo con sus elevados honorarios, que pagan sin chistar y con gestos grandilocuentes de grandes señores, sino también, cada navidad, con espléndidas botellas de whisky noblemente añejado en los highlands escoceses.

Pero Sacramento Heredero no bebe. Sacramento Heredero no bebe, no fuma, no sale de juerga. A pesar de ser un soltero empedernido, no se le ha conocido ni siquiera una pareja casual alguna: amiga, novia, amante, esposa. No es tampoco homosexual. Vive solo. Es un santón anacoreta. Sus vecinos, algunas noches, escuchan venir de su apartamento, como si fuera la melopea de una plegaria musulmana, el serpenteo volátil de músicas de bandoneones tristes, y en ocasiones le han escuchado reproducir con silbidos composiciones de Astor Piazzola o tararear a capella con su voz destemplada tangos de Gardel. Son sus máximos desafueros. Gracias a esta vida de tan alta rentabilidad económica y de tanta austeridad en el gasto, su situación material es holgada, muy holgada, tanto más cuanto, además de sus muy abultados ingresos profesionales, recibe en su cuenta bancaria una pequeña pero constante suma de dinero proveniente, gota a gota, de esa otra actividad que él desempeña casi clandestinamente y que justifica endilgarle el carácter doble a su existencia: el señor Sacramento Heredero es, en su vida nocturna y en fines de semana, un escritor de obituarios. Durante años, su virtuosa pluma acerada ha reconstruido con ecuanimidad los avatares de los difuntos de mayor prestigio de su ciudad. Tiene un contrato verbal con algunos medios informativos de la ciudad en los que, bajo pseudónimos diversos y una cláusula de reserva protectora de su verdadera identidad, publica notas mortuorias de los personajes de interés social que van falleciendo.

No es un trabajo fácil. Cerradas las puertas de su despacho, y mientras el resto de los mortales se entrega al descanso o al goce de sus cuerpos, Sacramento Heredero, como una incansable y calvinista hormiga nocturna, levanta listados de probables muertos próximos, acopia información pertinente, investiga líneas biográficas y redacta con meticulosidad orfebre, paso a paso, borradores de reseñas fúnebres para el momento en que acontezca la defunción de las personas señaladas. Ni siquiera cuenta con una secretaria que alivie la pesada carga de su trabajo empecinado, y lo máximo que se concede es el envío de sus contribuciones escritas por intermedio de un mensajero de su oficina. No lo hace en persona pues quiere preservar su anonimato hasta donde le sea posible. Las envía en gruesos sobres de manila lacrados, a la usanza de la correspondencia de la antigua realeza. Goza de mucho aprecio en los diarios para los que escribe. Sus reseñas, que son todo un género aparte, son consideradas respetuosas, ponderadas, serias, objetivas. Su experiencia le ha permitido elaborar una especie de discurso modelo cuyas piezas pueden ser canjeadas con las de muchos otros textos para sofocar en el embrión la acusación de auto-plagio. Sólo él lo sabe, es su secreto de Estado personal. En cada borrador, que él redacta en pasado simple aunque el porvenir no haya llegado y esté lejano, deja en blanco espacios estratégicos que, sobrevenida la muerte, él llena con los datos de las circunstancias en las que el personaje ha fallecido. Las nuevas tecnologías, contrario a la idea de que la extraordinaria masa informativa que proveen facilitaría una tarea semejante, ha vuelto más complejo su trabajo pues el examen y la selección de datos se produce a partir de un volumen muchísimo mayor, gigantesco, infinito. En los momentos en que, agobiado por la enormidad de la información que debe manipular, cree desfallecer, lee con espíritu realista, y por lo tanto reconfortante, la frase que tiene enmarcada frente a su escritorio: “La transparencia es anegamiento. P. Virilio”. A su entender, esa frase resume la dificultad creciente de escribir bajo estas nuevas condiciones tecnológicas.

