La reina de hielo - Jennie Lucas - E-Book

La reina de hielo E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Una poderosa dinastía donde los secretos y el escándalo nunca duermen Annabelle era la única chica entre ocho hermanos, tendría que estar acostumbrada a los hombres. Sin embargo, su confianza se había quebrado la noche en que su padre estuvo a punto de matarla de una paliza. Desde entonces se convirtió en una elegante reina de hielo a la que ningún hombre había tocado. Esteban Cortez podía domar un caballo salvaje más rápidamente que ningún otro hombre sobre la tierra. La pasión hacía que la sangre le hirviera en las venas. Tal vez Annabelle pareciera intocable, pero Esteban veía su auténtico yo, el de una mujer desesperada por volver a vivir.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

LA REINA DE HIELO, Nº 7 - junio 2012

Título original: The Forgotten Daughter

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0150-9

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

Mujer: DENIS RAEV/DREAMSTIME.COM

Paisaje: NICK STUBBS/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

LOS WOLFE

Una poderosa dinastía en la que los secretos y el escándalo nunca duermen.

La dinastía

Ocho hermanos muy ricos, pero faltos de lo único que desean: el amor de su padre. Una familia destruida por la sed de poder de un hombre.

El secreto

Perseguidos por su pasado y obligados a triunfar, los Wolfe se han dispersado por todos los rincones del planeta, pero los secretos siempre acaban por salir a la luz y el escándalo está empezando a despertar.

El poder

Los hermanos Wolfe han vuelto más fuertes que nunca, pero ocultan unos corazones duros como el granito. Se dice que incluso la más negra de las almas puede sanar con el amor puro. Sin embargo, nadie sabe aún si la dinastía logrará resurgir.

Uno

Ya le habían advertido sobre Esteban Cortez.

Cuando Annabelle Wolfe salió de su camioneta vintage observó la finca de piedra con una sensación de temor. Se lo habían advertido muchas veces durante los últimos meses: Esteban Cortez no era de fiar.

«Tenga cuidado, señorita Wolfe. No podrá resistirse, ninguna mujer puede. Cuide su corazón, señorita. Él ha roto demasiados».

Pero Annabelle se dijo que no tenía de qué preocuparse. Puede que Esteban Cortez fuera el jinete más famoso y atractivo del mundo, pero no tendría ningún efecto sobre ella.

No permitiría que aquellas estúpidas advertencias la condicionaran.

Pero todavía temblaba y sabía que no se debía a todo el café que había bebido durante el largo camino desde Portugal hasta el norte de España.

Annabelle cerró la puerta de la camioneta, estiró las entumecidas piernas y trató de sacudirse los nervios. Las advertencias respecto a los encantos de Esteban Cortez se habían repetido con demasiada frecuencia últimamente en todos los lugares que visitaba para su serie de reportajes sobre las diez mejores cuadras de Europa. La finca de Cortez, Santo Castillo, era la última. Vendía los caballos más caros y exclusivos del mundo, y solo a clientes a los que consideraba dignos. La gente rica hacía lo imposible para ganarse la aprobación del exigente criador, pero eso no era nada comparado con lo que hacían las mujeres por llamar su atención.

Annabelle estiró los hombros hacia atrás. Si Esteban Cortez era la mínima parte de lo que decían, sin duda intentaría llevársela a la cama. Desgraciadamente era lo que solían intentar la mayoría de los hombres.

Pero según los rumores, la capacidad de seducción de Esteban Cortez adquiría un nuevo nivel. Al parecer ninguna mujer le había rechazado jamás. ¿Y si los rumores eran ciertos? ¿Y si ella terminaba cayendo en sus brazos como todas las demás?

Eso era imposible, se dijo mordiéndose el labio. Ella no tenía ni un gramo de pasión en el cuerpo. Era fría, orgullosa y brusca. Eso era lo que decían todos los hombres cuando los rechazaba. A sus treinta y tres años era una soltera recalcitrante, inmune al encanto de cualquier playboy. Después de todo lo que había pasado, no permitiría que ningún hombre se le acercara.