Este panorama, ya bastante sorprendente pero estable, se ha visto sin embargo recientemente trastornado por la ocurrencia de un hecho excepcional. Las pocas personas que le conocen esta ocupación casi clandestina --calificarlas de “amigas” parece un exceso— y que se han sorprendido siempre de la contradicción entre su profesión de contador tributario y su hobby (así lo llaman: ¡qué error!) por la escritura de obituarios, actividades que ellas consideran excluyentes, casi se han ido de espaldas al enterarse, hace unos dos meses, de que Sacramento Heredero había ganado un concurso de cuentos. ¿¡Concurso de cuentos!? ¿¡Sacramento Heredero!? Y sí. Lo supieron por los diarios, cuyas noticias, inequívocas a pesar de su brevedad, se limitaron a mencionar generalidades ante la ignorancia de datos biográficos de ese autor desconocido acompañadas de una foto antigua, rebuscada quién sabe dónde, en la que Sacramento Heredero, todavía muy joven, aparecía flaco y pálido, la tez translúcida y quebradiza de los drogadictos de la noche, una barba desordenada de sonámbulo errático y una melena enmarañada de rockero de los años sesenta, como Franck Zappa. Igualito. Nadie de quienes lo conocían podía imaginar que una persona tan sombría, experta en temas tan secos como los asuntos tributarios, consagrada enfermizamente en sus horas libres a la redacción de artículos mortuorios pudiera, al mismo tiempo, ser un escritor de literatura. Y aparentemente no cualquier escritor de literatura pues el concurso que se había ganado era quizás el más prestigioso en lengua castellana organizado en su país, Argentina. Nadie, sí, nadie podía imaginarlo, salvo su médico personal, un hombre adusto que bien hubiera querido dedicarse a la literatura en lugar de la medicina, una de las pocas personas que, por razones estrictamente profesionales, había visitado su casa. Según contó en esos días de la sorpresa, una rápida inspección de su biblioteca permitía reconocer un abigarrado inventario en el que estaban presentes las obras completas de Rabelais, Borges, Francisco de Quevedo y Villegas, Plutarco, Suetonio, Platón, Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Manuel Mujica Lainez, Leopoldo Marechal, autores cuya aceptada calidad sugería por reflejo la del lector.

Ni siquiera los medios locales para los cuales trabajaba en su oficio reservado, en los cuales era conocido sin embargo por los altos directivos, pudieron obtener de él, gracias a este vínculo, una entrevista, fiel como siempre a su vocación discreta, y tuvieron que atenerse a los términos parcos del comunicado público de la entidad organizadora del certamen. Él, que había logrado preservar su intimidad de los asaltos de Facebook y de Instagram, escapó con vida del asedio de estos medios que se hacían gárgaras de felicidad soñando con atrapar esa ocasional pieza de caza mayor para el alimento de su vanidad efímera. Restringidos por estas circunstancias, los medios se limitaron a citar algunas frases del acta del jurado, a publicar la foto referida, a citar el nombre del autor y a divulgar el título del libro inédito con el que Sacramento Heredero había logrado el premio: Las muertes apócrifas. Con base en consultas telefónicas a los organizadores, que hicieron con facilidad a pesar de la distancia, estos medios estaban en capacidad de informar, agregaron luego, que el libro aparecería en un lapso de seis semanas bajo la garantía profesional de la prestigiosa Editorial Libri Mundi, del partido de Moreno, en el Gran Buenos Aires [sello bajo el que se habían publicado –lo recordaron como una astucia para subrayar el renombre de esta editorial tan valorada por los intelectuales argentinos— las primeras obras del primer Borges (en su lejana y legendaria juventud, cuando todavía las divinidades del infortunio no lo habían privado de la vista), de las que destacaron, vaya usted a saber por qué, Historia universal de la infamia, de 1935].

Pues bien, a través de internet se difundió, hace dos semanas, que el libro acababa de aparecer en Argentina. Los promotores de ventas on line resaltaron de forma muy visible el epígrafe de la obra, tomado justamente del “Prólogo a la edición de 1954” de Historia universal de la infamia aunque puesto en el libro de Heredero sin reconocer la autoría ajena, [“(Estas páginas) son el irresponsable juego de un tímido que no se anima a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna) ajenas historias”], le adjudicaron artificiosamente a esta treta vergonzosa un deliberado valor simbólico positivo y describieron sus características, atípicas tratándose de un libro de literatura (21.5 por 25.5 cerrado, 43 por 25.5 abierto, familia tipográfica Garamond de 12 puntos con un interlineado de 1.5), su interior en papel-libro de 115 gramos y carátula de pasta semidura de 300 gramos. Relucientes, en la foto escaneada de la carátula, aparecen arriba el nombre del autor y debajo el título del libro, y en la parte baja del plano rectangular los créditos editoriales. La carátula es negra, y tiene como ilustración de trasfondo, en sobrias líneas blancas, casi infantiles, la silueta de un hombre de gafas oscuras que avanza hacia la izquierda de la imagen tanteando el camino con un bastón de ciego. Diseño austero pero eficiente.

Las primeras notas críticas aparecidas en las versiones digitales de los diarios bonaerenses no dejaron de ver en ese diseño una imagen subliminal de Jorge Luis Borges; y en el avance del hombre hacia la izquierda de la imagen, dirección fuertemente codificada en el lenguaje de las historietas gráficas como una regresión temporal, la pretensión filosófica según la cual ir hacia la muerte equivale a un proceso ad ovo, tal como puede comprobarse en las galerías de imágenes fúnebres que ornan las tumbas de los faraones egipcios. Pero, más allá de esa especulación, que después de todo poco aportaba a la hermenéutica de los cuentos, las reseñas críticas se condensaron como grapas entre los núcleos semánticos que enfrentaban al hombre denostado y al hombre elogiado, al vituperado y al glorificado, al vilipendiado y al enaltecido. Con ironía, algunos lo calificaban como “el nuevo Poe”, y otros confesaban, perversamente, que Heredero parecía tener una sensibilidad más de “sepulturero” que de escritor. Curiosamente, pocos subrayaron el procedimiento falaz de plagiar el prólogo de Borges. En el bando contrario, algunos se inclinaban con reverencia sincera hacia su originalidad y celebraban con alborozo la osadía de un autor que asumía el tema de la muerte como argumento para alentar la creencia en la vida. Todos coincidían, a pesar de estas diferencias, en la caracterización de sus cuentos: se trataba de historias de personas famosas o de mucha responsabilidad social en sus hombros que, incapaces de soportar una vida de tanta figuración y stress, habían construido secretamente un escenario verosímil en el que aparecieran muertos; substituidos por otra persona (gente desahuciada que quería garantizarle a sus sobrevivientes una cierta seguridad económica, obtenida gracias a esta macabra transacción fúnebre, y a la que no le interesaba por tanto seguir viviendo), ellas escaparon, de esa forma y de una vez y para siempre, hacia los territorios paradisíacos de una existencia anónima. La persona enterrada, objeto de todas las pompas fúnebres, había sido otra. Un muerto apócrifo.

Nada de estas polémicas de letrados casposos importunaba a Sacramento Heredero, no sólo porque sus intereses personales no tenían nada que ver con esos debates públicos sino porque, como si no bastara lo anterior, menos interés tenía en abrir las ediciones digitales de unos remotísimos periódicos porteños. Lejos de su país natal y de sus conflictos mundanos, la burbuja en la que vivía le bastaba. Sacramento Heredero no cedió ni un centímetro a los halagos de las entrevistas ni a la vanidad de una aparición pública, a pesar de que su editorial y los organizadores del concurso le manifestaron telefónicamente con insistencia, en todos los tonos y con todos los argumentos, la importancia de que promocionara “una obra de tanto impacto social”. Sacramento Heredero, inmune a estas lisonjas, se mantuvo intratable.

Pero es una infamia que una obra así no sea conocida en este país. Su autor está aquí, a la vuelta de cualquier esquina, pero su obra, celebrada internacionalmente, se expande en los confines del universo. Por fortuna, algunos viajeros colombianos que han estado en Argentina en los últimos días con ocasión de un match de fútbol, atraídos por el hecho de que el ganador de un premio de tanta repercusión habitara en nuestro país, han traído, por intuición, uno que otro ejemplar, y dado a conocer a algunos privilegiados. Soy uno de los elegidos por la diosa fortuna. Nuestras manos sostienen uno de ellos, nuestros ojos lo han leído con devoción. A la espera de que los distribuidores de libros nos hagan el favor impagable de importar algunos ejemplares a este pobre país en sequía, es bueno que los lectores vayan conociendo algunas muestras de los cuentos que dan vida a este libro. Es un acto elemental de justicia. Del total de cuarenta y cinco (en general son de extensión media, el más largo tiene veinticinco páginas), reproducimos seis de ellos, los que, elegidos al azar, revelan sin embargo la fuerte imbricación de las culturas norteamericana, francesa y mexicana en el imaginario de los argentinos, por más que hayan permanecido encerrados en la caparazón de su país. Se lleva la condición de argentino como un tatuaje indeleble. No me cabe la menor duda de que los cuentos mismos serán más elocuentes que esta balbuciente reflexión especulativa, la cual, con estas palabras, aquí termina.

SACRAMENTO HEREDERO

LAS MUERTESAPÓCRIFAS

Editorial Libri Mundi

Moreno, Gran Buenos Aires, República Argentina

Estas páginas son el irresponsable juego de un tímido que no se anima a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna) ajenas historias.