Estaría alerta con Esteban Cortez, y si él intentaba algo se reiría en su cara.

Miró a su alrededor y aspiró con fuerza el aire. ¿Dónde estaba el famoso seductor?

Vio unos caballos semisalvajes corriendo por los campos dorados bajo un cielo azul que parecía infinito. Escuchó el gorgojeo de un arroyo cercano y los cantos de los pájaros procedentes de las colinas. Junio en el norte de España. El lugar era precioso, y Annabelle se giró para acercarse a la ventanilla abierta de la camioneta y sacar la cámara del asiento.

La voz grave de un hombre sonó a su espalda.

–Por fin ha llegado.

Annabelle se quedó paralizada. Se recolocó la bolsa al hombro y se giró lentamente.

Se quedó boquiabierta.

Esteban Cortez estaba delante de ella con sus ojos oscuros y brillantes como el fuego bajo el sol español. Annabelle, que medía un metro setenta y siete, no era precisamente bajita, pero tuvo que echar la cabeza hacia atrás para poder mirar su bello y cincelado rostro.

A sus treinta y cinco años, era todavía más impresionante al natural que en las fotos. Tenía el pelo oscuro y un cuerpo fuerte y musculoso. Llevaba unos vaqueros desgastados que se le ajustaban a las caderas. Tenía las mangas de la camisa blanca remangadas, revelando unos antebrazos bronceados. El pelo, bastante largo para un hombre, estaba recogido en la nuca con una cinta de cuero.

Permanecía completamente quieto mientras lo observaba.

Annabelle se quedó sin aliento. Se sentía vulnerable y expuesta, como una gacela indefensa ante la indolente mirada de un león.

–Bienvenida a mi casa, señorita Wolfe –dijo con marcado acento y curvando los labios en una sonrisa–. La estaba esperando.

Sus miradas se cruzaron. Ella sintió una bocanada de fuego tan inesperada que estuvo a punto de caerse para atrás. Tuvo que hacer un esfuerzo por mantener el rostro impasible, pero apretó con manos temblorosas el asa de la bolsa de la cámara.

–¿Ah, sí? –le preguntó con tono débil.

–Su reputación la precede –los labios de Esteban Cortez se curvaron mientras le deslizaba la mirada por el cuerpo–. La famosa Annabelle Wolfe. La bella fotógrafa que viaja por todos los rincones del mundo trabajando.

Haciendo un esfuerzo por ocultar su sonrojo y el fuerte latido del corazón, Annabelle alzó la barbilla.

–Y usted es Esteban Cortez, el semental de Santo Castillo.

Su intención había sido ofenderlo, pero él se limitó a reírse entre dientes. El sonido de aquella risa masculina le provocó otro extraño escalofrío.

Esteban se acercó más y ella se humedeció los labios.

–Es usted tan simpática como me figuraba. Mucho gusto –susurró mirándola–, encantado de conocerla.

No la tocó, pero sus palabras fueron como una caricia. Como si le hubiera besado la mano. Como si hubiera presionado los labios contra su piel. Sentía el poder masculino que irradiaba.

Annabelle tragó saliva, agarró la bolsa de la cámara con ambas manos y murmuró:

–Encantada de conocerlo.

Los sensuales labios de Esteban se curvaron como si supiera por qué no le tendía la mano ni mucho menos le ofrecía la mejilla.

–Estoy deseando pasar siete días en su compañía, señorita –aseguró–. Me parece que esta semana va a ser muy agradable.

Sus ojos oscuros brillaron con la promesa de delicias secretas y a Annabelle se le aceleró la respiración. Estaban tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su piel. Se sintió vulnerable. Femenina. Experimentó el extraño anhelo de dejarse llevar, de fundir su tenso cuerpo en aquel fuego.

Cielos, ¿qué locura se había apoderado de ella? Tenía que contenerse. Ni siquiera el legendario playboy español podía tener tanto poder.

Apretó las mandíbulas. Les demostraría a ambos que no era ninguna estúpida. Porque ella sabía que aunque un playboy tuviera la cara bonita, su alma siempre era egoísta y fría. Lo había aprendido mucho tiempo atrás.

Annabelle dio un paso atrás y lo miró fijamente.

–Qué halagador –contestó con acidez–. Pero no creo que pretenda pasar todo el fin de semana conmigo, señor Cortez. He oído que su interés por una mujer no suele durar más allá de una noche.

Annabelle esperó a que torciera el gesto ante su rudeza, pero para asombro suyo, parecía estar divirtiéndose.

–En su caso, señorita Wolfe –dijo con dulzura–, podría hacer una excepción.

El corazón se le subió a la garganta. Annabelle tragó saliva y trató de recuperar el aliento.

–Prefiero trabajar sola –alzó la barbilla–. Así que gracias, pero no necesito su compañía. Ni la deseo.

Esteban parpadeó.

Annabelle aspiró con fuerza el aire y recordó lo duro que había trabajado la revista Ecuestre para conseguir aquella exclusiva en Santo Castillo y trató de modular el tono de voz.

–Disculpe si eso ha sonado muy brusco, pero es que no me gusta tener a nadie alrededor cuando trabajo –trató de sonreír–. Y estoy segura de que tendrá mucho que hacer para la gala benéfica de este fin de semana…

Esteban alzó la mano bruscamente hacia ella. Annabelle dio un respingo y abrió los ojos de par en par.

–Permítame que le lleve la bolsa, señorita Wolfe –dijo él frunciendo el ceño.

Oh. Así que esa era la razón por la que se había acercado. Se le sonrojaron las mejillas.

–Puedo cargar con mi equipo.

–Sin duda. Pero parece muy pesado para una sola persona.

–Normalmente tengo una ayudante –Annabelle se detuvo y pensó en Marie, que en aquel momento estaba en Cornwall con su marido y su hijo recién nacido–. Pero me las arreglaré. No se preocupe, las fotos de su finca quedarán estupendas. Trabajo mejor sola –repitió.

–Si usted lo dice… –Esteban la miró.

Y Annabelle sintió unas gotas de sudor entre los senos.

–¿Por qué me mira así?

–¿Así cómo?

–Como si… –la voz se le quebró mientras trataba de encontrar unas palabras que no sonara ridículas.

«Como si quisieras arrancarme la ropa. Como si quisieras beberme. Como si quisieras subirme al hombro, lanzarme sobre la cama y lamerme entera».

–Como si no hubiera visto nunca a una mujer –terminó con torpeza.

Él se rió.

–He visto muchas, como usted bien sabe. Y sin embargo no puedo dejar de mirarla porque es más bella de lo que imaginé. Las fotos que he visto de usted no le hacen justicia.

Annabelle sintió un escalofrío en la espina dorsal.

«Las fotos que he visto de usted». ¿A qué fotos se refería, a las recientes en la boda de su hermano en Londres o a fotos de su rostro quemado cuando viajaba por el Sahara o por Mongolia haciendo reportajes?

¿O imágenes de veinte años atrás, cuando su padre había tratado de matarla siendo una adolescente?

¿Se habría encontrado Esteban Cortez con aquellas imágenes del antes y el después que habían salido en todos los periódicos británicos? En las primeras salía una Annabelle rubia de catorce años que sonreía con las mejillas sonrosadas. Las segundas la retrataban con el rostro hinchado y monstruoso, los ojos semicerrados y un latigazo rojo marcado en la piel.

Annabelle escudriñó la expresión de Esteban. Pero él se limitó a sonreír de forma sensual.

Ella dejó escapar el aire por las fosas nasales. Bien. No sabía nada de su pasado. Por muy jugoso y conocido que hubiera sido el escándalo de la familia Wolfe, el mundo había seguido adelante. La gente lo había olvidado.

Pero Annabelle no. Nunca podría olvidarlo. Todavía tenía las cicatrices. En el cuerpo. En la cara. Bajo el maquillaje cuidadosamente aplicado y el largo flequillo rubio, siempre permanecería la marca roja, el vestigio de la fusta de su padre.