ELVIS PRESLEY

Tupelo, Misisipi, Estados Unidos, 8 de enero de 1935New York, New York, Estados Unidos, 16 de agosto de 2003

Por Sacramento Heredero(In memoriam Pedro Chang)

La lápida que se encuentra en el Graceland’s Meditation Garden de Memphis, Tennessee, en cuyo mármol está tallado el nombre de Elvis Aaron Presley, cubre, en verdad, el cuerpo de Jesse Garon Presley, su “hermano gemelo”, del que siempre se dijo que había nacido muerto treinta y cinco minutos antes de Elvis. Todos los biógrafos del gran músico nacido en Tupelo, Misisipi, el 8 de enero de 1935; todos los fanáticos que no han cesado de llorarlo desde ese 16 de agosto de 1977 en que, como dijo su hagiógrafo más recordado, Henry Young Jackson, “your death was officially pronounced at 3:30 pm at Baptist Memorial Hospital”; todos los periodistas que en su momento reseñaron su fallecimiento sin haberlo puesto en duda ni un solo segundo, todos ellos se verán defraudados, confundidos y adoloridos por la revelación de la verdad, contraria por completo a todas las versiones oficiales que ni siquiera han tenido la malicia de arrojar una duda sobre la certeza instaurada de esa muerte. Son hombres de fe. Como dice el adagio, “la verdad duele”, pero negarlo es más doloroso que la verdad. Con base en lo que será presentado aquí, ya se podrá sostener con seguridad que Elvis Presley murió el 16 de agosto de 2003 a los 68 años de edad, curiosamente 26 años exactos después de la fecha espuria. Los astrólogos podrán aventurar todo tipo de conjeturas para dilucidar esta magnífica coincidencia, pero nadie podrá dudar de ahora en delante de que aquel cuyo cuerpo fuera sepultado el 17 de agosto de 1977 no era Elvis Presley sino Jesse Garon Presley. Los hechos son lo que son, y ninguna fabulación, por más bien interesada que esté, podrá destruir la solidez de su evidencia. Elvis murió como siempre quiso vivir: en el anonimato total, tranquilo, plácido, su respiración debilitada por un corazón que nunca pudo recuperarse de los grandes abusos de los medicamentos que sus médicos le embutían, apenas acompañado por una empleada que jamás pudo haber imaginado que la persona cuyo cuidado tenía excepcionalmente a su cargo ese solo día era el hombre que, como dijo en su momento el presidente Jimmy Carter, “había cambiado permanentemente la cara de la cultura popular norteamericana”.

Ciñéndonos con estricto rigor a la verdad, como deben proceder los seres justos, las cosas ocurrieron de la siguiente forma. Jesse Garon, en contravía de lo que siempre han afirmado las biografías de The King, no nació muerto. En realidad, apenas salió a la luz, fue evidente para sus padres –y para todo aquel que tuviera ojos-- que sufría de malformaciones físicas terribles. A pesar de estar frente a una prueba tan abrumadora, la madre, Gladys Love, vio al bebé y no dijo nada, como a menudo ocurre con las mujeres que acaban de alumbrar, presas de una especie de estupor que las vuelve aparentemente insensibles a todo lo que acontezca a su alrededor. Pero Vernon Elvis Presley, el padre, apenas lo vio, no solo no podía negar la contundencia de la realidad sino que, además, intuyó de inmediato, todavía bajo los efectos emocionales del golpe, el origen de este problema. Recordó entonces que él, por razones de psicología humana de muy difícil comprensión, sufrió de náuseas durante el embarazo de su mujer (Gladys Love, al contrario, llevó un proceso tranquilo). En los atormentados minutos de espera del nacimiento del segundo bebé, por la cabeza de Vernon pasaron acelerada y caóticamente los recuerdos de muchos asuntos, de los cuales los más insistentes eran, de una parte, la idea de que los varones de ciertas tribus amazónicas, según le había explicado el médico, vivían el embarazo de sus mujeres de idéntica forma a la suya, y, de otra, la advertencia hecha por el mismo ginecólogo acerca del consumo de un medicamento que Vernon reclamaba con apremio, prescrito para apaciguar la angustia. Vernon no quería tener descendencia, pero era una persona de carácter muy débil, de tal manera que cuando a regañadientes acordó con su mujer comprometerse en la búsqueda de un hijo, la angustia comenzó a corroerle el espíritu. La angustia, como se sabe, es un gusano que no cesa de roer con paciencia el alma de su hospedero. Para controlarla, comenzó a tomar SoftcortebH, un medicamento fabricado por los laboratorios Günter de Alemania cuyos efectos en los seres humanos, al parecer, no eran claramente concluyentes. Se sospechaba, sí, que el SoftcortebH transmitía efectos dañinos a través del esperma desde el momento mismo de la concepción, pero, quizás por los fuertes intereses económicos de la industria farmacéutica, criminalmente interesada en ahogar toda denuncia que perjudicara su lucrativo negocio, estas sospechas fueron barridas por el peso de la autoridad de científicos prestigiosos inmorales pagados para inventar argumentos que limpiaran cualquier mancha en la imagen de estos medicamentos nocivos. Vernon tuvo la convicción desde un primer momento: él era el responsable de las malformaciones de este bebé. El nacimiento de Elvis, treinta y cinco minutos después, sano, sin anomalías visibles, con sus miembros normales, con buenos reflejos, con un llanto tan potente que fácilmente hubiera permitido presagiar su magnífica voz adulta, no logró devolverle la paz perdida. Estaba desde ya obsesionado en idear un plan cuya aplicación trajera la desaparición de ese horrible bebé de brazos y piernas extraordinariamente cortos y deformes, de dedos en cuyos muñones brotaban las devastaciones de algo como un bombazo. “Un monstruo”, se dijo. “He engendrado un monstruo”.