Esteban inclinó la cabeza y frunció el ceño.

–¿No le gustan los cumplidos? Parece casi enfadada.

–No pasa nada –era demasiado observador. Annabelle se quitó unas motas imaginarias del traje gris y alzó la vista–. Pero debería saber que soy muy consciente de su reputación. No tengo intención de ser otra muesca en el cabecero de su cama. Pierde el tiempo dedicándome sus halagos.

Los oscuros ojos de Esteban brillaron.

–Los cumplidos que se le hacen a una mujer bonita nunca se pierden. Y usted es más que bonita. Es una belleza.

–Pierde usted el tiempo, casanova –afirmó con firmeza–. A mí es imposible seducirme.

La mirada de Esteban se hizo más intensa, como si acabara de ofrecerle un reto irresistible.

Unos cuantos mechones se le escaparon del cordel de cuero de la nuca.

–Eso he oído.

Cargándose la pesada bolsa al hombro, ella murmuró:

–Alfonso Moreira me dijo que se comportaría usted así.

–Ah, mi rival portugués –Esteban alzó una ceja–. ¿Qué más le ha dicho?

–Dijo que es usted un playboy que roba el corazón a las mujeres. Me dijo que cerrara mi puerta con llave.

Cuando alzó la vista para mirarlo, la luz blanca iluminaba su cabello oscuro como un halo. Parecía un ángel oscuro.

–Moreira tiene razón –afirmó con voz pausada–. Esa es exactamente la clase de hombre que soy.

Ella se quedó boquiabierta. No hubiera esperado aquella respuesta ni en un millón de años. Observó su hermoso rostro. Apenas era consciente del cálido viento que le acariciaba la piel y le soltaba el pelo del moño, agitándole los mechones rubios contra las mejillas. Durante un instante se quedó perdida en el oscuro remolino de su mirada. No tenía los ojos negros, como pensó en un principio. Eran de una multitud de colores, tan infinitos como la tierra española. Llenos de calor. De vida.

Él extendió la mano hacia su mejilla con los dedos a un milímetro de la piel, tan cerca que ella casi notaba el calor de sus yemas.

Annabelle sintió que el corazón se le detenía. Esteban frunció el ceño y la miró antes de dejar caer bruscamente la mano.

–Sí, es usted una belleza, señorita Wolfe –dijo casi con naturalidad–. No me cabe duda de que los hombres la encuentran atractiva, pero yo…

Annabelle entreabrió los labios.

–Usted… ¿no?

Esteban le dedicó una media sonrisa.

–Digamos que no es usted mi tipo.

Sus palabras tendrían que haberle supuesto un alivio, pero Annabelle las sintió como un rechazo inesperado. Apretó los labios.

–Oh, bien.

–Así que ya ve –continuó él observándola–, no tiene motivos para temerme.

Ella lo miró horrorizada. ¿Habría visto su miedo? ¿Se habría dado cuenta de que durante un instante había sentido deseos de salir huyendo de Santo Castillo como una virgen aterrorizada?

Porque así era como le hacía sentirse él: como la virgen aterrorizada que era.

Su trabajo y su reputación estaban en juego. Echó los hombros hacia atrás y mintió.

–No le tengo miedo.

–Bien –Esteban se acercó más y susurró–, le prometo que no tendrá que cerrar la puerta con llave.

Annabelle apartó la vista sonrojada. Se sentía como una idiota. Ella tan segura de que el famoso playboy intentaría seducirla… y no era su tipo. Al parecer era la única mujer del planeta que lo dejaba frío.

Y sin embargo ella se sentía… acalorada. Más que acalorada. Ardía cada vez que la miraba. Por primera vez en su vida experimentó una sensación de atracción. De deseo.

Y él ni siquiera estaba tratando de seducirla.

–Déjeme que la ayude –insistió Esteban abriendo el maletero de la furgoneta. Sacó su maleta y la bolsa de viaje y luego miró el equipo fotográfico que había detrás–. Luego vendré a buscar el resto.

–No es necesario.

–Para mí sí –Esteban se puso la pesada maleta al hombro y colocó la bolsa encima como si no pesara nada–. Sígame hasta su dormitorio, señorita.

Annabelle se quedó mirando cómo se dirigía a la casona de piedra situada al otro lado del patio. Se recolocó la bolsa de la cámara al hombro y deseó ser de verdad la reina de hielo que todos creían que era. Como había recorrido el mundo entero por su trabajo, la gente pensaba que no le tenía miedo a nada. Pero lo cierto era que cuando no estaba detrás del objetivo se sentía vulnerable. Incapaz de confiar en nadie. Y siempre sola.

Aspiró con fuerza el aire. Podía escuchar las hojas de los árboles agitándose con el viento. Su trabajo terminaría al cabo de una semana y no tendría que volver a ver a Esteban Cortez. Una semana solo. No podía ser tan difícil.

Observó el modo en que se movía, con pasos largos y felinos, mientras llevaba su equipaje a la casona. Esteban Cortez era el playboy más peligroso que había conocido en su vida. Haciendo un esfuerzo por recuperar una actitud profesional, cruzó lentamente el patio.

«No me desea», se dijo. «Estoy a salvo».

Pero cuando llegó a la entrada de la casa, donde él la esperaba, sus oscuros ojos escudriñaron los de ella. Y Annabelle se estremeció.

Todas las advertencias sobre Esteban Cortez habían resultado ser ciertas.

Dos

Seducir a Annabelle Wolfe no iba a ser fácil. Pero mientras la guiaba por los corredores de la casona, Esteban pensó divertido que las mejores experiencias de la vida no solían ser fáciles. La dificultad del desafío era lo que le proporcionaba a cualquier meta su auténtico sabor.

–Todos lo hemos intentado –se había quejado Alfonso Moreira aquella mañana por teléfono–. Y hemos fracasado. Esa mujer está hecha de hielo.

–Eso es que no lo habéis intentado de verdad –se mofó Esteban.

–Yo utilicé todos mis trucos. Ningún hombre podría seducirla. Ni siquiera tú, Cortez.

–Yo puedo seducir a cualquier mujer –replicó él con arrogancia–. Tú mismo lo has dicho.

Moreira se rió.

–Annabelle Wolfe es justo lo que necesitas. Esta vez no lo conseguirás. Apuesto por tu fracaso.

Esteban miró a la bella fotógrafa inglesa mientras lo seguía por el pasillo. Tenía los ojos clavados en el suelo de cerámica. Mantenía la distancia para no tocarlo.

No. Seducirla no iba a ser fácil. La señorita Wolfe había rechazado a la mayoría de los hombres que habían intentado cazarla. Solo unos cuantos habían conseguido llegar hasta su cama, el más famoso de ellos su tutor y mentor, Patrick Arbuthnot, que también era fotógrafo y había asistido unos años atrás a la gala solidaria de Santo Castillo. Entonces habló maravillas de la pasión de Annabelle y de su cuerpo, asegurando que él era el hombre que la había domado.

La reina de hielo. Esteban había escuchado aquel apodo en todas partes, pero no lo podía entender. Suponía que de lejos sería atractiva de un modo frío. Si tuviera que escoger un color para Annabelle Wolfe, sería el gris, gris como su traje, como las sombras de la tarde y los atardeceres invernales.

Pero de cerca se había quedado asombrado por su belleza natural. Llevaba un poco de maquillaje, pero no lápiz de labios ni pintura de ojos. Extraño. Tenía las pestañas y las cejas rubias. Era alta, esbelta y guapa, y sin embargo su intención parecía evitar llamar la atención.

¿Fría? No. Era insolente y quisquillosa, pero su cuerpo… Esteban podía leer lo que le decía, y era mucho más cálido. Había visto el sonrojo de sus mejillas, el calor de su piel blanca y el temblor de su cuerpo cuando trató de tocarla en el patio. Incluso cuando la miraba.

Quería romper aquella fría reserva. Averiguar lo desinhibida que sería cuando perdiera aquel control, cuando unieran sus cuerpos desnudos y sudorosos de pasión.