Gladys Love lloró todas las lágrimas de la humanidad entera al escuchar el plan que Vernon le propuso. Ambos pertenecían a una comunidad religiosa llamada “Los hijos de los espíritus de los santos”, entre cuyos principios sagrados estaba la eugenesia, doctrina bajo la cual, en un especie de darwinismo fascistoide, sólo los niños nacidos sanos podían ser objeto del cuidado pleno parental y social. Hablaban, decían ellos, preocupados por la salud de la especie humana. De alguna manera, los seres que nacían con imperfecciones físicas o mentales eran casi abandonados a su propia suerte; como ocurre en la naturaleza, la desprotección en que vivían y su propia debilidad comparativa frente a los individuos sanos los condenaba tarde o temprano a una muerte prematura [o, como estos hijos de los espíritus santos lo proclamaban con eufemismo, “an ethnic cleansing act” (“un acto étnico de limpieza”)]. Ya dado a luz Jesse Garon –o el niño que habría de ser bautizado con ese nombre--, la única alternativa que quedaba era separarlo de los bien-nacidos. Los abuelos Smith –el apellido de soltera de Gladis Love era éste--, granjeros del sur de Alabama y miembros de la misma agrupación religiosa, recibieron resignados a Jesse Garon de brazos. Una granja en tal Estado perdido del universo era el lugar perfecto para ocultar a un malparido como Jesse Garon. En ese entorno culturalmente empobrecido creció y se hizo adulto desempeñando oficios menores, limitado no sólo por sus brazos informes y cortos, en cuyas manos de muñeco de plástico reventaban como una flor anómala tres dedos diminutos, sino también por un coeficiente de inteligencia bajísimo como consecuencia de los pobres estímulos intelectuales en un lugar de analfabetos cuyas ocupaciones más complejas eran herrar caballos, retirar los huevos de los nidos de las gallinas, ordeñar vacas y mirar al cielo a ver si estaba lloviendo. A la muerte de sus abuelos, Jesse Garon, que ni siquiera tenía tíos, perdió todos los referentes familiares y quedó inmerso en una trama de relaciones en la que ninguno de sus prójimos le reconocía ningún privilegio ni le otorgaba importancia alguna. Marginado de toda vida social, día a día se fue embruteciendo más, y ya adulto era una pobre piltrafa humana a la que nadie le prestaba atención. Red West, amigo de infancia de Elvis y cómplice en casi todo, y que escalaría en el esquema de responsabilidades hasta ser su guardaespaldas de máxima confianza, lo visitaba una vez por semestre y le reportaba a Elvis detalles de la evolución de la degradación humana de su hermano, pero siempre se las arreglaba para recordarle lo extraordinariamente parecidos que eran. “Ustedes son tan parecidos como dos gotas de agua”, le sintetizó en una ocasión, y a Elvis tal frase le quedó gravitando en su corazón como un planeta sin control.

Fue necesario el paso del tiempo para que Vernon y Gladys entendieran las razones por las cuales Jesse Garon se viera afectado por el consumo de SoftcortebH mientras Elvis Aaron se libraba del daño. Hay que develar allí la segunda falacia: Jesse y Elvis no eran gemelos, como siempre se ha dicho. Eran mellizos. Como lo sostiene la ciencia, la unión de un óvulo y un espermatozoide da lugar a una célula; los gemelos nacen de una única célula mientras los mellizos lo hacen de dos diferentes. Para la prematura desgracia de Jesse, el SoftcortebH