Estaba impaciente, pero por primera vez desde hacía diez años, iba a tener que esperar. Necesitaría tiempo para conquistar a aquella mujer. Tal vez no la tendría en su cama aquella misma noche. Quizá tuviera que esperar hasta el día siguiente.

El desafío le intrigaba. Le ofrecía una agradable distracción para aquella semana, la que menos le gustaba del año. Su casa se veía invadida primero por organizadores de eventos y luego por millonarios y sus mujeres cubiertas de joyas. Esteban celebraba aquel partido anual de polo y la posterior gala por una buena causa, para ayudar a combatir la pobreza de los pueblos de la zona, pero lo odiaba.

Así que podía pensar en Annabelle Wolfe para distraerse. Se detuvo y sonrió.

–¿Quiere que le enseñe la casa?

–¿Enseñarme la casa cargando con mi equipaje a la espalda? –le preguntó mirándolo fijamente.

–¿Qué tiene de malo?

Ella lo miró con recelo y luego sacudió la cabeza.

–Como usted quiera. Me encantaría conocer la casa para no perderme en ella. Pero que sea rápido.

Sus palabras sonaban abrasivas, pero Esteban podía leer su cuerpo. Vio la tirantez de los hombros y el temblor de las muñecas. Bajo su actitud fría, trataba desesperadamente de ocultar la atracción que sentía.

Para ponerla a prueba, Esteban le puso una mano en la base de la espalda como si la estuviera guiando.

Escuchó cómo aspiraba el aire al tiempo que daba un respingo. Lo miró con sus grandes ojos grises.

Esteban contuvo una sonrisa. Tal vez no tuviera que esperar hasta el día siguiente después de todo.

La miró con expresión inocente señalándole pasillo abajo.

–Por aquí, señorita Wolfe.

Ella apretó las mandíbulas y se subió todavía más la bolsa al hombro.

–Usted es el guía turístico. Pase primero.

Estaba claro que no quería que la tocara ni un ápice, ni siquiera por encima de las múltiples capas de su ropa de aspecto profesional. Annabelle era receptiva a él, a pesar de sus desafiantes palabras. Nunca había conocido a una mujer que necesitara tan desesperadamente que la besaran.

Esteban la deseaba, pero Alfonso Moreira tenía razón. No podría domarla fácilmente. Tenía la guardia demasiado alta. Si la presionaba demasiado, saldría huyendo. Se había dado cuenta de eso en el patio, y para calmar sus miedos había dado a entender que no la deseaba y había permitido que sacara sus propias conclusiones.

«Digamos que no es usted mi tipo». No era mentira. Su tipo habitual eran las mujeres guapas, dispuestas y sin complicaciones. Una turista guapa que pasara por el pueblo más cercano. Alguna joven francesa o estadounidense a la que solo vería una vez al año o, mejor todavía, nunca más.

Annabelle Wolfe era única. Especial. Y la haría suya.

Caminó delante de ella por el pasillo, escuchando el sonido de sus tacones sobre el suelo de cerámica.

–Este es el salón principal –señaló cuando pasaron junto a la amplia entrada en forma de arco. Continuaron pasillo abajo–. Y tras esa puerta está la biblioteca. Ese pasillo lleva a la cocina.

–Este lugar es como un laberinto –comentó ella con tono sarcástico–. ¿Voy a necesitar un plano?

Esteban redujo el paso y se puso a su lado.

–Lo dudo. He oído que se ha pasado la vida viajando por el mundo, ¿no?

–Sí.

–¿No tiene un hogar?

–Londres –respondió con voz tirante, como si le costara dar el mínimo detalle sobre su vida personal–. Pero mi hogar es el mundo.

–No envidio su vida –aseguró él.

Annabelle alzó la barbilla y sus ojos grises brillaron como ascuas de plata.

–Durante los últimos meses he estado visitando cuadras por toda Europa. Tengo curiosidad por saber cómo es posible que la suya sea la mejor. Porque hasta el momento no lo he visto.